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Indice
HABLEMOS DEL DIABLO
Sobre el autor
Hablemos del Diablo
1. Hablemos del Diablo
Inteligencia versus Revelación
Las tácticas de siempre
Los Padres de la Iglesia
Hablemos del Diablo
2. Los Nombres del Diablo
Tres nombres
Tres imágenes
Otros nombres
El Maligno
3. La primera aparición del Diablo
La voz de Dios
El paraíso perdido
4. El Diablo nos tienta
La puerta de la mente
Cómo derrotar al tentador
La oración
La Palabra
El ayuno
Paz en la tormenta
5. Los tentados por el Diablo
La tentación de Luzbel
Adán y Eva
Caín y Saúl
Moisés
Sansón
David
Pedro
Nuestras tentaciones
6. El Diablo quiere reinar en nosotros
La enseñanza de Jesús
La sanación
Expulsión de los malos espíritus
Desde el Génesis
7. La batalla contra el Diablo
Todos somos enviados
2
También nosotros
Nos ataca siempre
También a los buenos…
La manera de ingresar
Los traumas de las personas
Lo toma o lo deja
8. “Líbranos del mal”
El poder del Maligno
Jesús ataca
Tenemos que defendernos
9. El espiritismo
Enseñanzas básicas del Espiritismo
Una reunión espiritista
¿Qué dice la ciencia?
Orientación cristiana
¿Los espíritus o el Espíritu?
10. El satanismo
¿Adorar al diablo?
El satanismo siempre ha existido
Los ritos satánicos
Cómo se llega a estas situaciones diabólicas
Tristes consecuencias
11. Música satánica
Mensajes que inculcan
Conjuntos satánicos
Cinco pasos hacia el satanismo
El relativismo moral
El entorno familiar
12. El exorcismo
Entregó este poder a sus discípulos
Distinción entre posesión y obsesión
Un ministerio de la Iglesia
Iglesia victoriosa
13. Los exorcismos de Jesús
El hombre de la sinagoga
El endemoniado de Gerasa
La hija de la mujer cananea
El muchacho epiléptico
La mujer encorvada
El combate de Jesús
Hacer lo mismo que hacía Jesús
14. ¿Cómo se hace un Exorcismo? (1º)
3
“A mí no me toca…”
Destruir el reino del diablo
Posesión y opresión
Mi aprendizaje
15. ¿Cómo se hace un exorcismo? (2º)
Hablan los exorcistas
Consejos prácticos
La liberación
Lo más importante
16. Discernimiento de Espíritus
¿De Dios o del diablo?
Examínenlo todo…
Los frutos
17. La armadura contra el diablo
El casco de la Salvación
La coraza de la Justicia
El cinturón de la Verdad
El escudo de la Fe
La espada del Espíritu Santo
El calzado del Evangelio de la Paz
El guerrillero
18. Los sacramentos de liberación
Bautismo
La Reconciliación
La Eucaristía
La Unción de los Enfermos
El mal se revuelve
19. ¡Resistan al diablo!
Ataca nuestra mente
Ataca nuestro cuerpo
Ataca nuestras cosas
Resistir
20. Nuestro acusador
El caso de Job
El objetivo del diablo
La obra del Espíritu Santo
Nuestro abogado
Cambio de vestiduras
21. Satanás, ¡Fuera de mi Casa!
La contaminación del pecado
Hogares Light
La puerta abierta del rencor
4
La pornografía
El ocultismo
La oración en familia
5
P. HUGO ESTRADA, sdb.
HABLEMOS DEL DIABLO
Ediciones San Pablo
Guatemala
6
NIHIL OBSTAT
CON LICENCIA ECLESIASTICA
7
Sobre el autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de
Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene
programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección. Además de las obras de
tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La
poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “ Selección de mis cuentos”.
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Hablemos del Diablo
El mismo Padre Hugo Estrada, en la presentación de su libro, nos da la síntesis de su obra, cuando escribe: El
título de mi libro, “Hablemos del diablo”, a más de alguno le puede parecer agresivo, y lo es. Precisamente en él
quiero exponer que, en estos tiempos de tanta confusión con respecto al diablo, cuando muchos intelectuales —
también algunos eclesiásticos— tienen miedo de abordar este tema, los cristianos, a la luz de la Biblia y del
Magisterio de nuestra Iglesia, no debemos tener miedo de hablar abiertamente del diablo, como lo hicieron Jesús,
los Apóstoles y los grandes Santos de nuestra Iglesia. Aquí no se trata de enfocar “morbosamente” con
curiosidad malsana el tema del diablo. Aquí se busca abordar con sencillez este tema, con confianza plena, en la
iluminación del Espíritu Santo en la Biblia y en el Magisterio de nuestra Iglesia.
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1. Hablemos del Diablo
El título de mi libro, “Hablemos del diablo”, a más de alguno le puede parecer
agresivo, y lo es. En estos tiempos de tanta confusión con respecto al diablo, cuando
muchos intelectuales —también algunos eclesiásticos— tienen miedo de abordar este
tema, los cristianos, a la luz de la Biblia y del Magisterio de nuestra Iglesia, no debemos
tener miedo de hablar abiertamente del diablo, como lo hicieron Jesús, los Apóstoles y
los grandes Santos de nuestra Iglesia. En mi libro no busco exponer “morbosamente”,
con curiosidad malsana, el tema del diablo. Más bien pretendo abordar con sencillez este
tema, con confianza plena, en la iluminación del Espíritu Santo, en la Biblia y en el
Magisterio de nuestra Iglesia.
Mi objetivo en este libro es hablar abiertamente del diablo, pero no con curiosidad
malsana ni con fascinación por lo misterioso. Mi intención es exponer sencillamente lo
que nos enseña la Biblia, interpretada por el Magisterio de nuestra Iglesia. Lo que los
Padres de la Iglesia y nuestros grandes santos nos han enseñado.
Me llaman la atención los títulos de algunos libros que se refieren al tema del diablo. El
famoso teólogo René Laurentin escribió el libro titulado: “El demonio ¿símbolo o
realidad?” El profesor de la Universidad de Salamanca, José Antonio Sayés, editó el
libro: “El demonio ¿símbolo o realidad”. El también profesor de la Universidad
salmantina, Ricardo Piñero, escribió la obra titulada: “El olvido del diablo”. H. Haag se
añade a la lista con su obra: “El diablo, su existencia como problema”. Me interesan los
títulos de estos libros porque o están entre signos de interrogación, o, de entrada, hablan
de la duda acerca de la existencia del diablo. En resumidas cuentas, el diablo siempre es
signo de contradicción. Unos, niegan su existencia. Otros, sobre todo los intelectuales,
dudan de su existencia o no se atreven a hablar abiertamente de este tema. Muchos
teólogos y eclesiásticos llevan bastante tiempo de no abordar este tema en la predicación.
Mientras muchos eclesiásticos callan con respecto al tema del diablo, en la sociedad,
pululan los temas acerca del espíritu del mal, las misas negras, el ocultismo, las películas
sobre el diablo, la música satánica. Muchos de nuestros fieles laicos están
desconcertados: en el ambiente en que viven el tema del diablo se ventila con la mayor
naturalidad y morbosidad. En cambio, muchos de los pastores de la Iglesia, tienen miedo
de abordar abiertamente ese tema: no se sienten seguros al hablar del demonio. Temen
hacer el ridículo. Tenía razón Giovanni Papini, cuando en su libro, “El diablo”, afirmaba
que los teólogos “apenas cuchichean al hablar de él, como si se avergonzaran de creer en
su presencia real o si tuvieran miedo de mirarlo a la cara”. Es una de nuestras tristes
realidades en el campo eclesiástico.
Seguramente ha influido mucho la mala presentación que, repetidamente, se ha hecho
del demonio. Se le ha descrito como un medio hombre y medio animal, con barba, con
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cuernos, con rabo, con tridente. Una figura así, en lugar de suscitar interés de tipo
teológico y espiritual, más bien, inclina a desprestigiar un tema tan serio como es el del
espíritu del mal.
Inteligencia versus Revelación
En nuestra Iglesia ha habido una mala influencia de parte de algunos teólogos de
moda, que, basándose más en su brillante inteligencia, que en la Revelación de la Biblia y
el Magisterio de la Iglesia, han desorientado con sus teorías acerca del diablo, a muchas
personas. El famoso teólogo protestante, Bultmann, llegó a afirmar: “No se puede
emplear la luz eléctrica, encender la radio o, cuando se está enfermo, recurrir a la ciencia
médica y a las clínicas modernas y creer al mismo tiempo en el mundo de los espíritus y
en los milagros del Nuevo Testamento”. En el campo católico, el teólogo H. Haag
presentó su libro “El diablo, su existencia como problema”, en el que va contra la
enseñanza del Magisterio de nuestra Iglesia, acerca del diablo. El mencionado teólogo
llegó a decir que su opinión con el tiempo sería aceptada por todos. El escritor y
sacerdote, José Antonio Sayés, cuenta que en su época de seminario, nunca les hablaron
del demonio. Todas estas circunstancias han venido a minar entre algunos eclesiásticos e
intelectuales, la sana enseñanza de la Iglesia con relación del diablo. Son muchos los que
se han dejado fascinar por las brillantes exposiciones de algunos teólogos, que le dan más
importancia a su talento humano que a la “revelación bíblica” y a la enseñanza de la
Iglesia.
Algunos llegaron a sostener que Jesús “se adaptó” a la mentalidad de su tiempo con
respecto al concepto que tenían acerca de los malos espíritus y del diablo; pero que
Jesús, de ninguna manera, avaló esa mentalidad primitiva. Esta opinión nos hace
plantearnos algunas preguntas. Ninguno estaba presente cuando Jesús tuvo sus
tentaciones en el desierto. Es lógico que fue el mismo Jesús el que compartió con sus
discípulos esta experiencia de su vida. Pero, si Jesús no creía en el diablo, ¿con quién se
encontró en el desierto? ¿Con algún fantasma? Si no creía en el diablo, ¿por qué en sus
exorcismos le ordenaba al demonio que saliera de los individuos? ¿Estaba fingiendo
Jesús? ¿Estaba representando una especie de teatro? Si Jesús no creía en el diablo,
entonces, les mintió a los apóstoles, cuando les aseguró que les daba poder para
“expulsar espíritus malos”.
El tema del diablo, como enemigo de Dios y de los hombres, es un tema básico en la
historia de la salvación. El diablo aparece en el primer libro de la Biblia, en el Génesis,
bajo el símbolo de una serpiente. En el libro del Apocalipsis se habla de la derrota
definitiva del espíritu del mal. No es posible que el gran Maestro Jesús nos dejara en la
ignorancia y en la duda en relación a un tema tan importante en la historia de la
11
salvación. Bien opina con respecto a este tema, el teólogo Adolf Rodewiyk, cuando
escribe: “Cristo no podía dejar a los hombres en la confusión y la ignorancia. Era
oportuno que hablara. Jesús siempre intervenía ante los discípulos para aclararles los
puntos básicos de la historia de la salvación. ¡Qué triste pensar que Jesús nos dejó en la
oscuridad con respecto al diablo y su obra nefasta contra el Reino de Dios!”
El teólogo Ricardo Piñero, que escribió el libro “El olvido del diablo”, expone: “La
Biblia no pretende hacer un compendio de demonología, sino tan sólo constatar que el
diablo es un personaje fundamental, tan relevante que sólo en el Nuevo Testamento —
libros históricamente bien probados — las referencias al Adversario superan el medio
millar, y son bien conocidas las escenas de lucha que narra el Apocalipsis. Una de las
claves de lectura de los Evangelios —no la única, ni la eminente— es, desde luego, el
combate de Cristo mismo contra el diablo, una lucha que termina con el triunfo soberano
de Jesús sobre “el príncipe de este mundo”.
El cristianismo se basa en la vida, obra y enseñanza de Jesús. San Juan,
contundentemente, escribe: “Para eso apareció el Hijo de Dios, para deshacer las
obras del diablo” (1Jn 3,8). Pedro definió la obra de Jesús, cuando dijo: “Jesús pasó
haciendo el bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo” (Hch
10,38). Jesús resucitado, en su aparición a Pablo, lo envió a los paganos, advirtiéndole
que lo mandaba para que los paganos “no sigan bajo el poder de Satanás, sino que
sigan a Dios” (Hch 26,18). Cuando vuelven los apóstoles y los setenta y dos discípulos
de su misión evangelizadora, llegan gritando: “¡Señor, hasta los demonios nos obedecen
en tu nombre!” (Lc 10,17) Jesús les responde: “Yo vi que Satanás caía del cielo como
un rayo” (Lc 10.18). Las palabras “Satanás y diablo” quedan vaciadas de todo sentido,
si el diablo es algo mitológico de pueblos primitivos.
Las tácticas de siempre
El teólogo Dámaso Zahringer, escribe: “Más de una vez se ha dicho, y no sin razón,
que la primera y mayor argucia del diablo consiste en negarse a sí mismo: que el mejor
presupuesto para que él logre sus objetivos es poner en duda o negar su existencia”.
Denis Rougemont comenta que es como el que diablo nos dijera: “No soy nadie. ¿De
qué tienes miedo? ¿Vas a ponerte a temblar ante lo que no existe?” Monseñor Alfonso
Uribe, muy duramente, llamaba “idiotas útiles” a los teólogos y predicadores que le
siguen el juego al diablo, afirmando que no existe, pues de esta manera, el espíritu del
mal puede obrar a sus anchas.
Por otra parte, a muchos les conviene aceptar que el diablo es un “invento de los
curas” para tener dominados a los fieles. Así tienen mano libre para su vida licenciosa;
para ser los “señores” de su propia existencia. Por eso mismo, también se empecinan en
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afirmar que el infierno no existe. Lo triste del caso es que cuando se convenzan de su
existencia, ya van a estar a las puertas del infierno mismo, sin posibilidad de retornar.
El “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica”, al referirse al diablo, apunta:
“Con la expresión “caída de los ángeles” se indica que Satanás y los otros demonios, de
los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles
creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y
a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los
demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en
Cristo su segura victoria sobre el Maligno” (#74). En el mismo “Compendio del
catecismo de la Iglesia Católica” se enseña que Jesús en la cruz venció al diablo ( #125).
Si el diablo es una fábula, según algunos teólogos, ¿a quién venció Jesús en la cruz? Son
muchas las inconsecuencias que resultarían en los Evangelios, si el demonio es sólo una
fábula y no un ser espiritual y personal, como lo presenta la Biblia y la Tradición de la
Iglesia.
Los Padres de la Iglesia
Se llama “Padres de la Iglesia” a los doctos y santos escritores de los primeros tiempos
de la Iglesia. Algunos de ellos fueron discípulos de los apóstoles. Sus escritos son muy
importantes para la interpretación bíblica, porque transmiten la enseñanza recibida de los
apóstoles. Los Padres de la Iglesia no tuvieron temor de hablar del diablo como lo hacían
Jesús y los apóstoles. Dice José Antonio Sayés: “No hay ni un solo Padre que haya
dudado de la existencia del demonio, así como de su carácter personal”.
En los diccionarios modernos de teología, se resume la doctrina de la Iglesia, con
respecto al demonio, en estos puntos básicos:
1. El diablo es un ser espiritual que se opone a Dios.
2. Es muy poderoso y se manifiesta de muchas formas.
3. Puede afectar la personalidad misma de todo hombre y mujer, y ha causado
estragos a través de toda la creación.
4. Únicamente Cristo pudo vencerlo.
5. La muerte de Cristo fue esencial para esta victoria.
6. El diablo será totalmente vencido al final de los tiempos.
Con la valentía, que le caracterizaba, Pablo VI, ante las teorías negativas de algunos
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teólogos, con respecto a la existencia del demonio, no tuvo miedo de declarar: “El mal no
es sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y
pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Sale del cuadro de la enseñanza
bíblica y eclesiástica el que se niega a reconocerla como existente, o el que hace de ella
un principio subsistente, que no tiene, como toda criatura, su origen en Dios, o incluso la
explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las
causas ignoradas de nuestras desgracias” (15 de noviembre de 1972).
Ciertamente en esta catequesis, el Papa no tenía en mente a los fieles laicos, sino a los
intelectuales eclesiásticos y a teólogos, que hacían gala de su ingenio oponiéndose a la
sana doctrina de la Biblia y de la Tradición de la Iglesia.
Hablemos del Diablo
Muy acertadamente el teólogo y novelista Carl Lewis afirma: “Hay dos errores iguales
y opuestos, en los cuales el género humano puede caer a propósito de los diablos. Uno es
no creer en su existencia. El otro es creer en ella y sentir un interés excesivo y malsano
por ellos. Por su parte, a ellos les gusta por igual uno y otro error y saludan con idéntico
placer al materialista y al mago”.
Un proverbio chino dice: “Conócete y conoce a tu enemigo y ganarás cien veces en
cien batallas”. Muchos, por desconocer lo que enseña la Biblia y la Iglesia acerca del
diablo, han caído incautamente en las redes del “padre de la mentira”, que los ha
“zarandeado” y los sigue “zarandeando”, como a Pedro, cuando se metió a pelear con el
diablo sin el poder de Jesús. Son muchos los que llegan a misa el domingo y, al mismo
tiempo, a la primera dificultad de su vida, corren a pedir ayuda en centros espiritistas o
de adivinación. Se llaman cristianos y, no tienen reparos en ser adictos a los horóscopos
y a cuantas “cosas raras” les aconsejan a la vuelta de la esquina de su casa.
Jesús y los apóstoles no tuvieron miedo de hablar abiertamente del diablo. Nuestros
santos se refirieron sin pelos en la lengua a la maléfica acción del demonio. Nuestra
Iglesia, en el Concilio IV de Letrán, en el Concilio de Trento, en el Vaticano II, en el
Catecismo, de manera especial, ha expuesto sin complejos las directivas para no dejarse
sorprender por el espíritu del mal. Un cristiano maduro no puede vivir en la ignorancia
con respecto a la personalidad del diablo y de sus tácticas para atacar y confundir a los
cristianos. Bien lo inculcó el Papa Pablo VI, cuando escribió: “¿Cuáles son hoy las
mayores necesidades de la Iglesia? No les cause extrañeza como algo simplista, e
inclusive, como supersticioso e irreal, nuestra respuesta: una de las mayores necesidades
es defendernos de aquel mal, que llamamos demonio”. Más adelante, Pablo VI agrega:
“El demonio y la influencia que puede ejercer sobre cada persona, así como
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comunidades, sobre enteras sociedades o sobre diversos acontecimientos, es un capítulo
muy importante de la doctrina católica en moda de volver a ser estudiado”. Es por eso
que no debemos tener miedo de “hablar del diablo” y tomar “toda la armadura de Dios”
para no dejarnos sorprender por sus ataques, y para ayudar a los que son confundidos
por el espíritu del mal.
Un cristiano maduro no le tiene miedo al diablo, como no se lo tuvieron los apóstoles,
los Padres de la Iglesia y nuestros grandes santos. Un cristiano instruido es consciente de
lo que dice la Palabra de Dios: “El que está en ustedes es más poderoso que el que está
en el mundo“ (1Jn 4,4). Es muy aleccionadora la imagen del diablo, como un perro, que
está amarrado a la cruz de Cristo; con sus insistentes ladridos nos puede asustar; pero
hay que tener presente que ese diablo, amarrado a la cruz de Jesús, sólo se puede mover
lo que la cadena le permite. Mientras no nos acerquemos imprudentemente a él, nada
puede contra nosotros. El cristiano de corazón, más que hablar del diablo y tenerle
miedo, busca siempre estar bien agarrado de la mano de Jesús. Por sus manos divinas
sólo podemos ser conducidos por nuestro Buen Pastor a “verdes pastos y a aguas
tranquilas” (Sal 23).
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2. Los Nombres del Diablo
El nombre de una persona para los orientales de los tiempos bíblicos tenía una
significación muy personal; intentaba definir la personalidad del individuo. Jacob significa
“tramposo”. Cuando Jacob se convierte, al ser vencido por el ángel de Dios, el emisario
angélico le cambia de nombre: lo llama Israel, que significa “príncipe con Dios”. El tío de
Jacob se llamaba Labán, que significa “rubio”. Bernabé significa “hijo de la consolación.
Bernabé se distinguía por su bondad. Jesús quiere decir “Salvador”; fue el nombre que el
ángel les dio a José y María para su Hijo, porque la misión de Jesús era ser Salvador de
los hombres. El oriental bíblico, por medio del nombre, trataba de traducir la
personalidad o la cualidad de una persona.
La Biblia menciona varios nombres del espíritu del mal; por medio de ellos nos está
definiendo quién es este personaje perverso que causa tantos males a la humanidad.
Recordemos algunos de los nombres que la Biblia le da al mal espíritu; por medio de esos
nombres podemos profundizar más en la personalidad de este maléfico personaje.
Tres nombres
La Biblia, al espíritu del mal lo llama: Satanás, Beelzebú, y diablo. Cada uno de estos
nombres nos ayuda a penetrar más hondamente en la personalidad de este misterioso ser,
que es la esencia del mal.
SATANÁS significa “adversario”, “enemigo”. El diablo es enemigo de Dios y de los
hijos de Dios. Según la tradición, el diablo fue creado como un ángel bueno. Los ángeles,
para poder conservar el estado de perfección en que habían sido creados, fueron
sometidos a una prueba. Lucifer, que quiere decir “lleno de luz”; era el nombre del ángel
que no aceptó servir en todo a Dios. Se rebeló y arrastró a muchos otros ángeles en su
rebeldía. Todos los ángeles rebeldes se convirtieron en “demonios”, que es el nombre
que se les da a los espíritus malvados. Así se originó el infierno, que es el estado de
Satanás y los demonios. Demonio, en el lenguaje cristiano, significa “un ser hostil a Dios
y a los hombres”.
Jesús, en la parábola del trigo y la cizaña, dice que es “un enemigo” el que ha
sembrado la cizaña en medio del trigo (Mt 13,28). Satanás es el enemigo de Dios, que
intenta siempre impedir que la Palabra de Dios penetre en el corazón de los hombres.
San Pablo les escribía a los Tesalonisences y les decía que había querido varias veces ir a
visitarlos pero que “Satanás lo estorbó” (1Tes 2, 18). La obra de Satanás es impedir que
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la gracia de Dios llegue a los hombres.
DIABLO, en griego, quiere decir “falso acusador”. El papel del diablo es calumniar a
Dios. A los primeros seres humanos les presenta a Dios como un “mentiroso”; les ha
dicho que si comen del fruto del árbol del bien y del mal habrá muerte; pero lo que busca
es que no coman de ese fruto para que no sean como Él, para que no sepan lo mismo
que Él sabe. El diablo quiere que Adán y Eva pierdan la “confianza” en Dios (Gen 3,5).
Una vez perdida la confianza, ya está abierta la puerta para cualquier otro pecado.
En el Libro de Job, el diablo se presenta a Dios para “calumniar a Job”. Le asegura
que Job lo sirve por puro interés material para tener muchos bienes, mucho dinero. Al
mismo tiempo, el diablo reta a Dios: le apuesta a que si le quita sus bienes a Job,
terminará “blasfemando” contra Él.
El diablo también nos acusa a nosotros: después de hacernos caer en el pecado, nos
hace sentir miedo de Dios, nos incita a huir de él para que no recibamos su perdón.
Cuando intentamos rezar, el diablo procura echarnos en cara nuestros pecados del
pasado para que no tengamos confianza en Dios, para que le tengamos miedo y nos
apartemos de Él. El diablo aprovecha sobre todo nuestros momentos de crisis para
“acusar” falsamente a Dios, para hacernos dudar de Él o desconfiar de su providencia.
También nos incita a “acusar” a los demás. A mentir, a levantar falsos testimonios. De
esa manera obtiene que seamos una especie de “diablos”, de acusadores de los
hermanos.
BEELZEBÚ es otro de los nombres bíblicos del diablo. Beelzebú, en hebreo, significa:
“Señor de las moscas” o “Señor del estercolero”. El reino del diablo es un estercolero,
lugar del estiércol, donde abundan las moscas. El diablo “corrompe”, “contamina” todo
lo que toca. Corrompe el alma de los hombres; corrompe la sociedad, la política, las
instituciones. Donde está el diablo, hay corrupción, contaminación. Es un estercolero,
donde abundan las moscas. Por eso es el “Señor de las moscas”.
Tres imágenes
El autor bíblico, para describir la obra maléfica del diablo, lo representa con imágenes
de animales despreciables y temidos.
La “serpiente” es la primera imagen con la que se representa al diablo en el libro del
Génesis (3,1). Se acerca a los primeros seres humanos como una “astuta serpiente”, que
simboliza, a alguien que fascina, que engaña, que se arrastra, que es algo repugnante. En
el mismo capítulo tercero del Génesis, Dios “maldice” a la serpiente por haber engañado
y corrompido a los primeros seres humanos. El diablo es alguien astuto, engañador,
corruptor del corazón y la mente. Trabaja fino. Procura desacreditar a Dios para alejar a
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las personas del Único que las puede salvar.
En el libro del Apocalipsis, al hacer referencia al diablo, lo identifica con la “serpiente
antigua”, es decir, la del Génesis (Apoc 12,9). San Pablo, al escribirles a los de Corinto,
les expresa: “Pero temo que así como la serpiente engañó con su astucia a Eva,
también ustedes se dejen engañar y que sus pensamientos se aparten de la devoción
pura y sincera de Cristo” (2Cor 11,3).
El león es otra imagen bíblica del diablo. Fue san Pedro el que escribió: “Su
adversario, el diablo, como león rugiente anda alrededor buscando a quien devorar”
(1Ped 5,8). La figura del león trae a la mente la imagen del rey de la selva, que merodea
por la selva y luego da un zarpazo a su presa. San Pedro había experimentado los
“zarpazos de ese león rugiente” y, por eso, prevenía a los fieles para que no se dejaran
sorprender por este terrible devorador de almas. Por donde pasa el diablo, siembra el
terror como el león que infunde miedo a todos.
En el Apocalipsis se describe al diablo con la imagen de un “dragón rojo” con siete
cabezas, diez cuernos y una corona en cada cabeza. Por medio de estas figuras, se quiere
detallar algunos rasgos de la personalidad del diablo. El número siete, en el Apocalipsis,
indica plenitud. Siete cabezas indican mucha inteligencia. El diablo es un ser muy
inteligente. Los diez cuernos hablan de mucho poder. Las coronas en cada cabeza
simbolizan los muchos y poderosos colaboradores con que cuenta el diablo en el mundo.
El libro del Apocalipsis, resume la personalidad del diablo cuando aclara: “Después
hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El
dragón y sus ángeles lucharon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar en el cielo
para ellos. Así que fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua, que se
llama Diablo y Satanás, y que engaña a todo el mundo. Él y sus ángeles fueron
lanzados a la tierra” (Apoc 12,7-9). Aquí, por medio de una imagen, se habla de la
batalla de tipo espiritual, que se realizó en el cielo, cuando los demonios eran ángeles,
que se rebelaron contra Dios.
El Apocalipsis anticipa que el “falso profeta”, que aparecerá al fin del mundo, se
presentará con cuernos de cordero, como que fuera alguien bueno; pero su manera de
hablar lo traicionará porque hablará como el dragón, es decir, con el lenguaje del diablo
(Apoc 13,11). El dragón da la idea de algo monstruoso, horripilante. El diablo es un
monstruo de prepotencia y de maldad.
San Agustín, muy acertadamente, representa al diablo también con una imagen de un
animal. Llama al diablo, en latín, “Simius Dei”, que quiere decir: “Mono de Dios”. El
mono se caracteriza porque hace gestos por medio de los cuales imita al hombre. El
diablo quiere imitar a Dios. Por eso se exhibe como alguien “bueno”. Dice san Pablo:
“Satanás se disfraza de ángel de luz” (2Cor 11,14). Simula ser bueno, pero es sólo un
disfraz. Jesús dio la clave para desenmascarar a los falsos profetas; dice Jesús: “Por sus
frutos los conocerán” (Mt 7,16). Los frutos del Espíritu Santo son: “Amor, gozo, paz,
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paciencia, benignidad, bondad, fe mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22). Por más que
el diablo se disfrace de “ángel de luz”, lo delatan sus frutos de mentira, de violencia, de
lujuria, de odio, de conflictos. El cristiano lleno del Espíritu Santo no se deja engañar.
Otros nombres
Jesús llamó al diablo “Padre de la mentira” (Jn 8,44). Su especialidad es mentir
refinadamente. Por medio de la mentira engañó a los primeros seres humanos y continúa
engañando a la gente, presentando su mensaje como algo que nos beneficia que nos
ennoblece. A los primeros seres humanos les aseguró que si comían del fruto del árbol
del bien y del mal, serían como Dios. Una vez que los engañó, los dejó solos con su
complejo de culpa y su depresión. El diablo, como especialista en la mentira, sabe
presentarla como una verdad fabulosa. El cristiano, que tiene a Jesús en su corazón, no
puede ser engañado, porque Jesús es la Verdad. Adán y Eva cayeron en la trampa de la
mentira del diablo porque espiritualmente se habían separado de Dios.
Al diablo se le llama también “tentador” (Mt 4,3). Expresamente el Evangelio de
Mateo apunta: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el
diablo” (Mt 4,1). “Tentar”, en la Biblia, tiene dos sentidos: poner a alguien a prueba o
inducirlo al mal. Aquí no se indica que el Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto para que
cayera en la tentación del diablo, sino para que discerniera su manera de cumplir con su
misión evangelizadora. El diablo, en cambio, se le acercó para tratar de hacerlo caer en la
tentación, para que fuera por un camino que no era el de Dios.
Lo que el diablo intentó hacer con Jesús, es lo que sigue intentando hacer con
nosotros. Se esfuerza por hacernos resbalar en el pecado. El diablo no nos pone a
prueba, sino busca tentarnos para inducirnos al mal; para apartarnos del camino de Dios.
Mientras somos peregrinos en este mundo, no estamos eximidos de la tentación
diabólica; pero contamos con nuestro abogado, el Espíritu Santo, que nos da la fuerza
para vencerlo y salir más que vendedores en la batalla espiritual.
Jesús le dio al diablo el apelativo de “Príncipe de este mundo” (Jn 14,30). No lo llama
“rey de este mundo”, sino sólo “príncipe”, es decir, que tiene mucho poder, pero que
está supeditado al “Rey de reyes” (Ap 17,14). El diablo tiene mucho poder, pero sólo el
que Dios, misteriosamente, le permite. El diablo fue vencido por Jesús en la cruz; pero,
en su misteriosa manera de dirigir al mundo, le dejó todavía mucho poder. El diablo es
“príncipe de este mundo”; pero no el “rey del mundo”. Sólo Jesús es “Rey de reyes y
Señor de señores” (Ap 17,14).
San Pablo les escribió a los Corintios: “Pues como ellos no creen, el dios de este
mundo los ha hecho ciegos de entendimiento para que no vean la brillante luz del
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evangelio del Cristo glorioso, imagen viva de Dios” (2Cor 4, 4). Aquí, “dios de este
mundo”, significa que el mundo, que se ha independizado de Dios, se ha creado su
propio dios, como el becerro de oro, a quien adoraron los extraviados israelitas en el
desierto (Ex 32).
San Pablo llama al diablo “dios de este mundo”, con minúscula, para señalar que el
diablo tiene mucho poder y muchos colaboradores en el mundo. El hombre no puede
vivir sin Dios. Al apartarse del Único Dios, crea su propio dios. Ése es “el dios de este
mundo”. Por eso san Juan, al que vive en pecado mortal, al que “practica el pecado” lo
llama “hijo del diablo” (1Jn 3,10), porque se deja controlar por el diablo. Jesús advierte
que no se puede servir a “dos señores” a la vez. O servimos a Dios o servimos al diablo.
El Maligno
En el Padrenuestro, Jesús nos enseña a pedir: “Líbranos del mal”. Los comentaristas de la Biblia dicen que la
traducción literal debe ser: “Líbranos del Maligno”. El diablo es llamado “maligno” por Jesús. Maligno, aquí,
señala que el diablo es la esencia del mal. Jesús nos enseña que diariamente debemos pedir a Dios no caer en la
trampa del maligno. Dice el Salmo: “No duerme ni reposa el guardián de Israel” (Sal 121,4) .Dios no duerme
nunca. Siempre está para guiarnos y librarnos. Pero el espíritu del mal, el Maligno, tampoco duerme nunca.
Siempre, como león rugiente, está al asecho buscando darnos un zarpazo cuando nos encuentre sin vigilar.
El diablo es como una astuta serpiente, tiene mucha malicia y poder; si como Eva nos
acercamos a platicar con la serpiente, nos derrota, nos hace caer en la tentación. Con la
serpiente no hay que platicar. A la serpiente hay que aplastarle la cabeza. La Virgen
María le pudo poner su pie a la serpiente en la cabeza porque estaba llena de Jesús. Lo
llevaba en su seno. Cuando estamos llenos de Jesús, la Paloma del Espíritu Santo nos da
poder para aplastar la cabeza de la serpiente. Por eso san Juan nos asegura: “El que está
en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo”. (1Jn 4,4). Cuando la Paloma
del Espíritu Santo llena nuestra vida, la serpiente del pecado no puede hacer nada contra
nosotros.
El diablo es un dragón rojo con siete cabezas. Es inteligentísimo y tiene mucho poder.
Sólo con nuestras fuerzas no podemos enfrentarnos a ese dragón rojo: nos vence una y
otra vez. Pero cuando nosotros somos enrojecidos con la Sangre de Cristo, tenemos el
poder de derrotar al dragón rojo. Este terrible monstruo tiene siete cabezas: mucha
inteligencia y poder. Pero nosotros tenemos los siete Sacramentos por medio de los
cuales se nos comunica el poder de Jesús contra el Maligno. Un cristiano de Sacramentos
es un cristiano que, como David, puede vencer con una sola piedra al gigante Goliat. Con
el poder de la Sangre de Cristo derrotamos totalmente al dragón rojo con sus siete
cabezas.
El diablo es un terrible “león rugiente”, que ha despedazado a muchos cristianos
20
incautos. Cuando está con nosotros Jesús, “El león de Judá”, el diablo tiene que batirse
en retirada. Sabe que no puede hacernos ni un solo rasguño. Razón tenía Santo Tomás
de Aquino cuando afirmaba que cuando comulgamos con fe somos como “leones que
echan fuego por la boca”. El león rugiente, el diablo, tiembla ante el fuego de Jesús que
nosotros echamos por la boca, cuando comulgamos con devoción y fe.
El diablo es una terrible realidad, un misterio de iniquidad .El cristiano no está para
estar “hablando del diablo” con miedo, sino para hablar de Jesús resucitado, que en la
cruz ha vencido al enemigo y nos entrega el valor de su “Sangre Preciosa” para salir más
que vencedores en la batalla contra el “príncipe de este mundo”, contra el “dios de este
mundo”.
21
3. La primera aparición del Diablo
Los dos primeros capítulos del Génesis despiden luz de principio a fin. Hay armonía y
optimismo. La creación entera es un himno de alabanza a Dios. Los primeros seres
humanos tienen perfecta relación con su Creador y entre ellos mismos. El capítulo
tercero es el más negro de la historia de la humanidad. Aquí se encuentra la raíz de todos
los males que padecemos los hombres. Este capítulo es un tratado de teología y de
psicología al mismo tiempo. Sin este capítulo tercero de la Biblia no podríamos explicar
la tortuosidad del corazón humano, la grandeza de Dios y lo oscuro del pecado y del
espíritu del mal. En este capítulo, aparece por primera vez la misteriosa figura del diablo,
bajo el símbolo de una serpiente. Desde un primer momento, el diablo manifiesta sus
características esenciales con las que continuará su terrible presencia hasta el fin del
mundo. Recordemos los hechos como los narra la Biblia: “La serpiente era el más
astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios. Fue y dijo a la
mujer: “¿Con que Dios les dijo que no comieran de todos los árboles del jardín?” La
mujer respondió a la serpiente: “Podemos comer el fruto de los árboles del jardín; sólo
nos prohibió Dios, bajo amenaza de muerte, comer o tocar el fruto del árbol que está
en medio del jardín”. La serpiente contestó a la mujer: “¡De ningún modo morirán! Lo
que pasa es que Dios sabe que en el momento en que coman se les abrirán los ojos y
serán como Dios, conocedores del bien y del mal”.
Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era apetitoso, hermoso a la vista y
deseable para adquirir sabiduría. Así que tomó de su fruto, comió y lo ofreció también
a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió. Entonces se les abrieron los
ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se
taparon con ellas” (Gn 3,1-7).
La serpiente de por sí es repulsiva. Es símbolo de la astucia, de la maldad. Así la
exhibe el escritor del Génesis. Como la encarnación del mal. Esta serpiente, imagen del
mal, sabemos que es el diablo. Así lo expone el libro del Apocalipsis; llama a Satanás:
“serpiente antigua” (Ap 12,20). El mismo libro del Apocalipsis se refiere a Satanás como
a un ángel que se rebeló contra Dios y que fue expulsado del cielo (Ap 12,9). Satanás,
bajo la figura de la serpiente, quiere echar a perder el Plan de Dios. Lo primero que
planea es en envenenar el limpio corazón de los seres humanos.
“¡Con que Dios les prohibió comer de todos los árboles del jardín!” ( v.1), son las
primeras palabras del espíritu del mal en el Génesis. Dios no les había prohibido a sus
hijos comer de “todos” los árboles. Únicamente del árbol de la “Ciencia del bien y del
mal”. El demonio quiere presentar a Dios como alguien despótico. Un dios tremendo. La
mujer explica que pueden comer de todos los árboles menos de uno. Ahora, el tentador
vuelve a la carga. Procura convencer a los primeros seres humanos que Dios les está
jugando sucio. Les prohíbe comer de ese árbol misterioso porque tiene temor de que
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lleguen a ser como Él. Si comen de ese árbol, no sólo no morirán, como Dios afirma,
sino que se les “abrirán los ojos” y “serán como Dios”.
Jesús llamó a Satanás “Padre de la mentira“ (Jn 8,44). Su especialidad es mentir, pero
de una manera muy solapada. Su método es sembrar la duda, la desconfianza con
respecto a Dios. Una vez que el hombre desconfía de Dios, ya el camino está preparado
para que el mal encuentre abiertas las puertas del corazón para depositarse allí. La táctica
de siempre de la “serpiente antigua“ es ridiculizar la Palabra de Dios. Restarle
importancia. El que no confía en la Palabra de Dios, ya no tiene una “lámpara para sus
pies” (Sal 119). Se ha apagado para él la luz de la Palabra. Va en tinieblas. El padre de las
tinieblas domina en la oscuridad. En la confusión.
“La mujer vio que el árbol era apetitoso… Tomó del fruto, lo comió y lo ofreció a
su marido, el cual comió” (v.6). Una vez con la duda en el corazón, la mujer ya no está
parada sobre la roca de la Palabra de Dios. Ahora, comienza a fijarse en el fruto
prohibido. Le parece fascinante. Toda tentación comienza en la mente. Todo pecado
tiene su origen en la desconfianza en la Palabra de Dios. El primer bocado del fruto
prohibido fue muy agradable. Por eso quiso que su marido también lo probara.
“Se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (v.7). El
diablo, en medio de tantas mentiras, siempre afirma algunas verdades. A los tentados les
había asegurado que “se les abrirían los ojos” ¡Y se les abrieron para darse cuenta de su
pecado! De que habían perdido la inocencia. Ahora estaban “experimentando” en carne
propia lo que era el pecado. El fruto prohibido era sabroso, pero “indigestaba”. ¡Ahora,
lo sabían! Sentían que había muerto su gozo, la armonía con Dios, con el universo. El
Señor les había advertido: “Si comen, morirán”. ¡Era cierto! La muerte se había metido
en sus corazones. Nunca antes habían tenido esa experiencia.
Niño y niña, inocentemente, juegan desnudos sin malicia. Antes, Adán y Eva eran
como dos niños creados en estado de inocencia. Pero, ahora, la malicia se ha introducido
en su corazón. Caen en la cuenta de que están desnudos. Se sienten pecadores ante Dios.
Se sienten desprotegidos, ante Dios y ante el mundo.
“Entrelazaron hojas de higuera y se taparon con ellas” (v.7b.) El hombre cree que
con sus propios medios puede solucionar su problema del pecado. Se vale de todos los
recursos para acallar el remordimiento de su conciencia. Las “hojas de higuera”
representan el afán del hombre de solucionar sus problemas sin Dios. Pero por más hojas
de higuera que se ciña, continúa sintiéndose pecador, angustiado. Desnudo ante Dios.
“Se escondieron de la vista del Señor” (v.8). Una de las salidas del hombre para
acallar la voz de su conciencia pecadora, es huir de Dios, esconderse. Pero eso es
imposible. Bien escribió el salmista: “¿A dónde escaparé de tu presencia? Si subo hasta
los cielos, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro” (Sal 139,7).
¡Vana ilusión pretender huir de Dios, esconderse de su presencia! El hombre escondido,
temblando, huyendo de Dios, es el retrato perfecto del alma del pecador. Pecado y
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armonía no pueden convivir. Pecado y angustia van de la mano.
Ésta es la historia de la primera tentación y de la primera caída. Ésta es nuestra historia
personal, tantas veces repetida. En este cuadro, tan sugestivo, cada uno nos
encontramos. Todos hemos pasado por allí. Por eso lo comprendemos y sabemos que,
con su lenguaje metafórico, el autor no está contando algo de ciencia ficción, sino la
historia de cada uno de nosotros.
La voz de Dios
Una revelación infaltable en la Biblia: Dios siempre le habla al hombre. A los buenos y
a los malos. Por medio de su voz los bendice, los dirige o los llama a la conversión. En el
libro de los indígenas mayas, “El Popol Vuh”, los dioses hacen las primeras pruebas de
seres humanos: de barro, de madera. Pero los seres humanos les fallan. Entonces los
aniquilan. El hombre le falló a Dios desde un principio; pero Dios no lo aniquiló: lo fue a
buscar en su escondite. Le habló animándolo a salir de su falso refugio de miedo. La
Biblia continúa la narración:
Oyeron después los pasos del Señor Dios que se paseaba por el jardín, al fresco de
la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del jardín.
Pero el Señor Dios llamó al hombre diciendo: “¿Dónde estás?” El hombre respondió:
“Oí tus pasos en el jardín, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo”. El Señor
Dios le preguntó: ¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del
árbol del que te prohibí comer? Respondió el hombre: “La mujer que me diste por
compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí”. Entonces el Señor Dios dijo a la
mujer: “¿Qué es lo que has hecho?” Y ella respondió: “La serpiente me engañó, y
comí”. Entonces el Señor dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto, serás maldita
entre todos los animales y entre toda las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu
vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre tí y la mujer,
entre tu descendencia y la suya: ella te aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su
talón” (Gn 3, 8-15)
“¿Dónde estás?” (v.9). Muy bien sabía el Señor dónde estaban sus hijos rebeldes. Les
hablaba para ayudarlos a ver su realidad. Para que se arrepintieran y recibieran su
perdón. La voz del Señor no era la de un verdugo, que busca a su víctima para
destruirla. Era como el padre que busca con cariño a su hijo que se ha escondido debajo
de la cama después de haber cometido alguna travesura.
“Estaba desnudo, por eso me escondí” (v.10) . Ésa fue la respuesta del hombre. El
Señor le hizo ver que se había cumplido lo que les había advertido: habían comido del
fruto prohibido, por eso estaban experimentado la muerte de su gozo, la pérdida de la
24
armonía, el pecado.
“La mujer que me diste me ofreció del fruto” (v.12). Una de las cosas más difíciles
es reconocerse culpable. Siempre buscamos echarles a los demás la culpa de nuestros
errores. Adán le echa la culpa a su mujer. Pero, en el fondo, Adán está culpando al
mismo Dios: “La mujer que me diste...”. Es como que dijera: “Tú tienes la culpa porque
tú me diste a esta compañera”. Eva tampoco quiere aceptar su culpa. Acusa a la
serpiente: ella la indujo a comer del fruto prohibido.
“Pondré enemistad entre tí y la mujer entre su descendencia y la suya: ella te
aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su talón” (Gn 3,15). Al mismo tiempo que
resuena la maldición sobre la serpiente, se promete la redención al hombre. De la
descendencia de la mujer saldrá el que aplastará la cabeza de la serpiente, del diablo. A
esta promesa se le ha llamado “Protoevangelio”, que significa “adelanto del Evangelio”,
adelanto de la buena noticia de un Salvador, que vendrá a rescatarnos de la esclavitud del
pecado, de la muerte y del diablo. Literalmente, la mujer de la que va a salir el que
aplastará al diablo es el pueblo de Dios. En la Biblia, con frecuencia, se presenta al
pueblo de Dios como la esposa de Dios. La Virgen María es la principal representante del
pueblo de Dios: ella fue escogida para ser la Madre del Salvador. La Virgen María es la
puerta por la que ingresó la salvación al mundo.
En la vida de Jesús se aprecia cómo Satanás, desde que Jesús nace, busca eliminarlo.
Luego le pone tentaciones para apartarlo del camino de la cruz. En la misma cruz, llega el
ataque más terrible: quiere destruir a Jesús. Pero es, precisamente, en la cruz en donde
Jesús aplasta la cabeza de Satanás. Lo vence definitivamente.
Como el espíritu del mal “hirió el talón” de Jesús, así intenta también herirnos a
nosotros. Como serpiente tentadora intenta sembrar en nosotros desconfianza en la
Palabra de Dios. Como Jesús, también nosotros podemos aplastar la cabeza de la
serpiente, cuando junto a la cruz de Jesús recibimos la salvación y el poder contra el
pecado y la muerte eterna. Por eso afirma San Pablo que en Jesús somos más que
vencedores (Rm 8,37).
“Darás a luz a tus hijos con dolor” (v.16). A la mujer se le anuncia que la maternidad
será para ella un don y un sufrimiento. Ser madre es llevar la propia cruz y las de los
hijos. Aquí no hay nada que vaya contra el “parto sin dolor”. Aquí, se habla del dolor
propio de la maternidad y de la violencia que sufre la mujer por parte del hombre.
“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” (v.19). Debido a su pecado, el hombre
experimentará dificultades al tener que ser la cabeza de su hogar. Le costará ganar el pan
de cada día para su familia.
El paraíso perdido
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Dice el libro del Génesis: El hombre puso a su mujer el nombre de Eva - es decir, Vida
-, porque ella sería madre de todos los vivientes. El Señor Dios hizo para Adán y su
mujer unas túnicas de piel, y los vistió. Después el Señor Dios pensó: “Ahora que el
hombre es como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal, sólo le falta echar
mano al árbol de la vida, comer su fruto y vivir para siempre”.
Así el Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que trabajara la tierra de la
que había sido sacado. Expulsó al hombre y, en la parte oriental del jardín de Edén,
puso a los querubines y la espada de fuego para custodiar el camino que lleva al árbol
de la vida (Gn 3,20-24).
“Hizo para Adán y su mujer unas túnicas de piel (v.21). Dios no aniquila a los
primeros seres humanos, que se han rebelado contra Él, que han intentado ser como
Dios. Los va a buscar, los ayuda a salir de su escondite, a reconocer su pecado. Al verlos
tan indefensos, siente compasión y les fabrica unas túnicas para vestirlos. La misericordia
del Señor triunfa sobre su indignación. El padre del hijo pródigo, al ver a su hijo casi
desnudo, inmediatamente, mandó que le trajeran una túnica limpia, y sandalias para sus
pies. El Señor, al ver a sus hijos desnudos, les echó encima unas pieles, los cubrió con las
pieles de su misericordia.
“Puso querubines y la espada llameante ” (v.24). El hombre, al pecar, ha perdido el
derecho de comer del “árbol de la vida”: la vida eterna. Por eso el Señor coloca unos
querubines con espadas de fuego para que cierren la entrada del jardín al hombre. La
puerta queda cerrada, pero no para siempre. Por encima de todo resuena la promesa del
Señor: de la “simiente de la mujer” saldrá el que aplastará definitivamente la cabeza de la
serpiente engañadora —el diablo— y abrirá de nuevo la puerta del paraíso para todos los
que acepten ser redimidos con la Sangre de Jesús. Así concluye el capítulo más triste de
la Biblia. El capítulo del pecado. El capítulo de la aparición del maligno, de la
mezquindad del hombre y de la misericordia de Dios.
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4. El Diablo nos tienta
Frente a la antigua ciudad de Jericó hay un monte que se llama “de las tentaciones”.
Allí se llevó a cabo el duelo de los siglos: Satanás intentó desviar a Jesús del camino del
Padre. Dice la Carta a los Hebreos que Jesús se hizo en todo igual a nosotros, menos en
el pecado. Es impresionante ver cómo Jesús se somete a ser tentado por el diablo. Al
hacerlo, nos manifiesta que no debemos asustarnos por las tentaciones, cuando estamos
unidos a Dios; también Jesús nos muestra cómo vencer al espíritu del mal, que busca por
todos los medios apartarnos del camino de Dios.
La primera tentación de los seres humanos está magistralmente descrita en el Génesis,
el primer libro de la Biblia. Sin lugar a dudas, ningún otro libro expone tan genialmente lo
que podríamos llamar “la psicología de la tentación”: la psicología del tentador como del
tentado. Por medio de esta descripción de lo que es una tentación, la Biblia nos descubre
las tácticas del espíritu del mal, y la manera de vencerlo como lo venció Jesús en el
desierto.
El tentador comienza por acercarse con la astucia de una serpiente. Se nos presenta —
espiritualmente — como alguien bueno, que busca nuestro bien. San Pablo decía que el
diablo se nos manifiesta como “un ángel de luz” (2Cor 11,14), con apariencia de bueno.
A los primeros seres humanos se les muestra como alguien que tiene compasión por
ellos; por eso les dice: “Así que Dios les prohibió comer de todos los frutos del paraíso”
(Gn 3,1). Dios sólo les había prohibido comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”,
símbolo del pecado. El diablo quería presentar a Dios como alguien despótico, que les ha
prohibido comer los frutos de “todos” los árboles. Eva sale en defensa de Dios y aclara
que Dios sólo les ha prohibido comer de un solo árbol. El diablo no se da por vencido. Es
perseverante. Vuelve a la carga. Ahora, hace gala de su apelativo de “padre de la
mentira” (Jn 8,44), que le da Jesús. Su especialidad es fascinar a los hombres
haciéndoles pasar por verdad lo que es mentira. Satanás alega que Dios les prohibió
comer de ese árbol porque no quiere que se les abran los ojos y sepan lo mismo que Él
sabe (Gn 3, 2-5).
La intención del maligno es presentar a Dios como alguien despótico. Quiere que los
primeros seres humanos desconfíen de Él. El pecado más grave contra Dios es la
desconfianza. Es por allí por donde ataca Satanás. Logra sembrar la duda en el corazón
de Eva, que comienza a fijarse en el fruto prohibido, que se muestra apetitoso. Eva no
quiere desobedecer a Dios; pero, por otro lado, piensa en lo que Satanás les ha
prometido: saber lo mismo que Dios.
La puerta de la mente
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Todo pecado comienza siempre en la mente. Nuestro corazón es como un “banco”: de
allí va a salir lo que previamente depositemos. El espíritu del mal procura introducirnos
muchos pensamientos negativos y morbosos; sabe que, tarde o temprano, eso va a
estallar dentro de nosotros. La leyenda recuerda el caso de la ciudad de Troya, que no
podía ser conquistada por los griegos. Hasta que a los astutos griegos se les ocurrió dejar
un enorme caballo de madera, en un simulacro de retirada vergonzosa. Los troyanos
creyeron que se trataba de un ídolo de los griegos; lo introdujeron en la ciudad, como un
trofeo ganado en la batalla. No sabían que dentro del caballo iban varios hombres muy
valientes que, en la noche, salieron y abrieron las puertas de la ciudad. Allí se definió la
derrota de Troya. Los malos pensamientos, las tentaciones, son como enanitos inocentes,
que se nos acercan indefensos. Pero, una vez dentro de nosotros, se agigantan y nos
derrotan. Cada pensamiento malo, cada mirada inconveniente, cada criterio mundano,
que dejamos entrar en nuestra mente, es como un caballo de Troya, que va a provocar
nuestra derrota.
San Bernardo, con toda su experiencia de director espiritual, llegó a afirmar que con
sólo ponerse en la tentación, ya se había cometido un pecado. Ése fue el caso de David.
Su gran caída comenzó con una simple mirada a una mujer desnuda, que se bañaba.
Luego quiso tener con ella una simple plática para conocerla. Una vez que David se puso
en el resbaladero de la tentación, ya no se detuvo: vino luego un adulterio, un embarazo,
el asesinato del marido de la mujer embarazada. ¡Nadie sabe hasta dónde va a llegar, una
vez que se ha puesto en el resbaladero de la tentación!
Cuando Eva permitió que la desconfianza en Dios se depositaria en su corazón,
automáticamente, alargó la mano para tomar el fruto prohibido. Después de probarlo,
quiso que su esposo también comiera del fruto. Cuando nos convertimos en pecadores,
nos convertimos también en colaboradores del espíritu del mal. No queremos sentirnos
solitarios en el pecado. Queremos que otros se embarren también, como nosotros, para
sentirnos iguales. Para no sentirnos los únicos hundidos en el pecado. Dios emplea
ángeles para enviar sus mensajes. El demonio también emplea emisarios para llevar al
pecado. Muchas veces, nos convertimos en emisarios del diablo para inducir a otros al
mal. Fue lo que hizo Eva.
El fruto era hermoso; pero era un fruto envenenado. Adán y Eva, al momento,
comenzaron a experimentar miedo hacia Dios, un temor terrible, que los llevó a
esconderse. Se sentían desnudos ante el universo. Al instante, desapareció el diablo. Ya
no estuvo presente para justificar sus falsas promesas. Los dejó hundidos en la
desolación y puso en sus corazones el miedo a Dios. Comenzaron a huir de Él.
Al mismo tiempo que desapareció de la escena el diablo, apareció Dios. Comenzó a
buscar a sus hijos, que no aceptaban su responsabilidad, y le huían. Dios los ayudó a
reconocer su culpa y a salir de su escondite. Cuando salieron, Dios los encontró
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totalmente desnudos, desprotegidos; por eso les echó encima unas pieles, que eran
símbolo de su perdón y su misericordia.
Cómo derrotar al tentador
Jesús, al mismo tiempo que se somete a la tentación, nos muestra la manera de derrotar al tentador, que se nos
acerca para tratar de fascinarnos con falsas promesas, para apartarnos del camino de Dios. Durante cuarenta
días, Jesús permaneció en profunda meditación, buscando la voluntad del Padre. Cuando el tentador se le acercó,
lo encontró con su mente llena de sabiduría: no pudo nada contra él.
Los griegos habían escrito en el templo de Delfos: “Conócete a tí mismo”. Decían los
griegos que el conocimiento de uno mismo era la esencia de la sabiduría. Una de nuestras
tristes realidades es que no nos conocemos a nosotros mismos. Más aún: tenemos miedo
de conocernos, de encontrarnos con nuestro yo lleno de complicaciones. El joven que se
encierra en su cuarto para oír música metálica, a todo volumen, no quiere conocerse. Se
tiene miedo a sí mismo. El adulto que se emborracha, que frecuenta lugares de vicio, en
el fondo, tiene miedo de hablar con su yo profundo.
Por medio de la Palabra de Dios, el Espíritu Santo nos ayuda a profundizar en nuestro
yo. Dice la Carta a los Hebreos que la Palabra de Dios es como “espada de doble filo”
(Hb 4,12), que explora lo profundo de nosotros hasta dejar al descubierto nuestros
pensamientos y nuestras intenciones. De esa manera, la meditación en la Palabra nos
ayuda a conocernos en más profundidad. A saber cuáles son nuestras debilidades y
fortalezas.
Gente aturdida y que no sabe quién es y a dónde va, es presa fácil del “padre de la
mentira” (Jn 8,44), que busca personas con la mente entenebrecida para poderlas
fascinar más fácilmente. La meditación diaria, el examen diario de conciencia, en la
presencia de Dios, a la luz de la Palabra, impide que nuestra mente se encuentre
aturdida. Cuando llega el tentador, nos halla con la mente llena del discernimiento del
Espíritu Santo. La tentación no puede penetrar en una mente llena de Dios.
La oración
Durante largos cuarenta días, el Señor permaneció en profunda oración en el desierto. Antes de iniciar su
misión evangelizadora, Jesús quiso tener una dirección más concreta de su Padre; por eso se apartó para
dedicarse a la oración en el desierto. Cuando el demonio se le acercó, ni siquiera pudo ganar un milímetro de
terreno en su ataque.
La orden —no consejo—, que les dio Jesús a sus apóstoles, antes de la terrible
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tentación del Huerto de Getsemaní, fue: “Vigilen y oren para no caer en la tentación” (
Mt 26,41). Los apóstoles no obedecieron: se durmieron, a pesar de que el Señor los
despertaba, una y otra vez. No oraron. No pudieron acompañar al Señor en su agónica
plegaria. Resultado: llegó la tentación, y el espíritu del mal los zarandeó a su gusto.
Por medio de la oración, recibimos la iluminación del Espíritu Santo para no dejarnos
confundir por el “padre de la mentira”; al mismo tiempo, por medio de la oración, somos
llenados por la fortaleza de Dios. Orar es estar agarrados de la mano de Dios, y el que
está agarrado de la mano de Dios, no puede caer en la tentación. Nuestras grandes
derrotas espirituales son producto de que la tentación nos ha sorprendido, como a los
apóstoles, sin vigilancia y oración.
La Palabra
Fue san Pablo el que llamó a la Palabra de Dios la “Espada del Espíritu Santo” (Ef
6,17). Jesús empleó la Palabra, como espada, para defenderse del demonio. A cada
insinuación, que el demonio le hacía, Jesús respondía con una frase de la Biblia. Jesús,
tajantemente, le objetaba: “Está escrito” ( Mt 4,4), que quiere decir: “Dios dice”. En
otras palabras, Jesús le estaba gritando: “Mentiroso, cállate; me estás diciendo lo
contrario de lo que dice Dios”.
El salmo 119 afirma que la Palabra de Dios es “lámpara a nuestros pies, luz en
nuestro sendero”. La oscuridad se presta para la incertidumbre, para el peligro. Cuando
avanzamos por la senda iluminada, nos sentimos seguros. La Palabra de Dios,
esencialmente, nos recuerda lo que Dios ya dijo. Lo que es recto, lo que es limpio, lo que
quiere para sus hijos. Bien decía san Pedro: “Señor, sólo Tú tienes palabras de vida
eterna”. (Jn 6,68). Vida eterna, en el Evangelio de san Juan, significa “vida de Dios”. El
demonio busca fascinarnos con propuestas halagadoras. Cuando confrontamos la palabra
del diablo con la Palabra de Dios, sabemos cuál es la diferencia. Estamos seguros del
camino que Dios quiere para nosotros. Ante las propuestas falsas, que el demonio nos
presenta, no nos queda más que decir con seguridad, como Pedro: “Sólo Tú tienes
palabras de vida eterna. Me quedo contigo”.
El ayuno
San Pablo escribió: “Golpeo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que
habiendo predicado a otros, quede yo descalificado” (1Cor 9,27). Pablo, aquí, alude a
la rígida disciplina a la que se sometían los atletas para estar en forma a la hora de la
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competencia. El cristiano sabe que su naturaleza lo inclina hacia el mal y, por eso, sabe
también que debe someterse a una disciplina espiritual para estar siempre bien preparado
para presentar batalla al tentador, que aprovecha toda circunstancia de desventaja para
atacarnos.
Jesús nos dio ejemplo de esta disciplina espiritual; durante cuarenta días se sometió a
ella en el desierto para prepararse a su misión evangelizadora. Fue en ese momento que,
con la astucia propia de una serpiente, se le acercó el demonio para tratar de apartarlo del
camino de la cruz. Jesús, fortalecido, espiritualmente, derrotó al maligno, y nos enseñó
cómo estar siempre bien disciplinados para no ser vencidos por el enemigo.
Cuando ayunamos, cuando nos mortificamos, nos sentimos menos dominados por el
hombre “carnal”, y más llenos del Espíritu Santo. Por eso, más fácilmente, le decimos
“No”, al diablo, y “Sí” a Dios. Por medio de los sacramentos de la Confesión y
Comunión, nuestra disciplina espiritual, nos fortalece con el poder de la Sangre de Cristo,
que nos purifica, y con el alimento espiritual del Pan de Vida. No hay mejor
fortalecimiento contra la tentación que la Sangre de Cristo y el Pan que da Vida Eterna.
Paz en la tormenta
El libro de Job nos advierte claramente: “Milicia es la vida del hombre en la tierra”
(Jb 7,1). Es una batalla constante. Nadie está eximido de la lucha espiritual. San
Francisco de Sales nos invita a ser, en las tentaciones, como los apicultores
experimentados. Si el apicultor se muestra nervioso, todas las abejas se le van encima y
le inyectan su veneno. Cuando el apicultor trabaja, sin nerviosismo, puede acercarse a las
colmenas sin guantes y sin mascarilla. El cristiano, que no se suelta en ningún momento
de la mano de Jesús, no debe ir con temor, sino con la paz que Jesús quiere para su
discípulo, que está aferrado a su mano.
Durante la tentación hay una promesa de la Biblia, que no se nos debe olvidar. Dice
san Pablo: “Pueden ustedes confiar en Dios, que no les dejará sufrir pruebas más
duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les
dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla” (1Co 10,13).
Dios es Padre amoroso: nunca va a permitir para nosotros, sus hijos, un peso mayor del
que podamos llevar. Nunca va a dejar que una tentación superior a nuestras fuerzas nos
doblegue. Esto lo tradujo maravillosamente el poeta guatemalteco, Arévalo Martínez,
cuando escribió: “Es que sus manos sedeñas/ hacen las cuentas cabales /, y no mandan
grandes males / para las almas pequeñas”. Toda tentación, que Dios permite, está a la
medida de nuestro hombro.
Toda caída en el pecado, nos indica que no estábamos suficientemente preparados,
31
disciplinados espiritualmente, para la batalla contra el tentador. Toda caída, es señal de
que no nos servimos de los medios espirituales de la oración, de la vigilancia, de los
sacramentos, de la mortificación, que Jesús nos dejó para defendernos contra el tentador.
Hay dos cosas que nunca se deben olvidar, cuando el tentador nos hace caer en la
tentación. En ese momento, desaparece la serpiente tentadora; ya no está presente para
responder por la trampa en la que nos hizo resbalar; por el complejo de culpa que
sembró en nuestro corazón; por el miedo a Dios que nos inoculó. En ese momento de
desolación, siempre aparece el Señor, buscándonos y diciendo: “Adán, Adán, ¿dónde
estás?” (Gn 3,9). Es Dios Padre que nos quiere ayudar a salir de nuestro escondite de
pecado, para podernos echar encima, las pieles de su perdón, de su misericordia.
Dice el Evangelio que después de las tentaciones de Jesús, “los ángeles le servían”
(Mt 4,11). Después de la tormenta viene la calma. Después de la tentación se
experimenta la bendición de Dios. Después de haber sido purificados, después de darle
muestras al Señor de nuestra fidelidad, los ángeles nos vienen a servir, experimentamos la
paz de Dios; su amor de Padre. Noé, durante el diluvio, pasó momentos de gran
angustia; pero, al salir del arca, vio que la tierra estaba totalmente limpia, y que el arco
iris lucía maravillosamente sobre su cabeza. Después de salir victoriosos de las
tentaciones, sentimos que la mano de Jesús se posa sobre nuestra cabeza y nos bendice:
los ángeles vienen a servirnos.
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5. Los tentados por el Diablo
Todo ser humano está sometido a las tentaciones, a las insinuaciones del diablo, que
busca por todos los medios apartarnos del camino de Dios para llevarnos por su camino,
el camino del pecado. Hasta los más santos han sido duramente tentados. Tal vez más
que los demás: al demonio le interesa sobremanera que caiga un santo, porque detrás de
él caen muchos más.
Es muy impresionante que Jesús, al vaciarse de sus privilegios de Dios, llegó hasta el
punto de permitir que el demonio también lo quisiera hacer caer en la tentación. Por
medio de este incidente, Jesús nos mostró que el ser tentados por el diablo no es de por
sí un pecado. También Jesús, al ser sometido a la tentación, nos enseñó cómo podemos
vencer al espíritu del mal, cuando estamos llenos del Espíritu Santo. Es muy
aleccionador analizar la manera cómo fueron tentados varios personajes bíblicos. Este
análisis nos ayuda a tomar las debidas precauciones para no caer, como los que fueron
derrotados, y a salir vencedores, como los que superaron esos críticos momentos de la
prueba. Recordemos algunos casos.
La tentación de Luzbel
Lucifer es el nombre del espíritu del mal, de Satanás. También se le llama Lucero,
Luzbel. Todos estos nombres indican la cualidad de luminosidad, que era una
característica del ángel bueno, que se va a convertir en Satanás, el diablo. La tradición
recuerda lo que el profeta Isaías 14,12-14, le aplica al orgulloso rey de Babilonia, a quien
le dice: “¡Cómo caíste del cielo, lucero del amanecer!.... Pensabas: Subiré más allá de
las nubes; seré como el Altísimo” (Is 14,12.14). Algunos comentaristas, como David
Howar, afirman que, tipológicamente, este pasaje puede describir la caída de Satanás, un
ángel de brillante posición en el cielo (Diccionario de la Biblia, Editorial Caribe, Miami,
1988). San Pedro habla de los ángeles, que Dios envió al infierno (2P 4). Judas (v.6)
también hace alusión a los ángeles que perdieron su lugar en el cielo y fueron a parar al
infierno.
A san Miguel lo presenta el Apocalipsis como el se enfrenta a Satanás (Ap 12, 7-13).
Miguel es el arcángel, que comanda a los ángeles fieles. El nombre hebreo de Miguel
significa: “¿Quién como Dios?”. De aquí se deduce que la gran tentación de Luzbel fue
querer “ser como Dios”. Eso es lo que, más tarde, ya convertido en “tentador”, va a
proponer a los primeros seres humanos: saber lo mismo que Dios, ser como Dios.
En el fondo, toda tentación, a eso nos lleva: a ser dioses para nosotros mismos. A no
33
depender de nadie más. A ser señores de nosotros mismos. Eso es lo esencial de toda
tentación: independizarse de Dios. No seguir su camino, sino el nuestro, que en última
instancia, es el camino que el diablo nos propone.
Esta primera tentación, en la que cayeron los ángeles malos —que fueron creados
buenos—, nos habla de que es la misma tentación que el diablo nos sigue proponiendo a
nosotros. Ante esa tentación, sólo queda la actitud del arcángel san Miguel: “¿Quién
como Dios?”. Ante Dios, sólo queda la confianza absoluta, que nos lleva a hincarnos
ante Él, no por miedo, sino por amor, y adorarlo y amarlo con todo nuestro corazón,
aceptando con confianza su proyecto de amor para nosotros.
Adán y Eva
La Biblia los presenta, al principio, como los que “hablan con Dios” (Gn 2,8). Pero, de
pronto, aceptan el diálogo, que les propone un ser extraño: una serpiente. Por medio de
este género literario, el Génesis, detalla cómo los primeros seres humanos comienzan a
hablar con el diablo, el ángel caído, que se dedica a apartar a los seres humanos del
camino de Dios. La primera tentación está genialmente descrita en el capítulo tercero del
Génesis, desde un punto de vista psicológico y espiritual.
Bien definió Jesús al diablo como el “padre de la mentira” (Jn 8,44). Su especialidad
es saber presentar su mentira como que fuera la verdad que nos conviene. Los primeros
seres humanos se enfrentaron a aquel ser superinteligente y maléfico. Una vez aceptado
el diálogo, cayeron en la tentación más terrible: la desconfianza en Dios, en su Palabra.
El espíritu del mal los convenció de que Dios no quería que comieran del fruto del árbol
de la ciencia del bien y del mal porque, de esa manera, llegarían a saber lo mismo que
Dios. Fue la gran tentación. Los primeros seres humanos comenzaron por “desconfiar”
de la Palabra de Dios. Creyeron que les estaba ocultando algo, que no era el buen Dios,
que ellos creían. Ése fue el primer paso. Los demás pasos, vinieron uno tras otro. Había
ingresado el pecado con su secuela de maleficios y desgracias. Luzbel fue expulsado del
cielo. Los primeros seres humanos fueron también expulsados del paraíso.
La enseñanza, que se desprende de la Biblia, es muy elocuente. No hay que dialogar
con el diablo. Un joven me alegaba que afirmar que nosotros hablamos con el diablo
parece tonto. Yo le respondí que los tontos somos nosotros, que, nos hemos convertido
en especialistas en hablar con el diablo. Cuando nos detenemos a darles vueltas y más
vueltas a nuestros malos pensamientos, lo que estamos haciendo, en todo el sentido de la
palabra, es hablar con el diablo, como lo hizo Eva. Los confesionarios son los mudos
testigos de que la historia de Eva y de Adán se repite en nosotros. No vemos ninguna
serpiente parlante; pero experimentamos lo mismo que Adán y Eva: la conciencia, que
nos muerde y nos remuerde; el sentido de frustración; el huir de Dios y acercarnos cada
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vez más al diablo.
Una vez que le abrimos la puerta al diablo y le aceptamos el diálogo, que nos propone,
nos estamos poniendo a caminar sobre el filo de la navaja de Satanás. El Apocalipsis lo
presenta, literariamente, como un dragón de siete cabezas, de siete cuernos y diez
diademas. Es decir, un ser superinteligente y de mucho poder. No podemos darnos el lujo
de pretender catequizarlo. Si proseguimos el diálogo, cuando menos lo pensamos, el
diablo invade nuestra mente y nuestro corazón. Se enseñorea de nosotros. De nuestra
familia y de nuestro trabajo.
¿Cómo le habló el diablo a Jesús? Como nos habla a nosotros: mentalmente. Es a
través de la mente que se nos introduce la tentación. Son nuestros pensamientos los que
debemos cuidar. El “padre de la mentira”, hila muy fino y se nos introduce en el corazón
por el camino de nuestros pensamientos. Una vez conquistada nuestra mente, la puerta
está totalmente abierta para su ataque despiadado. Jesús nos se puso a dialogar con el
diablo, que le propuso fabulosos métodos de evangelización, a base de exhibicionismo y
milagrería. Jesús, simplemente, le respondió: “Está escrito” (Mt 4,4), “Apártate de mí,
Satanás” (Mt 4,10).
“Está escrito” significa: “Dios dice”. O, sea, la Palabra de Dios contra la del diablo. Ni
hablar. Por eso, sólo nos queda gritar: “¡Apártate de mí, Satanás!”. No tiene sentido
ponerse a acariciar a una serpiente. Hay que salir huyendo. Bien decían los santos, que
en esta lucha con el diablo ganan los “cobardes”, los que salen huyendo. El que,
creyéndose valiente, se pone a pelear con la serpiente, experimentará su veneno mortal.
Caín y Saúl
Cuando Caín se dio cuenta de que el sacrificio de su hermano Abel era más agradable
a Dios que el suyo, su mente comenzó a hervir de pensamientos negativos hacia su
hermano. Primero, fue un resentimiento molesto. El resentimiento se convirtió, luego, en
odio. En esta crisis de Caín, la Biblia, hace ver cómo Dios le habló a Caín, y le dijo: “El
pecado está esperando el momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a
él” (Gn 4,7). Aquí, de manera excepcional, la Biblia pone de relieve cómo ingresa el
pecado en nuestro corazón. Es por medio de un pensamiento venenoso, que nos
comienza a perturbar y a hacer perder el sentido del equilibrio. Pero, también, muy
elocuentemente, la Biblia nos indica que nosotros podemos vencer el mal pensamiento.
No es algo superior a nosotros. San Pablo nos asegura que fiel es Dios que no va a
permitir una tentación superior a nuestras fuerzas (1Co 10,13). Si estamos llenos del
poder de Dios, por medio del Espíritu Santo, nosotros podemos ponerle el pie en la
cabeza a la serpiente.
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Caín se dejó permear por su pensamiento venenoso de odio. Planeó invitar a su
hermano a un paseo al campo. A un lugar solitario donde no hubiera gente. De pronto,
Caín se abalanzó sobre su hermano y lo hirió gravemente. Cuando Caín se dio cuenta, su
hermano estaba tendido en el suelo, sin vida. Fue la primera experiencia de muerte
humana en el mundo. Lo que apareció como un simple resentimiento, se había
convertido en el primer asesinato en el mundo.
Como el diablo nos habla mentalmente, también Dios nos habla de la misma manera.
Dios, primero, previno a Caín acerca del pecado, que quería introducirse en su corazón.
Ahora, después del asesinato, Dios no deja solo a Caín. Lo va a buscar para auxiliarlo en
su tragedia. Para ayudarlo a recapacitar en lo que ha hecho, le pregunta: “Caín, ¿dónde
está tu hermano? (Gn 4,9). Caín aceptó el diálogo con el mal, pero, ahora, no acepta el
diálogo con Dios. Alega que no es el custodio de su hermano, y sigue corriendo
frenéticamente. Desde ese momento, Caín comienza a ser un hombre “atormentado”; un
hombre para quien su conciencia se convierte en un perro que le muerte el alma.
A Saúl le sucede lo mismo. Aparece, al principio, como un joven insignificante, que
busca unas burritas. Dios envía al profeta Samuel para que lo unja como rey de Israel.
Saúl queda lleno del Espíritu Santo y causa admiración a los demás profetas, que lo ven
profetizando. Pero Saúl, pronto comienza a llenarse de envidia y resentimiento hacia
David porque la gente lo aprecia y lo aclama. El resentimiento degenera en odio: un día,
mientras David toca su arpa para que le pase la depresión a Saúl, éste le tira su lanza
para clavarlo en la pared, pero no lo logra, porque ágilmente, David logra salvarse.
El odio sigue creciendo. Hay un momento en que un mal espíritu domina a Saúl, que,
cada vez más, se hunde en el pecado; hasta se atreve a visitar a una mujer espiritista en
Endor. Saúl va a morir suicidándose, después de haber perdido una batalla. Toda la
desgracia de Saúl comenzó con el mal pensamiento de resentimiento, que se convirtió en
odio, y lo dominó totalmente. El proceso de la tentación se inicia con un sencillo
pensamiento venenoso. Si no se ataja a tiempo, crece el mal pensamiento y abre la
puerta al espíritu del mal, que nos domina y nos derrota. Con razón san Juan llama “hijos
del diablo” a los que viven en pecado (1Jn 3,8). Porque son dominados por el diablo.
Abrirle, mentalmente, la puerta al diablo por medio de un mal pensamiento consentido,
es darle poder para que nos manipule, nos domine y nos derrote. En eso consiste el
pecado. Se repite en nosotros la historia de Caín y de Saúl.
Moisés
También los santos son tentados. Moisés logra superar muchos obstáculos para dirigir
al pueblo de Israel, que es terco y rebelde, de dura cerviz. Al comenzar las
contrariedades en el desierto, el pueblo se rebeló contra Dios porque carecía de agua y la
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sed ardiente lo estaba matando. Moisés se mostró grandioso, cuando con humildad y
obediencia golpeó una roca, como Dios le había ordenado. De la roca brotó agua en
abundancia. Moisés y el pueblo no terminaban de alabar y bendecir al Señor (Ex 17,5).
Pasaron muchos años. El pueblo de Israel nunca se conformaba con nada. La
murmuración era su hábito más común. Estas murmuraciones y rebeldías, fueron
minando la paciencia del “manso” Moisés. Más tarde Jesús va a afirmar que Moisés fue
el hombre “más manso”. Ante las acres murmuraciones del pueblo, porque nuevamente
les faltaba el agua, el Señor le ordenó a Moisés que “le hablara” a la roca, y manaría
agua. Moisés, lleno de cólera; no le habló a la roca, sino que la golpeó dos veces, como
para hacerla brotar agua con su propio poder. La roca brotó agua; pero a Dios le
desagradó inmensamente la actitud de Moisés. Ante Dios fue tan grave la actitud de
Moisés, que el Señor le indicó que no podría ingresar en la Tierra Prometida. Moisés
reconoció su culpa y aceptó humildemente la disposición del Señor (Nm 20,11-13).
Nuestros momentos de subido estrés, de tensión son peligrosísimos en nuestra vida. Es
la ocasión precisa que aprovecha el espíritu del mal para atacarnos, para llenar nuestra
mente de dudas y desconfianza en Dios. Nos llena de resentimiento subconsciente hacia
Dios. Rezamos, pero tal vez, mecánicamente. No es una oración “en Espíritu y en
Verdad”. Todo esto nos debilita espiritualmente, y muchas veces, terminamos golpeando
la roca, en lugar de hablarle. Hacemos nuestra voluntad y no la de Dios.
Hay que cuidar esos momentos de demasiado estrés. Es cuando más debemos acudir a
Dios inmediatamente. Y es, por lo general, cuando menos lo hacemos. David, en su
salmo 40 recuerda un momento crítico de su vida, cuando sentía que sus pies resbalaban
y se encaminaba hacia el fango de una fosa fatal. En ese preciso momento, David
comenzó a clamar a Dios. De pronto sintió que sus pies ya no resbalaban; experimentó
que estaba bien plantado sobre una roca firme. El clamor en la oración en nuestros
momentos de crisis espiritual o psicológica atrae el poder de Dios, que impide que
caigamos en la tentación, y nos fortalece para que la tentación se convierta en victoria
contra el tentador.
Sansón
El pelo largo de Sansón siempre ha llamado la atención de muchos como que fuera
algo mágico, que le infundía poder. El pelo largo, en esa época, era el distintivo de los
“consagrados a Dios”, que se llamaban “nazareos” (Jc 1,5). Sansón era un consagrado a
Dios. El Señor lo había dotado de belleza extraordinaria y de fuerza excepcional para que
fuera un líder defensor de su pueblo. Sansón comenzó muy bien, pero, poco a poco, fue
perdiendo su consagración. Parece un hecho insignificante el que Sansón tomara un poco
de miel, que encontró dentro del cadáver de un león (Jue 14,8). Pero para un consagrado
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estaba absolutamente prohibido tocar algo muerto, un cadáver; quedaba impuro. Sansón
no le dio importancia a esa norma.
Luego, Sansón, comienza a valerse de sus carismas — belleza y fuerza — para su
beneficio personal, nada más, y no para servicio de su pueblo. Sansón inicia una relación
con una mujer pagana, llamada Dalila. Para todo israelita estaba terminantemente
prohibida una relación sentimental con una persona pagana. Sansón fue cayendo cada
vez más bajo en su relación prohibida hasta que fue totalmente dominado por aquella
mala mujer, enviada por los enemigos para descubrir el secreto de la fuerza de Sansón.
Un día, al fin, Sansón le confió que el secreto de su fuerza excepcional residía en su
pelo abundante. Es decir en su consagración. La mujer espía lo comunicó a sus
enemigos. Durante una borrachera, Dalila le cortó la cabellera a Sansón. Sus enemigos lo
capturaron. Sansón se sonrió con burla, e intentó romper las ataduras con que lo habían
apresado, como lo había hecho en otras oportunidades. No sucedió nada. La Biblia
comenta que el Espíritu Santo lo había abandonado (Jc 16,20). Sansón fue hecho
prisionero; le sacaron los ojos y lo pusieron a dar vueltas a una gran rueda, como que
fuera un buey.
Todo pecado comienza con algo insignificante. La polilla es diminuta, pero logra hacer
desastres en los muebles y bibliotecas. Sansón, al caer en “pequeñas” tentaciones, como
la de tomar miel encontrada en un cadáver, estaba preparando su fatal caída. Su amistad
con una pagana, poco a poco, se volvió una obsesión por esa mujer. La tentación se
inicia como una polilla insignificante. Pero esa polilla va carcomiendo nuestras fortalezas
espirituales, hasta que perdemos nuestra cabellera de consagrados; se nos va el poder del
Espíritu Santo. Por el pecado, “entristecemos” al Espíritu Santo (Ef 4,30), bloqueamos
su acción en nosotros. Cuando llega el tentador, nos encuentra desprotegidos del poder
del Espíritu Santo, y nos zarandea a su gusto, como a Sansón. Nos saca los ojos: ya no
logramos ver los signos de Dios. Nos esclaviza en el pecado. Con razón san Juan afirma
que el que vive en pecado, es “hijo del diablo”, está esclavizado por el espíritu maligno.
“Fidelidad en las cosas pequeñas”, nos recomiendan los maestros de espiritualidad. Las
grandes caídas, son producto de pequeñas desviaciones del camino de Dios. Parecía
insignificante que Sansón tomara un poco de miel, que encontró dentro del cadáver de un
animal. Pero, para él, como consagrado, era un pecado grave.
El tentador nos ataca, precisamente, en lo que son nuestras fortalezas, nuestros
carismas. Sansón tenía una belleza extraordinaria, y una fuerza excepcional. Esos dones
se los había concedido el Señor para que sirviera al pueblo y no para que se sirviera de
esos dones para sus amoríos y desviaciones. Nuestros dones bien empleados redundan
en nuestra santidad. Nuestros dones mal empleados sólo sirven para nuestra perdición.
Un don bien administrado es una fortaleza espiritual. Un don mal administrado es nuestra
peor debilidad.
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David
Mientras David estaba como soldado fiel, luchando, liberando al pueblo, su corazón
permanecía fiel siempre al Señor. Cuando David triunfó, fue coronado como rey,
llegaron la abundancia, los placeres, los halagos, el ocio. Fue, precisamente, mientras
estaba en los ocios del palacio, que le llegó la gran tentación de quedarse viendo,
lujuriosamente, a una bella mujer, llamada Betsabé, que se estaba bañando. Ése fue el
primer paso hacia el pecado. Con frecuencia, por los ojos nos entra el pecado. El mundo
con sus novedades pecaminosas, nos invita a detener nuestra mirada en lo que nos incita
al mal y despierta en nosotros las malas pasiones. Antes de comer del fruto prohibido,
Eva se quedó viendo con complacencia el fruto prohibido. No tenía mala intención. Sólo
lo miraba detenidamente. Nuestros ojos son ventanas por las que puede ingresar la
pureza de la luz, o las tinieblas de lo pecaminoso.
David mandó a llamar a aquella mujer, que había visto bañándose, sólo para
conocerla, para platicar con ella un momento. Se inició así, un largo adulterio con
Betsabé, que era esposa de Urías, uno de sus generales más fieles de David. Vino, de
repente, el embarazo de Betzabé. David no sabía cómo afrontar el problema con su
general Urías. Perdió el sentido del equilibrio; su mente se oscureció por el pecado. Lo
único que se le ocurrió fue ordenar a sus militares que dejaran solo a Urías en lo más
encendido de la batalla. Urías murió. Fue, en todo sentido de la palabra, un asesinato
indirecto. David lo sabía muy bien. Pero durante un año trató de silenciar su conciencia,
que le provocaba profundas depresiones y tristeza constante. Antes, David era el jubiloso
cantor de los más bellos Salmos. Ahora, era un hombre que “se sentía como flor
marchita”, y que sentía que “la mano de Dios pesaba sobre él” (Sal 32).
Nunca se imaginó David que aquella mirada de lujuria, lo iba a llevar a convertirse en
un asesino. La tentación se presenta como algo “no muy malo”. Procuramos encontrar
todas las justificaciones posibles para convencernos de que “no es tan malo” lo que
queremos hacer. Y, en realidad, al principio, “no es tan malo”, lo que se está
comenzando. Pero, una vez, que ingresó el veneno del pecado, comienza a expandirse su
efecto mortal. Una vez que nuestra mente se ha turbado, como la de David, somos
capaces de convertirnos en asesinos, y en algo peor. Por eso, la batalla hay que ganarla al
iniciar, la tentación, aplastando de inmediato la cabeza de la astuta serpiente, que nos
propone “algo muy bueno” para nuestra felicidad. Un fruto muy apetitoso. Y, en realidad
es apetitoso; pero es un fruto envenenado. Eso es lo que oculta la serpiente, y lo que
Dios nos indica, al instante, por medio del Espíritu Santo.
A José, en Egipto, lo quiso seducir una mala y rica mujer. Para el joven José era una
gran oportunidad de salir de su pobreza. Pero, José, amaba a Dios sobre todas las cosas.
Por eso salió corriendo. La mujer todavía le logró arrancar su manto; pero no le pudo
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arrancar la gracia de Dios. Huir ante la serpiente de la tentación, no es cobardía; es
valentía.
Pedro
En la Última Cena, cuando Jesús les anticipó a los apóstoles que esa noche se iban a
escandalizar de él, Pedro, inmediatamente, alegó: “Aunque todos te abandonen, yo jamás
te abandonaré” (Mc 14,29). Pedro con mucha autosuficiencia, contradijo al Señor:
según él estaba lo suficientemente preparado para no avergonzarse del Señor. Se
comparó con los demás, y se creyó mejor que todos ellos. Tal vez ellos podían fallar,
pero él, de ninguna manera iba a quedar mal con Jesús. El orgullo nos despoja de la
gracia. Con razón decía Santiago: “Dios da su gracia al humilde y resiste al orgulloso”
(St 4,6). El orgullo impide que nos llegue la bendición de Dios, sin la cual no estamos
preparados para resistir la tentación. El orgullo de Pedro, lo estaba predisponiendo para
resbalar en las tentaciones que estaban por atacarlo.
En el Getsemaní, el Señor, con insistencia, les recomendó a los apóstoles la oración
para prepararse a la terrible crisis, que estaba por estallar. “Vigilen y oren para no caer
en la tentación”, insistió el Señor. Pedro y sus compañeros ni vigilaron ni oraron. Jesús,
por el contrario, permaneció en una oración agónica, llorando, clamándole a su Padre.
Llegó la tentación, Pedro y compañeros, salieron huyendo. Se escandalizaron de
Jesús. No se habían preparado en la oración para estar fortalecidos en el momento de la
crisis. Sin la fuerza de la oración, sin la vigilancia, el enemigo nos sorprende y derrota.
Imposible poder resistir la tentación con sólo nuestras fuerzas. Sin el poder de Dios,
imposible hacerle frente a un enemigo tan poderoso como Satanás. En cambio, el que
está en oración, está agarrado de la mano de Dios. Imposible que el enemigo lo pueda
vencer.
Más tarde, se ve a Pedro, que siente remordimiento, y va siguiendo, “de lejos”, a
Jesús. Es alguien que está confundido. A Jesús no se le puede seguir “de lejos”. Jesús
mismo lo dijo: “El que no está conmigo, está contra mí” (Lc 11,23). Ese seguir a Jesús
“de lejos”, llevó a Pedro a meterse en la boca del lobo. Nada menos que fue a parar al
lugar donde estaban los principales enemigos de Jesús. Alguien lo descubrió y lo acusó.
Pedro negó rotundamente que él fuera seguidor de Jesús. Volvió a hacerlo varias veces
más.
Cuando, en el desierto, el demonio le propuso al Señor lanzarse desde la parte más alta
del templo y que antes de caer fuera librado del mal por los ángeles, Jesús le replicó: “No
tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4,7). Pedro, al irse a meter a la boca del lobo, estaba
“tentando a Dios”. En su debilidad, no podía exponerse a un peligro tan grave. Pedro, en
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su aturdimiento, se expuso a una tentación para la que no estaba preparado. Terminó
negando tres veces al Señor. Cuando seguimos a Jesús “de lejos”, con aturdimiento, sin
una definición clara, terminamos yendo a parar a la boca del lobo: nos exponemos a
tentaciones para las que no estamos preparados. Propiamente, estamos “tentando a
Dios”. Estamos haciendo lo contrario que Él nos indica y manda.
Pedro, más tarde, seguramente, recordando su triste experiencia, escribió: “Sean
sobrios y velen, porque su adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando,
viendo a quien devorar; resístanle firmes en la fe” (1Pe 5,8-9). Pedro había sufrido los
zarpazos del león rugiente: había sido derrotado. Por eso, ahora, recomienda varias cosas
para que a nosotros no nos suceda lo mismos. Pedro aconseja vigilancia, sobriedad y una
fe firme. Lo mismo que Jesús le había aconsejado y que él no puso en práctica. Toda
caída en la tentación es producto de nuestra falta de oración, de vigilancia y de
sobriedad, de una vida disciplinada según las normas del Evangelio.
Nuestras tentaciones
Decía Job: “Milicia es la vida del hombre en la tierra” (Jb 7,1). Mientras nos toque
peregrinar por este mundo, necesariamente, tendremos tentaciones. Nadie ha sido
eximido. Es una Ley Divina. Ser tentados, de por sí, no es pecado. Jesús también fue
sometido a la tentación. La tentación es la única manera de probar nuestra fe, nuestro
amor a Dios. Un alumno puede afirmar que ya sabe toda la materia de la clase. Tiene
que probarlo en el examen. La tentación es el examen de nuestra fe y de nuestro amor a
Dios. Aquí, no cuenta sólo la teoría. Debe comprobarse en la práctica.
Lo consolador en la tentación es lo que nos recuerda san Pablo, cuando escribe: “Fiel
es Dios que no los dejará ser tentados más de lo que pueden resistir, sino que dará
juntamente con la tentación, la salida, para que puedan soportar” (1Co 10,13).
También, en el momento de la dura tentación, nos debe animar lo que dice la Carta a los
Hebreos con respecto a Jesús sacerdote, que intercede por nosotros; dice el autor : “No
tenemos un sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno
que fue tentado en todo, según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hb 4,15).
Debemos estar seguros de que en el momento de la tentación Jesús, sacerdote, nos
comprende y ruega por nosotros para que no caigamos en la tentación.
La tentación es el momento en que nos toca pasar por oscuridades. La Palabra de
Dios nos asegura: “Aunque camine por valles de sombras, no temo ningún mal porque
tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23). Es alentador pensar que no
estamos solos en la tentación. Jesús no acompaña, como Buen Pastor. Su vara y su
cayado nos deben infundir seguridad y paz. Durante un largo período de tentaciones,
Santa Catalina de Siena fue atacada por muchos malos pensamientos. Un día tuvo una
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visión de Jesús, y le reclamó: “Señor, ¿dónde estabas?” Jesús le respondió que estaba en
su corazón ayudándola a resistir. Nunca estamos solos en las tentaciones: cuando oramos
y velamos, Jesús nos acompaña, aunque no percibamos su presencia. Aunque tengamos
la impresión, que somos unos solitarios.
El Evangelio, expresamente, afirma que el Espíritu Santo “empujó” a Jesús al desierto
para que fuera tentado por el demonio (Mc 1,12). No para que fuera derrotado, sino para
derrotar al diablo. Lo mismo sucede con nosotros. Dios permite la tentación, la prueba
porque necesitamos ser examinados en nuestra fe, en nuestro amor. Porque por medio de
la prueba tenemos que definir algunas situaciones de nuestra vida. La tentación no es un
mal, que Dios quiere para nosotros; es un bien necesario para examinarnos en cuanto a la
fe y nuestro amor a Dios, o para purificarnos y fortalecernos contra el mal. Cuando
Jonás fue lanzado al mar; Dios no quería que se ahogara o que pereciera en el vientre de
la ballena. La permisión de Dios era para que Jonás se salvara y dejara su camino de
pecado. La tentación es una bendición de Dios. Si el Espíritu Santo nos lleva, como a
Jesús, al desierto de la tentación, es porque nos ama y quiere una gran bendición para
nosotros. Pero la tentación, siempre es un examen: podemos perderlo o ganarlo. Por eso,
Jesús nos dice que siempre, en nuestra oración, debemos repetir: “No nos dejes caer en
la tentación”.
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6. El Diablo quiere reinar en nosotros
Jesús nos ordenó que en la oración debíamos suplicar: “Venga tu reino” (Mt 6,10). El
reino o reinado de Dios llega cuando se hace la voluntad de Dios en todo. Entre más
perfectamente se haga la voluntad de Dios, más se parece la tierra al cielo, donde se hace
siempre a la perfección la voluntad de Dios.
Según la revelación de la Biblia, el reinado de Dios era totalmente perfecto en el
principio de la humanidad. Dice la Biblia que cuando Dios contempló el mundo, que
había creado, “Vio que era bueno” (Gn 1, 10). Cuando contempló al hombre, “vio que
era muy bueno” (Gn 1, 31). Todo lo hizo bien el Señor. Pero Dios no creó autómatas.
Creó seres humanos a los que les dio libertad. Por eso les advirtió que si se acercaban al
“árbol de la ciencia del bien y del mal” (símbolo del pecado), ingresaría el mal en el
mundo (Gn 2,17). Es decir, se le daría poder al espíritu del mal.
Por medio del pecado, la puerta se abrió para el mal, para el Maligno. Los primeros
seres humanos, al optar por el camino del Maligno, y no por el de Dios, le dieron poder
al Maligno. Entró Satanás y comenzó a tener su “cuota de poder”. Jesús, más tarde, va a
decir, que el demonio llega para “robar, matar y destruir” (Jn 10,10). De aquí que
podemos hablar del “reinado de Dios” y del “reinado de Satanás”. No queremos afirmar
que se encuentren en igualdad de poder. De ninguna manera. Jesús llamó a Satanás
“Príncipe de este mundo” (Jn 12,31). No lo llamó “Señor”. Sólo hay un Señor: Jesús.
Satanás tiene poder: el ser humano, al desprenderse de la mano de su Señor,
automáticamente, le dio poder al espíritu del mal. De ahí viene el “reino de Satanás”, que
consiste en la esfera de poder que le entregan los seres humanos en sus vidas, cuando se
zafan de la mano de Dios y se dejan conducir por el Maligno.
Expresamente el Nuevo Testamento revela que Jesús viene para destruir el reino de
Satanás. Para arrancarle el terreno que los hombres le han cedido. San Pedro en su
prédica, en casa de Cornelio, dice que Jesús “pasó haciendo el bien y sanando a los
atacados por el diablo” (Hch 10,38). Cuando Pablo es enviado por Jesús para
evangelizar a los paganos, se le dice que va para arrancar a los paganos de las manos de
Satanás para pasarlos a las manos de Dios (Hch 26,18). Evangelizar es edificar el Reino
de Dios.
La enseñanza de Jesús
En el Evangelio de san Marcos, al comenzar a predicar, Jesús dice: “El tiempo se ha
cumplido; el reino de Dios ha llegado a ustedes. Conviértanse y crean en el
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Evangelio” (Mc 1, 15). El pecado permite que reine en nosotros el diablo. Por eso san
Juan afirma que el que está en pecado es “hijo del diablo” (1Jn 3,10). Por medio de la
“conversión” el hombre pasa de las manos de Satanás a las manos de Dios. Pero no
basta eso para que el reino de Dios se implante en él. Tiene que “creer en el Evangelio”.
Creer no consiste solamente en tener conceptos evangélicos, sino en “vivir el Evangelio”.
Cuando la persona se convierte y vive el Evangelio, entonces Dios está reinando en su
vida. Ha llegado el reino de Dios.
En la Última Cena, Jesús luchó por llegar al corazón de Judas. Le hablaba en clave, en
un lenguaje que sólo Judas podía entender. Pero el corazón de Judas se fue cerrando más
y más. Dice san Juan que cuando Judas comió el pan, el demonio entró en su corazón.
En ese momento, Judas huyó de Jesús y de los apóstoles. El mismo san Juan afirma que
“era de noche”. Había oscuridad en la atmósfera y en el corazón de Judas. El Diablo
estaba reinando en su corazón; lo llevó a entregar a Jesús por medio de un beso
hipócrita.
La sanación
Gran parte de la evangelización de Jesús va acompañada de la sanación de los
enfermos. Según la Biblia, la enfermedad llega con el pecado. Dios creó el mundo
perfecto, no contaminado. Con el pecado, se enferma el corazón del hombre, que
contagia a la naturaleza. La enfermedad es hija de la muerte. Contra el reinado de la
muerte, llega Jesús sanando, liberando. San Mateo, al describir la evangelización de
Jesús, apunta: “Recorrió toda Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el
Evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad y dolencia” (Mt 4,23).
La primera sanación de tipo personal, que Jesús realiza en el Evangelio de san Mateo,
es la de un leproso. La lepra, en ese tiempo, se consideraba como una enfermedad
incurable. Más tarde, el Señor envía a sus apóstoles y discípulos a predicar el evangelio
del reino, a sanar y a expulsar los malos espíritus. San Pedro escribe: “Por sus llaga
ustedes son sanados” (1Pe 2, 24). Pedro recuerda que la sanación es producto del valor
de la Sangre de Cristo. De su sacrificio en el Calvario. De ahí viene el poder contra el
reinado de la muerte.
Al no más resucitar Jesús, lo primero que hace es aparecerse a los angustiados y
deprimidos apóstoles. Comienza por mostrarles las señales de sus llagas en sus manos y
costado. Cuando ellos aceptan el valor de su sacrificio en la cruz, les llega el “Shalom” de
Jesús, la paz de Jesús. Su absolución. Los apóstoles se sienten sanados del alma y del
cuerpo. Vuelve, entonces, la alegría a sus corazones.
Inmediatamente, el Señor sopla sobre ellos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo. A
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quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados, a quienes no se los
perdonen, les quedan sin perdonar” (Jn 20, 23). De esta manera, el Señor envía a sus
apóstoles a sanar almas y cuerpos por el valor de sus llagas con la fuerza del Espíritu
Santo. Así se le va quitando poder al reinado de Satanás. Y avanza el reino de Dios.
Expulsión de los malos espíritus
El primer signo de poder de Jesús, en el Evangelio de san Marcos, es un exorcismo.
Jesús está predicando en la sinagoga. Ante la Palabra de Dios, un hombre comienza a
contorsionarse y a gritar. Tiene un mal espíritu. Jesús, inmediatamente, lo libera. Todos
quedan asombrados por su poder contra el mal (Mc 1,15-27).
Los enemigos de Jesús, no pueden negar el poder de Jesús contra los malos espíritus.
Alegan que ese poder le viene de Beelzebú, príncipe de los demonios (Mt 12, 24). Jesús
les responde: “Si con el dedo de Dios expulso los demonios es señal de que el reino de
Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11,20).
Luego, el Señor envía, tanto a los apóstoles (su jerarquía) como a los setenta y dos
discípulos, a predicar, a sanar y a expulsar los espíritus malos. Cuando vuelven los
setenta y dos discípulos, se muestran eufóricos por su triunfo contra el poder del mal; le
dicen a Jesús: “¡Hasta los demonios se nos someten en tu nombre!” (Lc 10 ,17). Todo
cristiano es enviado con poder, no sólo a llevar el Evangelio y a sanar a los enfermos,
sino también a liberar a los que estén infestados por malos espíritus. No se trata de un
“exorcismo clásico”, reservado a los sacerdotes nombrados por el obispo( Canon 1172),
sino de las liberaciones de malos espíritus contra los cuales Jesús nos da poder a todos
los bautizados. Este poder Jesús lo prometió cuando dijo: “Estas señales van a
acompañar a los que crean. En mi nombre expulsarán espíritus malos” (Mc 16,17).
Según los documentos de los investigadores, este don de liberación de malos espíritus
era muy manifiesto en los primeros cristianos. Así lo atestiguan los grandes escritores
Orígenes y Eusebio de Cesarea.
Desde el Génesis
Desde el Génesis ya se profetiza el triunfo del reino de Dios sobre el reinado de
Satanás. A la serpiente, símbolo del demonio, Dios le dijo: “Pondré enemistades entre ti
y la mujer, entre su simiente y la tuya: ella te aplastará la cabeza” (Gn 3,15). La
simiente de la Mujer es Jesús. Jesús llegó, como dice san Juan, “para deshacer las obras
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Hablemos del Diablo - P. Hugo Estrada

  • 1.
  • 2. Indice HABLEMOS DEL DIABLO Sobre el autor Hablemos del Diablo 1. Hablemos del Diablo Inteligencia versus Revelación Las tácticas de siempre Los Padres de la Iglesia Hablemos del Diablo 2. Los Nombres del Diablo Tres nombres Tres imágenes Otros nombres El Maligno 3. La primera aparición del Diablo La voz de Dios El paraíso perdido 4. El Diablo nos tienta La puerta de la mente Cómo derrotar al tentador La oración La Palabra El ayuno Paz en la tormenta 5. Los tentados por el Diablo La tentación de Luzbel Adán y Eva Caín y Saúl Moisés Sansón David Pedro Nuestras tentaciones 6. El Diablo quiere reinar en nosotros La enseñanza de Jesús La sanación Expulsión de los malos espíritus Desde el Génesis 7. La batalla contra el Diablo Todos somos enviados 2
  • 3. También nosotros Nos ataca siempre También a los buenos… La manera de ingresar Los traumas de las personas Lo toma o lo deja 8. “Líbranos del mal” El poder del Maligno Jesús ataca Tenemos que defendernos 9. El espiritismo Enseñanzas básicas del Espiritismo Una reunión espiritista ¿Qué dice la ciencia? Orientación cristiana ¿Los espíritus o el Espíritu? 10. El satanismo ¿Adorar al diablo? El satanismo siempre ha existido Los ritos satánicos Cómo se llega a estas situaciones diabólicas Tristes consecuencias 11. Música satánica Mensajes que inculcan Conjuntos satánicos Cinco pasos hacia el satanismo El relativismo moral El entorno familiar 12. El exorcismo Entregó este poder a sus discípulos Distinción entre posesión y obsesión Un ministerio de la Iglesia Iglesia victoriosa 13. Los exorcismos de Jesús El hombre de la sinagoga El endemoniado de Gerasa La hija de la mujer cananea El muchacho epiléptico La mujer encorvada El combate de Jesús Hacer lo mismo que hacía Jesús 14. ¿Cómo se hace un Exorcismo? (1º) 3
  • 4. “A mí no me toca…” Destruir el reino del diablo Posesión y opresión Mi aprendizaje 15. ¿Cómo se hace un exorcismo? (2º) Hablan los exorcistas Consejos prácticos La liberación Lo más importante 16. Discernimiento de Espíritus ¿De Dios o del diablo? Examínenlo todo… Los frutos 17. La armadura contra el diablo El casco de la Salvación La coraza de la Justicia El cinturón de la Verdad El escudo de la Fe La espada del Espíritu Santo El calzado del Evangelio de la Paz El guerrillero 18. Los sacramentos de liberación Bautismo La Reconciliación La Eucaristía La Unción de los Enfermos El mal se revuelve 19. ¡Resistan al diablo! Ataca nuestra mente Ataca nuestro cuerpo Ataca nuestras cosas Resistir 20. Nuestro acusador El caso de Job El objetivo del diablo La obra del Espíritu Santo Nuestro abogado Cambio de vestiduras 21. Satanás, ¡Fuera de mi Casa! La contaminación del pecado Hogares Light La puerta abierta del rencor 4
  • 5. La pornografía El ocultismo La oración en familia 5
  • 6. P. HUGO ESTRADA, sdb. HABLEMOS DEL DIABLO Ediciones San Pablo Guatemala 6
  • 7. NIHIL OBSTAT CON LICENCIA ECLESIASTICA 7
  • 8. Sobre el autor EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”. Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “ Selección de mis cuentos”. 8
  • 9. Hablemos del Diablo El mismo Padre Hugo Estrada, en la presentación de su libro, nos da la síntesis de su obra, cuando escribe: El título de mi libro, “Hablemos del diablo”, a más de alguno le puede parecer agresivo, y lo es. Precisamente en él quiero exponer que, en estos tiempos de tanta confusión con respecto al diablo, cuando muchos intelectuales — también algunos eclesiásticos— tienen miedo de abordar este tema, los cristianos, a la luz de la Biblia y del Magisterio de nuestra Iglesia, no debemos tener miedo de hablar abiertamente del diablo, como lo hicieron Jesús, los Apóstoles y los grandes Santos de nuestra Iglesia. Aquí no se trata de enfocar “morbosamente” con curiosidad malsana el tema del diablo. Aquí se busca abordar con sencillez este tema, con confianza plena, en la iluminación del Espíritu Santo en la Biblia y en el Magisterio de nuestra Iglesia. 9
  • 10. 1. Hablemos del Diablo El título de mi libro, “Hablemos del diablo”, a más de alguno le puede parecer agresivo, y lo es. En estos tiempos de tanta confusión con respecto al diablo, cuando muchos intelectuales —también algunos eclesiásticos— tienen miedo de abordar este tema, los cristianos, a la luz de la Biblia y del Magisterio de nuestra Iglesia, no debemos tener miedo de hablar abiertamente del diablo, como lo hicieron Jesús, los Apóstoles y los grandes Santos de nuestra Iglesia. En mi libro no busco exponer “morbosamente”, con curiosidad malsana, el tema del diablo. Más bien pretendo abordar con sencillez este tema, con confianza plena, en la iluminación del Espíritu Santo, en la Biblia y en el Magisterio de nuestra Iglesia. Mi objetivo en este libro es hablar abiertamente del diablo, pero no con curiosidad malsana ni con fascinación por lo misterioso. Mi intención es exponer sencillamente lo que nos enseña la Biblia, interpretada por el Magisterio de nuestra Iglesia. Lo que los Padres de la Iglesia y nuestros grandes santos nos han enseñado. Me llaman la atención los títulos de algunos libros que se refieren al tema del diablo. El famoso teólogo René Laurentin escribió el libro titulado: “El demonio ¿símbolo o realidad?” El profesor de la Universidad de Salamanca, José Antonio Sayés, editó el libro: “El demonio ¿símbolo o realidad”. El también profesor de la Universidad salmantina, Ricardo Piñero, escribió la obra titulada: “El olvido del diablo”. H. Haag se añade a la lista con su obra: “El diablo, su existencia como problema”. Me interesan los títulos de estos libros porque o están entre signos de interrogación, o, de entrada, hablan de la duda acerca de la existencia del diablo. En resumidas cuentas, el diablo siempre es signo de contradicción. Unos, niegan su existencia. Otros, sobre todo los intelectuales, dudan de su existencia o no se atreven a hablar abiertamente de este tema. Muchos teólogos y eclesiásticos llevan bastante tiempo de no abordar este tema en la predicación. Mientras muchos eclesiásticos callan con respecto al tema del diablo, en la sociedad, pululan los temas acerca del espíritu del mal, las misas negras, el ocultismo, las películas sobre el diablo, la música satánica. Muchos de nuestros fieles laicos están desconcertados: en el ambiente en que viven el tema del diablo se ventila con la mayor naturalidad y morbosidad. En cambio, muchos de los pastores de la Iglesia, tienen miedo de abordar abiertamente ese tema: no se sienten seguros al hablar del demonio. Temen hacer el ridículo. Tenía razón Giovanni Papini, cuando en su libro, “El diablo”, afirmaba que los teólogos “apenas cuchichean al hablar de él, como si se avergonzaran de creer en su presencia real o si tuvieran miedo de mirarlo a la cara”. Es una de nuestras tristes realidades en el campo eclesiástico. Seguramente ha influido mucho la mala presentación que, repetidamente, se ha hecho del demonio. Se le ha descrito como un medio hombre y medio animal, con barba, con 10
  • 11. cuernos, con rabo, con tridente. Una figura así, en lugar de suscitar interés de tipo teológico y espiritual, más bien, inclina a desprestigiar un tema tan serio como es el del espíritu del mal. Inteligencia versus Revelación En nuestra Iglesia ha habido una mala influencia de parte de algunos teólogos de moda, que, basándose más en su brillante inteligencia, que en la Revelación de la Biblia y el Magisterio de la Iglesia, han desorientado con sus teorías acerca del diablo, a muchas personas. El famoso teólogo protestante, Bultmann, llegó a afirmar: “No se puede emplear la luz eléctrica, encender la radio o, cuando se está enfermo, recurrir a la ciencia médica y a las clínicas modernas y creer al mismo tiempo en el mundo de los espíritus y en los milagros del Nuevo Testamento”. En el campo católico, el teólogo H. Haag presentó su libro “El diablo, su existencia como problema”, en el que va contra la enseñanza del Magisterio de nuestra Iglesia, acerca del diablo. El mencionado teólogo llegó a decir que su opinión con el tiempo sería aceptada por todos. El escritor y sacerdote, José Antonio Sayés, cuenta que en su época de seminario, nunca les hablaron del demonio. Todas estas circunstancias han venido a minar entre algunos eclesiásticos e intelectuales, la sana enseñanza de la Iglesia con relación del diablo. Son muchos los que se han dejado fascinar por las brillantes exposiciones de algunos teólogos, que le dan más importancia a su talento humano que a la “revelación bíblica” y a la enseñanza de la Iglesia. Algunos llegaron a sostener que Jesús “se adaptó” a la mentalidad de su tiempo con respecto al concepto que tenían acerca de los malos espíritus y del diablo; pero que Jesús, de ninguna manera, avaló esa mentalidad primitiva. Esta opinión nos hace plantearnos algunas preguntas. Ninguno estaba presente cuando Jesús tuvo sus tentaciones en el desierto. Es lógico que fue el mismo Jesús el que compartió con sus discípulos esta experiencia de su vida. Pero, si Jesús no creía en el diablo, ¿con quién se encontró en el desierto? ¿Con algún fantasma? Si no creía en el diablo, ¿por qué en sus exorcismos le ordenaba al demonio que saliera de los individuos? ¿Estaba fingiendo Jesús? ¿Estaba representando una especie de teatro? Si Jesús no creía en el diablo, entonces, les mintió a los apóstoles, cuando les aseguró que les daba poder para “expulsar espíritus malos”. El tema del diablo, como enemigo de Dios y de los hombres, es un tema básico en la historia de la salvación. El diablo aparece en el primer libro de la Biblia, en el Génesis, bajo el símbolo de una serpiente. En el libro del Apocalipsis se habla de la derrota definitiva del espíritu del mal. No es posible que el gran Maestro Jesús nos dejara en la ignorancia y en la duda en relación a un tema tan importante en la historia de la 11
  • 12. salvación. Bien opina con respecto a este tema, el teólogo Adolf Rodewiyk, cuando escribe: “Cristo no podía dejar a los hombres en la confusión y la ignorancia. Era oportuno que hablara. Jesús siempre intervenía ante los discípulos para aclararles los puntos básicos de la historia de la salvación. ¡Qué triste pensar que Jesús nos dejó en la oscuridad con respecto al diablo y su obra nefasta contra el Reino de Dios!” El teólogo Ricardo Piñero, que escribió el libro “El olvido del diablo”, expone: “La Biblia no pretende hacer un compendio de demonología, sino tan sólo constatar que el diablo es un personaje fundamental, tan relevante que sólo en el Nuevo Testamento — libros históricamente bien probados — las referencias al Adversario superan el medio millar, y son bien conocidas las escenas de lucha que narra el Apocalipsis. Una de las claves de lectura de los Evangelios —no la única, ni la eminente— es, desde luego, el combate de Cristo mismo contra el diablo, una lucha que termina con el triunfo soberano de Jesús sobre “el príncipe de este mundo”. El cristianismo se basa en la vida, obra y enseñanza de Jesús. San Juan, contundentemente, escribe: “Para eso apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1Jn 3,8). Pedro definió la obra de Jesús, cuando dijo: “Jesús pasó haciendo el bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo” (Hch 10,38). Jesús resucitado, en su aparición a Pablo, lo envió a los paganos, advirtiéndole que lo mandaba para que los paganos “no sigan bajo el poder de Satanás, sino que sigan a Dios” (Hch 26,18). Cuando vuelven los apóstoles y los setenta y dos discípulos de su misión evangelizadora, llegan gritando: “¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre!” (Lc 10,17) Jesús les responde: “Yo vi que Satanás caía del cielo como un rayo” (Lc 10.18). Las palabras “Satanás y diablo” quedan vaciadas de todo sentido, si el diablo es algo mitológico de pueblos primitivos. Las tácticas de siempre El teólogo Dámaso Zahringer, escribe: “Más de una vez se ha dicho, y no sin razón, que la primera y mayor argucia del diablo consiste en negarse a sí mismo: que el mejor presupuesto para que él logre sus objetivos es poner en duda o negar su existencia”. Denis Rougemont comenta que es como el que diablo nos dijera: “No soy nadie. ¿De qué tienes miedo? ¿Vas a ponerte a temblar ante lo que no existe?” Monseñor Alfonso Uribe, muy duramente, llamaba “idiotas útiles” a los teólogos y predicadores que le siguen el juego al diablo, afirmando que no existe, pues de esta manera, el espíritu del mal puede obrar a sus anchas. Por otra parte, a muchos les conviene aceptar que el diablo es un “invento de los curas” para tener dominados a los fieles. Así tienen mano libre para su vida licenciosa; para ser los “señores” de su propia existencia. Por eso mismo, también se empecinan en 12
  • 13. afirmar que el infierno no existe. Lo triste del caso es que cuando se convenzan de su existencia, ya van a estar a las puertas del infierno mismo, sin posibilidad de retornar. El “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica”, al referirse al diablo, apunta: “Con la expresión “caída de los ángeles” se indica que Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno” (#74). En el mismo “Compendio del catecismo de la Iglesia Católica” se enseña que Jesús en la cruz venció al diablo ( #125). Si el diablo es una fábula, según algunos teólogos, ¿a quién venció Jesús en la cruz? Son muchas las inconsecuencias que resultarían en los Evangelios, si el demonio es sólo una fábula y no un ser espiritual y personal, como lo presenta la Biblia y la Tradición de la Iglesia. Los Padres de la Iglesia Se llama “Padres de la Iglesia” a los doctos y santos escritores de los primeros tiempos de la Iglesia. Algunos de ellos fueron discípulos de los apóstoles. Sus escritos son muy importantes para la interpretación bíblica, porque transmiten la enseñanza recibida de los apóstoles. Los Padres de la Iglesia no tuvieron temor de hablar del diablo como lo hacían Jesús y los apóstoles. Dice José Antonio Sayés: “No hay ni un solo Padre que haya dudado de la existencia del demonio, así como de su carácter personal”. En los diccionarios modernos de teología, se resume la doctrina de la Iglesia, con respecto al demonio, en estos puntos básicos: 1. El diablo es un ser espiritual que se opone a Dios. 2. Es muy poderoso y se manifiesta de muchas formas. 3. Puede afectar la personalidad misma de todo hombre y mujer, y ha causado estragos a través de toda la creación. 4. Únicamente Cristo pudo vencerlo. 5. La muerte de Cristo fue esencial para esta victoria. 6. El diablo será totalmente vencido al final de los tiempos. Con la valentía, que le caracterizaba, Pablo VI, ante las teorías negativas de algunos 13
  • 14. teólogos, con respecto a la existencia del demonio, no tuvo miedo de declarar: “El mal no es sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica el que se niega a reconocerla como existente, o el que hace de ella un principio subsistente, que no tiene, como toda criatura, su origen en Dios, o incluso la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas ignoradas de nuestras desgracias” (15 de noviembre de 1972). Ciertamente en esta catequesis, el Papa no tenía en mente a los fieles laicos, sino a los intelectuales eclesiásticos y a teólogos, que hacían gala de su ingenio oponiéndose a la sana doctrina de la Biblia y de la Tradición de la Iglesia. Hablemos del Diablo Muy acertadamente el teólogo y novelista Carl Lewis afirma: “Hay dos errores iguales y opuestos, en los cuales el género humano puede caer a propósito de los diablos. Uno es no creer en su existencia. El otro es creer en ella y sentir un interés excesivo y malsano por ellos. Por su parte, a ellos les gusta por igual uno y otro error y saludan con idéntico placer al materialista y al mago”. Un proverbio chino dice: “Conócete y conoce a tu enemigo y ganarás cien veces en cien batallas”. Muchos, por desconocer lo que enseña la Biblia y la Iglesia acerca del diablo, han caído incautamente en las redes del “padre de la mentira”, que los ha “zarandeado” y los sigue “zarandeando”, como a Pedro, cuando se metió a pelear con el diablo sin el poder de Jesús. Son muchos los que llegan a misa el domingo y, al mismo tiempo, a la primera dificultad de su vida, corren a pedir ayuda en centros espiritistas o de adivinación. Se llaman cristianos y, no tienen reparos en ser adictos a los horóscopos y a cuantas “cosas raras” les aconsejan a la vuelta de la esquina de su casa. Jesús y los apóstoles no tuvieron miedo de hablar abiertamente del diablo. Nuestros santos se refirieron sin pelos en la lengua a la maléfica acción del demonio. Nuestra Iglesia, en el Concilio IV de Letrán, en el Concilio de Trento, en el Vaticano II, en el Catecismo, de manera especial, ha expuesto sin complejos las directivas para no dejarse sorprender por el espíritu del mal. Un cristiano maduro no puede vivir en la ignorancia con respecto a la personalidad del diablo y de sus tácticas para atacar y confundir a los cristianos. Bien lo inculcó el Papa Pablo VI, cuando escribió: “¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No les cause extrañeza como algo simplista, e inclusive, como supersticioso e irreal, nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es defendernos de aquel mal, que llamamos demonio”. Más adelante, Pablo VI agrega: “El demonio y la influencia que puede ejercer sobre cada persona, así como 14
  • 15. comunidades, sobre enteras sociedades o sobre diversos acontecimientos, es un capítulo muy importante de la doctrina católica en moda de volver a ser estudiado”. Es por eso que no debemos tener miedo de “hablar del diablo” y tomar “toda la armadura de Dios” para no dejarnos sorprender por sus ataques, y para ayudar a los que son confundidos por el espíritu del mal. Un cristiano maduro no le tiene miedo al diablo, como no se lo tuvieron los apóstoles, los Padres de la Iglesia y nuestros grandes santos. Un cristiano instruido es consciente de lo que dice la Palabra de Dios: “El que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo“ (1Jn 4,4). Es muy aleccionadora la imagen del diablo, como un perro, que está amarrado a la cruz de Cristo; con sus insistentes ladridos nos puede asustar; pero hay que tener presente que ese diablo, amarrado a la cruz de Jesús, sólo se puede mover lo que la cadena le permite. Mientras no nos acerquemos imprudentemente a él, nada puede contra nosotros. El cristiano de corazón, más que hablar del diablo y tenerle miedo, busca siempre estar bien agarrado de la mano de Jesús. Por sus manos divinas sólo podemos ser conducidos por nuestro Buen Pastor a “verdes pastos y a aguas tranquilas” (Sal 23). 15
  • 16. 2. Los Nombres del Diablo El nombre de una persona para los orientales de los tiempos bíblicos tenía una significación muy personal; intentaba definir la personalidad del individuo. Jacob significa “tramposo”. Cuando Jacob se convierte, al ser vencido por el ángel de Dios, el emisario angélico le cambia de nombre: lo llama Israel, que significa “príncipe con Dios”. El tío de Jacob se llamaba Labán, que significa “rubio”. Bernabé significa “hijo de la consolación. Bernabé se distinguía por su bondad. Jesús quiere decir “Salvador”; fue el nombre que el ángel les dio a José y María para su Hijo, porque la misión de Jesús era ser Salvador de los hombres. El oriental bíblico, por medio del nombre, trataba de traducir la personalidad o la cualidad de una persona. La Biblia menciona varios nombres del espíritu del mal; por medio de ellos nos está definiendo quién es este personaje perverso que causa tantos males a la humanidad. Recordemos algunos de los nombres que la Biblia le da al mal espíritu; por medio de esos nombres podemos profundizar más en la personalidad de este maléfico personaje. Tres nombres La Biblia, al espíritu del mal lo llama: Satanás, Beelzebú, y diablo. Cada uno de estos nombres nos ayuda a penetrar más hondamente en la personalidad de este misterioso ser, que es la esencia del mal. SATANÁS significa “adversario”, “enemigo”. El diablo es enemigo de Dios y de los hijos de Dios. Según la tradición, el diablo fue creado como un ángel bueno. Los ángeles, para poder conservar el estado de perfección en que habían sido creados, fueron sometidos a una prueba. Lucifer, que quiere decir “lleno de luz”; era el nombre del ángel que no aceptó servir en todo a Dios. Se rebeló y arrastró a muchos otros ángeles en su rebeldía. Todos los ángeles rebeldes se convirtieron en “demonios”, que es el nombre que se les da a los espíritus malvados. Así se originó el infierno, que es el estado de Satanás y los demonios. Demonio, en el lenguaje cristiano, significa “un ser hostil a Dios y a los hombres”. Jesús, en la parábola del trigo y la cizaña, dice que es “un enemigo” el que ha sembrado la cizaña en medio del trigo (Mt 13,28). Satanás es el enemigo de Dios, que intenta siempre impedir que la Palabra de Dios penetre en el corazón de los hombres. San Pablo les escribía a los Tesalonisences y les decía que había querido varias veces ir a visitarlos pero que “Satanás lo estorbó” (1Tes 2, 18). La obra de Satanás es impedir que 16
  • 17. la gracia de Dios llegue a los hombres. DIABLO, en griego, quiere decir “falso acusador”. El papel del diablo es calumniar a Dios. A los primeros seres humanos les presenta a Dios como un “mentiroso”; les ha dicho que si comen del fruto del árbol del bien y del mal habrá muerte; pero lo que busca es que no coman de ese fruto para que no sean como Él, para que no sepan lo mismo que Él sabe. El diablo quiere que Adán y Eva pierdan la “confianza” en Dios (Gen 3,5). Una vez perdida la confianza, ya está abierta la puerta para cualquier otro pecado. En el Libro de Job, el diablo se presenta a Dios para “calumniar a Job”. Le asegura que Job lo sirve por puro interés material para tener muchos bienes, mucho dinero. Al mismo tiempo, el diablo reta a Dios: le apuesta a que si le quita sus bienes a Job, terminará “blasfemando” contra Él. El diablo también nos acusa a nosotros: después de hacernos caer en el pecado, nos hace sentir miedo de Dios, nos incita a huir de él para que no recibamos su perdón. Cuando intentamos rezar, el diablo procura echarnos en cara nuestros pecados del pasado para que no tengamos confianza en Dios, para que le tengamos miedo y nos apartemos de Él. El diablo aprovecha sobre todo nuestros momentos de crisis para “acusar” falsamente a Dios, para hacernos dudar de Él o desconfiar de su providencia. También nos incita a “acusar” a los demás. A mentir, a levantar falsos testimonios. De esa manera obtiene que seamos una especie de “diablos”, de acusadores de los hermanos. BEELZEBÚ es otro de los nombres bíblicos del diablo. Beelzebú, en hebreo, significa: “Señor de las moscas” o “Señor del estercolero”. El reino del diablo es un estercolero, lugar del estiércol, donde abundan las moscas. El diablo “corrompe”, “contamina” todo lo que toca. Corrompe el alma de los hombres; corrompe la sociedad, la política, las instituciones. Donde está el diablo, hay corrupción, contaminación. Es un estercolero, donde abundan las moscas. Por eso es el “Señor de las moscas”. Tres imágenes El autor bíblico, para describir la obra maléfica del diablo, lo representa con imágenes de animales despreciables y temidos. La “serpiente” es la primera imagen con la que se representa al diablo en el libro del Génesis (3,1). Se acerca a los primeros seres humanos como una “astuta serpiente”, que simboliza, a alguien que fascina, que engaña, que se arrastra, que es algo repugnante. En el mismo capítulo tercero del Génesis, Dios “maldice” a la serpiente por haber engañado y corrompido a los primeros seres humanos. El diablo es alguien astuto, engañador, corruptor del corazón y la mente. Trabaja fino. Procura desacreditar a Dios para alejar a 17
  • 18. las personas del Único que las puede salvar. En el libro del Apocalipsis, al hacer referencia al diablo, lo identifica con la “serpiente antigua”, es decir, la del Génesis (Apoc 12,9). San Pablo, al escribirles a los de Corinto, les expresa: “Pero temo que así como la serpiente engañó con su astucia a Eva, también ustedes se dejen engañar y que sus pensamientos se aparten de la devoción pura y sincera de Cristo” (2Cor 11,3). El león es otra imagen bíblica del diablo. Fue san Pedro el que escribió: “Su adversario, el diablo, como león rugiente anda alrededor buscando a quien devorar” (1Ped 5,8). La figura del león trae a la mente la imagen del rey de la selva, que merodea por la selva y luego da un zarpazo a su presa. San Pedro había experimentado los “zarpazos de ese león rugiente” y, por eso, prevenía a los fieles para que no se dejaran sorprender por este terrible devorador de almas. Por donde pasa el diablo, siembra el terror como el león que infunde miedo a todos. En el Apocalipsis se describe al diablo con la imagen de un “dragón rojo” con siete cabezas, diez cuernos y una corona en cada cabeza. Por medio de estas figuras, se quiere detallar algunos rasgos de la personalidad del diablo. El número siete, en el Apocalipsis, indica plenitud. Siete cabezas indican mucha inteligencia. El diablo es un ser muy inteligente. Los diez cuernos hablan de mucho poder. Las coronas en cada cabeza simbolizan los muchos y poderosos colaboradores con que cuenta el diablo en el mundo. El libro del Apocalipsis, resume la personalidad del diablo cuando aclara: “Después hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El dragón y sus ángeles lucharon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar en el cielo para ellos. Así que fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, y que engaña a todo el mundo. Él y sus ángeles fueron lanzados a la tierra” (Apoc 12,7-9). Aquí, por medio de una imagen, se habla de la batalla de tipo espiritual, que se realizó en el cielo, cuando los demonios eran ángeles, que se rebelaron contra Dios. El Apocalipsis anticipa que el “falso profeta”, que aparecerá al fin del mundo, se presentará con cuernos de cordero, como que fuera alguien bueno; pero su manera de hablar lo traicionará porque hablará como el dragón, es decir, con el lenguaje del diablo (Apoc 13,11). El dragón da la idea de algo monstruoso, horripilante. El diablo es un monstruo de prepotencia y de maldad. San Agustín, muy acertadamente, representa al diablo también con una imagen de un animal. Llama al diablo, en latín, “Simius Dei”, que quiere decir: “Mono de Dios”. El mono se caracteriza porque hace gestos por medio de los cuales imita al hombre. El diablo quiere imitar a Dios. Por eso se exhibe como alguien “bueno”. Dice san Pablo: “Satanás se disfraza de ángel de luz” (2Cor 11,14). Simula ser bueno, pero es sólo un disfraz. Jesús dio la clave para desenmascarar a los falsos profetas; dice Jesús: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7,16). Los frutos del Espíritu Santo son: “Amor, gozo, paz, 18
  • 19. paciencia, benignidad, bondad, fe mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22). Por más que el diablo se disfrace de “ángel de luz”, lo delatan sus frutos de mentira, de violencia, de lujuria, de odio, de conflictos. El cristiano lleno del Espíritu Santo no se deja engañar. Otros nombres Jesús llamó al diablo “Padre de la mentira” (Jn 8,44). Su especialidad es mentir refinadamente. Por medio de la mentira engañó a los primeros seres humanos y continúa engañando a la gente, presentando su mensaje como algo que nos beneficia que nos ennoblece. A los primeros seres humanos les aseguró que si comían del fruto del árbol del bien y del mal, serían como Dios. Una vez que los engañó, los dejó solos con su complejo de culpa y su depresión. El diablo, como especialista en la mentira, sabe presentarla como una verdad fabulosa. El cristiano, que tiene a Jesús en su corazón, no puede ser engañado, porque Jesús es la Verdad. Adán y Eva cayeron en la trampa de la mentira del diablo porque espiritualmente se habían separado de Dios. Al diablo se le llama también “tentador” (Mt 4,3). Expresamente el Evangelio de Mateo apunta: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mt 4,1). “Tentar”, en la Biblia, tiene dos sentidos: poner a alguien a prueba o inducirlo al mal. Aquí no se indica que el Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto para que cayera en la tentación del diablo, sino para que discerniera su manera de cumplir con su misión evangelizadora. El diablo, en cambio, se le acercó para tratar de hacerlo caer en la tentación, para que fuera por un camino que no era el de Dios. Lo que el diablo intentó hacer con Jesús, es lo que sigue intentando hacer con nosotros. Se esfuerza por hacernos resbalar en el pecado. El diablo no nos pone a prueba, sino busca tentarnos para inducirnos al mal; para apartarnos del camino de Dios. Mientras somos peregrinos en este mundo, no estamos eximidos de la tentación diabólica; pero contamos con nuestro abogado, el Espíritu Santo, que nos da la fuerza para vencerlo y salir más que vendedores en la batalla espiritual. Jesús le dio al diablo el apelativo de “Príncipe de este mundo” (Jn 14,30). No lo llama “rey de este mundo”, sino sólo “príncipe”, es decir, que tiene mucho poder, pero que está supeditado al “Rey de reyes” (Ap 17,14). El diablo tiene mucho poder, pero sólo el que Dios, misteriosamente, le permite. El diablo fue vencido por Jesús en la cruz; pero, en su misteriosa manera de dirigir al mundo, le dejó todavía mucho poder. El diablo es “príncipe de este mundo”; pero no el “rey del mundo”. Sólo Jesús es “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 17,14). San Pablo les escribió a los Corintios: “Pues como ellos no creen, el dios de este mundo los ha hecho ciegos de entendimiento para que no vean la brillante luz del 19
  • 20. evangelio del Cristo glorioso, imagen viva de Dios” (2Cor 4, 4). Aquí, “dios de este mundo”, significa que el mundo, que se ha independizado de Dios, se ha creado su propio dios, como el becerro de oro, a quien adoraron los extraviados israelitas en el desierto (Ex 32). San Pablo llama al diablo “dios de este mundo”, con minúscula, para señalar que el diablo tiene mucho poder y muchos colaboradores en el mundo. El hombre no puede vivir sin Dios. Al apartarse del Único Dios, crea su propio dios. Ése es “el dios de este mundo”. Por eso san Juan, al que vive en pecado mortal, al que “practica el pecado” lo llama “hijo del diablo” (1Jn 3,10), porque se deja controlar por el diablo. Jesús advierte que no se puede servir a “dos señores” a la vez. O servimos a Dios o servimos al diablo. El Maligno En el Padrenuestro, Jesús nos enseña a pedir: “Líbranos del mal”. Los comentaristas de la Biblia dicen que la traducción literal debe ser: “Líbranos del Maligno”. El diablo es llamado “maligno” por Jesús. Maligno, aquí, señala que el diablo es la esencia del mal. Jesús nos enseña que diariamente debemos pedir a Dios no caer en la trampa del maligno. Dice el Salmo: “No duerme ni reposa el guardián de Israel” (Sal 121,4) .Dios no duerme nunca. Siempre está para guiarnos y librarnos. Pero el espíritu del mal, el Maligno, tampoco duerme nunca. Siempre, como león rugiente, está al asecho buscando darnos un zarpazo cuando nos encuentre sin vigilar. El diablo es como una astuta serpiente, tiene mucha malicia y poder; si como Eva nos acercamos a platicar con la serpiente, nos derrota, nos hace caer en la tentación. Con la serpiente no hay que platicar. A la serpiente hay que aplastarle la cabeza. La Virgen María le pudo poner su pie a la serpiente en la cabeza porque estaba llena de Jesús. Lo llevaba en su seno. Cuando estamos llenos de Jesús, la Paloma del Espíritu Santo nos da poder para aplastar la cabeza de la serpiente. Por eso san Juan nos asegura: “El que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo”. (1Jn 4,4). Cuando la Paloma del Espíritu Santo llena nuestra vida, la serpiente del pecado no puede hacer nada contra nosotros. El diablo es un dragón rojo con siete cabezas. Es inteligentísimo y tiene mucho poder. Sólo con nuestras fuerzas no podemos enfrentarnos a ese dragón rojo: nos vence una y otra vez. Pero cuando nosotros somos enrojecidos con la Sangre de Cristo, tenemos el poder de derrotar al dragón rojo. Este terrible monstruo tiene siete cabezas: mucha inteligencia y poder. Pero nosotros tenemos los siete Sacramentos por medio de los cuales se nos comunica el poder de Jesús contra el Maligno. Un cristiano de Sacramentos es un cristiano que, como David, puede vencer con una sola piedra al gigante Goliat. Con el poder de la Sangre de Cristo derrotamos totalmente al dragón rojo con sus siete cabezas. El diablo es un terrible “león rugiente”, que ha despedazado a muchos cristianos 20
  • 21. incautos. Cuando está con nosotros Jesús, “El león de Judá”, el diablo tiene que batirse en retirada. Sabe que no puede hacernos ni un solo rasguño. Razón tenía Santo Tomás de Aquino cuando afirmaba que cuando comulgamos con fe somos como “leones que echan fuego por la boca”. El león rugiente, el diablo, tiembla ante el fuego de Jesús que nosotros echamos por la boca, cuando comulgamos con devoción y fe. El diablo es una terrible realidad, un misterio de iniquidad .El cristiano no está para estar “hablando del diablo” con miedo, sino para hablar de Jesús resucitado, que en la cruz ha vencido al enemigo y nos entrega el valor de su “Sangre Preciosa” para salir más que vencedores en la batalla contra el “príncipe de este mundo”, contra el “dios de este mundo”. 21
  • 22. 3. La primera aparición del Diablo Los dos primeros capítulos del Génesis despiden luz de principio a fin. Hay armonía y optimismo. La creación entera es un himno de alabanza a Dios. Los primeros seres humanos tienen perfecta relación con su Creador y entre ellos mismos. El capítulo tercero es el más negro de la historia de la humanidad. Aquí se encuentra la raíz de todos los males que padecemos los hombres. Este capítulo es un tratado de teología y de psicología al mismo tiempo. Sin este capítulo tercero de la Biblia no podríamos explicar la tortuosidad del corazón humano, la grandeza de Dios y lo oscuro del pecado y del espíritu del mal. En este capítulo, aparece por primera vez la misteriosa figura del diablo, bajo el símbolo de una serpiente. Desde un primer momento, el diablo manifiesta sus características esenciales con las que continuará su terrible presencia hasta el fin del mundo. Recordemos los hechos como los narra la Biblia: “La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios. Fue y dijo a la mujer: “¿Con que Dios les dijo que no comieran de todos los árboles del jardín?” La mujer respondió a la serpiente: “Podemos comer el fruto de los árboles del jardín; sólo nos prohibió Dios, bajo amenaza de muerte, comer o tocar el fruto del árbol que está en medio del jardín”. La serpiente contestó a la mujer: “¡De ningún modo morirán! Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que coman se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedores del bien y del mal”. Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era apetitoso, hermoso a la vista y deseable para adquirir sabiduría. Así que tomó de su fruto, comió y lo ofreció también a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió. Entonces se les abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se taparon con ellas” (Gn 3,1-7). La serpiente de por sí es repulsiva. Es símbolo de la astucia, de la maldad. Así la exhibe el escritor del Génesis. Como la encarnación del mal. Esta serpiente, imagen del mal, sabemos que es el diablo. Así lo expone el libro del Apocalipsis; llama a Satanás: “serpiente antigua” (Ap 12,20). El mismo libro del Apocalipsis se refiere a Satanás como a un ángel que se rebeló contra Dios y que fue expulsado del cielo (Ap 12,9). Satanás, bajo la figura de la serpiente, quiere echar a perder el Plan de Dios. Lo primero que planea es en envenenar el limpio corazón de los seres humanos. “¡Con que Dios les prohibió comer de todos los árboles del jardín!” ( v.1), son las primeras palabras del espíritu del mal en el Génesis. Dios no les había prohibido a sus hijos comer de “todos” los árboles. Únicamente del árbol de la “Ciencia del bien y del mal”. El demonio quiere presentar a Dios como alguien despótico. Un dios tremendo. La mujer explica que pueden comer de todos los árboles menos de uno. Ahora, el tentador vuelve a la carga. Procura convencer a los primeros seres humanos que Dios les está jugando sucio. Les prohíbe comer de ese árbol misterioso porque tiene temor de que 22
  • 23. lleguen a ser como Él. Si comen de ese árbol, no sólo no morirán, como Dios afirma, sino que se les “abrirán los ojos” y “serán como Dios”. Jesús llamó a Satanás “Padre de la mentira“ (Jn 8,44). Su especialidad es mentir, pero de una manera muy solapada. Su método es sembrar la duda, la desconfianza con respecto a Dios. Una vez que el hombre desconfía de Dios, ya el camino está preparado para que el mal encuentre abiertas las puertas del corazón para depositarse allí. La táctica de siempre de la “serpiente antigua“ es ridiculizar la Palabra de Dios. Restarle importancia. El que no confía en la Palabra de Dios, ya no tiene una “lámpara para sus pies” (Sal 119). Se ha apagado para él la luz de la Palabra. Va en tinieblas. El padre de las tinieblas domina en la oscuridad. En la confusión. “La mujer vio que el árbol era apetitoso… Tomó del fruto, lo comió y lo ofreció a su marido, el cual comió” (v.6). Una vez con la duda en el corazón, la mujer ya no está parada sobre la roca de la Palabra de Dios. Ahora, comienza a fijarse en el fruto prohibido. Le parece fascinante. Toda tentación comienza en la mente. Todo pecado tiene su origen en la desconfianza en la Palabra de Dios. El primer bocado del fruto prohibido fue muy agradable. Por eso quiso que su marido también lo probara. “Se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (v.7). El diablo, en medio de tantas mentiras, siempre afirma algunas verdades. A los tentados les había asegurado que “se les abrirían los ojos” ¡Y se les abrieron para darse cuenta de su pecado! De que habían perdido la inocencia. Ahora estaban “experimentando” en carne propia lo que era el pecado. El fruto prohibido era sabroso, pero “indigestaba”. ¡Ahora, lo sabían! Sentían que había muerto su gozo, la armonía con Dios, con el universo. El Señor les había advertido: “Si comen, morirán”. ¡Era cierto! La muerte se había metido en sus corazones. Nunca antes habían tenido esa experiencia. Niño y niña, inocentemente, juegan desnudos sin malicia. Antes, Adán y Eva eran como dos niños creados en estado de inocencia. Pero, ahora, la malicia se ha introducido en su corazón. Caen en la cuenta de que están desnudos. Se sienten pecadores ante Dios. Se sienten desprotegidos, ante Dios y ante el mundo. “Entrelazaron hojas de higuera y se taparon con ellas” (v.7b.) El hombre cree que con sus propios medios puede solucionar su problema del pecado. Se vale de todos los recursos para acallar el remordimiento de su conciencia. Las “hojas de higuera” representan el afán del hombre de solucionar sus problemas sin Dios. Pero por más hojas de higuera que se ciña, continúa sintiéndose pecador, angustiado. Desnudo ante Dios. “Se escondieron de la vista del Señor” (v.8). Una de las salidas del hombre para acallar la voz de su conciencia pecadora, es huir de Dios, esconderse. Pero eso es imposible. Bien escribió el salmista: “¿A dónde escaparé de tu presencia? Si subo hasta los cielos, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro” (Sal 139,7). ¡Vana ilusión pretender huir de Dios, esconderse de su presencia! El hombre escondido, temblando, huyendo de Dios, es el retrato perfecto del alma del pecador. Pecado y 23
  • 24. armonía no pueden convivir. Pecado y angustia van de la mano. Ésta es la historia de la primera tentación y de la primera caída. Ésta es nuestra historia personal, tantas veces repetida. En este cuadro, tan sugestivo, cada uno nos encontramos. Todos hemos pasado por allí. Por eso lo comprendemos y sabemos que, con su lenguaje metafórico, el autor no está contando algo de ciencia ficción, sino la historia de cada uno de nosotros. La voz de Dios Una revelación infaltable en la Biblia: Dios siempre le habla al hombre. A los buenos y a los malos. Por medio de su voz los bendice, los dirige o los llama a la conversión. En el libro de los indígenas mayas, “El Popol Vuh”, los dioses hacen las primeras pruebas de seres humanos: de barro, de madera. Pero los seres humanos les fallan. Entonces los aniquilan. El hombre le falló a Dios desde un principio; pero Dios no lo aniquiló: lo fue a buscar en su escondite. Le habló animándolo a salir de su falso refugio de miedo. La Biblia continúa la narración: Oyeron después los pasos del Señor Dios que se paseaba por el jardín, al fresco de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre diciendo: “¿Dónde estás?” El hombre respondió: “Oí tus pasos en el jardín, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo”. El Señor Dios le preguntó: ¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer? Respondió el hombre: “La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí”. Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: “¿Qué es lo que has hecho?” Y ella respondió: “La serpiente me engañó, y comí”. Entonces el Señor dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto, serás maldita entre todos los animales y entre toda las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre tí y la mujer, entre tu descendencia y la suya: ella te aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su talón” (Gn 3, 8-15) “¿Dónde estás?” (v.9). Muy bien sabía el Señor dónde estaban sus hijos rebeldes. Les hablaba para ayudarlos a ver su realidad. Para que se arrepintieran y recibieran su perdón. La voz del Señor no era la de un verdugo, que busca a su víctima para destruirla. Era como el padre que busca con cariño a su hijo que se ha escondido debajo de la cama después de haber cometido alguna travesura. “Estaba desnudo, por eso me escondí” (v.10) . Ésa fue la respuesta del hombre. El Señor le hizo ver que se había cumplido lo que les había advertido: habían comido del fruto prohibido, por eso estaban experimentado la muerte de su gozo, la pérdida de la 24
  • 25. armonía, el pecado. “La mujer que me diste me ofreció del fruto” (v.12). Una de las cosas más difíciles es reconocerse culpable. Siempre buscamos echarles a los demás la culpa de nuestros errores. Adán le echa la culpa a su mujer. Pero, en el fondo, Adán está culpando al mismo Dios: “La mujer que me diste...”. Es como que dijera: “Tú tienes la culpa porque tú me diste a esta compañera”. Eva tampoco quiere aceptar su culpa. Acusa a la serpiente: ella la indujo a comer del fruto prohibido. “Pondré enemistad entre tí y la mujer entre su descendencia y la suya: ella te aplastará la cabeza, pero tú sólo herirás su talón” (Gn 3,15). Al mismo tiempo que resuena la maldición sobre la serpiente, se promete la redención al hombre. De la descendencia de la mujer saldrá el que aplastará la cabeza de la serpiente, del diablo. A esta promesa se le ha llamado “Protoevangelio”, que significa “adelanto del Evangelio”, adelanto de la buena noticia de un Salvador, que vendrá a rescatarnos de la esclavitud del pecado, de la muerte y del diablo. Literalmente, la mujer de la que va a salir el que aplastará al diablo es el pueblo de Dios. En la Biblia, con frecuencia, se presenta al pueblo de Dios como la esposa de Dios. La Virgen María es la principal representante del pueblo de Dios: ella fue escogida para ser la Madre del Salvador. La Virgen María es la puerta por la que ingresó la salvación al mundo. En la vida de Jesús se aprecia cómo Satanás, desde que Jesús nace, busca eliminarlo. Luego le pone tentaciones para apartarlo del camino de la cruz. En la misma cruz, llega el ataque más terrible: quiere destruir a Jesús. Pero es, precisamente, en la cruz en donde Jesús aplasta la cabeza de Satanás. Lo vence definitivamente. Como el espíritu del mal “hirió el talón” de Jesús, así intenta también herirnos a nosotros. Como serpiente tentadora intenta sembrar en nosotros desconfianza en la Palabra de Dios. Como Jesús, también nosotros podemos aplastar la cabeza de la serpiente, cuando junto a la cruz de Jesús recibimos la salvación y el poder contra el pecado y la muerte eterna. Por eso afirma San Pablo que en Jesús somos más que vencedores (Rm 8,37). “Darás a luz a tus hijos con dolor” (v.16). A la mujer se le anuncia que la maternidad será para ella un don y un sufrimiento. Ser madre es llevar la propia cruz y las de los hijos. Aquí no hay nada que vaya contra el “parto sin dolor”. Aquí, se habla del dolor propio de la maternidad y de la violencia que sufre la mujer por parte del hombre. “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” (v.19). Debido a su pecado, el hombre experimentará dificultades al tener que ser la cabeza de su hogar. Le costará ganar el pan de cada día para su familia. El paraíso perdido 25
  • 26. Dice el libro del Génesis: El hombre puso a su mujer el nombre de Eva - es decir, Vida -, porque ella sería madre de todos los vivientes. El Señor Dios hizo para Adán y su mujer unas túnicas de piel, y los vistió. Después el Señor Dios pensó: “Ahora que el hombre es como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal, sólo le falta echar mano al árbol de la vida, comer su fruto y vivir para siempre”. Así el Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que trabajara la tierra de la que había sido sacado. Expulsó al hombre y, en la parte oriental del jardín de Edén, puso a los querubines y la espada de fuego para custodiar el camino que lleva al árbol de la vida (Gn 3,20-24). “Hizo para Adán y su mujer unas túnicas de piel (v.21). Dios no aniquila a los primeros seres humanos, que se han rebelado contra Él, que han intentado ser como Dios. Los va a buscar, los ayuda a salir de su escondite, a reconocer su pecado. Al verlos tan indefensos, siente compasión y les fabrica unas túnicas para vestirlos. La misericordia del Señor triunfa sobre su indignación. El padre del hijo pródigo, al ver a su hijo casi desnudo, inmediatamente, mandó que le trajeran una túnica limpia, y sandalias para sus pies. El Señor, al ver a sus hijos desnudos, les echó encima unas pieles, los cubrió con las pieles de su misericordia. “Puso querubines y la espada llameante ” (v.24). El hombre, al pecar, ha perdido el derecho de comer del “árbol de la vida”: la vida eterna. Por eso el Señor coloca unos querubines con espadas de fuego para que cierren la entrada del jardín al hombre. La puerta queda cerrada, pero no para siempre. Por encima de todo resuena la promesa del Señor: de la “simiente de la mujer” saldrá el que aplastará definitivamente la cabeza de la serpiente engañadora —el diablo— y abrirá de nuevo la puerta del paraíso para todos los que acepten ser redimidos con la Sangre de Jesús. Así concluye el capítulo más triste de la Biblia. El capítulo del pecado. El capítulo de la aparición del maligno, de la mezquindad del hombre y de la misericordia de Dios. 26
  • 27. 4. El Diablo nos tienta Frente a la antigua ciudad de Jericó hay un monte que se llama “de las tentaciones”. Allí se llevó a cabo el duelo de los siglos: Satanás intentó desviar a Jesús del camino del Padre. Dice la Carta a los Hebreos que Jesús se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Es impresionante ver cómo Jesús se somete a ser tentado por el diablo. Al hacerlo, nos manifiesta que no debemos asustarnos por las tentaciones, cuando estamos unidos a Dios; también Jesús nos muestra cómo vencer al espíritu del mal, que busca por todos los medios apartarnos del camino de Dios. La primera tentación de los seres humanos está magistralmente descrita en el Génesis, el primer libro de la Biblia. Sin lugar a dudas, ningún otro libro expone tan genialmente lo que podríamos llamar “la psicología de la tentación”: la psicología del tentador como del tentado. Por medio de esta descripción de lo que es una tentación, la Biblia nos descubre las tácticas del espíritu del mal, y la manera de vencerlo como lo venció Jesús en el desierto. El tentador comienza por acercarse con la astucia de una serpiente. Se nos presenta — espiritualmente — como alguien bueno, que busca nuestro bien. San Pablo decía que el diablo se nos manifiesta como “un ángel de luz” (2Cor 11,14), con apariencia de bueno. A los primeros seres humanos se les muestra como alguien que tiene compasión por ellos; por eso les dice: “Así que Dios les prohibió comer de todos los frutos del paraíso” (Gn 3,1). Dios sólo les había prohibido comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, símbolo del pecado. El diablo quería presentar a Dios como alguien despótico, que les ha prohibido comer los frutos de “todos” los árboles. Eva sale en defensa de Dios y aclara que Dios sólo les ha prohibido comer de un solo árbol. El diablo no se da por vencido. Es perseverante. Vuelve a la carga. Ahora, hace gala de su apelativo de “padre de la mentira” (Jn 8,44), que le da Jesús. Su especialidad es fascinar a los hombres haciéndoles pasar por verdad lo que es mentira. Satanás alega que Dios les prohibió comer de ese árbol porque no quiere que se les abran los ojos y sepan lo mismo que Él sabe (Gn 3, 2-5). La intención del maligno es presentar a Dios como alguien despótico. Quiere que los primeros seres humanos desconfíen de Él. El pecado más grave contra Dios es la desconfianza. Es por allí por donde ataca Satanás. Logra sembrar la duda en el corazón de Eva, que comienza a fijarse en el fruto prohibido, que se muestra apetitoso. Eva no quiere desobedecer a Dios; pero, por otro lado, piensa en lo que Satanás les ha prometido: saber lo mismo que Dios. La puerta de la mente 27
  • 28. Todo pecado comienza siempre en la mente. Nuestro corazón es como un “banco”: de allí va a salir lo que previamente depositemos. El espíritu del mal procura introducirnos muchos pensamientos negativos y morbosos; sabe que, tarde o temprano, eso va a estallar dentro de nosotros. La leyenda recuerda el caso de la ciudad de Troya, que no podía ser conquistada por los griegos. Hasta que a los astutos griegos se les ocurrió dejar un enorme caballo de madera, en un simulacro de retirada vergonzosa. Los troyanos creyeron que se trataba de un ídolo de los griegos; lo introdujeron en la ciudad, como un trofeo ganado en la batalla. No sabían que dentro del caballo iban varios hombres muy valientes que, en la noche, salieron y abrieron las puertas de la ciudad. Allí se definió la derrota de Troya. Los malos pensamientos, las tentaciones, son como enanitos inocentes, que se nos acercan indefensos. Pero, una vez dentro de nosotros, se agigantan y nos derrotan. Cada pensamiento malo, cada mirada inconveniente, cada criterio mundano, que dejamos entrar en nuestra mente, es como un caballo de Troya, que va a provocar nuestra derrota. San Bernardo, con toda su experiencia de director espiritual, llegó a afirmar que con sólo ponerse en la tentación, ya se había cometido un pecado. Ése fue el caso de David. Su gran caída comenzó con una simple mirada a una mujer desnuda, que se bañaba. Luego quiso tener con ella una simple plática para conocerla. Una vez que David se puso en el resbaladero de la tentación, ya no se detuvo: vino luego un adulterio, un embarazo, el asesinato del marido de la mujer embarazada. ¡Nadie sabe hasta dónde va a llegar, una vez que se ha puesto en el resbaladero de la tentación! Cuando Eva permitió que la desconfianza en Dios se depositaria en su corazón, automáticamente, alargó la mano para tomar el fruto prohibido. Después de probarlo, quiso que su esposo también comiera del fruto. Cuando nos convertimos en pecadores, nos convertimos también en colaboradores del espíritu del mal. No queremos sentirnos solitarios en el pecado. Queremos que otros se embarren también, como nosotros, para sentirnos iguales. Para no sentirnos los únicos hundidos en el pecado. Dios emplea ángeles para enviar sus mensajes. El demonio también emplea emisarios para llevar al pecado. Muchas veces, nos convertimos en emisarios del diablo para inducir a otros al mal. Fue lo que hizo Eva. El fruto era hermoso; pero era un fruto envenenado. Adán y Eva, al momento, comenzaron a experimentar miedo hacia Dios, un temor terrible, que los llevó a esconderse. Se sentían desnudos ante el universo. Al instante, desapareció el diablo. Ya no estuvo presente para justificar sus falsas promesas. Los dejó hundidos en la desolación y puso en sus corazones el miedo a Dios. Comenzaron a huir de Él. Al mismo tiempo que desapareció de la escena el diablo, apareció Dios. Comenzó a buscar a sus hijos, que no aceptaban su responsabilidad, y le huían. Dios los ayudó a reconocer su culpa y a salir de su escondite. Cuando salieron, Dios los encontró 28
  • 29. totalmente desnudos, desprotegidos; por eso les echó encima unas pieles, que eran símbolo de su perdón y su misericordia. Cómo derrotar al tentador Jesús, al mismo tiempo que se somete a la tentación, nos muestra la manera de derrotar al tentador, que se nos acerca para tratar de fascinarnos con falsas promesas, para apartarnos del camino de Dios. Durante cuarenta días, Jesús permaneció en profunda meditación, buscando la voluntad del Padre. Cuando el tentador se le acercó, lo encontró con su mente llena de sabiduría: no pudo nada contra él. Los griegos habían escrito en el templo de Delfos: “Conócete a tí mismo”. Decían los griegos que el conocimiento de uno mismo era la esencia de la sabiduría. Una de nuestras tristes realidades es que no nos conocemos a nosotros mismos. Más aún: tenemos miedo de conocernos, de encontrarnos con nuestro yo lleno de complicaciones. El joven que se encierra en su cuarto para oír música metálica, a todo volumen, no quiere conocerse. Se tiene miedo a sí mismo. El adulto que se emborracha, que frecuenta lugares de vicio, en el fondo, tiene miedo de hablar con su yo profundo. Por medio de la Palabra de Dios, el Espíritu Santo nos ayuda a profundizar en nuestro yo. Dice la Carta a los Hebreos que la Palabra de Dios es como “espada de doble filo” (Hb 4,12), que explora lo profundo de nosotros hasta dejar al descubierto nuestros pensamientos y nuestras intenciones. De esa manera, la meditación en la Palabra nos ayuda a conocernos en más profundidad. A saber cuáles son nuestras debilidades y fortalezas. Gente aturdida y que no sabe quién es y a dónde va, es presa fácil del “padre de la mentira” (Jn 8,44), que busca personas con la mente entenebrecida para poderlas fascinar más fácilmente. La meditación diaria, el examen diario de conciencia, en la presencia de Dios, a la luz de la Palabra, impide que nuestra mente se encuentre aturdida. Cuando llega el tentador, nos halla con la mente llena del discernimiento del Espíritu Santo. La tentación no puede penetrar en una mente llena de Dios. La oración Durante largos cuarenta días, el Señor permaneció en profunda oración en el desierto. Antes de iniciar su misión evangelizadora, Jesús quiso tener una dirección más concreta de su Padre; por eso se apartó para dedicarse a la oración en el desierto. Cuando el demonio se le acercó, ni siquiera pudo ganar un milímetro de terreno en su ataque. La orden —no consejo—, que les dio Jesús a sus apóstoles, antes de la terrible 29
  • 30. tentación del Huerto de Getsemaní, fue: “Vigilen y oren para no caer en la tentación” ( Mt 26,41). Los apóstoles no obedecieron: se durmieron, a pesar de que el Señor los despertaba, una y otra vez. No oraron. No pudieron acompañar al Señor en su agónica plegaria. Resultado: llegó la tentación, y el espíritu del mal los zarandeó a su gusto. Por medio de la oración, recibimos la iluminación del Espíritu Santo para no dejarnos confundir por el “padre de la mentira”; al mismo tiempo, por medio de la oración, somos llenados por la fortaleza de Dios. Orar es estar agarrados de la mano de Dios, y el que está agarrado de la mano de Dios, no puede caer en la tentación. Nuestras grandes derrotas espirituales son producto de que la tentación nos ha sorprendido, como a los apóstoles, sin vigilancia y oración. La Palabra Fue san Pablo el que llamó a la Palabra de Dios la “Espada del Espíritu Santo” (Ef 6,17). Jesús empleó la Palabra, como espada, para defenderse del demonio. A cada insinuación, que el demonio le hacía, Jesús respondía con una frase de la Biblia. Jesús, tajantemente, le objetaba: “Está escrito” ( Mt 4,4), que quiere decir: “Dios dice”. En otras palabras, Jesús le estaba gritando: “Mentiroso, cállate; me estás diciendo lo contrario de lo que dice Dios”. El salmo 119 afirma que la Palabra de Dios es “lámpara a nuestros pies, luz en nuestro sendero”. La oscuridad se presta para la incertidumbre, para el peligro. Cuando avanzamos por la senda iluminada, nos sentimos seguros. La Palabra de Dios, esencialmente, nos recuerda lo que Dios ya dijo. Lo que es recto, lo que es limpio, lo que quiere para sus hijos. Bien decía san Pedro: “Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. (Jn 6,68). Vida eterna, en el Evangelio de san Juan, significa “vida de Dios”. El demonio busca fascinarnos con propuestas halagadoras. Cuando confrontamos la palabra del diablo con la Palabra de Dios, sabemos cuál es la diferencia. Estamos seguros del camino que Dios quiere para nosotros. Ante las propuestas falsas, que el demonio nos presenta, no nos queda más que decir con seguridad, como Pedro: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Me quedo contigo”. El ayuno San Pablo escribió: “Golpeo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que habiendo predicado a otros, quede yo descalificado” (1Cor 9,27). Pablo, aquí, alude a la rígida disciplina a la que se sometían los atletas para estar en forma a la hora de la 30
  • 31. competencia. El cristiano sabe que su naturaleza lo inclina hacia el mal y, por eso, sabe también que debe someterse a una disciplina espiritual para estar siempre bien preparado para presentar batalla al tentador, que aprovecha toda circunstancia de desventaja para atacarnos. Jesús nos dio ejemplo de esta disciplina espiritual; durante cuarenta días se sometió a ella en el desierto para prepararse a su misión evangelizadora. Fue en ese momento que, con la astucia propia de una serpiente, se le acercó el demonio para tratar de apartarlo del camino de la cruz. Jesús, fortalecido, espiritualmente, derrotó al maligno, y nos enseñó cómo estar siempre bien disciplinados para no ser vencidos por el enemigo. Cuando ayunamos, cuando nos mortificamos, nos sentimos menos dominados por el hombre “carnal”, y más llenos del Espíritu Santo. Por eso, más fácilmente, le decimos “No”, al diablo, y “Sí” a Dios. Por medio de los sacramentos de la Confesión y Comunión, nuestra disciplina espiritual, nos fortalece con el poder de la Sangre de Cristo, que nos purifica, y con el alimento espiritual del Pan de Vida. No hay mejor fortalecimiento contra la tentación que la Sangre de Cristo y el Pan que da Vida Eterna. Paz en la tormenta El libro de Job nos advierte claramente: “Milicia es la vida del hombre en la tierra” (Jb 7,1). Es una batalla constante. Nadie está eximido de la lucha espiritual. San Francisco de Sales nos invita a ser, en las tentaciones, como los apicultores experimentados. Si el apicultor se muestra nervioso, todas las abejas se le van encima y le inyectan su veneno. Cuando el apicultor trabaja, sin nerviosismo, puede acercarse a las colmenas sin guantes y sin mascarilla. El cristiano, que no se suelta en ningún momento de la mano de Jesús, no debe ir con temor, sino con la paz que Jesús quiere para su discípulo, que está aferrado a su mano. Durante la tentación hay una promesa de la Biblia, que no se nos debe olvidar. Dice san Pablo: “Pueden ustedes confiar en Dios, que no les dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla” (1Co 10,13). Dios es Padre amoroso: nunca va a permitir para nosotros, sus hijos, un peso mayor del que podamos llevar. Nunca va a dejar que una tentación superior a nuestras fuerzas nos doblegue. Esto lo tradujo maravillosamente el poeta guatemalteco, Arévalo Martínez, cuando escribió: “Es que sus manos sedeñas/ hacen las cuentas cabales /, y no mandan grandes males / para las almas pequeñas”. Toda tentación, que Dios permite, está a la medida de nuestro hombro. Toda caída en el pecado, nos indica que no estábamos suficientemente preparados, 31
  • 32. disciplinados espiritualmente, para la batalla contra el tentador. Toda caída, es señal de que no nos servimos de los medios espirituales de la oración, de la vigilancia, de los sacramentos, de la mortificación, que Jesús nos dejó para defendernos contra el tentador. Hay dos cosas que nunca se deben olvidar, cuando el tentador nos hace caer en la tentación. En ese momento, desaparece la serpiente tentadora; ya no está presente para responder por la trampa en la que nos hizo resbalar; por el complejo de culpa que sembró en nuestro corazón; por el miedo a Dios que nos inoculó. En ese momento de desolación, siempre aparece el Señor, buscándonos y diciendo: “Adán, Adán, ¿dónde estás?” (Gn 3,9). Es Dios Padre que nos quiere ayudar a salir de nuestro escondite de pecado, para podernos echar encima, las pieles de su perdón, de su misericordia. Dice el Evangelio que después de las tentaciones de Jesús, “los ángeles le servían” (Mt 4,11). Después de la tormenta viene la calma. Después de la tentación se experimenta la bendición de Dios. Después de haber sido purificados, después de darle muestras al Señor de nuestra fidelidad, los ángeles nos vienen a servir, experimentamos la paz de Dios; su amor de Padre. Noé, durante el diluvio, pasó momentos de gran angustia; pero, al salir del arca, vio que la tierra estaba totalmente limpia, y que el arco iris lucía maravillosamente sobre su cabeza. Después de salir victoriosos de las tentaciones, sentimos que la mano de Jesús se posa sobre nuestra cabeza y nos bendice: los ángeles vienen a servirnos. 32
  • 33. 5. Los tentados por el Diablo Todo ser humano está sometido a las tentaciones, a las insinuaciones del diablo, que busca por todos los medios apartarnos del camino de Dios para llevarnos por su camino, el camino del pecado. Hasta los más santos han sido duramente tentados. Tal vez más que los demás: al demonio le interesa sobremanera que caiga un santo, porque detrás de él caen muchos más. Es muy impresionante que Jesús, al vaciarse de sus privilegios de Dios, llegó hasta el punto de permitir que el demonio también lo quisiera hacer caer en la tentación. Por medio de este incidente, Jesús nos mostró que el ser tentados por el diablo no es de por sí un pecado. También Jesús, al ser sometido a la tentación, nos enseñó cómo podemos vencer al espíritu del mal, cuando estamos llenos del Espíritu Santo. Es muy aleccionador analizar la manera cómo fueron tentados varios personajes bíblicos. Este análisis nos ayuda a tomar las debidas precauciones para no caer, como los que fueron derrotados, y a salir vencedores, como los que superaron esos críticos momentos de la prueba. Recordemos algunos casos. La tentación de Luzbel Lucifer es el nombre del espíritu del mal, de Satanás. También se le llama Lucero, Luzbel. Todos estos nombres indican la cualidad de luminosidad, que era una característica del ángel bueno, que se va a convertir en Satanás, el diablo. La tradición recuerda lo que el profeta Isaías 14,12-14, le aplica al orgulloso rey de Babilonia, a quien le dice: “¡Cómo caíste del cielo, lucero del amanecer!.... Pensabas: Subiré más allá de las nubes; seré como el Altísimo” (Is 14,12.14). Algunos comentaristas, como David Howar, afirman que, tipológicamente, este pasaje puede describir la caída de Satanás, un ángel de brillante posición en el cielo (Diccionario de la Biblia, Editorial Caribe, Miami, 1988). San Pedro habla de los ángeles, que Dios envió al infierno (2P 4). Judas (v.6) también hace alusión a los ángeles que perdieron su lugar en el cielo y fueron a parar al infierno. A san Miguel lo presenta el Apocalipsis como el se enfrenta a Satanás (Ap 12, 7-13). Miguel es el arcángel, que comanda a los ángeles fieles. El nombre hebreo de Miguel significa: “¿Quién como Dios?”. De aquí se deduce que la gran tentación de Luzbel fue querer “ser como Dios”. Eso es lo que, más tarde, ya convertido en “tentador”, va a proponer a los primeros seres humanos: saber lo mismo que Dios, ser como Dios. En el fondo, toda tentación, a eso nos lleva: a ser dioses para nosotros mismos. A no 33
  • 34. depender de nadie más. A ser señores de nosotros mismos. Eso es lo esencial de toda tentación: independizarse de Dios. No seguir su camino, sino el nuestro, que en última instancia, es el camino que el diablo nos propone. Esta primera tentación, en la que cayeron los ángeles malos —que fueron creados buenos—, nos habla de que es la misma tentación que el diablo nos sigue proponiendo a nosotros. Ante esa tentación, sólo queda la actitud del arcángel san Miguel: “¿Quién como Dios?”. Ante Dios, sólo queda la confianza absoluta, que nos lleva a hincarnos ante Él, no por miedo, sino por amor, y adorarlo y amarlo con todo nuestro corazón, aceptando con confianza su proyecto de amor para nosotros. Adán y Eva La Biblia los presenta, al principio, como los que “hablan con Dios” (Gn 2,8). Pero, de pronto, aceptan el diálogo, que les propone un ser extraño: una serpiente. Por medio de este género literario, el Génesis, detalla cómo los primeros seres humanos comienzan a hablar con el diablo, el ángel caído, que se dedica a apartar a los seres humanos del camino de Dios. La primera tentación está genialmente descrita en el capítulo tercero del Génesis, desde un punto de vista psicológico y espiritual. Bien definió Jesús al diablo como el “padre de la mentira” (Jn 8,44). Su especialidad es saber presentar su mentira como que fuera la verdad que nos conviene. Los primeros seres humanos se enfrentaron a aquel ser superinteligente y maléfico. Una vez aceptado el diálogo, cayeron en la tentación más terrible: la desconfianza en Dios, en su Palabra. El espíritu del mal los convenció de que Dios no quería que comieran del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal porque, de esa manera, llegarían a saber lo mismo que Dios. Fue la gran tentación. Los primeros seres humanos comenzaron por “desconfiar” de la Palabra de Dios. Creyeron que les estaba ocultando algo, que no era el buen Dios, que ellos creían. Ése fue el primer paso. Los demás pasos, vinieron uno tras otro. Había ingresado el pecado con su secuela de maleficios y desgracias. Luzbel fue expulsado del cielo. Los primeros seres humanos fueron también expulsados del paraíso. La enseñanza, que se desprende de la Biblia, es muy elocuente. No hay que dialogar con el diablo. Un joven me alegaba que afirmar que nosotros hablamos con el diablo parece tonto. Yo le respondí que los tontos somos nosotros, que, nos hemos convertido en especialistas en hablar con el diablo. Cuando nos detenemos a darles vueltas y más vueltas a nuestros malos pensamientos, lo que estamos haciendo, en todo el sentido de la palabra, es hablar con el diablo, como lo hizo Eva. Los confesionarios son los mudos testigos de que la historia de Eva y de Adán se repite en nosotros. No vemos ninguna serpiente parlante; pero experimentamos lo mismo que Adán y Eva: la conciencia, que nos muerde y nos remuerde; el sentido de frustración; el huir de Dios y acercarnos cada 34
  • 35. vez más al diablo. Una vez que le abrimos la puerta al diablo y le aceptamos el diálogo, que nos propone, nos estamos poniendo a caminar sobre el filo de la navaja de Satanás. El Apocalipsis lo presenta, literariamente, como un dragón de siete cabezas, de siete cuernos y diez diademas. Es decir, un ser superinteligente y de mucho poder. No podemos darnos el lujo de pretender catequizarlo. Si proseguimos el diálogo, cuando menos lo pensamos, el diablo invade nuestra mente y nuestro corazón. Se enseñorea de nosotros. De nuestra familia y de nuestro trabajo. ¿Cómo le habló el diablo a Jesús? Como nos habla a nosotros: mentalmente. Es a través de la mente que se nos introduce la tentación. Son nuestros pensamientos los que debemos cuidar. El “padre de la mentira”, hila muy fino y se nos introduce en el corazón por el camino de nuestros pensamientos. Una vez conquistada nuestra mente, la puerta está totalmente abierta para su ataque despiadado. Jesús nos se puso a dialogar con el diablo, que le propuso fabulosos métodos de evangelización, a base de exhibicionismo y milagrería. Jesús, simplemente, le respondió: “Está escrito” (Mt 4,4), “Apártate de mí, Satanás” (Mt 4,10). “Está escrito” significa: “Dios dice”. O, sea, la Palabra de Dios contra la del diablo. Ni hablar. Por eso, sólo nos queda gritar: “¡Apártate de mí, Satanás!”. No tiene sentido ponerse a acariciar a una serpiente. Hay que salir huyendo. Bien decían los santos, que en esta lucha con el diablo ganan los “cobardes”, los que salen huyendo. El que, creyéndose valiente, se pone a pelear con la serpiente, experimentará su veneno mortal. Caín y Saúl Cuando Caín se dio cuenta de que el sacrificio de su hermano Abel era más agradable a Dios que el suyo, su mente comenzó a hervir de pensamientos negativos hacia su hermano. Primero, fue un resentimiento molesto. El resentimiento se convirtió, luego, en odio. En esta crisis de Caín, la Biblia, hace ver cómo Dios le habló a Caín, y le dijo: “El pecado está esperando el momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a él” (Gn 4,7). Aquí, de manera excepcional, la Biblia pone de relieve cómo ingresa el pecado en nuestro corazón. Es por medio de un pensamiento venenoso, que nos comienza a perturbar y a hacer perder el sentido del equilibrio. Pero, también, muy elocuentemente, la Biblia nos indica que nosotros podemos vencer el mal pensamiento. No es algo superior a nosotros. San Pablo nos asegura que fiel es Dios que no va a permitir una tentación superior a nuestras fuerzas (1Co 10,13). Si estamos llenos del poder de Dios, por medio del Espíritu Santo, nosotros podemos ponerle el pie en la cabeza a la serpiente. 35
  • 36. Caín se dejó permear por su pensamiento venenoso de odio. Planeó invitar a su hermano a un paseo al campo. A un lugar solitario donde no hubiera gente. De pronto, Caín se abalanzó sobre su hermano y lo hirió gravemente. Cuando Caín se dio cuenta, su hermano estaba tendido en el suelo, sin vida. Fue la primera experiencia de muerte humana en el mundo. Lo que apareció como un simple resentimiento, se había convertido en el primer asesinato en el mundo. Como el diablo nos habla mentalmente, también Dios nos habla de la misma manera. Dios, primero, previno a Caín acerca del pecado, que quería introducirse en su corazón. Ahora, después del asesinato, Dios no deja solo a Caín. Lo va a buscar para auxiliarlo en su tragedia. Para ayudarlo a recapacitar en lo que ha hecho, le pregunta: “Caín, ¿dónde está tu hermano? (Gn 4,9). Caín aceptó el diálogo con el mal, pero, ahora, no acepta el diálogo con Dios. Alega que no es el custodio de su hermano, y sigue corriendo frenéticamente. Desde ese momento, Caín comienza a ser un hombre “atormentado”; un hombre para quien su conciencia se convierte en un perro que le muerte el alma. A Saúl le sucede lo mismo. Aparece, al principio, como un joven insignificante, que busca unas burritas. Dios envía al profeta Samuel para que lo unja como rey de Israel. Saúl queda lleno del Espíritu Santo y causa admiración a los demás profetas, que lo ven profetizando. Pero Saúl, pronto comienza a llenarse de envidia y resentimiento hacia David porque la gente lo aprecia y lo aclama. El resentimiento degenera en odio: un día, mientras David toca su arpa para que le pase la depresión a Saúl, éste le tira su lanza para clavarlo en la pared, pero no lo logra, porque ágilmente, David logra salvarse. El odio sigue creciendo. Hay un momento en que un mal espíritu domina a Saúl, que, cada vez más, se hunde en el pecado; hasta se atreve a visitar a una mujer espiritista en Endor. Saúl va a morir suicidándose, después de haber perdido una batalla. Toda la desgracia de Saúl comenzó con el mal pensamiento de resentimiento, que se convirtió en odio, y lo dominó totalmente. El proceso de la tentación se inicia con un sencillo pensamiento venenoso. Si no se ataja a tiempo, crece el mal pensamiento y abre la puerta al espíritu del mal, que nos domina y nos derrota. Con razón san Juan llama “hijos del diablo” a los que viven en pecado (1Jn 3,8). Porque son dominados por el diablo. Abrirle, mentalmente, la puerta al diablo por medio de un mal pensamiento consentido, es darle poder para que nos manipule, nos domine y nos derrote. En eso consiste el pecado. Se repite en nosotros la historia de Caín y de Saúl. Moisés También los santos son tentados. Moisés logra superar muchos obstáculos para dirigir al pueblo de Israel, que es terco y rebelde, de dura cerviz. Al comenzar las contrariedades en el desierto, el pueblo se rebeló contra Dios porque carecía de agua y la 36
  • 37. sed ardiente lo estaba matando. Moisés se mostró grandioso, cuando con humildad y obediencia golpeó una roca, como Dios le había ordenado. De la roca brotó agua en abundancia. Moisés y el pueblo no terminaban de alabar y bendecir al Señor (Ex 17,5). Pasaron muchos años. El pueblo de Israel nunca se conformaba con nada. La murmuración era su hábito más común. Estas murmuraciones y rebeldías, fueron minando la paciencia del “manso” Moisés. Más tarde Jesús va a afirmar que Moisés fue el hombre “más manso”. Ante las acres murmuraciones del pueblo, porque nuevamente les faltaba el agua, el Señor le ordenó a Moisés que “le hablara” a la roca, y manaría agua. Moisés, lleno de cólera; no le habló a la roca, sino que la golpeó dos veces, como para hacerla brotar agua con su propio poder. La roca brotó agua; pero a Dios le desagradó inmensamente la actitud de Moisés. Ante Dios fue tan grave la actitud de Moisés, que el Señor le indicó que no podría ingresar en la Tierra Prometida. Moisés reconoció su culpa y aceptó humildemente la disposición del Señor (Nm 20,11-13). Nuestros momentos de subido estrés, de tensión son peligrosísimos en nuestra vida. Es la ocasión precisa que aprovecha el espíritu del mal para atacarnos, para llenar nuestra mente de dudas y desconfianza en Dios. Nos llena de resentimiento subconsciente hacia Dios. Rezamos, pero tal vez, mecánicamente. No es una oración “en Espíritu y en Verdad”. Todo esto nos debilita espiritualmente, y muchas veces, terminamos golpeando la roca, en lugar de hablarle. Hacemos nuestra voluntad y no la de Dios. Hay que cuidar esos momentos de demasiado estrés. Es cuando más debemos acudir a Dios inmediatamente. Y es, por lo general, cuando menos lo hacemos. David, en su salmo 40 recuerda un momento crítico de su vida, cuando sentía que sus pies resbalaban y se encaminaba hacia el fango de una fosa fatal. En ese preciso momento, David comenzó a clamar a Dios. De pronto sintió que sus pies ya no resbalaban; experimentó que estaba bien plantado sobre una roca firme. El clamor en la oración en nuestros momentos de crisis espiritual o psicológica atrae el poder de Dios, que impide que caigamos en la tentación, y nos fortalece para que la tentación se convierta en victoria contra el tentador. Sansón El pelo largo de Sansón siempre ha llamado la atención de muchos como que fuera algo mágico, que le infundía poder. El pelo largo, en esa época, era el distintivo de los “consagrados a Dios”, que se llamaban “nazareos” (Jc 1,5). Sansón era un consagrado a Dios. El Señor lo había dotado de belleza extraordinaria y de fuerza excepcional para que fuera un líder defensor de su pueblo. Sansón comenzó muy bien, pero, poco a poco, fue perdiendo su consagración. Parece un hecho insignificante el que Sansón tomara un poco de miel, que encontró dentro del cadáver de un león (Jue 14,8). Pero para un consagrado 37
  • 38. estaba absolutamente prohibido tocar algo muerto, un cadáver; quedaba impuro. Sansón no le dio importancia a esa norma. Luego, Sansón, comienza a valerse de sus carismas — belleza y fuerza — para su beneficio personal, nada más, y no para servicio de su pueblo. Sansón inicia una relación con una mujer pagana, llamada Dalila. Para todo israelita estaba terminantemente prohibida una relación sentimental con una persona pagana. Sansón fue cayendo cada vez más bajo en su relación prohibida hasta que fue totalmente dominado por aquella mala mujer, enviada por los enemigos para descubrir el secreto de la fuerza de Sansón. Un día, al fin, Sansón le confió que el secreto de su fuerza excepcional residía en su pelo abundante. Es decir en su consagración. La mujer espía lo comunicó a sus enemigos. Durante una borrachera, Dalila le cortó la cabellera a Sansón. Sus enemigos lo capturaron. Sansón se sonrió con burla, e intentó romper las ataduras con que lo habían apresado, como lo había hecho en otras oportunidades. No sucedió nada. La Biblia comenta que el Espíritu Santo lo había abandonado (Jc 16,20). Sansón fue hecho prisionero; le sacaron los ojos y lo pusieron a dar vueltas a una gran rueda, como que fuera un buey. Todo pecado comienza con algo insignificante. La polilla es diminuta, pero logra hacer desastres en los muebles y bibliotecas. Sansón, al caer en “pequeñas” tentaciones, como la de tomar miel encontrada en un cadáver, estaba preparando su fatal caída. Su amistad con una pagana, poco a poco, se volvió una obsesión por esa mujer. La tentación se inicia como una polilla insignificante. Pero esa polilla va carcomiendo nuestras fortalezas espirituales, hasta que perdemos nuestra cabellera de consagrados; se nos va el poder del Espíritu Santo. Por el pecado, “entristecemos” al Espíritu Santo (Ef 4,30), bloqueamos su acción en nosotros. Cuando llega el tentador, nos encuentra desprotegidos del poder del Espíritu Santo, y nos zarandea a su gusto, como a Sansón. Nos saca los ojos: ya no logramos ver los signos de Dios. Nos esclaviza en el pecado. Con razón san Juan afirma que el que vive en pecado, es “hijo del diablo”, está esclavizado por el espíritu maligno. “Fidelidad en las cosas pequeñas”, nos recomiendan los maestros de espiritualidad. Las grandes caídas, son producto de pequeñas desviaciones del camino de Dios. Parecía insignificante que Sansón tomara un poco de miel, que encontró dentro del cadáver de un animal. Pero, para él, como consagrado, era un pecado grave. El tentador nos ataca, precisamente, en lo que son nuestras fortalezas, nuestros carismas. Sansón tenía una belleza extraordinaria, y una fuerza excepcional. Esos dones se los había concedido el Señor para que sirviera al pueblo y no para que se sirviera de esos dones para sus amoríos y desviaciones. Nuestros dones bien empleados redundan en nuestra santidad. Nuestros dones mal empleados sólo sirven para nuestra perdición. Un don bien administrado es una fortaleza espiritual. Un don mal administrado es nuestra peor debilidad. 38
  • 39. David Mientras David estaba como soldado fiel, luchando, liberando al pueblo, su corazón permanecía fiel siempre al Señor. Cuando David triunfó, fue coronado como rey, llegaron la abundancia, los placeres, los halagos, el ocio. Fue, precisamente, mientras estaba en los ocios del palacio, que le llegó la gran tentación de quedarse viendo, lujuriosamente, a una bella mujer, llamada Betsabé, que se estaba bañando. Ése fue el primer paso hacia el pecado. Con frecuencia, por los ojos nos entra el pecado. El mundo con sus novedades pecaminosas, nos invita a detener nuestra mirada en lo que nos incita al mal y despierta en nosotros las malas pasiones. Antes de comer del fruto prohibido, Eva se quedó viendo con complacencia el fruto prohibido. No tenía mala intención. Sólo lo miraba detenidamente. Nuestros ojos son ventanas por las que puede ingresar la pureza de la luz, o las tinieblas de lo pecaminoso. David mandó a llamar a aquella mujer, que había visto bañándose, sólo para conocerla, para platicar con ella un momento. Se inició así, un largo adulterio con Betsabé, que era esposa de Urías, uno de sus generales más fieles de David. Vino, de repente, el embarazo de Betzabé. David no sabía cómo afrontar el problema con su general Urías. Perdió el sentido del equilibrio; su mente se oscureció por el pecado. Lo único que se le ocurrió fue ordenar a sus militares que dejaran solo a Urías en lo más encendido de la batalla. Urías murió. Fue, en todo sentido de la palabra, un asesinato indirecto. David lo sabía muy bien. Pero durante un año trató de silenciar su conciencia, que le provocaba profundas depresiones y tristeza constante. Antes, David era el jubiloso cantor de los más bellos Salmos. Ahora, era un hombre que “se sentía como flor marchita”, y que sentía que “la mano de Dios pesaba sobre él” (Sal 32). Nunca se imaginó David que aquella mirada de lujuria, lo iba a llevar a convertirse en un asesino. La tentación se presenta como algo “no muy malo”. Procuramos encontrar todas las justificaciones posibles para convencernos de que “no es tan malo” lo que queremos hacer. Y, en realidad, al principio, “no es tan malo”, lo que se está comenzando. Pero, una vez, que ingresó el veneno del pecado, comienza a expandirse su efecto mortal. Una vez que nuestra mente se ha turbado, como la de David, somos capaces de convertirnos en asesinos, y en algo peor. Por eso, la batalla hay que ganarla al iniciar, la tentación, aplastando de inmediato la cabeza de la astuta serpiente, que nos propone “algo muy bueno” para nuestra felicidad. Un fruto muy apetitoso. Y, en realidad es apetitoso; pero es un fruto envenenado. Eso es lo que oculta la serpiente, y lo que Dios nos indica, al instante, por medio del Espíritu Santo. A José, en Egipto, lo quiso seducir una mala y rica mujer. Para el joven José era una gran oportunidad de salir de su pobreza. Pero, José, amaba a Dios sobre todas las cosas. Por eso salió corriendo. La mujer todavía le logró arrancar su manto; pero no le pudo 39
  • 40. arrancar la gracia de Dios. Huir ante la serpiente de la tentación, no es cobardía; es valentía. Pedro En la Última Cena, cuando Jesús les anticipó a los apóstoles que esa noche se iban a escandalizar de él, Pedro, inmediatamente, alegó: “Aunque todos te abandonen, yo jamás te abandonaré” (Mc 14,29). Pedro con mucha autosuficiencia, contradijo al Señor: según él estaba lo suficientemente preparado para no avergonzarse del Señor. Se comparó con los demás, y se creyó mejor que todos ellos. Tal vez ellos podían fallar, pero él, de ninguna manera iba a quedar mal con Jesús. El orgullo nos despoja de la gracia. Con razón decía Santiago: “Dios da su gracia al humilde y resiste al orgulloso” (St 4,6). El orgullo impide que nos llegue la bendición de Dios, sin la cual no estamos preparados para resistir la tentación. El orgullo de Pedro, lo estaba predisponiendo para resbalar en las tentaciones que estaban por atacarlo. En el Getsemaní, el Señor, con insistencia, les recomendó a los apóstoles la oración para prepararse a la terrible crisis, que estaba por estallar. “Vigilen y oren para no caer en la tentación”, insistió el Señor. Pedro y sus compañeros ni vigilaron ni oraron. Jesús, por el contrario, permaneció en una oración agónica, llorando, clamándole a su Padre. Llegó la tentación, Pedro y compañeros, salieron huyendo. Se escandalizaron de Jesús. No se habían preparado en la oración para estar fortalecidos en el momento de la crisis. Sin la fuerza de la oración, sin la vigilancia, el enemigo nos sorprende y derrota. Imposible poder resistir la tentación con sólo nuestras fuerzas. Sin el poder de Dios, imposible hacerle frente a un enemigo tan poderoso como Satanás. En cambio, el que está en oración, está agarrado de la mano de Dios. Imposible que el enemigo lo pueda vencer. Más tarde, se ve a Pedro, que siente remordimiento, y va siguiendo, “de lejos”, a Jesús. Es alguien que está confundido. A Jesús no se le puede seguir “de lejos”. Jesús mismo lo dijo: “El que no está conmigo, está contra mí” (Lc 11,23). Ese seguir a Jesús “de lejos”, llevó a Pedro a meterse en la boca del lobo. Nada menos que fue a parar al lugar donde estaban los principales enemigos de Jesús. Alguien lo descubrió y lo acusó. Pedro negó rotundamente que él fuera seguidor de Jesús. Volvió a hacerlo varias veces más. Cuando, en el desierto, el demonio le propuso al Señor lanzarse desde la parte más alta del templo y que antes de caer fuera librado del mal por los ángeles, Jesús le replicó: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4,7). Pedro, al irse a meter a la boca del lobo, estaba “tentando a Dios”. En su debilidad, no podía exponerse a un peligro tan grave. Pedro, en 40
  • 41. su aturdimiento, se expuso a una tentación para la que no estaba preparado. Terminó negando tres veces al Señor. Cuando seguimos a Jesús “de lejos”, con aturdimiento, sin una definición clara, terminamos yendo a parar a la boca del lobo: nos exponemos a tentaciones para las que no estamos preparados. Propiamente, estamos “tentando a Dios”. Estamos haciendo lo contrario que Él nos indica y manda. Pedro, más tarde, seguramente, recordando su triste experiencia, escribió: “Sean sobrios y velen, porque su adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando, viendo a quien devorar; resístanle firmes en la fe” (1Pe 5,8-9). Pedro había sufrido los zarpazos del león rugiente: había sido derrotado. Por eso, ahora, recomienda varias cosas para que a nosotros no nos suceda lo mismos. Pedro aconseja vigilancia, sobriedad y una fe firme. Lo mismo que Jesús le había aconsejado y que él no puso en práctica. Toda caída en la tentación es producto de nuestra falta de oración, de vigilancia y de sobriedad, de una vida disciplinada según las normas del Evangelio. Nuestras tentaciones Decía Job: “Milicia es la vida del hombre en la tierra” (Jb 7,1). Mientras nos toque peregrinar por este mundo, necesariamente, tendremos tentaciones. Nadie ha sido eximido. Es una Ley Divina. Ser tentados, de por sí, no es pecado. Jesús también fue sometido a la tentación. La tentación es la única manera de probar nuestra fe, nuestro amor a Dios. Un alumno puede afirmar que ya sabe toda la materia de la clase. Tiene que probarlo en el examen. La tentación es el examen de nuestra fe y de nuestro amor a Dios. Aquí, no cuenta sólo la teoría. Debe comprobarse en la práctica. Lo consolador en la tentación es lo que nos recuerda san Pablo, cuando escribe: “Fiel es Dios que no los dejará ser tentados más de lo que pueden resistir, sino que dará juntamente con la tentación, la salida, para que puedan soportar” (1Co 10,13). También, en el momento de la dura tentación, nos debe animar lo que dice la Carta a los Hebreos con respecto a Jesús sacerdote, que intercede por nosotros; dice el autor : “No tenemos un sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo, según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hb 4,15). Debemos estar seguros de que en el momento de la tentación Jesús, sacerdote, nos comprende y ruega por nosotros para que no caigamos en la tentación. La tentación es el momento en que nos toca pasar por oscuridades. La Palabra de Dios nos asegura: “Aunque camine por valles de sombras, no temo ningún mal porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23). Es alentador pensar que no estamos solos en la tentación. Jesús no acompaña, como Buen Pastor. Su vara y su cayado nos deben infundir seguridad y paz. Durante un largo período de tentaciones, Santa Catalina de Siena fue atacada por muchos malos pensamientos. Un día tuvo una 41
  • 42. visión de Jesús, y le reclamó: “Señor, ¿dónde estabas?” Jesús le respondió que estaba en su corazón ayudándola a resistir. Nunca estamos solos en las tentaciones: cuando oramos y velamos, Jesús nos acompaña, aunque no percibamos su presencia. Aunque tengamos la impresión, que somos unos solitarios. El Evangelio, expresamente, afirma que el Espíritu Santo “empujó” a Jesús al desierto para que fuera tentado por el demonio (Mc 1,12). No para que fuera derrotado, sino para derrotar al diablo. Lo mismo sucede con nosotros. Dios permite la tentación, la prueba porque necesitamos ser examinados en nuestra fe, en nuestro amor. Porque por medio de la prueba tenemos que definir algunas situaciones de nuestra vida. La tentación no es un mal, que Dios quiere para nosotros; es un bien necesario para examinarnos en cuanto a la fe y nuestro amor a Dios, o para purificarnos y fortalecernos contra el mal. Cuando Jonás fue lanzado al mar; Dios no quería que se ahogara o que pereciera en el vientre de la ballena. La permisión de Dios era para que Jonás se salvara y dejara su camino de pecado. La tentación es una bendición de Dios. Si el Espíritu Santo nos lleva, como a Jesús, al desierto de la tentación, es porque nos ama y quiere una gran bendición para nosotros. Pero la tentación, siempre es un examen: podemos perderlo o ganarlo. Por eso, Jesús nos dice que siempre, en nuestra oración, debemos repetir: “No nos dejes caer en la tentación”. 42
  • 43. 6. El Diablo quiere reinar en nosotros Jesús nos ordenó que en la oración debíamos suplicar: “Venga tu reino” (Mt 6,10). El reino o reinado de Dios llega cuando se hace la voluntad de Dios en todo. Entre más perfectamente se haga la voluntad de Dios, más se parece la tierra al cielo, donde se hace siempre a la perfección la voluntad de Dios. Según la revelación de la Biblia, el reinado de Dios era totalmente perfecto en el principio de la humanidad. Dice la Biblia que cuando Dios contempló el mundo, que había creado, “Vio que era bueno” (Gn 1, 10). Cuando contempló al hombre, “vio que era muy bueno” (Gn 1, 31). Todo lo hizo bien el Señor. Pero Dios no creó autómatas. Creó seres humanos a los que les dio libertad. Por eso les advirtió que si se acercaban al “árbol de la ciencia del bien y del mal” (símbolo del pecado), ingresaría el mal en el mundo (Gn 2,17). Es decir, se le daría poder al espíritu del mal. Por medio del pecado, la puerta se abrió para el mal, para el Maligno. Los primeros seres humanos, al optar por el camino del Maligno, y no por el de Dios, le dieron poder al Maligno. Entró Satanás y comenzó a tener su “cuota de poder”. Jesús, más tarde, va a decir, que el demonio llega para “robar, matar y destruir” (Jn 10,10). De aquí que podemos hablar del “reinado de Dios” y del “reinado de Satanás”. No queremos afirmar que se encuentren en igualdad de poder. De ninguna manera. Jesús llamó a Satanás “Príncipe de este mundo” (Jn 12,31). No lo llamó “Señor”. Sólo hay un Señor: Jesús. Satanás tiene poder: el ser humano, al desprenderse de la mano de su Señor, automáticamente, le dio poder al espíritu del mal. De ahí viene el “reino de Satanás”, que consiste en la esfera de poder que le entregan los seres humanos en sus vidas, cuando se zafan de la mano de Dios y se dejan conducir por el Maligno. Expresamente el Nuevo Testamento revela que Jesús viene para destruir el reino de Satanás. Para arrancarle el terreno que los hombres le han cedido. San Pedro en su prédica, en casa de Cornelio, dice que Jesús “pasó haciendo el bien y sanando a los atacados por el diablo” (Hch 10,38). Cuando Pablo es enviado por Jesús para evangelizar a los paganos, se le dice que va para arrancar a los paganos de las manos de Satanás para pasarlos a las manos de Dios (Hch 26,18). Evangelizar es edificar el Reino de Dios. La enseñanza de Jesús En el Evangelio de san Marcos, al comenzar a predicar, Jesús dice: “El tiempo se ha cumplido; el reino de Dios ha llegado a ustedes. Conviértanse y crean en el 43
  • 44. Evangelio” (Mc 1, 15). El pecado permite que reine en nosotros el diablo. Por eso san Juan afirma que el que está en pecado es “hijo del diablo” (1Jn 3,10). Por medio de la “conversión” el hombre pasa de las manos de Satanás a las manos de Dios. Pero no basta eso para que el reino de Dios se implante en él. Tiene que “creer en el Evangelio”. Creer no consiste solamente en tener conceptos evangélicos, sino en “vivir el Evangelio”. Cuando la persona se convierte y vive el Evangelio, entonces Dios está reinando en su vida. Ha llegado el reino de Dios. En la Última Cena, Jesús luchó por llegar al corazón de Judas. Le hablaba en clave, en un lenguaje que sólo Judas podía entender. Pero el corazón de Judas se fue cerrando más y más. Dice san Juan que cuando Judas comió el pan, el demonio entró en su corazón. En ese momento, Judas huyó de Jesús y de los apóstoles. El mismo san Juan afirma que “era de noche”. Había oscuridad en la atmósfera y en el corazón de Judas. El Diablo estaba reinando en su corazón; lo llevó a entregar a Jesús por medio de un beso hipócrita. La sanación Gran parte de la evangelización de Jesús va acompañada de la sanación de los enfermos. Según la Biblia, la enfermedad llega con el pecado. Dios creó el mundo perfecto, no contaminado. Con el pecado, se enferma el corazón del hombre, que contagia a la naturaleza. La enfermedad es hija de la muerte. Contra el reinado de la muerte, llega Jesús sanando, liberando. San Mateo, al describir la evangelización de Jesús, apunta: “Recorrió toda Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad y dolencia” (Mt 4,23). La primera sanación de tipo personal, que Jesús realiza en el Evangelio de san Mateo, es la de un leproso. La lepra, en ese tiempo, se consideraba como una enfermedad incurable. Más tarde, el Señor envía a sus apóstoles y discípulos a predicar el evangelio del reino, a sanar y a expulsar los malos espíritus. San Pedro escribe: “Por sus llaga ustedes son sanados” (1Pe 2, 24). Pedro recuerda que la sanación es producto del valor de la Sangre de Cristo. De su sacrificio en el Calvario. De ahí viene el poder contra el reinado de la muerte. Al no más resucitar Jesús, lo primero que hace es aparecerse a los angustiados y deprimidos apóstoles. Comienza por mostrarles las señales de sus llagas en sus manos y costado. Cuando ellos aceptan el valor de su sacrificio en la cruz, les llega el “Shalom” de Jesús, la paz de Jesús. Su absolución. Los apóstoles se sienten sanados del alma y del cuerpo. Vuelve, entonces, la alegría a sus corazones. Inmediatamente, el Señor sopla sobre ellos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo. A 44
  • 45. quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados, a quienes no se los perdonen, les quedan sin perdonar” (Jn 20, 23). De esta manera, el Señor envía a sus apóstoles a sanar almas y cuerpos por el valor de sus llagas con la fuerza del Espíritu Santo. Así se le va quitando poder al reinado de Satanás. Y avanza el reino de Dios. Expulsión de los malos espíritus El primer signo de poder de Jesús, en el Evangelio de san Marcos, es un exorcismo. Jesús está predicando en la sinagoga. Ante la Palabra de Dios, un hombre comienza a contorsionarse y a gritar. Tiene un mal espíritu. Jesús, inmediatamente, lo libera. Todos quedan asombrados por su poder contra el mal (Mc 1,15-27). Los enemigos de Jesús, no pueden negar el poder de Jesús contra los malos espíritus. Alegan que ese poder le viene de Beelzebú, príncipe de los demonios (Mt 12, 24). Jesús les responde: “Si con el dedo de Dios expulso los demonios es señal de que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11,20). Luego, el Señor envía, tanto a los apóstoles (su jerarquía) como a los setenta y dos discípulos, a predicar, a sanar y a expulsar los espíritus malos. Cuando vuelven los setenta y dos discípulos, se muestran eufóricos por su triunfo contra el poder del mal; le dicen a Jesús: “¡Hasta los demonios se nos someten en tu nombre!” (Lc 10 ,17). Todo cristiano es enviado con poder, no sólo a llevar el Evangelio y a sanar a los enfermos, sino también a liberar a los que estén infestados por malos espíritus. No se trata de un “exorcismo clásico”, reservado a los sacerdotes nombrados por el obispo( Canon 1172), sino de las liberaciones de malos espíritus contra los cuales Jesús nos da poder a todos los bautizados. Este poder Jesús lo prometió cuando dijo: “Estas señales van a acompañar a los que crean. En mi nombre expulsarán espíritus malos” (Mc 16,17). Según los documentos de los investigadores, este don de liberación de malos espíritus era muy manifiesto en los primeros cristianos. Así lo atestiguan los grandes escritores Orígenes y Eusebio de Cesarea. Desde el Génesis Desde el Génesis ya se profetiza el triunfo del reino de Dios sobre el reinado de Satanás. A la serpiente, símbolo del demonio, Dios le dijo: “Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre su simiente y la tuya: ella te aplastará la cabeza” (Gn 3,15). La simiente de la Mujer es Jesús. Jesús llegó, como dice san Juan, “para deshacer las obras 45