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Cienpies
1. - El ciempiés -
11 de agosto de 2009 a la(s) 23:11
Masticando el fuego y ordenando a ultranza, el pequeño ciempiés recogía
sus tesoros, los guardaba con gusto, con afición extrema; si hasta se
enredaba entero para dar orden a cada uno de sus objetos atesorados en su
guarida, los acariciaba y ordenaba con esmero pulcro de coleccionista
numismático.
Cada mañana comenzaba el día a gritos destemplados, para hacer andar la maquinaria del sistema que
mantenía en funcionamiento la madriguera:
Vamos, ¡¡levántate ya!!
¿Qué estás esperando? – decía con voz estrepitosa
¿Están listos los víveres para el viaje?
¿Pero como no visto eso antes? ¿dime?
Los asustados mecanismos de la madriguera se desperezaban apenas, antes de recibir las estocadas de
los estrépitos del ciempiés que apuraba sus piececitos enormes de dictador taciturno, con tal de que el
sistema funcionara, como sea, a ultranza de todo, con el sólo fin de no ser testigo del desplome de su
castillo perfecto.
Cada día atesorando minutos, dedicaba eternos segundos a ordenar los tesoros recolectados por la labor,
los clasificaba, les daba nombre, generaba respaldos, por si “algo pasara”, para tener siempre algo a qué
recurrir, por si “alguna vez se necesita” para no pasar apreturas.
Una noche cualquiera, como otras tantas en su vida, revisó la madriguera, en ella estaba todo en orden
aún, cada pieza en su lugar, cada logro bien aseado, bien comido, bien educado y bien saludado. Miró el
cuadro perfecto, acorde a los anhelos profundos de su alma y respiró satisfecho. Tan sólo un elemento
faltaba, la trastienda de la madriguera estaba vacía, no había víveres para enfrentar algún invierno lluvioso
y eso lo llenaba de angustias.
Desde entonces comenzó la loca carrera por acaparar los valiosos productos, arrastrando sus miles de
suelas por los caminos y senderos en busca de lo necesario, incluso llegó a emplearse como recolector
para otros, a cambio de algunos bienes preciados que él mismo no lograba alcanzar aún cuando se
empinara en sus pares de patas últimas, esas que sólo lo sostenían si también apoyaba su incipiente colita
en la tierra.
Lástima, tanto afán, tanto esfuerzo, tan sólo para mantener el status quo de su madriguera. Era tal el pánico
a la pérdida de sus bienes preciados, esos que le daban el reconocimiento social entre sus pares, que nada
parecía ser suficiente esfuerzo para mantener en pie su proyecto.
…Ese día, amaneció temprano… el ciempiés realizó su rutina eterna como siempre, con prolija regularidad,
tanto así que ni cuenta se dio que ya no había a quien arengar para iniciar la jornada, ni men os a alguien
que le mirara a los ojos de bicho común y reflejara en los suyos sus sueños.