1. Albert Schweitzer (1875-1965)
Humano de sensibilidad honda. Múltiple. Fue médico, filósofo, pastor protestante, músico.
Curó las dolencias del cuerpo en el Hospital Lambaréné, en Gabon, en el África negra. Su
humanismo militante (y no puramente declamatorio) fue reconocido cuando, en 1952, se le
concedió el Premio Nobel de la Paz. Como músico, recreó a Bach a través de su gran
virtuosismo en la ejecución del órgano. Fue sensible al pensamiento del Oriente y a las
aspiraciones éticas.
2. Teólogo, filósofo, musicólogo y médico misionero alemán, hijo de un pastor protestante.
En 1952 se le otorgó el Premio Nobel de la Paz. Nació en Kaysersberg, Alsacia (hoy
departamento del alto Rin, Francia), el 14 de enero de 1875. Cursó los estudios de
bachillerato en Mulhouse y allí se inició en el órgano bajo la dirección de Eugène Munch.
Estudió luego Filosofía y Teología en las Universidades de Estrasburgo, París y Berlín y
órgano en el Conservatorio con Charles Marie Widor. Doctor en Filosofía en 1899, se
licenció en Teología en 1900. Ese mismo año se ordenó coadjutor de la Iglesia de San
Nicolás en Estrasburgo, de cuyo seminario teológico fue rector un año después. Pronto
destacó por sus opiniones originales que expuso en De Reimarus a Wrede (1905). Como
músico fue un organista famoso y experto en la construcción de órganos. Ya por esta época
se afianzó en él una vocación de servicio que lo llevó a plantearse la necesidad de estudiar
medicina como forma de ayudar a los otros. Su obra de musicología más famosa, Johann
Sebastian Bach, publicada en francés en 1905, se tradujo al alemán en 1908. En ella hace
hincapié en la naturaleza religiosa de la música de Bach y defiende una interpretación
sencilla y directa de su estilo, que más adelante fue aceptada como forma de interpretación
modélica. Schweitzer estableció su reputación como teólogo con La búsqueda del Jesús
histórico (1906), libro en el que interpretó la vida de Jesús a la luz de sus creencias
escatológicas. La tesis es que el cristianismo es, fundamentalmente, una escatología, un
anuncio del advenimiento del Reino de Dios. El principio ético cardinal será el "respeto a la
vida". En otros estudios sobre teología, como La mística del apóstol Pablo (1930), analizó
el Nuevo Testamento desde la perspectiva trascendentalista de sus autores.
En 1913 concluyó sus estudios de medicina y cirugía en la Universidad de Estrasburgo y se
trasladó a Lambaréné, en África ecuatorial francesa (hoy Gabón), como misionero médico,
donde fundó un hospital y atendió a unos 2.000 pacientes tan sólo durante el primer año. De
1917 a 1918, como ciudadano alemán, estuvo confinado en Francia, periodo que aprovechó
para escribir dos volúmenes de un estudio filosófico sobre la civilización, Filosofía de la
civilización (1923), obra que trata del pensamiento ético desde una perspectiva histórica y
en la que sostiene que la civilización moderna está en decadencia debido a su falta de
voluntad para amar. Sugirió que la gente habría de profundizar en una filosofía basada en la
'reverencia por la vida', una sensibilidad que abarcaría todas las formas de existencia. En
1924 regresó a África, donde a pesar de numerosos obstáculos, reconstruyó el hospital y lo
3. equipó para cuidar a miles de africanos, entre ellos unos 300 leprosos. Con frecuencia
visitaba Europa para dar conferencias y recitales de órgano. A instancias de Widor escribió
una importante monografía sobre la naturaleza del arte de Bach. También es autor de El
arte de fabricar órganos en Alemania y Francia. En 1952 recibió el Premio Nobel de la Paz.
Murió el 4 de septiembre de 1965 en Gabón. Entre sus otras obras destacan El reino de
Dios y cristianismo primitivo (1967) y su autobiografía Mi vida y mi pensamiento (1931).
Schweitzer fue un músico, filósofo ético y humanitario de fama mundial. La hondura de su
percepción religiosa respecto al mundo natural y los logros de la humanidad impregnó y
unificó todas sus actividades.
El ojo de Schweitzer descubría con agudeza toda fractura de la dignidad y la plenitud
humanas. Una de los abismos del hombre contemporáneo se manifiesta en la pérdida de la
predisposición al pensar. Pensamiento perdido. Incapacidad para trascender la conversación
rutinaria, la faz más apremiante y cercana de las cosas. Imposibilidad para meditar en la
concepción del universo que burbujea bajo la trama de todos nuestros actos y el torrente de
nuestra conciencia.
La defensa de la fuerza del pensamiento abandonado centellea en este ensayo no
recordado titulado "¿Qué es una concepción del universo?", perteneciente a El camino a ti
mismo, obra publicada originalmente por la mítica revista y editorial Sur. Un texto
olvidado del humanista de Lambaréné, el que vivió en un hospital en la selva, donde el
pensar guió la potencia mutadora de la acción.
EL PENSAMIENTO PERDIDO
Por Albert Schweitzer
Vivimos bajo el signo de la decadencia de nuestra cultura. No es la guerra la que ha
creado esta situación. La guerra en sí no ha sido más que una manifestación de esa
decadencia. Lo que antes existía de espiritual, ha invertido ahora su actividad, y se dedica,
cada vez con mayor encarnizamiento, a obrar contra el espíritu. La acción recíproca entre lo
material
y lo espiritual ha adquirido un carácter que podría llamarse funesto. Frente a las poderosas
cataratas, avanzamos arrastrados por la corriente entre espantosos vórtices y remolinos.
Solamente con los esfuerzos más sobrehumanos lograremos (suponiendo que exista alguna
esperanza de lograrlo) alejar la barca de nuestro destino del brazo peligroso del río adonde
nos hemos dejado arrastrar, para volver nuevamente al curso principal. Nos hemos alejado
de la cultura, porque ninguno de nosotros se preocupaba de pensar seriamente en la cultura.
Ahora todos pueden comprobar que el proceso de aniquilación de la cultura se encuentra en
pleno auge. Ni siquiera lo que de ella queda todavía en pie, tiene muchas esperanzas de
sobrevivir; se mantiene en pie solamente porque no fue derribado por los embates terribles
que arrasaron con lo demás. Pero el material de sus cimientos no es más que pedregullo
suelto, como lo era todo el resto. El próximo terremoto puede llevárselo.
Lo decisivo fue que la filosofía renunciara a cumplir con sus obligaciones. Se convirtió
en una ciencia que estudiaba los datos de las ciencias naturales y las ciencias históricas,
4. ordenándolos como material para una Filosofía futura, y manteniendo en consecuencia una
actividad erudita en todos los campos del saber. Al mismo tiempo, se dejaba absorber cada
vez más por el interés en su propio pasado. La filosofía se convirtió casi en una historia de
la filosofía. El espíritu creador la había abandonado. Surgió así una filosofía de donde el
pensamiento se encontraba ausente. Consideraba atentamente los resultados de las diversas
ciencias, los sopesaba y estudiaba, pero no se interesaba más en el pensamiento elemental.
En las escuelas y en las universidades, desempeñaba todavía un papel; pero ya no tenía
nada que decir al mundo.
En última instancia, la filosofía debe ser guía vigilante del sentido común. Su deber
habría sido explicar al mundo que los ideales éticos del sentido común ya no se ordenaban
como antes en una concepción del universo total; sino que ahora, hasta nueva orden, debían
sostenerse por sí mismos, solos, e imponerse al mundo por su propia fuerza.
La capacidad que posee una persona de ser un portador de cultura, es decir, de
comprender la cultura y obrar para ella, depende de su capacidad de ser al mismo tiempo un
pensador y un ser libre. La libertad material y espiritual se encuentran íntimamente unidas.
La cultura presupone libertad. Solamente puede ser concebida y realizada por una mente
libre. Pero el hombre moderno ha perdido tanto la libertad como la capacidad de
pensamiento.
A esta pérdida de libertad se suma el exceso de tensión. Desde hace dos o tres
generaciones, una enorme cantidad de individuos han cesado de vivir como personas; sólo
viven como trabajadores. Nada de lo que pueda decirse en términos generales sobre el
significado espiritual y social del trabajo, vale ya para ellos. El exceso con que por regla
general el hombre moderno, en todos los círculos de la sociedad, se ha dejado absorber por
las preocupaciones materiales, ha traído como consecuencia un empobrecimiento de su
espíritu. Se puede decir que este proceso ya comienza a obrar sobre él durante su primera
infancia. Sus padres, presos en un inexorable destino de trabajo, ya no se pueden ocupar de
él como sería natural. De este modo se le suprime algo esencial e insustituible para su
desarrollo. Más tarde, entregado el joven también al exceso de trabajo, se ve cada vez más
impelido a obedecer esa necesidad de ocupación y distracción exteriores. Dedicar las pocas
horas libres que le restan a la reflexión íntima o a la conversación seria con personas o con
libros, requeriría en él una capacidad de recogimiento que no siempre posee. La inacción
más completa, el alejamiento de sí mismo y el olvido constituyen para él una verdadera
necesidad física. Por lo tanto, se comportará como un no-pensante. Lo que busca no es una
formación, sino un sostén, y justamente aquella especie de sostén que menos esfuerzo
espiritual le exija. Hasta qué punto la falta de pensamiento se ha convertido en el hombre
moderno en una segunda naturaleza, lo demuestra el tipo de sociabilidad que habitualmente
practica.
Cuando mantiene una conversación con sus iguales, procura especialmente que esta
conversación se mantenga dentro de los límites de la observación de carácter general, y no
se convierta en un verdadero cambio de ideas. Ya no posee nada que pueda llamarse su
propio yo, y vive dominado por una especie de angustia de que en algún momento se le
exija demostrar que lo posee; angustia de tener que demostrar que posee una personalidad.
El espíritu que ha provocado esta asociación de los dispersos, día tras día se convierte entre
nosotros en una fuerza cada vez más poderosa. Nuestra sociedad está creando una imagen
rebajada del hombre. Tanto en los demás como en nosotros mismos, lo único que buscamos
5. es un desempeño correcto de las obligaciones impuestas por el trabajo cotidiano, y poco a
poco nos reducimos a no ser nada más; a ser meros trabajadores.
A la falta de libertad y a la dispersión del hombre moderno, se agrega como freno
psíquico de cualquier posibilidad de cultura el hecho de que ese hombre sea tan incompleto.
La monstruosa expansión y el constante crecimiento de la ciencia y de la técnica exigen
imprescindiblemente que la actividad de cada uno de sus practicantes se limite a un campo
determinado, cada vez más restringido. Tiene lugar así una organización del trabajo,
destinada a crear un todo orgánico en el que pueda combinarse armoniosamente la
producción de cada uno con la de los demás, la producción que gracias a la intensa
especialización adquiere proporciones siempre mayores. Los resultados que así se
consiguen son sin duda grandiosos. Pero en cambio se tiende a abolir el significado
espiritual del trabajo para el trabajador. El trabajo lo obliga a poner en juego sólo una parte
limitada de sus capacidades, y no su entera persona. Esto provoca un efecto de rebote sobre
su personalidad. En lugar de esa conciencia de sí mismo que normalmente nace de la
persona como una consecuencia de su trabajo, cuando éste le permite poner en juego toda
su capacidad de reflexión y su entera personalidad, surge en el trabajador la conformidad
consigo mismo, que nace de una participación perfecta y completa, donde la especialidad es
lo único que cuenta y permite olvidar la falta de habilidad en los demás campos. En todas
las profesiones, pero sobre todo en el dominio de la ciencia, el peligro espiritual de la
especialización se hace cada vez más evidente, tanto para el practicante aislado como para
la vida espiritual de la sociedad. Y también es de notar que la juventud recibe actualmente
una enseñanza que no es lo suficientemente universal como para permitirle descubrir
alguna relación entre las diferentes ciencias, y crearse de este modo, de la manera más
natural, un panorama del saber contemporáneo.
Ese hombre sin libertad, disperso e incompleto, se encuentra al mismo tiempo
amenazado por el peligro inminente de caer en la más completa falta de humanidad.
Estamos perdiendo la capacidad de apreciar nuestras afinidades con los demás hombres,
con nuestros congéneres. De este modo nos encaminamos por la vía de la inhumanidad.
Cuando desaparece la convicción y la conciencia de que toda persona nos importa por el
hecho mismo de ser una persona, la cultura y la ética empiezan a vacilar. El avance hacia
una completa y perfecta inhumanidad se vuelve entonces mera cuestión de tiempo. Por otra
parte, nuestra sociedad ha cesado de reconocer a todos los hombres su valor y su mérito de
hombres. Una parte de la humanidad es, para nosotros, solamente una acumulación de
material humano, de hombres como cosas. El hecho de que desde hace unas décadas se
haya empezado a hablar con ligereza cada vez mayor de guerra y de depredaciones, como si
se tratara de sencillas combinaciones sobre un tablero de ajedrez, ha sido posible
únicamente porque se ha creado en la sociedad una imagen del mundo que ya no es capaz
de concebir el destino de la persona individual, porque la considera en su exclusiva
cualidad de número y de objeto.
Toda nuestra vida espiritual se desarrolla en el seno, en el ámbito y bajo la égida de las
organizaciones. Desde su primera juventud, el hombre moderno se ve perseguido
constantemente por la idea de la disciplina que se le quiere imponer, hasta que llega el
momento en que pierde su condición individual y sólo puede imaginarse como formando
parte de una colectividad. Un intercambio, una mise-au-point de ideas entre persona y
6. persona, como la constituyó la mayor grandeza del siglo dieciocho, hoy ya no podría tener
lugar. En aquellos tiempos no se sentía el respeto que hoy se siente por la opinión de la
colectividad. Todas las ideas tenían que surgir del sentido común, de la inteligencia
individual, y justificarse ante ella. Hoy, el respeto constante hacia las ideas generales y
conceptos básicos que rigen en el seno de las colectividades organizadas, se ha convertido
en una regla que no se discute. Tanto para sí como para los demás, el individuo pone en
primer plano, porque cree en ellas con la fe más irreductible, todas aquellas ideas u
opiniones que considera propias de su nacionalidad, de su confesión religiosa, de su partido
político, de su clase social y de más grupos a los que de algún modo pertenece. Valen para
él como si fueran un tabú, y se encuentran no solamente fuera de toda posible crítica, sino
también excluidas como tema de conversación. Esta actitud, mediante la cual renunciamos
nosotros mismos a nuestra condición de seres pensantes, suele llamarse, eufemísticamente,
respeto a las propias convicciones, como si pudieran existir verdaderas convicciones donde
no existe el pensamiento.
El hombre moderno se pierde en la colectividad de la manera más increíble. Esta es quizá
la tendencia más característica de su personalidad. Y de este modo penetramos en una
nueva Edad Media. Una vez que el acto volitivo común se convierte en regla fija, la libertad
de pensamiento ya no sirve para nada, es inútil. Solamente volveremos a sentir una
necesidad de libertad espiritual, cuando el individuo aislado vuelva a ser espiritualmente
independiente, y se encuentre en una relación más honorable y natural con respecto a las
organizaciones que son ahora la cárcel de su psiquis. Librarse de esta Edad Media en que
nos encontramos actualmente costará mucho más de lo que le costó a la humanidad europea
emerger de la anterior. Porque en aquella ocasión la lucha se dirigía contra ciertos poderes
autoritarios que habían sido impuestos por las circunstancias históricas. Hoy se trata en
cambio de lograr que el individuo pueda abrirse paso para escapar de la prisión espiritual
que él mismo se ha creado. ¿Puede haber tarea más difícil? Todavía no existe una idea clara
de esta miseria espiritual en que vivimos. Año tras año se hace más intensa la difusión de
opiniones nacidas de la colectividad, con exclusión del pensamiento individual.
No solamente desde el punto de vista intelectual, sino también desde el punto de vista
ético es anormal la relación presente entre el individuo y la colectividad. Al renunciar a la
propia opinión, el hombre moderno renuncia también al propio juicio moral. Para poder
encontrar bueno lo que la colectividad, de palabra y de hecho, recomienda como bueno,
para poder condenar lo que según ella es condenable, tiene que contener las reflexiones que
surgen en su mente. No solamente ante los demás, sino también ante sí mismo trata de
impedir que estas reflexiones cobren expresión. De este modo su juicio se pierde en el
juicio de la masa, y la moral en la colectividad.
¿Qué es una concepción del universo? Es el conjunto de ideas que la sociedad y el
individuo aislado se han formado sobre la esencia y la razón del mundo, sobre la posición y
el destino de la humanidad y del hombre dentro de ella. El saber último hacia el cual
tendemos es el conocimiento de la vida. Nuestros conocimientos nos muestran la vida
desde afuera, nuestra voluntad desde adentro.
La duda sobre si la multitud es capaz de la reflexión necesaria para llegar a una
concepción del universo o Filosofía inteligente acerca del individuo y acerca del mundo,
7. resulta justificada cuando se considera como ejemplo el hombre moderno. Pero éste es un
fenómeno patológico, en su renuncia a la necesidad de pensar. De por sí, existe en el
individuo medio una capacidad dada de reflexión, que no solamente le permite crearse una
Filosofía propia a través de su pensamiento, sino que además hace de ella una necesidad
normal. Los grandes movimientos de opinión que tuvieron lugar en las épocas antiguas y
modernas, permiten sostener con confianza la tesis de que en el individuo normal existe un
pensamiento elemental capaz de despertar de su letargo. Y también la observación
cotidiana de las personas que nos rodean, y de los niños cuando uno tiene contacto con
ellos, confirman esa creencia. Un impulso elemental hacia una Filosofía, fruto del
pensamiento, se agita en nosotros durante la infancia y la adolescencia, cuando se está
formando nuestra personalidad independiente como seres pensantes. Más tarde permitimos
que ese impulso sea acallado, aunque sentimos claramente que de ese modo nos
empobrecemos y nos volvemos menos capaces para el bien. Somos como manantiales, que
ya no manan más agua porque nadie los cuida y se van llenando poco a poco de escombros
y residuos. Todo lo que es persona, está destinado a desarrollarse hacia una verdadera
personalidad a través de su propia Filosofía nacida del propio pensamiento.