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          Joao

Guimaraes Rosa
  La tercera orilla
       del río
     y otros cuentos.




      Libros de Regalo
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              La tercera orilla del río
                               y otros cuentos
                             Joao Guimaraes Rosa

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                                  aquiles.julian@gmail.com
                                  intercoach.dr@gmail.com

                           Primera edición: Septiembre 2008
                        Santo Domingo, República Dominicana

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                     Contenido
El centenario de Joao Guimaraes Rosa / presentación           4
Los hermanos Dagobé                                            5
Un joven muy blanco                                            9
Lunas de miel                                                 14
La tercera orilla del río                                     20
Biografía / reproducidas de Wikipedia                         25




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El centenario de Joao Guimaraes Rosa

                                  Este año 2008 es el año del centenario
                                  de Joao Guimaraes Rosa, el excepcional
                                  narrador brasileño.

                                Guimaraes nació en Cordisburgo, un
                                remoto pueblo del estado de Minas
                                Gerais, mismo estado de Murilo Rubiao
                                del cual publicamos El bloqueo y otros
cuentos (Libros de Regalo 25). La fecha: 27 de junio del 1908.

Pese a su miopía, Guimaraes Rosa fue un lector voraz y de una
autodisciplina excepcional. Aprendió de manera autodidacta francés,
holandés y alemán y llegó a hablar español, italiano, esperanto, algo de
ruso, leyendo en sueco, latín, griego, húngaro, árabe, sánscrito, lituano,
polaco, tupi, hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del
chino.

Su padre, Florduardo Pinto Rosa, comerciante de avez, juez de paz,
cazador de pumas, peluquero y contador de historias se lo llevaba de
cacería a los lugares donde gauchos y vaqueros en las noches vacías y
perdidas de la selva recordaban sus vidas y afanes.

Luego, durante la pubertad, quedó atrapado en la fascinaciónde la
naturaleza soberbia, desbordante, y se hizo coleccionista de aves, insectos y
serpientes vivas o muertas. Quizás esta pasión naturalista le llevó a
matricularse en la Escuela de Medicina de Minas Gerais en la cual se
recibió, ejerciendo la profesión en Itaguara, otro pequeño pueblecito de
Minas Gerais. Allí, con su mujer y sus dos hijas, atendía pacientes de toda
laya: terratenientes, campesinos, marginados, funcionarios de octava
categoría, moribundos… Todos contándoles sus contratiempos, vivencias y
penas, mientras él los atendía al recorrer las llanuras desérticas del sertón,
hasta las mismas fronteras con Mato Grosso, Bahía y el Amazonas.

Allí, en el sertón bebió historias que luego hilvanó en cuentos magistrales y
en su monumental novela Gran Sertón: Veredas, cumbre mayor de la
novelística brasileña en el siglo 20.

Aquiles Julián
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Los hermanos Dagobé
                                    E norme desgracia. Estábase en el
                                    velatorio de Damastor Dagobé, el más
                                    viejo de los cuatro hermanos,
                                    absolutamente facinerosos. La casa no
                                    era pequeña, pero mal cabían en ella los
                                    que iban a hacer guardia. Todos
                                    preferían permanecer cerca del difunto,
                                    todos temían, más o menos, a los tres
                                    vivos.

                                   Demonios, los Dagobés, gente que no
                                   gustaba. Vivían en estrecha desunión,
                                   sin mujer en el lar, sin más pariente,
                                   bajo la jefatura despótica del recién
                                   finado. Éste había sido el gran peor, el
                                   cabeza, fierabrás y maestro, que metió
                                   en la obligación de la mala fama a los
jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir.

Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba
de ofrecer peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar
entre algunas flores– sólo aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña
y la nariz muy torcida y su inventario de maldades. Debajo de las vistas de
los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar todavía acatamiento;
convenía.

Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de
maíz, así a-la-costumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de
personas, por los oscuros o en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá
afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba
más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, despertando de su
descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero todo
tenía un aire espantoso.

He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado
por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los
muertos. El Dagobé, sin sabida razón, le había amenazado con cortarle las
orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el
tranquilo del muchacho, que administraba un pistolón, le pegó un tiro
entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
6
Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los
hermanos no hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a
organizar velatorio y entierro. Y era bien extraño.

Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario
en casa, resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento.

¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los
debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval,
el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que
llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se
mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre
leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos; miraba
hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su
gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción
sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”

En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel,
se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.

Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que
todavía no estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más
después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurados, tal su no rapidez.
Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al
fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del
cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.

Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en
un susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés,
brutos sólo de indicios, pero matreros también, de los que guardan la
lumbre en el puchero, y los jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se
veía que ya tenían sus intenciones. Por eso mismo era por lo que no
conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose. Saboreaban
ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a
juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca
uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y
a ellos se llegaba, vez tras vez, algún compareciente, más compadre, más
confioso, traía noticias, secreteaba.

¡Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que
trataban en el proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de
legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el
viaje. Se sabía ya de que, entre los velantes, siempre alguien, poco y a poco,
pasaba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿se
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enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de aprovecharse para escapar,
lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres.
Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse, verse
en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas.
¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...

Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a
los dueños del muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este
recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había
querido matar a hermano de ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el
gatillo en el postrer instante, por deber de librarse, por destinos de
desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de prueba, estaba
dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir,
personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que
mostrasen lealtad.

El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había
enlocado, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la
sartén a las brasas. Y en suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se
sabía– que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado.
Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.

La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo:
“¡Güeno’stá!”, decía el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la
casa honraba. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en
seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente quemado.
Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es muy dilatado.

Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores
llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La
extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a
cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya
había, ¿no bastaba?

Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto
destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos.
Entonces, que sí, que viniese –dijo– después de cerrado el ataúd. La
tramada situación. Uno ve lo inesperado.

¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los
corazones; cierto esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y
despertó despacio, despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco.
Arre.
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Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa.
Miraban con odio los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se
cuchicheaba. Rumor general, el lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras
concisas palabras.

En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo
Liojorge, despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para
afrentar. Sería así con el alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a
los tres: “Ave María purísima!” él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval,
Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo humano– sólo habló el
casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.

Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el
asa, al frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los
Dagobés, de odio en torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo
interminable. Surtió así, ramo de gente, una pequeña multitud. Toda la
calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la
retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd,
con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge,
ladeado. El importante entierro. Se caminaba.

En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en
cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge
aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas
gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan
pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya
estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía
una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!–
su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte
de sí, sólo la presencia fatal.

Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en
el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por
la iglesia? No, en el lugar no había cura.

Se proseguía.

Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el
portón, el letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del
hoyo; muchos, pero, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte
circunspectancia. La ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor.
Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima:
pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
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                         El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí.
                         ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de él delante de la
                         nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio.
                         Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al
                         Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros,
                         ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?

                         Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón?
                         No. La gente era la que así preveía, la falsa noción
                         del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:

                         –Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi
                         añorado hermano era un condenado diablo...

Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros
dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían,
apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que
les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos
a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia
empezaba.



Un joven muy blanco
                     En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca
                     del Cerro Frío, en Minas Gerais, pasaron hechos de
                     pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y
                     registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno
                     luminoso se proyectó en el espacio, seguido de
                     estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que
                     sacudió los altos, rompió y allanó casas, revolvió valles,
                     mató gente sin cuenta; cayó otro sí aterrador temporal,
                     con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las
                     aguas de río y riachos sesenta palmos del plan. Después
                     de los cataclismos se confirmó que el terreno, en radio
de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros, grutas
muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las
raíces, solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto –
rodar de piedra y lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso
derredor, pereció la mucha criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros
vagaban al abandono, siquiera conociendo más, tan al revés, los caminos de
otrora.
10
Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho
de venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede
casi dentro de la calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos,
ciertamente llevado por el hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y
era joven de distinguida presencia, pero en lastimeras condiciones, sin el
total de harapos con qué componerse, por eso envuelto en paño, especie de
manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así en bochorno, fue
visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del cercado
para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve,
semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad.
Mucho se asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio;
constituía en sí otra raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero
cambiado incierto, por el pasar del tiempo, pues narrado por hijos o nietos
de los que eran muchachos, puede que niños, cuando en buena hora lo
conocieron.

Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno,
y todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos
parientes habían sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en
dispensarle alojamiento, cuidando adecuarle ropa y botinas, y darle de
comer. Lo que era menester de benemerencia, pues el joven, con los sustos y
golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la completa
memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para
él, ¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía
ni que no, ni que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco
podía entender, es decir, entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que
una gracia debía tener, no se le podía dar otro nombre, no adivinado;
tampoco se sabía de qué generación fuese –el hijo de ningún hombre.

Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por
su causa, a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de
sueños, el aire de cierto cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz
observaba, resguardado, hasta, menudamente, acechaba las costumbres de
las cosas y personas; lo que mejor se vio, aún, en el después. Le quisieron.
Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio liberto de un músico
desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente, entonces,
delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el
lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias
y desorbitadas sandeces –queriendo dar por cierto y verdad la portentosa
aparición que había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de
las catástrofes.

Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio –
tachándolo de vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de
11
degradación en África y de los hierros de El rey: el llamado Duarte Días,
padre de la más bella joven, de nombre Viviana; y de quien se sabía era
hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto, sobre prepotencias:
en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención.

Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer.
Cánticos y música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se
diga, no; pero, como si consiguiera en sí más nostalgias que las demás
personas, nostalgia enterada, a salvo del entendimiento, y que por lo tanto
se purificaba en mayor alegría –corazón de perro con dueño. Su sonrisa a
veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más con la
cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre
Bayao, antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le
enfrentó con la señal de la cruz: y él no mostró desagrado por la materia.
Estaba en las altas atmósferas, aumentaba su presencia. "Comparados con él,
nosotros todos, comunes, tenemos los semblantes duros y el aspecto de mala y constante
fatiga." Trazos estos consignados por el propio sacerdote, en carta de puño y
firma para testimonio del hecho raro, al canónigo Lessa Cadaval, de la
Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro José
Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado
hablar, para imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y
grandeza de nube, en resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla
oscura, aparato volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y
que, posado, de adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y
rumores." Y, con el mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro
llevando al joven a la casa, en un exceso de desvelo, como si fuese su
verdadero padre.

Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el
cual, en viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente –¡cuentan
que sus ojos tenían color de rosa!– y fue en dirección a él, dándole rápida
partícula, sacada de la faltriquera. Pues, estando el ciego bajo sol, y
escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar meditación el
contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las bellezas
de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de
averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto
que ninguna, la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no
era cosa de comerse, sino especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el
ciego la guardó con airados celos y por varios meses, aquella semilla, que
sólo fue plantada después del remate de los hechos, todavía por narrar aquí:
y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo imposible, en
un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a
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ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin
producir otras semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla.

Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con
unos compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y
crear problema: quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la
blancura del cutis y demás delicadezas, debería ser uno de los Rezendes,
parientes suyos, desaparecidos en el Condado, en el terremoto; y que, pues,
hasta el reconocimiento de alguna noticia, le competía tenerlo en custodia,
según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto contestó al
postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia,
Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el
parecer de Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor
de la Hermandad.

Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su
celo, pues que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en
el asaz prosperar de los negocios, capital y bienes. Y no que el joven le
proporcionase auxilio en la sujeción a servicios o, en el realizar, con vagar,
algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo de sí –con las manos no
callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en la luna,
paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa
y el espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir
de la gente. No obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese
funcionar ingenios, herramientas y máquinas, a que se prestaba haciendo
muchos inventos y desbaratando casos, vivo, cuidadoso y despierto. Sólo de
extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo mismo de día como
de noche –acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le gustaba la
diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el
                                    día de San Juan, con las muchas fogatas
                                    de la fiesta.

                                     En eso sobrevino, justo, el caso de la
                                     joven Viviana, siempre mal contado. Eso
                                     fue cuando él allá compareció,
                                     acompañado del negro José Kakende y
                                     vio a la joven muy bonita, pero que no se
                                     divertía como las otras: y él se le acercó
                                     mucho, gentil y espantoso, le puso la
                                     palma en la mano, delicadamente. Pues,
                                     siendo así, la joven Viviana la más
hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para
transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días,
el padre, que a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen
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que casarse! ¡Ahora tienen que casarse!" –con instancia. Afirmaba que el joven era
hombre, y uno, y aún soltero, y le había infamado a la hija, debiendo
tomarla por esposa y arrostrar el estado de casado. El joven oía, de buena
concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte Días sólo tuvo
término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan
despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con
radiantes sonrisas, lo serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí
un al fin de alegría, para todo el resto de su vida, de ahí un don. Sólo que,
Duarte Días –lo que no se entiende– iba a producir, aún, otros lances de
estupefacción, helos aquí.

De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación
a la Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue
a la Hacienda del Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También
el joven allá estaba. Se veía otro y nada desairoso –uno lo miraba y pensaba
en un repentino claro de luna. Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que
lo dejasen llevar al joven para su casa. Que así lo quería, y necesitaba,
mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses menores, sino
por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de
afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos
corrían gruesas lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de
actitud tan contraria: la de un hombre que, para manifestar el amor, no
disponía más que de los arrebatados medios y modales de la violencia. Pero,
el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y, con el negro José
Kakende, lo fue conduciendo por el campo –después se supo que por
tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que
mandarse cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran
olla de monedas, según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio,
Duarte Días pensó que iría a volverse riquísimo, y cambiado estuvo de
verdad, de la fecha en adelante, en hombre sucinto, virtuoso y bondadoso,
admirablemente, consonante al aseverar sobremaravillado de los coevos.

Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra
vez de él se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera,
acampando por los altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de
truenos secos. José Kakende contaba, solamente, que le había ayudado a
prender, en secreto, con formación, nueve fogatas; y más, el Kakende sólo
sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones –de nube, llamas, ruidos,
redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se había ido
el joven, tenidas alas.

Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los
aires y montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena;
pero la hija, la joven Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó
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mucho con el ciego. Hilario Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade
y media muerte, sólo al pensar en él. Él cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y
nada más.




               Lunas de Miel

                  A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la
                  novedad.
                  ..... En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil;
                  ¿declinaba yo hacia los nones? En los primeros de
                  noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento
                  hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la juventud:
                  desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida
                  en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy
acomodado labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me
empuerco. Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la
Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el calor,
me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y aburrimiento,
comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la hamaca, al cuarto.
Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza, mi
santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don
Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado
cierto sujeto, un recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me
agravian.
..... Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba
explicando: que el tipo ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya
detenido, a caballo, atrás del ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco
hizo rechinar la tranquera; y que, con armas, bien provisto, rifle a
bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por debajo me
informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de
ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. sabía de la fama de ese
Baldualdo -que valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora,
¿a mí qué me importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había
sido también un "Ze Sipío", mano en el rifle, para que se me entienda. En las
eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados. Conmigo. Yo
con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades. Yo pongo la
mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel
hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó
mi nombre por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y
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alto mensaje. Releí las tres y tres veces el nombre que la firmaba: don
Seotaciano.
..... Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..."
Don Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando,
con estopín corto y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso
león como la pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi
compadre mayor, mandante, desde mucho . Y, hace tanto tiempo de eso.
Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiante de lealtad. Y
con un asunto. Para cosa sintreguas: lo que, seguro había de haber: -perro,
gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo.
Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás
se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para
los preparativos.
..... Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas,
acomodar a los huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes.
Prevenido para valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José
Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio,
ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas: siempre
quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos
aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades.
Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me
dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado.
..... Misia María Andreza, mi mujer, me miraba.
..... Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me
quedo..." -me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi
compañero -por arte de los ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos
pasos, ejercitados. Los que iban a venir, ¿un joven, una joven? Misia María
Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos arreglaría -toallas, bienestar,
flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. - "Ah, mi vieja,
vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María Andreza,
buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata virgen
no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis
armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud!
..... Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche
llegaron. Novios, mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las
atenciones; yo ni supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas
desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo.
Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron.
La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con
recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio.
Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos
habían viajado solitos, como se debe de, en fugas particulares. Me gustó
más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a ellos dos, con buena
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distancia, garantizaba protección, sin que ellos supiesen -también por
orden de don Seotaciano.
..... Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese
otro se llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la
bendición. Bueno. Todo en todo, en orden, me adormecí, conforme,
propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente mía ya galopaba en esa noche y
madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo,
por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es
lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi
compadre Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros
por mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor,
sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo
supradicho.
..... Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas
exactitudes del campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia
María Andreza, mi mujer, me cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es
esta joven, no lo que haya revelado." El no, por ahora. Yo no quería saber,
solamente para prevenir: podía ser hija de conocido, pariente mío o amigo.
No tenía caso. En esas horas le era fiel a don Seotaciano. Siquiera, por lo
menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen dicho. Ese día, de
domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven, justo
ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha.
Misia María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás
me dije, ni pensé: los enamoramientos son mis otras mocedades.
..... La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese
modo, se pasó el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá
dentro, en el oratorio rezaba. Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños
le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano
en la parte del cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros
hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni se notaban.
Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas palabras:
caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí
también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios
loado. Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en
pos de otro, llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la
Laguna de los Caballos. Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas
amistades.
..... Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el
incierto lunes -medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos
hombres más, que don Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso
dado, todavía otros, un par de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El
cura; joven, espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se
apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en la
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casa. Tuve que movermepara prepararme, vestir mejor ropa -para esos
momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El
Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Íban los dos, el
brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante
bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que hasta con colores.
Soy hombre para bandas de música. El cura dijo bellas palabras. A esa
altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor Juan Dioclecio,
duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de
hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades.
Terminado el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala.
..... Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como
de costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni
empacho. Los dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia,
una hermosura, como se debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la
suciedad... -yo pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! -
Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en
la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda Las
Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor
novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al
frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado.
Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Alguno de mis
hombres tocaban guitarras. ¿Se bailaba?
..... Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada.
..... ¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y
Verísimo, en persona.
..... Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo
que se quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la
mesa el brevario, pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de
don Seotaciano. Ahora, se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. -
"¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y
quién es el que apaga la vela?" Ahí, por toda parte, se me dice no más patrullas,
trincheras, centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta
vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier hojalata.
Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento: medio
aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano.
..... La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas
lámparas y lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano
Juan Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino.
También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía.
Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la
cena -las sobras del almuerzo- con alegría. Hombres comiendo parados, el
plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de guerra, para cualquier
cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios. La hora -de
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encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantan-
tiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es,
estábamos.
..... La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes.
Nadie venía. La Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la
mente erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro
mengua a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo
que los viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía.
Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer de
las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día. Recibí
más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado.
Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida.
En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró
con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a cierra ojos.
Resolvios turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi Misia María Andreza;
fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole yo -en la otra
empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están para
la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
..... Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus
puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso,
medio alegres; serios, sin algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas
dilatadas. Y, pues.
..... Y, justo, pues, surgio la novedad: un recado. El peón que lo traía era un
                    empleado de los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito,
                    un patrón vendría a visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había
                    visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes
                    compañeros para comparar ideas, consonante. Se llegó a la
                    razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles,
                    deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio,
                    de aquí a media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis
                    dos compadres, más el sacristán atrás del cura. Dejar,
                    provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda.
                    Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer desafueros, de lo
                    que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador, apenas
                    para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse,
declarar guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra
banda. Soy un hombre leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el
amigo de don Seotaciano.
..... Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano
de la novia. Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos.
Nos sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía
a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía portarse en
términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi deber y gusto era
reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y jefe en armas.
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Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré. Invité
al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no
se pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa!
..... Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi
visitante. Dio la mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va? ¿cómo le va?" -en leal
estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias.
Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con incompletos, él
invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la bendición de los papás y una
fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él sabía lo del
casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida
Andreza. Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los
hechos... Pero mandé a mi hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor
a la fiesta, decidido.
..... Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se
                            despidieron. Y yo, respondiendo por lo derecho: -
                            "Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" -
                            dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo,
                            seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy el padrino de
                            ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo,
                            si les place!" -grueso dije, fingiendo franca risa.
                            Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a entender?
                            Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y
                            firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas!
                            ..... De la terraza, Misia María Andreza, y yo,
                            nosotros, contemplábamos a la gente: los
caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de
repente, se me dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo
no regalado!
..... Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto
nada.
..... Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don
Seotaciano, estaba servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José
Satisfecho, medio flojo, cerraba la tranquera. Aquella lunas de miel, tan
pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de
amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las
desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de
robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador.
Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué
me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un
recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.
20
La tercera orilla del río

Nuestro padre era un hombre honrado, pacífico, práctico. Y así había sido
desde muy joven y también de niño. Fue lo que me dijeron varias personas
honestas a quienes pedí que me contaran. Y desde que yo mismo puedo
                      acordarme, nuestro padre no parecía ni más raro ni
                      más triste que cualquiera que los demás conocidos
                      nuestros. Simplemente un hombre tranquilo.
                      Nuestra madre era la que mandaba y renegaba todo
                      el día con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo-.
                      Pero pasó que un día nuestro padre se mandó hacer
                      una canoa.

                        Era un asunto serio. Encargó una canoa que tenía
                        que ser especial, de tronco de viña, con una tablita
                        muy pequeña en la popa, como para que entrara
                        justo el remador. Tuvo que ser totalmente fabricada,
                        de madera sólida y arqueada en seco, como para que
                        durara unos 20 o 30 años en el agua. Nuestra madre
                        maldijo aquella idea ¿justo él, que no era ducho en
esos temas, iba a ponerse a cazar y pescar? Y nuestro padre nada decía. Por
aquella época nuestra casa estaba más cerca del río, a no más de cuatro
leguas, y en ese punto, el río se extiende amplio, profundo, siempre
navegable. Muy ancho, hasta no poder verse la otra orilla. No puedo olvidar
el día en que la canoa quedó lista.

Indiferente, sin prestar demasiada atención, nuestro padre se calzó el
sombrero y se despidió de la gente. No dijo nada más. No se llevó ni un
atado de ropa ni un poco de comida, no dejó tampoco ninguna indicación.
Todo el mundo pensó que nuestra madre iba a poner el grito en el cielo,
pero ella permaneció impávida, se mordió los labios y gritó: "Si se va, a
donde quiera que vaya, que no vuelva!" Nuestro padre se contuvo de
responder. Me miró como al pasar, sereno, como invitándome a seguirlo
unos pasos. Temí la furia de nuestra madre, pero le obedecí de inmediato.
La situación me animaba. Finalmente le pregunté: "¿Padre, me lleva con
usted, en su canoa?". Él simplemente se volvió hacia mí, me dio su
bendición y me hizo un gesto para que me fuera. Hice como que me
retiraba, pero me quedé escondido en un matorral para ver qué hacía.
Nuestro padre subió entonces a la canoa, soltó la soga y comenzó a remar.
La canoa empezó a alejarse proyectando la sombra alargada de un yacaré.
21
Nuestro padre no volvió. Pero, en realidad, no se había ido a ninguna parte.
Inventaba la experiencia de permanecer en aquel espacio del río, justo en su
punto medio, siempre dentro de la canoa, para no salir nuca más de allí. Lo
extraño de aquella verdad nos espantó. Lo que nunca había sido, sucedía.
Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron para considerar el
asunto.

Nuestra madre, avergonzada, mantuvo la cordura. De modo que todos
pensaron lo que nadie quería decir: que mi padre se había vuelto loco. Unos
pocos se inclinaron a pensar que cumplía una promesa, o bien, que nuestro
padre, quién sabe, quizás por vergüenza de estar con alguna enfermedad,
como si dijéramos, lepra, se abandonaba a otro modo de existir, cerca y
lejos de su familia. Las noticias que nos llegaban de algunas personas -
viajeros, moradores de las costas, desde los lugares más apartados de la otra
orilla-, comentaban que nuestro padre nunca bajaba a tierra, que se
quedaba siempre sentado en el borde de la canoa, de noche y de día,
cruzando el río libre y solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes,
pensaron que el alimento que tuviese en la canoa se tendría que terminar,
de modo que él debería desembarcar y viajar hacia otras tierras para no
volver nunca más, lo que parecía lo más probable, o bien que se arrepentiría
y volvería para la casa.

Todos se engañaban. Yo mismo me las había ingeniado para llevarle cada
día un poco de comida que robaba para él. Se me ocurrió esta idea la primer
noche, cuando nuestra gente probó hacer fogatas en la orilla del río para,
iluminados por ellas, clamar y llamar a nuestro padre. En los días que
siguieron le llevé dulces, pan, algunas bananas. Espié a nuestro padre en
esas horas tan arduas para sobrevivir. Permanecía sólo, lejano, sentado en la
punta de la canoa que se suspendía en la superficie del río. De pronto me
vio pero no remó hacia mí, no hizo la menor señal. Le mostré la comida, la
deposité en el hueco de una piedra en el barranco, a resguardo de los bichos
y de la lluvia y del rocío de la noche. Nunca dejé de hacerlo. Más tarde me
llevé una sorpresa: me enteré que nuestra propia madre estaba al tanto de
lo que yo hacía, pero se hacía la que no sabía, ella misma dejaba a mi
alcance sobras de comida para que yo las pudiera conseguir. Nuestra madre
no era muy demostrativa.

Mandó venir a un tío nuestro, hermano de ella, para que la ayude en los
asuntos del campo. Hizo traer a un maestro para nosotros, lo más chicos.
Encargó a su propio padre que fuera a la playa del río para convencer y
rogar a nuestro padre que dejara de insistir con esta idea tan triste.
Además, para meterle miedo, ordenó venir a dos soldados. Nada de esto
sirvió. Nuestro padre cruzaba por el río en su canoa, dejándose ver o
disimulándose, sin dejar que nadie se acercara o llegara a hablarle. Incluso,
22
cuando no hace tanto vinieron unas personas del diario -trayendo una
lancha, con la idea de sacarle fotos-, no pudieron vencerlo. Nuestro padre
desaparecía hacia la otra margen, penetraba de noche en el matorral que
conocía como la palma de su mano, y, por entre los juntos, avanzaba leguas,
y desde allí los espiaba.

Nos tuvimos que acostumbrar a todo esto. Pero, la verdad, es que nunca
nos acostumbramos del todo. Hablo por mí, que -lo quisiera o no-, no podía
sacarme a nuestro padre de la cabeza. Con lo severo que era no podía
entenderse cómo es que aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros,
con calor, en las terribles heladas de medio año, desgreñado, solo, con su
sombrero viejo en la cabeza, durante semanas y meses y años, sin tomar en
cuenta que se le iba la vida. No tocaba nunca ninguna de las dos orillas, ni
las islas y las costas del río, nunca más puso un pie en la tierra. Si por lo
menos, para dormir hubiera afirmado su canoa en algún extremo de la isla,
para descansar escondido. Ni siquiera armaba un fueguito, o aprovechaba
alguno ya encendido, nunca más volvió a raspar un fósforo. Agarraba
apenas un poquito de la comida que le dejábamos entre las raíces o en el
hueco de la piedra de la barranca, nunca comía lo suficiente. ¿No se
enfermaría? Qué pasaría con la constante fuerza que tenía que hacer con los
brazos para mantener la canoa resistiendo corrientes, cuando el río crece y
su correntada hace remolinos peligrosos con bichos muertos y palos de
árboles entrechocándose. Ya nunca cruzó palabra con nadie. Nosotros
tampoco volvimos a hablar de él. Solamente lo pensábamos. Es que a
nuestro padre no se lo podía olvidar. Y si hacíamos que lo olvidábamos era
solamente para traerlo de golpe a la memoria, como un sobresalto.

Mi hermana se casó. Nuestra madre no quiso fiesta. Es que pensábamos en
él cuando comíamos algo rico. Como también cuando, al resguardo de la
noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, torrencial,
pensábamos a nuestro padre, en la canoa, sacando con una latita el agua del
temporal. A veces, algún conocido encontraba que yo me iba pareciendo a
nuestro padre. Pero yo sabía que ahora él estaba hecho un mendigo,
barbudo, con las uñas todas crecidas, desarreglado y escuálido, ennegrecido
por el sol y los pelos, con el aspecto de un bicho, y cubriéndose apenas con
la ropa que le dejábamos, como si llevara taparrabos.

No quería saber de nosotros ¿es que ya no sentía nada? Sin embargo, por
todo lo que yo lo quería y por el respeto que le tenía, cada vez que alguien
elogiaba alguna cosa que hacía, yo les decía: "Fue mi padre quien me enseñó
a hacerlo así...", algo que no era del todo cierto ni exacto, era como una
mentira piadosa. Pero, si la cosa era que ya no nos recordaba ni quería ¿por
qué, entonces, no remontaba o descendía río abajo, hacia otras márgenes,
lejos, para perderse para siempre? Sólo él lo sabía. Mi hermana tuvo un
23
bebito, y quiso mostrar el nieto a su abuelo. Era un día hermoso y todos
fuimos al barranco, mi hermana llevaba el vestido blanco que había usado
en su casamiento. Levantó al niño en sus brazos, mientras su marido los
                        protegía con una sobrilla del sol. Todos llamamos y
                        esperamos. Entonces nuestro padre apareció. Mi
                        hermana lloró. Todos lloramos abrazados.

                          Mi hermana se mudo con su marido muy lejos. Mi
                          hermano lo pensó y decidió irse a la ciudad. Los
                          tiempos cambiaban en el devenir rápido de los
                          tiempos. Nuestra madre terminó yéndose también
                          a vivir con mi hermana, había envejecido. Yo fui el
                          único de todos que quedó. Nunca se me ocurrió
                          casarme. Cargué con lo que la vida me imponía.
                          Nuestro padre me necesitaba, yo lo sabía,
                          navegando en la soledad del río, sin dar
                          explicaciones. Cuando realmente quise saber por
qué actuaba así, y pregunté sin vueltas, me comentaron que se decía que
nuestro padre había revelado sus razones al hombre que le había
construido la canoa, pero ese hombre ahora ya había muerto y no había
hablado de esto con nadie. También corrían rumores sin sentido, como por
ejemplo que, como en el comienzo de todo esto caían interminables lluvias,
y el río crecía, todos creyeron que se venía el fin del mundo y pensaron que
Noé se lo había anticipado a nuestro padre. Padre, no puedo condenarte. Ya
me salían algunas canas.

Soy hombre de palabras tristes. ¿De qué tenía tanta, pero tanta culpa? Mi
padre siempre haciendo ausencia y río-río-río, el río siempre presente. Ya
sufría el comienzo de mi vejez, esta vida sólo era su demora. Ya tenía
achaques, temores, reumatismo. ¿Y él? Seguramente tenía que estar
sufriendo más todavía. Al estar haciéndose viejo ¿no perdería, días más, días
menos, su vigor, hasta dejar que la canoa se volcara o vagara a la deriva,
llevada por el río para despeñarse, con agitación y muerte, por alguno de los
saltos terribles de su cascada. De pensarlo se me encogía el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de un dolor en mi alma que
no conozco. Sabría si las cosas fueran distintas. De a poco me fui haciendo
una idea..

¿Estoy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se decía, nunca más -en
todos estos años- se la volvió a pronunciar. A nadie se acusaba de loco.
Ninguno está loco. O, todos lo están. Entonces me fui para allá, con un
pañuelo para hacerle señas. Estaba convencido. Esperé. Por fin apareció su
figura por aquí y por allá. Iba sentado en la popa de la canoa. Cuando
estuvo a una distancia en que podía escucharme, lo llamé varias veces. Le
24
grité entonces lo que pensaba y quería expresarle, porque ya no podía
aguantarme, tuve que alzar todavía más alto la voz: "Padre, usted ya está
viejo, ya hizo su parte... Ya hizo suficiente, ahora venga... Padre vuelva que
yo mismo, en este momento, tomaré su lugar..." Y, al decirle esto, mi
corazón latió con fuerza.

Me escuchó. Se puso de pié. Manejó el remo del agua asintiendo, y
enderezó hacia donde yo estaba. Yo me estremecí de golpe, porque antes él
levantó un brazo para saludarme, el primer gesto después de tantos años!. Y
yo no pude... Espantado, con los pelos de punta corrí, huí, me aparté como
un loco del lugar. Fue como si hubiera visto un fantasma. Y no puedo dejar
de pedir, pedir y pedir un perdón.

Sufrí el frío del miedo que cala hondo, me enfermé. Sé que nadie supo más
de él. ¿Soy hombre después de esta traición? Soy el que no fue, el que
permanecerá callado. Sé que ya es tarde y me da miedo perder la vida por
los caminos de este mundo. Pero entonces, que por lo menos, cuando me
llegue la hora de la muerte, me pongan también en una canoita de nada, en
esa agua que no para, de orillas anchas: y, yo, río abajo, río afuera, río
adentro. Río.
(1) Los relatos de João Guimarães Rosa (1908-1967) evocan las tierras desoladas y casi
incomunicadas del estado de Minas Gerais. El gran autor brasileño recorrió en su juventud, a
caballo, y debido a su profesión de médico, aquellos vastos y remotos espacios que más tarde
registraría magistralmente en sus libros. Así se familiarizó con los dialectos locales, las
anécdotas y las supersticiones, pero sobre todo conoció profundamente al hombre de aquella
región para luego caracterizarlo en personajes que, vivaces o contradictorios, oscuros o
enternecedores, resultan siempre fascinantes. Guimarães Rosa obtuvo el reconocimiento
internacional con la novela 'Gran sertón: veredas', que por su complejidad, su variedad de
experimentos lingüísticos y técnicas narrativas, de palabras inventadas, de monólogos
ininterrumpidos, fue comparada con el 'Ulises' de James Joyce. Los relatos y las novelas cortas
de Guimarães Rosa no desmerecen al lado de su obra monumental. Fue un escritor
extraordinario, deslumbrante y vigoroso que renovó el portugués sirviéndose de los hábitos
narrativos de la tradición oral. La obra de Guimarães Rosa es fundamental en el panorama de la
literatura brasileña. Se asocian en esta línea, las expresiones "cambio" y "permanencia", un
contrasentido o contradicción para caracterizar el curso de un río, que el padre parece encarnar
en el cuento de Guimaraes.

(2) Se asocian en esta línea, las expresiones "cambio" y "permanencia", un contrasentido o
contradicción para caracterizar el curso de un río, que el padre parece encarnar en el cuento de
Guimaraes.
25

                       Biografía
                   Tomada de Wikipedia


                        João Guimarães Rosa

                        (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 -
                        Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un
                        médico, escritor y diplomático brasileño, autor de
                        novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es
                        el marco de la acción. Fue miembro de la Academia
                        Brasileña de Letras, y su obra más influyente es
                        Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956).

Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais, el 27 de
junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado
por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodada Chiquitinha).

Autodidacto, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés,
cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota
casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en
una entrevista:

"Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un
poco de ruso; leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a
mano); entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la gramática del
húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del
hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés; chapurreo algunas
otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de
otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio
idioma. Principalmente cuando se estudia por diversión, gusto y
satisfacción."

Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde
finalizó la enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio
Santo Antônio, en São João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte
donde completó su educación. En 1925 se matriculó en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con apenas dieciséis años.
26
El 27 de junio de 1930 contrajo matrimonio con Lígia Cabral Penna,
muchacha de apenas dieciséis anos con la que tuvo dos hijas: Vilma y
Agnes. Poco antes de su boda había completado sus estudios y comenzado
a ejercer la profesión en Itaguara, entonces en el municipio de Itaúna
(Minas Gerais), donde permaneció cerca de dos años. Es en esta localidad
donce tiene contacto por primera vez con el mundo del sertón, que sirve de
referencia e inspiración a su obra.

Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la
Fuerza Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue
destinado al sector del Túnel en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde
conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino Kubitschek, por entonces
médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó a Barbacena en
calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar la
oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño,
pasó algunos años de su vida como diplomático en Europa y América
Latina.

Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras
en 1963, en su segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció
tres días más tarde, el 19 de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si
bien el certificado de defunción atribuyó su fallecimiento a un infarto, su
muerte continúa siendo un misterio inexplicable, sobre todo por estar
previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas, novela calificada por el
autor de "autobiografía irracional".




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                        Libros de Regalo

1. Llevar a Gladys de Vuelta a Casa y otros cuentos       Aquiles Julián
2. Letras sin Dueños (Selección de parábolas)             Aquiles Julián
3. Música, Maestro                                        Aquiles Julián
4. Una Carta a García                                     Elbert Hubbard
5. 30 Historias de Nasrudín Hodja                         Aquiles Julián
6. Historias para Crecer por Dentro                       Aquiles Julián
7. Acres de Diamantes                                     Russell Conwell
8. 3 Historias con un país de fondo                    Armando Almánzar R.
9. Pequeños prodigios                                     Aquiles Julián
10. El Go-getter                                          Peter Kyne
11. Mujer que llamo Laura                                 Aquiles Julián
12. Historias para cambiar tu vida                        Aquiles Julián
13. El ingenio del Mulá Nasrudín                          Aquiles Julián
15. Algo muy grave va a suceder en este pueblo            G. García Márquez
16. Cuatro cuentos                                        Juan Bosch
17. Historias que iluminan el alma                        Aquiles Julián
18. Los temperamentos                                     Conrado Hock
19. Una rosa para Emily                                   William Faulkner
20. El abogado y otros cuentos                            Arkadi Averchenko
21. Luis Pie y Los Vengadores                             Juan Bosch
22. Ahora que vuelvo, Ton                                 René del Risco
23. La casa de Matriona                                Alexander Solzenitsin
24. Josefina, atiende a los señores y otros textos Guillermo Cabrera Infante
25. El bloqueo y otros cuentos                            Murilo Rubiao
26. Rashomon y otros cuentos                         Ryunosuke Akutagawa
27. El traje del prisionero y otros cuentos               Naguib Mahfuz
28. Cuentos árabes                                        Aquiles Julián
29. Semejante a la noche y otros textos                   Alejo Carpentier
30. La tercera orilla del río y otros cuentos       Joao Guimaraes Rosa
28




                            CIENSALUD

1. Inteligencia de Salud y Bienestar: 7 pasos          Cristina Gutiérrez
2. Cómo prevenir la osteoporosis                       Cristina Gutiérrez




                        Iniciadores de Negocios

1. La esencia del coaching                             Varios autores
2. El Circuito Activo de Ventas, CVA                   Aquiles Julián
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8. Cómo hacer proyectos y propuestas bien pensados     Liana Arias
9. El diálogo socrático. Su aplicación en el proceso   Humberto del Pozo
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29




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Libros de Regalo
     2008

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  • 1. 1 Joao Guimaraes Rosa La tercera orilla del río y otros cuentos. Libros de Regalo 30
  • 2. 2 La tercera orilla del río y otros cuentos Joao Guimaraes Rosa Edición digital gratuita de Libros de Regalo 30 Escríbenos a: aquiles.julian@gmail.com intercoach.dr@gmail.com Primera edición: Septiembre 2008 Santo Domingo, República Dominicana ¿Qué somos? Libros de Regalo, y sus colecciones complementarias Ciensalud, Iniciadores de Negocios y Aprender a aprender, son iniciativas sin fines de lucro del equipo de profesionales de INTERCOACH para servir, aportar, añadir valor y propiciar una cultura de diálogo, de tolerancia, de respeto, de contribución, de servicio, que promueva valores sanos, constructivos, edificantes a favor de la paz y la preservación de la vida, fauna y flora del planeta, acorde con las enseñanzas de Jesús y los principios cristianos. Los libros digitales son gratuitos, promueven al autor y su obra, y se envían como contribución gratuita a la educación, edificación y superación de las personas que los solicitan sin costo alguno. Este libro es cortesía de: INTERCOACH Forjando líderes ganadores Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República Dominicana. Tel. 809-565-3164 Email: intercoach.dr@gmail.com Se autoriza la libre reproducción y distribución del presente libro, siempre y cuando se haga gratuitamente y sin modificación de su contenido y autor. Si se solicita, se enviarán copias en formato PDF vía email. Para solicitarlo, enviar e-mail a intercoach.dr@gmail.com, aquiles.julian@gmail.com o librosderegalo@gmail.com
  • 3. 3 Contenido El centenario de Joao Guimaraes Rosa / presentación 4 Los hermanos Dagobé 5 Un joven muy blanco 9 Lunas de miel 14 La tercera orilla del río 20 Biografía / reproducidas de Wikipedia 25 Cómo encontrar los Libros de Regalo ya publicados en la Internet ¿Quiéres leer o descargar los Libros de Regalo ya publicados? Están disponibles en el website www.scribd.com Simplemente escribe IDEACCION en la ventana SEARCH y accederás a todos los libros publicados. Selecciona el que desees y ábrelo. Luego clickea sobre DOWNLOAD y, cuando se abra, selecciona y clickea sobre el ícono PDF y descargarás el libro en tu PC. Recuerda regalarlo a amigos, familiares, colegas y conocidos. ¡Tienes muchos regalos que puedes hacer a un click de costo!
  • 4. 4 El centenario de Joao Guimaraes Rosa Este año 2008 es el año del centenario de Joao Guimaraes Rosa, el excepcional narrador brasileño. Guimaraes nació en Cordisburgo, un remoto pueblo del estado de Minas Gerais, mismo estado de Murilo Rubiao del cual publicamos El bloqueo y otros cuentos (Libros de Regalo 25). La fecha: 27 de junio del 1908. Pese a su miopía, Guimaraes Rosa fue un lector voraz y de una autodisciplina excepcional. Aprendió de manera autodidacta francés, holandés y alemán y llegó a hablar español, italiano, esperanto, algo de ruso, leyendo en sueco, latín, griego, húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupi, hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino. Su padre, Florduardo Pinto Rosa, comerciante de avez, juez de paz, cazador de pumas, peluquero y contador de historias se lo llevaba de cacería a los lugares donde gauchos y vaqueros en las noches vacías y perdidas de la selva recordaban sus vidas y afanes. Luego, durante la pubertad, quedó atrapado en la fascinaciónde la naturaleza soberbia, desbordante, y se hizo coleccionista de aves, insectos y serpientes vivas o muertas. Quizás esta pasión naturalista le llevó a matricularse en la Escuela de Medicina de Minas Gerais en la cual se recibió, ejerciendo la profesión en Itaguara, otro pequeño pueblecito de Minas Gerais. Allí, con su mujer y sus dos hijas, atendía pacientes de toda laya: terratenientes, campesinos, marginados, funcionarios de octava categoría, moribundos… Todos contándoles sus contratiempos, vivencias y penas, mientras él los atendía al recorrer las llanuras desérticas del sertón, hasta las mismas fronteras con Mato Grosso, Bahía y el Amazonas. Allí, en el sertón bebió historias que luego hilvanó en cuentos magistrales y en su monumental novela Gran Sertón: Veredas, cumbre mayor de la novelística brasileña en el siglo 20. Aquiles Julián
  • 5. 5 Los hermanos Dagobé E norme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos. Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir. Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar todavía acatamiento; convenía. Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-la-costumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso. He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
  • 6. 6 Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y era bien extraño. Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa, resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento. ¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...” En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco. Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban. Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba. ¡Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿se
  • 7. 7 enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse, verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo... Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir, personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad. El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad. La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es muy dilatado. Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba? Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado. ¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
  • 8. 8 Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras. En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa. Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El importante entierro. Se caminaba. En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal. Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura. Se proseguía. Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
  • 9. 9 El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello? Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía, la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse: –Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo... Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba. Un joven muy blanco En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca del Cerro Frío, en Minas Gerais, pasaron hechos de pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno luminoso se proyectó en el espacio, seguido de estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que sacudió los altos, rompió y allanó casas, revolvió valles, mató gente sin cuenta; cayó otro sí aterrador temporal, con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las aguas de río y riachos sesenta palmos del plan. Después de los cataclismos se confirmó que el terreno, en radio de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros, grutas muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las raíces, solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto – rodar de piedra y lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso derredor, pereció la mucha criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros vagaban al abandono, siquiera conociendo más, tan al revés, los caminos de otrora.
  • 10. 10 Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho de venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede casi dentro de la calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos, ciertamente llevado por el hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y era joven de distinguida presencia, pero en lastimeras condiciones, sin el total de harapos con qué componerse, por eso envuelto en paño, especie de manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así en bochorno, fue visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del cercado para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve, semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad. Mucho se asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio; constituía en sí otra raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero cambiado incierto, por el pasar del tiempo, pues narrado por hijos o nietos de los que eran muchachos, puede que niños, cuando en buena hora lo conocieron. Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él, ¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir, entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese –el hijo de ningún hombre. Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa, a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta, menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio, aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente, entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y desorbitadas sandeces –queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes. Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio – tachándolo de vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de
  • 11. 11 degradación en África y de los hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto, sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención. Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría –corazón de perro con dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao, antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas, aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre. Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el cual, en viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente –¡cuentan que sus ojos tenían color de rosa!– y fue en dirección a él, dándole rápida partícula, sacada de la faltriquera. Pues, estando el ciego bajo sol, y escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar meditación el contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las bellezas de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto que ninguna, la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no era cosa de comerse, sino especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el ciego la guardó con airados celos y por varios meses, aquella semilla, que sólo fue plantada después del remate de los hechos, todavía por narrar aquí: y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo imposible, en un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a
  • 12. 12 ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin producir otras semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla. Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con unos compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y crear problema: quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la blancura del cutis y demás delicadezas, debería ser uno de los Rezendes, parientes suyos, desaparecidos en el Condado, en el terremoto; y que, pues, hasta el reconocimiento de alguna noticia, le competía tenerlo en custodia, según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto contestó al postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia, Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el parecer de Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor de la Hermandad. Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su celo, pues que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en el asaz prosperar de los negocios, capital y bienes. Y no que el joven le proporcionase auxilio en la sujeción a servicios o, en el realizar, con vagar, algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo de sí –con las manos no callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en la luna, paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa y el espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir de la gente. No obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese funcionar ingenios, herramientas y máquinas, a que se prestaba haciendo muchos inventos y desbaratando casos, vivo, cuidadoso y despierto. Sólo de extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo mismo de día como de noche –acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le gustaba la diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el día de San Juan, con las muchas fogatas de la fiesta. En eso sobrevino, justo, el caso de la joven Viviana, siempre mal contado. Eso fue cuando él allá compareció, acompañado del negro José Kakende y vio a la joven muy bonita, pero que no se divertía como las otras: y él se le acercó mucho, gentil y espantoso, le puso la palma en la mano, delicadamente. Pues, siendo así, la joven Viviana la más hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días, el padre, que a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen
  • 13. 13 que casarse! ¡Ahora tienen que casarse!" –con instancia. Afirmaba que el joven era hombre, y uno, y aún soltero, y le había infamado a la hija, debiendo tomarla por esposa y arrostrar el estado de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días –lo que no se entiende– iba a producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí. De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía otro y nada desairoso –uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna. Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y, con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo –después se supo que por tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas, según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar sobremaravillado de los coevos. Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones –de nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se había ido el joven, tenidas alas. Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó
  • 14. 14 mucho con el ciego. Hilario Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más. Lunas de Miel A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la novedad. ..... En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia los nones? En los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco. Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza, mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian. ..... Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba explicando: que el tipo ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y que, con armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por debajo me informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. sabía de la fama de ese Baldualdo -que valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido también un "Ze Sipío", mano en el rifle, para que se me entienda. En las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados. Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades. Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó mi nombre por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y
  • 15. 15 alto mensaje. Releí las tres y tres veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano. ..... Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..." Don Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre mayor, mandante, desde mucho . Y, hace tanto tiempo de eso. Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiante de lealtad. Y con un asunto. Para cosa sintreguas: lo que, seguro había de haber: -perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo. Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para los preparativos. ..... Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado. ..... Misia María Andreza, mi mujer, me miraba. ..... Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..." -me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir, ¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. - "Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud! ..... Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios, mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos, como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a ellos dos, con buena
  • 16. 16 distancia, garantizaba protección, sin que ellos supiesen -también por orden de don Seotaciano. ..... Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho. ..... Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado." El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven, justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé: los enamoramientos son mis otras mocedades. ..... La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese modo, se pasó el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba. Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios loado. Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro, llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos. Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades. ..... Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el incierto lunes -medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven, espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en la
  • 17. 17 casa. Tuve que movermepara prepararme, vestir mejor ropa -para esos momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Íban los dos, el brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura dijo bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala. ..... Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como de costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... -yo pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! - Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado. Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Alguno de mis hombres tocaban guitarras. ¿Se bailaba? ..... Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada. ..... ¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y Verísimo, en persona. ..... Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo que se quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el brevario, pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora, se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. - "¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y quién es el que apaga la vela?" Ahí, por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento: medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano. ..... La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría. Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios. La hora -de
  • 18. 18 encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantan- tiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos. ..... La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvios turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos. ..... Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues. ..... Y, justo, pues, surgio la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura. Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano. ..... Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia. Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y jefe en armas.
  • 19. 19 Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré. Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa! ..... Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va? ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza. Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido. ..... Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo, respondiendo por lo derecho: - "Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" - dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas! ..... De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado! ..... Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto nada. ..... Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador. Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.
  • 20. 20 La tercera orilla del río Nuestro padre era un hombre honrado, pacífico, práctico. Y así había sido desde muy joven y también de niño. Fue lo que me dijeron varias personas honestas a quienes pedí que me contaran. Y desde que yo mismo puedo acordarme, nuestro padre no parecía ni más raro ni más triste que cualquiera que los demás conocidos nuestros. Simplemente un hombre tranquilo. Nuestra madre era la que mandaba y renegaba todo el día con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo-. Pero pasó que un día nuestro padre se mandó hacer una canoa. Era un asunto serio. Encargó una canoa que tenía que ser especial, de tronco de viña, con una tablita muy pequeña en la popa, como para que entrara justo el remador. Tuvo que ser totalmente fabricada, de madera sólida y arqueada en seco, como para que durara unos 20 o 30 años en el agua. Nuestra madre maldijo aquella idea ¿justo él, que no era ducho en esos temas, iba a ponerse a cazar y pescar? Y nuestro padre nada decía. Por aquella época nuestra casa estaba más cerca del río, a no más de cuatro leguas, y en ese punto, el río se extiende amplio, profundo, siempre navegable. Muy ancho, hasta no poder verse la otra orilla. No puedo olvidar el día en que la canoa quedó lista. Indiferente, sin prestar demasiada atención, nuestro padre se calzó el sombrero y se despidió de la gente. No dijo nada más. No se llevó ni un atado de ropa ni un poco de comida, no dejó tampoco ninguna indicación. Todo el mundo pensó que nuestra madre iba a poner el grito en el cielo, pero ella permaneció impávida, se mordió los labios y gritó: "Si se va, a donde quiera que vaya, que no vuelva!" Nuestro padre se contuvo de responder. Me miró como al pasar, sereno, como invitándome a seguirlo unos pasos. Temí la furia de nuestra madre, pero le obedecí de inmediato. La situación me animaba. Finalmente le pregunté: "¿Padre, me lleva con usted, en su canoa?". Él simplemente se volvió hacia mí, me dio su bendición y me hizo un gesto para que me fuera. Hice como que me retiraba, pero me quedé escondido en un matorral para ver qué hacía. Nuestro padre subió entonces a la canoa, soltó la soga y comenzó a remar. La canoa empezó a alejarse proyectando la sombra alargada de un yacaré.
  • 21. 21 Nuestro padre no volvió. Pero, en realidad, no se había ido a ninguna parte. Inventaba la experiencia de permanecer en aquel espacio del río, justo en su punto medio, siempre dentro de la canoa, para no salir nuca más de allí. Lo extraño de aquella verdad nos espantó. Lo que nunca había sido, sucedía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron para considerar el asunto. Nuestra madre, avergonzada, mantuvo la cordura. De modo que todos pensaron lo que nadie quería decir: que mi padre se había vuelto loco. Unos pocos se inclinaron a pensar que cumplía una promesa, o bien, que nuestro padre, quién sabe, quizás por vergüenza de estar con alguna enfermedad, como si dijéramos, lepra, se abandonaba a otro modo de existir, cerca y lejos de su familia. Las noticias que nos llegaban de algunas personas - viajeros, moradores de las costas, desde los lugares más apartados de la otra orilla-, comentaban que nuestro padre nunca bajaba a tierra, que se quedaba siempre sentado en el borde de la canoa, de noche y de día, cruzando el río libre y solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes, pensaron que el alimento que tuviese en la canoa se tendría que terminar, de modo que él debería desembarcar y viajar hacia otras tierras para no volver nunca más, lo que parecía lo más probable, o bien que se arrepentiría y volvería para la casa. Todos se engañaban. Yo mismo me las había ingeniado para llevarle cada día un poco de comida que robaba para él. Se me ocurrió esta idea la primer noche, cuando nuestra gente probó hacer fogatas en la orilla del río para, iluminados por ellas, clamar y llamar a nuestro padre. En los días que siguieron le llevé dulces, pan, algunas bananas. Espié a nuestro padre en esas horas tan arduas para sobrevivir. Permanecía sólo, lejano, sentado en la punta de la canoa que se suspendía en la superficie del río. De pronto me vio pero no remó hacia mí, no hizo la menor señal. Le mostré la comida, la deposité en el hueco de una piedra en el barranco, a resguardo de los bichos y de la lluvia y del rocío de la noche. Nunca dejé de hacerlo. Más tarde me llevé una sorpresa: me enteré que nuestra propia madre estaba al tanto de lo que yo hacía, pero se hacía la que no sabía, ella misma dejaba a mi alcance sobras de comida para que yo las pudiera conseguir. Nuestra madre no era muy demostrativa. Mandó venir a un tío nuestro, hermano de ella, para que la ayude en los asuntos del campo. Hizo traer a un maestro para nosotros, lo más chicos. Encargó a su propio padre que fuera a la playa del río para convencer y rogar a nuestro padre que dejara de insistir con esta idea tan triste. Además, para meterle miedo, ordenó venir a dos soldados. Nada de esto sirvió. Nuestro padre cruzaba por el río en su canoa, dejándose ver o disimulándose, sin dejar que nadie se acercara o llegara a hablarle. Incluso,
  • 22. 22 cuando no hace tanto vinieron unas personas del diario -trayendo una lancha, con la idea de sacarle fotos-, no pudieron vencerlo. Nuestro padre desaparecía hacia la otra margen, penetraba de noche en el matorral que conocía como la palma de su mano, y, por entre los juntos, avanzaba leguas, y desde allí los espiaba. Nos tuvimos que acostumbrar a todo esto. Pero, la verdad, es que nunca nos acostumbramos del todo. Hablo por mí, que -lo quisiera o no-, no podía sacarme a nuestro padre de la cabeza. Con lo severo que era no podía entenderse cómo es que aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, con calor, en las terribles heladas de medio año, desgreñado, solo, con su sombrero viejo en la cabeza, durante semanas y meses y años, sin tomar en cuenta que se le iba la vida. No tocaba nunca ninguna de las dos orillas, ni las islas y las costas del río, nunca más puso un pie en la tierra. Si por lo menos, para dormir hubiera afirmado su canoa en algún extremo de la isla, para descansar escondido. Ni siquiera armaba un fueguito, o aprovechaba alguno ya encendido, nunca más volvió a raspar un fósforo. Agarraba apenas un poquito de la comida que le dejábamos entre las raíces o en el hueco de la piedra de la barranca, nunca comía lo suficiente. ¿No se enfermaría? Qué pasaría con la constante fuerza que tenía que hacer con los brazos para mantener la canoa resistiendo corrientes, cuando el río crece y su correntada hace remolinos peligrosos con bichos muertos y palos de árboles entrechocándose. Ya nunca cruzó palabra con nadie. Nosotros tampoco volvimos a hablar de él. Solamente lo pensábamos. Es que a nuestro padre no se lo podía olvidar. Y si hacíamos que lo olvidábamos era solamente para traerlo de golpe a la memoria, como un sobresalto. Mi hermana se casó. Nuestra madre no quiso fiesta. Es que pensábamos en él cuando comíamos algo rico. Como también cuando, al resguardo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, torrencial, pensábamos a nuestro padre, en la canoa, sacando con una latita el agua del temporal. A veces, algún conocido encontraba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que ahora él estaba hecho un mendigo, barbudo, con las uñas todas crecidas, desarreglado y escuálido, ennegrecido por el sol y los pelos, con el aspecto de un bicho, y cubriéndose apenas con la ropa que le dejábamos, como si llevara taparrabos. No quería saber de nosotros ¿es que ya no sentía nada? Sin embargo, por todo lo que yo lo quería y por el respeto que le tenía, cada vez que alguien elogiaba alguna cosa que hacía, yo les decía: "Fue mi padre quien me enseñó a hacerlo así...", algo que no era del todo cierto ni exacto, era como una mentira piadosa. Pero, si la cosa era que ya no nos recordaba ni quería ¿por qué, entonces, no remontaba o descendía río abajo, hacia otras márgenes, lejos, para perderse para siempre? Sólo él lo sabía. Mi hermana tuvo un
  • 23. 23 bebito, y quiso mostrar el nieto a su abuelo. Era un día hermoso y todos fuimos al barranco, mi hermana llevaba el vestido blanco que había usado en su casamiento. Levantó al niño en sus brazos, mientras su marido los protegía con una sobrilla del sol. Todos llamamos y esperamos. Entonces nuestro padre apareció. Mi hermana lloró. Todos lloramos abrazados. Mi hermana se mudo con su marido muy lejos. Mi hermano lo pensó y decidió irse a la ciudad. Los tiempos cambiaban en el devenir rápido de los tiempos. Nuestra madre terminó yéndose también a vivir con mi hermana, había envejecido. Yo fui el único de todos que quedó. Nunca se me ocurrió casarme. Cargué con lo que la vida me imponía. Nuestro padre me necesitaba, yo lo sabía, navegando en la soledad del río, sin dar explicaciones. Cuando realmente quise saber por qué actuaba así, y pregunté sin vueltas, me comentaron que se decía que nuestro padre había revelado sus razones al hombre que le había construido la canoa, pero ese hombre ahora ya había muerto y no había hablado de esto con nadie. También corrían rumores sin sentido, como por ejemplo que, como en el comienzo de todo esto caían interminables lluvias, y el río crecía, todos creyeron que se venía el fin del mundo y pensaron que Noé se lo había anticipado a nuestro padre. Padre, no puedo condenarte. Ya me salían algunas canas. Soy hombre de palabras tristes. ¿De qué tenía tanta, pero tanta culpa? Mi padre siempre haciendo ausencia y río-río-río, el río siempre presente. Ya sufría el comienzo de mi vejez, esta vida sólo era su demora. Ya tenía achaques, temores, reumatismo. ¿Y él? Seguramente tenía que estar sufriendo más todavía. Al estar haciéndose viejo ¿no perdería, días más, días menos, su vigor, hasta dejar que la canoa se volcara o vagara a la deriva, llevada por el río para despeñarse, con agitación y muerte, por alguno de los saltos terribles de su cascada. De pensarlo se me encogía el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de un dolor en mi alma que no conozco. Sabría si las cosas fueran distintas. De a poco me fui haciendo una idea.. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se decía, nunca más -en todos estos años- se la volvió a pronunciar. A nadie se acusaba de loco. Ninguno está loco. O, todos lo están. Entonces me fui para allá, con un pañuelo para hacerle señas. Estaba convencido. Esperé. Por fin apareció su figura por aquí y por allá. Iba sentado en la popa de la canoa. Cuando estuvo a una distancia en que podía escucharme, lo llamé varias veces. Le
  • 24. 24 grité entonces lo que pensaba y quería expresarle, porque ya no podía aguantarme, tuve que alzar todavía más alto la voz: "Padre, usted ya está viejo, ya hizo su parte... Ya hizo suficiente, ahora venga... Padre vuelva que yo mismo, en este momento, tomaré su lugar..." Y, al decirle esto, mi corazón latió con fuerza. Me escuchó. Se puso de pié. Manejó el remo del agua asintiendo, y enderezó hacia donde yo estaba. Yo me estremecí de golpe, porque antes él levantó un brazo para saludarme, el primer gesto después de tantos años!. Y yo no pude... Espantado, con los pelos de punta corrí, huí, me aparté como un loco del lugar. Fue como si hubiera visto un fantasma. Y no puedo dejar de pedir, pedir y pedir un perdón. Sufrí el frío del miedo que cala hondo, me enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre después de esta traición? Soy el que no fue, el que permanecerá callado. Sé que ya es tarde y me da miedo perder la vida por los caminos de este mundo. Pero entonces, que por lo menos, cuando me llegue la hora de la muerte, me pongan también en una canoita de nada, en esa agua que no para, de orillas anchas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro. Río. (1) Los relatos de João Guimarães Rosa (1908-1967) evocan las tierras desoladas y casi incomunicadas del estado de Minas Gerais. El gran autor brasileño recorrió en su juventud, a caballo, y debido a su profesión de médico, aquellos vastos y remotos espacios que más tarde registraría magistralmente en sus libros. Así se familiarizó con los dialectos locales, las anécdotas y las supersticiones, pero sobre todo conoció profundamente al hombre de aquella región para luego caracterizarlo en personajes que, vivaces o contradictorios, oscuros o enternecedores, resultan siempre fascinantes. Guimarães Rosa obtuvo el reconocimiento internacional con la novela 'Gran sertón: veredas', que por su complejidad, su variedad de experimentos lingüísticos y técnicas narrativas, de palabras inventadas, de monólogos ininterrumpidos, fue comparada con el 'Ulises' de James Joyce. Los relatos y las novelas cortas de Guimarães Rosa no desmerecen al lado de su obra monumental. Fue un escritor extraordinario, deslumbrante y vigoroso que renovó el portugués sirviéndose de los hábitos narrativos de la tradición oral. La obra de Guimarães Rosa es fundamental en el panorama de la literatura brasileña. Se asocian en esta línea, las expresiones "cambio" y "permanencia", un contrasentido o contradicción para caracterizar el curso de un río, que el padre parece encarnar en el cuento de Guimaraes. (2) Se asocian en esta línea, las expresiones "cambio" y "permanencia", un contrasentido o contradicción para caracterizar el curso de un río, que el padre parece encarnar en el cuento de Guimaraes.
  • 25. 25 Biografía Tomada de Wikipedia João Guimarães Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956). Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodada Chiquitinha). Autodidacto, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista: "Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso; leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano); entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés; chapurreo algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente cuando se estudia por diversión, gusto y satisfacción." Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde finalizó la enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio Santo Antônio, en São João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte donde completó su educación. En 1925 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con apenas dieciséis años.
  • 26. 26 El 27 de junio de 1930 contrajo matrimonio con Lígia Cabral Penna, muchacha de apenas dieciséis anos con la que tuvo dos hijas: Vilma y Agnes. Poco antes de su boda había completado sus estudios y comenzado a ejercer la profesión en Itaguara, entonces en el municipio de Itaúna (Minas Gerais), donde permaneció cerca de dos años. Es en esta localidad donce tiene contacto por primera vez con el mundo del sertón, que sirve de referencia e inspiración a su obra. Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la Fuerza Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue destinado al sector del Túnel en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino Kubitschek, por entonces médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó a Barbacena en calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar la oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño, pasó algunos años de su vida como diplomático en Europa y América Latina. Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras en 1963, en su segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció tres días más tarde, el 19 de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si bien el certificado de defunción atribuyó su fallecimiento a un infarto, su muerte continúa siendo un misterio inexplicable, sobre todo por estar previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas, novela calificada por el autor de "autobiografía irracional". HAZ UN REGALO FACIL DE DAR QUE LLEGA DIRECTO AL CORAZÓN Envía este e-libro a las personas que aprecias. Estás impactando su espíritu, su mente y su corazón de manera positiva. Es una forma sencilla de demostrar que las tienes presentes. Y que compartes con ellas bendiciones. Regala este e-libro.
  • 27. Libros de Regalo Colección gratuita enviada por email, obsequio de INTERCOACH 27 Libros de Regalo 1. Llevar a Gladys de Vuelta a Casa y otros cuentos Aquiles Julián 2. Letras sin Dueños (Selección de parábolas) Aquiles Julián 3. Música, Maestro Aquiles Julián 4. Una Carta a García Elbert Hubbard 5. 30 Historias de Nasrudín Hodja Aquiles Julián 6. Historias para Crecer por Dentro Aquiles Julián 7. Acres de Diamantes Russell Conwell 8. 3 Historias con un país de fondo Armando Almánzar R. 9. Pequeños prodigios Aquiles Julián 10. El Go-getter Peter Kyne 11. Mujer que llamo Laura Aquiles Julián 12. Historias para cambiar tu vida Aquiles Julián 13. El ingenio del Mulá Nasrudín Aquiles Julián 15. Algo muy grave va a suceder en este pueblo G. García Márquez 16. Cuatro cuentos Juan Bosch 17. Historias que iluminan el alma Aquiles Julián 18. Los temperamentos Conrado Hock 19. Una rosa para Emily William Faulkner 20. El abogado y otros cuentos Arkadi Averchenko 21. Luis Pie y Los Vengadores Juan Bosch 22. Ahora que vuelvo, Ton René del Risco 23. La casa de Matriona Alexander Solzenitsin 24. Josefina, atiende a los señores y otros textos Guillermo Cabrera Infante 25. El bloqueo y otros cuentos Murilo Rubiao 26. Rashomon y otros cuentos Ryunosuke Akutagawa 27. El traje del prisionero y otros cuentos Naguib Mahfuz 28. Cuentos árabes Aquiles Julián 29. Semejante a la noche y otros textos Alejo Carpentier 30. La tercera orilla del río y otros cuentos Joao Guimaraes Rosa
  • 28. 28 CIENSALUD 1. Inteligencia de Salud y Bienestar: 7 pasos Cristina Gutiérrez 2. Cómo prevenir la osteoporosis Cristina Gutiérrez Iniciadores de Negocios 1. La esencia del coaching Varios autores 2. El Circuito Activo de Ventas, CVA Aquiles Julián 3. El origen del mal servicio al cliente Aquiles Julián 4. El activo más desperdiciado en las empresas Aquiles Julián 5. El software del cerebro: Introducción a la PNL Varios autores 6. Cómo tener siempre tiempo Aquiles Julián 7. El hombre más rico de Babilonia George S. Clason 8. Cómo hacer proyectos y propuestas bien pensados Liana Arias 9. El diálogo socrático. Su aplicación en el proceso Humberto del Pozo de venta. López
  • 29. 29 Colección Libros de Regalo 2008