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Historia De Una Lata Necia
(O Del Necio Que No Consiguió Abrirla)
SO1806211
Mi madre siempre decía que las cosas que menos sirven en la vida son las cosas
que más lata dan, frase que comúnmente utilizaba para burlarse de los más
variados intentos de mi padre para realizar algún trabajo bien hecho. Él, hombre
chapado a la antigua bajo la ley del macho alfa a cuyo alrededor se conjuntan
varias mujeres de las que pretendía sacar cualquier clase de placeres aunque
jamás pensara en el precio que estos le pudieran acarrear, siempre congregaba a
algún incauto hijo de mi madre que, desprevenido, tuviese el desfortunio de pasar
cerca de él cuando intentaba realizar alguna labor hogareña que culturalmente le
fuera confinada al hombre de la casa; pero que ese hombre nunca era lo bastante
bueno como para realizarla cómodamente él solo, solicitando a gritos y reveces a
algún pendejo que jamás llegaba como él lo solicitaba.
Además, ella completaba su decir con otra frase cuando menos lo mismo
ingeniosa que la precedente: el diablo nunca anda solo; mientras que con escoba
en mano avanzaba detrás de mi padre remedando los objetos que, en afanes
reconstructivos, mi padre destrozaba ya sea por considerar un estorbo o por mera
satisfacción en su hacer. No era capaz de apretar el tornillo flojo de alguna puerta
rechinante sin lijarla, entintarla nuevamente y aplicarle algún barniz de mejor
calidad que el anterior e inclusive cambiarle la chapa por una mucho más segura y
tecnológica que la de antaño, aunque esto lo distraía de la tarea original que
jamás quedaba completa.
Las risas ante los pobres desgraciados que tenían la desgracia de ser sus
ayudantes en las variadas tareas eran, para mí algo cotidiano, aunque para los
pobres involucrados, la situación fuera todo menos divertida.
Pasaron los años, en los cuales aún me preguntaba el motivo por el cual mi madre
seguía exaltando, con su frase de la lata, los estériles intentos de mi padre por
realizar alguna tarea bien hecha. Esa frase me causaba cierta consternación por
que la encontraba insípida y sin sentido; sin embargo, me acompañó durante
buena parte de mi adolescencia hasta que un buen día tuve la latosa inspiración
(claro, con la ayuda de un buen señor) de casarme, cosa que llevé a término en
poco tiempo.
Así me convertí en una señora de casa, en casa y cazada con un hombre que,
aunque me negaba a reconocerlo, era la idéntica copia de mí padre, cosa que en
un principio me lleno de temor pero que, gracias a la magia de algunas revistas
conseguí redirigir un poco a mi favor.
Un buen día, mi esposo me sorprendió al decirme que desde ese momento estaba
a dieta (cosa que agradecí en extremo puesto que su barriga ocupaba ya más de
la mitad de la cama). Transcurrió el día sin mayores problemas para mí ya que
entre sus actividades laborales y las mías sumadas a las del hogar, nos
mantenían separados por gran parte del día. Al llegar la hora de la cena, mi
esposo llegó más hambriento que de costumbre dispuesto a devorar lo que le
pusiera frente a él dentro de un plato. Sin embargo, ante mí no tan amable
recordatorio de su promesa matutina de llevar a cabo su dieta; se dirigió más que
indignado a la alacena de la cocina de donde extrajo una lata de atún y
empuñando un tenedor se sentó pesadamente a la mesa.
La lata de atún era una moderna joya de tecnología y practicidad que sólo puede
proporcionar la ajetreada vida moderna; es decir contaba con un pequeño aro de
aluminio que facilitaba su apertura convirtiendo al abrelatas en un objeto arcaico
confinado al rincón más oscuro en un cajón de la cocina.
Mi esposo suspiró al mirar aquella peque pieza de aluminio que guardaba
celosamente en su interior lo que sería su cena aquella noche. Suspiró una vez
más mientras doblaba el arillo para introducir su dedo y así abrir la lata; sin
embargo con un sonido hueco y antes si quiera de que él tuviese tiempo para
halarlo, el arillo de aluminio se despegó de su lugar dejándole a mi esposo un
gracioso anillo improvisado como recordatorio de su compromiso con la comida
saludable. La hilarante situación no pasó desapercibida para mí que sólo atiné a
desternillarme de la risa, risa que aumentaba cada vez más siendo aumentada por
las maldiciones y palabras altisonantes que mi enojado esposo lanzaba contra la
lata.
Ante la imposibilidad de abrir la lata de manera sencilla, mi esposo enarboló varias
maneras por demás extrañas para realizarlo. Una vez que tranquilizó su ira, que
no su hambre, fue a la cocina por un cuchillo con el que picoteó la tapa de la lata
como si la asesinara y esta cual ostra en agua hirviente, botara el contenido
aceitoso que preservaba del ambiente. Después de ese intento de laticidio arrojó
el cuchillo sobre la mesa para proceder de otra manera. Con uno de los dientes
del tenedor, a manera de palanca improvisada, intentó darle apertura a la lata
cosa de la que desistió en el momento en el que cada uno de los dientes del
tenedor se convirtieron en unos bellos ejemplos de ángulos de noventa grados.
Cada vez más hambriento o enojado, o quizás en una peligrosa combinación de
ambos, retomo el cuchillo con el que empezó a serruchar la tapa cual si de una
manzana se tratase. De manera por demás extraña, el cuchillo trazó un leve arco
mientras que la punta del filoso instrumento cortó la fina piel de la mano de mi
esposo sin causarle más daño que una pequeña cortada que solo sirvió para
encolerizarlo completamente y maldecir contra todos aquellos involucrados en la
producción de tan singular método de envase para alimentos.
Completamente desesperada por su falta de visión le arrebaté la lata y fui a la
cocina donde, del mismo cajón que él extrajo un cuchillo yo saqué el abrelatas y
en unos leves movimientos abrí la lata sin más conflicto. Tras de mí escuché el
portazo de la puerta de entrada que se cerraba con un golpe seco, señal de
derrota por parte de mi esposo que se rendía orgullosamente ante mi superioridad
manual. Supuse que estaría en la taquería de la esquina lidiando con un alimento
de más fácil acceso.
Fue ahí cuando me di completa cuenta que al romperse el aro del abre fácil es
mucho más sencillo utilizar un abrelatas que picar, golpear, palanquear o maldecir
contra el metal acciones que nos distraen y consumen nuestro tiempo como si la
tarea de abrir la lata fuera algo vital convirtiendo lo verdaderamente importante
(rescatar el atún lo más integro posible) en un mero recuerdo que olvidamos ante
la impotencia de ver frustrados nuestros planes alimenticios.
Y es que como al abrir un lata como para la vida misma, aquello que menos sirve
es lo que más lata da.
¡Qué razón tenía mi madre!

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  • 1. Historia De Una Lata Necia (O Del Necio Que No Consiguió Abrirla) SO1806211 Mi madre siempre decía que las cosas que menos sirven en la vida son las cosas que más lata dan, frase que comúnmente utilizaba para burlarse de los más variados intentos de mi padre para realizar algún trabajo bien hecho. Él, hombre chapado a la antigua bajo la ley del macho alfa a cuyo alrededor se conjuntan varias mujeres de las que pretendía sacar cualquier clase de placeres aunque jamás pensara en el precio que estos le pudieran acarrear, siempre congregaba a algún incauto hijo de mi madre que, desprevenido, tuviese el desfortunio de pasar cerca de él cuando intentaba realizar alguna labor hogareña que culturalmente le fuera confinada al hombre de la casa; pero que ese hombre nunca era lo bastante bueno como para realizarla cómodamente él solo, solicitando a gritos y reveces a algún pendejo que jamás llegaba como él lo solicitaba. Además, ella completaba su decir con otra frase cuando menos lo mismo ingeniosa que la precedente: el diablo nunca anda solo; mientras que con escoba en mano avanzaba detrás de mi padre remedando los objetos que, en afanes reconstructivos, mi padre destrozaba ya sea por considerar un estorbo o por mera satisfacción en su hacer. No era capaz de apretar el tornillo flojo de alguna puerta rechinante sin lijarla, entintarla nuevamente y aplicarle algún barniz de mejor calidad que el anterior e inclusive cambiarle la chapa por una mucho más segura y tecnológica que la de antaño, aunque esto lo distraía de la tarea original que jamás quedaba completa. Las risas ante los pobres desgraciados que tenían la desgracia de ser sus ayudantes en las variadas tareas eran, para mí algo cotidiano, aunque para los pobres involucrados, la situación fuera todo menos divertida. Pasaron los años, en los cuales aún me preguntaba el motivo por el cual mi madre seguía exaltando, con su frase de la lata, los estériles intentos de mi padre por realizar alguna tarea bien hecha. Esa frase me causaba cierta consternación por que la encontraba insípida y sin sentido; sin embargo, me acompañó durante buena parte de mi adolescencia hasta que un buen día tuve la latosa inspiración (claro, con la ayuda de un buen señor) de casarme, cosa que llevé a término en poco tiempo.
  • 2. Así me convertí en una señora de casa, en casa y cazada con un hombre que, aunque me negaba a reconocerlo, era la idéntica copia de mí padre, cosa que en un principio me lleno de temor pero que, gracias a la magia de algunas revistas conseguí redirigir un poco a mi favor. Un buen día, mi esposo me sorprendió al decirme que desde ese momento estaba a dieta (cosa que agradecí en extremo puesto que su barriga ocupaba ya más de la mitad de la cama). Transcurrió el día sin mayores problemas para mí ya que entre sus actividades laborales y las mías sumadas a las del hogar, nos mantenían separados por gran parte del día. Al llegar la hora de la cena, mi esposo llegó más hambriento que de costumbre dispuesto a devorar lo que le pusiera frente a él dentro de un plato. Sin embargo, ante mí no tan amable recordatorio de su promesa matutina de llevar a cabo su dieta; se dirigió más que indignado a la alacena de la cocina de donde extrajo una lata de atún y empuñando un tenedor se sentó pesadamente a la mesa. La lata de atún era una moderna joya de tecnología y practicidad que sólo puede proporcionar la ajetreada vida moderna; es decir contaba con un pequeño aro de aluminio que facilitaba su apertura convirtiendo al abrelatas en un objeto arcaico confinado al rincón más oscuro en un cajón de la cocina. Mi esposo suspiró al mirar aquella peque pieza de aluminio que guardaba celosamente en su interior lo que sería su cena aquella noche. Suspiró una vez más mientras doblaba el arillo para introducir su dedo y así abrir la lata; sin embargo con un sonido hueco y antes si quiera de que él tuviese tiempo para halarlo, el arillo de aluminio se despegó de su lugar dejándole a mi esposo un gracioso anillo improvisado como recordatorio de su compromiso con la comida saludable. La hilarante situación no pasó desapercibida para mí que sólo atiné a desternillarme de la risa, risa que aumentaba cada vez más siendo aumentada por las maldiciones y palabras altisonantes que mi enojado esposo lanzaba contra la lata. Ante la imposibilidad de abrir la lata de manera sencilla, mi esposo enarboló varias maneras por demás extrañas para realizarlo. Una vez que tranquilizó su ira, que no su hambre, fue a la cocina por un cuchillo con el que picoteó la tapa de la lata como si la asesinara y esta cual ostra en agua hirviente, botara el contenido
  • 3. aceitoso que preservaba del ambiente. Después de ese intento de laticidio arrojó el cuchillo sobre la mesa para proceder de otra manera. Con uno de los dientes del tenedor, a manera de palanca improvisada, intentó darle apertura a la lata cosa de la que desistió en el momento en el que cada uno de los dientes del tenedor se convirtieron en unos bellos ejemplos de ángulos de noventa grados. Cada vez más hambriento o enojado, o quizás en una peligrosa combinación de ambos, retomo el cuchillo con el que empezó a serruchar la tapa cual si de una manzana se tratase. De manera por demás extraña, el cuchillo trazó un leve arco mientras que la punta del filoso instrumento cortó la fina piel de la mano de mi esposo sin causarle más daño que una pequeña cortada que solo sirvió para encolerizarlo completamente y maldecir contra todos aquellos involucrados en la producción de tan singular método de envase para alimentos. Completamente desesperada por su falta de visión le arrebaté la lata y fui a la cocina donde, del mismo cajón que él extrajo un cuchillo yo saqué el abrelatas y en unos leves movimientos abrí la lata sin más conflicto. Tras de mí escuché el portazo de la puerta de entrada que se cerraba con un golpe seco, señal de derrota por parte de mi esposo que se rendía orgullosamente ante mi superioridad manual. Supuse que estaría en la taquería de la esquina lidiando con un alimento de más fácil acceso. Fue ahí cuando me di completa cuenta que al romperse el aro del abre fácil es mucho más sencillo utilizar un abrelatas que picar, golpear, palanquear o maldecir contra el metal acciones que nos distraen y consumen nuestro tiempo como si la tarea de abrir la lata fuera algo vital convirtiendo lo verdaderamente importante (rescatar el atún lo más integro posible) en un mero recuerdo que olvidamos ante la impotencia de ver frustrados nuestros planes alimenticios. Y es que como al abrir un lata como para la vida misma, aquello que menos sirve es lo que más lata da. ¡Qué razón tenía mi madre!