Si el “ser humano” se constituye por dos naturalezas, desde su designación misma: “ser”, alude al Ser original que mora en cada uno de nosotros; y “humano”, en relación con la naturaleza física representada por nuestra personalidad; no resulta raro que debamos distinguir dos tipos de enseñanza, dos tipos de conocimiento. Uno absoluto, interno, orientado al Ser, inherente a la esencia del verdadero Hombre; el segundo relativo, procesado en la mente del hombre común, encaminado hacia la existencia, que otorga los elementos necesarios para la subsistencia de la personalidad. La enseñanza encaminada hacia la existencia la establece el hombre natural con el afán de garantizar la formación y manutención del tejido social. Con esta intención edifica escuelas de instrucción que se regulan a través de un sistema educativo, sistema que se diseña para satisfacer las exigencias propias de un orden natural preestablecido, porque desde la infancia al humano se le adiestra para convertirlo en una eficiente herramienta que forme parte de los procesos de “producción-consumo”, y para este propósito se movilizan los ánimos del estudio. Surge así el “deseo” de convertirse en alguien “importante”, que además sea “reconocido” por la sociedad y, en derredor de esta meta, se desarrolla la “cacería de títulos”, que termina provocando —en muchos jóvenes— tan sólo angustia y frustración. Entender la vida es entendernos a nosotros mismos, y eso es tanto el principio como el fin de la enseñanza. La educación no es simplemente adquirir conocimientos, recopilar y relacionar hechos; es ver el significado de la vida como un todo. Krishnamurti, Educación y la importancia de vida Enseñar no es una función vital, porque no tiene el fin en sí misma; la función vital es aprender. Aristóteles