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EL LENGUAJE SUVERSIVO DE LOS GESTOS 
Adriana Marín Urrego/Fernando Araújo Vélez 
Había un muro que dividía a dos naciones, un muro que separaba a las familias, un muro de infamia, de 
muerte, de terror; un muro que generaba odios, que acuchillaba ilusiones, que impedía, que rompía; un muro 
que hablaba, que gritaba, que reflejaba al hombre, muy en minúsculas, a la inhumanidad de la humanidad. Un 
muro que sintetizaba la crueldad en sus 120 kilómetros de hormigón, en las decenas de soldados que lo 
custodiaban, en las armas, en la amenaza, en la represión sobre decenas de miles de alemanes que quisieron 
atravesarlo y en los doscientos y tantos que murieron por intentarlo. Como escribía José Saramago: “Quizá 
nuestros ojos vean, pero nuestra razón está ciega. No somos capaces de reconocer que ha sido el ser 
humano el que ha inventado algo tan ajeno a la naturaleza como es la crueldad”. 
La crueldad fue muro, el muro fue división y justificación. Sus constructores, los alemanes democráticos, 
separados de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (el país fue dividido entre los aliados y los 
soviéticos), adujeron que habían construido el muro para proteger del fascismo a la población, para salvarla 
de un capitalismo arrogante y nocivo, de unas libertades disfrazadas. El muro fue también un símbolo. Por 
eso, cuando se derrumbó, en noviembre de 1989, la gente de Berlín Oriental y de Berlín Occidental, y del 
resto del país, y de algunos otros lugares, se armó de azadones y picas y palas para derribarlo, para constatar 
que estaba dejando de existir, para celebrar y para recordar, para tratar de sanar heridas con el recuerdo. 
Luego ellos, y otros a quienes el muro sacudió, hicieron libros y películas y cuadros y obras de teatro. 
Christian Petzold fue uno de ellos. Primero rodó Cuba libre. Luego The State I Am In y Wolfsburg, y un año 
atrás, Bárbara. “Mis padres eran refugiados de la Alemania Democrática y se escaparon a finales de los 50, 
dos años antes de que yo naciera. Nunca hablaron sobre su juventud. Tenían 18, 19 o 20 años cuando 
escaparon, y nunca volvieron a hablar de eso. Sé que mi papá quería ser Jimmy Dean y que mi mamá quería 
hacer pinturas, como Cézanne. Eran unas personas muy solitarias después de que escaparon. Vivían con su 
familia, pero nunca nos contaron su historia porque después de irse ya no había posibilidad de regresar a 
Alemania Oriental, era prohibido, y sacaron todas las memorias de su cabeza. Después del 89, todas las 
memorias de su juventud regresaron, hablaron sobre sus amigos, sobre su primer beso, las calles. Entonces 
empecé a pensar que nadie habla sobre esos 40 años, como mis padres, y creo que el cine se tiene que 
encargar de hacerlo”. 
La historia de Bárbara fue, de alguna manera, la historia de sus padres, de algunos de sus vecinos, y la 
historia que él vivió durante unos cuantos días cuando decidió ir a visitar a su abuela en la Alemania 
Democrática. “Yo visité a mi abuela por dos o tres semanas en verano y me pareció muy aburrido, muy típico 
alemán, mucho más alemán que occidente. Era como en los 20. Todo extremadamente burocrático, y había 
un ambiente de desconfianza y todo el mundo en el barrio hablaba de los demás y a mí no me gustaba, por el 
sistema, pero me gustaba que la gente, allá, tenía —casi— como un diálogo subversivo, un tipo de seducción 
subversiva. Estas personas eran muy inteligentes y mientras hablaban de algo absolutamente ordinario, había 
algo entre líneas, muchos signos. A mí eso me gustaba”. 
Su gusto fue luego su obra. Bárbara se volvió un diálogo sin fin, un diálogo de miradas, de silencios, de 
mentiras y anhelos. Un diálogo subversivo, como aquellos que él amó mientras anduvo con su abuela. “El reto 
en la película y con los actores era que queríamos ver sus cuerpos, queríamos verlos moverse, cómo 
mienten, cómo se ríen, cómo esconden su risa detrás de sus sonrisas. Eso era fantástico. Teníamos ensayos 
muy largos, cada mañana antes de grabar. Ese fue uno de los mejores momentos de mi vida porque todo era 
nuevo. No era un tipo de actuación que conociera de antes”. 
Las actuaciones de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld fueron la Alemania Democrática de los 80. Y los carros 
cuadrados, Zastavas, y las luces direccionales que sonaban clic, clic, clic, y la bicicleta de Bárbara, constante, 
silenciosa. Y el silencio, y la sospecha, la eterna sospecha y la eterna sensación de que alguien en algún 
lugar vigilaba y jamás dejaría de vigilar.

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  • 1. EL LENGUAJE SUVERSIVO DE LOS GESTOS Adriana Marín Urrego/Fernando Araújo Vélez Había un muro que dividía a dos naciones, un muro que separaba a las familias, un muro de infamia, de muerte, de terror; un muro que generaba odios, que acuchillaba ilusiones, que impedía, que rompía; un muro que hablaba, que gritaba, que reflejaba al hombre, muy en minúsculas, a la inhumanidad de la humanidad. Un muro que sintetizaba la crueldad en sus 120 kilómetros de hormigón, en las decenas de soldados que lo custodiaban, en las armas, en la amenaza, en la represión sobre decenas de miles de alemanes que quisieron atravesarlo y en los doscientos y tantos que murieron por intentarlo. Como escribía José Saramago: “Quizá nuestros ojos vean, pero nuestra razón está ciega. No somos capaces de reconocer que ha sido el ser humano el que ha inventado algo tan ajeno a la naturaleza como es la crueldad”. La crueldad fue muro, el muro fue división y justificación. Sus constructores, los alemanes democráticos, separados de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (el país fue dividido entre los aliados y los soviéticos), adujeron que habían construido el muro para proteger del fascismo a la población, para salvarla de un capitalismo arrogante y nocivo, de unas libertades disfrazadas. El muro fue también un símbolo. Por eso, cuando se derrumbó, en noviembre de 1989, la gente de Berlín Oriental y de Berlín Occidental, y del resto del país, y de algunos otros lugares, se armó de azadones y picas y palas para derribarlo, para constatar que estaba dejando de existir, para celebrar y para recordar, para tratar de sanar heridas con el recuerdo. Luego ellos, y otros a quienes el muro sacudió, hicieron libros y películas y cuadros y obras de teatro. Christian Petzold fue uno de ellos. Primero rodó Cuba libre. Luego The State I Am In y Wolfsburg, y un año atrás, Bárbara. “Mis padres eran refugiados de la Alemania Democrática y se escaparon a finales de los 50, dos años antes de que yo naciera. Nunca hablaron sobre su juventud. Tenían 18, 19 o 20 años cuando escaparon, y nunca volvieron a hablar de eso. Sé que mi papá quería ser Jimmy Dean y que mi mamá quería hacer pinturas, como Cézanne. Eran unas personas muy solitarias después de que escaparon. Vivían con su familia, pero nunca nos contaron su historia porque después de irse ya no había posibilidad de regresar a Alemania Oriental, era prohibido, y sacaron todas las memorias de su cabeza. Después del 89, todas las memorias de su juventud regresaron, hablaron sobre sus amigos, sobre su primer beso, las calles. Entonces empecé a pensar que nadie habla sobre esos 40 años, como mis padres, y creo que el cine se tiene que encargar de hacerlo”. La historia de Bárbara fue, de alguna manera, la historia de sus padres, de algunos de sus vecinos, y la historia que él vivió durante unos cuantos días cuando decidió ir a visitar a su abuela en la Alemania Democrática. “Yo visité a mi abuela por dos o tres semanas en verano y me pareció muy aburrido, muy típico alemán, mucho más alemán que occidente. Era como en los 20. Todo extremadamente burocrático, y había un ambiente de desconfianza y todo el mundo en el barrio hablaba de los demás y a mí no me gustaba, por el sistema, pero me gustaba que la gente, allá, tenía —casi— como un diálogo subversivo, un tipo de seducción subversiva. Estas personas eran muy inteligentes y mientras hablaban de algo absolutamente ordinario, había algo entre líneas, muchos signos. A mí eso me gustaba”. Su gusto fue luego su obra. Bárbara se volvió un diálogo sin fin, un diálogo de miradas, de silencios, de mentiras y anhelos. Un diálogo subversivo, como aquellos que él amó mientras anduvo con su abuela. “El reto en la película y con los actores era que queríamos ver sus cuerpos, queríamos verlos moverse, cómo mienten, cómo se ríen, cómo esconden su risa detrás de sus sonrisas. Eso era fantástico. Teníamos ensayos muy largos, cada mañana antes de grabar. Ese fue uno de los mejores momentos de mi vida porque todo era nuevo. No era un tipo de actuación que conociera de antes”. Las actuaciones de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld fueron la Alemania Democrática de los 80. Y los carros cuadrados, Zastavas, y las luces direccionales que sonaban clic, clic, clic, y la bicicleta de Bárbara, constante, silenciosa. Y el silencio, y la sospecha, la eterna sospecha y la eterna sensación de que alguien en algún lugar vigilaba y jamás dejaría de vigilar.