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Crítica de Nicolás Suescun - Poeta Colombiano Desde la primera línea de su novela maestra, Gabriel García Márquez atrapa al lector en una dimensión distinta a la de sus libros anteriores.  “El Coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita,” comienza El coronel no tiene quien le escriba.  “Por primera vez he visto un cadáver,” empieza su relato el narrador de La hojarasca.  Pero los pergaminos de Melquíades se inician con esta frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”Aquí ya no es realista, no trata de retratar o de analizar psicológicamente.  No se concentra en un punto específico del tiempo, el de un personaje observado en su diario vivir, ni se cuela en la memoria de uno que recuerda.  Impersonal, la frase se refiere a un pasado remoto y a un futuro ambiguo que tendrá y no tendrá lugar.  El coronel Aureliano sí tendrá que pararse de espaldas “ante seis maricas armados y sin poder hacer nada,” pero su hermano José Arcadio lo salvará de la muerte.Estamos en el principio de una intrincada metáfora que en los múltiples matices de su interpretación, en la inagotable riqueza de sus sugerencias y por la realidad de su fantasía no es otra cosa que la crónica entera, exacta y verídica, de una estirpe mestizada y de un pueblo – una región, un país – tropical.Aparecen en ella, según el orden cronológico de su nacimiento, los Buendía, llamados todos los hombres José Arcadio o Aureliano, para desesperación e irritación de los lectores perezosos; e su mujeres, Ursula, Amaranta, Remedios, Rebeca, Remedios, la bella, Pilar Ternera, Santa Sofía de la Piedad, Fernanda del Carpio, Renata, Meme, Amaranta Ursula.  Toda una familia.  En la sangre “de locos”, como diría Ursula de sus hombres, están el conquistador, el científico, el guerrero y el poeta, el aventurero, el desmedido y el vicioso, una inagotable galería de caracteres en la que en cierto modo está contenida la humanidad entera, no por tratarse de una familia de superhombres sino porque es una estirpe vista en su totalidad, desde su principio hasta su fin, un microcosmos que , así como una célula reproduce el universo en su estructura, es el reflejo exacto de una realidad social mucho más amplia.  La ambigüedad de los nombres masculinos es sólo una de las múltiples formas, y de las más superficiales, como García Márquez universaliza su mensaje y nos transporta, como Melquíades, de una realidad cotidiana a otra, más vasta y profunda.Macondo, ese nombre que tuvo una resonancia sobrenatural en el sueño de José Arcadio, su fundador, es una aldea de veinte casas de barro bañada por un río de piedras blancas y enormes como huevos prehistóricos, donde nadie ha muerto y donde nadie tiene más de treinta años.  “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo.”  Es pues el paraíso, el principio del mundo.  Pero no literalmente, porque también estamos en los comienzos de Aracataca, el pueblo de la zona bananera donde nació García Márquez.La historia ya ha tenido lugar.  La conquista española es esa armadura oxidada “cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras”.  Pero la fundación del pueblo y de una estirpe nos llevan al principio de las cosas, a una época de primitiva inocencia, de eterna y calurosa siesta del trópico donde el conocimiento del mundo exterior llega en las manos de gorrión de Melquíades, un gitano prestidigitador verbal que después de muchos años será el primer muerto de macondo, marcada desde entonces con un puntito negro en “el abigarrado mapa de la muerte”.Estamos en un punto fuera de la historia pero metidos en su torbellino, porque a medida que la deslumbrante crónica se desarrolla nos vamos alejando de esa Arcadía tropical donde reinan la imaginación y el mito para vivir el presente de ruina y depredación de Aracataca, devastada por la explotación de la compañía bananera.  La peste del olvido, nos damos cuenta, como de tantos otros reflejos multiplicados en el libro, pasa del nivel alegórico de la metáfora a su nivel histórico.  El pueblo olvida la matanza, del mismo modo como el país entero olvida su pasado.Macondo es palabra que evoca un reino en las profundidades del inconciente, el reino de la memoria, no sólo de la memoria de un hombre sino de la memoria colectiva de una región que el escritor, genial periodista de la imaginación, logra encerrar con nombres y hechos en tres y medio centenar de páginas.  Esta saga de la costa Atlántica colombiana es una gigantesca recopilación de cuentos, leyendas, chistes, dichos y hechos históricos y antropológicos que García Márquez oyó y leyó desde niño, que conservó en su memoria privilegiada y que ordenó con el oficio en que es maestro y que aprendió desde su juventud: el periodismo.Su gran acto creador es darle a todo este material, a todo ese pasado conservado en su mayor parte en la tradición oral, un marco novelístico que implico un atrevido salto, un abandono del punto de vista naturalista y una vuelta aplazado literario, cuando la novela era narración pura y su fin no era cambiar el mundo sino entretener al lector.  Y esto, que hubiera podido parecer un paso hacia atrás, era una atrevida solución que precolonizo un nuevo cambio en la literatura mundial, una vez más en busca de sus fuentes.Tanto el estudio de las influencias como la identificación de los personajes, la revelación de las innumerables alusiones privadas, la búsqueda de las 42 contradicciones o de los seis errores graves (datos del autor) serán pasto para los críticos por más de cien años de soledad.  Porque sitien algunos datos de sus biografías corresponden, uno se podría pasar la vida tratando de probar que el coronel Aureliano Buendía, poeta y guerrero, que murió en Macondo haciendo pescaditos de oro y con la frente contra el tronco de castaño, es el mismo prosaico general Rafael Uribe Uribe que murió en Bogotá de cuarenta y tantos hachazos, en un oscuro crimen probablemente fraguado por el gobierno conservador.  Así con todos los mitológicos Buendía, híbridos de imaginación y realidad que no mueren de enfermedad como el resto de los mortales, sino de soledad.Crítica de Pablo Herranz, crítico LiterarioLa novela de Gabriel García Márquez, no lo recuerdo con claridad, debió caer en mis manos hacia 1982 o 1983, cursando el BUP (tomo como referencia el infame intento de golpe de Estado de 1981, que me pilló en octavo de Básica; esto no hay quien lo olvide). Por entonces corrían de pupitre en pupitre los libros de Luís Martín Vigil, cuyas portadas (nunca osé traspasarlas) prometían encuentros de amor adolescente. Había otro libro, Cien años de soledad, que gozaba de cierta popularidad; algo de picante debía tener. Y vaya que sí: visitas furtivas en plena noche en la que había que encontrar el camastro a tientas, abrazos sellados con almíbar... Pero lo que realmente me impresionó de esta novela fue el estilo. Gracias a ella comprendí una de las verdades de Perogrullo: la íntima interconexión que existe entre lo narrado y la forma de hacerlo, y cómo sólo mediante el pulido de esta última se puede llegar a transmitir una historia con toda su fuerza. Lejos de aquellas novelas narradas 
en tiempo real
, una especie de compendio de diálogos embutidos entre perezosas descripciones, en Cien años de soledad se aborda una novela-río, una historia intergeneracional, y el narrador se detiene en aquellos pasajes que lo merecen, y exhibe una intención hacia los personajes, y los dota de calidez humana, en una villa, Macondo, que se diría el espejo de toda una nación. No obstante, aparte de que se pueda decir que el estilo no resulta ostentoso, lo que prevalece de Cien años de soledad es una aureola de cuento, de historia narrada por alguien que la ha vivido de primera mano y se decide a contarla al final del día, embelleciendo un pasaje aquí y exagerando otro allá, hasta adquirir casi tintes legendarios. Fue también esta novela la primera en la que tope con el tan comentado realismo mágico, esa admisión del lado esperpéntico de la vida con una naturalidad a prueba de clichés. La herencia hispánica del esperpento se hacía evidente en unas latitudes en las que el surrealismo está al orden del día: una niña vaga con los huesos de su progenitora en una bolsa, un galeón aparece varado en la selva, una fiebre de insomnio aqueja a Macondo, a resultas de la cual sus habitantes olvidan los nombres de los objetos y deciden colocar carteles (silla, mesa, pared, cacerola y hasta un 
Dios existe
) a fin de no quedar desmemoriados por completo, como almas en pena. Al igual que para otros muchos lectores españoles, el autor de Cien años de soledad y de El amor en los tiempos del cólera fue para mí una puerta por donde se coló un elenco de escritores americanos (Rulfo, Cortázar, Borges, Carpentier), quizá de una forma injusta por unificar a Hispanoamérica como una sola región cultural pero beneficiándose a la postre de la aportación transatlántica. Porque ante todo Cien años de soledad, a través de un dominio del lenguaje sobrenatural, diferente, inalcanzable para un español, me enseñó otra de las verdades de Perogrullo: la constatación de que la riqueza de la lengua castellana pasaba por Hispanoamérica, en todas sus variantes regionales y nacionales, y prácticamente la asunción de que en ella descansa su principal promesa de futuro. La distancia no es olvido.   Guadalupe Beatriz AldacoPublicado en revista Replicante no. 18.En lecturas y relecturas recientes de obras y críticas de obras de Gabriel García Márquez me he topado con tres versiones casi idénticas de un artículo de Roberto González Echevarría: una titulada “Cuarenta años después. Cien años de soledad”, en Primera Revista Latinoamericana de Libros (vol. 1, núm. 2, junio-julio 2008, www.revistaprl.com/review.php?article=20&edition=1-2); una más publicada en Otro lunes. Revista Hispanoamericana de Cultura (año 2, núm. 4, septiembre 2008, www.otrolunes.com/html/este-lunes/este-lunes-n04-a01-p01-2008.html) con el título de “Cien años de soledad cuarenta años después”, y otra incluida en la edición impresa de la revista Letras Libres de septiembre de 2008 (núm. 117), intitulada: “Cuatro décadas de Cien años de soledad”.La primera incluye algunos párrafos que no están presentes en las otras dos (éstas son prácticamente iguales), en la que el autor señala los que para él son errores e inconsistencias de la edición conmemorativa de Cien años editada en 2007 (Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española), y además hace severas observaciones sobre los ensayos críticos que anteceden a la novela en esa edición: califica de anecdóticos los de Carlos Fuentes y Álvaro Mutis, de contener ideas trilladas al de Vargas Llosa y de revelar una “supina ignorancia”, por lo menos en lo que respecta a la bibliografía, al de Gonzalo Celorio. Acusa a la edición de ofrecer “pocas garantías académicas” y aprovecha para lanzar el trillado reproche a García Márquez sobre su amistad con Fidel Castro y otros hombres de poder. Muchas de esas observaciones son certeras, como las que anota sobre la nota liminar de la edición:También se dice, con hueca retórica paternalista y desde el nadir de la ignorancia, que “La creación de García Márquez integra los registros de la mejor tradición literaria oral y escrita, en la que, en efecto, resuenan algunas voces, ya hispanizadas, que proceden del arahuaco, del náhuatl, del quechua o de otros dialectos caribes, y que, amalgamadas con las viejas palabras castellanas, enriquecen el español universal” (IX-X). ¿El arahuaco, el náhuatl y el quechua dialectos caribes? ¿Son viejas todas las palabras castellanas?Entre la primera y las otras dos versiones hay modificaciones sintácticas del tipo “Cien años de soledad, un prisma que refracta todos esos textos históricos y literarios anteriores” por “Cien años de soledad es como un prisma que refracta todos esos textos anteriores”; “Lo que me tocó presenciar en las próximas décadas fue la instauración de un clásico” por “Lo que me tocó vivir en las próximas décadas fue la creación de un clásico”, construcción de frases sinónimas para, quizás, validar como inédita la versión publicada por la revista mexicana.Pero el señalamiento sobre la versión trilliza no tiene por objeto descalificarla (mientras más oportunidades tenga un texto de circular, mejor), sino poner en evidencia que el artículo fue revisado varias veces por el autor, de modo que lo que aquí criticamos corresponde a un criterio suyo bien afianzado.He calificado al texto de esquizofrénico por el desdoblamiento autoral evidente y fuertemente contrastante entre una bien delimitada primera parte, casi la totalidad del ensayo, en la que se dimensiona y ensalza la obra del escritor colombiano, y la última, en la que se formulan fuertes “reparos” a la novela. Después de ahondar en el sentido profundo y trascendente de ésta, de evaluar su fuerte y positivo impacto en la historia, la cultura y la literatura latinoamericanas, de casi revelar los intersticios de su lenguaje y de su lógica interna, el escritor decide ceder la pluma a una especie de doble nada riguroso, ignorante y caprichoso. Pareciera que tantos años de “explicar Cien años de soledad en cursos universitarios en Yale” hubieran provocado un mareo perceptivo al docente y hubiera creado otro “yo” que se burla del original.No es que la espléndida (y no espléndida precisamente porque sea favorable a la obra, sino por sus virtudes analíticas) primera parte implique la improcedencia de reparos a la novela, el problema es la naturaleza de éstos, más cercanos al capricho y al absurdo que al cuerdo análisis (el contrario-esquizofrénico). Así, confiesa que “superada la emoción de sus primeros encuentros” con el texto (¿lo enseñado en Yale habrá sido todo producto de esa emoción?) se ha formulado algunos reparos sobre ella. Pero de anunciar simples reparos salta a señalar defectos, como ¡el propio título de la obra!, que, le parece, ostenta “algo de sentimentalismo barato que oscila entre lo sublime y lo prosaico”, una afirmación desafortunada y visceral. Me pregunto, siguiéndolo a él, por cuáles títulos podrían cambiarse La Divina Comedia, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Crimen y castigo, El corazón de las tinieblas, La familia de Pascual Duarte, El señor presidente, Pedro Páramo (¿por qué no se habrá llamado “Comala”?), La casa verde... Por lo regular la maestría de una obra literaria incluye al título en tanto éste, lejos de ser un elemento arbitrario, la abraza, de alguna manera la condensa, a través de él se perfila la gran intención estética del autor. En el caso de Cien años el título (hasta es ocioso repetirlo) es una gran metáfora, cuyas connotaciones tienen poderosas resonancias a lo largo de la lectura. Pero lo peor es la burla: “¡Ah, pobres macondinos, condenados nada menos que a cien años de soledad!”Hay que detenerse en el siguiente párrafo:Además, lo de la soledad no se sostiene, suena falso, cuando se le atribuye a personajes que no parecen sufrirla, y parece demasiado obviamente derivado del existencialismo prevaleciente en la década de 1950 y de Octavio Paz. Creo que hay aislamiento, pero no soledad en Macondo, que es una sociedad unida, solidaria, en que los personajes llevan una vida social plena. Pienso que la novela debió haberse intitulado Macondo, nombre resonante, raro, de oscura etimología y que, aun sin ser el título, ha pasado al vocabulario común mucho más que el impronunciable condado de Faulkner.La soledad es precisamente lo que sostiene a la novela. No sólo se le atribuye a los personajes sino a la atmósfera total de la obra, lo cual vuelve más consistente el título. ¿Que los personajes no parecen sufrirla? ¿Quiénes? ¿José Arcadio Buendía amarrado al “castaño solitario”? ¿El coronel Aureliano Buendía que un día “rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad”? ¿Amaranta que bordaba de día y desbordaba de noche, no para derrotar “la soledad, sino todo lo contrario, para sustentarla”? ¿Rebeca, encerrada por años en un caserón decrépito con su “rostro agrietado por la aridez de la soledad”? ¿Santa Sofía de la Piedad, que “consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos”? ¿Los hijos de Aureliano Buendía, “todos con un aire de soledad que no permitía poner en duda el parentesco”? No sé qué novela leyó el Echevarría de ese párrafo, yo leí Cien años de soledad.Al crítico “lo de la soledad” le parece “demasiado obviamente derivado del existencialismo prevaleciente en la década de 1950 y de Octavio Paz” (sic). Dejando de lado la cacofonía y la desafortunada construcción sintáctica de la primera parte de la cita, ¿se refiere a que la novela garciamarqueana se llama así por la influencia del título del texto paceano (El laberinto de la soledad), o por la influencia de todo Octavio Paz? ¿Cree realmente que el título y la presencia de la soledad en la obra es un derivado del existencialismo? En todo caso, si esas influencias existen (que tratándose de influencias podemos llegar hasta la Ilíada) no son obvias. La soledad de Cien años es una soledad muy distinta a la concebida por el existencialismo. Es una soledad con nombre de pueblo, nación y continente, una soledad encarnada (que no por ello deja de ser un sentimiento de atribución universal). Argumentos para diferenciarlas sobran y el juego al que esto daría lugar vuelve a parecer ocioso. (Por cierto, ¿se habrá inspirado Paul Auster en Cien años para titular La invención de la soledad?). Afirma después, argumentando contra la existencia de soledad en la novela, que Macondo es una “sociedad unida, solidaria, en que los personajes llevan una vida social plena”, cuando el pueblo es todo menos ese paraíso. Incluso en escenas de aparente plena euforia, los personajes siguen estando solos. En la trama garciamarqueana existe el síndrome manía-melancolía, así lo ejemplifica “la amarga soledad de las parrandas” de Aureliano Segundo.Y dice luego el doble de Echevarría que los personajes le parecen débiles pues “no manifiestan una dimensión trágica como los de Faulkner”, como si todas las formas de crear una dimensión trágica tuvieran que ser como la faulkneriana: ¿no es trágico el destino de José Arcadio Buendía, del coronel, de Amaranta, de Rebeca, del último de los Buendía, del fin de la estirpe, del mismo pueblo? Precisamente algunas de las características que hacen de la novela una obra maestra, como la repetición, circularidad e inexorabilidad de las acciones, que García Márquez elabora con una coherencia interna y una minuciosidad casi matemática, son las que el crítico desestima. Y es tan vacua su manera de entender la función de los superlativos y la hipérbole que las evalúa como simples componentes de la “vertiente cómica de la novela”.A pesar de su disculpa de que los suyos son “reparos honestos que hago sin negar mi admiración por la obra”, remata con lo que quizás había querido decir desde el principio, que “García Márquez no es ningún Faulkner ni mucho menos un Cervantes”.Sobre su “pensamiento” de que Cien años de soledad debió haberse intitulado Macondo, me atrevo a decir que de haberse llamado así o de otro modo habríamos leído otra novela.E-mail: aldacoe@gmail.comfd • Enlaces relacionados · Más sobre Cultura y Arte· Noticias de Roger56Historia más leída en Cultura y Arte:Historia de Nuestras Banderas Una crítica esquizofrénica sobre Cien años de soledad  LAS HIPÉRBOLES EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD,DE G. GARCÍA MÁRQUEZ Juan José del Rey PovedaUNED-Tenerife e I.E.S. Garoé     Todo lector que lea esta novela se da cuenta enseguida de un recurso estilístico que aparece constantemente: la hipérbole o exageración. En una de las primeras páginas podemos leer de un personaje llamado José Arcadio Buendía que 
conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas
 (76)1. El ser una figura retórica tan recurrente se debe a que el escritor le dio una especial importancia para construir su universo de ficción.Mucho se ha pensado en esta cuestión y se ha llegado a conclusiones como que la hipérbole de García Márquez se debe a la influencia de Rabelais. Sin duda, esto es verdad, pero no toda. El propio autor comentó que 
la influencia de Rabelais no está en lo que escribo yo sino en la realidad latinoamericana, la realidad latinoamericana es totalmente rabelesiana
2. Parece, pues, que este gusto por la hipérbole se debe a razones geográficas y literarias. Por lo que respecta a las literarias, no sólo hay que buscarlas en el escritor francés, sino en los literatos españoles del Barroco, que tanto amaron este recurso, especialmente Quevedo. No vamos a teorizar sobre qué es hipérbole, pero convendría citar algunas definiciones para posteriormente analizarla en algunas páginas del escritor colombiano. En concreto, vamos a fijarnos en tres. Una de ellas por su brevedad y claridad: 
A figure of speech wich contains an exaggeration for emphasis
3. De ella interesan las palabras 
exaggeration
 y 
speech
; sin embargo, esta última no aclara si se trata de discurso oral, escrito o de ambos. En una segunda definición, más completa, leemos que es una 
figura retórica consistente en ofrecer una visión desproporcionada de una realidad, amplificándola o disminuyéndola. La hipérbole se concreta en el uso de términos enfáticos y expresiones exageradas. Este procedimiento es utilizado con frecuencia en el lenguaje coloquial
4. Aquí vemos que incluye el discurso oral, cuya importancia es evidente en Cien años de soledad. Por último, una tercera definición insiste en su utilización de la oralidad: 
Figura [...] que consiste en emplear palabras exageradas para expresar una idea que está más allá de los límites de la verosimilitud. Es bastante corriente en el habla cotidiana (ejem.: hace un siglo que no te veía)
5.Partiendo de estas reflexiones teóricas pensamos que la hipérbole es un recurso que procede de la expresión oral6, recurso que recoge nuestro escritor como una herramienta literaria eficaz para narrar y, por tanto, gustar al lector. Este deseo ya fue notado por críticos como L. A. Sánchez, que escribió: 
García Márquez se refocila narrando
7. En nuestros días, E. Camacho señala que el éxito de la novela está en que 
recuperaría [...] los derechos de la fantasía, de la imaginación no atada a un realismo cartesiano, científicoide, naturalista, etc. [...] la novela más conocida del escritor de Aracataca llevó a cabo una amplificación de la realidad, de una realidad simbólica, imaginaria, relativamente desconocida
8. Es claro que nuestro autor renovó la literatura a través de uno de sus posibles componentes, la fantasía, pero también de otros recursos lingüísticos como la hipérbole. Por otra parte, se trataba de romper el realismo decimonónico, que seguía imperando en el quehacer literario y, más que destruirlo, el objetivo era combinarlo con lo extraordinario, de cuya mezcla saldría una fórmula literaria muy rica que satisfaría a un lector diferente al tradicional de relatos absolutamente realistas. Ya hace tiempo que los estudiosos de García Márquez reflexionaron sobre esta fórmula. Así, uno de ellos escribió que para nuestro escritor 
lo mágico puede transformarse en lo real con la misma facilidad que lo real en lo mágico. [...] No hay un lugar que sea más real, o más mágico, que otro, porque todo puede intercambiarse y todo es parte de la misma <,[object Object]
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CríTica De NicoláS Suescuncien AñOs

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