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La adolescencia. La norma por esos años era que un guardia civil no podía pasar más de ocho años en el mismo destino. Cumplido el plazo, recogimos los cuatro enseres, los cargamos en el vetusto camión de un amigo de mi padre, y de nuevo carretera y manta hacia un pueblecito de la provincia de Cádiz, lindando con la Sierra de Grazalema. En la cabina, mi madre, mi padre y Enrique, conductor y propietario. Detrás, en la caja al aire libre con los trastos, íbamos tan a gusto mi hermana y yo, sentados saboreando el paisaje; y a veces tumbados, viendo pasar las nubes sobre uno de los colchones que transportábamos. Un viaje grato, alegre y amargo a la vez. Quedaban atrás mis amigos. Mi mar. Mariscar almejas y navajas, perseguir cangrejos entre las rocas, el penetrante olor de los caños de la bahía durante la bajamar… Todo un mundo que se iba y otro nuevo que me esperaba. Era el sino de las familias de los guardias civiles.No tardé en adaptarme. Qué remedio. Aunque todo era muy distinto. Pueblito blanco y coqueto sobre una ladera. Una casita alquilada fuera del cuartel. -Mamá, ¿podremos tener un gato? -¡Ay, ya veremos! Acabamos de llegar. Monte bajo con lentiscos, encinas y alguna huerta. Árboles y animales que nunca había visto a no ser en cromos. Cabras, ovejas y cerdos me parecieron de lo más exótico. Un río truchero aguas arriba. Y el cementerio, allá en lo alto de la ladera presidiéndolo todo. Visto con generosidad, casi una postal. Y sus gentes, con un tan peculiar acento y entonación, que parecían no terminar nunca cualquier pregunta de lo que alargaban la última sílaba. Hasta el vocabulario era diferente. Allí, serrano y campero; y el mío, lleno de giros y argot marinero. -Oye, ¿tú eres el hijo del guardia nuevo? ¿Cómo te llamas?—fue la pregunta repetida en el patio del colegio. -Pues como tu padre le ponga una multa al mío te vas a enterar—espetó el matón del patio a modo de primer saludo poniendo a pocos centímetros de mi cara su puño cerrado.  Los hermanos Vázquez, les enfants terribles del pueblo que tenían acojonados al resto con sus bravatas y peleas. Me hicieron la vida imposible, y salir al patio se convirtió en un tormento, pero como cada cerdo tiene su san Martín, los Vázquez me dejaron en paz cuando, ya harto de sus insultos y humillaciones, una tarde al salir del colegio cogí al mayor por sorpresa, me abalancé sobre él y lo tiré al suelo. Encima, a horcajadas y con una piedra en la mano, le amenacé con meterle la nariz hasta la campanilla. Santo remedio. Pasaron de ser los Zipi y Zape envenenados a convertirse en los hijos de Flanders, el de los Simpsons. Por contra, con un chico mayor que ya no iba al colegio porque su padre lo tenía cuidando su rebaño de cabras hice muy buenas migas. Antonio “el de la posada” me recibía con mucha alegría cuando alguna tarde me acercaba hasta el monte donde pastaba el ganado y pasábamos el rato charlando, sentados sobre la hierba hasta el atardecer, que reuníamos las cabras y lográbamos llevarlas hasta su establo con gran regocijo por mi parte, ya que aquello me parecía una tarea complicada dado el carácter alocado y lo muy saltarinas que eran las puñeteras. Por esto me encantaban, al contrario que las ovejas. Y los dos hermanos Heredia, a los que todos apreciábamos, tan cariñosos y pacientes con los niños, siempre con una sonrisa cuándo con la moda de jugar a los trompos íbamos a su taller de herrería para que nos quitara la punta redondeada que traía de fábrica y nos pusieran una agresiva púa de acero puntiaguda y bien afilada para destrozar las peonzas de los contrincantes. -Con esta no vas a dejar ni uno entero—nos auguraban pasando el dedo por el hierro templado en la fragua.Me hicieron monaguillo. Primeros meses de novedades y divertimento. En el salón parroquial, con acceso libre, teníamos dos futbolines, juegos reunidos, escopetas de aire comprimido y dos bicicletas. Imposible aburrirse. El cura se preocupaba también de conseguir becas y plazas para niños que querían seguir estudiando y debían salir fuera, ya que allí sólo se impartía la elemental. Y los rumores y oscuros secretos empezaron a tomar forma en mi, aún, mente blanca.-Que sí, que sí, créetelo, que el cura le mete mano a los monaguillos y a otros.-No seas mentiroso—le replicaba—.Yo no he visto nada.-Que sí—insistía. Y resultó cierto. Lo sorprendí en la sacristía con un niño sobre sus rodillas. Y no rezando, precisamente. El eclesiástico era un comprobado fulano pederasta, corruptor de menores de ambos sexos, putero, tramposo y mentiroso. Y eran muchas sus víctimas. El escándalo que se montó un día en el pueblo cuando pretendió abusar de una niña rubita que se escapó de sus garras corriendo y gritando hasta refugiarse en su casa fue mayúsculo. Un tipo digno del paredón, vamos. Conmigo no se atrevió. Deduzco que por ser hijo de guardia civil, al igual que con el hijo del alcalde, un cacique de libro que, según contaban, llegó al pueblo montado en un burro con lo puesto y, por arte de birlibirloque, engrosó la lista de los más ricos de la zona. A prestigioso internado de pago llevó a sus tres hijos hasta terminar carreras de ingenierías. Como se ve, en todo tiempo cuecen habas, y florecen los ladrones.  Con “La isla del tesoro” me premiaron en la escuela por las notas del último curso, y a los trece años me internaron en un buen colegio para poder seguir estudiando. Ya no volví a hacer vida continua con mis padres nunca más. Un tío mío bien relacionado con la política me consiguió la beca. Los tiempos felices se esfumaron de golpe. Tuve la inmensa suerte de vivirlos en dos pueblos muy diferentes, y en ambos disfruté de libertad de movimientos en la calle, de la mar y el monte, de largos paseos a pie o en bicicleta, y con amigos tan traviesos como yo, a los que me unían además las carreras por la huerta del Molino, con el hortelano tras nosotros después de haber entrado y arrancado del árbol un membrillo, unas nueces o un pequeño melón que disfrutábamos a la sombra cortando rodajas con las pequeñas navajitas que cada uno tenía como ahora tienen un teléfono móvil. Dejé de llamarme Paquito. El niño inocente de mirada límpida y corazón abierto dejó paso a un escandalizado adolescente que no sabía bien en qué mundo andaba. Los menores sabíamos todos lo que ocurría. Y los mayores también. Y nadie hizo nada. Este consciente no hacer nada es lo que los convertía a todos en cómplices y es mi mayor reproche y acusación.<br />Francisco Lerena, quot;
Lobo Azulquot;
<br />
La adolesencia

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  • 1. La adolescencia. La norma por esos años era que un guardia civil no podía pasar más de ocho años en el mismo destino. Cumplido el plazo, recogimos los cuatro enseres, los cargamos en el vetusto camión de un amigo de mi padre, y de nuevo carretera y manta hacia un pueblecito de la provincia de Cádiz, lindando con la Sierra de Grazalema. En la cabina, mi madre, mi padre y Enrique, conductor y propietario. Detrás, en la caja al aire libre con los trastos, íbamos tan a gusto mi hermana y yo, sentados saboreando el paisaje; y a veces tumbados, viendo pasar las nubes sobre uno de los colchones que transportábamos. Un viaje grato, alegre y amargo a la vez. Quedaban atrás mis amigos. Mi mar. Mariscar almejas y navajas, perseguir cangrejos entre las rocas, el penetrante olor de los caños de la bahía durante la bajamar… Todo un mundo que se iba y otro nuevo que me esperaba. Era el sino de las familias de los guardias civiles.No tardé en adaptarme. Qué remedio. Aunque todo era muy distinto. Pueblito blanco y coqueto sobre una ladera. Una casita alquilada fuera del cuartel. -Mamá, ¿podremos tener un gato? -¡Ay, ya veremos! Acabamos de llegar. Monte bajo con lentiscos, encinas y alguna huerta. Árboles y animales que nunca había visto a no ser en cromos. Cabras, ovejas y cerdos me parecieron de lo más exótico. Un río truchero aguas arriba. Y el cementerio, allá en lo alto de la ladera presidiéndolo todo. Visto con generosidad, casi una postal. Y sus gentes, con un tan peculiar acento y entonación, que parecían no terminar nunca cualquier pregunta de lo que alargaban la última sílaba. Hasta el vocabulario era diferente. Allí, serrano y campero; y el mío, lleno de giros y argot marinero. -Oye, ¿tú eres el hijo del guardia nuevo? ¿Cómo te llamas?—fue la pregunta repetida en el patio del colegio. -Pues como tu padre le ponga una multa al mío te vas a enterar—espetó el matón del patio a modo de primer saludo poniendo a pocos centímetros de mi cara su puño cerrado.  Los hermanos Vázquez, les enfants terribles del pueblo que tenían acojonados al resto con sus bravatas y peleas. Me hicieron la vida imposible, y salir al patio se convirtió en un tormento, pero como cada cerdo tiene su san Martín, los Vázquez me dejaron en paz cuando, ya harto de sus insultos y humillaciones, una tarde al salir del colegio cogí al mayor por sorpresa, me abalancé sobre él y lo tiré al suelo. Encima, a horcajadas y con una piedra en la mano, le amenacé con meterle la nariz hasta la campanilla. Santo remedio. Pasaron de ser los Zipi y Zape envenenados a convertirse en los hijos de Flanders, el de los Simpsons. Por contra, con un chico mayor que ya no iba al colegio porque su padre lo tenía cuidando su rebaño de cabras hice muy buenas migas. Antonio “el de la posada” me recibía con mucha alegría cuando alguna tarde me acercaba hasta el monte donde pastaba el ganado y pasábamos el rato charlando, sentados sobre la hierba hasta el atardecer, que reuníamos las cabras y lográbamos llevarlas hasta su establo con gran regocijo por mi parte, ya que aquello me parecía una tarea complicada dado el carácter alocado y lo muy saltarinas que eran las puñeteras. Por esto me encantaban, al contrario que las ovejas. Y los dos hermanos Heredia, a los que todos apreciábamos, tan cariñosos y pacientes con los niños, siempre con una sonrisa cuándo con la moda de jugar a los trompos íbamos a su taller de herrería para que nos quitara la punta redondeada que traía de fábrica y nos pusieran una agresiva púa de acero puntiaguda y bien afilada para destrozar las peonzas de los contrincantes. -Con esta no vas a dejar ni uno entero—nos auguraban pasando el dedo por el hierro templado en la fragua.Me hicieron monaguillo. Primeros meses de novedades y divertimento. En el salón parroquial, con acceso libre, teníamos dos futbolines, juegos reunidos, escopetas de aire comprimido y dos bicicletas. Imposible aburrirse. El cura se preocupaba también de conseguir becas y plazas para niños que querían seguir estudiando y debían salir fuera, ya que allí sólo se impartía la elemental. Y los rumores y oscuros secretos empezaron a tomar forma en mi, aún, mente blanca.-Que sí, que sí, créetelo, que el cura le mete mano a los monaguillos y a otros.-No seas mentiroso—le replicaba—.Yo no he visto nada.-Que sí—insistía. Y resultó cierto. Lo sorprendí en la sacristía con un niño sobre sus rodillas. Y no rezando, precisamente. El eclesiástico era un comprobado fulano pederasta, corruptor de menores de ambos sexos, putero, tramposo y mentiroso. Y eran muchas sus víctimas. El escándalo que se montó un día en el pueblo cuando pretendió abusar de una niña rubita que se escapó de sus garras corriendo y gritando hasta refugiarse en su casa fue mayúsculo. Un tipo digno del paredón, vamos. Conmigo no se atrevió. Deduzco que por ser hijo de guardia civil, al igual que con el hijo del alcalde, un cacique de libro que, según contaban, llegó al pueblo montado en un burro con lo puesto y, por arte de birlibirloque, engrosó la lista de los más ricos de la zona. 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