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El árbol
Un árbol como tantos otros, en la falda de la montaña, bien arriba. Pero no
igual. Desde que era una bellota ya se le notaba algo peculiar, raro. Luego fue a
más. Pequeñas excentricidades, caprichos, fantasías. Se empeñaba en cosas no
muy ortodoxas. Pero normalmente era bastante inofensivo, para ser un árbol. Pero
un año se empeñó en definir mejor las nervaduras de las hojas. ¡Definir mejor las
nervaduras de las hojas! ¡Qué cosa! Nadie pareció darle importancia. Pero esa
primavera, y también el verano, estuvo distraído, concentrado, y las bellotas no le
salieron muy hermosas. Pero a él le dio igual, y nadie notó mucha mejora en las
hojas. Las hojas son como son, le decían.
Durante el invierno durmió poco, buscando la manera de mejorar el diseño, y
al llegar la primavera ya tenía un plan bien avanzado. Mejoró su concentración y
fue muy selectivo en la selección de minerales, hizo trabajar mucho a sus raíces y
dio con alguna innovación en el desarrollo de los brotes de las hojas. Ese año ya se
notaba algo peculiar en las hojas. Una cierta elegancia en el dibujo. Pero el color
resultó desigual, y además nadie reparó en ello. De lo que sí se dio cuenta todo el
mundo fue del tamaño diminuto de sus bellotas, y fue muy criticado por ello. Se
sintió un poco avergonzado y un poco fastidiado, ¡Nadie reparaba en el gran
esfuerzo que había hecho, en el hermoso dibujo de sus hojas!
Al año siguiente durmió aún menos, y pensó que si conseguía mejorar el
color todo el mundo repararía en sus hermosos dibujos, y a nadie le importarían
las malditas bellotas. Trabajó muy duro, y esta vez sí que se notaron los dibujos de
las hojas, y mejoró el color, mucho más uniforme. Incluso le pareció un color
mejorado, más claro y profundo. Pero no dio bellotas, ni siquiera pequeñas. Esto
fue un escándalo tremendo. Se le negó el respeto. Se le humilló. Se le postergó. Y
nadie reparó en el color y diseño de sus hojas.
Ese invierno no durmió nada. Trabajó con lo aprendido y también se
preocupó de fabricar bellotas. Al llegar el verano había conseguido igualar el color
y diseño de sus hojas, y fabricó unas bellotas aceptables, pocas, es verdad, pero
bastante normales. Y el dibujo de las hojas era ahora realmente bello. Intrincado y
misterioso, parecía querer transmitir un mensaje. Sin embargo, seguía siendo
considerado bastante raro, se le criticaba y se le negaba el respeto. Era
considerado demasiado peculiar para ser respetable. Además el suelo a su
alrededor empezaba a erosionarse, incluso se veía más la gran roca que tenía al
lado, estaba un poco más desenterrada, y le riñeron por ello. Le preguntaban si
estaba cuidando sus raíces. Él contestaba que desde luego que sí, muy fastidiado
y algo avergonzado, pues la verdad es que sí que las estaba descuidando.
De nuevo pasó el invierno inquieto, se preguntaba qué hacer para que su
trabajo fuera reconocido. Y se le ocurrió que podía hacer crecer mucho algunas
ramas, bien juntas, para que el dibujo de sus hojas se viera mejor. Se concentró en
unas pocas ramas, que hizo crecer bien alto, pero al hacerlo así el resto de las
hojas y ramas del árbol quedó mal alimentado, y algunas ramas se le secaron y
rompieron, y el conjunto se veía raro. Y de nuevo se quedó sin bellotas. Ahora se le
criticaba ya a todas horas, se le sometió al escarnio público y fue duramente
amonestado. Se le despreciaba y rechazaba abiertamente.
Sin embargo, los árboles que estaban más alejados no podían ver mucho de
sus ramas rotas y secas, en la parte baja del árbol, y sí que veían las largas ramas
de la copa, con sus hojas grandes de colores profundos y singulares dibujos.
Empezó a tener admiradores entre los árboles más alejados. Y algunos
comentarios favorables llegaron a los oídos del árbol, que sitió un arrebato de
esperanza.
Ese invierno sintió que el éxito estaba cerca. Y redobló sus esfuerzos por
darse a conocer. Hizo crecer mucho más sus ramas centrales. Descuidó totalmente
el resto de las ramas y no se preocupó para nada de sus bellotas y raíces. Al llegar
el verano, sus hermosas hojas podían verse muy lejos, y ya era tanta su fama que
muchos árboles no se atrevieron a criticarlo tan abiertamente, aunque
murmuraban de él y había cierta alarma, pues la gran roca se veía ahora mucho
más descubierta, cerca del árbol. Pero este les aseguró que el próximo invierno
extendería mejor las raíces, ahora que ya había triunfado.
El siguiente invierno empezó inusitadamente pronto, y con grandes
temporales de lluvia y viento. El suelo se reblandeció rápidamente, y el viento
azotaba las altas ramas del árbol, con sus grandes y hermosas hojas. Una noche,
el viento empujó con gran fuerza las altas ramas, y el tronco, mal asentado en las
descuidadas raíces, cedió, empezando a desarraigarse del suelo. El árbol sintió a la
muerte en un momento de aterrado desconcierto, sus raíces arrancándose del
suelo, el mundo inclinándose violentamente, con el viento empujándolo
despiadadamente, y entonces un espantoso dolor lo recorrió de parte a parte,
mientras escuchaba el más espantoso crujido que había oído jamás: sus altas
ramas, tan juntas y entrelazadas de grandes y hermosas hojas, que lo estaban
arrancando del suelo actuando como una vela al viento, acababan de romperse
por la base. Cayeron en un lamento de crujidos y muerte, resbalaron un poco
montaña abajo y quedaron inmóviles, aún sujetas al árbol por jirones de
destrozada madera y corteza. Esto salvo al árbol, que gracias a las rotura no se
desarraigó del todo, y que quedó sujeto por lo que quedaba de raíces y por las
ramas rotas. Transido de dolor miró sus ramas rotas, su tronco mutilado, viendo el
mundo desde el extraño ángulo en que había quedado inclinado a un lado y hacia
abajo. Apenas se había recuperado un poco, pensó con pavor que se estaba
viendo arrancado del todo, pues sintió que el mundo volvía a moverse. Pero esta
vez no era él, sino la roca, que al quedar sin la base de las raíces del árbol estaba
empezando a resbalar hacia abajo.
Lo vio todo con fascinado y culpable horror, la roca resbalando, parando un
momento y volviendo a resbalar. Y de pronto, aceleradamente, la gran roca se
precipitó ladera abajo, rodando y rompiendo todo a su paso, hasta quedar varada
en un remonte, apoyada en un árbol centenario que dejó seriamente dañado.
Y de nuevo todo quedó quieto otra vez, el aire impregnado del olor de la
madera desgajada, la ladera herida con un feo surco de tierra desplazada, los
troncos de varios árboles jóvenes arrastrados por la gran masa de la roca.
El árbol, desesperado, sintiendo el frío desolado de la muerte en sus raíces
descubiertas, empezó inmediatamente el lento trabajo que habría de unirlo de
nuevo a la tierra: extender sus raíces, afianzar su precaria posición.
Trabajó todo el invierno en silencio. Sintiéndose avergonzado y culpable.
Desde su posición, veía a sus pies el paisaje desolado que había dejado la roca en
su caída, el dolor que había provocado su descuido. No pensó. No podía. Solo
trabajó y trabajó, haciendo todo lo que tendría que haber hecho para afianzar la
tierra. Trabajó sin descanso y lo hizo bien. En silencio. Ignorando a todos. Sin
atreverse a mirar ni a hablar.
Cuando llegó la primavera, su entramado de raíces estaba ya consolidado.
Pero él no descansó. Siguió extendiendo sus raíces más lejos, más profundamente,
abrazando cada piedra, fijando el suelo desesperadamente, tenazmente.
Esa primavera, avergonzado, no creció. No hizo crecer ninguna rama,
ninguna hoja. Quería morir. Las ramas que tan cuidadosamente había desarrollado,
y luego se habían roto, terminaron por secarse en el verano, y cayeron a sus pies.
Y él quedó allí, extrañamente torcido en la falda de la montaña, expuesta su
vergüenza por su llamativa inclinación. Aunque procuraba no escuchar, podía
sentir las oleadas de odio y rechazo a su alrededor. Él mismo se odiaba y
rechazaba.
Ese invierno sí que durmió. Sólo despertaba para cuidar las raíces que
trabajaba obsesivamente. Como temía olvidar algo, repasaba una y otra vez cada
trabajo, muchas más veces de lo necesario. El resto del tiempo, dormía, y ansiaba
no despertar.
Siguió durmiendo al llegar la primavera, un feo tronco inclinado y
desgarbado, polvoriento. Sin una sola hoja. Sin esperanza. Pero vivo.
Durmió todo el verano de un tirón, sin nada que hacer. Al menos así no
sentía nada.
Durmió el invierno, despertando tan sólo para cuidar sus raíces. El suelo a su
alrededor estaba ya tan fijado, que ni los topos escarbaban alrededor, de tan
molesto como resultaba tanta raíz y tan persistente.
Al llegar la primavera las críticas empezaron por su desaliño. Pasado este
tiempo los demás árboles esperaban que se portara con normalidad, y extendiera
ramas normales con hojas normales, que taparan un poco su desagradable y
anómala inclinación. Pero el árbol no buscaba ya respeto ni admiración. Ni tan
siquiera aprobación. No esperaba nada, porque no esperaba nada de sí mismo.
Pero la vida es muy insistente, sobre todo cuando uno ha extendido la más
poderosa red de raíces que se hubiera visto nunca. Así que dormido y todo, su
tronco extendió algunas ramas titubeantes y algo descontroladas, con brillantes
hojas aquí y allá. Cuando despertaba, le molestaba mucho ver que le habían
crecido ramas y hojas, las sentía moverse con el viento, y le cosquilleaba la
fotosíntesis todo el rato. Un persistente mal humor se alternaba ahora con el
remordimiento y la desesperación.
Ese invierno ya no pudo dormir más, ya que llevaba durmiendo mucho más
tiempo de lo normal. Y estando despierto no podía evitar pensar. Y todo el tiempo
daba vueltas en círculos: tenía que hacer lo que se esperaba de él; tenía que hacer
lo necesario para no provocar más daño; no podía dejar de estar alerta para no
hacer lo que deseaba hacer; si hacía lo que deseaba y ansiaba, terminaría
haciendo daño; pero hacer lo normal era mortalmente aburrido; no tenía derecho a
sentirse aburrido después del daño que había hecho; tenía que hacer lo que se
esperaba de él.
De vez en cuando conseguía dormitar unos cuantos días. Pero un día, bien
temprano, sintió unas violentas sacudidas. Un oso se estaba rascando con su
tronco. Se ve que la extraña inclinación de su tronco le venía bien, pues se quedó
allí un buen rato, rascándose, y luego se echó a dormir a su sombra, en el lado en
el que el tronco se inclinaba hacia el suelo. Y a los pocos días volvió, y esta vez
tuvo el atrevimiento de afilarse las uñas en su tronco. Como el árbol no se cuidaba
en absoluto, este rascado tuvo un efecto muy beneficioso, arrancando grandes
trozos de corteza muerta, telarañas y moho. Y luego se quedó a dormir. Al oso
pareció gustarle el árbol, pues el rascado se convirtió en una costumbre, y terminó
haciendo del árbol el centro de su territorio, como bien supo el árbol por la
cantidad de orina y heces que dejó en su zona, y que la lluvia hacía llegar hasta
sus raíces. El árbol estaba fastidiadísimo. Es notablemente difícil vivir la propia
tragedia de la vida cuando un oso te interrumpe continuamente con rascado,
afilado de uñas y retumbantes ronquidos. Por no hablar de lo bien que parecían
sentarle a sus raíces todo lo que el oso soltaba, lo que ya era el colmo. Con tanta
interrupción ya no se sentía capaz de estar genuinamente apenado. El tiempo
había pasado, y todo se había casi olvidado a su alrededor. Pero él no olvidaba, y si
bien no sentía ya tanta pena, sí que tenía miedo. Miedo de sí mismo. Mucho
miedo.
Y la vida seguía abriéndose paso. El invierno transcurría tranquilamente, y el
árbol sentía cada vez más ansiedad por la primavera que sabía que acabaría
llegando. Pero había decidido no vivir, y cumpliría su propósito. Así que trabajaba
en sus raíces, dormitaba, se despertaba enfadado con las frecuentes visitas del
oso, y se revolcaba un poco en su remordimiento desesperanzado. Y sin darse
cuenta se acomodó a esta rutina. Llegó a conocer un poco al oso. Llegó a
esperarlo. Se veía que era un animal poderoso, maduro, con la piel surcada por
profundas cicatrices. Un poco como él mismo. Llegada la primavera, consiguió
seguir dormitando sin ocuparse de nada, y la única sensación de éxito que lo
acompañó fue la de conseguir no ayudar a la vida. Dormitar, protestar y temer.
Y de nuevo llegó el invierno. Y pasó casi por completo.
Y un día, cerca ya la primavera, de nuevo sintió la sacudida del oso,
sacándolo de su estupor. Ya iba a empezar a maldecir, cuando al mirar, lo que vio
lo dejó paralizado. Un largo camino rojo se apartaba del árbol, sangre abundante
sobre la nieve tardía, todo alrededor. Y el oso jadeaba roncamente, su pesado
cuerpo apoyado en el árbol, la sangre chorreando por el tronco. Temblaba, herido
de muerte. El árbol sabía que pronto el oso se tumbaría, a sus pies, y moriría poco
a poco. Pero no fue así. El oso siguió sobre sus cuatro patas, apoyado en el árbol,
temblando. Durante largo rato. El árbol miraba, atónito y asombrado. Al cabo del
tiempo, el oso se irguió sobre sus dos patas, miró al sol que empezaba a despuntar
y rugió, desafiante, potente, hermoso. Y cayó desplomado, muerto.
El árbol quedó desolado. Desconcertado. Aturdido. De nuevo la destrucción.
De nuevo la muerte. Así que renegó aún más fuerte de la vida. Pero ya sin enfado,
sólo quedó la desesperanza.
Dormitó esa primavera, ese verano, ese otoño. Y llegado el invierno ya no
pudo dormir más. Despertó: -Mi vida al revés, como siempre. Pero ya no pensaba.
Sólo miraba y escuchaba, atónito aún, ajeno a todo. Vacío.
Y un día cerca ya la primavera, todo encajó de repente. Serían las estrellas, o
el tiempo vivido, o el recuerdo del oso, que supo lo que tenía que hacer. Supo que
tenía que aceptar. Aceptar el dolor, y los errores, y el desprecio, y el miedo, y el
daño. Y a sí mismo. Aceptar su destino.
Más allá del dolor y del miedo. Más allá de la esperanza y el deseo. Por la
pura alegría de ser él mismo, clavó con fuerza sus raíces en la tierra, y empujó una
rama con fuerza, allá en lo alto de su tronco, mientras los demás aún dormían. Y
no le importó que la nieve y el viento quemaran su brote. El siguió empujando, día
tras día, haciendo una rama nueva y fuerte, alto muy alto, con hojas nuevas de
hermoso diseño, de profundo color. Empujaba con la lenta y poderosa
determinación de los árboles y pensaba: ¡Ruge hermosa rama!
¡Ruge!
Raúl Soria Ortiz
Sevilla, 10 de Marzo de 2012

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  • 2. Ese invierno sintió que el éxito estaba cerca. Y redobló sus esfuerzos por darse a conocer. Hizo crecer mucho más sus ramas centrales. Descuidó totalmente el resto de las ramas y no se preocupó para nada de sus bellotas y raíces. Al llegar el verano, sus hermosas hojas podían verse muy lejos, y ya era tanta su fama que muchos árboles no se atrevieron a criticarlo tan abiertamente, aunque murmuraban de él y había cierta alarma, pues la gran roca se veía ahora mucho más descubierta, cerca del árbol. Pero este les aseguró que el próximo invierno extendería mejor las raíces, ahora que ya había triunfado. El siguiente invierno empezó inusitadamente pronto, y con grandes temporales de lluvia y viento. El suelo se reblandeció rápidamente, y el viento azotaba las altas ramas del árbol, con sus grandes y hermosas hojas. Una noche, el viento empujó con gran fuerza las altas ramas, y el tronco, mal asentado en las descuidadas raíces, cedió, empezando a desarraigarse del suelo. El árbol sintió a la muerte en un momento de aterrado desconcierto, sus raíces arrancándose del suelo, el mundo inclinándose violentamente, con el viento empujándolo despiadadamente, y entonces un espantoso dolor lo recorrió de parte a parte, mientras escuchaba el más espantoso crujido que había oído jamás: sus altas ramas, tan juntas y entrelazadas de grandes y hermosas hojas, que lo estaban arrancando del suelo actuando como una vela al viento, acababan de romperse por la base. Cayeron en un lamento de crujidos y muerte, resbalaron un poco montaña abajo y quedaron inmóviles, aún sujetas al árbol por jirones de destrozada madera y corteza. Esto salvo al árbol, que gracias a las rotura no se desarraigó del todo, y que quedó sujeto por lo que quedaba de raíces y por las ramas rotas. Transido de dolor miró sus ramas rotas, su tronco mutilado, viendo el mundo desde el extraño ángulo en que había quedado inclinado a un lado y hacia abajo. Apenas se había recuperado un poco, pensó con pavor que se estaba viendo arrancado del todo, pues sintió que el mundo volvía a moverse. Pero esta vez no era él, sino la roca, que al quedar sin la base de las raíces del árbol estaba empezando a resbalar hacia abajo. Lo vio todo con fascinado y culpable horror, la roca resbalando, parando un momento y volviendo a resbalar. Y de pronto, aceleradamente, la gran roca se precipitó ladera abajo, rodando y rompiendo todo a su paso, hasta quedar varada en un remonte, apoyada en un árbol centenario que dejó seriamente dañado. Y de nuevo todo quedó quieto otra vez, el aire impregnado del olor de la madera desgajada, la ladera herida con un feo surco de tierra desplazada, los troncos de varios árboles jóvenes arrastrados por la gran masa de la roca. El árbol, desesperado, sintiendo el frío desolado de la muerte en sus raíces descubiertas, empezó inmediatamente el lento trabajo que habría de unirlo de nuevo a la tierra: extender sus raíces, afianzar su precaria posición. Trabajó todo el invierno en silencio. Sintiéndose avergonzado y culpable. Desde su posición, veía a sus pies el paisaje desolado que había dejado la roca en su caída, el dolor que había provocado su descuido. No pensó. No podía. Solo trabajó y trabajó, haciendo todo lo que tendría que haber hecho para afianzar la tierra. Trabajó sin descanso y lo hizo bien. En silencio. Ignorando a todos. Sin atreverse a mirar ni a hablar. Cuando llegó la primavera, su entramado de raíces estaba ya consolidado. Pero él no descansó. Siguió extendiendo sus raíces más lejos, más profundamente, abrazando cada piedra, fijando el suelo desesperadamente, tenazmente. Esa primavera, avergonzado, no creció. No hizo crecer ninguna rama, ninguna hoja. Quería morir. Las ramas que tan cuidadosamente había desarrollado, y luego se habían roto, terminaron por secarse en el verano, y cayeron a sus pies. Y él quedó allí, extrañamente torcido en la falda de la montaña, expuesta su vergüenza por su llamativa inclinación. Aunque procuraba no escuchar, podía
  • 3. sentir las oleadas de odio y rechazo a su alrededor. Él mismo se odiaba y rechazaba. Ese invierno sí que durmió. Sólo despertaba para cuidar las raíces que trabajaba obsesivamente. Como temía olvidar algo, repasaba una y otra vez cada trabajo, muchas más veces de lo necesario. El resto del tiempo, dormía, y ansiaba no despertar. Siguió durmiendo al llegar la primavera, un feo tronco inclinado y desgarbado, polvoriento. Sin una sola hoja. Sin esperanza. Pero vivo. Durmió todo el verano de un tirón, sin nada que hacer. Al menos así no sentía nada. Durmió el invierno, despertando tan sólo para cuidar sus raíces. El suelo a su alrededor estaba ya tan fijado, que ni los topos escarbaban alrededor, de tan molesto como resultaba tanta raíz y tan persistente. Al llegar la primavera las críticas empezaron por su desaliño. Pasado este tiempo los demás árboles esperaban que se portara con normalidad, y extendiera ramas normales con hojas normales, que taparan un poco su desagradable y anómala inclinación. Pero el árbol no buscaba ya respeto ni admiración. Ni tan siquiera aprobación. No esperaba nada, porque no esperaba nada de sí mismo. Pero la vida es muy insistente, sobre todo cuando uno ha extendido la más poderosa red de raíces que se hubiera visto nunca. Así que dormido y todo, su tronco extendió algunas ramas titubeantes y algo descontroladas, con brillantes hojas aquí y allá. Cuando despertaba, le molestaba mucho ver que le habían crecido ramas y hojas, las sentía moverse con el viento, y le cosquilleaba la fotosíntesis todo el rato. Un persistente mal humor se alternaba ahora con el remordimiento y la desesperación. Ese invierno ya no pudo dormir más, ya que llevaba durmiendo mucho más tiempo de lo normal. Y estando despierto no podía evitar pensar. Y todo el tiempo daba vueltas en círculos: tenía que hacer lo que se esperaba de él; tenía que hacer lo necesario para no provocar más daño; no podía dejar de estar alerta para no hacer lo que deseaba hacer; si hacía lo que deseaba y ansiaba, terminaría haciendo daño; pero hacer lo normal era mortalmente aburrido; no tenía derecho a sentirse aburrido después del daño que había hecho; tenía que hacer lo que se esperaba de él. De vez en cuando conseguía dormitar unos cuantos días. Pero un día, bien temprano, sintió unas violentas sacudidas. Un oso se estaba rascando con su tronco. Se ve que la extraña inclinación de su tronco le venía bien, pues se quedó allí un buen rato, rascándose, y luego se echó a dormir a su sombra, en el lado en el que el tronco se inclinaba hacia el suelo. Y a los pocos días volvió, y esta vez tuvo el atrevimiento de afilarse las uñas en su tronco. Como el árbol no se cuidaba en absoluto, este rascado tuvo un efecto muy beneficioso, arrancando grandes trozos de corteza muerta, telarañas y moho. Y luego se quedó a dormir. Al oso pareció gustarle el árbol, pues el rascado se convirtió en una costumbre, y terminó haciendo del árbol el centro de su territorio, como bien supo el árbol por la cantidad de orina y heces que dejó en su zona, y que la lluvia hacía llegar hasta sus raíces. El árbol estaba fastidiadísimo. Es notablemente difícil vivir la propia tragedia de la vida cuando un oso te interrumpe continuamente con rascado, afilado de uñas y retumbantes ronquidos. Por no hablar de lo bien que parecían sentarle a sus raíces todo lo que el oso soltaba, lo que ya era el colmo. Con tanta interrupción ya no se sentía capaz de estar genuinamente apenado. El tiempo había pasado, y todo se había casi olvidado a su alrededor. Pero él no olvidaba, y si bien no sentía ya tanta pena, sí que tenía miedo. Miedo de sí mismo. Mucho miedo.
  • 4. Y la vida seguía abriéndose paso. El invierno transcurría tranquilamente, y el árbol sentía cada vez más ansiedad por la primavera que sabía que acabaría llegando. Pero había decidido no vivir, y cumpliría su propósito. Así que trabajaba en sus raíces, dormitaba, se despertaba enfadado con las frecuentes visitas del oso, y se revolcaba un poco en su remordimiento desesperanzado. Y sin darse cuenta se acomodó a esta rutina. Llegó a conocer un poco al oso. Llegó a esperarlo. Se veía que era un animal poderoso, maduro, con la piel surcada por profundas cicatrices. Un poco como él mismo. Llegada la primavera, consiguió seguir dormitando sin ocuparse de nada, y la única sensación de éxito que lo acompañó fue la de conseguir no ayudar a la vida. Dormitar, protestar y temer. Y de nuevo llegó el invierno. Y pasó casi por completo. Y un día, cerca ya la primavera, de nuevo sintió la sacudida del oso, sacándolo de su estupor. Ya iba a empezar a maldecir, cuando al mirar, lo que vio lo dejó paralizado. Un largo camino rojo se apartaba del árbol, sangre abundante sobre la nieve tardía, todo alrededor. Y el oso jadeaba roncamente, su pesado cuerpo apoyado en el árbol, la sangre chorreando por el tronco. Temblaba, herido de muerte. El árbol sabía que pronto el oso se tumbaría, a sus pies, y moriría poco a poco. Pero no fue así. El oso siguió sobre sus cuatro patas, apoyado en el árbol, temblando. Durante largo rato. El árbol miraba, atónito y asombrado. Al cabo del tiempo, el oso se irguió sobre sus dos patas, miró al sol que empezaba a despuntar y rugió, desafiante, potente, hermoso. Y cayó desplomado, muerto. El árbol quedó desolado. Desconcertado. Aturdido. De nuevo la destrucción. De nuevo la muerte. Así que renegó aún más fuerte de la vida. Pero ya sin enfado, sólo quedó la desesperanza. Dormitó esa primavera, ese verano, ese otoño. Y llegado el invierno ya no pudo dormir más. Despertó: -Mi vida al revés, como siempre. Pero ya no pensaba. Sólo miraba y escuchaba, atónito aún, ajeno a todo. Vacío. Y un día cerca ya la primavera, todo encajó de repente. Serían las estrellas, o el tiempo vivido, o el recuerdo del oso, que supo lo que tenía que hacer. Supo que tenía que aceptar. Aceptar el dolor, y los errores, y el desprecio, y el miedo, y el daño. Y a sí mismo. Aceptar su destino. Más allá del dolor y del miedo. Más allá de la esperanza y el deseo. Por la pura alegría de ser él mismo, clavó con fuerza sus raíces en la tierra, y empujó una rama con fuerza, allá en lo alto de su tronco, mientras los demás aún dormían. Y no le importó que la nieve y el viento quemaran su brote. El siguió empujando, día tras día, haciendo una rama nueva y fuerte, alto muy alto, con hojas nuevas de hermoso diseño, de profundo color. Empujaba con la lenta y poderosa determinación de los árboles y pensaba: ¡Ruge hermosa rama! ¡Ruge! Raúl Soria Ortiz Sevilla, 10 de Marzo de 2012