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El Papa Rojo

J. J. Benítez
     (La gloria del olivo)
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo


                              CIUDAD DEL VATICANO


                           04 horas 30 minutos

       Aquélla era otra de sus costumbres. Un hábito que ni ella misma podía explicar
satisfactoriamente. Se sentía segura bajo el dintel de las puertas. Y era así como gustaba
ejercer su autoridad. Y como cada madrugada, desde que fuera reclamada para cuidar de
los pucheros del Papa, sor Juana de los Ángeles se detuvo en el umbral. Parpadeó inquieta
y, al punto, tras un minucioso vuelo de inspección por la desahogada e inmaculada cocina,
sus achinados ojos grises se dulcificaron, recuperando la tonificante luminosidad que tanto
agradecían sus hermanas de congregación. Todo parecía en orden. A primera vista, todo se
hallaba bajo control, al menos en aquellos apartados aposentos del ala este del Palacio
Apostólico. Pero la nueva jornada apenas si acababa de despuntar. En una hora —a las
05.30— el viejo, fiel y nacarado despertador de Cracovia alertaría al Santo Padre. El fugaz
campanilleo —que jamás había traspasado la frontera de los diez segundos— precedería al
casi simultáneo encendido de la mayor parte de las ventanas de aquella tercera planta. Era
el comienzo oficial del nuevo día. Media hora más tarde —poco más o menos hacia las seis
—, el Papa celebraría su primera audiencia. Sesenta minutos de recogimiento. Sor Juana
sabía de la importancia de esta hora con Dios y de su modesta pero vital contribución a que
todo en la capilla privada se hallara en armonía y de acuerdo con los severos gustos de su
admirado Pontífice. A las 07 horas se iniciaría la misa. En cuanto a los invitados al posterior
desayuno, ésa sí era una batalla perdida. A pesar de su machacona y lógica insistencia,
Siwiz, el primer secretario particular, continuaba encogiéndose de hombros cada vez que
era interrogado por la religiosa. En realidad, tanto sor Juana como el fiel polaco y hombre de
confianza del Papa sabían muy bien que esa cuestión era una de las pocas que escapaban
al rigorismo doméstico que impregnaba la casa del Pontífice. Todo dependía del humor, de
la curiosidad o de los íntimos e inescrutables pensamientos del Santo Padre. Una vez
finalizada la misa —a eso de las 07 horas y 45 minutos—, era el propio Papa quien, tras
saludar y departir brevemente con la treintena de hombres y mujeres que le había
acompañado en el Santo Sacrificio, procedía a seleccionar a los invitados que deberían
compartir la colación. Pero esos momentos estaban aún por llegar...
       Y sor Juana, desde el umbral, fue a centrar su atención en lo que realmente
importaba.
       Con la destreza de un malabarista, sin asomo de duda, los rollizos y sonrosados
brazos de sor Gabriela seguían danzando incansables sobre las bandejas de madera que se
alineaban en la rojiza mesa de pino. Y mentalmente, salpicando la vajilla con rápidos y
nerviosos toques de sus dedos, fue pasando revista a los elementos que daban cuerpo al
desayuno del Santo Padre y de sus imprevisibles acompañantes: zumo de uva negra,
panecillos recién horneados, leche, queso, mermelada y café en abundancia. Y como extra,
una pequeña sorpresa: jablka m cieslie z sokiem, un pastel de manzana con salsa de frutas.
Todo un detalle sugerido y confeccionado por la diligente e imaginativa Gabi, la hermana
cocinera. Y fiel al ritual de cada madrugada, sor Gabriela alzó su cara de luna, buscando el
refrendo de la madre superiora. Y sor Juana, desde la puerta, asintió con una grave y breve
inclinación de cabeza.
       Acto seguido, en un gesto mecánico, la cocinera giró sobre los talones, al tiempo que
estregaba las manos entre los bajos del azulón e interminable mandil. Y, abriendo una de
las alacenas, extrajo media docena de blancos paños de hilo. Y puesto que la colación
debería permanecer en la cocina hasta las ocho en punto, las bandejas fueron
delicadamente cubiertas.
       Y también como parte obligada en tales prolegómenos, dejó hacer a la vivaz e
incorregible hermana Fe. Su próximo cincuenta aniversario, lejos de moderar su genio,
parecía arrastrarla a una segunda y alocada infancia. Rara era la jornada que no se veía en
                                              2
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la necesidad de amonestarla. Pero sor Juana y el resto de las religiosas de la reducida
comunidad daban por buenas sus inocentes extravagancias. Algunas, incluso, lo
agradecían. En el fondo era una forma sana y discreta de quebrar la rigidez y la tensión que
flotaban en las diecinueve estancias de los apartamentos papales.
       Y sor Fe, la más joven de las monjas polacas, rescató un centro de flores de uno de
los galvanizados fregaderos. Entornó los ojos y, aproximándolo al pálido y afilado rostro, fue
a perderse en la fragancia de aquel puñado de rosas blancas y rojas, todavía prietas y
prometedoras. E inevitablemente, como cada madrugada, los gruesos lentes resbalaron por
la ganchuda nariz, atrapando un par de cristalinas gotas de agua. Y, tras un profundo
suspiro, rodeó la mesa de pino, avanzando al encuentro de la casi imperceptible y familiar
sonrisa de la superiora.
       Pero antes de franquear el paso a la responsable de las flores, la vigilante mirada de
sor Juana volvió a escrutar las cuatro palabras escritas con tiza en el pizarrón que colgaba
entre dos de los espigados y avejentados aparadores. Y se sintió satisfecha. Aquel menú,
discutido y seleccionado con sor Gabriela la noche anterior, haría las delicias del Santo
Padre. De primer plato, kapusniak Cuna sopa de col fermentada). De segundo, otra
especialidad polaca: zraz (un suculento filete en salsa de crema) y grzyby (setas hervidas o
quizá a la marinera). La cuarta y última palabra hacía referencia al postre: mazurek (torta de
frutas). El problema, como casi siempre, lo constituía el número de raciones. Y al igual que
sucediera con los desayunos, tan incómoda situación debería esperar. Tratar de conocer de
antemano los cubiertos previstos para el almuerzo de Su Santidad era un trabajo al que
había renunciado a las pocas semanas de su llegada a Roma. La experiencia, sin embargo,
le había ido enseñando que, dadas las reducidas dimensiones del comedor, los comensales
difícilmente sumaban más de ocho. Aun así, sor Juana —y en especial la hermana cocinera
— no terminaban de acostumbrarse a los angustiosos equilibrios gastronómicos de última
hora.
       Sor Fe cruzó el umbral. Pero, al tercer paso, extrañada, se detuvo. Los negros hábitos
de la superiora seguían recortándose en mitad de la puerta. Y el único símbolo externo de
su autoridad —el cada vez más abultado racimo de llaves que colgaba del ceñidor— fue
golpeado por la implacable luz de los fluorescentes. La portadora del centro de rosas dudó.
La actitud de sor Juana, plantada frente a la cocina y retrasando la obligada gira de
inspección por los todavía oscuros y dormidos aposentos, no tenía precedentes. Algo fuera
de lo común la retenía. Y sor Fe, sin poder evitarlo, recordó la última reprimenda. La
reverenda madre se lo había repetido un sinfín de veces. La orden, además, procedía del
omnipotente Siwiz: Nada de marcas comerciales en los electrodomésticos. Debían ser
anuladas. Pero ella, presa en la agotadora dinámica de la limpieza, del lavado y del
planchado, lo había olvidado. Por otra parte, ¿a qué tantas prisas? Desde que saliera del
convento del Sagrado Corazón en su amada Cracovia —y de esto hacía ya más de tres
años— ni un solo periodista había sido autorizado a penetrar en los dominios de la
comunidad. Así y todo, sor Fe reconoció que a la superiora le asistía la razón. Y se hizo el
firme propósito de satisfacerla a lo largo de esa misma mañana.
       De haber podido contemplar su rostro, sor Fe habría comprendido que el motivo de
tan inusual demora no se hallaba en los rótulos del lavavajillas, del abrelatas o del horno,
sino en la espigada silueta de sor Eliza. A punto de abandonar la cocina, el fino instinto de la
superiora le había hecho reparar en un silencio poco común. Atareada en el manejo del
molinillo eléctrico, la siempre cantarina monja permanecía muda y demacrada. A lo largo de
aquellos minutos no la había visto alzar los ojos. Pero lo más desconcertante es que, por
primera vez en meses, la vieja y querida balada polaca —El montañés—, coreada siempre
por las hermanas, parecía desterrada de los labios de la ayudante de la cocinera. Tentada
estuvo de hacer una excepción, traspasar el umbral y reunirse con la religiosa. El corazón
de sor Eliza, sin duda, se hallaba desbordado por alguna preocupación que, de momento,
no acertaba a recordar. Como responsable de tan especialísimo grupo de monjas, estaba al
tanto de sus más íntimos problemas. Ella las había seleccionado y redactado los
meticulosos informes exigidos por la Secretaría de Estado. Y sabía también que cada uno
de los expedientes —secretamente verificados por un enviado especial de la curia al
convento de Cracovia— había ido a parar por último a las manos del propio Santo Padre,
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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
quien, asesorado por su primer secretario particular, terminó por aceptar la elección. Cada
hermana —de acuerdo con las estrictas normas vaticanas— había sido elegida en función
de cinco exigencias básicas: edad canónica (es decir, exenta de la menor atracción fisica),
probada espiritualidad, salud de hierro, competencia profesional y, muy especialmente,
extremada discreción. De este abanico de requisitos, el único que le obsesionaba era el de
la salud. A pesar de su excelente memoria no conseguía recordar un solo día en el que
hubieran dormido más de cinco horas. Pero se debían a su admirado Pontífice y al
juramento de fidelidad otorgado en presencia del gélido y exigente Siwiz.
      Bien. Lo tendría en cuenta. Y se ocuparía de sor Eliza en el momento oportuno. Ahora
mandaba su segundo amo: el reloj. Y, dando media vuelta, fue a reunirse con la inquieta
hermana Fe. Mientras permaneciera como gobernanta de aquella tercera planta, los
sentimientos personales debían ocupar un remoto puesto en el escalafón de prioridades.
Ella no era sor Vincenza ni aquél, su apuesto Papa polaco, un Albino Lucíani que admitiera
la menor debilidad en sus ayudantes y subordinados...



                           04 horas 40 minutos

       Aquella visita de inspección al comedor privado figuraba en el invariable "orden del
día". Y en silencio, con paso decidido, las religiosas salvaron los veinte metros que separan
la cocina del refectorio.
       Sor Fe, calculadora, optó por no atizar el fuego. Si entre los pensamientos de la
superiora anidaba ya una nueva e inminente amonestación, lo más sensato era esperar y
resignarse.
       Sor Juana palpó el manojo de llaves. La escasa iluminación del corredor,
pésimamente servida por los ambarinos pilotos alojados en los rodapiés, no restó eficacia a
sus rutinarios movimientos. La cerradura giró y la negra y pesada hoja de roble fue
empujada con suavidad. Y la mano de la superiora tanteó a su izquierda, rozando con las
yemas el fino dorado que empapelaba la estancia. Una vez iluminada, y de acuerdo con su
costumbre, permaneció bajo el dintel, absorbiendo en un golpe de vista la totalidad de la
cámara. Vigiló los pasos de su compañera y la delicada colocación de la canastilla de rosas
en el centro de la gran mesa que justificaba la sala. A continuación, acechante, fue
explorando la ubicación de la docena de cuadros, de las nueve sillas, del aparador, del
equipo de música, de las cinco pequeñas estatuas de madera, de la alfombra afgana y de
sus hipotéticas arrugas. Por último, con singular celo, fue a enfrascarse en el repaso visual
de cada centímetro cuadrado del sillón del Papa.
       A qué negarlo. Aquélla era una de las muchas y admirables cualidades de la madre
superiora. Ni sor Fe ni el resto de las hermanas habían logrado averiguar jamás cómo se las
ingeniaba para detectar la más venial de las anomalías... y sin moverse de las dichosas
puertas.
       El caso es que el seco chasquido de los dedos de sor Juana significaba la localización
de un fallo. Y sor Fe, como un autómata, siguió la dirección marcada por los ojos de la
superiora. Rodeó el nevado mantel de lino y, como un radar, los lentes apuntaron hacia el
terciopelo "burdeos" del asiento papal. Allí estaba el pecado. Al inclinarse para depositar las
flores, uno de los pétalos se había desgajado, cayendo sobre la augusta silla.
       Encendida como una amapola, guardó la blanca hoja y, mecánicamente, evitando el
gris—acero de la mirada de sor Juana, tanteó algunos de los levantiscos capullos. Y
satisfecha maldibujó una sonrisa exculpatoria. Pero la siguiente orden estaba ya trazada en
el impenetrable rostro de la superiora. Y alzando la poderosa mandíbula señaló la ventana.
       Segundos después, por la entreabierta doble cristalera, penetró la fresca brisa
nocturna de una Roma en reposo. Y sor Fe, de puntillas sobre las negras zapatillas de
fieltro, se dejó acariciar por el silencio. Como cada madrugada, la Ciudad Leonina y la vía de
Porta Angélica aparecían desiertas. Y estirando el cuello trató de descubrir el pequeño

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J.J. Benítez                                                                         El papa rojo
furgón azul que la policía estacionaba regularmente frente a la Puerta de Santa Ana. Pero el
peso de los inquisidores ojos de sor Juana sobre su nuca le obligó a desistir.



                           04 horas 45 minutos

       Sor Fe lo sabía. Y también sus hermanas en Cristo. Si la madre superiora se mostraba
escrupulosa en todo lo concerniente al orden, la limpieza y la disciplina dentro de los
aposentos papeles, con la capilla privada sostenía un permanente y enfermizo reto personal.
Ninguna de las religiosas, por supuesto, ponía en duda la santa naturaleza del lugar. Todas
se hallaban al corriente de las frecuentes y, en ocasiones, dilatadas visitas del Santo Padre
al pequeño templo, sabiamente reformado por su antecesor Pablo VI. En varias
oportunidades se habían visto sorprendidas —bien a lo largo de la mañana, mientras se
afanaban en la limpieza de suelos y paredes; bien al atardecer, durante los rezos
comunitarios— por la súbita irrupción del Pontífice, quien, sin mediar palabra, se hincaba de
rodillas en el solitario reclinatorio central. Y hay quien asegura haberle visto, a altas horas de
la noche, de bruces sobre la verde alfombra persa, orando al estilo oriental. Y comprendían
y aceptaban que sor Juana extremase su celo hasta el punto de cambiar diariamente los
sagrados manteles y la ofrenda floral que alegraba el extremo derecho del tabernáculo. Pero
aquella obsesión por abrillantar cada madrugada el pequeño esmalte con el rostro de la
Virgen de Czestocowa, alojado a dos metros del suelo y a la derecha del gran Cristo de
madera que pende sobre el altar, sinceramente, no era normal. ¿Y qué podían hacer? En
las sofocantes sesiones de plancha lo habían discutido a media voz. Casi clandestinamente.
Todas se mostraban conformes: alguien debería hablar con la superiora. Aquella absurda
manía de repasar diariamente el icono de la Virgen negra venía a robarles, al menos, media
hora de sueño, Pero ¿cómo plantearle tan justo descontento?
       Era matemático. A la misma hora y en el mismo lugar, al doblar la esquina y avanzar
por el corredor que se abre paso entre las habitaciones del sector sur, sor Fe se veía
asaltada por estos, quizá, poco caritativos pensamientos. Y también era cierto que tan
incómodas reflexiones no florecían más allá de veinte o treinta segundos. Es decir, durante
el tiempo consumido en el breve trayecto entre el refectorio y la capilla.
       Y sor Juana, obsesiva, consultó de nuevo la fosforescencia de su reloj de pulsera.
Estaban en el límite. Sí actuaban con diligencia, y contando, obviamente, con la
benevolencia divina, una vez consumadas las postreras incursiones a los salones y al
gabinete privado, quizá pudieran arañar unos minutos. Lo suficiente para plegar los
delantales, cepillar los hábitos, vigilar las tocas y reponer una gota de esencia de espliego
tras las orejas. Aunque el servicio del desayuno obligaba a la reverenda madre a retirarse
poco antes de la bendición final, por nada de este mundo hubiera renunciado a la diaria y
secreta vanagloria de rezar, cantar y comulgar junto al Santo Padre. La misa de siete, al
menos para ella, era mucho más que un sagrado acto de comunicación con Dios. Allí, entre
la treintena de invitados que difícilmente se repetía, a cinco metros del sillón y reclinatorio
papales, sor Juana se transfiguraba. Aquellos cuarenta copiosos minutos, en los que sus
ojos y corazón se llenaban con la gallarda y segura figura de Su Santidad, compensaban
con creces el claroscuro de su permanente servidumbre. Y desde su discreto pero excelente
puesto de guardia —siempre en el umbral—, desplegaba, además, la red de su
insobornable mirada, reteniendo y procesando hasta el más mínimo detalle. Nada burlaba
su singular y temida habilidad. El pulcro planchado de la blanca sotana de seda del
Pontífice, la plateada blancura del solideo, la milimétrica exactitud en el tamaño de las velas
o el azul cristalino de las vidrieras, entre la constelación de formas, luces, silencios y
ademanes que sólo ella percibía, eran chequeados sin interrupción, al tiempo que su audaz
voz se emparejaba en los cánticos con la del celebrante. Pero todo esto formaba parte de la
última e inexpugnable ciudadela de su alma.
       Y sor Fe, fiel a las ordenanzas, aguardó a que la superiora hiciera girar la cerradura
que liberaba la doble puerta. Y como cada madrugada, aguzó el oído, esperando reconocer
los lejanos, intermitentes e inconfundibles ronquidos del padre Siwiz. Aquel estratégico
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dormitorio —al fondo del pasillo— constituía un irritante enigma para su indomable
curiosidad. En especial, desde aquella mañana en que, en compañía de sor Eliza, mientras
trasteaban en el aseo y ventilación de la modesta cámara, fue a descubrir entre las sábanas
unos aparatosos goterones de sangre. ¿Es que el primer secretario dormía con cilicio? La
verdad es que de aquel hombre de cuarenta y siete años, permanentemente despeinado,
siempre esquivo y cuyas manos le recordaban el pedernal, podía esperar cualquier cosa.
Sinceramente, no le gustaba. Y no era la única en experimentar aquel rechazo casi natural.
Sus casi treinta años de servicio, confidencias y lealtad al que hoy portaba el sello del
Pescador, le habían convertido en un desagradable y, a veces, odiado filtro que no
respetaba cargos, sentimientos ni prioridades. Su voz atiplada no admitía reparos ni
segundas consideraciones. Su dudosa humanidad iba siempre por delante, tallada en hielo
en unos ojos grotescamente redondos y desproporcionados que muy pocos habían visto
pestañear. Nadie sabe si por iniciativa propia o por encargo, su raída sotana, sus chirriantes
zapatones y la caja de huesos que Dios le había dado por soporte físico eran
frecuentemente sorprendidos en los rincones más insospechados y a las horas más
intempestivas. En plena noche se le veía deambular y esconderse entre la columnata de
Bernini, quién sabe si espiando a las patrullas de vigilancia. Y otro tanto ocurría en los muy
nobles despachos de la Secretaría de Estado y en la planta superior, en los dominios de sor
Juana. Al filo de las cuatro, recién levantadas, las religiosas habían reparado más de una
vez en una siniestra y escurridiza sombra que escapaba de la cocina o que se deslizaba por
los corredores, desapareciendo hábil y veloz por cualquiera de las treinta y ocho puertas de
los apartamentos papales, antes de que pudieran llegar a ella. En varias oportunidades, la
pareja de seguridad que monta guardia en el segundo piso, cubriendo las escaleras y el
ascensor privado del Papa, había tenido que padecer los improperios y amenazas de Siwiz,
al ser descubierta por el sibilino polaco en uno de los esporádicos sueñecitos que, hasta
cierto punto, eran normales en las apacibles y aburridas noches del Palacio Apostólico. Los
veinticinco italianos que velan por la integridad física del Pontífice y que se turnan las
veinticuatro horas en la custodia de dicha segunda planta, de los accesos a la tercera y, en
fin, de la totalidad de los movimientos del Santo Padre —a excepción de los mencionados
aposentos privados, en los que no pueden irrumpir salvo casos muy graves y específicos—,
no acertaban a comprender la hiriente desconfianza del caja de huesos. A petición del
propio Papa, el general Chiesa, jefe de la lucha antiterrorista en Italia, los había reclutado de
entre los mejores, formando un cuerpo de elite: el S.S.S.S. o Servicio Secreto de Su
Santidad. Hablaban varios idiomas. Muchos de ellos eran licenciados por las más
prestigiosas universidades europeas y norteamericanas. Como tiradores selectos, podían
alcanzar un blanco con los ojos vendados y guiándose por el crujido de los zapatos. A pesar
de sus impecables modales y de la esmerada apariencia de sus ternos azules, hubieran
inmovilizado a un sospechoso en cinco segundos o detectado un arma bajo la ropa por el
simple estudio de las arrugas.
       Definitivamente, sor Fe no comprendía por qué muchas de las decisiones del Vicario
de Cristo en la Tierra se veían tamizadas por un individuo que rehuía el diálogo, que jamás
sostenía la mirada de su interlocutor y a quien, para colmo, le sudaban las manos. Pero el
Santo Padre le llamaba hijo...
       Y sor Juana, disfrutando del cotidiano ritual, empujó la doble puerta con las puntas de
sus diez dedos. Y ante la resignada quietud de sor Fe dejó que los solemnes labrados en
bronce de Manfrini se abrieran de par en par.



                           04 horas 47 minutos

       ¿Fue un presentimiento? Sor Fe nunca lo supo. Lo cierto es que, amarrada a la
estricta obediencia debida, con las gafas —como siempre— peligrosamente adelantadas y
aguardando de reojo el beneplácito para penetrar en la capilla y proceder a su enésimo
maquillaje, se sorprendió a sí misma, incomodada por un pálpito que empezaba a
tamborilear por las arterias, advirtiéndola.
                                               6
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
       Así, de pronto, creyó intuir la razón de tan desacostumbrado desasosiego. Saltaba a la
vista. Aquel inesperado amarillo sobre el altar era algo inconcebible en el espartano orden
de tan santa casa. Y confusa, buscó en la memoria.
       Pero la modesta luz no encajaba en sus recuerdos. No hacía ni cinco horas que ella
misma había sofocado los seis cirios que escoltan el aagrario. Vencida la medianoche,
concluida la última y rutinaria inspección, la madre superiora —haciendo honor a su
merecida condición de gobernanta— había dado dos vueltas de llave, clausurando la capilla.
       Pero, entonces...
       Sor Fe no tuvo tiempo de formularse la inevitable cuestión. Fue sor Juana —imperativa
y sin desviar la mirada del diezmado cirio— quien demandó una pronta explicación. La
religiosa, perpleja, carraspeó, buscando un imposible auxilio en el reiterado ajuste de los
bailarines lentes.
       ¿Y de qué hubiera servido excusarse? Todo cantaba en su contra. A no ser que...
       Rechazó la idea. Aquél no era el estilo de Siwiz. Además, si la capilla había
permanecido cerrada, ¿por dónde...?
       En su borrascoso cerebro amaneció una segunda y no menos endeble teoría. Pero fue
desterrada a idéntica velocidad. Aquello era ridículo. Sólo una imaginación tan desbordada y
mundana como la suya podía concebir tamaño despropósito.
       Para que el primer y aborrecido secretario hubiera tenido acceso al interior —
prendiendo así la solitaria vela— habría sido preciso violar el descanso del Pontífice. Y por
dos veces. Sólo a través del regio dormitorio existía una discreta y camuflada comunicación
con el flanco derecho del ábside. Pero, como es natural, sólo era utilizada por el Santo
Padre.
       Semejante desafuero —todos lo sabían— no se hallaba al alcance ni tan siquiera del
poderoso Siwiz.


                               04 horas 49 minutos

       Y antes de que acertara a componer una respuesta, sor Juana traspasó el umbral,
disolviéndose en unas tinieblas que amenazaban con engullir la tímida y esquinada flama.
Sor Fe, descompuesta, fue incapaz de seguirla. El inusitado gesto —quebrando la
sacrosanta costumbre de permanecer bajo el dintel— lo decía todo. Alguien, a no tardar —
ella con seguridad—, pagada caro el error.
       Y más que verla, la adivinó caminando sobre las verdiblancas losas de mármol, rumbo
al altar. Creyó distinguir su cañaveral figura esquivando por la izquierda el macizo y curvado
sillón de bronce que complementa el reclinatorio papal. Y al fin, merced al tenue destello de
la misteriosa vela, la negra lámina de la superiora se hizo medianamente perceptible.
       Salvó el escalón de veinte centímetros que divide prácticamente la capilla y, con la
misma decisión con la que había arrancado de la puerta, fue derecha al encuentro del cirio.
Y, por espacio de escasos segundos, la enjuta monja y su altiva toca se recortaron
hieráticas contra el halo blancoamarillento. La proximidad de sor Juana fue acusada por la
lengua de fuego, contoneándose. Y el pálpito de sor Fe arreció inexplicablemente.
       De pronto giró la cabeza, reclamada por algo existente a su derecha. Y el breve perfil
de la superiora quedó provisionalmente dibujado sobre la luz. Y así permaneció durante uno
o dos segundos. Y sor Fe —acertadamente— imaginó que sus privilegiados ojos grises
acababan de detectar una segunda y desgraciada anomalía.
       A partir de esos instantes, todo se encadenó en un confuso desorden.
       Sor Juana rompió la inmovilidad y avanzó un par de pasos. Pero, al rebasar el centro
del tabernáculo, se detuvo. Inclinó el tronco, como si tratara de cerciorarse, y, acto seguido,
ante la perplejidad de la vigilante hermana Fe, saltó hacia atrás golpeándose los riñones con
el ara. Parecía como si alguien la hubiera empujado violentamente. Por supuesto, tan

                                              7
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
enigmática secuencia —impropia de la imperturbable religiosa— terminó de desarmar los ya
debilitados ánimos de sor Fe. Y el miedo a empeorar las cosas la mantuvo en su sitio.
       ¿Un gemido? Sí, pudiera ser. Sor Juana abrió los brazos, buscando apoyo en el filo
del altar. Y sin dejar de emitir aquel entrecortado y cavernoso sonido, fue deslizándose
insegura hacia el extremo en el que parpadeaba la nerviosa vela. Pero antes de llegar a su
altura rechazó el contacto con el mármol. Y cubriendo el rostro con las manos se tambaleó.
Al momento sor Fe volvió a perderla en la oscuridad. Juraría que se había desplomado. Y un
sudor frío comenzó a destilar bajo la toca. Fue la señal. Y obedeciendo al instinto se
precipitó en auxilio de la superiora.
       Pero, cuando apenas había recorrido tres de los cinco metros que la separaban del
sillón curvado, un alarido la clavó al piso. Y el pálpito se hizo fuego, abrasándole las
entrañas.
       Aterrorizada, forcejeó con la negrura. Jamás había escuchado un grito tan
desgarrador. ¿Qué estaba pasando? ¿ Qué había sido de sor Juana? Echó atrás las
incorregibles gafas y, conteniendo la respiración, ensayó a empinarse, sin saber muy bien
hacia dónde mirar. Pero el temblor de las piernas la obligó a renunciar.


                               04 horas 51 minutos

      Un segundo. Silencio. Tres segundos. Silencio.
      La capilla recuperó una aparente normalidad. Pero aquel silencio... Y sor Fe, bañada
en sudor, inspeccionó los difusos perfiles. Su corazón, bombeando angustia y desconcierto,
había cambiado de emplazamiento. Ahora tronaba en la garganta.
      Exploró las blancas horizontalidades del altar, deteniéndose en la amarilla verticalidad
de la llama. Y en esa fugaz y tensa espera volvió a percibir los ahogados gemidos. Partían
del tabernáculo o de algún lugar muy próximo. Pero la oscuridad y el respaldo del sillón
curvado habían amurallado la zona. Sólo tenía una opción: desatornillar el miedo de sus
pies y caminar, rodeando el reclinatorio. Era menester salir de dudas y, sobre todo, auxiliar a
la desaparecida sor Juana.
      Y las zapatillas, al fin, comenzaron a arrastrarse sobre las losas. Pero un nuevo y
sonoro lamento arruinó los últimos gramos de valor. Y, paralizada, creyó distinguir una
sombra. Había emergido por detrás del reclinatorio. Y luchó por articular el nombre de la
superiora. Inútil. Los labios y la lengua —como estopa— no respondieron. Y un escalofrío
erizó sus cabellos.
      Buscó retroceder. Pedir ayuda. Gritar. Imposible. El terror la había desmembrado.
      Y antes de que acertara a desmayarse, aquel bulto ganó altura y, entre roncos
gemidos, se abalanzó hacia ella.
      Extendió las manos en un instintivo gesto de protección. Pero el choque fue inevitable.
Y la religiosa, materialmente arrollada por un amasijo de hábitos y animalescos sonidos
guturales, cayó de espaldas, perdiendo en el lance la toca y las inestables gafas. Y vientre,
pecho y rostro se hundieron bajo unos pies descalzos que, inmisericordes, frenéticos y
poderosos, se alejaron a la carrera.
      Y el silencio —espeso como su mente— cayó de nuevo sobre la capilla.


                               04 horas 52 minutos

      El   frío contacto con el mármol fue su primera sensación coherente. E incapaz de
hilvanar   un solo pensamiento, trató de incorporarse. Tuvo que desistir. Sor Fe no había
contado    con aquel insoportable dolor en las costillas. Y con el zumbido del miedo en su
cerebro    eligió arrastrarse. Se aferró a la cera antideslizante con la que abrillantaba

                                              8
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
regularmente las losas rectangulares, impulsando el cuerpo hacia la puerta. Y de espaldas,
con la borrosa visión del Cristo resucitado que presidía las vidrieras del techo, comenzó a
ganar terreno. Nuca, codos, manos, nalgas, pies y corazón se hicieron un todo, motorizando
una obsesiva idea: huir. Y en cada palmo, sus labios imploraron el socorro de la Señora de
Czestocowa. Pero ¿de qué escapaba? ¿Del silencio? ¿De las tinieblas? ¿De aquel aullido o
quizá del tornado que la había herido y humillado? ¿Y sor Juana?


                               04 horas 54 minutos

       Fue un golpe seco. Pero el suave dolor en la cabeza la confundió. De haber alcanzado
los bajos de una de las jambas de la doble puerta, el topetazo la habría conmocionado. Y
desafiando al dolorido costado giró sobre sí misma. No se había equivocado. En efecto, se
hallaba en el umbral. Y desconcertada luchó por identificar el obstáculo que se interponía en
su camino. Pero, a pesar de tenerlo a un palmo de su cara, los nervios y la galopante miopía
frustraron el reconocimiento. Fue al palparlo cuando su angustia se desbordó. Y
abrazándose a los ásperos zapatones, se deshizo en un llanto entrecortado y suplicante.
Pero el muy humano desahogo de la religiosa fue breve. Al instante, unas sudorosas y
familiares manos tantearon su rostro e, implacables como garfios, se hundieron en los
brazos, alzándola como una pluma. Y sor Fe, sostenida en volandas, acusó el impacto de
aquella nueva violencia. Y las lágrimas se hicieron incontenibles. Pero, súbitamente,
enmudeció. Alguien había conectado las luces de la capilla y ante ella, como parte del caos
que la envolvía, apareció un Siwiz desencajado, con el cabello en desorden, sin afeitar y con
los redondos ojos fuera de las órbitas. Y sor Fe tampoco comprendió por qué su sotana se
hallaba a medio abrochar.
       Un segundo después era apartada violentamente. Y la exhausta religiosa se habría
derrumbado, de no haber sido por la rápida y feliz intervención de sor Juana y las restantes
hermanas. La superiora, sosteniéndola por la cintura, la arrastró hasta acomodarla en una
de las cuarenta y seis sillas que llenaban el primer tercio de la capilla. Gabi rescató sus
lentes y sor Eliza acomodó como pudo el largo y negro velo de la toca. Pero la
normalización de la visión, lejos de serenar su espíritu, sólo vino a sumar confusión a la
confusión. La cocinera y la hermana ayudante se precipitaron hacia el altar y la superiora,
con el rostro pálido y afilado como la proa de un navío, fue a hincarse de rodillas, sepultando
la cabeza en el regazo de la atónita sor Fe. Y durante breves segundos la sintió
estremecerse. Y el castigado corazón de la religiosa sufrió un nuevo latigazo. Las manos de
sor Juana, agarrotadas entre su hábito, presentaban unas extrañas manchas rojas. Y,
abriendo los dedos sin contemplaciones, vino a confirmar su primera impresión: sangre...


                               04 horas 57 minutos

       Quizá fueran los estridentes chillidos de sor Gabriela. 0 quizá las monocordes
plegarías de sor Eliza, mezcladas con los histéricos llamamientos del primer secretario,
reclamando la presencia de sor Juana. La cuestión es que la madre superiora terminó por
despegarse del momentáneo refugio. Y restregándose los húmedos ojos, obedeció como un
robot. Y los pómulos y mejillas se pintaron de sangre.
       Y la aturdida sor Fe la vio distanciarse, uniéndose al grupo que clamaba y gesticulaba
junto al altar. Y aquel inicial pálpito volvió a instalarse en las profundidades de su menuda
humanidad, obligándola a reunirse con sus trastornadas hermanas. Y lentamente, midiendo
cada paso, deseando no llegar, fue aproximándose a las encorvadas espaldas de las tres
religiosas.
       Su primera ojeada por entre las convulsivas cabezas no sirvió de mucho. Y lo que
medio vio fue instantáneamente rechazado por su cerebro. Era imposible. Se negaba a
aceptarlo. Y víctima de su innata ingenuidad, lo atribuyó a los malditos lentes. E inmóvil, sin
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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
atreverse a bajar la vista, intentó rezar. Pero, incomprensiblemente, no pudo despegar los
labios. En su mente seguía viva aquella imagen imposible: la parte inferior de una sotana —
no sabía si blanca o roja— y unas mangas negras emborronando la escena. De lo que sí
estaba segura es de que los brazos pertenecían a Siwiz y a la superiora. Y apretando los
dientes y suplicando clemencia al Todopoderoso, se arrojó sobre los hombros de la
arrodillada Gabi, empujándola sin miramientos.


                                        05 horas

       Su boca fue abriéndose despacio. Y tras un nervioso e incontrolado parpadeo, quiso
tomar aire. Pero no había aire. Al menos para ella. Y notó cómo sus piernas fallaban. Y ante
el gran charco de sangre experimentó una punzada en la boca del estómago. Y una primera
arcada ascendió como una ola.
       ¡Santísimo Padre!
       La suplicante voz de sor Juana llegó trabajosamente hasta la petrificada sor Fe. Y una
segunda y tercera arcadas la estremecieron como un muñeco. Pero la religiosa siguió
recorriendo aquel cuerpo derramado sobre el mármol. Reconoció la siempre luminosa
esclavina, ahora empapada en un rojo cereza. La sangre, increíblemente, lo llenaba todo:
cabeza, espalda, faja, sotana, alfombra, losas y hasta el verdoso altorrelieve grabado en el
frontis del reclinatorio. El anciano Pontífice yacía boca abajo, con la mejilla derecha en
contacto con el pie semicircular del reclinatorio de bronce.
       Siwiz retiró los dedos índice y medio del cuello del Papa. Y fijando sus ojos en los de
la superiora, negó con la cabeza. La carótida no respondió y las arcadas, incontenibles,
doblaron la frágil silueta de sor Fe. Y los vómitos se precipitaron sobre los charolados
zapatos del inerte Papa.


                               05 horas 03 minutos

       Y se obró el milagro. Despacio, como si hubieran sido entrenadas para ello, las
monjas cesaron en sus lamentos. Y durante un tiempo que ninguna supo medir se dejaron
arropar por el silencio.
       Juana de los Ángeles, arrodillada frente al ensangrentado rostro de su amado
Pontífice, luchaba por comprender. Ella lo había encontrado en la penumbra del altar. Poco
faltó para que tropezara con él. En su desesperación llegó a tomar la cabeza, agitándola e
imaginando otro de aquellos periódicos y preocupantes desvanecimientos. Pero, al contacto
con la sangre, creyó enloquecer. Y ciega y desbordada buscó la ayuda de Siwiz,
arrancándolo de la cama. Todo había sido tan rápido y absurdo... Y ahora, impotente, se
hallaba junto a los ojos vidriosos y extrañamente espantados de un hombre al que
consideraba poco menos que inmortal.
       —Sor Juana...
       La voz del primer secretario —apenas un hilo— le devolvió a la realidad. La habitual
dureza de sus labios en herradura, fugazmente amortiguada por la sorpresa, volvió a
esculpirse en el rostro de Siwiz. Y sin apartar la mirada del montañoso coágulo que cruzaba
la frente de su padre y señor ordenó con frialdad:
       —Avise a Seguridad.
       Y ambos se alzaron. Siwiz sin esfuerzo. La superiora, tambaleante, como si le
arrancaran las entrañas.
       Y tras un instante de duda, con el mentón clavado sobre el abierto e imberbe pecho, la
mano del primer secretario apuntó hacia la doble puerta, cursando una segunda e inapelable
orden:

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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
      —Salgan todas.
      Las religiosas, en pie, se miraron sin comprender. Y sor Gabriela, buscando los ojos
de la superiora, avanzó un corto paso, haciendo ademán de intervenir. Pero sor Juana,
llevando su dedo índice a los labios, dio por buena la disposición.


                               05 horas 07 minutos

      Siwiz se hizo con el manojo de llaves. Y sor Juana, resignada, se limitó a observar.
Pero, a la primera vuelta, la mano del polaco quedó inmóvil en la cerradura. Y sus ojos de
lechuza volaron al encuentro de la ausente monja. No hubo palabras. Y la superiora,
recordando la orden, se perdió veloz por el pasillo. Y Gabi, Eliza y sor Fe, indefensas ante el
inhóspito Siwiz, dejaron que cerrara la capilla, precipitándose tras la madre superiora. Y los
velos y hábitos, en la que sería su postrera carrera por aquella tercera planta, hicieron
parpadear los rasantes pilotos de emergencia.
      En mitad del oscuro corredor, con la veintena de tintineantes llaves entre sus dedos, el
primer secretario volvió a dudar. Pero terminó por decidirse por el despacho más cercano: el
gabinete privado de Su Santidad.
      Y, esquivando las tres sillas de cuero negro que rodeaban aún la abarrotada mesa,
tomó asiento frente a los teléfonos. El elenco editado por el Governatorato seguía al pie del
pequeño cuadro de la Virgen Guadalupana. Hojeó nerviosamente las páginas enmarcadas
en azul y buscó la extensión del secretario de Estado.




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J.J. Benítez                                                                    El papa rojo


                                         ... 5098
      Y un rezagado e incontenible temblor le obligó a sujetar el blanco auricular con ambas
manos. Cuán lejana y extraña se le antojó entonces la borrascosa reunión de la tarde—
noche anterior, en torno a aquellas dormidas y engordadas carpetas de piel repujada.
      Al tercer toque, una voz distorsionada, bruscamente arrebatada del sueño, le obligó a
excusarse. Y añadió sin rodeos:
      —Eminencia. Suba inmediatamente...
      Monseñor Angelo Rodano consultó su reloj. Entre las brumas de su adormilada mente
creyó reconocer el agudo timbre de Siwiz. Y molesto, sospechando una imperdonable
confusión, exigió que se identificara.
      —Eminencia, por el amor de Dios. —El polaco obvió el requerimiento. Y endureciendo
el tono, entre tartamudeos, obligó al monseñor a despegar el teléfono de la oreja—. El Santo
Padre... ¡Oh Dios!, eminencia, ha sido encontrado en la capilla...
      Rodano tiró de su pesada humanidad. Se sentó en la cama, prendió las luces y buscó
las gafas. La excitación de Siwiz terminó de despertarle. Y su certero olfato de hijo de
campesinos abrevió la secuencia.
      —¿Otro desmayo?
      —No, eminencia. Hay sangre por todas partes.
      —Pero... Siwiz enmudeció.
      —¿Muerto?
      Aquel segundo silencio del fiel hombre de confianza resultó elocuente. Y atropellado
por sus propias ideas, Siwiz balbuceó:
      —No puedo asegurarlo... Entiendo que sí... No comprendo... Por favor, suba...
      Tentado estuvo de colgar y precipitarse escaleras arriba. Su dormitorio, en la segunda
planta, se hallaba a un par de minutos de los aposentos papales. Pero, tratando de controlar
al imprevisible primer secretario, eligió sujetarlo al teléfono.
      —¿Quién más está al corriente?
      —Las monjas... Ellas lo descubrieron. Y ahora, supongo, la Seguridad.
      Angelo masculló su desagrado, reforzando el acento piamontés. Pero, recuperando el
timón, fue breve y rotundo:
      —Llame a los médicos. Primero a Itenozzu. Yo me encargo del camarlengo... Y por
favor, que nadie toque nada. ¿Lo ha entendido?


                              05 horas 12 minutos

       La luz azul, estratégicamente alojada en el alto techo del corredor central, puso en
guardia a Siwiz. Debía actuar con rapidez. En cuestión de minutos, la capilla y toda la
tercera planta escaparían a su control. Y él no estaba dispuesto a obedecer la inhumana
orden del secretario de Estado. Su venerado señor no sería blanco de la morbosa curiosidad
de aquellos incompetentes prebostes vaticanos. Le repugnaba la idea de cruzarse de brazos
y esperar a que otros autorizaran el levantamiento del cuerpo. ¿Qué sabían ellos de su
dilatada y abnegada entrega? El Santo Padre era suyo. De nadie más...
       Pero sus enfermizos pensamientos y el destartalado caminar se vieron bruscamente
interrumpidos. Y, observando la escena con desconfianza, trató de adivinar el motivo de
aquella agitación entre las religiosas y los dos italianos que, en teoría, velaban por la
seguridad del Pontífice. Uno de los agentes, haciendo caso omiso de las protestas de las
monjas, trataba de desbloquear la doble puerta de la capilla, lanzando sucesivos e
impetuosos embates con el hombro.
       Al reconocerlo en el fondo del pasillo, sor Juana corrió a su encuentro.
                                            12
J.J. Benítez                                                                     El papa rojo
       —¡Padre, quieren derribarla!
       Siwiz no respondió. Esquivó a la superiora y, babeando, se precipitó con los puños en
alto hacia la torre humana que pujaba por entrar. En su enloquecida carrera topó con sor
Gabriela y, desequilibrado, fue a rodar hasta los pies del segundo hombre de azul. Una
décima de segundo después, al revolverse, el primer secretario experimentó la redonda
frialdad de un cañón entre sus pobladas cejas.
       Y el agente que empuñaba la Beretta 92—SB—F escrutó los voluminosos y
encendidos ojos de Siwiz. Pero la voz de su compañero, que había renunciado a la
demolición de la puerta, le hizo enfundar el arma.
       —¡Quieto!... Y usted, padre Siwiz, tranquilícese.
       Sor Juana acudió en ayuda del sacerdote. Pero fue rechazada.
       —Y ahora, por favor..., abra la puerta.
       El primer secretario comprendió que no tenía elección.


                              05 horas 15 minutos

       Siwiz dejó que la pareja de Seguridad le precediera. Y reteniendo a la superiora,
caracoleando con una familiaridad inusual, le manifestó que lo dispusiera todo para el
inmediato aseo y traslado del Santo Padre. Sor Juana no preguntó. Se limitó a asentir. Y,
haciendo suyas las aparentemente humanitarias intenciones, desplegó a sus religiosas, a la
búsqueda de lo necesario.
       Y el primer secretario alcanzó a los agentes cuando uno de ellos, inclinado sobre el
cuerpo, palpaba por detrás de la oreja izquierda, tratando de confirmar lo que parecía
evidente. La exploración fue breve. Tomó aire. Se enderezó y cruzó una significativa mirada
con su compañero. Extrajo un pañuelo del bolsillo derecho del pantalón y, enjugando el
sudor, resopló como un búfalo acorralado. Movió la cabeza negativamente y con un mal
disimulado desaliento pidió al que había encañonado a Siwiz que telefoneara al
comandante.
       El de la pistola obedeció en silencio. Aunque su faz presentaba una llamativa palidez,
aquel horror no parecía haberle afectado. Sencillamente, ante unos hechos consumados, se
había limitado a poner en marcha la maquinaria de su profesionalidad. Estudió el cadáver y
su entorno, partiendo de lo general para, seguidamente, entrar en lo particular. Y en
segundos, las evidencias fueron conformando una primera y provisional hipótesis. La
posición del cuerpo, de la cabeza y de los brazos era elocuente. Quizá el anciano y
castigado Pontífice había resbalado o sufrido otro desmayo cuando se dirigía al reclinatorio,
estrellándose contra la sólida y artística pieza de bronce. La caída tenía que haberse
registrado a un metro —quizá menos— del peldaño que daba altura al altar. El vientre y las
piernas se hallaban en dicha zona. En cuanto a la profunda herida en la frente y la propia
disposición de la cabeza, sobre el pie semicircular del reclinatorio, encajaban con su teoría
del lamentable accidente. La escandalosa mancha de sangre en la emplumada pata
derecha del águila que adornaba el curvado frontis del citado reclinatorio hablaba por sí
sola. Aquél, a primera vista, parecía el punto de impacto. Un choque tan brutal que había
proyectado la sangre en forma de estrella, alcanzando la casi totalidad del sinuoso relieve
metálico. Las grandes alas desplegadas, el largo y curvado cuello, la cabeza y el pico, el
pecho y las patas de la simbólica ave se hallaban teñidos por aquel espectacular goteo.
Incluso los dos polluelos labrados al pie de la protectora y solícita madre acusaban el
chorreo sanguinolento.
       La muerte —pensó— debió de ser instantánea. Pero, por el momento, estas
apreciaciones quedaron en su fuero interno. Conociendo como conocía el intrincado y
pantanoso proceder de la cúpula vaticana, lo más probable es que el óbito y sus
circunstancias fueran drásticas y velozmente explicados, evitando a toda costa una
investigación en regla. ¿Qué otra cosa podía esperarse ante el enojoso precedente que
rodeó la muerte de su antecesor, el Papa Luciani?
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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
      Y, asqueado, giró sobre los talones, apresurándose a comunicar la noticia. No hacía
falta mucha imaginación para intuir el despertar de Camilo Chíniv, su comandante y jefe de
los Servicios de Seguridad del Vaticano. Y una vez más maldijo su aciaga estrella...


                               05 horas 19 minutos

       Esta vez, Siwiz, quebrando su proverbial distanciamiento, se apresuró a auxiliar a las
religiosas. Al verlas aparecer en la capilla, presa de un sospechoso nerviosismo, arrebató la
jarra de porcelana que portaba sor Eliza y, en polaco, las apremió para que se repartieran
en torno al Santo Padre. Y, empujando sin contemplaciones al atónito agente, se plantó de
rodillas a un palmo del casi irreconocible rostro del Papa. Las monjas, con los lienzos,
esponjas y jofainas entre las manos, no supieron cómo reaccionar. Y estupefactas asistieron
a otro gesto, impensable en aquel corazón de hielo. Siwiz se arremangó y, atrapando una de
las esponjas, la empapó en agua. Y, decidido, la dirigió al gran coágulo que dominaba la
zona frontal. Pero no llegó a tocar la herida. Una curtida e inmensa mano —que hubiera
podido abarcar su cuello— se enroscó en el antebrazo derecho. Y tirando del primer
secretario le forzó a ponerse en pie.
       —Padre, ¿qué pretende? ¿Es que ha olvidado mis órdenes?
       Los minúsculos labios del sacerdote acentuaron su curvatura. Nadie supo si
contraídos por el dolor o por la frustración. Y antes de elevarse hacia las cuadradas y
deportivas gafas que aguardaban una respuesta, sus cenicientas papilas se detuvieron en la
dorada cruz cardenalicia de doce centímetros que destellaba sobre la negra sotana. Y, en su
ralentizada ascensión hacia el final de aquella jadeante mole de 1,85 metros, reparó
igualmente en los tres botones rojos y en el pulcro alzacuellos que ceñía el inconfundible
morrillo de toro del secretario de Estado.
       En realidad, monseñor Rodano no esperaba ni necesitaba una explicación. Hacía
años que conocía y padecía el rebelde látigo que se agitaba en aquellos ojos. E, intuyendo
alguna secreta e irreparable maquinación del primer secretario, se había lanzado de la cama
y, a medio vestir, sin afeitar pero cuidando de portar el solideo escarlata de seda jaspeada y
la cruz con las seis incrustaciones de aguamarina, salvó de dos en dos los veinte escalones
que le separaban de la tercera y noble planta.
       —Retírese..., por favor.
       A sus sesenta y siete años, a pesar de la cuadrada fortaleza —más propia de un ring
que de un diplomático al servicio del Espíritu—, aquella febril carrera hasta la capilla y el
momentáneo uso de la coacción física mermaron notablemente las siempre generosas
reservas de paciencia de Angelo Rodano. Y su voz, habitualmente reposada, profunda y
varonil, necesitó tiempo, esfuerzo y concentración para recuperar el latido propio.
       Y dirigiéndose a las descompuestas monjas les hizo ver que también ellas debían
seguir los pasos de Siwiz. Pero, rectificando sobre la marcha, suplicó a la superiora que se
quedase. Sor Juana cuchicheó brevemente al oído de Gabi. Acto seguido, mientras las
cabizbajas religiosas cargaban de nuevo los enseres, retirándose, cruzó las manos sobre el
vientre, dispuesta a obedecer. Pero el piamontés pareció olvidarse de sus últimas palabras,
de la madre superiora y de cuanto le rodeaba. Y situándose en el filo de la enrojecida
alfombra persa sobre la que yacían los brazos y el tronco del Santo Padre, cuidando de no
pisar la inmóvil marca de sangre, permaneció estático, con la cabeza humillada, las manos
desmayadas a lo largo de la campanuda sotana y sus atractivos ojos velados por una infinita
piedad. Y, por primera vez en aquella infausta madrugada, alguien se acordó del alma de
aquel infeliz. Y, dejándose caer lenta y reverencialmente, fue doblando las rodillas hasta
ocupar el lugar en el que había sorprendido a Siwiz. juntó sus manos de leñador, las elevó
hasta presionar la punta de la nariz y, cerrando los ojos, se aisló en una prolongada e
intensa oración.



                                             14
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
      Sor Juana, contagiada, imitó al monseñor. Y sus rasgados ojos grises no tardaron en
cargarse de lágrimas. Sólo el hombre del traje azul permaneció de pie, inquieto y sin
atreverse a deshojar con sus impacientes pasos aquellos momentos de respetuoso silencio.


                               05 horas 24 minutos

       Angelo abrió los ojos. Bajó las manos y, tras una segunda y conmovida inspección del
cadáver, decidió enfrentarse a la caravana de preguntas que aguardaba en su
subconsciente desde que fuera despertado a las cinco y ocho minutos. Los médicos, el
camarlengo, el jefe de Seguridad y todos los demás no tardarían en aparecer. Era primordial
conservar la calma y actuar con sentido común. Pero ¿por dónde arrancar?
       Y, reparando en los entrelazados dedos de la superiora, optó por ajustarse a lo
concebido poco antes, cuando rogó a sor Juana que permaneciera junto a él. Nada más
lejos de su jesuítica mente que abrir una investigación en tan delicados momentos. Pero sí
necesitaba información. Y, aproximándose a la religiosa, la invitó a alzarse. Y tomándola del
brazo, alejándose discretamente hacia la doble puerta, la invitó a que reconstruyera el
cuándo, el dónde y el cómo del macabro hallazgo. Y sor Juana, sofocadamente, con la voz
rota, dio comienzo al relato, simplificando las primeras inspecciones en la cocina y en el
refectorio.
       —¿Y dice usted que abrió la capilla a las cuatro y cuarenta y cinco?
       La militar sumisión de aquella polaca hacia el reloj era un secreto a voces en todo el
Palacio Apostólico. Así que no dudó de su precisión.
       —¿En qué momento fue cerrada?
       La superiora frunció el ceño. La pregunta estaba de más. Rodano era testigo de
excepción de su puntillosa y severísima puntualidad. Y replicó molesta:
       —A las doce de la noche. Su eminencia lo sabe bien...
       Y, rebozando las palabras en una justificada actitud, remachó:
       —Yo misma, como siempre, di las dos vueltas de llave.
       —Sí, comprendo... Disculpe.
       El secretario de Estado encajó el desplante al viejo estilo curial —sin trasparentar
emoción alguna— y prosiguió con lo que en verdad le interesaba: el minucioso análisis de
las aclaraciones de la testigo.
       Conforme la escuchaba, un súbito detalle —en el que no había reparado hasta esos
instantes— fue polarizando sus pensamientos. No terminaba de entender por qué, pero la
imagen del cuerpo del Papa, con la habitual ropa de calle, había hecho saltar sus alarmas
interiores. Algo no encajaba. Él, al menos, como buen conocedor de las costumbres
domésticas del Pontífice, no termina de explicarse tan inusual indumentaria para una
supuesta visita nocturna a la capilla. Tenía puntual conocimiento de dichas y asiduas visitas.
En este, como en otros aspectos, su especial servicio de información le mantenía al
corriente de la más mínima alteración detectada en la teóricamente inviolable tercera planta.
En el Vaticano, como en cualquier otro centro de poder, casi todas las lealtades, como el
mercurio, eran sensibles al calor del dinero.
       Y sabía igualmente que en aquellas críticas semanas las audiencias del Santo Padre
con Dios se habían multiplicado. Rara era la noche que no abandonaba su grueso colchón
de lana para refugiarse en el reclinatorio o gemir lastimeramente al pie del altar, casi
siempre postrado, tembloroso y gesticulante.
       No importaba que la doble puerta estuviera cerrada. Su eminencia estaba al tanto de
la existencia del secreto acceso practicado en el ábside. Él mismo lo había inspeccionado
en repetidas oportunidades, durante las largas ausencias del viajero Papa. Y su informador
—tajante— aseguraba que tales ingresos nocturnos a la capilla difícilmente se producían
con sotana de lino, incómoda faja de seda y zapatos de batalla. Lo normal es que cubriera el

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pijama con uno de sus apreciados batines y calzara las sencillas zapatillas a juego. Era así,
justarnente, como se sentía más cómodo.
       Pero, admitiendo que podía estar equivocado, eclipsó temporalmente sus
lucubraciones. Y repasando en voz alta la atropellada y postrera descripción de sor Juana,
matizó:
       —Entonces usted encontró el cuerpo a las cuatro y cincuenta.
       La monja, tensa y a la expectativa, se limitó a asentir.
       —¿Está segura de que la posición del Santo Padre era la misma?
       Confusa, dudó:
       —Seguramente...
       El rostro del secretario, cristalizado, exigió precisión.
       —Sí —remachó la gobernanta—, así fue como lo descubrí, con medio cuerpo sobre el
piso del altar, la cintura en el filo del escalón y la cabeza en el pie del reclinatorio.
       —Pero usted dice que lo tomó por los hombros y trató de reanimarlo...
       —Sí... y no.
       A pesar de su fluido italiano no captó la refinada sutileza del monseñor.
       —No pude moverlo. Pesaba demasiado. Entonces me limité a tantear la cara. La sentí
húmeda y, cómo le diría...
       El gris de sus ojos se apagó. Inspiró y, reagrupando las fuerzas, concluyó:
       —Sucia quizá. Un sucio anormal. Grumoso. Y muy asustada zarandeé su cabeza.
       —¿Por qué?
       —Lo interpreté como otro de sus desmayos. Usted sabe... Quise despabilarle.
       Y Rodano, incombustible, repitió la carga:
       —Es decir, no lo movió...
       Sor Juana, aunque tarde, comprendió la retorcida naturaleza de su insistencia. Y por
toda respuesta sostuvo la mirada, desafiante. Pero su interlocutor había descendido a las
profundidades de sí mismo. Seguía allí y la observaba. Su mente, sin embargo, corría por el
laberinto de la memoria, a la caza de los recuerdos de la noche anterior. Tenía que estar en
alguna parte. Tenía que hallar el fragmento que justificase por qué el Santo Padre no había
cambiado sus ropas.
       Y, retrocediendo, reconstruyó el perfil de su última entrevista con el Pontífice. Poco
antes de la cena, Siwiz, cumpliendo el mandato de su jefe, le convocó al gabinete privado.
Allí, a las 21 horas, fue a reunirse con Sebastiano Bangio, el camarlengo. La reunión, que se
alargaría hasta las 22.30, le crispó los nervios. E, impotente, tuvo que asistir al agrio y
lamentable forcejeo dialéctico entre un Papa obstinado y un Bangio colérico y amenazador.
Y, como era de esperar, el impulsivo camarlengo puso fin a sus diatribas y exigencias con el
estilo que le caracterizaba: dando un portazo.
       Ahí se diluía la información de Angelo Rodano. A las 22.45, fiel a su costumbre, el
Papa se encerró en la capilla, finalizando la jornada de trabajo. Al despedirse en el corredor,
sus ojos azules llameaban. Era el presagio de la inminente ejecución de unos deseos a los
que Bangio y él mismo se oponían. Unas órdenes —más que deseos— de imprevisibles
derivaciones para el mundo occidental... En cierto modo comulgaba con el desairado
camarlengo, aunque detestaba sus primitivas formas.
       A las 23 horas, el testarudo polaco conversó brevemente con el primer secretario,
recluyéndose en su alcoba. Si sus noticias eran fidedignas, a partir de ese momento nadie
volvió a verle. Los hechos, por tanto, los que fueran, habían sido escritos entre las 12 y las
04.50.
       Por mera deducción, Rodano se inclinó a creer que el Papa no llegó a desnudarse.
Víctima, sin duda, de la tensión acumulada en la mencionada y secreta reunión, cabía la
posibilidad de que hubiera buscado serenar su apaleado espíritu en los espartanos muros
del dormitorio. Al no lograrlo, en una reacción muy a tono con su visceral devoción mariana,

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pudo penetrar de nuevo en el oscuro templo, con el propósito de encomendarse a su
inseparable Czestocowa.
       ¿Fue entonces cuando perdió la conciencia, precipitándose contra el bronce? ¿0
debía inclinarse por un desafortunado resbalón o tropiezo, con similares consecuencias?
Naturalmente, esta hipótesis admitía otra variante: que el Pontífice sí hubiera cambiado sus
ropas. Incluso que llegara a meterse en la cama. Pero, en dicho supuesto, ¿cómo explicar la
indumentaria con la que había sido encontrado? La única respuesta coherente le forzaba a
admitir que —quizá por causa del insomnio— terminó por huir del lecho y, avanzada la
madrugada, optó por vestirse, adelantando su primera y tradicional "audiencia" con el
Santísimo, prevista para las 6. ¿o debía pensar mejor en la repetición de una de sus crisis
emocionales?
       Pero, inesperadamente, en el recuerdo del monseñor campanillearon dos palabras.
Desbordado por los acontecimientos casi las había perdido en la tormenta de arena que
azotaba su cerebro.
       ¿Oscura capilla?
       Al parecer estaba equivocado. Sor Juana —aunque de pasada— acababa de referir
un pequeño y, aparentemente, insustancial suceso que le forzó a reflexionar: el hallazgo de
un cirio encendido.
       Y, contrariado por su torpeza, fue a despegarse del mutismo en el que había larvado
pensamientos y conjeturas, interrogando a la superiora acerca de la misteriosa e intrigante
llama.
       —Poco puedo añadir, eminencia...
       Y punto por punto repitió lo que sabía. Pero el dilema, lejos de amansarse, cobró alas,
ensombreciendo el ya cargado ánimo de Rodano.
       Si las cuidadosas monjas habían apagado los seis cirios del altar y el secretario no
desconfió de la palabra de la religiosa, ¿quién era el responsable del encendido? ¿El propio
Papa?
       La monja, resuelta, rechazó la lógica sugerencia:
       —Jamás lo hacía. A Su Santidad le gustaba orar a oscuras.
       —Pero entonces...


                               05 horas 29 minutos

      Un atropellado taconeo le previno. Y Angelo Rodano enmudeció. Al punto, cinco
rostros con los músculos aballestados se detuvieron bajo el umbral. Y entre jadeos buscaron
en los ojos del secretario de Estado. Camilo Chíniv, jefe de la Seguridad Vaticana, fue el
primero en comprender que las prisas eran ya un lujo estéril. En décimas de segundo —tras
un vertiginoso viaje a las opacas pupilas del monseñor— se hizo cargo de la situación,
montando el arma de sus cuarenta años de probada sabiduría profesional. A su lado,
Renato Itenozzu, director del Servicio Sanitario del Vaticano y uno de los médicos que
atendía al Pontífice, con las sienes perladas por un simulacro de asco, traía la incredulidad
colgada de su cuadrada, bronceada y venerable faz. Los blancos cabellos, dudosamente
domesticados, restaban horizonte a su empinada y nobilísima frente, traicionando su
proverbial parsimonia. Y por detrás, los relajados nudos de las oscuras corbatas de los
hombres de Seguridad, igualmente arrebatados del sueño.
      Y respetuosos, sabedores de que aquel prelado que les cerraba el paso era, ante
todo, el vicepontífice, sujetaron en corto la ansiedad. Camilo, previsor, se desabrochó la
americana. El doctor, menos entrenado, cambió nerviosamente de mano el pequeño
estuche de urgencias.
      Al fin, la recompuesta voz de Rodano —navegando de uno a otro con una suavidad
que los tonificó— anunció:

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       —Señores, ahora somos nosotros los que necesitamos de la paz y de la cordura...
       Y, haciéndose a un lado, les franqueó la entrada.
       Chíniv, seguido del agente que le había puesto al corriente, fue derecho al encuentro
del policía que vigilaba desde el extremo izquierdo del altar.
       Itenozzu titubeó. Se detuvo entre las filas de sillas y asentó las gafas. Y al descubrir en
el suelo la manga izquierda del Pontífice modificó el rumbo, encaminándose hacia el flanco
derecho del sillón curvado.
       Los otros dos hombres de azul echaron las manos a la espalda. Abrieron las piernas y
tomaron posiciones frente a los dinteles, cubriendo la doble puerta. La consigna era
terminante: prohibido el acceso hasta nueva orden.
       Y el secretario de Estado, asegurándose de no ser oído por los acechantes agentes,
se inclinó hacia la toca de la superiora, musitando unas palabras. Sor Juana entendió. Y,
aceptando la complicidad del monseñor, desapareció por el corredor, en dirección al
dormitorio papal.
       Angelo consultó su reloj. Las cinco y media. Y, bramando para sus adentros ante la
tardanza del cardenal camarlengo, fue a reunirse con Chíniv y los demás. Minutos después
agradecería a la Providencia el retraso de Bangio.
       La cremallera del avejentado estuche color azabache interrumpió el siseo del
comandante con sus hombres. Y todos, incluyendo a Rodano, desviaron las miradas hacia
el arrodillado y trémulo médico. Chínív le compadeció. Pablo VI, Juan Pablo I y ahora el
polaco... También era mala suerte. A todos se había visto obligado a auscultar..., después
de muertos.
       El de la Beretta y el que había bregado con la puerta coincidieron en un mismo
pensamiento: en lo inútil de la operación que estaban a punto de presenciar. En su opinión,
la certificación del óbito sobraba. Eran las circunstancias que lo rodeaban las que clamaban
atención. Pero ellos sólo eran funcionarios al servicio de la maquinaria vaticana. Unos
engranajes que raras veces giraban de acuerdo con el sentir del común de los mortales a
quienes decían apacentar.
       En cuanto al piamontés, inmóvil a los pies del cadáver, se contentó con esperar. Sus
largos años en las trincheras de la diplomacia de la Santa Sede le habían enseñado a
pronunciarse siempre en último lugar. Observaría. Escucharía las impresiones de Chíniv y
de Itenozzu y acto seguido —quién sabe— haría o dejaría hacer. Y en lo más íntimo deseó
que todos se mostraran unánimes. Y que aquel amargo cáliz pasara cuanto antes. Sería
suficiente con el veredicto de muerte accidental.
       Le vio hundir los dedos en la muñeca izquierda. No había pulso. Y el comandante dejó
que Renato se ajustara el estetoscopio. Y sus oscuros ojos se movieron felinamente,
saltando de la primera auscultación, en el cuello, a la segunda, por debajo del omóplato
izquierdo. Después, mecánicamente, su interés se trasladó al absorto rostro del médico.
Itenozzu no alzó la vista. Tampoco era necesario. Chíniv sabía que, de haber detectado
algún signo de vida, el estetoscopio habría saltado de los oídos del galeno. Y consumido el
primer y embarazoso minuto, el jefe de Seguridad alisó con ambas manos su plateada
cabellera. Era su turno. Y, fieles a las instrucciones recibidas, sus dos hombres se
movilizaron con exquisita lentitud. El de la pistola se ocupó de la inspección ocular del área
del altar. El segundo, del fondo de la capilla. Camilo, por su parte, sintiendo el peso de la
discreta pero certera mirada del prelado, dio unos tímidos pasos. Descendió el escalón y,
como distraído, comenzó a rodear la alfombra de 2 por 1,80, sobre la que se asentaban
reclinatorio y sillón.
       ¿Qué debían hallar? Como buenos profesionales, ni siquiera se habían formulado la
pregunta. Posiblemente nada. A Chíniv, con dos ojeadas, le bastó para intuir que —esta vez
— la causa de la muerte no le produciría los quebraderos de cabeza del caso Luciani. Aun
así, al igual que sus hombres, se entregó.
       Y se detuvo a cincuenta centímetros. Aunque su envidiada memoria fotográfica
acababa de procesarlo, quiso examinarlo de cerca. Dobló la rodilla izquierda y se centró en
la informe y coagulada plasta que mancillaba el muslo y tarso derechos del águila. Y,

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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
partiendo de esta mancha principal —metódico e inexorable—, fue explorando la totalidad
del artístico altorrelieve. Sumó quince regueros largos, decenas de trayectorias menores y
un goteo perfectamente satelizado. La imagen global en el frontis del reclinatorio no dejaba
lugar a dudas. Sobre la mencionada pata, a unos treinta y seis centímetros de la alfombra,
se había producido un único y violento impacto. Y, encadenando los pensamientos, dejó que
sus nervudas manos fueran a reposar sobre la rodilla flexionada. E inmerso en la hipótesis
de la caída hizo resbalar su inteligencia por el bloque de bronce. Continuó por encima del
yaciente Papa y, al concluir en los zapatos, su deformación profesional le dibujó la estampa
del Pontífice, de pie, de cara y perdiendo el equilibrio. La siguiente secuencia —tan simple
como la anterior— vino a fortalecer sus sospechas. Y vio el momento del golpe y al Santo
Padre, muerto en el acto, desplomándose. La postura que presentaba el cuerpo —en
decúbito ventral—, con los brazos rodeando el pie semicircular del reclinatorio, era
elocuente. Tal y como le habían adelantado por teléfono, las piezas parecían encajar por sí
solas. Considerando el peso, una mínima velocidad de desplazamiento, la distancia desde el
punto en que tuvo lugar la desafortunada pérdida de equilibrio y la naturaleza metálica del
objeto con el que fue a estrellarse, el hundimiento de la zona frontal media y sus fatales
consecuencias se presentaron ante Chíniv como lógicamente inevitables.
       Y el comandante —abandonando la invisible arquitectura de las hipótesis— fue
mágicamente atraído por el tenso y expectante Rodano. Y aunque la muda comunicación
fue excelente, ni uno ni otro cayó en la tentación de manifestarse. El secretario de Estado
continuó montado en el carro de la espera, intentando descifrar los jeroglíficos dibujados por
los tubos de goma en cada premiosa auscultación. Chíniv, nuevamente de pie, fue
reclamado en silencio por el agente que merodeaba por el altar, medio oculto por las
espaldas del prelado. Y las agresivas y luciferinas cejas del jefe de Seguridad cobraron vida.
Pero, al instante, ceño y pulsaciones volvieron a su ser. Devoró en la distancia la negra
zapatilla que aparecía suspendida entre los dedos del policía y, en dos zancadas, abordó al
subordinado, desmoronando la artificial compostura del monseñor.
       El examen, vertiginoso, prendió la imaginación de los tres confusos testigos. Chíniv
hizo girar el calzado con maestría. Y buscó, sin saber qué encontrar. El material, de fieltro,
no presentaba particularidad alguna. Ni desgarros, ni rastros de sangre...
       Instintivamente, el hombre de azul y su jefe repasaron los pies del Pontífice. Tal y
como habían detectado en los primeros reconocimientos, se hallaba correctamente calzado.
       —Parece de mujer...
       Chíniv renunció comentar la susurrante y verosímil sugerencia del agente. Pero no
porque discrepara. Mentalmente, incluso, había estimado la talla en un treinta y siete o
treinta y ocho. La razón de su silencio fue otra. Aquella inesperada pieza —como un gato
neumático— acababa de hacer caña en su cerebro, desestabilizando la cómoda teoría de
una muerte por precipitación.
       Los pensamientos de Rodano, en cambio, corrían en otra dirección. Sin entender por
qué, la zapatilla le conectó con aquel otro enigma del que aún no había hecho mención a
Seguridad: la solitaria llama del altar, ahora degradada por la claridad de la capilla. Y poco
faltó para que abriera su inquietud. Pero Chíniv, tomando la iniciativa, frustró los vacilantes
deseos del prelado. Devolvió el inoportuno zapato al agente y con una leve indicación le
ordenó que lo restituyera al lugar donde lo había encontrado. Y sin más rodeos ni añadidos
dio media vuelta, retornando su interrumpido trabajo allí donde lo dejara.
       También Angelo pareció desligarse del insólito hallazgo, en beneficio del médico.
Concluida la sexta o séptima auscultación, se deshizo sin prisas del estetoscopio. Lo plegó
y, una vez sometido en el estuche, se decidió a hablar:
       —Eminencia, no hay duda posible...
       Chíniv, enfrascado en el examen del terciopelo verde manzana que amortiguaba la
dureza del asiento curvado, se desdobló. Y, sin apartar los ojos de la velluda y tupida seda,
fue procesando cada sílaba, cada pausa y cada inflexión del breve discurso de Itenozzu.
       —No se detecta latido cardiaco...


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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
       Arrodillado, con el timbre de voz por debajo de su nivel habitual, con la derrota
humillando su altanera cabeza y la vista perdida en el ensangrentado rostro, rehuyendo la
confrontación directa con Rodano, un Renato perdido e irreconocible fue enumerando el
fruto de sus primeras observaciones.
       —Los centros circulatorios y respiratorio carecen de actividad. La única herida visible,
con hundimiento del hueso frontal, parece apuntar la causa de la muerte...
       Itenozzu guardó silencio. Y, extendiendo los dedos hasta tocar la mano izquierda del
Pontífice, se aisló en una dramática simbiosis con la muerte. Retiró las yemas y repitió la
operación, palpando una y otra vez la única mejilla accesible —la izquierda—, así como los
labios, barbilla, mandíbula y músculos del cuello.
       Y al fin, tras un sonoro suspiro que dejó en suspenso al envarado monseñor, reanudó
su veredicto.
       —Todavía está caliente. Sin embargo, sin una adecuada lectura de la temperatura
rectal es imposible precisar el grado de enfriamiento...
       El secretario de Estado, consumido por la impaciencia y temiendo que la exposición
desembocara en la críptica terminología médica, le salió al paso sin contemplaciones.
       —Por favor, doctor... Explíquese.
       Renato Itenozzu aprovechó la interrupción para alejarse del cadáver. Y lo hizo con
alivio. Observó al comandante, acariciando la tersa cúpula del solideo papal, aparentemente
olvidado sobre el asiento del sillón curvado. Pero Chíniv no le miró. Y, apostándose al pie
del escalón, trató de complacer al prelado:
       —En una temperatura ambiental no extrema (como en este caso), un cadáver vestido
suele enfriarse a razón de un grado y medio por hora durante las primeras seis horas. En las
seis siguientes, ese ritmo de pérdida puede oscilar entre uno y uno y medio grados. En otras
palabras, de acuerdo con la temperatura de esta capilla, el cuerpo del Santo Padre debería
palparse frío en unas doce horas. En estos momentos, como le digo, todavía está caliente.
Sin embargo, para medir con exactitud es preciso introducir el termómetro por el recto...
       —¿Dispone usted de suficiente información como para precisar el momento de su
fallecimiento?
       El médico esbozó una benevolente sonrisa.
       —No, eminencia.
       Y, anticipándose a la siguiente pregunta, le resumió los parcos resultados de la última
exploración.
       —De momento no se observan signos claros de rigidez cadavérica. Como usted
seguramente sabe, el rigor mortis, en una situación como la que nos ocupa, hace acto de
presencia alrededor de cinco horas después de producirse el óbito. Primero en la cara,
maxilar inferior y cuello...
       Rodano y el jefe de Seguridad ensayaron unos apresurados cálculos mentales. Sólo
en el supuesto de que la muerte le hubiera sobrevenido hacia las doce de la noche estarían
ahora frente a los primeros síntomas de rigor mortis. E insatisfechos renunciaron a las
cábalas.
       —En cuanto a la lívidez post mortem —prosiguió Renato—, sinceramente, resulta
comprometido...
       El viejo diplomático —enganchado a las explicaciones del médico— había perdido de
vista el quedo brujulear del paciente e indomable Chíniv en tomo al reclinatorio papal. De
haberle prestado atención, también él se hubiera conmovido. Porque, súbitamente, su
quijada de bulldog se desplomó. Y las cejas se arquearon.
       —Por lo general —simplificó Itenozzu—, la tinción de la piel comienza una o dos horas
después de la muerte, alcanzando su apogeo en cinco o seis horas...
       Rodano le apremió.
       —Quiero decir, eminencia, que el examen y estudio de las livideces pueden arrojar luz
sobre el momento en que se produjo el fatal desenlace y también acerca de la posición del

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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
cuerpo en dicho instante. Como le decía, esas manchas características son el resultado de
la distensión pasiva por sangre de los vasos inertes de las partes bajas...
       —Renato, por favor...
       El médico, acosado, prescindió a regañadientes de su acostumbrado academicismo.
       —Resulta arriesgado, eminencia. Parte del rostro presenta un sombreado que, en mi
opinión, pudiera obedecer a la tinción. Pero hay demasiada sangre...
       Chíniv, como un junco, fue a doblarse sobre el reposabrazos del reclinatorio. Esta vez,
la brusca maniobra entró de lleno en el campo visual del prelado. Y, extrañado, desvió la
mirada, dejando a Itenozzu con la palabra en el aire. El jefe de Seguridad había inmovilizado
la roma proa de su nariz a poco más de quince centímetros del terciopelo manzana que
recubría el mullido cojín.
       —La fuerte hemorragia y los coágulos dificultan la exploracíón...
       Rodano, pendiente del pétreo perfil del comandante, oyó pero no escuchó.
       Chíniv recobró la verticalidad. Se alisó el cabello y, durante un segundo, mantuvo la
fuerte presión sobre los parietales. Y la mandíbula se vino abajo por segunda vez.
       Monseñor intuyó algo.
       —Teniendo en cuenta la posición del cráneo, con la mejilla derecha presionando sobre
el bronce, es muy posible que la falta de lividez en dicho punto venga a confirmar la que
sospechamos como postura original del cuerpo...
       Era inútil. Los razonamientos de Renato sonaban como zumbidos de moscas en los
oídos del prelado.
       El secretario de Estado presumía de conocer a las personas que le rodeaban. Y su
vinculación con el jefe de la Seguridad y Vigilancia Vaticana —estrecha, dilatada y
confidencial— le colocaba en una inmejorable atalaya a la hora de leer e interpretar los
gestos, silencios, distancias y hasta la inmovilidad de Camilo. El comandante —y Rodano lo
sabía—, tanto por temperamento como por profesionalidad, era económico en palabras y
ademanes. Incluso en una situación límite como aquélla, su recogida pero robusta silueta
buscaba siempre la discreción. Sólo algunos y muy particulares tics del rostro y de las
manos podían prevenir a los avisados. Y Angelo era uno de estos privilegiados.
       —Es importante, eminencia, que se me autorice a mover el cadáver...
       Itenozzu interrumpió su parlamento. Los ojos y los pensamientos del cardenal le
habían abandonado.
       Chíniv dio la espalda al monseñor y, con prisas, deshizo lo andado, deteniéndose en
el lado opuesto del reclinatorio. Angelo se esforzó en vano por comprender aquel absurdo
cambio de emplazamiento. En su opinión, los setenta centímetros de cojín que remataban el
apoyabrazos eran perfectamente abarcables desde cualquiera de los extremos.
       —Eminencia, ¿tengo su permiso?
       El jefe de Seguridad volvió a inclinarse.
       —Eminencia...
       El prelado acusó la tímida invocación del médico. Despegó las manos del regazo y,
cansinamente, sin dejar de observar a Chíniv, las abrió a la altura de la cruz pectoral. Y,
haciéndolas aletear, le transmitió calma.
       Camilo echó los brazos a la espalda y contuvo el aliento. Y su rostro, una vez más,
planeó sobre el sufrido y pálido terciopelo del reposabrazos. Y, obligando a los músculos del
abdomen, terminó volcándose hasta casi rozar el cojín.
       Y médico y prelado —estupefactos— le vieron sacar la lengua. Y durante segundos la
mantuvo en contacto con la superficie del mullido almohadón. Evidentemente buscaba algún
tipo de confirmación. Repitió el inusual tanteo por segunda y tercera vez y, dando por
concluido el chequeo, con las agarrotadas manos a la espalda, se incorporó lenta y
perezosamente. Y sus ojos —ensimismados en una idea poco grata— permanecieron fijos.
Opacos.
       Rodano y Renato se interrogaron con la mirada.
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J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
       Y dando un paso atrás, Chíniv buscó al agente que seguía peinando el área del altar.
       Fue inevitable. El comandante pasó por alto a Itenozzu. Pero no pudo soslayar las
dagas lanzadas por el vicepontífice. Y un negro relámpago saltó de uno a otro. En ese
instante Angelo supo que todo había cambiado. Debía prepararse para afrontar el hallazgo
del jefe de Seguridad. Y prudentemente le concedió y se concedió un margen de tiempo.
       El hombre de azul se reunió con Chíniv. Y ambos marcharon al encuentro del agente
que rebuscaba entre las filas de sillas. Sostuvieron una fugaz conferencia y, al punto,
retornaron junto al reclinatorio, rodeándolo. Y sus ojos, como halcones, se abatieron sobre el
verdoso apoyabrazos.
       Acto seguido, ante la creciente expectación de los mudos espectadores, el que había
investigado en el fondo de la capilla se descalzó. Y con sumo tacto, de puntillas sobre la
alfombra, se deslizó por el menguado espacio que separaba el sillón del reclinatorio. E,
imitando a su jefe, estabilizando su imponente humanidad con el auxilio de unas manos
estratégicamente aferradas a las flexionadas rodillas, se dobló hacia el misterioso cojín.
Paseó la vista por la estrecha franja de tela y, alzándose, tras una breve meditación,
corroboró el hallazgo y las sospechas del comandante con un afirmativo movimiento de
cabeza.
       Rodano se estremeció. Su imperturbable amigo Camilo había vuelto a alisarse la
blanca cabellera por tercera vez...


                               05 horas 40 minutos

       Fue una comprometida decisión. Pero Chíniv —aunque se veía obligado a nadar entre
las intrigas vaticanas por encima de todo era un profesional honesto. En esta ocasión
hablaría. Si después, como ocurriera con el Papa Luciani, su parecer era silenciado, al
menos quedaría libre de toda responsabilidad.
       El secretario de Estado accedió al momento. Y en compañía del comandante inició un
paseo que, como había intuido, vendría a oscurecer aún más aquel turbio amanecer. Y se
dispuso a escuchar lo que, en cierto modo, ya imaginaba.
       Las explicaciones de Chíniv —directas y sólidas— se prolongaron durante minuto y
medio. Angelo, hundiéndose inexorablemente en las arenas movedizas de aquellas
evidencias, se limitó a aferrarse a la gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello de
labrador.
       Cuando el jefe de Seguridad se vació, inmóvil junto a la doble puerta, Rodano
balbuceó a media voz:
       —¿Está seguro?
       La respuesta de Camilo Chíniv se dibujó primero en su quijada de bulldog. Se
desplomó y, forzados por el desaliento, los labios se arquearon.
       —A un noventa por ciento, eminencia.
       Y arriesgándose —aprovechando la confidencialid— dañadió:
       —Si me lo permite, aconsejaría la inmediata apertura de una investigación...
       Rodano, desbordado, se parapetó instintivamente:
       —Pero, Camilo... Una investigación policial...
       Las pupilas del comandante resistieron el abordaje. Y las lejanas imágenes del
escándalo Luciani resucitaron nítidas, sin necesidad de palabras, como un Lázaro que
regresara para saldar cuentas. Y el espíritu del prelado se tensó como un arco. Y Chíniv,
inmisericorde, estoqueó hasta la empuñadura:
       —Eminencia, recapacite. ¿Quiere ser recordado y despreciado como un segundo
Villot?
       Pero el Destino —piadoso— alivió al ya mortalmente herido secretario de Estado.

                                             22
J.J. Benítez                                                                          El papa rojo
       Una familiar voz tronó al otro lado de la puerta. Y los contendientes intercambiaron
una mirada de tregua.
       —Concédame unos minutos —suplicó Rodano.
       Chíniv se encogió de hombros, distanciándose hacia el reclinatorio.
       Al entreabrir la doble hoja, Angelo suspiró resignado. Y al verle, el airado cardenal
Bangio cesó en sus increpaciones. Y bufante, con la calva y las esponjosas mejillas
graneando ira, apartó a empellones a los hombres que le impedían el acceso, cruzando el
umbral como un toro y arrollando casi al vicepontífice.
       Rodano palideció. Cerró la puerta y, durante unos instantes, con las anchas espaldas
recostadas en la madera, procuró enmendar su hostilidad.
       Este maldito masón —se dijo a sí mismo entre los últimos coletazos de indignación—
se ha tomado su tiempo. Quién sabe lo que prepara...
       Los rostros del médico y de los miembros de la Seguridad dieron la razón al prelado.
Todos experimentaron un sentimiento de rechazo ante el premeditado aspecto del
camarlengo. Sotana y faja, irreprochables, parecían recién salidas de la plancha. En cuanto
a su cabeza de elefante, meticulosamente peinada y rasurada, despedía aquel insoportable
perfume barato que le caracterizaba y del que todos huían.
       Mientras caminaba hacia la campanuda silueta de Bangio, monseñor fue
preguntándose la razón o razones de tan desconsiderada tardanza. Como Chíniv, Itenozzu y
los demás, el camarlengo vivía a tres minutos escasos del Palacio Apostólico...
       Los temibles ojos de Sebastiano Bangio —engordados por las lupas de los lentes—
revolotearon con una insana curiosidad que no pasó inadvertida a Chíniv y sus hombres.
Observó detenidamente la herida del Pontífice y, con una frialdad que descompuso a
Itenozzu, se inclinó hacia el frontis del reclinatorio, examinando sin pudor los restos
sanguinolentos del desastre. Y poco faltó para que, en la brusca e improcedente
aproximación, la oscilante cruz cardenalicia chocara con el bronce.
       —Y bien...
       El médico, abordado sin previo aviso por las púas de la subterránea voz del
camarlengo, no reaccionó. Desvió la mirada por detrás de las hinchadas carnes de Bangio,
solicitando el concurso de Rodano. Pero, autoritario, aquel tono tabernario reclamó una
inmediata respuesta.
       —¿Causa de la muerte?
       Renato tartamudeó:
       —A primera vista, eminencia...
       No concluyó. Los ojos de Chíniv, como catapultas, bloquearon su voluntad.
       —A primera vista —intervino el secretario de Estado, obligando a Bangio a revolverse
— todo hace pensar en un desgraciado accidente...
       Altivo, el camarlengo invadió la falsa serenidad de aquel rostro. Buceó en los ojos de
Rodano y creyó descubrir un hilo oscuro. Secreto y amenazador. Pero, seguro de sí mismo,
decidió abreviar, subestimando el énfasis que había escoltado las tres primeras palabras.
       —Procedamos entonces...
       Y girando sobre los talones tiró de la sotana, arrodillándose al borde del charco de
sangre en el que reposaba el brazo izquierdo del Pontífice. Abrió el maletín negro que le
acompañaba e, ignorando a cuantos le rodeaban, extrajo una pequeña ampolla. El jefe de
Seguridad, intuyendo el principio del fin, interrogó a Rodano con una mecánica elevación de
sus cejas. Y el prelado, poniendo a prueba la paciencia de su amigo, trazó una clandestina
inclinación de cabeza, reclamando tiempo.
       Bangio destapó los santos óleos, presionando la ampolla contra la yema del dedo
pulgar. Y solemne, con las ásperas conchas de los párpados a medio cerrar, inició el ritual:
       —Si vives, ego te absolvo a peceatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...
Amen.


                                                23
J.J. Benítez                                                                        El papa rojo
       El casi femenino instinto del jefe de la diplomacia vaticana se agitó inquieto. Algo en el
camarlengo —no podía distinguir qué— resultaba extraño. Era una llamativa mezcolanza.
Su descarado e inexplicable retraso. Aquella ausencia de sentimientos ante el cadáver. Su
nula curiosidad por los detalles y circunstancias de la muerte del Papa. Y, sobre todo, las
mal disimuladas prisas por activar la maquinaria y zanjar el episodio. Rodano, mejor que
nadie, sabía de las ácidas diferencias —no se atrevió a etiquetarlo de odio— entre Bangio y
el fallecido. Pero aquella animadversión carecía de sentido en tan dramáticos momentos. Y,
maravillado ante los inescrutables caminos del Señor, se recreó en la paradoja que le
ofrecía el Destino.
       Si vives, yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre...
       Resultaba aleccionador. La absolución estaba siendo impartida por su más enconado
enemigo...
       Y luchando con el rollizo vientre, el camarlengo se venció hacia el Santo Padre,
trazando en el aire una apresurada señal de la cruz, a dos dedos de la ensangrentada
frente.
       —Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a quidquid... Amen.
       El frío, rutinario y acelerado proceder de Bangio desenterró de pronto la certera
alusión de Chíniv al nefasto cardenal Villot Y las desafortunadas decisiones del entonces
camarlengo y secretario de Estado, a la vista del cadáver de Juan Pablo I, desfilaron raudas
e implacables por la torturada mente de Rodano.
       Por esta santa unción, te perdone Dios los pecados que puedas haber cometido.
Amén.
       Sí, pero ¿quién le perdonaría a él si caía en el mismo error que Villot? ¿Tenía derecho
a pasar por alto el descubrimiento del jefe de Seguridad? Naturalmente, como vicepontífice,
disfrutaba de las atribuciones necesarias para segar la hierba bajo los pies de Chíniv. Y la
batalla interior se recrudeció. Y en las sienes de aquel recto hijo de labradores amanecieron
unas brillantes gotas de sudor.
       Y Bangio, rematando la ceremonia, pasó a administrar la bendición apostólica.
       —Ego facultate mihi ab Apostolica Sede tributa...
       Angelo, en un esfuerzo por apartarse de su Destino, fue repitiendo mentalmente las
palabras del camarlengo.
       Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede Apostólica, yo te concedo
indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados..., y te bendigo. En el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo... Amén.
       ¿Facultad otorgada por la Sede Apostólica? La frase hizo saltar las alarmas interiores
del prelado. Y una diabólica idea —impropia de un hombre al servicio de Dios— fue a
sentarse en su corazón. Avergonzado de sí mismo, pujó por expulsarla. Pero la hipótesis
había hecho masa. Y el retraso, las prisas y el oscuro comportamiento de Bangio
empezaron a encontrar sitio en el irritante rompecabezas. A todas luces, el camarlengo
parecía haber asumido unilateralmente la suprema jefatura de la Iglesia. Y, confiado en esa
discutible potestad, parecía igualmente decidido a repetir el vergonzoso capítulo, escrito a
raíz de la muerte de Albino Luciani. Si no actuaba con astucia, rapidez y firmeza, lo más
probable es que el no menos extraño óbito del Papa polaco fuera explicado y sentenciado
con otro farisaico y tranquilizador parte de la Sala de Prensa vaticana. Y, sumido en aquella
turbulenta espiral, llegó a imaginar incluso los titulares de los periódicos:
       Muere el Papa en su capilla privada. Un fatal accidente: causa del fallecimiento.
       Pero ¿por qué? ¿A qué obedecía su obsesión por adelantarse a los acontecimientos y
prejuzgar a las personas? No era justo ni cristiano. ¿Y si estuviera equivocado?
       Y al punto, desequilibrando la balanza del sentido común, volvió a destellar el hallazgo
de Chíniv. Y en mitad de aquel bronco e íntimo oleaje, las hipótesis y contrahipótesis se
enroscaron, ahogándole.
       ¿Y cómo explicar la intrincada actitud de Bangio? Su comportamiento no era normal.
¿Por qué había dado por buena la parca e insuficiente explicación de un recién llegado?

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J.J. Benítez                                                                       El papa rojo
¿Por qué no mostró interés en interrogar a la Seguridad? ¿Por qué ese lujo de afeitarse y
acicalarse después de recibir la demoledora noticia?
       Hubo respuesta. Pero la apartó con repugnancia. Por muy delicada que fuera la
situación del Papado en aquellas últimas semanas, no podía admitir semejante aberración.
Y menos entre los aparentemente disciplinados miembros de la Curia que gobernaba.
       Tenía que arrancarse tan espinosas dudas. Y sólo había un camino. Si guardaba
silencio, si permitía que los dientes de la maquinaria le trituraran, entonces —¡pobre infeliz!
—, la pesada losa del pecado de omisión le remataría. Y, desenfundando la espada de su
valor, tomó la decisión de seguir los consejos de Chíniv. Y con un profundo sentimiento de
alivio buscó los ojos del jefe de Seguridad. Pero el comandante se hallaba magnetizado por
las manos del camarlengo. Al tapar la ampolla, los dedos temblaron. Y también al guardarla
en el maletín...
       Al fin, el intangible y angustioso llamamiento del prelado penetró en Chíniv,
obligándole a levantar el rostro. Y Camilo captó aquel fogonazo de esperanza. Con un leve
giro de cabeza, Angelo le marcó la doble puerta. Y el comandante obedeció al instante.
       Pero Rodano, desafiando su propia impaciencia, se mantuvo a espaldas del anciano
cardenal. Conocía el instrumental que —tan previsoramente— había hecho llegar a la
capilla. Y quiso cerciorarse de los siguientes movimientos de Bangio. Y aunque el ridículo
ceremonial que estaba a punto de atacar había sido sensatamente abolido por Pablo VI,
dejó hacer al ortodoxo y recalcitrante camarlengo. Necesitaba tiempo.
       El cardenal, en efecto, tomó el reluciente martillo de plata. Curiosamente se trataba del
mismo que Villot —ignorando, como Bangio, las disposiciones del difunto Montini— había
manipulado en Castelgandolfo, a la muerte de Pablo.
       Otra vez la imagen de Villot...
       Aquel nombre —como una advertencia o una maldición— parecía entronizado en el
alma de Rodano. Pero el secretario de Estado no vaciló. Su decisión era irrevocable.
Lucharía hasta donde sus fuerzas y autoridad lo permitieran. No habría un segundo caso
Villot. No se mentiría a la opinión pública. No se ocultarían los hechos, por muy dolorosos y
vergonzantes que pudieran ser o parecer. Esta vez se abrirían las puertas a la verdad. Se
autorizaría una investigación en regla. Una investigación honesta. Reposada. Y desplegada
por expertos que nada tuvieran que ver con los mezquinos intereses que empezaban a
apestar aquel sagrado lugar... No estaba dispuesto a consentir —como sucediera en la
madrugada del 29 de setiembre de 1978 en el dormitorio del Papa Luciani— que nadie
tocara o manipulara el cadáver. Villot —Dios le haya perdonado— se dio especial prisa en
retirar de la estancia las gafas y las zapatillas de Juan Pablo I. ¿Por qué? ¿Contenían restos
de unos vómitos que, de haber sido analizados, hubieran revelado la presencia de alguna
sustancia letal? Rodano no era Villot. Rodano no sometería a las monjas polacas al voto de
silencio. No se apresuraría a desterrarlas. Y tampoco al primer secretario privado. Y si los
especialistas estimaban que la autopsia era necesaria, habría autopsia.
       Pero, para hacer realidad tan saludables deseos —y el prelado era consciente de ello
—, necesitaba adelantarse a la maquinaria, introduciendo el hierro de la sorpresa entre los
radios de sus infernales ruedas.
       Bangio dirigió el martillito hacia la frente del Pontífice, golpeándola con suavidad. Le
llamó por su nombre completo y, en el mismo y recio tono —de forma que todos pudieran
oírle—, formuló la primera pregunta:
       —¿Estás muerto?
       Los de Seguridad no terminaban de creer lo que estaban viendo y escuchando. Pero
no dejaron traslucir su corrosivo regocijo. E, incombustibles, siguieron observando el
trasnochado ritual y a su grotesco hechicero.
       Era el momento esperado. Rodano sabía que la pregunta se repetiría una segunda y
una tercera vez. Y que, entre cada interpelación, Bangio guardaría un obligado minuto de
silencio, a la espera de una más que improbable contestación del difunto.
       Y con especial sigilo fue a reunirse con Chíniv.
       —¿Y bien?
                                              25
J.J. Benítez                                                                      El papa rojo
       El prelado justificó la contenida impaciencia de Camilo. Y, midiendo las palabras,
preguntó a su vez:
       —¿Ha pensado en el procedimiento?
       El comandante torció el gesto.
       —Eminencia, creo habérselo explicado... Directamente al ministro.
       —Lo sé, pero...
       Chíniv le apremió.
       —Hay que actuar con diligencia. Como habrá observado —y desvió la mirada hacia el
camarlengo—, parece decidido a aceptar las apariencias.
       —¿Estás muerto?
       Segundo minuto de silencio.
       Los agentes se habían mudado de la consternación a la curiosidad. Y espiaron por el
rabillo del ojo el clandestino encuentro entre el monseñor y su jefe. Bangio, arrodillado y de
espaldas a la doble puerta de la capilla, vivía el ceremonial, ajeno a la decisiva maquinación.
       —De acuerdo. Telefonee...
       Y Rodano, nervioso, consultó su reloj.


                               05 horas 55 minutos

       —Y por Dios —suplicó el vicepontífice empujando delicadamente la puerta—, recuerde
que, a partir de ahora, sólo deberá acatar mis órdenes...
       Chíniv asintió protocolariamente. La recomendación sobraba. Si sus sospechas eran
acertadas, en una o dos horas, el Palacio Apostólico, los tres mil miembros de la Curia y
toda la Ciudad del Vaticano entrarían en erupción. Tal y como le había pormenorizado al
prelado, debían jugar la carta de la rapidez y de los hechos consumados. Si la suerte los
favorecía mínimamente, el ingreso de la Policía de Roma en la tercera planta podía tener
lugar antes de que la maquinaria eclesiástica se reorganizase y lanzara sus primeras
acometidas.
       Sor Juana, con la respiración desacompasada y arrebolada por la última carrera, dejó
que el comandante atravesara el umbral. Rodano la contempló indeciso. Y, reteniendo de
nuevo a Camilo, le sugirió que utilizase el gabinete privado.
       —Es más seguro...
       Lanzó una vigilante mirada al confiado y orondo camarlengo y aguardó la postrera
llamada.
       —¿Estás muerto?
       Disponía de un último y providencial minuto.
       —Otra cosa...
       El comandante se abrochó la americana.
       —Avise al teniente coronel Westermann. Que la Guardia Suiza y sus hombres
refuercen los accesos al Palacio...
       —Está previsto, eminencia...
       —Y no olvide el ascensor y las escaleras de la segunda planta. Y disponga más
vigilancia en esta puerta...
       Chíniv fue asintiendo mecánicamente.
       —Ya lo sabe, Camilo. Nadie debe entrar ahí sin mi expresa autorización. Debemos
actuar en estrecha coordinación.
       Y, señalando el interior de la capilla, le previno sin ocultar su pesimismo.
       —Trataré de persuadir a Bangio. Espéreme. Es cuestión de minutos...

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  • 1. El Papa Rojo J. J. Benítez (La gloria del olivo)
  • 2. J.J. Benítez El papa rojo CIUDAD DEL VATICANO 04 horas 30 minutos Aquélla era otra de sus costumbres. Un hábito que ni ella misma podía explicar satisfactoriamente. Se sentía segura bajo el dintel de las puertas. Y era así como gustaba ejercer su autoridad. Y como cada madrugada, desde que fuera reclamada para cuidar de los pucheros del Papa, sor Juana de los Ángeles se detuvo en el umbral. Parpadeó inquieta y, al punto, tras un minucioso vuelo de inspección por la desahogada e inmaculada cocina, sus achinados ojos grises se dulcificaron, recuperando la tonificante luminosidad que tanto agradecían sus hermanas de congregación. Todo parecía en orden. A primera vista, todo se hallaba bajo control, al menos en aquellos apartados aposentos del ala este del Palacio Apostólico. Pero la nueva jornada apenas si acababa de despuntar. En una hora —a las 05.30— el viejo, fiel y nacarado despertador de Cracovia alertaría al Santo Padre. El fugaz campanilleo —que jamás había traspasado la frontera de los diez segundos— precedería al casi simultáneo encendido de la mayor parte de las ventanas de aquella tercera planta. Era el comienzo oficial del nuevo día. Media hora más tarde —poco más o menos hacia las seis —, el Papa celebraría su primera audiencia. Sesenta minutos de recogimiento. Sor Juana sabía de la importancia de esta hora con Dios y de su modesta pero vital contribución a que todo en la capilla privada se hallara en armonía y de acuerdo con los severos gustos de su admirado Pontífice. A las 07 horas se iniciaría la misa. En cuanto a los invitados al posterior desayuno, ésa sí era una batalla perdida. A pesar de su machacona y lógica insistencia, Siwiz, el primer secretario particular, continuaba encogiéndose de hombros cada vez que era interrogado por la religiosa. En realidad, tanto sor Juana como el fiel polaco y hombre de confianza del Papa sabían muy bien que esa cuestión era una de las pocas que escapaban al rigorismo doméstico que impregnaba la casa del Pontífice. Todo dependía del humor, de la curiosidad o de los íntimos e inescrutables pensamientos del Santo Padre. Una vez finalizada la misa —a eso de las 07 horas y 45 minutos—, era el propio Papa quien, tras saludar y departir brevemente con la treintena de hombres y mujeres que le había acompañado en el Santo Sacrificio, procedía a seleccionar a los invitados que deberían compartir la colación. Pero esos momentos estaban aún por llegar... Y sor Juana, desde el umbral, fue a centrar su atención en lo que realmente importaba. Con la destreza de un malabarista, sin asomo de duda, los rollizos y sonrosados brazos de sor Gabriela seguían danzando incansables sobre las bandejas de madera que se alineaban en la rojiza mesa de pino. Y mentalmente, salpicando la vajilla con rápidos y nerviosos toques de sus dedos, fue pasando revista a los elementos que daban cuerpo al desayuno del Santo Padre y de sus imprevisibles acompañantes: zumo de uva negra, panecillos recién horneados, leche, queso, mermelada y café en abundancia. Y como extra, una pequeña sorpresa: jablka m cieslie z sokiem, un pastel de manzana con salsa de frutas. Todo un detalle sugerido y confeccionado por la diligente e imaginativa Gabi, la hermana cocinera. Y fiel al ritual de cada madrugada, sor Gabriela alzó su cara de luna, buscando el refrendo de la madre superiora. Y sor Juana, desde la puerta, asintió con una grave y breve inclinación de cabeza. Acto seguido, en un gesto mecánico, la cocinera giró sobre los talones, al tiempo que estregaba las manos entre los bajos del azulón e interminable mandil. Y, abriendo una de las alacenas, extrajo media docena de blancos paños de hilo. Y puesto que la colación debería permanecer en la cocina hasta las ocho en punto, las bandejas fueron delicadamente cubiertas. Y también como parte obligada en tales prolegómenos, dejó hacer a la vivaz e incorregible hermana Fe. Su próximo cincuenta aniversario, lejos de moderar su genio, parecía arrastrarla a una segunda y alocada infancia. Rara era la jornada que no se veía en 2
  • 3. J.J. Benítez El papa rojo la necesidad de amonestarla. Pero sor Juana y el resto de las religiosas de la reducida comunidad daban por buenas sus inocentes extravagancias. Algunas, incluso, lo agradecían. En el fondo era una forma sana y discreta de quebrar la rigidez y la tensión que flotaban en las diecinueve estancias de los apartamentos papales. Y sor Fe, la más joven de las monjas polacas, rescató un centro de flores de uno de los galvanizados fregaderos. Entornó los ojos y, aproximándolo al pálido y afilado rostro, fue a perderse en la fragancia de aquel puñado de rosas blancas y rojas, todavía prietas y prometedoras. E inevitablemente, como cada madrugada, los gruesos lentes resbalaron por la ganchuda nariz, atrapando un par de cristalinas gotas de agua. Y, tras un profundo suspiro, rodeó la mesa de pino, avanzando al encuentro de la casi imperceptible y familiar sonrisa de la superiora. Pero antes de franquear el paso a la responsable de las flores, la vigilante mirada de sor Juana volvió a escrutar las cuatro palabras escritas con tiza en el pizarrón que colgaba entre dos de los espigados y avejentados aparadores. Y se sintió satisfecha. Aquel menú, discutido y seleccionado con sor Gabriela la noche anterior, haría las delicias del Santo Padre. De primer plato, kapusniak Cuna sopa de col fermentada). De segundo, otra especialidad polaca: zraz (un suculento filete en salsa de crema) y grzyby (setas hervidas o quizá a la marinera). La cuarta y última palabra hacía referencia al postre: mazurek (torta de frutas). El problema, como casi siempre, lo constituía el número de raciones. Y al igual que sucediera con los desayunos, tan incómoda situación debería esperar. Tratar de conocer de antemano los cubiertos previstos para el almuerzo de Su Santidad era un trabajo al que había renunciado a las pocas semanas de su llegada a Roma. La experiencia, sin embargo, le había ido enseñando que, dadas las reducidas dimensiones del comedor, los comensales difícilmente sumaban más de ocho. Aun así, sor Juana —y en especial la hermana cocinera — no terminaban de acostumbrarse a los angustiosos equilibrios gastronómicos de última hora. Sor Fe cruzó el umbral. Pero, al tercer paso, extrañada, se detuvo. Los negros hábitos de la superiora seguían recortándose en mitad de la puerta. Y el único símbolo externo de su autoridad —el cada vez más abultado racimo de llaves que colgaba del ceñidor— fue golpeado por la implacable luz de los fluorescentes. La portadora del centro de rosas dudó. La actitud de sor Juana, plantada frente a la cocina y retrasando la obligada gira de inspección por los todavía oscuros y dormidos aposentos, no tenía precedentes. Algo fuera de lo común la retenía. Y sor Fe, sin poder evitarlo, recordó la última reprimenda. La reverenda madre se lo había repetido un sinfín de veces. La orden, además, procedía del omnipotente Siwiz: Nada de marcas comerciales en los electrodomésticos. Debían ser anuladas. Pero ella, presa en la agotadora dinámica de la limpieza, del lavado y del planchado, lo había olvidado. Por otra parte, ¿a qué tantas prisas? Desde que saliera del convento del Sagrado Corazón en su amada Cracovia —y de esto hacía ya más de tres años— ni un solo periodista había sido autorizado a penetrar en los dominios de la comunidad. Así y todo, sor Fe reconoció que a la superiora le asistía la razón. Y se hizo el firme propósito de satisfacerla a lo largo de esa misma mañana. De haber podido contemplar su rostro, sor Fe habría comprendido que el motivo de tan inusual demora no se hallaba en los rótulos del lavavajillas, del abrelatas o del horno, sino en la espigada silueta de sor Eliza. A punto de abandonar la cocina, el fino instinto de la superiora le había hecho reparar en un silencio poco común. Atareada en el manejo del molinillo eléctrico, la siempre cantarina monja permanecía muda y demacrada. A lo largo de aquellos minutos no la había visto alzar los ojos. Pero lo más desconcertante es que, por primera vez en meses, la vieja y querida balada polaca —El montañés—, coreada siempre por las hermanas, parecía desterrada de los labios de la ayudante de la cocinera. Tentada estuvo de hacer una excepción, traspasar el umbral y reunirse con la religiosa. El corazón de sor Eliza, sin duda, se hallaba desbordado por alguna preocupación que, de momento, no acertaba a recordar. Como responsable de tan especialísimo grupo de monjas, estaba al tanto de sus más íntimos problemas. Ella las había seleccionado y redactado los meticulosos informes exigidos por la Secretaría de Estado. Y sabía también que cada uno de los expedientes —secretamente verificados por un enviado especial de la curia al convento de Cracovia— había ido a parar por último a las manos del propio Santo Padre, 3
  • 4. J.J. Benítez El papa rojo quien, asesorado por su primer secretario particular, terminó por aceptar la elección. Cada hermana —de acuerdo con las estrictas normas vaticanas— había sido elegida en función de cinco exigencias básicas: edad canónica (es decir, exenta de la menor atracción fisica), probada espiritualidad, salud de hierro, competencia profesional y, muy especialmente, extremada discreción. De este abanico de requisitos, el único que le obsesionaba era el de la salud. A pesar de su excelente memoria no conseguía recordar un solo día en el que hubieran dormido más de cinco horas. Pero se debían a su admirado Pontífice y al juramento de fidelidad otorgado en presencia del gélido y exigente Siwiz. Bien. Lo tendría en cuenta. Y se ocuparía de sor Eliza en el momento oportuno. Ahora mandaba su segundo amo: el reloj. Y, dando media vuelta, fue a reunirse con la inquieta hermana Fe. Mientras permaneciera como gobernanta de aquella tercera planta, los sentimientos personales debían ocupar un remoto puesto en el escalafón de prioridades. Ella no era sor Vincenza ni aquél, su apuesto Papa polaco, un Albino Lucíani que admitiera la menor debilidad en sus ayudantes y subordinados... 04 horas 40 minutos Aquella visita de inspección al comedor privado figuraba en el invariable "orden del día". Y en silencio, con paso decidido, las religiosas salvaron los veinte metros que separan la cocina del refectorio. Sor Fe, calculadora, optó por no atizar el fuego. Si entre los pensamientos de la superiora anidaba ya una nueva e inminente amonestación, lo más sensato era esperar y resignarse. Sor Juana palpó el manojo de llaves. La escasa iluminación del corredor, pésimamente servida por los ambarinos pilotos alojados en los rodapiés, no restó eficacia a sus rutinarios movimientos. La cerradura giró y la negra y pesada hoja de roble fue empujada con suavidad. Y la mano de la superiora tanteó a su izquierda, rozando con las yemas el fino dorado que empapelaba la estancia. Una vez iluminada, y de acuerdo con su costumbre, permaneció bajo el dintel, absorbiendo en un golpe de vista la totalidad de la cámara. Vigiló los pasos de su compañera y la delicada colocación de la canastilla de rosas en el centro de la gran mesa que justificaba la sala. A continuación, acechante, fue explorando la ubicación de la docena de cuadros, de las nueve sillas, del aparador, del equipo de música, de las cinco pequeñas estatuas de madera, de la alfombra afgana y de sus hipotéticas arrugas. Por último, con singular celo, fue a enfrascarse en el repaso visual de cada centímetro cuadrado del sillón del Papa. A qué negarlo. Aquélla era una de las muchas y admirables cualidades de la madre superiora. Ni sor Fe ni el resto de las hermanas habían logrado averiguar jamás cómo se las ingeniaba para detectar la más venial de las anomalías... y sin moverse de las dichosas puertas. El caso es que el seco chasquido de los dedos de sor Juana significaba la localización de un fallo. Y sor Fe, como un autómata, siguió la dirección marcada por los ojos de la superiora. Rodeó el nevado mantel de lino y, como un radar, los lentes apuntaron hacia el terciopelo "burdeos" del asiento papal. Allí estaba el pecado. Al inclinarse para depositar las flores, uno de los pétalos se había desgajado, cayendo sobre la augusta silla. Encendida como una amapola, guardó la blanca hoja y, mecánicamente, evitando el gris—acero de la mirada de sor Juana, tanteó algunos de los levantiscos capullos. Y satisfecha maldibujó una sonrisa exculpatoria. Pero la siguiente orden estaba ya trazada en el impenetrable rostro de la superiora. Y alzando la poderosa mandíbula señaló la ventana. Segundos después, por la entreabierta doble cristalera, penetró la fresca brisa nocturna de una Roma en reposo. Y sor Fe, de puntillas sobre las negras zapatillas de fieltro, se dejó acariciar por el silencio. Como cada madrugada, la Ciudad Leonina y la vía de Porta Angélica aparecían desiertas. Y estirando el cuello trató de descubrir el pequeño 4
  • 5. J.J. Benítez El papa rojo furgón azul que la policía estacionaba regularmente frente a la Puerta de Santa Ana. Pero el peso de los inquisidores ojos de sor Juana sobre su nuca le obligó a desistir. 04 horas 45 minutos Sor Fe lo sabía. Y también sus hermanas en Cristo. Si la madre superiora se mostraba escrupulosa en todo lo concerniente al orden, la limpieza y la disciplina dentro de los aposentos papeles, con la capilla privada sostenía un permanente y enfermizo reto personal. Ninguna de las religiosas, por supuesto, ponía en duda la santa naturaleza del lugar. Todas se hallaban al corriente de las frecuentes y, en ocasiones, dilatadas visitas del Santo Padre al pequeño templo, sabiamente reformado por su antecesor Pablo VI. En varias oportunidades se habían visto sorprendidas —bien a lo largo de la mañana, mientras se afanaban en la limpieza de suelos y paredes; bien al atardecer, durante los rezos comunitarios— por la súbita irrupción del Pontífice, quien, sin mediar palabra, se hincaba de rodillas en el solitario reclinatorio central. Y hay quien asegura haberle visto, a altas horas de la noche, de bruces sobre la verde alfombra persa, orando al estilo oriental. Y comprendían y aceptaban que sor Juana extremase su celo hasta el punto de cambiar diariamente los sagrados manteles y la ofrenda floral que alegraba el extremo derecho del tabernáculo. Pero aquella obsesión por abrillantar cada madrugada el pequeño esmalte con el rostro de la Virgen de Czestocowa, alojado a dos metros del suelo y a la derecha del gran Cristo de madera que pende sobre el altar, sinceramente, no era normal. ¿Y qué podían hacer? En las sofocantes sesiones de plancha lo habían discutido a media voz. Casi clandestinamente. Todas se mostraban conformes: alguien debería hablar con la superiora. Aquella absurda manía de repasar diariamente el icono de la Virgen negra venía a robarles, al menos, media hora de sueño, Pero ¿cómo plantearle tan justo descontento? Era matemático. A la misma hora y en el mismo lugar, al doblar la esquina y avanzar por el corredor que se abre paso entre las habitaciones del sector sur, sor Fe se veía asaltada por estos, quizá, poco caritativos pensamientos. Y también era cierto que tan incómodas reflexiones no florecían más allá de veinte o treinta segundos. Es decir, durante el tiempo consumido en el breve trayecto entre el refectorio y la capilla. Y sor Juana, obsesiva, consultó de nuevo la fosforescencia de su reloj de pulsera. Estaban en el límite. Sí actuaban con diligencia, y contando, obviamente, con la benevolencia divina, una vez consumadas las postreras incursiones a los salones y al gabinete privado, quizá pudieran arañar unos minutos. Lo suficiente para plegar los delantales, cepillar los hábitos, vigilar las tocas y reponer una gota de esencia de espliego tras las orejas. Aunque el servicio del desayuno obligaba a la reverenda madre a retirarse poco antes de la bendición final, por nada de este mundo hubiera renunciado a la diaria y secreta vanagloria de rezar, cantar y comulgar junto al Santo Padre. La misa de siete, al menos para ella, era mucho más que un sagrado acto de comunicación con Dios. Allí, entre la treintena de invitados que difícilmente se repetía, a cinco metros del sillón y reclinatorio papales, sor Juana se transfiguraba. Aquellos cuarenta copiosos minutos, en los que sus ojos y corazón se llenaban con la gallarda y segura figura de Su Santidad, compensaban con creces el claroscuro de su permanente servidumbre. Y desde su discreto pero excelente puesto de guardia —siempre en el umbral—, desplegaba, además, la red de su insobornable mirada, reteniendo y procesando hasta el más mínimo detalle. Nada burlaba su singular y temida habilidad. El pulcro planchado de la blanca sotana de seda del Pontífice, la plateada blancura del solideo, la milimétrica exactitud en el tamaño de las velas o el azul cristalino de las vidrieras, entre la constelación de formas, luces, silencios y ademanes que sólo ella percibía, eran chequeados sin interrupción, al tiempo que su audaz voz se emparejaba en los cánticos con la del celebrante. Pero todo esto formaba parte de la última e inexpugnable ciudadela de su alma. Y sor Fe, fiel a las ordenanzas, aguardó a que la superiora hiciera girar la cerradura que liberaba la doble puerta. Y como cada madrugada, aguzó el oído, esperando reconocer los lejanos, intermitentes e inconfundibles ronquidos del padre Siwiz. Aquel estratégico 5
  • 6. J.J. Benítez El papa rojo dormitorio —al fondo del pasillo— constituía un irritante enigma para su indomable curiosidad. En especial, desde aquella mañana en que, en compañía de sor Eliza, mientras trasteaban en el aseo y ventilación de la modesta cámara, fue a descubrir entre las sábanas unos aparatosos goterones de sangre. ¿Es que el primer secretario dormía con cilicio? La verdad es que de aquel hombre de cuarenta y siete años, permanentemente despeinado, siempre esquivo y cuyas manos le recordaban el pedernal, podía esperar cualquier cosa. Sinceramente, no le gustaba. Y no era la única en experimentar aquel rechazo casi natural. Sus casi treinta años de servicio, confidencias y lealtad al que hoy portaba el sello del Pescador, le habían convertido en un desagradable y, a veces, odiado filtro que no respetaba cargos, sentimientos ni prioridades. Su voz atiplada no admitía reparos ni segundas consideraciones. Su dudosa humanidad iba siempre por delante, tallada en hielo en unos ojos grotescamente redondos y desproporcionados que muy pocos habían visto pestañear. Nadie sabe si por iniciativa propia o por encargo, su raída sotana, sus chirriantes zapatones y la caja de huesos que Dios le había dado por soporte físico eran frecuentemente sorprendidos en los rincones más insospechados y a las horas más intempestivas. En plena noche se le veía deambular y esconderse entre la columnata de Bernini, quién sabe si espiando a las patrullas de vigilancia. Y otro tanto ocurría en los muy nobles despachos de la Secretaría de Estado y en la planta superior, en los dominios de sor Juana. Al filo de las cuatro, recién levantadas, las religiosas habían reparado más de una vez en una siniestra y escurridiza sombra que escapaba de la cocina o que se deslizaba por los corredores, desapareciendo hábil y veloz por cualquiera de las treinta y ocho puertas de los apartamentos papales, antes de que pudieran llegar a ella. En varias oportunidades, la pareja de seguridad que monta guardia en el segundo piso, cubriendo las escaleras y el ascensor privado del Papa, había tenido que padecer los improperios y amenazas de Siwiz, al ser descubierta por el sibilino polaco en uno de los esporádicos sueñecitos que, hasta cierto punto, eran normales en las apacibles y aburridas noches del Palacio Apostólico. Los veinticinco italianos que velan por la integridad física del Pontífice y que se turnan las veinticuatro horas en la custodia de dicha segunda planta, de los accesos a la tercera y, en fin, de la totalidad de los movimientos del Santo Padre —a excepción de los mencionados aposentos privados, en los que no pueden irrumpir salvo casos muy graves y específicos—, no acertaban a comprender la hiriente desconfianza del caja de huesos. A petición del propio Papa, el general Chiesa, jefe de la lucha antiterrorista en Italia, los había reclutado de entre los mejores, formando un cuerpo de elite: el S.S.S.S. o Servicio Secreto de Su Santidad. Hablaban varios idiomas. Muchos de ellos eran licenciados por las más prestigiosas universidades europeas y norteamericanas. Como tiradores selectos, podían alcanzar un blanco con los ojos vendados y guiándose por el crujido de los zapatos. A pesar de sus impecables modales y de la esmerada apariencia de sus ternos azules, hubieran inmovilizado a un sospechoso en cinco segundos o detectado un arma bajo la ropa por el simple estudio de las arrugas. Definitivamente, sor Fe no comprendía por qué muchas de las decisiones del Vicario de Cristo en la Tierra se veían tamizadas por un individuo que rehuía el diálogo, que jamás sostenía la mirada de su interlocutor y a quien, para colmo, le sudaban las manos. Pero el Santo Padre le llamaba hijo... Y sor Juana, disfrutando del cotidiano ritual, empujó la doble puerta con las puntas de sus diez dedos. Y ante la resignada quietud de sor Fe dejó que los solemnes labrados en bronce de Manfrini se abrieran de par en par. 04 horas 47 minutos ¿Fue un presentimiento? Sor Fe nunca lo supo. Lo cierto es que, amarrada a la estricta obediencia debida, con las gafas —como siempre— peligrosamente adelantadas y aguardando de reojo el beneplácito para penetrar en la capilla y proceder a su enésimo maquillaje, se sorprendió a sí misma, incomodada por un pálpito que empezaba a tamborilear por las arterias, advirtiéndola. 6
  • 7. J.J. Benítez El papa rojo Así, de pronto, creyó intuir la razón de tan desacostumbrado desasosiego. Saltaba a la vista. Aquel inesperado amarillo sobre el altar era algo inconcebible en el espartano orden de tan santa casa. Y confusa, buscó en la memoria. Pero la modesta luz no encajaba en sus recuerdos. No hacía ni cinco horas que ella misma había sofocado los seis cirios que escoltan el aagrario. Vencida la medianoche, concluida la última y rutinaria inspección, la madre superiora —haciendo honor a su merecida condición de gobernanta— había dado dos vueltas de llave, clausurando la capilla. Pero, entonces... Sor Fe no tuvo tiempo de formularse la inevitable cuestión. Fue sor Juana —imperativa y sin desviar la mirada del diezmado cirio— quien demandó una pronta explicación. La religiosa, perpleja, carraspeó, buscando un imposible auxilio en el reiterado ajuste de los bailarines lentes. ¿Y de qué hubiera servido excusarse? Todo cantaba en su contra. A no ser que... Rechazó la idea. Aquél no era el estilo de Siwiz. Además, si la capilla había permanecido cerrada, ¿por dónde...? En su borrascoso cerebro amaneció una segunda y no menos endeble teoría. Pero fue desterrada a idéntica velocidad. Aquello era ridículo. Sólo una imaginación tan desbordada y mundana como la suya podía concebir tamaño despropósito. Para que el primer y aborrecido secretario hubiera tenido acceso al interior — prendiendo así la solitaria vela— habría sido preciso violar el descanso del Pontífice. Y por dos veces. Sólo a través del regio dormitorio existía una discreta y camuflada comunicación con el flanco derecho del ábside. Pero, como es natural, sólo era utilizada por el Santo Padre. Semejante desafuero —todos lo sabían— no se hallaba al alcance ni tan siquiera del poderoso Siwiz. 04 horas 49 minutos Y antes de que acertara a componer una respuesta, sor Juana traspasó el umbral, disolviéndose en unas tinieblas que amenazaban con engullir la tímida y esquinada flama. Sor Fe, descompuesta, fue incapaz de seguirla. El inusitado gesto —quebrando la sacrosanta costumbre de permanecer bajo el dintel— lo decía todo. Alguien, a no tardar — ella con seguridad—, pagada caro el error. Y más que verla, la adivinó caminando sobre las verdiblancas losas de mármol, rumbo al altar. Creyó distinguir su cañaveral figura esquivando por la izquierda el macizo y curvado sillón de bronce que complementa el reclinatorio papal. Y al fin, merced al tenue destello de la misteriosa vela, la negra lámina de la superiora se hizo medianamente perceptible. Salvó el escalón de veinte centímetros que divide prácticamente la capilla y, con la misma decisión con la que había arrancado de la puerta, fue derecha al encuentro del cirio. Y, por espacio de escasos segundos, la enjuta monja y su altiva toca se recortaron hieráticas contra el halo blancoamarillento. La proximidad de sor Juana fue acusada por la lengua de fuego, contoneándose. Y el pálpito de sor Fe arreció inexplicablemente. De pronto giró la cabeza, reclamada por algo existente a su derecha. Y el breve perfil de la superiora quedó provisionalmente dibujado sobre la luz. Y así permaneció durante uno o dos segundos. Y sor Fe —acertadamente— imaginó que sus privilegiados ojos grises acababan de detectar una segunda y desgraciada anomalía. A partir de esos instantes, todo se encadenó en un confuso desorden. Sor Juana rompió la inmovilidad y avanzó un par de pasos. Pero, al rebasar el centro del tabernáculo, se detuvo. Inclinó el tronco, como si tratara de cerciorarse, y, acto seguido, ante la perplejidad de la vigilante hermana Fe, saltó hacia atrás golpeándose los riñones con el ara. Parecía como si alguien la hubiera empujado violentamente. Por supuesto, tan 7
  • 8. J.J. Benítez El papa rojo enigmática secuencia —impropia de la imperturbable religiosa— terminó de desarmar los ya debilitados ánimos de sor Fe. Y el miedo a empeorar las cosas la mantuvo en su sitio. ¿Un gemido? Sí, pudiera ser. Sor Juana abrió los brazos, buscando apoyo en el filo del altar. Y sin dejar de emitir aquel entrecortado y cavernoso sonido, fue deslizándose insegura hacia el extremo en el que parpadeaba la nerviosa vela. Pero antes de llegar a su altura rechazó el contacto con el mármol. Y cubriendo el rostro con las manos se tambaleó. Al momento sor Fe volvió a perderla en la oscuridad. Juraría que se había desplomado. Y un sudor frío comenzó a destilar bajo la toca. Fue la señal. Y obedeciendo al instinto se precipitó en auxilio de la superiora. Pero, cuando apenas había recorrido tres de los cinco metros que la separaban del sillón curvado, un alarido la clavó al piso. Y el pálpito se hizo fuego, abrasándole las entrañas. Aterrorizada, forcejeó con la negrura. Jamás había escuchado un grito tan desgarrador. ¿Qué estaba pasando? ¿ Qué había sido de sor Juana? Echó atrás las incorregibles gafas y, conteniendo la respiración, ensayó a empinarse, sin saber muy bien hacia dónde mirar. Pero el temblor de las piernas la obligó a renunciar. 04 horas 51 minutos Un segundo. Silencio. Tres segundos. Silencio. La capilla recuperó una aparente normalidad. Pero aquel silencio... Y sor Fe, bañada en sudor, inspeccionó los difusos perfiles. Su corazón, bombeando angustia y desconcierto, había cambiado de emplazamiento. Ahora tronaba en la garganta. Exploró las blancas horizontalidades del altar, deteniéndose en la amarilla verticalidad de la llama. Y en esa fugaz y tensa espera volvió a percibir los ahogados gemidos. Partían del tabernáculo o de algún lugar muy próximo. Pero la oscuridad y el respaldo del sillón curvado habían amurallado la zona. Sólo tenía una opción: desatornillar el miedo de sus pies y caminar, rodeando el reclinatorio. Era menester salir de dudas y, sobre todo, auxiliar a la desaparecida sor Juana. Y las zapatillas, al fin, comenzaron a arrastrarse sobre las losas. Pero un nuevo y sonoro lamento arruinó los últimos gramos de valor. Y, paralizada, creyó distinguir una sombra. Había emergido por detrás del reclinatorio. Y luchó por articular el nombre de la superiora. Inútil. Los labios y la lengua —como estopa— no respondieron. Y un escalofrío erizó sus cabellos. Buscó retroceder. Pedir ayuda. Gritar. Imposible. El terror la había desmembrado. Y antes de que acertara a desmayarse, aquel bulto ganó altura y, entre roncos gemidos, se abalanzó hacia ella. Extendió las manos en un instintivo gesto de protección. Pero el choque fue inevitable. Y la religiosa, materialmente arrollada por un amasijo de hábitos y animalescos sonidos guturales, cayó de espaldas, perdiendo en el lance la toca y las inestables gafas. Y vientre, pecho y rostro se hundieron bajo unos pies descalzos que, inmisericordes, frenéticos y poderosos, se alejaron a la carrera. Y el silencio —espeso como su mente— cayó de nuevo sobre la capilla. 04 horas 52 minutos El frío contacto con el mármol fue su primera sensación coherente. E incapaz de hilvanar un solo pensamiento, trató de incorporarse. Tuvo que desistir. Sor Fe no había contado con aquel insoportable dolor en las costillas. Y con el zumbido del miedo en su cerebro eligió arrastrarse. Se aferró a la cera antideslizante con la que abrillantaba 8
  • 9. J.J. Benítez El papa rojo regularmente las losas rectangulares, impulsando el cuerpo hacia la puerta. Y de espaldas, con la borrosa visión del Cristo resucitado que presidía las vidrieras del techo, comenzó a ganar terreno. Nuca, codos, manos, nalgas, pies y corazón se hicieron un todo, motorizando una obsesiva idea: huir. Y en cada palmo, sus labios imploraron el socorro de la Señora de Czestocowa. Pero ¿de qué escapaba? ¿Del silencio? ¿De las tinieblas? ¿De aquel aullido o quizá del tornado que la había herido y humillado? ¿Y sor Juana? 04 horas 54 minutos Fue un golpe seco. Pero el suave dolor en la cabeza la confundió. De haber alcanzado los bajos de una de las jambas de la doble puerta, el topetazo la habría conmocionado. Y desafiando al dolorido costado giró sobre sí misma. No se había equivocado. En efecto, se hallaba en el umbral. Y desconcertada luchó por identificar el obstáculo que se interponía en su camino. Pero, a pesar de tenerlo a un palmo de su cara, los nervios y la galopante miopía frustraron el reconocimiento. Fue al palparlo cuando su angustia se desbordó. Y abrazándose a los ásperos zapatones, se deshizo en un llanto entrecortado y suplicante. Pero el muy humano desahogo de la religiosa fue breve. Al instante, unas sudorosas y familiares manos tantearon su rostro e, implacables como garfios, se hundieron en los brazos, alzándola como una pluma. Y sor Fe, sostenida en volandas, acusó el impacto de aquella nueva violencia. Y las lágrimas se hicieron incontenibles. Pero, súbitamente, enmudeció. Alguien había conectado las luces de la capilla y ante ella, como parte del caos que la envolvía, apareció un Siwiz desencajado, con el cabello en desorden, sin afeitar y con los redondos ojos fuera de las órbitas. Y sor Fe tampoco comprendió por qué su sotana se hallaba a medio abrochar. Un segundo después era apartada violentamente. Y la exhausta religiosa se habría derrumbado, de no haber sido por la rápida y feliz intervención de sor Juana y las restantes hermanas. La superiora, sosteniéndola por la cintura, la arrastró hasta acomodarla en una de las cuarenta y seis sillas que llenaban el primer tercio de la capilla. Gabi rescató sus lentes y sor Eliza acomodó como pudo el largo y negro velo de la toca. Pero la normalización de la visión, lejos de serenar su espíritu, sólo vino a sumar confusión a la confusión. La cocinera y la hermana ayudante se precipitaron hacia el altar y la superiora, con el rostro pálido y afilado como la proa de un navío, fue a hincarse de rodillas, sepultando la cabeza en el regazo de la atónita sor Fe. Y durante breves segundos la sintió estremecerse. Y el castigado corazón de la religiosa sufrió un nuevo latigazo. Las manos de sor Juana, agarrotadas entre su hábito, presentaban unas extrañas manchas rojas. Y, abriendo los dedos sin contemplaciones, vino a confirmar su primera impresión: sangre... 04 horas 57 minutos Quizá fueran los estridentes chillidos de sor Gabriela. 0 quizá las monocordes plegarías de sor Eliza, mezcladas con los histéricos llamamientos del primer secretario, reclamando la presencia de sor Juana. La cuestión es que la madre superiora terminó por despegarse del momentáneo refugio. Y restregándose los húmedos ojos, obedeció como un robot. Y los pómulos y mejillas se pintaron de sangre. Y la aturdida sor Fe la vio distanciarse, uniéndose al grupo que clamaba y gesticulaba junto al altar. Y aquel inicial pálpito volvió a instalarse en las profundidades de su menuda humanidad, obligándola a reunirse con sus trastornadas hermanas. Y lentamente, midiendo cada paso, deseando no llegar, fue aproximándose a las encorvadas espaldas de las tres religiosas. Su primera ojeada por entre las convulsivas cabezas no sirvió de mucho. Y lo que medio vio fue instantáneamente rechazado por su cerebro. Era imposible. Se negaba a aceptarlo. Y víctima de su innata ingenuidad, lo atribuyó a los malditos lentes. E inmóvil, sin 9
  • 10. J.J. Benítez El papa rojo atreverse a bajar la vista, intentó rezar. Pero, incomprensiblemente, no pudo despegar los labios. En su mente seguía viva aquella imagen imposible: la parte inferior de una sotana — no sabía si blanca o roja— y unas mangas negras emborronando la escena. De lo que sí estaba segura es de que los brazos pertenecían a Siwiz y a la superiora. Y apretando los dientes y suplicando clemencia al Todopoderoso, se arrojó sobre los hombros de la arrodillada Gabi, empujándola sin miramientos. 05 horas Su boca fue abriéndose despacio. Y tras un nervioso e incontrolado parpadeo, quiso tomar aire. Pero no había aire. Al menos para ella. Y notó cómo sus piernas fallaban. Y ante el gran charco de sangre experimentó una punzada en la boca del estómago. Y una primera arcada ascendió como una ola. ¡Santísimo Padre! La suplicante voz de sor Juana llegó trabajosamente hasta la petrificada sor Fe. Y una segunda y tercera arcadas la estremecieron como un muñeco. Pero la religiosa siguió recorriendo aquel cuerpo derramado sobre el mármol. Reconoció la siempre luminosa esclavina, ahora empapada en un rojo cereza. La sangre, increíblemente, lo llenaba todo: cabeza, espalda, faja, sotana, alfombra, losas y hasta el verdoso altorrelieve grabado en el frontis del reclinatorio. El anciano Pontífice yacía boca abajo, con la mejilla derecha en contacto con el pie semicircular del reclinatorio de bronce. Siwiz retiró los dedos índice y medio del cuello del Papa. Y fijando sus ojos en los de la superiora, negó con la cabeza. La carótida no respondió y las arcadas, incontenibles, doblaron la frágil silueta de sor Fe. Y los vómitos se precipitaron sobre los charolados zapatos del inerte Papa. 05 horas 03 minutos Y se obró el milagro. Despacio, como si hubieran sido entrenadas para ello, las monjas cesaron en sus lamentos. Y durante un tiempo que ninguna supo medir se dejaron arropar por el silencio. Juana de los Ángeles, arrodillada frente al ensangrentado rostro de su amado Pontífice, luchaba por comprender. Ella lo había encontrado en la penumbra del altar. Poco faltó para que tropezara con él. En su desesperación llegó a tomar la cabeza, agitándola e imaginando otro de aquellos periódicos y preocupantes desvanecimientos. Pero, al contacto con la sangre, creyó enloquecer. Y ciega y desbordada buscó la ayuda de Siwiz, arrancándolo de la cama. Todo había sido tan rápido y absurdo... Y ahora, impotente, se hallaba junto a los ojos vidriosos y extrañamente espantados de un hombre al que consideraba poco menos que inmortal. —Sor Juana... La voz del primer secretario —apenas un hilo— le devolvió a la realidad. La habitual dureza de sus labios en herradura, fugazmente amortiguada por la sorpresa, volvió a esculpirse en el rostro de Siwiz. Y sin apartar la mirada del montañoso coágulo que cruzaba la frente de su padre y señor ordenó con frialdad: —Avise a Seguridad. Y ambos se alzaron. Siwiz sin esfuerzo. La superiora, tambaleante, como si le arrancaran las entrañas. Y tras un instante de duda, con el mentón clavado sobre el abierto e imberbe pecho, la mano del primer secretario apuntó hacia la doble puerta, cursando una segunda e inapelable orden: 10
  • 11. J.J. Benítez El papa rojo —Salgan todas. Las religiosas, en pie, se miraron sin comprender. Y sor Gabriela, buscando los ojos de la superiora, avanzó un corto paso, haciendo ademán de intervenir. Pero sor Juana, llevando su dedo índice a los labios, dio por buena la disposición. 05 horas 07 minutos Siwiz se hizo con el manojo de llaves. Y sor Juana, resignada, se limitó a observar. Pero, a la primera vuelta, la mano del polaco quedó inmóvil en la cerradura. Y sus ojos de lechuza volaron al encuentro de la ausente monja. No hubo palabras. Y la superiora, recordando la orden, se perdió veloz por el pasillo. Y Gabi, Eliza y sor Fe, indefensas ante el inhóspito Siwiz, dejaron que cerrara la capilla, precipitándose tras la madre superiora. Y los velos y hábitos, en la que sería su postrera carrera por aquella tercera planta, hicieron parpadear los rasantes pilotos de emergencia. En mitad del oscuro corredor, con la veintena de tintineantes llaves entre sus dedos, el primer secretario volvió a dudar. Pero terminó por decidirse por el despacho más cercano: el gabinete privado de Su Santidad. Y, esquivando las tres sillas de cuero negro que rodeaban aún la abarrotada mesa, tomó asiento frente a los teléfonos. El elenco editado por el Governatorato seguía al pie del pequeño cuadro de la Virgen Guadalupana. Hojeó nerviosamente las páginas enmarcadas en azul y buscó la extensión del secretario de Estado. 11
  • 12. J.J. Benítez El papa rojo ... 5098 Y un rezagado e incontenible temblor le obligó a sujetar el blanco auricular con ambas manos. Cuán lejana y extraña se le antojó entonces la borrascosa reunión de la tarde— noche anterior, en torno a aquellas dormidas y engordadas carpetas de piel repujada. Al tercer toque, una voz distorsionada, bruscamente arrebatada del sueño, le obligó a excusarse. Y añadió sin rodeos: —Eminencia. Suba inmediatamente... Monseñor Angelo Rodano consultó su reloj. Entre las brumas de su adormilada mente creyó reconocer el agudo timbre de Siwiz. Y molesto, sospechando una imperdonable confusión, exigió que se identificara. —Eminencia, por el amor de Dios. —El polaco obvió el requerimiento. Y endureciendo el tono, entre tartamudeos, obligó al monseñor a despegar el teléfono de la oreja—. El Santo Padre... ¡Oh Dios!, eminencia, ha sido encontrado en la capilla... Rodano tiró de su pesada humanidad. Se sentó en la cama, prendió las luces y buscó las gafas. La excitación de Siwiz terminó de despertarle. Y su certero olfato de hijo de campesinos abrevió la secuencia. —¿Otro desmayo? —No, eminencia. Hay sangre por todas partes. —Pero... Siwiz enmudeció. —¿Muerto? Aquel segundo silencio del fiel hombre de confianza resultó elocuente. Y atropellado por sus propias ideas, Siwiz balbuceó: —No puedo asegurarlo... Entiendo que sí... No comprendo... Por favor, suba... Tentado estuvo de colgar y precipitarse escaleras arriba. Su dormitorio, en la segunda planta, se hallaba a un par de minutos de los aposentos papales. Pero, tratando de controlar al imprevisible primer secretario, eligió sujetarlo al teléfono. —¿Quién más está al corriente? —Las monjas... Ellas lo descubrieron. Y ahora, supongo, la Seguridad. Angelo masculló su desagrado, reforzando el acento piamontés. Pero, recuperando el timón, fue breve y rotundo: —Llame a los médicos. Primero a Itenozzu. Yo me encargo del camarlengo... Y por favor, que nadie toque nada. ¿Lo ha entendido? 05 horas 12 minutos La luz azul, estratégicamente alojada en el alto techo del corredor central, puso en guardia a Siwiz. Debía actuar con rapidez. En cuestión de minutos, la capilla y toda la tercera planta escaparían a su control. Y él no estaba dispuesto a obedecer la inhumana orden del secretario de Estado. Su venerado señor no sería blanco de la morbosa curiosidad de aquellos incompetentes prebostes vaticanos. Le repugnaba la idea de cruzarse de brazos y esperar a que otros autorizaran el levantamiento del cuerpo. ¿Qué sabían ellos de su dilatada y abnegada entrega? El Santo Padre era suyo. De nadie más... Pero sus enfermizos pensamientos y el destartalado caminar se vieron bruscamente interrumpidos. Y, observando la escena con desconfianza, trató de adivinar el motivo de aquella agitación entre las religiosas y los dos italianos que, en teoría, velaban por la seguridad del Pontífice. Uno de los agentes, haciendo caso omiso de las protestas de las monjas, trataba de desbloquear la doble puerta de la capilla, lanzando sucesivos e impetuosos embates con el hombro. Al reconocerlo en el fondo del pasillo, sor Juana corrió a su encuentro. 12
  • 13. J.J. Benítez El papa rojo —¡Padre, quieren derribarla! Siwiz no respondió. Esquivó a la superiora y, babeando, se precipitó con los puños en alto hacia la torre humana que pujaba por entrar. En su enloquecida carrera topó con sor Gabriela y, desequilibrado, fue a rodar hasta los pies del segundo hombre de azul. Una décima de segundo después, al revolverse, el primer secretario experimentó la redonda frialdad de un cañón entre sus pobladas cejas. Y el agente que empuñaba la Beretta 92—SB—F escrutó los voluminosos y encendidos ojos de Siwiz. Pero la voz de su compañero, que había renunciado a la demolición de la puerta, le hizo enfundar el arma. —¡Quieto!... Y usted, padre Siwiz, tranquilícese. Sor Juana acudió en ayuda del sacerdote. Pero fue rechazada. —Y ahora, por favor..., abra la puerta. El primer secretario comprendió que no tenía elección. 05 horas 15 minutos Siwiz dejó que la pareja de Seguridad le precediera. Y reteniendo a la superiora, caracoleando con una familiaridad inusual, le manifestó que lo dispusiera todo para el inmediato aseo y traslado del Santo Padre. Sor Juana no preguntó. Se limitó a asentir. Y, haciendo suyas las aparentemente humanitarias intenciones, desplegó a sus religiosas, a la búsqueda de lo necesario. Y el primer secretario alcanzó a los agentes cuando uno de ellos, inclinado sobre el cuerpo, palpaba por detrás de la oreja izquierda, tratando de confirmar lo que parecía evidente. La exploración fue breve. Tomó aire. Se enderezó y cruzó una significativa mirada con su compañero. Extrajo un pañuelo del bolsillo derecho del pantalón y, enjugando el sudor, resopló como un búfalo acorralado. Movió la cabeza negativamente y con un mal disimulado desaliento pidió al que había encañonado a Siwiz que telefoneara al comandante. El de la pistola obedeció en silencio. Aunque su faz presentaba una llamativa palidez, aquel horror no parecía haberle afectado. Sencillamente, ante unos hechos consumados, se había limitado a poner en marcha la maquinaria de su profesionalidad. Estudió el cadáver y su entorno, partiendo de lo general para, seguidamente, entrar en lo particular. Y en segundos, las evidencias fueron conformando una primera y provisional hipótesis. La posición del cuerpo, de la cabeza y de los brazos era elocuente. Quizá el anciano y castigado Pontífice había resbalado o sufrido otro desmayo cuando se dirigía al reclinatorio, estrellándose contra la sólida y artística pieza de bronce. La caída tenía que haberse registrado a un metro —quizá menos— del peldaño que daba altura al altar. El vientre y las piernas se hallaban en dicha zona. En cuanto a la profunda herida en la frente y la propia disposición de la cabeza, sobre el pie semicircular del reclinatorio, encajaban con su teoría del lamentable accidente. La escandalosa mancha de sangre en la emplumada pata derecha del águila que adornaba el curvado frontis del citado reclinatorio hablaba por sí sola. Aquél, a primera vista, parecía el punto de impacto. Un choque tan brutal que había proyectado la sangre en forma de estrella, alcanzando la casi totalidad del sinuoso relieve metálico. Las grandes alas desplegadas, el largo y curvado cuello, la cabeza y el pico, el pecho y las patas de la simbólica ave se hallaban teñidos por aquel espectacular goteo. Incluso los dos polluelos labrados al pie de la protectora y solícita madre acusaban el chorreo sanguinolento. La muerte —pensó— debió de ser instantánea. Pero, por el momento, estas apreciaciones quedaron en su fuero interno. Conociendo como conocía el intrincado y pantanoso proceder de la cúpula vaticana, lo más probable es que el óbito y sus circunstancias fueran drásticas y velozmente explicados, evitando a toda costa una investigación en regla. ¿Qué otra cosa podía esperarse ante el enojoso precedente que rodeó la muerte de su antecesor, el Papa Luciani? 13
  • 14. J.J. Benítez El papa rojo Y, asqueado, giró sobre los talones, apresurándose a comunicar la noticia. No hacía falta mucha imaginación para intuir el despertar de Camilo Chíniv, su comandante y jefe de los Servicios de Seguridad del Vaticano. Y una vez más maldijo su aciaga estrella... 05 horas 19 minutos Esta vez, Siwiz, quebrando su proverbial distanciamiento, se apresuró a auxiliar a las religiosas. Al verlas aparecer en la capilla, presa de un sospechoso nerviosismo, arrebató la jarra de porcelana que portaba sor Eliza y, en polaco, las apremió para que se repartieran en torno al Santo Padre. Y, empujando sin contemplaciones al atónito agente, se plantó de rodillas a un palmo del casi irreconocible rostro del Papa. Las monjas, con los lienzos, esponjas y jofainas entre las manos, no supieron cómo reaccionar. Y estupefactas asistieron a otro gesto, impensable en aquel corazón de hielo. Siwiz se arremangó y, atrapando una de las esponjas, la empapó en agua. Y, decidido, la dirigió al gran coágulo que dominaba la zona frontal. Pero no llegó a tocar la herida. Una curtida e inmensa mano —que hubiera podido abarcar su cuello— se enroscó en el antebrazo derecho. Y tirando del primer secretario le forzó a ponerse en pie. —Padre, ¿qué pretende? ¿Es que ha olvidado mis órdenes? Los minúsculos labios del sacerdote acentuaron su curvatura. Nadie supo si contraídos por el dolor o por la frustración. Y antes de elevarse hacia las cuadradas y deportivas gafas que aguardaban una respuesta, sus cenicientas papilas se detuvieron en la dorada cruz cardenalicia de doce centímetros que destellaba sobre la negra sotana. Y, en su ralentizada ascensión hacia el final de aquella jadeante mole de 1,85 metros, reparó igualmente en los tres botones rojos y en el pulcro alzacuellos que ceñía el inconfundible morrillo de toro del secretario de Estado. En realidad, monseñor Rodano no esperaba ni necesitaba una explicación. Hacía años que conocía y padecía el rebelde látigo que se agitaba en aquellos ojos. E, intuyendo alguna secreta e irreparable maquinación del primer secretario, se había lanzado de la cama y, a medio vestir, sin afeitar pero cuidando de portar el solideo escarlata de seda jaspeada y la cruz con las seis incrustaciones de aguamarina, salvó de dos en dos los veinte escalones que le separaban de la tercera y noble planta. —Retírese..., por favor. A sus sesenta y siete años, a pesar de la cuadrada fortaleza —más propia de un ring que de un diplomático al servicio del Espíritu—, aquella febril carrera hasta la capilla y el momentáneo uso de la coacción física mermaron notablemente las siempre generosas reservas de paciencia de Angelo Rodano. Y su voz, habitualmente reposada, profunda y varonil, necesitó tiempo, esfuerzo y concentración para recuperar el latido propio. Y dirigiéndose a las descompuestas monjas les hizo ver que también ellas debían seguir los pasos de Siwiz. Pero, rectificando sobre la marcha, suplicó a la superiora que se quedase. Sor Juana cuchicheó brevemente al oído de Gabi. Acto seguido, mientras las cabizbajas religiosas cargaban de nuevo los enseres, retirándose, cruzó las manos sobre el vientre, dispuesta a obedecer. Pero el piamontés pareció olvidarse de sus últimas palabras, de la madre superiora y de cuanto le rodeaba. Y situándose en el filo de la enrojecida alfombra persa sobre la que yacían los brazos y el tronco del Santo Padre, cuidando de no pisar la inmóvil marca de sangre, permaneció estático, con la cabeza humillada, las manos desmayadas a lo largo de la campanuda sotana y sus atractivos ojos velados por una infinita piedad. Y, por primera vez en aquella infausta madrugada, alguien se acordó del alma de aquel infeliz. Y, dejándose caer lenta y reverencialmente, fue doblando las rodillas hasta ocupar el lugar en el que había sorprendido a Siwiz. juntó sus manos de leñador, las elevó hasta presionar la punta de la nariz y, cerrando los ojos, se aisló en una prolongada e intensa oración. 14
  • 15. J.J. Benítez El papa rojo Sor Juana, contagiada, imitó al monseñor. Y sus rasgados ojos grises no tardaron en cargarse de lágrimas. Sólo el hombre del traje azul permaneció de pie, inquieto y sin atreverse a deshojar con sus impacientes pasos aquellos momentos de respetuoso silencio. 05 horas 24 minutos Angelo abrió los ojos. Bajó las manos y, tras una segunda y conmovida inspección del cadáver, decidió enfrentarse a la caravana de preguntas que aguardaba en su subconsciente desde que fuera despertado a las cinco y ocho minutos. Los médicos, el camarlengo, el jefe de Seguridad y todos los demás no tardarían en aparecer. Era primordial conservar la calma y actuar con sentido común. Pero ¿por dónde arrancar? Y, reparando en los entrelazados dedos de la superiora, optó por ajustarse a lo concebido poco antes, cuando rogó a sor Juana que permaneciera junto a él. Nada más lejos de su jesuítica mente que abrir una investigación en tan delicados momentos. Pero sí necesitaba información. Y, aproximándose a la religiosa, la invitó a alzarse. Y tomándola del brazo, alejándose discretamente hacia la doble puerta, la invitó a que reconstruyera el cuándo, el dónde y el cómo del macabro hallazgo. Y sor Juana, sofocadamente, con la voz rota, dio comienzo al relato, simplificando las primeras inspecciones en la cocina y en el refectorio. —¿Y dice usted que abrió la capilla a las cuatro y cuarenta y cinco? La militar sumisión de aquella polaca hacia el reloj era un secreto a voces en todo el Palacio Apostólico. Así que no dudó de su precisión. —¿En qué momento fue cerrada? La superiora frunció el ceño. La pregunta estaba de más. Rodano era testigo de excepción de su puntillosa y severísima puntualidad. Y replicó molesta: —A las doce de la noche. Su eminencia lo sabe bien... Y, rebozando las palabras en una justificada actitud, remachó: —Yo misma, como siempre, di las dos vueltas de llave. —Sí, comprendo... Disculpe. El secretario de Estado encajó el desplante al viejo estilo curial —sin trasparentar emoción alguna— y prosiguió con lo que en verdad le interesaba: el minucioso análisis de las aclaraciones de la testigo. Conforme la escuchaba, un súbito detalle —en el que no había reparado hasta esos instantes— fue polarizando sus pensamientos. No terminaba de entender por qué, pero la imagen del cuerpo del Papa, con la habitual ropa de calle, había hecho saltar sus alarmas interiores. Algo no encajaba. Él, al menos, como buen conocedor de las costumbres domésticas del Pontífice, no termina de explicarse tan inusual indumentaria para una supuesta visita nocturna a la capilla. Tenía puntual conocimiento de dichas y asiduas visitas. En este, como en otros aspectos, su especial servicio de información le mantenía al corriente de la más mínima alteración detectada en la teóricamente inviolable tercera planta. En el Vaticano, como en cualquier otro centro de poder, casi todas las lealtades, como el mercurio, eran sensibles al calor del dinero. Y sabía igualmente que en aquellas críticas semanas las audiencias del Santo Padre con Dios se habían multiplicado. Rara era la noche que no abandonaba su grueso colchón de lana para refugiarse en el reclinatorio o gemir lastimeramente al pie del altar, casi siempre postrado, tembloroso y gesticulante. No importaba que la doble puerta estuviera cerrada. Su eminencia estaba al tanto de la existencia del secreto acceso practicado en el ábside. Él mismo lo había inspeccionado en repetidas oportunidades, durante las largas ausencias del viajero Papa. Y su informador —tajante— aseguraba que tales ingresos nocturnos a la capilla difícilmente se producían con sotana de lino, incómoda faja de seda y zapatos de batalla. Lo normal es que cubriera el 15
  • 16. J.J. Benítez El papa rojo pijama con uno de sus apreciados batines y calzara las sencillas zapatillas a juego. Era así, justarnente, como se sentía más cómodo. Pero, admitiendo que podía estar equivocado, eclipsó temporalmente sus lucubraciones. Y repasando en voz alta la atropellada y postrera descripción de sor Juana, matizó: —Entonces usted encontró el cuerpo a las cuatro y cincuenta. La monja, tensa y a la expectativa, se limitó a asentir. —¿Está segura de que la posición del Santo Padre era la misma? Confusa, dudó: —Seguramente... El rostro del secretario, cristalizado, exigió precisión. —Sí —remachó la gobernanta—, así fue como lo descubrí, con medio cuerpo sobre el piso del altar, la cintura en el filo del escalón y la cabeza en el pie del reclinatorio. —Pero usted dice que lo tomó por los hombros y trató de reanimarlo... —Sí... y no. A pesar de su fluido italiano no captó la refinada sutileza del monseñor. —No pude moverlo. Pesaba demasiado. Entonces me limité a tantear la cara. La sentí húmeda y, cómo le diría... El gris de sus ojos se apagó. Inspiró y, reagrupando las fuerzas, concluyó: —Sucia quizá. Un sucio anormal. Grumoso. Y muy asustada zarandeé su cabeza. —¿Por qué? —Lo interpreté como otro de sus desmayos. Usted sabe... Quise despabilarle. Y Rodano, incombustible, repitió la carga: —Es decir, no lo movió... Sor Juana, aunque tarde, comprendió la retorcida naturaleza de su insistencia. Y por toda respuesta sostuvo la mirada, desafiante. Pero su interlocutor había descendido a las profundidades de sí mismo. Seguía allí y la observaba. Su mente, sin embargo, corría por el laberinto de la memoria, a la caza de los recuerdos de la noche anterior. Tenía que estar en alguna parte. Tenía que hallar el fragmento que justificase por qué el Santo Padre no había cambiado sus ropas. Y, retrocediendo, reconstruyó el perfil de su última entrevista con el Pontífice. Poco antes de la cena, Siwiz, cumpliendo el mandato de su jefe, le convocó al gabinete privado. Allí, a las 21 horas, fue a reunirse con Sebastiano Bangio, el camarlengo. La reunión, que se alargaría hasta las 22.30, le crispó los nervios. E, impotente, tuvo que asistir al agrio y lamentable forcejeo dialéctico entre un Papa obstinado y un Bangio colérico y amenazador. Y, como era de esperar, el impulsivo camarlengo puso fin a sus diatribas y exigencias con el estilo que le caracterizaba: dando un portazo. Ahí se diluía la información de Angelo Rodano. A las 22.45, fiel a su costumbre, el Papa se encerró en la capilla, finalizando la jornada de trabajo. Al despedirse en el corredor, sus ojos azules llameaban. Era el presagio de la inminente ejecución de unos deseos a los que Bangio y él mismo se oponían. Unas órdenes —más que deseos— de imprevisibles derivaciones para el mundo occidental... En cierto modo comulgaba con el desairado camarlengo, aunque detestaba sus primitivas formas. A las 23 horas, el testarudo polaco conversó brevemente con el primer secretario, recluyéndose en su alcoba. Si sus noticias eran fidedignas, a partir de ese momento nadie volvió a verle. Los hechos, por tanto, los que fueran, habían sido escritos entre las 12 y las 04.50. Por mera deducción, Rodano se inclinó a creer que el Papa no llegó a desnudarse. Víctima, sin duda, de la tensión acumulada en la mencionada y secreta reunión, cabía la posibilidad de que hubiera buscado serenar su apaleado espíritu en los espartanos muros del dormitorio. Al no lograrlo, en una reacción muy a tono con su visceral devoción mariana, 16
  • 17. J.J. Benítez El papa rojo pudo penetrar de nuevo en el oscuro templo, con el propósito de encomendarse a su inseparable Czestocowa. ¿Fue entonces cuando perdió la conciencia, precipitándose contra el bronce? ¿0 debía inclinarse por un desafortunado resbalón o tropiezo, con similares consecuencias? Naturalmente, esta hipótesis admitía otra variante: que el Pontífice sí hubiera cambiado sus ropas. Incluso que llegara a meterse en la cama. Pero, en dicho supuesto, ¿cómo explicar la indumentaria con la que había sido encontrado? La única respuesta coherente le forzaba a admitir que —quizá por causa del insomnio— terminó por huir del lecho y, avanzada la madrugada, optó por vestirse, adelantando su primera y tradicional "audiencia" con el Santísimo, prevista para las 6. ¿o debía pensar mejor en la repetición de una de sus crisis emocionales? Pero, inesperadamente, en el recuerdo del monseñor campanillearon dos palabras. Desbordado por los acontecimientos casi las había perdido en la tormenta de arena que azotaba su cerebro. ¿Oscura capilla? Al parecer estaba equivocado. Sor Juana —aunque de pasada— acababa de referir un pequeño y, aparentemente, insustancial suceso que le forzó a reflexionar: el hallazgo de un cirio encendido. Y, contrariado por su torpeza, fue a despegarse del mutismo en el que había larvado pensamientos y conjeturas, interrogando a la superiora acerca de la misteriosa e intrigante llama. —Poco puedo añadir, eminencia... Y punto por punto repitió lo que sabía. Pero el dilema, lejos de amansarse, cobró alas, ensombreciendo el ya cargado ánimo de Rodano. Si las cuidadosas monjas habían apagado los seis cirios del altar y el secretario no desconfió de la palabra de la religiosa, ¿quién era el responsable del encendido? ¿El propio Papa? La monja, resuelta, rechazó la lógica sugerencia: —Jamás lo hacía. A Su Santidad le gustaba orar a oscuras. —Pero entonces... 05 horas 29 minutos Un atropellado taconeo le previno. Y Angelo Rodano enmudeció. Al punto, cinco rostros con los músculos aballestados se detuvieron bajo el umbral. Y entre jadeos buscaron en los ojos del secretario de Estado. Camilo Chíniv, jefe de la Seguridad Vaticana, fue el primero en comprender que las prisas eran ya un lujo estéril. En décimas de segundo —tras un vertiginoso viaje a las opacas pupilas del monseñor— se hizo cargo de la situación, montando el arma de sus cuarenta años de probada sabiduría profesional. A su lado, Renato Itenozzu, director del Servicio Sanitario del Vaticano y uno de los médicos que atendía al Pontífice, con las sienes perladas por un simulacro de asco, traía la incredulidad colgada de su cuadrada, bronceada y venerable faz. Los blancos cabellos, dudosamente domesticados, restaban horizonte a su empinada y nobilísima frente, traicionando su proverbial parsimonia. Y por detrás, los relajados nudos de las oscuras corbatas de los hombres de Seguridad, igualmente arrebatados del sueño. Y respetuosos, sabedores de que aquel prelado que les cerraba el paso era, ante todo, el vicepontífice, sujetaron en corto la ansiedad. Camilo, previsor, se desabrochó la americana. El doctor, menos entrenado, cambió nerviosamente de mano el pequeño estuche de urgencias. Al fin, la recompuesta voz de Rodano —navegando de uno a otro con una suavidad que los tonificó— anunció: 17
  • 18. J.J. Benítez El papa rojo —Señores, ahora somos nosotros los que necesitamos de la paz y de la cordura... Y, haciéndose a un lado, les franqueó la entrada. Chíniv, seguido del agente que le había puesto al corriente, fue derecho al encuentro del policía que vigilaba desde el extremo izquierdo del altar. Itenozzu titubeó. Se detuvo entre las filas de sillas y asentó las gafas. Y al descubrir en el suelo la manga izquierda del Pontífice modificó el rumbo, encaminándose hacia el flanco derecho del sillón curvado. Los otros dos hombres de azul echaron las manos a la espalda. Abrieron las piernas y tomaron posiciones frente a los dinteles, cubriendo la doble puerta. La consigna era terminante: prohibido el acceso hasta nueva orden. Y el secretario de Estado, asegurándose de no ser oído por los acechantes agentes, se inclinó hacia la toca de la superiora, musitando unas palabras. Sor Juana entendió. Y, aceptando la complicidad del monseñor, desapareció por el corredor, en dirección al dormitorio papal. Angelo consultó su reloj. Las cinco y media. Y, bramando para sus adentros ante la tardanza del cardenal camarlengo, fue a reunirse con Chíniv y los demás. Minutos después agradecería a la Providencia el retraso de Bangio. La cremallera del avejentado estuche color azabache interrumpió el siseo del comandante con sus hombres. Y todos, incluyendo a Rodano, desviaron las miradas hacia el arrodillado y trémulo médico. Chínív le compadeció. Pablo VI, Juan Pablo I y ahora el polaco... También era mala suerte. A todos se había visto obligado a auscultar..., después de muertos. El de la Beretta y el que había bregado con la puerta coincidieron en un mismo pensamiento: en lo inútil de la operación que estaban a punto de presenciar. En su opinión, la certificación del óbito sobraba. Eran las circunstancias que lo rodeaban las que clamaban atención. Pero ellos sólo eran funcionarios al servicio de la maquinaria vaticana. Unos engranajes que raras veces giraban de acuerdo con el sentir del común de los mortales a quienes decían apacentar. En cuanto al piamontés, inmóvil a los pies del cadáver, se contentó con esperar. Sus largos años en las trincheras de la diplomacia de la Santa Sede le habían enseñado a pronunciarse siempre en último lugar. Observaría. Escucharía las impresiones de Chíniv y de Itenozzu y acto seguido —quién sabe— haría o dejaría hacer. Y en lo más íntimo deseó que todos se mostraran unánimes. Y que aquel amargo cáliz pasara cuanto antes. Sería suficiente con el veredicto de muerte accidental. Le vio hundir los dedos en la muñeca izquierda. No había pulso. Y el comandante dejó que Renato se ajustara el estetoscopio. Y sus oscuros ojos se movieron felinamente, saltando de la primera auscultación, en el cuello, a la segunda, por debajo del omóplato izquierdo. Después, mecánicamente, su interés se trasladó al absorto rostro del médico. Itenozzu no alzó la vista. Tampoco era necesario. Chíniv sabía que, de haber detectado algún signo de vida, el estetoscopio habría saltado de los oídos del galeno. Y consumido el primer y embarazoso minuto, el jefe de Seguridad alisó con ambas manos su plateada cabellera. Era su turno. Y, fieles a las instrucciones recibidas, sus dos hombres se movilizaron con exquisita lentitud. El de la pistola se ocupó de la inspección ocular del área del altar. El segundo, del fondo de la capilla. Camilo, por su parte, sintiendo el peso de la discreta pero certera mirada del prelado, dio unos tímidos pasos. Descendió el escalón y, como distraído, comenzó a rodear la alfombra de 2 por 1,80, sobre la que se asentaban reclinatorio y sillón. ¿Qué debían hallar? Como buenos profesionales, ni siquiera se habían formulado la pregunta. Posiblemente nada. A Chíniv, con dos ojeadas, le bastó para intuir que —esta vez — la causa de la muerte no le produciría los quebraderos de cabeza del caso Luciani. Aun así, al igual que sus hombres, se entregó. Y se detuvo a cincuenta centímetros. Aunque su envidiada memoria fotográfica acababa de procesarlo, quiso examinarlo de cerca. Dobló la rodilla izquierda y se centró en la informe y coagulada plasta que mancillaba el muslo y tarso derechos del águila. Y, 18
  • 19. J.J. Benítez El papa rojo partiendo de esta mancha principal —metódico e inexorable—, fue explorando la totalidad del artístico altorrelieve. Sumó quince regueros largos, decenas de trayectorias menores y un goteo perfectamente satelizado. La imagen global en el frontis del reclinatorio no dejaba lugar a dudas. Sobre la mencionada pata, a unos treinta y seis centímetros de la alfombra, se había producido un único y violento impacto. Y, encadenando los pensamientos, dejó que sus nervudas manos fueran a reposar sobre la rodilla flexionada. E inmerso en la hipótesis de la caída hizo resbalar su inteligencia por el bloque de bronce. Continuó por encima del yaciente Papa y, al concluir en los zapatos, su deformación profesional le dibujó la estampa del Pontífice, de pie, de cara y perdiendo el equilibrio. La siguiente secuencia —tan simple como la anterior— vino a fortalecer sus sospechas. Y vio el momento del golpe y al Santo Padre, muerto en el acto, desplomándose. La postura que presentaba el cuerpo —en decúbito ventral—, con los brazos rodeando el pie semicircular del reclinatorio, era elocuente. Tal y como le habían adelantado por teléfono, las piezas parecían encajar por sí solas. Considerando el peso, una mínima velocidad de desplazamiento, la distancia desde el punto en que tuvo lugar la desafortunada pérdida de equilibrio y la naturaleza metálica del objeto con el que fue a estrellarse, el hundimiento de la zona frontal media y sus fatales consecuencias se presentaron ante Chíniv como lógicamente inevitables. Y el comandante —abandonando la invisible arquitectura de las hipótesis— fue mágicamente atraído por el tenso y expectante Rodano. Y aunque la muda comunicación fue excelente, ni uno ni otro cayó en la tentación de manifestarse. El secretario de Estado continuó montado en el carro de la espera, intentando descifrar los jeroglíficos dibujados por los tubos de goma en cada premiosa auscultación. Chíniv, nuevamente de pie, fue reclamado en silencio por el agente que merodeaba por el altar, medio oculto por las espaldas del prelado. Y las agresivas y luciferinas cejas del jefe de Seguridad cobraron vida. Pero, al instante, ceño y pulsaciones volvieron a su ser. Devoró en la distancia la negra zapatilla que aparecía suspendida entre los dedos del policía y, en dos zancadas, abordó al subordinado, desmoronando la artificial compostura del monseñor. El examen, vertiginoso, prendió la imaginación de los tres confusos testigos. Chíniv hizo girar el calzado con maestría. Y buscó, sin saber qué encontrar. El material, de fieltro, no presentaba particularidad alguna. Ni desgarros, ni rastros de sangre... Instintivamente, el hombre de azul y su jefe repasaron los pies del Pontífice. Tal y como habían detectado en los primeros reconocimientos, se hallaba correctamente calzado. —Parece de mujer... Chíniv renunció comentar la susurrante y verosímil sugerencia del agente. Pero no porque discrepara. Mentalmente, incluso, había estimado la talla en un treinta y siete o treinta y ocho. La razón de su silencio fue otra. Aquella inesperada pieza —como un gato neumático— acababa de hacer caña en su cerebro, desestabilizando la cómoda teoría de una muerte por precipitación. Los pensamientos de Rodano, en cambio, corrían en otra dirección. Sin entender por qué, la zapatilla le conectó con aquel otro enigma del que aún no había hecho mención a Seguridad: la solitaria llama del altar, ahora degradada por la claridad de la capilla. Y poco faltó para que abriera su inquietud. Pero Chíniv, tomando la iniciativa, frustró los vacilantes deseos del prelado. Devolvió el inoportuno zapato al agente y con una leve indicación le ordenó que lo restituyera al lugar donde lo había encontrado. Y sin más rodeos ni añadidos dio media vuelta, retornando su interrumpido trabajo allí donde lo dejara. También Angelo pareció desligarse del insólito hallazgo, en beneficio del médico. Concluida la sexta o séptima auscultación, se deshizo sin prisas del estetoscopio. Lo plegó y, una vez sometido en el estuche, se decidió a hablar: —Eminencia, no hay duda posible... Chíniv, enfrascado en el examen del terciopelo verde manzana que amortiguaba la dureza del asiento curvado, se desdobló. Y, sin apartar los ojos de la velluda y tupida seda, fue procesando cada sílaba, cada pausa y cada inflexión del breve discurso de Itenozzu. —No se detecta latido cardiaco... 19
  • 20. J.J. Benítez El papa rojo Arrodillado, con el timbre de voz por debajo de su nivel habitual, con la derrota humillando su altanera cabeza y la vista perdida en el ensangrentado rostro, rehuyendo la confrontación directa con Rodano, un Renato perdido e irreconocible fue enumerando el fruto de sus primeras observaciones. —Los centros circulatorios y respiratorio carecen de actividad. La única herida visible, con hundimiento del hueso frontal, parece apuntar la causa de la muerte... Itenozzu guardó silencio. Y, extendiendo los dedos hasta tocar la mano izquierda del Pontífice, se aisló en una dramática simbiosis con la muerte. Retiró las yemas y repitió la operación, palpando una y otra vez la única mejilla accesible —la izquierda—, así como los labios, barbilla, mandíbula y músculos del cuello. Y al fin, tras un sonoro suspiro que dejó en suspenso al envarado monseñor, reanudó su veredicto. —Todavía está caliente. Sin embargo, sin una adecuada lectura de la temperatura rectal es imposible precisar el grado de enfriamiento... El secretario de Estado, consumido por la impaciencia y temiendo que la exposición desembocara en la críptica terminología médica, le salió al paso sin contemplaciones. —Por favor, doctor... Explíquese. Renato Itenozzu aprovechó la interrupción para alejarse del cadáver. Y lo hizo con alivio. Observó al comandante, acariciando la tersa cúpula del solideo papal, aparentemente olvidado sobre el asiento del sillón curvado. Pero Chíniv no le miró. Y, apostándose al pie del escalón, trató de complacer al prelado: —En una temperatura ambiental no extrema (como en este caso), un cadáver vestido suele enfriarse a razón de un grado y medio por hora durante las primeras seis horas. En las seis siguientes, ese ritmo de pérdida puede oscilar entre uno y uno y medio grados. En otras palabras, de acuerdo con la temperatura de esta capilla, el cuerpo del Santo Padre debería palparse frío en unas doce horas. En estos momentos, como le digo, todavía está caliente. Sin embargo, para medir con exactitud es preciso introducir el termómetro por el recto... —¿Dispone usted de suficiente información como para precisar el momento de su fallecimiento? El médico esbozó una benevolente sonrisa. —No, eminencia. Y, anticipándose a la siguiente pregunta, le resumió los parcos resultados de la última exploración. —De momento no se observan signos claros de rigidez cadavérica. Como usted seguramente sabe, el rigor mortis, en una situación como la que nos ocupa, hace acto de presencia alrededor de cinco horas después de producirse el óbito. Primero en la cara, maxilar inferior y cuello... Rodano y el jefe de Seguridad ensayaron unos apresurados cálculos mentales. Sólo en el supuesto de que la muerte le hubiera sobrevenido hacia las doce de la noche estarían ahora frente a los primeros síntomas de rigor mortis. E insatisfechos renunciaron a las cábalas. —En cuanto a la lívidez post mortem —prosiguió Renato—, sinceramente, resulta comprometido... El viejo diplomático —enganchado a las explicaciones del médico— había perdido de vista el quedo brujulear del paciente e indomable Chíniv en tomo al reclinatorio papal. De haberle prestado atención, también él se hubiera conmovido. Porque, súbitamente, su quijada de bulldog se desplomó. Y las cejas se arquearon. —Por lo general —simplificó Itenozzu—, la tinción de la piel comienza una o dos horas después de la muerte, alcanzando su apogeo en cinco o seis horas... Rodano le apremió. —Quiero decir, eminencia, que el examen y estudio de las livideces pueden arrojar luz sobre el momento en que se produjo el fatal desenlace y también acerca de la posición del 20
  • 21. J.J. Benítez El papa rojo cuerpo en dicho instante. Como le decía, esas manchas características son el resultado de la distensión pasiva por sangre de los vasos inertes de las partes bajas... —Renato, por favor... El médico, acosado, prescindió a regañadientes de su acostumbrado academicismo. —Resulta arriesgado, eminencia. Parte del rostro presenta un sombreado que, en mi opinión, pudiera obedecer a la tinción. Pero hay demasiada sangre... Chíniv, como un junco, fue a doblarse sobre el reposabrazos del reclinatorio. Esta vez, la brusca maniobra entró de lleno en el campo visual del prelado. Y, extrañado, desvió la mirada, dejando a Itenozzu con la palabra en el aire. El jefe de Seguridad había inmovilizado la roma proa de su nariz a poco más de quince centímetros del terciopelo manzana que recubría el mullido cojín. —La fuerte hemorragia y los coágulos dificultan la exploracíón... Rodano, pendiente del pétreo perfil del comandante, oyó pero no escuchó. Chíniv recobró la verticalidad. Se alisó el cabello y, durante un segundo, mantuvo la fuerte presión sobre los parietales. Y la mandíbula se vino abajo por segunda vez. Monseñor intuyó algo. —Teniendo en cuenta la posición del cráneo, con la mejilla derecha presionando sobre el bronce, es muy posible que la falta de lividez en dicho punto venga a confirmar la que sospechamos como postura original del cuerpo... Era inútil. Los razonamientos de Renato sonaban como zumbidos de moscas en los oídos del prelado. El secretario de Estado presumía de conocer a las personas que le rodeaban. Y su vinculación con el jefe de la Seguridad y Vigilancia Vaticana —estrecha, dilatada y confidencial— le colocaba en una inmejorable atalaya a la hora de leer e interpretar los gestos, silencios, distancias y hasta la inmovilidad de Camilo. El comandante —y Rodano lo sabía—, tanto por temperamento como por profesionalidad, era económico en palabras y ademanes. Incluso en una situación límite como aquélla, su recogida pero robusta silueta buscaba siempre la discreción. Sólo algunos y muy particulares tics del rostro y de las manos podían prevenir a los avisados. Y Angelo era uno de estos privilegiados. —Es importante, eminencia, que se me autorice a mover el cadáver... Itenozzu interrumpió su parlamento. Los ojos y los pensamientos del cardenal le habían abandonado. Chíniv dio la espalda al monseñor y, con prisas, deshizo lo andado, deteniéndose en el lado opuesto del reclinatorio. Angelo se esforzó en vano por comprender aquel absurdo cambio de emplazamiento. En su opinión, los setenta centímetros de cojín que remataban el apoyabrazos eran perfectamente abarcables desde cualquiera de los extremos. —Eminencia, ¿tengo su permiso? El jefe de Seguridad volvió a inclinarse. —Eminencia... El prelado acusó la tímida invocación del médico. Despegó las manos del regazo y, cansinamente, sin dejar de observar a Chíniv, las abrió a la altura de la cruz pectoral. Y, haciéndolas aletear, le transmitió calma. Camilo echó los brazos a la espalda y contuvo el aliento. Y su rostro, una vez más, planeó sobre el sufrido y pálido terciopelo del reposabrazos. Y, obligando a los músculos del abdomen, terminó volcándose hasta casi rozar el cojín. Y médico y prelado —estupefactos— le vieron sacar la lengua. Y durante segundos la mantuvo en contacto con la superficie del mullido almohadón. Evidentemente buscaba algún tipo de confirmación. Repitió el inusual tanteo por segunda y tercera vez y, dando por concluido el chequeo, con las agarrotadas manos a la espalda, se incorporó lenta y perezosamente. Y sus ojos —ensimismados en una idea poco grata— permanecieron fijos. Opacos. Rodano y Renato se interrogaron con la mirada. 21
  • 22. J.J. Benítez El papa rojo Y dando un paso atrás, Chíniv buscó al agente que seguía peinando el área del altar. Fue inevitable. El comandante pasó por alto a Itenozzu. Pero no pudo soslayar las dagas lanzadas por el vicepontífice. Y un negro relámpago saltó de uno a otro. En ese instante Angelo supo que todo había cambiado. Debía prepararse para afrontar el hallazgo del jefe de Seguridad. Y prudentemente le concedió y se concedió un margen de tiempo. El hombre de azul se reunió con Chíniv. Y ambos marcharon al encuentro del agente que rebuscaba entre las filas de sillas. Sostuvieron una fugaz conferencia y, al punto, retornaron junto al reclinatorio, rodeándolo. Y sus ojos, como halcones, se abatieron sobre el verdoso apoyabrazos. Acto seguido, ante la creciente expectación de los mudos espectadores, el que había investigado en el fondo de la capilla se descalzó. Y con sumo tacto, de puntillas sobre la alfombra, se deslizó por el menguado espacio que separaba el sillón del reclinatorio. E, imitando a su jefe, estabilizando su imponente humanidad con el auxilio de unas manos estratégicamente aferradas a las flexionadas rodillas, se dobló hacia el misterioso cojín. Paseó la vista por la estrecha franja de tela y, alzándose, tras una breve meditación, corroboró el hallazgo y las sospechas del comandante con un afirmativo movimiento de cabeza. Rodano se estremeció. Su imperturbable amigo Camilo había vuelto a alisarse la blanca cabellera por tercera vez... 05 horas 40 minutos Fue una comprometida decisión. Pero Chíniv —aunque se veía obligado a nadar entre las intrigas vaticanas por encima de todo era un profesional honesto. En esta ocasión hablaría. Si después, como ocurriera con el Papa Luciani, su parecer era silenciado, al menos quedaría libre de toda responsabilidad. El secretario de Estado accedió al momento. Y en compañía del comandante inició un paseo que, como había intuido, vendría a oscurecer aún más aquel turbio amanecer. Y se dispuso a escuchar lo que, en cierto modo, ya imaginaba. Las explicaciones de Chíniv —directas y sólidas— se prolongaron durante minuto y medio. Angelo, hundiéndose inexorablemente en las arenas movedizas de aquellas evidencias, se limitó a aferrarse a la gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello de labrador. Cuando el jefe de Seguridad se vació, inmóvil junto a la doble puerta, Rodano balbuceó a media voz: —¿Está seguro? La respuesta de Camilo Chíniv se dibujó primero en su quijada de bulldog. Se desplomó y, forzados por el desaliento, los labios se arquearon. —A un noventa por ciento, eminencia. Y arriesgándose —aprovechando la confidencialid— dañadió: —Si me lo permite, aconsejaría la inmediata apertura de una investigación... Rodano, desbordado, se parapetó instintivamente: —Pero, Camilo... Una investigación policial... Las pupilas del comandante resistieron el abordaje. Y las lejanas imágenes del escándalo Luciani resucitaron nítidas, sin necesidad de palabras, como un Lázaro que regresara para saldar cuentas. Y el espíritu del prelado se tensó como un arco. Y Chíniv, inmisericorde, estoqueó hasta la empuñadura: —Eminencia, recapacite. ¿Quiere ser recordado y despreciado como un segundo Villot? Pero el Destino —piadoso— alivió al ya mortalmente herido secretario de Estado. 22
  • 23. J.J. Benítez El papa rojo Una familiar voz tronó al otro lado de la puerta. Y los contendientes intercambiaron una mirada de tregua. —Concédame unos minutos —suplicó Rodano. Chíniv se encogió de hombros, distanciándose hacia el reclinatorio. Al entreabrir la doble hoja, Angelo suspiró resignado. Y al verle, el airado cardenal Bangio cesó en sus increpaciones. Y bufante, con la calva y las esponjosas mejillas graneando ira, apartó a empellones a los hombres que le impedían el acceso, cruzando el umbral como un toro y arrollando casi al vicepontífice. Rodano palideció. Cerró la puerta y, durante unos instantes, con las anchas espaldas recostadas en la madera, procuró enmendar su hostilidad. Este maldito masón —se dijo a sí mismo entre los últimos coletazos de indignación— se ha tomado su tiempo. Quién sabe lo que prepara... Los rostros del médico y de los miembros de la Seguridad dieron la razón al prelado. Todos experimentaron un sentimiento de rechazo ante el premeditado aspecto del camarlengo. Sotana y faja, irreprochables, parecían recién salidas de la plancha. En cuanto a su cabeza de elefante, meticulosamente peinada y rasurada, despedía aquel insoportable perfume barato que le caracterizaba y del que todos huían. Mientras caminaba hacia la campanuda silueta de Bangio, monseñor fue preguntándose la razón o razones de tan desconsiderada tardanza. Como Chíniv, Itenozzu y los demás, el camarlengo vivía a tres minutos escasos del Palacio Apostólico... Los temibles ojos de Sebastiano Bangio —engordados por las lupas de los lentes— revolotearon con una insana curiosidad que no pasó inadvertida a Chíniv y sus hombres. Observó detenidamente la herida del Pontífice y, con una frialdad que descompuso a Itenozzu, se inclinó hacia el frontis del reclinatorio, examinando sin pudor los restos sanguinolentos del desastre. Y poco faltó para que, en la brusca e improcedente aproximación, la oscilante cruz cardenalicia chocara con el bronce. —Y bien... El médico, abordado sin previo aviso por las púas de la subterránea voz del camarlengo, no reaccionó. Desvió la mirada por detrás de las hinchadas carnes de Bangio, solicitando el concurso de Rodano. Pero, autoritario, aquel tono tabernario reclamó una inmediata respuesta. —¿Causa de la muerte? Renato tartamudeó: —A primera vista, eminencia... No concluyó. Los ojos de Chíniv, como catapultas, bloquearon su voluntad. —A primera vista —intervino el secretario de Estado, obligando a Bangio a revolverse — todo hace pensar en un desgraciado accidente... Altivo, el camarlengo invadió la falsa serenidad de aquel rostro. Buceó en los ojos de Rodano y creyó descubrir un hilo oscuro. Secreto y amenazador. Pero, seguro de sí mismo, decidió abreviar, subestimando el énfasis que había escoltado las tres primeras palabras. —Procedamos entonces... Y girando sobre los talones tiró de la sotana, arrodillándose al borde del charco de sangre en el que reposaba el brazo izquierdo del Pontífice. Abrió el maletín negro que le acompañaba e, ignorando a cuantos le rodeaban, extrajo una pequeña ampolla. El jefe de Seguridad, intuyendo el principio del fin, interrogó a Rodano con una mecánica elevación de sus cejas. Y el prelado, poniendo a prueba la paciencia de su amigo, trazó una clandestina inclinación de cabeza, reclamando tiempo. Bangio destapó los santos óleos, presionando la ampolla contra la yema del dedo pulgar. Y solemne, con las ásperas conchas de los párpados a medio cerrar, inició el ritual: —Si vives, ego te absolvo a peceatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti... Amen. 23
  • 24. J.J. Benítez El papa rojo El casi femenino instinto del jefe de la diplomacia vaticana se agitó inquieto. Algo en el camarlengo —no podía distinguir qué— resultaba extraño. Era una llamativa mezcolanza. Su descarado e inexplicable retraso. Aquella ausencia de sentimientos ante el cadáver. Su nula curiosidad por los detalles y circunstancias de la muerte del Papa. Y, sobre todo, las mal disimuladas prisas por activar la maquinaria y zanjar el episodio. Rodano, mejor que nadie, sabía de las ácidas diferencias —no se atrevió a etiquetarlo de odio— entre Bangio y el fallecido. Pero aquella animadversión carecía de sentido en tan dramáticos momentos. Y, maravillado ante los inescrutables caminos del Señor, se recreó en la paradoja que le ofrecía el Destino. Si vives, yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre... Resultaba aleccionador. La absolución estaba siendo impartida por su más enconado enemigo... Y luchando con el rollizo vientre, el camarlengo se venció hacia el Santo Padre, trazando en el aire una apresurada señal de la cruz, a dos dedos de la ensangrentada frente. —Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a quidquid... Amen. El frío, rutinario y acelerado proceder de Bangio desenterró de pronto la certera alusión de Chíniv al nefasto cardenal Villot Y las desafortunadas decisiones del entonces camarlengo y secretario de Estado, a la vista del cadáver de Juan Pablo I, desfilaron raudas e implacables por la torturada mente de Rodano. Por esta santa unción, te perdone Dios los pecados que puedas haber cometido. Amén. Sí, pero ¿quién le perdonaría a él si caía en el mismo error que Villot? ¿Tenía derecho a pasar por alto el descubrimiento del jefe de Seguridad? Naturalmente, como vicepontífice, disfrutaba de las atribuciones necesarias para segar la hierba bajo los pies de Chíniv. Y la batalla interior se recrudeció. Y en las sienes de aquel recto hijo de labradores amanecieron unas brillantes gotas de sudor. Y Bangio, rematando la ceremonia, pasó a administrar la bendición apostólica. —Ego facultate mihi ab Apostolica Sede tributa... Angelo, en un esfuerzo por apartarse de su Destino, fue repitiendo mentalmente las palabras del camarlengo. Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede Apostólica, yo te concedo indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados..., y te bendigo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo... Amén. ¿Facultad otorgada por la Sede Apostólica? La frase hizo saltar las alarmas interiores del prelado. Y una diabólica idea —impropia de un hombre al servicio de Dios— fue a sentarse en su corazón. Avergonzado de sí mismo, pujó por expulsarla. Pero la hipótesis había hecho masa. Y el retraso, las prisas y el oscuro comportamiento de Bangio empezaron a encontrar sitio en el irritante rompecabezas. A todas luces, el camarlengo parecía haber asumido unilateralmente la suprema jefatura de la Iglesia. Y, confiado en esa discutible potestad, parecía igualmente decidido a repetir el vergonzoso capítulo, escrito a raíz de la muerte de Albino Luciani. Si no actuaba con astucia, rapidez y firmeza, lo más probable es que el no menos extraño óbito del Papa polaco fuera explicado y sentenciado con otro farisaico y tranquilizador parte de la Sala de Prensa vaticana. Y, sumido en aquella turbulenta espiral, llegó a imaginar incluso los titulares de los periódicos: Muere el Papa en su capilla privada. Un fatal accidente: causa del fallecimiento. Pero ¿por qué? ¿A qué obedecía su obsesión por adelantarse a los acontecimientos y prejuzgar a las personas? No era justo ni cristiano. ¿Y si estuviera equivocado? Y al punto, desequilibrando la balanza del sentido común, volvió a destellar el hallazgo de Chíniv. Y en mitad de aquel bronco e íntimo oleaje, las hipótesis y contrahipótesis se enroscaron, ahogándole. ¿Y cómo explicar la intrincada actitud de Bangio? Su comportamiento no era normal. ¿Por qué había dado por buena la parca e insuficiente explicación de un recién llegado? 24
  • 25. J.J. Benítez El papa rojo ¿Por qué no mostró interés en interrogar a la Seguridad? ¿Por qué ese lujo de afeitarse y acicalarse después de recibir la demoledora noticia? Hubo respuesta. Pero la apartó con repugnancia. Por muy delicada que fuera la situación del Papado en aquellas últimas semanas, no podía admitir semejante aberración. Y menos entre los aparentemente disciplinados miembros de la Curia que gobernaba. Tenía que arrancarse tan espinosas dudas. Y sólo había un camino. Si guardaba silencio, si permitía que los dientes de la maquinaria le trituraran, entonces —¡pobre infeliz! —, la pesada losa del pecado de omisión le remataría. Y, desenfundando la espada de su valor, tomó la decisión de seguir los consejos de Chíniv. Y con un profundo sentimiento de alivio buscó los ojos del jefe de Seguridad. Pero el comandante se hallaba magnetizado por las manos del camarlengo. Al tapar la ampolla, los dedos temblaron. Y también al guardarla en el maletín... Al fin, el intangible y angustioso llamamiento del prelado penetró en Chíniv, obligándole a levantar el rostro. Y Camilo captó aquel fogonazo de esperanza. Con un leve giro de cabeza, Angelo le marcó la doble puerta. Y el comandante obedeció al instante. Pero Rodano, desafiando su propia impaciencia, se mantuvo a espaldas del anciano cardenal. Conocía el instrumental que —tan previsoramente— había hecho llegar a la capilla. Y quiso cerciorarse de los siguientes movimientos de Bangio. Y aunque el ridículo ceremonial que estaba a punto de atacar había sido sensatamente abolido por Pablo VI, dejó hacer al ortodoxo y recalcitrante camarlengo. Necesitaba tiempo. El cardenal, en efecto, tomó el reluciente martillo de plata. Curiosamente se trataba del mismo que Villot —ignorando, como Bangio, las disposiciones del difunto Montini— había manipulado en Castelgandolfo, a la muerte de Pablo. Otra vez la imagen de Villot... Aquel nombre —como una advertencia o una maldición— parecía entronizado en el alma de Rodano. Pero el secretario de Estado no vaciló. Su decisión era irrevocable. Lucharía hasta donde sus fuerzas y autoridad lo permitieran. No habría un segundo caso Villot. No se mentiría a la opinión pública. No se ocultarían los hechos, por muy dolorosos y vergonzantes que pudieran ser o parecer. Esta vez se abrirían las puertas a la verdad. Se autorizaría una investigación en regla. Una investigación honesta. Reposada. Y desplegada por expertos que nada tuvieran que ver con los mezquinos intereses que empezaban a apestar aquel sagrado lugar... No estaba dispuesto a consentir —como sucediera en la madrugada del 29 de setiembre de 1978 en el dormitorio del Papa Luciani— que nadie tocara o manipulara el cadáver. Villot —Dios le haya perdonado— se dio especial prisa en retirar de la estancia las gafas y las zapatillas de Juan Pablo I. ¿Por qué? ¿Contenían restos de unos vómitos que, de haber sido analizados, hubieran revelado la presencia de alguna sustancia letal? Rodano no era Villot. Rodano no sometería a las monjas polacas al voto de silencio. No se apresuraría a desterrarlas. Y tampoco al primer secretario privado. Y si los especialistas estimaban que la autopsia era necesaria, habría autopsia. Pero, para hacer realidad tan saludables deseos —y el prelado era consciente de ello —, necesitaba adelantarse a la maquinaria, introduciendo el hierro de la sorpresa entre los radios de sus infernales ruedas. Bangio dirigió el martillito hacia la frente del Pontífice, golpeándola con suavidad. Le llamó por su nombre completo y, en el mismo y recio tono —de forma que todos pudieran oírle—, formuló la primera pregunta: —¿Estás muerto? Los de Seguridad no terminaban de creer lo que estaban viendo y escuchando. Pero no dejaron traslucir su corrosivo regocijo. E, incombustibles, siguieron observando el trasnochado ritual y a su grotesco hechicero. Era el momento esperado. Rodano sabía que la pregunta se repetiría una segunda y una tercera vez. Y que, entre cada interpelación, Bangio guardaría un obligado minuto de silencio, a la espera de una más que improbable contestación del difunto. Y con especial sigilo fue a reunirse con Chíniv. —¿Y bien? 25
  • 26. J.J. Benítez El papa rojo El prelado justificó la contenida impaciencia de Camilo. Y, midiendo las palabras, preguntó a su vez: —¿Ha pensado en el procedimiento? El comandante torció el gesto. —Eminencia, creo habérselo explicado... Directamente al ministro. —Lo sé, pero... Chíniv le apremió. —Hay que actuar con diligencia. Como habrá observado —y desvió la mirada hacia el camarlengo—, parece decidido a aceptar las apariencias. —¿Estás muerto? Segundo minuto de silencio. Los agentes se habían mudado de la consternación a la curiosidad. Y espiaron por el rabillo del ojo el clandestino encuentro entre el monseñor y su jefe. Bangio, arrodillado y de espaldas a la doble puerta de la capilla, vivía el ceremonial, ajeno a la decisiva maquinación. —De acuerdo. Telefonee... Y Rodano, nervioso, consultó su reloj. 05 horas 55 minutos —Y por Dios —suplicó el vicepontífice empujando delicadamente la puerta—, recuerde que, a partir de ahora, sólo deberá acatar mis órdenes... Chíniv asintió protocolariamente. La recomendación sobraba. Si sus sospechas eran acertadas, en una o dos horas, el Palacio Apostólico, los tres mil miembros de la Curia y toda la Ciudad del Vaticano entrarían en erupción. Tal y como le había pormenorizado al prelado, debían jugar la carta de la rapidez y de los hechos consumados. Si la suerte los favorecía mínimamente, el ingreso de la Policía de Roma en la tercera planta podía tener lugar antes de que la maquinaria eclesiástica se reorganizase y lanzara sus primeras acometidas. Sor Juana, con la respiración desacompasada y arrebolada por la última carrera, dejó que el comandante atravesara el umbral. Rodano la contempló indeciso. Y, reteniendo de nuevo a Camilo, le sugirió que utilizase el gabinete privado. —Es más seguro... Lanzó una vigilante mirada al confiado y orondo camarlengo y aguardó la postrera llamada. —¿Estás muerto? Disponía de un último y providencial minuto. —Otra cosa... El comandante se abrochó la americana. —Avise al teniente coronel Westermann. Que la Guardia Suiza y sus hombres refuercen los accesos al Palacio... —Está previsto, eminencia... —Y no olvide el ascensor y las escaleras de la segunda planta. Y disponga más vigilancia en esta puerta... Chíniv fue asintiendo mecánicamente. —Ya lo sabe, Camilo. Nadie debe entrar ahí sin mi expresa autorización. Debemos actuar en estrecha coordinación. Y, señalando el interior de la capilla, le previno sin ocultar su pesimismo. —Trataré de persuadir a Bangio. Espéreme. Es cuestión de minutos... 26