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EL MONJE QUE VISITÓ LA ETERNIDAD El abad Virila era un auténtico padre espiritual para sus monjes, pero sus ansias de santidad y sus dudas, muy humanas, lo llevaron a una profunda inquietud por conocer aquella Gloria en la que quería creer a toda costa, pero de la que necesitaba algo que la confirmase en su fe, mas allá de especulaciones teológica s.
Todas las mañanas, el buen abad salía del monasterio antes de que apuntase el día, apenas terminados los primeros oficios. Y, siguiendo el senderillo que sus propios pies habían trazado a fuerza de seguirlo en su paseo cotidiano, subía las pendientes que, a espalda del cenobio, conducía hacia la Roca de Erandio y la Chimenea. Por allí alcanzaba un claro del bosque junto a un manantial. Y en aquel lugar, en medio del silencio de las cercanas cumbres, se entregaba a la meditación y elevaba sus oraciones al Cielo, pidiendo al Creador que le permitiera atisbar siquiera un poco de aquella Gloria prometida, que ni siquiera era capaz de concebir desde su propia naturaleza de hombre ansioso de creer en el Más Allá.
Pasaron años enteros de paciente oración y de constante retiro místico en aquel rincón privilegiado de la naturaleza donde iba a refugiarse cada día en su soledad. El abad envejecía y sentía su espíritu sembrado de dudas, de ansias de saber. Necesitaba una respuesta, porque sin ella, su misión como abad de aquella comunidad carecía de sentido, si él era el primero en dudar de lo que esencialmente desconocía .
Un día sucedió algo distinto. Estaba el abad meditando de rodillas, sumido en sus ansias de trascendencia, cuando, de pronto, muy cerca de él, sonó el bellísimo canto de un pájaro. Era un canto distinto a todos cuantos había escuchado hasta entonces. Un trino que parecía llegar de muy lejos y estaba, a la vez, junto a él, acariciándole el oído. Cerró los ojos, dejándose transportar por la hermosura de aquel instante, y sintió que su alma se abría de par en par arrastrada por la música de la esferas. Todo en torno a él se iluminó y supo de pronto que aquella era la afirmación a todas las preguntas que se había formulado desde que tuvo conciencia de su ansia de transcendencia.
Le pareció que aquel instante duraba apenas un minuto, pero fue tan intenso y tan bello que su espíritu quedó bañado en Eternidad. Súbitamente, supo que se había integrado en la infinidad a la que tanto se había encomendado . Abrió los ojos y creyó verlo todo distinto. Los árboles estaban más crecidos, como más crecida estaba la hierba. Habían desaparecido las huellas que dejó marcadas durante tantos años de seguir el mismo sendero entre las peñas y el bosque. Todo olía distinto, más puro, más cerca del Dios que siempre evocó.  Despacio, admirado por el entorno, con las fuerzas renovadas, emprendió el camino de regreso al monasterio, pensando cómo podría explicarles a sus monjes la experiencia que había vivido
La silueta del cenobio le pareció mayor, como si en su ausencia hubieran construido más dependencias. Y la explanada que tenía que atravesar para alcanzarlo le dio la impresión de más chica, como si las nuevas dependencias le hubieran arrebatado espacio.  Llamó a la puerta, impaciente por contar su aventura y comentarla con sus hermanos. Pero, extrañamente, le abrió la puerta un monje al que no conocía y que tampoco dio muestras de conocerle a él, porque le preguntó por su nombre y le inquirió de dónde venía .
- ¡Cómo, hermano! ¿No me conoces? Mala memoria diría que tienes, si no fuera porque tampoco yo te reconozco. Soy fray Virila, vuestro abad.  - Nuestro abad no se llama Virila. He oído que hubo un abad Virila en este monasterio hace mas de trescientos años, pero desapareció un día sin que nadie volviera a saber nunca más de él.  Fue entonces cuando el viejo monje comprendió realmente lo que le había sucedido. Y se dio cuenta de que, en medio de su éxtasis, aquello que le pareció que discurría en unos segundos había sido, en realidad, un contacto con la Eternidad que había durado 3 siglos. Reunida la comunidad, el abad explicó a todos los monjes su experiencia y, comprendiendo que había cumplido con su misión y se había puesto en paz con su conciencia, entregó su alma al Creador.

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  • 1. EL MONJE QUE VISITÓ LA ETERNIDAD El abad Virila era un auténtico padre espiritual para sus monjes, pero sus ansias de santidad y sus dudas, muy humanas, lo llevaron a una profunda inquietud por conocer aquella Gloria en la que quería creer a toda costa, pero de la que necesitaba algo que la confirmase en su fe, mas allá de especulaciones teológica s.
  • 2. Todas las mañanas, el buen abad salía del monasterio antes de que apuntase el día, apenas terminados los primeros oficios. Y, siguiendo el senderillo que sus propios pies habían trazado a fuerza de seguirlo en su paseo cotidiano, subía las pendientes que, a espalda del cenobio, conducía hacia la Roca de Erandio y la Chimenea. Por allí alcanzaba un claro del bosque junto a un manantial. Y en aquel lugar, en medio del silencio de las cercanas cumbres, se entregaba a la meditación y elevaba sus oraciones al Cielo, pidiendo al Creador que le permitiera atisbar siquiera un poco de aquella Gloria prometida, que ni siquiera era capaz de concebir desde su propia naturaleza de hombre ansioso de creer en el Más Allá.
  • 3. Pasaron años enteros de paciente oración y de constante retiro místico en aquel rincón privilegiado de la naturaleza donde iba a refugiarse cada día en su soledad. El abad envejecía y sentía su espíritu sembrado de dudas, de ansias de saber. Necesitaba una respuesta, porque sin ella, su misión como abad de aquella comunidad carecía de sentido, si él era el primero en dudar de lo que esencialmente desconocía .
  • 4. Un día sucedió algo distinto. Estaba el abad meditando de rodillas, sumido en sus ansias de trascendencia, cuando, de pronto, muy cerca de él, sonó el bellísimo canto de un pájaro. Era un canto distinto a todos cuantos había escuchado hasta entonces. Un trino que parecía llegar de muy lejos y estaba, a la vez, junto a él, acariciándole el oído. Cerró los ojos, dejándose transportar por la hermosura de aquel instante, y sintió que su alma se abría de par en par arrastrada por la música de la esferas. Todo en torno a él se iluminó y supo de pronto que aquella era la afirmación a todas las preguntas que se había formulado desde que tuvo conciencia de su ansia de transcendencia.
  • 5. Le pareció que aquel instante duraba apenas un minuto, pero fue tan intenso y tan bello que su espíritu quedó bañado en Eternidad. Súbitamente, supo que se había integrado en la infinidad a la que tanto se había encomendado . Abrió los ojos y creyó verlo todo distinto. Los árboles estaban más crecidos, como más crecida estaba la hierba. Habían desaparecido las huellas que dejó marcadas durante tantos años de seguir el mismo sendero entre las peñas y el bosque. Todo olía distinto, más puro, más cerca del Dios que siempre evocó. Despacio, admirado por el entorno, con las fuerzas renovadas, emprendió el camino de regreso al monasterio, pensando cómo podría explicarles a sus monjes la experiencia que había vivido
  • 6. La silueta del cenobio le pareció mayor, como si en su ausencia hubieran construido más dependencias. Y la explanada que tenía que atravesar para alcanzarlo le dio la impresión de más chica, como si las nuevas dependencias le hubieran arrebatado espacio. Llamó a la puerta, impaciente por contar su aventura y comentarla con sus hermanos. Pero, extrañamente, le abrió la puerta un monje al que no conocía y que tampoco dio muestras de conocerle a él, porque le preguntó por su nombre y le inquirió de dónde venía .
  • 7. - ¡Cómo, hermano! ¿No me conoces? Mala memoria diría que tienes, si no fuera porque tampoco yo te reconozco. Soy fray Virila, vuestro abad. - Nuestro abad no se llama Virila. He oído que hubo un abad Virila en este monasterio hace mas de trescientos años, pero desapareció un día sin que nadie volviera a saber nunca más de él. Fue entonces cuando el viejo monje comprendió realmente lo que le había sucedido. Y se dio cuenta de que, en medio de su éxtasis, aquello que le pareció que discurría en unos segundos había sido, en realidad, un contacto con la Eternidad que había durado 3 siglos. Reunida la comunidad, el abad explicó a todos los monjes su experiencia y, comprendiendo que había cumplido con su misión y se había puesto en paz con su conciencia, entregó su alma al Creador.