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La editorial
Desde nuestro joven proyecto al margen editorial queremos darte las
gracias por confiar en nuestras publicaciones.
Para inagurar nuesta sección de narrativa hemos apostado por un
compendio de relatos y microrrelatos del Premio Miguel Delibes de
Narrativa 2009, José Ignacio García, con una cuidada edición en papel,
que lleva por título El cuento que quisiera escribir contigo.
14 relatos cargados de un realismo humano desbordante y 41
microrrelatos que condensan, a base de elevada ironía, reflexiones del
autor sobre la vida, que convierten a este cuento que quisera escribir
contigo en la obra más redonda, cuidada y preciosista del premiado y
consagrado José Ignacio García.
Nuestra pasión por la literatura nos obliga a volcarnos con todas y cada
una de las obras que pasan por nuestro taller, para que cuando llegue a
tus manos, ya sea en formato digital o en papel, disfrutes con la mayor
intensidad posible de un contenido, siempre elaborado por escritores
que se han dejado la piel en sus creaciones.
Nuestro objetivo, como editorial, es dar a conocer a escritores con una
productiva carrera literaria, en la que se une la calidad de las
publicaciones que acumulan en sus estanterías y los premios que han
reconocido su valía, y a los que es necesario potenciar, difundir y situar
entre los referentes nacionales en sus respectivas especialidades.
Por supuesto, no nos olvidamos de las jóvenes plumas que también
merecen un espacio en el que mostrar sus talentosos trabajos.
Trataremos de dejar siempre nuestra mejor impronta, pero si alguna vez
nos equivocamos, querido lector, no dudes en avisarnos y darnos tu
siempre bienvenida opinión.
El equipo de al margen editorial te desea una muy agradable lectura.
¡GRACIAS POR APOYAR LA LITERATURA DE CALIDAD!
José Ignacio García, escritor
Premio Miguel Delibes de Narrativa 2009.
José Ignacio García nació en San Sebastián, en 1965, pero creció en
Valladolid y empezó a escribir en León. Actualmente vive a caballo entre
Portillo, Pozal de Gallinas y Medina del Campo. Conversador infatigable,
colabora en prensa hablada y escrita, y ha participado en numerosos
acontecimientos culturales, festivos y literarios como conferenciante,
presentador, pregonero o mantenedor.
Fundó el Certamen de Relatos “Transeúntes”. Ha formado parte de
otros jurados literarios, y desde su creación coordina el Certamen
Nacional de Relato Breve “Cuéntame Portillo”.
Ha prologado los libros recopilatorios de relatos Transeúntes y
Contamos la Navidad, y los poemarios Luz de Acorde y Los pasos
compartidos, de Fernando Novalbos. También ha escrito textos para
solapas de novelas como La triste reina, de Ricardo Ruiz de la Sierra o
para contraportadas de libros etnográficos como Antaño, de Jesús
Salamanca. Y sus cuentos pueden encontrarse en revistas literarias y en
libros colectivos.
En 2009 creó el proyecto cultural Contamos la Navidad, que desde
entonces emplea la literatura como reclamo publicitario navideño, con
el afán de fomentar el amor a la lectura, y que ha superado los 80.000
ejemplares de tirada en sus siete ediciones, en las que han participado
de forma totalmente altruista grandes escritores, pintores, fotógrafos e
ilustradores del panorama nacional. En 2015 recibió el Premio de
Reconocimiento Cultural “La Armonía de las Letras″ por su esfuerzo y
dedicación a este proyecto cultural altruista.
Ha conseguido numerosos premios de relato breve, entre los que cabría
destacar los siguientes: José González Torices, Café Compás,
Internacional de Guardo, Luis Pastrana, Manuel Valdés, Mazzantini (en
dos ocasiones), Cuentos Navideños de Navalmoral de la Mata, o las
Justas Poéticas Castellanas de Laguna de Duero, en la modalidad de
cuento corto. Pero por encima de todos, sobresale el PREMIO MIGUEL
DELIBES DE NARRATIVA, que se adjudicó en el año 2009 con su libro de
relatos Entre el porvenir y la nada.
Es autor de la novela Mi vida, a tu nombre, y de los volúmenes de
cuentos Me cuesta tanto decir te quiero, Vidas insatisfechas, Entre el
porvenir y la nada, La sonrisa del náufrago, El secreto de su nombre y
El cuento que quisiera escribir contigo.
Coordina el encuentro literario “Lengua de Estrellas”, que organiza la
Asociación Cultural “La Estrella” de Pozal de Gallinas. Es premio
“Fuentevieja” a la promoción cultural de la villa de Portillo. Imparte
Talleres de Escritura Creativa, y desde finales de 2011 figura en el
diccionario de autores de la Cátedra Miguel Delibes de la Universidad
de Valladolid, por lo que sus libros pueden leerse en sus sedes de
Valladolid y de Nueva York. Su cuento El paraíso del silencio aparece en
la antología Relatos mayores, que recoge una muestra de la obra
literaria de 33 de los mejores escritores castellanos y leoneses actuales,
y el relato Anacronismo figura en el libro Valladolid de MAR Editor.
En el transcurso de 2014 publicó en al margen editorial, la versión
digital bilingüe de la recopilación de relatos El secreto de su nombre,
que asaltó con gran aceptación el mercado anglófono con el título de
The secret of her name.
En 2015, José Ignacio García publica, nuevamente en el sello al margen
editorial, una recopilación de 14 relatos y 41 microrrelatos bajo el título
de El cuento que quisiera escribir contigo, esta vez en papel.
Es posible consultar más información sobre su vida, obra y algunos
textos representativos a través de la Wikipedia y en la Cátedra Miguel
Delibes.
Puedes seguir su huella a través del blog personal De Grana y Folio (en
proceso de renovación de título, formato y contenidos).
¿Es posible una síntesis?
¿Qué ocurre cuando el amor llama a las puertas del corazón femenino
de manera tardía e inesperada? ¿Cómo reacciona una violinista al
enterarse de que su pareja le es infiel? ¿Por qué una mujer podría
perdonarle todo a su esposo, menos una mentira concreta? ¿Se puede
esperar durante cincuenta años que regrese la pasión que duró apenas
unas horas? ¿Y cuánto tiempo puede tardar en fraguarse una venganza?
¿Por qué en Nochebuena un adolescente puede perder la virginidad en
un burdel, una divorciada puede morir asesinada en una iglesia o un
cocinero puede desvelar gracias a una fotografía el secreto pasado de su
novia? ¿Y por qué el azar puede convertir en gigoló al vecino más
aporcado del barrio?
Esas y otras preguntas tal ve encuentren respuesta en el interior de este
libro, cuyas historias, de muy variada extensión, casi nunca son en
realidad lo que parecen, y ofrecerán al lector un universo de emociones,
sentimientos y placeres inolvidables.
Confesiones del autor
Hace casi tres años que el carrete de hilo que hilvanaba el calendario de
mi biografía estuvo a punto de romperse definitivamente. Sin embargo,
el destino –tan enredador siempre– decidió empalmarlo con un nudo y
darme otra oportunidad. Cuando lo hizo, me pregunté por qué me
indultaba la estadística de un desenlace que no resisten 9.999 enfermos
de cada 10.000 que atraviesan el mismo trance que yo superé. Ahora,
casi tres años después, sé que aquel milagro –del todo inexplicable aún
hoy para los médicos– se produjo para que aprovechara el regalo de la
vida en su justa medida; para que valorara como se merece ese tesoro
tantas veces menospreciado que es la amistad; para que volviera a sentir
más cerca a mi auténtica familia; y, sobre todo, para que descubriera,
cuando casi acaricio el medio siglo, el auténtico amor que no había
conocido antes, y del que solo había oído hablar de lejos o había leído
sobre él en los libros. Ahora sé que ese amor existe, porque lo
experimento cada día con inusitada pasión, mágico, sorprendente,
imaginativo, sincero, chispeante, comprensivo, bueno, dialogante, y
generoso, gracias a la mujer más maravillosa del mundo, que me ha
hecho descubrirlo, que lo comparte conmigo, y que me ha dado fuerzas
para volver a poner sobre el papel nuevas historias de la imaginación,
cuando lo único que me apetece a cada momento, con una dedicación
acaso más propia de un adolescente, es seguir garabateando mis
sentimientos y mis emociones con una caligrafía digital (pero también
convendría aquí el término dactilar) sobre la piel sedosa y adorable de
su cuerpo divino.
Así que tal vez sea posible que también el destino haya prolongado mi
contrato existencial por un tiempo indefinido para que siga escribiendo.
Aunque incluso es posible que éste sea un libro todavía más especial que
los anteriores, porque probablemente será –al menos durante una
buena temporada– el último volumen de relatos que publique.
Agradezco a mis lectores, a los jueces de algunos certámenes de
narrativa y a los críticos, en general más benevolentes de lo que
merezco, que se empeñen en considerarme en Castilla y en León como
uno de los cuentistas más relevantes de mi generación, e incluso que me
hagan ruborizar cuando me comparan con grandes maestros del género,
cuyo talento y cuyo genio creativo dista años luz de mi humilde afán por
urdir argumentos y alicatarlos con palabras que no desentonen
demasiado. Pero –como los atletas que pierden velocidad con los años,
para ganar resistencia; o como esos púgiles a los que, con el paso del
tiempo, les cuesta imponerse en el primer asalto a la báscula y mantener
su peso– siento que cada vez me duele más acotar los territorios que
ocupan mis textos, y aunque maestros incuestionables y referenciales
de la Literatura como Borges o Pereira no se cansaron de repetir que no
había ninguna novela que no pudiera contarse en unas pocas páginas,
yo siento que necesito dejar de construir chalecitos adosados para tratar
de levantar rascacielos, que no sé si llegaran a alcanzar algún día las
nubes de la gloria, o si se derrumbarán ante la falta de robustez de sus
cimientos. Pero necesito dar el paso y correr ese riesgo.
Claro que seguiré escribiendo cuentos, indultando fogonazos de la
cotidianidad que me rodea. Pero por ahora, amigos lectores, disfrutad –
si se lo merecen– con esta panda de socios insurrectos, que he escrito
después de mi paso por talleres, salvo WineRoom, que es el único relato
anterior a mi restauración, y que –siguiendo mi costumbre de rescatar
para el último el cuento más valorado del libro precedente– se merecía
una oportunidad de lograr la difusión que no dio a La sonrisa del
náufrago, la editorial que lo publicó en 2011.
En mi subjetiva y, por lo tanto, discutible opinión de autor y primer
crítico de mi obra, todos los cuentos de este libro responden a mi estilo
más reconocible. Son realistas, humanos, cercanos, emotivos y posibles.
En general hablan del amor, de la amistad, de la fidelidad, de la vida, de
la muerte y de la esperanza desde puntos de vista diferentes, salteados
con el aderezo de ligeros toques de humor o de erotismo. Pero aviso a
los consumidores de que al final, como si se tratara de trampantojos
literarios, muchos no serán lo que parecían al principio, o incluso poco
antes de terminar.
Debo confesar además que he sufrido mucho escribiendo, porque no
hay nada peor que tener que cumplir por obligación con el compromiso
que uno no quiere atender por las buenas. Solo espero que mis
personajes no sufran las consecuencias, y que los cuentos y cuentecillos
aquí reunidos cumplan las expectativas de mis lectores que, en muchos
casos, se tendrán que convertir en cómplices o jueces de los argumentos
que les ofrezco.
No me queda más que dar las gracias a todos los que desde el día 17 de
abril de 2012 aportaron su contribución a la causa de que lentamente
fuera recuperando la salud perdida y las ganas de respirar y de disfrutar
de los pequeños frutos que el árbol de la experiencia me regala cada día.
Pero especialmente quiero acordarme del equipo de reanimación y de
mis reinas blancas de la UVI del Hospital Clínico Universitario de
Valladolid, que me salvaron de un jaque definitivo y me cuidaron como
si fuera un rey, para que siga jugando esta partida de ajedrez que es la
vida; de mis padres, Juan y Angelita; de mis tíos, Sagrario, Marce y Pedro,
que no me dejaron solo ni un momento; de Carlos Velasco García, que
me sacó a flote antes que nadie (como yo, inconscientemente,
vaticinaba en la dedicatoria de ese libro anterior tan poco difundido y
aprovechado); de Cristina Barragán y de Carmina Gómez Primo, y de sus
maridos, Javi y Jose Misiego –mis hermanos de corazón–, y de Julián
Sanz del Río, espíritu hospitalario y generoso, y de mis hermanas de
sangre, Marta (en la distancia) y Susana, y de mi cuñado Manuel, por lo
mucho que les debo; y de Charlie Prieto que se ha convertido en una
especie de sombra reconfortante y protectora; y –por supuesto– de
Isabel, que me da la vida, y es la vida en sí misma.
Pero también tengo que rendir gratitud al Ayuntamiento de Portillo, y
especialmente a su alcalde Pedro Alonso, que –a pesar de la que está
cayendo– no ceja en su afán de promover y difundir la cultura, en
cualquiera de sus ámbitos, y que ha respaldado desde su génesis la
publicación de este libro; a los Chamorro, esa familia de impresores
leoneses que secundan muchas de mis locuras; a John Prieto por su
extraordinaria cubierta; a Zeus Pérez Villán y Jorge Vallejo de Castro, mis
editores, por confiar en mí de nuevo, esta vez con mis palabras puestas
sobre el papel; al pintor José Ramos Charro por su capacidad de
comprensión y renuncia; a Enrique Señorans por hacerme una atinada
recomendación que tiene que ver con el tiempo verbal definitivo que
figura en el título del libro; a Virginia Hernández, por su exhaustiva
revisión del manuscrito original; y a Boris Rozas, por su prólogo
salpimentado de cariño y de una incuestionable calidad literaria, muy
alejada de sus pésimos gustos futbolísticos. Pero ya se sabe que nada ni
nadie es perfecto.
Ni siquiera, amigos lectores, este cuento, que, al leerlo, estaréis
escribiendo conmigo.
José Ignacio García
El cuento que quisiera escribir contigo
Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera,
que empezó el día en que te conocí.
Stefan Zweig, Carta de una desconocida
A Martina, que acaba de empezar a escribir el cuento de su vida
Amor abrió el bolso para sacar las llaves del portal y reparó
enseguida en el intruso inesperado que su acompañante, aprovechando
algún descuido del que no era consciente, había colado entre sus
pertenencias más íntimas. Si no se hubiera quedado extasiada en la
calle, contemplando durante un tiempo que no sabría calcular una luna
rutilante y de una esfericidad perfecta, habría tenido tiempo de correr
acera abajo, a pesar de los tacones, y de preguntar al hombre con el que
últimamente había compartido algunas veladas agradables, qué
significaba aquel voluminoso sobre. Pero ya era tarde. Por eso, se limitó
a estudiar con detenimiento el papel verjurado y la letra exquisita,
caligrafiada con una estilográfica. No era una experta en grafología, pero
los datos revelados por el sobre delataban la personalidad del autor de
las cuartillas que contenía.
Aquél no era el lugar apropiado, ni la luz adormecida de la
madrugada la más recomendable para ponerse a leer. Pero en ese
preciso instante sintió por primera vez que la hostigaba la impaciencia,
y ascendió las escaleras que la separaban de su casa saltándolas de dos
en dos, como cuando era una niña. Estaba corriendo el riesgo de hacerse
un esguince en uno de sus tobillos, pero no reparó en ese peligro. Se
sentía tan ligera que era como si llevara puestas unas zapatillas de paseo
aerodinámicas que le permitían levitar sobre los peldaños. Por fin
alcanzó el rellano, introdujo la llave en la cerradura de seguridad y, una
vez abierta, traspasó la puerta con cuidado de no hacer ruido. Estaba
deseando rasgar el sobre, pero primero decidió cumplir con sus
obligaciones de hija y de madre, y revisó sigilosamente las habitaciones
donde dormían su madre y sus hijas. Su madre respiraba de una manera
irregular, arrebujada entre las mantas, a pesar de que era verano, y hacía
un bochorno sofocante en la alcoba. Las pequeñas, sin embargo,
dormían destapadas y con la ventana abierta en el cuarto vecino; el aire
que escapaba de sus pulmones apenas podía percibirse, y la menor lucía
en su semblante una sonrisa que se haría aún más intensa cuando la
despertaran los rayos del sol que anunciaran un nuevo día. Las tapó, con
cuidado de no interrumpir sus sueños, y al salir al pasillo, comprobó en
el espejo que colgaba de una de sus paredes que su rostro se había
contagiado de la sonrisa de su benjamina.
Satisfecha tras la revista, entró en su dormitorio, que estaba
situado enfrente del de las niñas. Un sentimiento extraño, y en cierta
manera perturbador, oprimía su pecho. Por un lado, se sentía feliz, casi
como una adolescente atolondrada; pero por otro, percibía un
remusguillo de culpabilidad. Era como un desasosiego que no le permitía
estar del todo en paz con su conciencia. Desde que su marido falleció,
apenas si había vuelto a salir con alguna amiga en ocasiones muy
señaladas. Se había consagrado por completo al cuidado de sus hijas; y
cuando su madre también se quedó sola, había decidido llevársela con
ellas, para que culminara el invierno de sus días con el calor cercano de
su única hija y de sus nietas. Sin embargo, y aunque no se explicara muy
bien las causas, sentía que durante las últimas semanas el mundo
cuadriculado en que vivía se había desmandado de una forma que era
incapaz de controlar. Mientras trataba de poner en orden sus
desconcertados pensamientos, descorrió el edredón, se sentó sobre la
cama, y para alivio de sus pies se desprendió de aquellos zapatos que
llevaba tanto tiempo sin ponerse, y que de repente empezaban a
atormentar sus dedos. Luego, encendió la luz de la lámpara que
coronaba la mesita de noche, y por fin, lentamente, mientras paladeaba
los dulces recuerdos de las jornadas compartidas con aquel hombre no
del todo extraño, colocó a su gusto los cojines que protegían la
almohada, apoyó la espalda sobre ellos y extrajo del sobre las cuartillas,
que estaban hechas con el mismo tipo de papel. Eran bastantes, casi un
librillo. Las abrió en abanico, como los naipes con los que se va a jugar
una partida de cartas, y una vez extendidas entre sus dedos comprobó
que todas las cuartillas no eran iguales. Entre aquellas páginas de papel
verjurado había un par de ellas de un papel distinto y humilde, que
estaban en blanco.
Definitivamente, separó los papeles inmaculados de los escritos, y
cuando comenzó a leer la carta notó que los ojos empezaban a dársele
de sí, dilatados por el asombro:
Querida Amor:
Siempre he sido un tipo romántico, propenso al sentimentalismo y a
tararear baladas que honran tu nombre. Sin embargo, la otra noche, en
el karaoke del pub al que nos condujeron los pasos de la casualidad, no
fui capaz de entonar más allá del estribillo de esa canción que quise
dedicarte. Seguramente porque ni conocía la letra, ni la triste historia
que contaba tenía nada que ver con nosotros. Porque la otra noche, que
casi acabábamos de reencontrarnos después de tanto tiempo, no era el
momento propicio para verter lágrimas amargas ni para pronunciar
adioses, sino para cantarte la alegría que había provocado en mi corazón
el encuentro fortuito que protagonizamos hace unas semanas en el lugar
menos adecuado. Porque ya sé que un velatorio no es el escenario que
dos personas en su sano juicio elegirían para representar el papel de un
reencuentro gozoso. Pero el Destino, que tanto ha jugado conmigo
últimamente, quiso ponerte en mi camino cuando más te necesitaba. Esa
mañana acababa de recibir una noticia que no por ser tan luctuosa era
menos esperada. Al menos para mí. Y eso hacía que me sintiera aún peor.
Porque, de una manera que no era capaz de explicarme ni a mí mismo,
“sabía” desde la última vez que lo vi, y de eso hacía muy pocos días, que
al amigo que acababa de fallecer no iba a volver a verlo nunca más con
vida. Por eso me sentía tan mal y tan culpable en aquel instante, cuando
tú y yo coincidimos en el vestíbulo de la casa donde la familia y los
vecinos le dedicaban el último adiós. Era como si el remordimiento
tuviera la textura de una hoja de lija que me raspaba la conciencia. No
podía entender esa noche que el Destino caprichoso e injusto del que
antes te hablaba me hubiera indultado milagrosamente apenas un par
de meses atrás, cuando acumulaba todos los billetes necesarios para
emprender el último viaje; y que a él, que aparentemente gozaba de una
salud de hierro, se lo hubiera llevado sin poder prevenir a nadie, mientras
dormía, dejando a su madre sin un bastón en el que apoyarse, y a mi
padre sin un compañero con el que jugar a la brisca. Ese era el estado de
ánimo que me torturaba cuando volví a coincidir contigo. Te
acompañaban dos mujeres a las que no había visto nunca, porque soy
buen fisonomista y, de haberlas visto alguna vez, creo que las habría
recordado. Lo que no podré olvidar jamás es que vestías una camisa
suelta, de cuadros azules, y unos vaqueros ajustados que te sentaban
muy bien. Recuerdo tan magníficamente esa imagen, que aún aletea en
mi memoria la fotografía de aquellos pantalones ceñidos a tus piernas
como si fueran una segunda piel. Enseguida nos pusimos a hablar sin
parar, con la naturalidad con que lo hacen los amigos que se ven todos
los días. Habían pasado muchos años, y sin embargo me pareció que
había tanta química entre nosotros que era como si quisiéramos
ponernos al corriente de todas las cosas que nos habían sucedido desde
que, hacía algo más de una década, nos habíamos visto por última vez.
No estoy seguro, pero creo que fue una de tus amigas la que rompió el
hechizo y la que nos devolvió a la realidad, instigándonos para que
quedáramos otro día para tomar un café, y para que dejáramos unas
briznas de conversación para esa cita. Hasta entonces no se me había
ocurrido consultar la hora que era, pero mi cálculo del tiempo
transcurrido no se correspondía con el desplazamiento de las agujas del
reloj, que casi habían recorrido su circunferencia, poniéndonos en brazos
de la madrugada. Luego, abandonamos juntos la casa, nos despedimos
y al darme la espalda fue cuando te pregunté, como un estúpido que
temblaba de miedo, si habías rehecho tu vida con una nueva pareja. No
sé si escuchaste mis palabras. En cualquier caso no me respondiste, y yo
me quedé mirando cómo te montabas en el coche que te alejaría de
nuevo de mí; pensando, mientras lo hacías, que tu presencia y nuestra
conversación me habían sentado infinitamente mejor que el rosario de
medicamentos que tengo que tomar con cada comida, para recuperar
cuanto antes esa salud que ha llegado a ser tan precaria. En ese
momento, ahora te lo confieso, me di cuenta de que ya no me sentía
culpable de no ser yo el que ocupara el ataúd del velatorio. Durante
semanas no había dejado de preguntarme el motivo por el que la muerte
me había rechazado, devolviéndome a la cama de un hospital como el
mar embravecido regresa a la cubierta de un barco al marinero
indefenso que el oleaje ha arrastrado hasta sus enigmáticas
profundidades. Y la única respuesta, más o menos coherente, que se me
había ocurrido cada vez que me hacía esa pregunta era que todavía
debía de quedarme alguna cosa importante por hacer o alguna novela
memorable por escribir. Fue entonces, mientras una agradable brisa
nocturna acariciaba suavemente mi rostro, cuando empecé a sospechar
alborozado que a lo mejor el Destino se había apiadado de mí, y había
decidido compensarme con unas virutas de felicidad por todas las
desdichas que había padecido en los últimos años. Quizás por eso seguía
en este mundo, porque tal vez tuviera que escribir contigo un cuento
feliz, hecho a nuestra medida. Y también fue entonces cuando comprendí
con toda certeza lo especial que eras para mí. Lo importante que habías
sido siempre, aunque yo nunca hubiera querido reparar demasiado en
ello. Y certifiqué esa importancia cuando una incertidumbre desoladora
consiguió que me pusiera a tiritar, y no de frío precisamente, sino porque
me aterrorizaba la idea de estar empezando a concebir unas esperanzas
que en ese momento carecían de fundamento alguno. A esas horas de la
madrugada, a las puertas de una casa donde se velaba el cadáver de un
difunto que ocupaba el lugar que debía haber ocupado yo, me zarandeó
el pánico que me sacude siempre que algo o alguien me importa de
verdad. Eché la vista atrás, retrocediendo a los tiempos osados en los
que despedíamos la adolescencia, y supe con una certeza incuestionable
y dolorosa que fuiste mi primer amor de verano. ¿Te acuerdas de esa
época en la que queríamos arreglar todos los problemas, mientras
cantábamos canciones ingenuas que reivindicaban un mundo mejor?
Teníamos la misma edad, pero para mí resultabas inalcanzable, pues te
veía tan madura, tan segura de ti misma, tan adulta comparada
conmigo, que solo era un muchachuelo con la cabeza plagada de sueños
por cumplir y de cuentos sin escribir. Por eso nunca tuve arrestos para
insinuarte siquiera cuánto me gustabas. Sin embargo, nunca te olvidé, y
cuando extraje los primeros cuentos de mi cabeza, y los puse sobre el
papel, tu recuerdo estaba de alguna manera presente en algunos de
ellos. A partir de entonces solo nos encontramos en actos literarios, que
solían coincidir con la presentación de algún nuevo libro que acababa de
publicar. Y así hasta que me llamaste un día por teléfono, para invitarme
a que bautizara el último libro que había editado en la librería en la que
acababas de empezar a trabajar. Recuerdo que, como suele ser habitual
en mí, emprendí el trayecto con el tiempo justo y llegué tarde a la librería
donde iba a tener lugar el acto. Por eso me quedé cerca de la puerta del
local, sin saber muy bien qué hacer. Pero tú te percataste enseguida de
mi presencia y fuiste a buscarme, para que me sentara a tu lado, en la
mesa que habías preparado para la presentación. Mientras nos
acomodábamos frente al público asistente me susurraste al oído que
aquél era el lugar donde me correspondía estar, y yo pensé que hubiera
sido maravilloso estar junto a ti desde que éramos casi unos críos que
queríamos arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones
incensurables. Sin embargo, ambos habíamos emprendido otros
caminos con unos compañeros de viaje que más pronto que tarde
terminarían haciéndonos desgraciados. Pero eso, ni tú ni yo podíamos
saberlo entonces, aunque en mi caso llevara mucho tiempo
barruntándomelo. No me acuerdo muy bien de lo que dije en aquel acto.
Lo que nunca podré olvidar es que te agradecí particularmente la
invitación, y te emplacé, si la librería seguía milagrosamente abierta, y
tú continuabas trabajando en ella, a que volvieras a contar conmigo
cuando tuviera un nuevo libro que presentar. Así podría volver a verte,
aunque para hacerlo tuviera que recurrir a la literatura como cómplice
intelectual de un adulterio que no iría más allá de los límites de mi
imaginación. Sin embargo, paradójicamente, desde entonces no
habíamos vuelto a coincidir. Años después supe por otras personas que
te habías quedado viuda, que no se había obrado un milagro y que la
librería había tenido que cerrar sus puertas, y que vivías consagrada al
cuidado de tus dos hijas. Pero para entonces yo había emprendido otro
camino, agarrado de otras manos mucho más jóvenes que las mías.
Otras manos de las que llegué a creer que jamás me querría zafar. Hasta
que fueron ellas las que se desligaron de mis dedos y me robaron con su
marcha, entre otras muchas cosas, las pocas ganas de vivir que me
quedaban. Probablemente habrá personas más valerosas o
desesperadas que sean capaces de tomar resoluciones drásticas; pero yo
no soy tan impulsivo, ni suelo adoptar decisiones inmediatas ni radicales;
incluso soy consciente de que siempre le doy a las cosas más vueltas de
las que debiera, hasta cuando resultan meridianamente claras. Por eso,
en lugar de beberme una botella del veneno más eficaz y fulminante o
de tirarme sin paracaídas desde el ático de un rascacielos, me fui
destruyendo poco a poco, esperando que el Destino rematara la faena
que yo no tenía valor para apuntillar. Pero, como te decía antes, el dios
del azar fue benevolente conmigo, y decidió concederme otra
oportunidad. La oportunidad de reencontrarme contigo, y de reavivar
ese fuego que llevaba dentro y cuyo rescoldo no se había apagado del
todo. Por supuesto que no te llamé, como nos había sugerido tu amiga.
No tenía tu número de teléfono. Mas esa excusa no sirve, ya que no me
hubiera resultado demasiado difícil conseguirlo, como finalmente
ocurrió. Pero ya te he dicho que tenía miedo de sufrir un nuevo
desengaño, porque los médicos que controlan mi recuperación me han
prohibido los disgustos y las preocupaciones; y las mujeres siempre le
habían sentado muy mal a mi salud. En cualquier caso, lo cierto es que
tras nuestro casual encuentro me sentí durante días como un barco al
pairo, varado sobre un océano de aguas calmas. La milagrosa
recuperación que avanzaba a toda vela, empujada por unos vientos de
popa favorables, se había estancado. Era como si necesitara la energía
de tu presencia para retomar el rumbo de mi restablecimiento definitivo,
como si mis pulmones fueran un acordeón sin fuelle, al que, sin tu
inspiración, se le había escapado la música entre sus pliegues. Incluso
volví a pedirle al Destino que me echara otro capote y me hiciera coincidir
contigo de nuevo, aunque fuera en el lugar más insospechado, como la
última vez. Pero el destinatario de mis fervores debía de estar ocupado
con otros asuntos más urgentes, o tan harto de dedicarme tantas
atenciones, que esa vez no me hizo caso. Quizás fuera por eso por lo que
no me quedó otro remedio que agenciarme tu número, y después de
haber borrado muchas veces durante varios días el texto que había
empezado a escribir, por fin hiciera acopio de todo mi valor y me
decidiera a enviarte el mensaje en el que te preguntaba si querías tomar
ese café que nos debíamos, aunque no estuviera muy seguro de que
fueras a responderme. Pero, para mi fortuna, me llamaste enseguida,
para decirme que te encantaría que nos viéramos. No te imaginas la
ilusión con la que volví a arreglarme, casi ocho años después de mi última
cita con una mujer. Me acicalé como lo hacía de crío. Me rasuré la barba
concienzudamente, una y otra vez, hasta dejarme la piel casi tan suave
como la de un niño recién nacido. Rocié mi pecho con mi mejor perfume,
e incluso me puse gomina en el poco pelo que me queda, y al mirarme
en el espejo descubrí que el eco de tu voz cantarina, escuchado a través
del teléfono, había bastado para devolverle el brillo a mis ojos, la alegría
a mi espíritu y la salud a mi cuerpo. Si hubiera podido, habría volado a
lomos de un rayo para llegar enseguida junto a ti. Respiraba tanta
impaciencia, me aguijoneaba tal nerviosismo, que me hubiera despojado
incluso de mi sombra con tal de aligerarme de cualquier carga que me
impidiera estar cuanto antes a tu lado. Cuando por fin nos encontramos,
estabas radiante. Creo que nunca, ni siquiera en los sueños juveniles en
los que te había idealizado, te había visto tan hermosa. Hacía casi treinta
años que esos sueños habían caducado, pero te conservabas incluso
mejor que entonces. Era como si, al resbalar contra tu cuerpo, las
erosivas hojas que caían de un calendario ya otoñal hubieran pasado de
largo, sin atreverse a quebrantar tu piel. Yo, en cambio, no era el
muchacho inmaduro de antaño, que tenía la cabeza plagada de cuentos
sin escribir. Me había convertido en un escritor que peinaba canas y al
que le sobraban anécdotas que referir y kilos que perder. No sé si paré
de hablar ni un solo instante, ni siquiera estoy muy seguro de que
interpretaras todas las insinuaciones que te enviaba entre líneas, pero
cuando me dijiste que se te hacía tarde, y que debías volver a casa para
acostar a tus hijas, me pareció que no había pasado contigo ni un
instante de mi nueva vida. Menos mal que me dejaste que te
acompañara hasta tu casa. Juntos disfrutamos de una de esas noches
estrelladas de agosto en las que, pasada la hora en que las cenicientas
se recogen para irse a acostar, daba gusto dar un paseo. Habría deseado
que las calles se convirtieran en avenidas interminables para que no
hubiésemos llegado nunca a nuestro Destino. Y me hubiera gustado
agarrarte de la mano por el camino. Y darte un sutil beso de despedida
en los labios. Y quedar contigo el fin de semana siguiente. Y preguntarte
si estabas dispuesta a rehacer tu vida con alguien algún día, y si ese
alguien podía ser yo. Pero no me atreví a hacer ninguna de esas cosas ni
a formular alguna de esas preguntas, seguramente porque te respetaba
como solo se respeta a los héroes más idealizados. Así que tuve que
conformarme con regresar despacio sobre mis pasos, recitándole versos
a la luna, hasta llegar al lugar donde tenía aparcado el coche que otra
vez iba a volver a distanciarnos. Pasaron varios días, que se me hicieron
interminables, sin que volviera a saber de ti; sin que durante las horas de
luz pudiera apartarte de mis pensamientos, ni por las noches desterrarte
de mis sueños. A cada instante rememoraba segundo a segundo nuestra
cita, y solo quería que volviera a repetirse. Quería que me conocieras
como realmente soy, no como el niño soñador de antaño, ni como el
cuentista prometedor que había ido acumulando libros y galardones en
sus alforjas; y mucho menos como el guiñapo desahuciado de toda
ilusión en que había llegado a convertirme. Quería que supieras que soy
un hombre nuevo y optimista, desintoxicado de sus hábitos nefandos y
de los naufragios del ayer. Un hombre que ha hecho limpieza en sus
armarios, sacando de ellos todo lo que ya estaba de más y no iba a volver
a necesitar nunca. Quería que comprendieras que solo pienso en rehacer
mi vida y en encontrar por fin el amor verdadero, y que ninguna de esas
dos perspectivas tendría sentido sin la otra ni sin ti. Por eso recopilé las
fuerzas que me quedaban y volví a quedar contigo. Y en esa nueva cita
quisiste saber cuál era mi modelo de mujer perfecta, y me puse a divagar,
empleando argumentos y ejemplos que seguramente no te terminabas
de creer. Porque una mujer tan inteligente e intuitiva como tú debía de
saber que me moría de ganas de decirte que mi canon tenía nombre y
apellidos y un cuerpo y un rostro definidos y tan próximos que casi podía
tocarlos. Pero tampoco me atreví, porque justo hasta ese instante creí
que nunca te habías planteado rehacer tu vida sentimental con ningún
hombre. Me sacaste de mi error, y me previniste acerca de tus elevadas
exigencias, y de que no eras amiga de los encuentros fugaces sin
identidad ni porvenir, ni de las relaciones esporádicas de fin de semana.
Y en esa precisa milésima de segundo supe, si no estaba suficientemente
convencido ya, que estaba enamorado de ti hasta las vísceras más
recónditas de mi organismo, y supe también que nunca había conocido
una mujer con la que me entendiera tan bien como me entendía contigo,
porque a la hora de plantear una relación de pareja los dos utilizábamos
el mismo lenguaje. Por eso ya no me pude apartar de ti el resto de la
velada, y cuando nuestros cuerpos y nuestras manos se rozaban, de una
manera acaso no tan casual como cualquier extraño que nos viera
hubiera podido interpretar, sentía un cosquilleo en la piel que hacía
siglos que no había vuelto a notar. A estas alturas, no puedo ocultarte
que soy como esos coches que han tenido antes otros dueños, pero te
aseguro que, una vez reparado de chapa y pintura, me queda motor para
rodar durante muchos kilómetros por las vastas autopistas de la vida, y
quiero que todos esos kilómetros los recorras conmigo, compartiendo
cada segundo, regalándome a cada suspiro el cántico de tu voz, el
regocijo de tu aliento y el bálsamo de tus sabios consejos. Sé que no será
fácil, que las cosas no son tan sencillas como antaño, cuando queríamos
arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones ingenuas e
incensurables; cuando estábamos dispuestos a abandonarlo todo, sin
que hubiera nada de lo que debiéramos arrepentirnos; mientras que
ahora los dos cargamos sobre nuestras conciencias y nuestras espaldas
con responsabilidades y equipajes a los que nadie nos haría renunciar
nunca. Pero el otro día me diste una lección fundamental. Me enseñaste
el auténtico valor del tiempo, y que cuando uno es joven lo marrota sin
tener conciencia de lo que en el futuro supondrá su pérdida; sin embargo
ese tiempo, que no se puede reponer como las mercancías de un bazar
chino, poco a poco va menguando, hasta que llega un día en que se
convierte en un tesoro tan preciado que ningún minuto debe de ser
desaprovechado con personas o situaciones que nos provoquen tedio o
malestar. Y nosotros estamos llegando a esa edad en que no podemos
permitirnos el lujo de perder los minutos con pamplinas ni con
vacilaciones, y más cuando espero que tengas tan claros tus
sentimientos como yo tengo los míos, y cuando barrunto que también
atisbas el inminente futuro común que estamos poniendo en juego. Aún
así me puedes echar en cara, y tendrías razón al hacerlo, que todo esto
debería habértelo dicho en persona, mirándote a los ojos, y sin dudar.
Pero, a pesar de todos los indicios favorables, no estoy seguro de estar a
la altura de tus exigencias, de reunir todas las características que me
conviertan también en tu hombre ideal. Ya te he advertido antes que doy
siempre demasiadas vueltas incluso a las cosas que no se las tendría que
dar. Y aunque te parezca mentira, si me he atrevido a escribir estas
cuartillas, que no sé si serán las más brillantes, pero que sin duda alguna
sí son las más sentidas que he escrito nunca, ha sido en parte gracias a
un vidente infalible del que hasta ahora no te había hablado. Sospecho
que seguramente te mostrarás escéptica con respecto a mis
inclinaciones cabalísticas, y que al leer estas últimas líneas estarás
pensando que el amor me ha situado al borde de la demencia. Pero
puedes estar tranquila. Por muy loco que esté por ti, nunca me he sentido
tan cuerdo. Lo que ocurre es que ese adivino apareció casualmente en
mi vida para prevenirme, pocos días antes de que se produjera, de la
gravísima enfermedad que estaba a punto de padecer; aunque también
me advirtió de que no me asustara, que aunque llegara a ver las luces de
ese túnel que carece de retorno, el Destino iba a brindarme la
oportunidad de recuperarme por completo, y de saborear el dulce
almíbar del éxito, y de encontrar a la mujer de mi vida; esa mujer con la
que amueblar un futuro común y con la que escribir la historia más tierna
y honesta que he sido capaz de contar. Y seguro que tampoco te lo vas a
creer, pero ese hombre me ha vuelto a llamar por teléfono esta mañana
para anunciarme que esa mujer única e incomparable estaba a punto de
golpear las puertas de mi corazón, y la ha descrito tal y como tú eres. Por
cierto, también me ha dicho que a esa mujer le encanta el cine, y que
fuera preparando mis maletas, porque en cuanto los médicos me lo
permitan voy a mudarme cerca de ella. Lo que el agorero no ha visto es
que esa mujer derrocha tanta vitalidad, que incluso se ha anticipado a
sus vaticinios. Ni sabe que a cada momento sueño con verte para
atreverme por fin a adoquinar de besos tu cuello de cisne. Y seguirá sin
saberlo hasta que lea en mi próximo libro esta romántica declaración
que, como si fuera un río, se acerca a su desembocadura. Ahora solo falta
que decidamos el desenlace entre los dos. Por eso te envío esas cuartillas
en blanco, para que juntos elijamos si nuestro reencuentro no es más que
una ilusión fugaz, que acaba como las novelas tristes que no tienen un
final feliz; o si, por el contrario, es el preludio del cuento que quisiera
escribir contigo y que no ha hecho más que comenzar.
Amor releyó la carta una y otra vez, hasta aprenderse muchos
párrafos de memoria, como si los hubiera escrito ella misma. Luego se
incorporó de la cama. Buscó un bolígrafo en el primer cajón de la mesita
de noche, y tomó una de las cuartillas que estaban en blanco. Se pasó la
mano por el cuello, sin poder evitar un escalofrío indefinible, y luego
garabateó sobre el papel unas escuetas palabras, con una caligrafía
imprecisa y aquejada de urgencias.
Esas palabras decían:
Tras guardaraquellas cuartillas,
que conteníanladeclaraciónmás románticaque habíaescuchadonunca,
Amoresperóansiosaque seconsumieralanoche,
y queélseatrevieraallamarlaaldíasiguiente parainvitarlaairalcine.
Lode menoseralapelículaque fueranaver.
La primera noche
Él le había prometido que la primera noche que pasaran juntos sería
inolvidable. Lo que ella no imaginaba era que fuera en un hospital. Él en
un quirófano, operado de urgencias de una insuficiencia cardiaca, y ella
sola y atormentada en la sala de espera, víctima de los efectos de la
desesperación. Se sentía culpable. Tal vez no le había dado suficiente
amor.
Cincuenta sombras de Grey
Hacía mucho tiempo que casi todos suponían que ella se iba a quedar
para vestir santos. Él hacía pocos meses que había llegado al lugar, para
suceder a un compañero en el cargo. Ambos eran de naturaleza abierta,
y enseguida congeniaron estupendamente. Por eso, ella lo invitó a la
celebración de su cuarenta cumpleaños. Él aceptó, y acudió a la
merienda con un regalo. Al desenvolverlo, ella y el resto de invitados
pudieron comprobar que se trataba de un libro, que -según el forastero-
le había recomendado un librero de la ciudad vecina, porque al parecer
encajaba perfectamente en el perfil que de ella le había dibujado al
vendedor de libros. Sin embargo algo no iba bien. El forastero no sabía
lo que era, pero algo no carburaba como era debido. Como licenciado
en Psicología que era, podía apreciarlo en los rostros de los presentes,
que deambulaban entre la perplejidad y la estupefacción. Lo que él no
podía saber era que acababa de regalarle el libro erótico que más
polvaredas, críticas y comentarios adversos había recibido en los últimos
tiempos por aquellas remilgadas latitudes. Y, seguramente, no hubiera
pasado nada si se lo hubiera regalado otro hombre soltero; pero no
parecía apropiado que lo hiciera el nuevo párroco polaco que acababa
de asentarse en el rancio pueblo castellano.
Una terapia agresiva
Cuando el individuo, que responde a las iniciales PDF, irrumpió en la
consulta empuñando una pistola del nueve corto, con el rostro bañado
en sudor y la camisa manchada de sangre, el psiquiatra, cuyo nombre
ocultaremos bajo las iniciales JPG, para que no se extienda el pánico
entre los miembros de su gremio, empezó a temblar, sentado tras el
parapeto inconsistente de su escritorio.
-Doctor -dijo el visitante-, por fin he decidido hacerle caso, y poner en
práctica su consejo de eliminar de mi entorno todo aquello que me haga
daño.
Y, mientras le apuntaba con el arma al centro del corazón, le anunció
que acababa de empezar su terapia con el director del Banco que le
había quitado todo.
El libro
Disfruta del resto de sorprendentes relatos, 14 en total, y de los 41
microrrelatos que conforman este bello El cuento que quisiera escribir
contigo a través de tu librería habitual o a través de nuestra tienda
online.

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"El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

  • 1.
  • 2. La editorial Desde nuestro joven proyecto al margen editorial queremos darte las gracias por confiar en nuestras publicaciones. Para inagurar nuesta sección de narrativa hemos apostado por un compendio de relatos y microrrelatos del Premio Miguel Delibes de Narrativa 2009, José Ignacio García, con una cuidada edición en papel, que lleva por título El cuento que quisiera escribir contigo. 14 relatos cargados de un realismo humano desbordante y 41 microrrelatos que condensan, a base de elevada ironía, reflexiones del autor sobre la vida, que convierten a este cuento que quisera escribir contigo en la obra más redonda, cuidada y preciosista del premiado y consagrado José Ignacio García. Nuestra pasión por la literatura nos obliga a volcarnos con todas y cada una de las obras que pasan por nuestro taller, para que cuando llegue a tus manos, ya sea en formato digital o en papel, disfrutes con la mayor intensidad posible de un contenido, siempre elaborado por escritores que se han dejado la piel en sus creaciones. Nuestro objetivo, como editorial, es dar a conocer a escritores con una productiva carrera literaria, en la que se une la calidad de las publicaciones que acumulan en sus estanterías y los premios que han reconocido su valía, y a los que es necesario potenciar, difundir y situar entre los referentes nacionales en sus respectivas especialidades. Por supuesto, no nos olvidamos de las jóvenes plumas que también merecen un espacio en el que mostrar sus talentosos trabajos. Trataremos de dejar siempre nuestra mejor impronta, pero si alguna vez nos equivocamos, querido lector, no dudes en avisarnos y darnos tu siempre bienvenida opinión. El equipo de al margen editorial te desea una muy agradable lectura. ¡GRACIAS POR APOYAR LA LITERATURA DE CALIDAD!
  • 3. José Ignacio García, escritor Premio Miguel Delibes de Narrativa 2009. José Ignacio García nació en San Sebastián, en 1965, pero creció en Valladolid y empezó a escribir en León. Actualmente vive a caballo entre Portillo, Pozal de Gallinas y Medina del Campo. Conversador infatigable, colabora en prensa hablada y escrita, y ha participado en numerosos acontecimientos culturales, festivos y literarios como conferenciante, presentador, pregonero o mantenedor. Fundó el Certamen de Relatos “Transeúntes”. Ha formado parte de otros jurados literarios, y desde su creación coordina el Certamen Nacional de Relato Breve “Cuéntame Portillo”. Ha prologado los libros recopilatorios de relatos Transeúntes y Contamos la Navidad, y los poemarios Luz de Acorde y Los pasos compartidos, de Fernando Novalbos. También ha escrito textos para solapas de novelas como La triste reina, de Ricardo Ruiz de la Sierra o para contraportadas de libros etnográficos como Antaño, de Jesús Salamanca. Y sus cuentos pueden encontrarse en revistas literarias y en libros colectivos. En 2009 creó el proyecto cultural Contamos la Navidad, que desde entonces emplea la literatura como reclamo publicitario navideño, con el afán de fomentar el amor a la lectura, y que ha superado los 80.000 ejemplares de tirada en sus siete ediciones, en las que han participado de forma totalmente altruista grandes escritores, pintores, fotógrafos e ilustradores del panorama nacional. En 2015 recibió el Premio de Reconocimiento Cultural “La Armonía de las Letras″ por su esfuerzo y dedicación a este proyecto cultural altruista. Ha conseguido numerosos premios de relato breve, entre los que cabría destacar los siguientes: José González Torices, Café Compás, Internacional de Guardo, Luis Pastrana, Manuel Valdés, Mazzantini (en dos ocasiones), Cuentos Navideños de Navalmoral de la Mata, o las Justas Poéticas Castellanas de Laguna de Duero, en la modalidad de cuento corto. Pero por encima de todos, sobresale el PREMIO MIGUEL DELIBES DE NARRATIVA, que se adjudicó en el año 2009 con su libro de relatos Entre el porvenir y la nada.
  • 4. Es autor de la novela Mi vida, a tu nombre, y de los volúmenes de cuentos Me cuesta tanto decir te quiero, Vidas insatisfechas, Entre el porvenir y la nada, La sonrisa del náufrago, El secreto de su nombre y El cuento que quisiera escribir contigo. Coordina el encuentro literario “Lengua de Estrellas”, que organiza la Asociación Cultural “La Estrella” de Pozal de Gallinas. Es premio “Fuentevieja” a la promoción cultural de la villa de Portillo. Imparte Talleres de Escritura Creativa, y desde finales de 2011 figura en el diccionario de autores de la Cátedra Miguel Delibes de la Universidad de Valladolid, por lo que sus libros pueden leerse en sus sedes de Valladolid y de Nueva York. Su cuento El paraíso del silencio aparece en la antología Relatos mayores, que recoge una muestra de la obra literaria de 33 de los mejores escritores castellanos y leoneses actuales, y el relato Anacronismo figura en el libro Valladolid de MAR Editor. En el transcurso de 2014 publicó en al margen editorial, la versión digital bilingüe de la recopilación de relatos El secreto de su nombre, que asaltó con gran aceptación el mercado anglófono con el título de The secret of her name. En 2015, José Ignacio García publica, nuevamente en el sello al margen editorial, una recopilación de 14 relatos y 41 microrrelatos bajo el título de El cuento que quisiera escribir contigo, esta vez en papel. Es posible consultar más información sobre su vida, obra y algunos textos representativos a través de la Wikipedia y en la Cátedra Miguel Delibes. Puedes seguir su huella a través del blog personal De Grana y Folio (en proceso de renovación de título, formato y contenidos).
  • 5. ¿Es posible una síntesis? ¿Qué ocurre cuando el amor llama a las puertas del corazón femenino de manera tardía e inesperada? ¿Cómo reacciona una violinista al enterarse de que su pareja le es infiel? ¿Por qué una mujer podría perdonarle todo a su esposo, menos una mentira concreta? ¿Se puede esperar durante cincuenta años que regrese la pasión que duró apenas unas horas? ¿Y cuánto tiempo puede tardar en fraguarse una venganza? ¿Por qué en Nochebuena un adolescente puede perder la virginidad en un burdel, una divorciada puede morir asesinada en una iglesia o un cocinero puede desvelar gracias a una fotografía el secreto pasado de su novia? ¿Y por qué el azar puede convertir en gigoló al vecino más aporcado del barrio? Esas y otras preguntas tal ve encuentren respuesta en el interior de este libro, cuyas historias, de muy variada extensión, casi nunca son en realidad lo que parecen, y ofrecerán al lector un universo de emociones, sentimientos y placeres inolvidables.
  • 6. Confesiones del autor Hace casi tres años que el carrete de hilo que hilvanaba el calendario de mi biografía estuvo a punto de romperse definitivamente. Sin embargo, el destino –tan enredador siempre– decidió empalmarlo con un nudo y darme otra oportunidad. Cuando lo hizo, me pregunté por qué me indultaba la estadística de un desenlace que no resisten 9.999 enfermos de cada 10.000 que atraviesan el mismo trance que yo superé. Ahora, casi tres años después, sé que aquel milagro –del todo inexplicable aún hoy para los médicos– se produjo para que aprovechara el regalo de la vida en su justa medida; para que valorara como se merece ese tesoro tantas veces menospreciado que es la amistad; para que volviera a sentir más cerca a mi auténtica familia; y, sobre todo, para que descubriera, cuando casi acaricio el medio siglo, el auténtico amor que no había conocido antes, y del que solo había oído hablar de lejos o había leído sobre él en los libros. Ahora sé que ese amor existe, porque lo experimento cada día con inusitada pasión, mágico, sorprendente, imaginativo, sincero, chispeante, comprensivo, bueno, dialogante, y generoso, gracias a la mujer más maravillosa del mundo, que me ha hecho descubrirlo, que lo comparte conmigo, y que me ha dado fuerzas para volver a poner sobre el papel nuevas historias de la imaginación, cuando lo único que me apetece a cada momento, con una dedicación acaso más propia de un adolescente, es seguir garabateando mis sentimientos y mis emociones con una caligrafía digital (pero también convendría aquí el término dactilar) sobre la piel sedosa y adorable de su cuerpo divino. Así que tal vez sea posible que también el destino haya prolongado mi contrato existencial por un tiempo indefinido para que siga escribiendo. Aunque incluso es posible que éste sea un libro todavía más especial que los anteriores, porque probablemente será –al menos durante una buena temporada– el último volumen de relatos que publique. Agradezco a mis lectores, a los jueces de algunos certámenes de narrativa y a los críticos, en general más benevolentes de lo que merezco, que se empeñen en considerarme en Castilla y en León como uno de los cuentistas más relevantes de mi generación, e incluso que me hagan ruborizar cuando me comparan con grandes maestros del género, cuyo talento y cuyo genio creativo dista años luz de mi humilde afán por urdir argumentos y alicatarlos con palabras que no desentonen demasiado. Pero –como los atletas que pierden velocidad con los años, para ganar resistencia; o como esos púgiles a los que, con el paso del tiempo, les cuesta imponerse en el primer asalto a la báscula y mantener su peso– siento que cada vez me duele más acotar los territorios que
  • 7. ocupan mis textos, y aunque maestros incuestionables y referenciales de la Literatura como Borges o Pereira no se cansaron de repetir que no había ninguna novela que no pudiera contarse en unas pocas páginas, yo siento que necesito dejar de construir chalecitos adosados para tratar de levantar rascacielos, que no sé si llegaran a alcanzar algún día las nubes de la gloria, o si se derrumbarán ante la falta de robustez de sus cimientos. Pero necesito dar el paso y correr ese riesgo. Claro que seguiré escribiendo cuentos, indultando fogonazos de la cotidianidad que me rodea. Pero por ahora, amigos lectores, disfrutad – si se lo merecen– con esta panda de socios insurrectos, que he escrito después de mi paso por talleres, salvo WineRoom, que es el único relato anterior a mi restauración, y que –siguiendo mi costumbre de rescatar para el último el cuento más valorado del libro precedente– se merecía una oportunidad de lograr la difusión que no dio a La sonrisa del náufrago, la editorial que lo publicó en 2011. En mi subjetiva y, por lo tanto, discutible opinión de autor y primer crítico de mi obra, todos los cuentos de este libro responden a mi estilo más reconocible. Son realistas, humanos, cercanos, emotivos y posibles. En general hablan del amor, de la amistad, de la fidelidad, de la vida, de la muerte y de la esperanza desde puntos de vista diferentes, salteados con el aderezo de ligeros toques de humor o de erotismo. Pero aviso a los consumidores de que al final, como si se tratara de trampantojos literarios, muchos no serán lo que parecían al principio, o incluso poco antes de terminar. Debo confesar además que he sufrido mucho escribiendo, porque no hay nada peor que tener que cumplir por obligación con el compromiso que uno no quiere atender por las buenas. Solo espero que mis personajes no sufran las consecuencias, y que los cuentos y cuentecillos aquí reunidos cumplan las expectativas de mis lectores que, en muchos casos, se tendrán que convertir en cómplices o jueces de los argumentos que les ofrezco. No me queda más que dar las gracias a todos los que desde el día 17 de abril de 2012 aportaron su contribución a la causa de que lentamente fuera recuperando la salud perdida y las ganas de respirar y de disfrutar de los pequeños frutos que el árbol de la experiencia me regala cada día. Pero especialmente quiero acordarme del equipo de reanimación y de mis reinas blancas de la UVI del Hospital Clínico Universitario de Valladolid, que me salvaron de un jaque definitivo y me cuidaron como si fuera un rey, para que siga jugando esta partida de ajedrez que es la vida; de mis padres, Juan y Angelita; de mis tíos, Sagrario, Marce y Pedro, que no me dejaron solo ni un momento; de Carlos Velasco García, que me sacó a flote antes que nadie (como yo, inconscientemente,
  • 8. vaticinaba en la dedicatoria de ese libro anterior tan poco difundido y aprovechado); de Cristina Barragán y de Carmina Gómez Primo, y de sus maridos, Javi y Jose Misiego –mis hermanos de corazón–, y de Julián Sanz del Río, espíritu hospitalario y generoso, y de mis hermanas de sangre, Marta (en la distancia) y Susana, y de mi cuñado Manuel, por lo mucho que les debo; y de Charlie Prieto que se ha convertido en una especie de sombra reconfortante y protectora; y –por supuesto– de Isabel, que me da la vida, y es la vida en sí misma. Pero también tengo que rendir gratitud al Ayuntamiento de Portillo, y especialmente a su alcalde Pedro Alonso, que –a pesar de la que está cayendo– no ceja en su afán de promover y difundir la cultura, en cualquiera de sus ámbitos, y que ha respaldado desde su génesis la publicación de este libro; a los Chamorro, esa familia de impresores leoneses que secundan muchas de mis locuras; a John Prieto por su extraordinaria cubierta; a Zeus Pérez Villán y Jorge Vallejo de Castro, mis editores, por confiar en mí de nuevo, esta vez con mis palabras puestas sobre el papel; al pintor José Ramos Charro por su capacidad de comprensión y renuncia; a Enrique Señorans por hacerme una atinada recomendación que tiene que ver con el tiempo verbal definitivo que figura en el título del libro; a Virginia Hernández, por su exhaustiva revisión del manuscrito original; y a Boris Rozas, por su prólogo salpimentado de cariño y de una incuestionable calidad literaria, muy alejada de sus pésimos gustos futbolísticos. Pero ya se sabe que nada ni nadie es perfecto. Ni siquiera, amigos lectores, este cuento, que, al leerlo, estaréis escribiendo conmigo. José Ignacio García
  • 9. El cuento que quisiera escribir contigo Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Stefan Zweig, Carta de una desconocida A Martina, que acaba de empezar a escribir el cuento de su vida Amor abrió el bolso para sacar las llaves del portal y reparó enseguida en el intruso inesperado que su acompañante, aprovechando algún descuido del que no era consciente, había colado entre sus pertenencias más íntimas. Si no se hubiera quedado extasiada en la calle, contemplando durante un tiempo que no sabría calcular una luna rutilante y de una esfericidad perfecta, habría tenido tiempo de correr acera abajo, a pesar de los tacones, y de preguntar al hombre con el que últimamente había compartido algunas veladas agradables, qué significaba aquel voluminoso sobre. Pero ya era tarde. Por eso, se limitó a estudiar con detenimiento el papel verjurado y la letra exquisita, caligrafiada con una estilográfica. No era una experta en grafología, pero los datos revelados por el sobre delataban la personalidad del autor de las cuartillas que contenía. Aquél no era el lugar apropiado, ni la luz adormecida de la madrugada la más recomendable para ponerse a leer. Pero en ese preciso instante sintió por primera vez que la hostigaba la impaciencia, y ascendió las escaleras que la separaban de su casa saltándolas de dos en dos, como cuando era una niña. Estaba corriendo el riesgo de hacerse un esguince en uno de sus tobillos, pero no reparó en ese peligro. Se sentía tan ligera que era como si llevara puestas unas zapatillas de paseo aerodinámicas que le permitían levitar sobre los peldaños. Por fin alcanzó el rellano, introdujo la llave en la cerradura de seguridad y, una vez abierta, traspasó la puerta con cuidado de no hacer ruido. Estaba deseando rasgar el sobre, pero primero decidió cumplir con sus obligaciones de hija y de madre, y revisó sigilosamente las habitaciones donde dormían su madre y sus hijas. Su madre respiraba de una manera irregular, arrebujada entre las mantas, a pesar de que era verano, y hacía un bochorno sofocante en la alcoba. Las pequeñas, sin embargo,
  • 10. dormían destapadas y con la ventana abierta en el cuarto vecino; el aire que escapaba de sus pulmones apenas podía percibirse, y la menor lucía en su semblante una sonrisa que se haría aún más intensa cuando la despertaran los rayos del sol que anunciaran un nuevo día. Las tapó, con cuidado de no interrumpir sus sueños, y al salir al pasillo, comprobó en el espejo que colgaba de una de sus paredes que su rostro se había contagiado de la sonrisa de su benjamina. Satisfecha tras la revista, entró en su dormitorio, que estaba situado enfrente del de las niñas. Un sentimiento extraño, y en cierta manera perturbador, oprimía su pecho. Por un lado, se sentía feliz, casi como una adolescente atolondrada; pero por otro, percibía un remusguillo de culpabilidad. Era como un desasosiego que no le permitía estar del todo en paz con su conciencia. Desde que su marido falleció, apenas si había vuelto a salir con alguna amiga en ocasiones muy señaladas. Se había consagrado por completo al cuidado de sus hijas; y cuando su madre también se quedó sola, había decidido llevársela con ellas, para que culminara el invierno de sus días con el calor cercano de su única hija y de sus nietas. Sin embargo, y aunque no se explicara muy bien las causas, sentía que durante las últimas semanas el mundo cuadriculado en que vivía se había desmandado de una forma que era incapaz de controlar. Mientras trataba de poner en orden sus desconcertados pensamientos, descorrió el edredón, se sentó sobre la cama, y para alivio de sus pies se desprendió de aquellos zapatos que llevaba tanto tiempo sin ponerse, y que de repente empezaban a atormentar sus dedos. Luego, encendió la luz de la lámpara que coronaba la mesita de noche, y por fin, lentamente, mientras paladeaba los dulces recuerdos de las jornadas compartidas con aquel hombre no del todo extraño, colocó a su gusto los cojines que protegían la almohada, apoyó la espalda sobre ellos y extrajo del sobre las cuartillas, que estaban hechas con el mismo tipo de papel. Eran bastantes, casi un librillo. Las abrió en abanico, como los naipes con los que se va a jugar una partida de cartas, y una vez extendidas entre sus dedos comprobó que todas las cuartillas no eran iguales. Entre aquellas páginas de papel verjurado había un par de ellas de un papel distinto y humilde, que estaban en blanco. Definitivamente, separó los papeles inmaculados de los escritos, y cuando comenzó a leer la carta notó que los ojos empezaban a dársele de sí, dilatados por el asombro:
  • 11. Querida Amor: Siempre he sido un tipo romántico, propenso al sentimentalismo y a tararear baladas que honran tu nombre. Sin embargo, la otra noche, en el karaoke del pub al que nos condujeron los pasos de la casualidad, no fui capaz de entonar más allá del estribillo de esa canción que quise dedicarte. Seguramente porque ni conocía la letra, ni la triste historia que contaba tenía nada que ver con nosotros. Porque la otra noche, que casi acabábamos de reencontrarnos después de tanto tiempo, no era el momento propicio para verter lágrimas amargas ni para pronunciar adioses, sino para cantarte la alegría que había provocado en mi corazón el encuentro fortuito que protagonizamos hace unas semanas en el lugar menos adecuado. Porque ya sé que un velatorio no es el escenario que dos personas en su sano juicio elegirían para representar el papel de un reencuentro gozoso. Pero el Destino, que tanto ha jugado conmigo últimamente, quiso ponerte en mi camino cuando más te necesitaba. Esa mañana acababa de recibir una noticia que no por ser tan luctuosa era menos esperada. Al menos para mí. Y eso hacía que me sintiera aún peor. Porque, de una manera que no era capaz de explicarme ni a mí mismo, “sabía” desde la última vez que lo vi, y de eso hacía muy pocos días, que al amigo que acababa de fallecer no iba a volver a verlo nunca más con vida. Por eso me sentía tan mal y tan culpable en aquel instante, cuando tú y yo coincidimos en el vestíbulo de la casa donde la familia y los vecinos le dedicaban el último adiós. Era como si el remordimiento tuviera la textura de una hoja de lija que me raspaba la conciencia. No podía entender esa noche que el Destino caprichoso e injusto del que antes te hablaba me hubiera indultado milagrosamente apenas un par de meses atrás, cuando acumulaba todos los billetes necesarios para emprender el último viaje; y que a él, que aparentemente gozaba de una salud de hierro, se lo hubiera llevado sin poder prevenir a nadie, mientras dormía, dejando a su madre sin un bastón en el que apoyarse, y a mi padre sin un compañero con el que jugar a la brisca. Ese era el estado de ánimo que me torturaba cuando volví a coincidir contigo. Te acompañaban dos mujeres a las que no había visto nunca, porque soy buen fisonomista y, de haberlas visto alguna vez, creo que las habría recordado. Lo que no podré olvidar jamás es que vestías una camisa suelta, de cuadros azules, y unos vaqueros ajustados que te sentaban muy bien. Recuerdo tan magníficamente esa imagen, que aún aletea en mi memoria la fotografía de aquellos pantalones ceñidos a tus piernas como si fueran una segunda piel. Enseguida nos pusimos a hablar sin
  • 12. parar, con la naturalidad con que lo hacen los amigos que se ven todos los días. Habían pasado muchos años, y sin embargo me pareció que había tanta química entre nosotros que era como si quisiéramos ponernos al corriente de todas las cosas que nos habían sucedido desde que, hacía algo más de una década, nos habíamos visto por última vez. No estoy seguro, pero creo que fue una de tus amigas la que rompió el hechizo y la que nos devolvió a la realidad, instigándonos para que quedáramos otro día para tomar un café, y para que dejáramos unas briznas de conversación para esa cita. Hasta entonces no se me había ocurrido consultar la hora que era, pero mi cálculo del tiempo transcurrido no se correspondía con el desplazamiento de las agujas del reloj, que casi habían recorrido su circunferencia, poniéndonos en brazos de la madrugada. Luego, abandonamos juntos la casa, nos despedimos y al darme la espalda fue cuando te pregunté, como un estúpido que temblaba de miedo, si habías rehecho tu vida con una nueva pareja. No sé si escuchaste mis palabras. En cualquier caso no me respondiste, y yo me quedé mirando cómo te montabas en el coche que te alejaría de nuevo de mí; pensando, mientras lo hacías, que tu presencia y nuestra conversación me habían sentado infinitamente mejor que el rosario de medicamentos que tengo que tomar con cada comida, para recuperar cuanto antes esa salud que ha llegado a ser tan precaria. En ese momento, ahora te lo confieso, me di cuenta de que ya no me sentía culpable de no ser yo el que ocupara el ataúd del velatorio. Durante semanas no había dejado de preguntarme el motivo por el que la muerte me había rechazado, devolviéndome a la cama de un hospital como el mar embravecido regresa a la cubierta de un barco al marinero indefenso que el oleaje ha arrastrado hasta sus enigmáticas profundidades. Y la única respuesta, más o menos coherente, que se me había ocurrido cada vez que me hacía esa pregunta era que todavía debía de quedarme alguna cosa importante por hacer o alguna novela memorable por escribir. Fue entonces, mientras una agradable brisa nocturna acariciaba suavemente mi rostro, cuando empecé a sospechar alborozado que a lo mejor el Destino se había apiadado de mí, y había decidido compensarme con unas virutas de felicidad por todas las desdichas que había padecido en los últimos años. Quizás por eso seguía en este mundo, porque tal vez tuviera que escribir contigo un cuento feliz, hecho a nuestra medida. Y también fue entonces cuando comprendí con toda certeza lo especial que eras para mí. Lo importante que habías sido siempre, aunque yo nunca hubiera querido reparar demasiado en ello. Y certifiqué esa importancia cuando una incertidumbre desoladora
  • 13. consiguió que me pusiera a tiritar, y no de frío precisamente, sino porque me aterrorizaba la idea de estar empezando a concebir unas esperanzas que en ese momento carecían de fundamento alguno. A esas horas de la madrugada, a las puertas de una casa donde se velaba el cadáver de un difunto que ocupaba el lugar que debía haber ocupado yo, me zarandeó el pánico que me sacude siempre que algo o alguien me importa de verdad. Eché la vista atrás, retrocediendo a los tiempos osados en los que despedíamos la adolescencia, y supe con una certeza incuestionable y dolorosa que fuiste mi primer amor de verano. ¿Te acuerdas de esa época en la que queríamos arreglar todos los problemas, mientras cantábamos canciones ingenuas que reivindicaban un mundo mejor? Teníamos la misma edad, pero para mí resultabas inalcanzable, pues te veía tan madura, tan segura de ti misma, tan adulta comparada conmigo, que solo era un muchachuelo con la cabeza plagada de sueños por cumplir y de cuentos sin escribir. Por eso nunca tuve arrestos para insinuarte siquiera cuánto me gustabas. Sin embargo, nunca te olvidé, y cuando extraje los primeros cuentos de mi cabeza, y los puse sobre el papel, tu recuerdo estaba de alguna manera presente en algunos de ellos. A partir de entonces solo nos encontramos en actos literarios, que solían coincidir con la presentación de algún nuevo libro que acababa de publicar. Y así hasta que me llamaste un día por teléfono, para invitarme a que bautizara el último libro que había editado en la librería en la que acababas de empezar a trabajar. Recuerdo que, como suele ser habitual en mí, emprendí el trayecto con el tiempo justo y llegué tarde a la librería donde iba a tener lugar el acto. Por eso me quedé cerca de la puerta del local, sin saber muy bien qué hacer. Pero tú te percataste enseguida de mi presencia y fuiste a buscarme, para que me sentara a tu lado, en la mesa que habías preparado para la presentación. Mientras nos acomodábamos frente al público asistente me susurraste al oído que aquél era el lugar donde me correspondía estar, y yo pensé que hubiera sido maravilloso estar junto a ti desde que éramos casi unos críos que queríamos arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones incensurables. Sin embargo, ambos habíamos emprendido otros caminos con unos compañeros de viaje que más pronto que tarde terminarían haciéndonos desgraciados. Pero eso, ni tú ni yo podíamos saberlo entonces, aunque en mi caso llevara mucho tiempo barruntándomelo. No me acuerdo muy bien de lo que dije en aquel acto. Lo que nunca podré olvidar es que te agradecí particularmente la invitación, y te emplacé, si la librería seguía milagrosamente abierta, y tú continuabas trabajando en ella, a que volvieras a contar conmigo
  • 14. cuando tuviera un nuevo libro que presentar. Así podría volver a verte, aunque para hacerlo tuviera que recurrir a la literatura como cómplice intelectual de un adulterio que no iría más allá de los límites de mi imaginación. Sin embargo, paradójicamente, desde entonces no habíamos vuelto a coincidir. Años después supe por otras personas que te habías quedado viuda, que no se había obrado un milagro y que la librería había tenido que cerrar sus puertas, y que vivías consagrada al cuidado de tus dos hijas. Pero para entonces yo había emprendido otro camino, agarrado de otras manos mucho más jóvenes que las mías. Otras manos de las que llegué a creer que jamás me querría zafar. Hasta que fueron ellas las que se desligaron de mis dedos y me robaron con su marcha, entre otras muchas cosas, las pocas ganas de vivir que me quedaban. Probablemente habrá personas más valerosas o desesperadas que sean capaces de tomar resoluciones drásticas; pero yo no soy tan impulsivo, ni suelo adoptar decisiones inmediatas ni radicales; incluso soy consciente de que siempre le doy a las cosas más vueltas de las que debiera, hasta cuando resultan meridianamente claras. Por eso, en lugar de beberme una botella del veneno más eficaz y fulminante o de tirarme sin paracaídas desde el ático de un rascacielos, me fui destruyendo poco a poco, esperando que el Destino rematara la faena que yo no tenía valor para apuntillar. Pero, como te decía antes, el dios del azar fue benevolente conmigo, y decidió concederme otra oportunidad. La oportunidad de reencontrarme contigo, y de reavivar ese fuego que llevaba dentro y cuyo rescoldo no se había apagado del todo. Por supuesto que no te llamé, como nos había sugerido tu amiga. No tenía tu número de teléfono. Mas esa excusa no sirve, ya que no me hubiera resultado demasiado difícil conseguirlo, como finalmente ocurrió. Pero ya te he dicho que tenía miedo de sufrir un nuevo desengaño, porque los médicos que controlan mi recuperación me han prohibido los disgustos y las preocupaciones; y las mujeres siempre le habían sentado muy mal a mi salud. En cualquier caso, lo cierto es que tras nuestro casual encuentro me sentí durante días como un barco al pairo, varado sobre un océano de aguas calmas. La milagrosa recuperación que avanzaba a toda vela, empujada por unos vientos de popa favorables, se había estancado. Era como si necesitara la energía de tu presencia para retomar el rumbo de mi restablecimiento definitivo, como si mis pulmones fueran un acordeón sin fuelle, al que, sin tu inspiración, se le había escapado la música entre sus pliegues. Incluso volví a pedirle al Destino que me echara otro capote y me hiciera coincidir contigo de nuevo, aunque fuera en el lugar más insospechado, como la
  • 15. última vez. Pero el destinatario de mis fervores debía de estar ocupado con otros asuntos más urgentes, o tan harto de dedicarme tantas atenciones, que esa vez no me hizo caso. Quizás fuera por eso por lo que no me quedó otro remedio que agenciarme tu número, y después de haber borrado muchas veces durante varios días el texto que había empezado a escribir, por fin hiciera acopio de todo mi valor y me decidiera a enviarte el mensaje en el que te preguntaba si querías tomar ese café que nos debíamos, aunque no estuviera muy seguro de que fueras a responderme. Pero, para mi fortuna, me llamaste enseguida, para decirme que te encantaría que nos viéramos. No te imaginas la ilusión con la que volví a arreglarme, casi ocho años después de mi última cita con una mujer. Me acicalé como lo hacía de crío. Me rasuré la barba concienzudamente, una y otra vez, hasta dejarme la piel casi tan suave como la de un niño recién nacido. Rocié mi pecho con mi mejor perfume, e incluso me puse gomina en el poco pelo que me queda, y al mirarme en el espejo descubrí que el eco de tu voz cantarina, escuchado a través del teléfono, había bastado para devolverle el brillo a mis ojos, la alegría a mi espíritu y la salud a mi cuerpo. Si hubiera podido, habría volado a lomos de un rayo para llegar enseguida junto a ti. Respiraba tanta impaciencia, me aguijoneaba tal nerviosismo, que me hubiera despojado incluso de mi sombra con tal de aligerarme de cualquier carga que me impidiera estar cuanto antes a tu lado. Cuando por fin nos encontramos, estabas radiante. Creo que nunca, ni siquiera en los sueños juveniles en los que te había idealizado, te había visto tan hermosa. Hacía casi treinta años que esos sueños habían caducado, pero te conservabas incluso mejor que entonces. Era como si, al resbalar contra tu cuerpo, las erosivas hojas que caían de un calendario ya otoñal hubieran pasado de largo, sin atreverse a quebrantar tu piel. Yo, en cambio, no era el muchacho inmaduro de antaño, que tenía la cabeza plagada de cuentos sin escribir. Me había convertido en un escritor que peinaba canas y al que le sobraban anécdotas que referir y kilos que perder. No sé si paré de hablar ni un solo instante, ni siquiera estoy muy seguro de que interpretaras todas las insinuaciones que te enviaba entre líneas, pero cuando me dijiste que se te hacía tarde, y que debías volver a casa para acostar a tus hijas, me pareció que no había pasado contigo ni un instante de mi nueva vida. Menos mal que me dejaste que te acompañara hasta tu casa. Juntos disfrutamos de una de esas noches estrelladas de agosto en las que, pasada la hora en que las cenicientas se recogen para irse a acostar, daba gusto dar un paseo. Habría deseado que las calles se convirtieran en avenidas interminables para que no
  • 16. hubiésemos llegado nunca a nuestro Destino. Y me hubiera gustado agarrarte de la mano por el camino. Y darte un sutil beso de despedida en los labios. Y quedar contigo el fin de semana siguiente. Y preguntarte si estabas dispuesta a rehacer tu vida con alguien algún día, y si ese alguien podía ser yo. Pero no me atreví a hacer ninguna de esas cosas ni a formular alguna de esas preguntas, seguramente porque te respetaba como solo se respeta a los héroes más idealizados. Así que tuve que conformarme con regresar despacio sobre mis pasos, recitándole versos a la luna, hasta llegar al lugar donde tenía aparcado el coche que otra vez iba a volver a distanciarnos. Pasaron varios días, que se me hicieron interminables, sin que volviera a saber de ti; sin que durante las horas de luz pudiera apartarte de mis pensamientos, ni por las noches desterrarte de mis sueños. A cada instante rememoraba segundo a segundo nuestra cita, y solo quería que volviera a repetirse. Quería que me conocieras como realmente soy, no como el niño soñador de antaño, ni como el cuentista prometedor que había ido acumulando libros y galardones en sus alforjas; y mucho menos como el guiñapo desahuciado de toda ilusión en que había llegado a convertirme. Quería que supieras que soy un hombre nuevo y optimista, desintoxicado de sus hábitos nefandos y de los naufragios del ayer. Un hombre que ha hecho limpieza en sus armarios, sacando de ellos todo lo que ya estaba de más y no iba a volver a necesitar nunca. Quería que comprendieras que solo pienso en rehacer mi vida y en encontrar por fin el amor verdadero, y que ninguna de esas dos perspectivas tendría sentido sin la otra ni sin ti. Por eso recopilé las fuerzas que me quedaban y volví a quedar contigo. Y en esa nueva cita quisiste saber cuál era mi modelo de mujer perfecta, y me puse a divagar, empleando argumentos y ejemplos que seguramente no te terminabas de creer. Porque una mujer tan inteligente e intuitiva como tú debía de saber que me moría de ganas de decirte que mi canon tenía nombre y apellidos y un cuerpo y un rostro definidos y tan próximos que casi podía tocarlos. Pero tampoco me atreví, porque justo hasta ese instante creí que nunca te habías planteado rehacer tu vida sentimental con ningún hombre. Me sacaste de mi error, y me previniste acerca de tus elevadas exigencias, y de que no eras amiga de los encuentros fugaces sin identidad ni porvenir, ni de las relaciones esporádicas de fin de semana. Y en esa precisa milésima de segundo supe, si no estaba suficientemente convencido ya, que estaba enamorado de ti hasta las vísceras más recónditas de mi organismo, y supe también que nunca había conocido una mujer con la que me entendiera tan bien como me entendía contigo, porque a la hora de plantear una relación de pareja los dos utilizábamos
  • 17. el mismo lenguaje. Por eso ya no me pude apartar de ti el resto de la velada, y cuando nuestros cuerpos y nuestras manos se rozaban, de una manera acaso no tan casual como cualquier extraño que nos viera hubiera podido interpretar, sentía un cosquilleo en la piel que hacía siglos que no había vuelto a notar. A estas alturas, no puedo ocultarte que soy como esos coches que han tenido antes otros dueños, pero te aseguro que, una vez reparado de chapa y pintura, me queda motor para rodar durante muchos kilómetros por las vastas autopistas de la vida, y quiero que todos esos kilómetros los recorras conmigo, compartiendo cada segundo, regalándome a cada suspiro el cántico de tu voz, el regocijo de tu aliento y el bálsamo de tus sabios consejos. Sé que no será fácil, que las cosas no son tan sencillas como antaño, cuando queríamos arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones ingenuas e incensurables; cuando estábamos dispuestos a abandonarlo todo, sin que hubiera nada de lo que debiéramos arrepentirnos; mientras que ahora los dos cargamos sobre nuestras conciencias y nuestras espaldas con responsabilidades y equipajes a los que nadie nos haría renunciar nunca. Pero el otro día me diste una lección fundamental. Me enseñaste el auténtico valor del tiempo, y que cuando uno es joven lo marrota sin tener conciencia de lo que en el futuro supondrá su pérdida; sin embargo ese tiempo, que no se puede reponer como las mercancías de un bazar chino, poco a poco va menguando, hasta que llega un día en que se convierte en un tesoro tan preciado que ningún minuto debe de ser desaprovechado con personas o situaciones que nos provoquen tedio o malestar. Y nosotros estamos llegando a esa edad en que no podemos permitirnos el lujo de perder los minutos con pamplinas ni con vacilaciones, y más cuando espero que tengas tan claros tus sentimientos como yo tengo los míos, y cuando barrunto que también atisbas el inminente futuro común que estamos poniendo en juego. Aún así me puedes echar en cara, y tendrías razón al hacerlo, que todo esto debería habértelo dicho en persona, mirándote a los ojos, y sin dudar. Pero, a pesar de todos los indicios favorables, no estoy seguro de estar a la altura de tus exigencias, de reunir todas las características que me conviertan también en tu hombre ideal. Ya te he advertido antes que doy siempre demasiadas vueltas incluso a las cosas que no se las tendría que dar. Y aunque te parezca mentira, si me he atrevido a escribir estas cuartillas, que no sé si serán las más brillantes, pero que sin duda alguna sí son las más sentidas que he escrito nunca, ha sido en parte gracias a un vidente infalible del que hasta ahora no te había hablado. Sospecho que seguramente te mostrarás escéptica con respecto a mis
  • 18. inclinaciones cabalísticas, y que al leer estas últimas líneas estarás pensando que el amor me ha situado al borde de la demencia. Pero puedes estar tranquila. Por muy loco que esté por ti, nunca me he sentido tan cuerdo. Lo que ocurre es que ese adivino apareció casualmente en mi vida para prevenirme, pocos días antes de que se produjera, de la gravísima enfermedad que estaba a punto de padecer; aunque también me advirtió de que no me asustara, que aunque llegara a ver las luces de ese túnel que carece de retorno, el Destino iba a brindarme la oportunidad de recuperarme por completo, y de saborear el dulce almíbar del éxito, y de encontrar a la mujer de mi vida; esa mujer con la que amueblar un futuro común y con la que escribir la historia más tierna y honesta que he sido capaz de contar. Y seguro que tampoco te lo vas a creer, pero ese hombre me ha vuelto a llamar por teléfono esta mañana para anunciarme que esa mujer única e incomparable estaba a punto de golpear las puertas de mi corazón, y la ha descrito tal y como tú eres. Por cierto, también me ha dicho que a esa mujer le encanta el cine, y que fuera preparando mis maletas, porque en cuanto los médicos me lo permitan voy a mudarme cerca de ella. Lo que el agorero no ha visto es que esa mujer derrocha tanta vitalidad, que incluso se ha anticipado a sus vaticinios. Ni sabe que a cada momento sueño con verte para atreverme por fin a adoquinar de besos tu cuello de cisne. Y seguirá sin saberlo hasta que lea en mi próximo libro esta romántica declaración que, como si fuera un río, se acerca a su desembocadura. Ahora solo falta que decidamos el desenlace entre los dos. Por eso te envío esas cuartillas en blanco, para que juntos elijamos si nuestro reencuentro no es más que una ilusión fugaz, que acaba como las novelas tristes que no tienen un final feliz; o si, por el contrario, es el preludio del cuento que quisiera escribir contigo y que no ha hecho más que comenzar. Amor releyó la carta una y otra vez, hasta aprenderse muchos párrafos de memoria, como si los hubiera escrito ella misma. Luego se incorporó de la cama. Buscó un bolígrafo en el primer cajón de la mesita de noche, y tomó una de las cuartillas que estaban en blanco. Se pasó la mano por el cuello, sin poder evitar un escalofrío indefinible, y luego garabateó sobre el papel unas escuetas palabras, con una caligrafía imprecisa y aquejada de urgencias.
  • 19. Esas palabras decían: Tras guardaraquellas cuartillas, que conteníanladeclaraciónmás románticaque habíaescuchadonunca, Amoresperóansiosaque seconsumieralanoche, y queélseatrevieraallamarlaaldíasiguiente parainvitarlaairalcine. Lode menoseralapelículaque fueranaver.
  • 20. La primera noche Él le había prometido que la primera noche que pasaran juntos sería inolvidable. Lo que ella no imaginaba era que fuera en un hospital. Él en un quirófano, operado de urgencias de una insuficiencia cardiaca, y ella sola y atormentada en la sala de espera, víctima de los efectos de la desesperación. Se sentía culpable. Tal vez no le había dado suficiente amor.
  • 21. Cincuenta sombras de Grey Hacía mucho tiempo que casi todos suponían que ella se iba a quedar para vestir santos. Él hacía pocos meses que había llegado al lugar, para suceder a un compañero en el cargo. Ambos eran de naturaleza abierta, y enseguida congeniaron estupendamente. Por eso, ella lo invitó a la celebración de su cuarenta cumpleaños. Él aceptó, y acudió a la merienda con un regalo. Al desenvolverlo, ella y el resto de invitados pudieron comprobar que se trataba de un libro, que -según el forastero- le había recomendado un librero de la ciudad vecina, porque al parecer encajaba perfectamente en el perfil que de ella le había dibujado al vendedor de libros. Sin embargo algo no iba bien. El forastero no sabía lo que era, pero algo no carburaba como era debido. Como licenciado en Psicología que era, podía apreciarlo en los rostros de los presentes, que deambulaban entre la perplejidad y la estupefacción. Lo que él no podía saber era que acababa de regalarle el libro erótico que más polvaredas, críticas y comentarios adversos había recibido en los últimos tiempos por aquellas remilgadas latitudes. Y, seguramente, no hubiera pasado nada si se lo hubiera regalado otro hombre soltero; pero no parecía apropiado que lo hiciera el nuevo párroco polaco que acababa de asentarse en el rancio pueblo castellano.
  • 22. Una terapia agresiva Cuando el individuo, que responde a las iniciales PDF, irrumpió en la consulta empuñando una pistola del nueve corto, con el rostro bañado en sudor y la camisa manchada de sangre, el psiquiatra, cuyo nombre ocultaremos bajo las iniciales JPG, para que no se extienda el pánico entre los miembros de su gremio, empezó a temblar, sentado tras el parapeto inconsistente de su escritorio. -Doctor -dijo el visitante-, por fin he decidido hacerle caso, y poner en práctica su consejo de eliminar de mi entorno todo aquello que me haga daño. Y, mientras le apuntaba con el arma al centro del corazón, le anunció que acababa de empezar su terapia con el director del Banco que le había quitado todo.
  • 23. El libro Disfruta del resto de sorprendentes relatos, 14 en total, y de los 41 microrrelatos que conforman este bello El cuento que quisiera escribir contigo a través de tu librería habitual o a través de nuestra tienda online.