1. Una persona humilde tiene no sólo una modesta aunque sólida
conciencia de sus propios méritos, sino también de sus
limitaciones. En el momento en que piensas que ya lo has visto
todo o lo sabes todo («he estado allí, he hecho eso y lo otro…»), el
universo se percata de tu arrogancia y te envía una gran dosis de
humildad. Debes abandonar la idea de que no te queda nada por
aprender. Los maestros zen saben muy bien que, incluso para
ellos, nunca acaba el camino del aprendizaje.
2. La humildad es la lección que
más duele, pues asociada a
ella aparece siempre algún
tipo de pérdida. Al universo
le gusta mantener un cierto
equilibrio en todo, de ahí
que cuando un ego soberbio
desconoce la cortesía y la
paciencia, haga aparecer la
humildad para que ese ego
vuelva a pisar suelo firme.
Aunque ese aguijonazo se
siente a veces como una
herida, se trata de un aviso
muy importante para poder
mantener tu equilibrio.
3. Algunas personas tienen
tanto éxito en la vida que
lo dan por supuesto y
esperan que las cosas les
sean favorables
automáticamente. Cuando
esto deriva en un ego
descomunal que desprecia
la paciencia y la cortesía,
se engendra arrogancia.
Entonces, la humildad se
convierte en una
necesidad para ese
currículo vital.