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#TeSugerimosLeer
Literatura juvenil
Perfecto_Capucine h ps://cu .ly/yoee1u6
Durante los meses pasados en los que hemos vivido en
una realidad extraña e inquietante refugiados en nuestras casas,
desde la Biblioteca Pública hemos tratado de hacer vuestro día a
día un poco más llevadero, con recomendaciones de lectura
juvenil a través de la plataforma ebiblio con el hastag
#TeSugerimosLeer en nuestras redes sociales Facebook e
Instagram. Se trataba de poner las primeras líneas del principio
de cada libro para incitaros a seguir...
Ha sido nuestra particular ventana a un mundo fuera del
confinamiento, un mundo para evadirnos de un presente
impuesto.
Esperamos haber cumplido nuestro propósito. Ahora os
mostramos en este dosier la recopilación de todos los libros,
todas las historias que hemos empezado a leer con vosotros,
presentados por orden de publicación.
Safari / Maite Carranza
No sé dónde estoy. No veo nada, me duele un montón la
cabeza, apenas puedo moverla, y siento un zumbido como si
me la estuviesen cortando con una motosierra. Sorry, rectifi-
co, creo que me he confundido. El ruido no es exactamente
el de una motosierra (no soy experto en motosierras) diría
que suena a algo así como a gruñidos de un animal
(tampoco soy experto en animales). Aunque pensándolo
bien... ¿Un animal? No puede ser, pero lo es, suena al rugi-
do sordo de un perro rabioso antes de atacar. Quiero pensar, pero no hay ma-
nera. Sospecho que me he pegado un porrazo, por eso tengo un chichón en la
frente y se me ha borrado la memoria. Por más que me devane los sesos no sé
quién soy ni cómo me llamo. El único recuerdo que conservo es el de una chica
encantadora que sonríe, habla sin cesar y se llama Mary Jo, de eso estoy segu-
ro. Al pensar en ella se me llena la boca de un sabor dulce, chocolateado, y
siento deseos de abrazarla aunque no esté conmigo. Creo que es un recuerdo
bonito….
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Desconocidos / David Lozano Garbala
«Extraños», piensa Lara mientras repasa su reflejo en la
pantalla del móvil. «Somos dos extraños». Dos desconocidos
que, sin embargo, han decidido encontrarse esa noche en un
escenario tan poco su-gerente como el McDonald’s de la
estación de Sants. Tierra de nadie, porque nadie se queda en
las estaciones. Son cruces de caminos, tal como le ha expli-
cado Wilde horas antes al proponerle ese punto de encuen-
tro. «Espacios que se vacían de madrugada», ha terminado
él, antes de enviarle un último mensaje en forma de puntos
suspensivos. Una invitación así no se puede rechazar. Lara se siente cada vez
más atrapada por el magnetismo del chico, por su misterio. «Es listo, sabe que
yo no habría aceptado quedar en un sitio menos público sin conocerlo». Ella
tiene que admitir, además, que no todo el mundo es capaz de vender como algo
romántico una cita en un McDonald’s, aunque sea uno con el toque de presunta
cafetería que tiene ese. Sí, Wilde es listo…
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El libro del cementerio / Neil Gaiman
Cabía una mano en la oscuridad, y esa mano sostenía un
puñal, cuyo mango era de brillante hueso negro, y la hoja,
más afilada y precisa que una navaja de afeitar. Si te corta-
ra, lo más probable es que ni te enteraras, o al menos no lo
notarías de inmediato. El puñal prácticamente había termi-
nado lo que debía hacer en aquella casa, y tanto la hoja
como el mango estaban empapados. La puerta de la casa
seguía abierta, aunque sólo un resquicio por el que se habían deslizado el arma
y el hombre que la empuñaba, y por él se colaban ahora jirones de niebla noc-
turna que se trenzaban en el aire formando suaves volutas. El hombre Jack se
detuvo en el rellano de la escalera. Con la mano izquierda, sacó un enorme
pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo negro, y limpió el puñal y el guante
que le cubría la mano con la que lo había empuñado; después, lo guardó de
nuevo. La cacería casi había terminado ya. Había dejado a la mujer en su ca-
ma, al hombre en el suelo del dormitorio y a la hija mayor en su habitación,
rodeada de juguetes y de maquetas a medio terminar.
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Contar de 7 en 7 / Holly Goldberg Sloan
Nos sentamos juntos afuera de Fosters Freeze en una mesa de
picnic color verde mar, de metal. Los cuatro. Comemos hela-
do servido en un tazón de chocolate (que primero sirven de-
rretido y después se endurece y forma una concha crujiente).
No le digo a nadie que esto lo consiguen poniéndole cera. O,
para ser más precisos: cera comestible. Cuando el chocolate
se enfría, hace prisionera a la deliciosa vainilla. Nuestro tra-
bajo es liberarla. En general no me como los conos de helado. Pero cuando lo
hago, me obsesiono de tal manera que soy capaz de prevenir incluso una gota
de desorden. Pero hoy no. Estoy en un lugar público. Ni siquiera pongo aten-
ción. Y mi cono de helado es un enorme desastre chorreante. Ahora mismo soy
alguien que para otras personas sería interesante observar. ¿Por qué? Ahora
mismo estoy hablando vietnamita, que no es mi “lengua materna” Me gusta
mucho esa expresión porque, en general, creo que la gente no le da a este
músculo que se contrae, el crédito por todo lo que hace…
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La última sirena / Eva Millet
Definitivamente, ese verano, las vacaciones de Clara iban a
ser distintas. No iba a pasar un mes en Irlanda, como estaba
previsto desde hacía tiempo, para perfeccionar su inglés. Ni
iba a volver a la Provenza para seguir aprendiendo francés.
Tampoco iba a pasar por los diferentes talleres de verano
(deportivos, artísticos, de matemáticas, de cocina... Clara
había perdido la cuenta) a los que estaba acostumbrada. No,
ese verano las cosas iban a ser diferentes. El programa que los padres de Clara
tenían diseñado para ella desde el momento en el que vino al mundo, hacía ya
once años, iba a ser modificado por primera vez. Aquellas vacaciones, los pla-
nes no se encaminaban a convertirla en una elegante señorita cuatrilingüe, tan
llena de conocimientos que sería imposible que no entrara en la mejor universi-
dad ni que se convirtiera en una persona importantísima. No, ese verano los
planes se reducían a enviarla a pasar más de dos meses en una isla diminuta
del Mediterráneo —que, por no tener, no tenía ni aeropuerto—, en compañía
de dos viejos a quienes Clara no había visto nunca.
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El caso de la pistola y el pastel de chocolate / Ashley
Miller
Colin estrechó su querida y manoseada agenda contra su
pecho. La libreta había conocido mejores tiempos, aunque la
había utilizado meticulosamente. La tapa roja estaba descolo-
rida. A un lado, la espiral metálica, parcialmente desenrosca-
da, mostraba un lento aunque inevitable desgaste, y el cons-
tante abrir y cerrar había rasgado el cartón. A su manera -no expresada ver-
balmente, pero si demostrada-, Colin tenía cariño a aquella libreta. Se abrió
camino en el mar de personas que lo rodeaban, unas veces balanceándose,
otras nadando, con la mirada gacha para evitar llamar la atención de cual-
quier depredador al acecho. Por mucho que Colin hiciera todo lo posible por
evitarlo, de vez en cuando chocaba con algún alumno. “Perdona”, decía sin
levantar la vista cuando alguien le rozaba el brazo.
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Robot salvaje / Peter Brown
Nuestra historia comienza en el océano, con viento, lluvia,
rayos y truenos. Un huracán que, furioso, rugía en medio de
la noche. Y en medio del caos, un barco de carga encalló hon-
do, hondo, hondo en el fondo del océano. El barco dejó cien-
tos de cajas flotando en la superficie. Pero a medida que el
huracán azotaba, giraba y hacía que chocaran, las cajas tam-
bién comenzaron a hundirse en las profundidades. Las olas
las tragaron una tras otra, hasta que tan sólo quedaron cinco. Por la mañana
el huracán se había disipado. No había nubes, ni barcos ni tierra a la vista.
Sólo había aguas tranquilas, cielos despejados y esas cinco cajas que flotaban
perezosamente siguiendo una corriente oceánica. Los días pasaron. Luego apa-
reció una mancha verde en el horizonte. Cuando las cajas se acercaron, las
suaves formas verdes se convirtieron lentamente en los bordes duros de una
isla salvaje y rocosa. La primera caja se dirigió a la orilla en una ola ruidosa y
se precipitó contra las rocas con tal fuerza que se hizo pedazos…
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Wigetta y el cuento jamás contado / Vegetta777
La barca se mecía suavemente sobre las aguas del lago. Des-
de su posición, Willy y Vegetta podían contemplar a lo lejos la
orilla donde habían acampado. Más allá, se alzaba un espeso
bosque en el que vivían tranquilamente ardillas, pájaros y
otros animalitos. Distinguieron una pequeña casa entre los
árboles. Tal vez viviese en ella algún ermitaño o un amante de
la soledad. De hecho, lo que les había llevado hasta allí era la paz y la tranqui-
lidad que se respiraban en aquel lugar, ya que habían decidido tomarse unos
días de descanso para despejar su mente de tanta aventura frenética. Acababan
de llegar esa misma mañana. Lo primero que hicieron fue montar las tiendas de
campaña con al ayuda de Vakypandy y Trotuman, cosa nada fácil. -Estas tien-
das vienen bien dobladas cuando las compras, pero lo de poner cada pieza en
su sitio ya es otra historia -se quejó Willy, intentando averiguar qué varilla
usar en primer lugar. -Por lo menos trae instrucciones para el montaje -
comentó Trotuman, sacudiendo un libro tan grueso como una enciclopedia…
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La paz de las máquinas / Álvaro Yarritu
A su alrededor solo había nieve. El desierto blanco la rodea-
ba en su gélido abrazo, mientras fuertes ráfagas de viento
polar silbaban en sus oídos y amenazaban con arrojarla al
suelo. Sus articulaciones se estaban congelando, algo que
había creído imposible hasta entonces. La habían preparado
para vencer todo tipo de obstáculos, pero aquel infierno he-
lado era demasiado para ella. Después de tanto huir, iba a
morir en el fin del mundo. Sus alarmas se encendieron cuando oyó ladridos.
Genial, perros. Odiaba a aquellos sacos de carne de cuatro patas. Eran más
rápidos en la nieve, tenían un buen abrigo de pelo y, a diferencia de los huma-
nos, a ellos no podía engañarlos. Tenía que desaparecer. Literalmente, a ser
posible. Su pie se hundió de repente en la nieve. Agua, agua líquida. Había un
pequeño lago bajo la capa de hielo. Un poco más y se habría hundido por com-
pleto en él. Ahora tenía un grave problema. Olía a los perros acercarse más y
más, pero, si quería avanzar, tenía que bordear el lago…
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Leñadoras. El poder del unicornio / Mariko Tamaki
Hacía un día espléndido. En los bosques que rodeaban el
Campamento para Chicas Molonas de miss Qiunzella
Thiskwin Penniquiquli Thistle Crumpet, los árboles se er-
guían ufanos y lanzaban sus ramas al cielo con un ademán
plácido, alongado y eterno. El sol se colaba por entre las
hojas susurrantes y salpicaba el lecho del bosque con moti-
tas de luz aquí y allá, como una frondosa discoteca. Era un
día perfecto para ser leñadora, la verdad; aunque cada día,
si se hace buen uso de él, es un día perfecto para ser leñadora: porque las leña-
doras son geniales; entregadas siempre a la amistad, a aprender, a indagar, a
cuidar de las demás y dispuestas a lanzarse a la aventura con todo su entusias-
mo en cualquier momento. Ese día en concreto, cinco Leñadoras -las que com-
ponían la cabaña Roanoke- deambulaban por el bosque decididas a hacer que
ese día en concreto fuese algo bestial…
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https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00179472
El diario completamente verídico de un indio a tiem-
po parcial / Sherman Alexie
Nací con agua en el cerebro. Está bien, eso no es del todo
cierto. En realidad nací con demasiado líquido cefalorraquí-
deo dentro del cráneo. Pero líquido cefalorraquídeo no es
más que la forma sofisticada que tienen los médicos de lla-
mar a la grasa del cerebro. La grasa del cerebro funciona
dentro de los lóbulos como la grasa de los coches funciona
dentro de un motor; hace que todo vaya suave y rápido. Pero yo, que soy un
bicho raro, nací con demasiada grasa dentro del cráneo, así que se puso todo
espeso y turbio y asqueroso, y los mecanismos se fastidiaron. El motor con el
que tenía que pensar y respirar y vivir empezó a funcionar más despacio y se
inundó. Mi cerebro estaba sumergido en grasa. Pero, así contada, toda la his-
toria suena rara y divertida, como si mi cerebro fuera una patata frita gigante,
así que parece más serio y poético y preciso decir «Nací con agua en el cere-
bro». Bueno, a lo mejor ésa tampoco es una manera muy seria de decirlo. A lo
mejor es que toda la historia es rara y divertida.
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El héroe perdido / Rick Riordan
Antes de electrocutarse, Jason ya estaba teniendo un día ho-
rrible. Se despertó en los asientos traseros del autobús esco-
lar sin saber dónde estaba, y cogido de la mano de una chica
a la que no conocía. Esa no era necesariamente la parte ho-
rrible. La chica era mona, pero no sabía quién era ni lo que
estaba haciendo él allí. Se incorporó y se frotó los ojos, tra-
tando de pensar con claridad. En los asientos situados delante de él había va-
rias docenas de chicos repantigados, escuchando sus iPod, hablando o dur-
miendo. Todos parecían más o menos de su edad… ¿Quince? ¿Dieciséis? Vale,
eso sí que daba miedo. No sabía cuántos años tenía. El autobús avanzaba con
estruendo por una carretera llena de baches. Por las ventanillas pasaba el de-
sierto bajo un radiante cielo azul. Jason estaba seguro de que no vivía en el
desierto. Intentó hacer memoria… Lo último que recordaba…
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Invisible / Eloy Moreno
Lleva más de cinco minutos en la esquina de enfrente, mi-
rando a la puerta sin saber qué hacer: si entrar ahora o
volver mañana con las mismas dudas de hoy. Respira hondo
y comienza a andar. Cruza la calle sin apenas mirar a los
lados y, tras unos metros de acera, empuja la puerta con
miedo. Ya está. Le indican que se siente un momento en sofá
que hay en la sala, que enseguida le atienden. Mientras es-
pera, observa las obras de arte que cubren las paredes, unos
dibujos que rara vez se expondrán en los museos pero que, en la mayoría de las
ocasiones, serán vistos por mucha más gente. No será su caso porque el suyo
solo lo verá ella, nadie más. Al menos eso piensa ahora. A los pocos minutos le
hacen pasar a otra sala, más pequeña, más oscura, más íntima… Y en cuanto
entra, lo ve. Acostado sobre la mesa, grande, muy grande, lo suficiente para
que le cubra toda la espalda: un dragón gigante…
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Nerve: un juego sin reglas / Jeanne Ryan
Soy la chica que está detrás de la cortina. Literalmente.
Pero después de abrir el gran telón para el Segundo Acto,
tendré cuarenta minutos que matar, sin cambios de ves-
tuario ni maquillaje que coordinar a menos que alguno de
los actores necesite algún retoque rápido. Respiro hondo.
Las cosas han ido como la seda en la noche de estreno, lo
cual me preocupa. Siempre sale algo mal en el primer
pase. Es una tradición. Nada nuevo en mi página de Thi-
sIsMe. No me extraña, ya que la mayoría de mis amigos está en la obra o en el
público. Envío un mensaje: Aún quedan entradas para los dos siguientes pases,
¡así que compra una si es que no has movido ya el culo hasta aquí! Ya está, he
cumplido con mi deber cívico. Junto al mensaje, cuelgo una foto que me he
sacado antes de la función con mi mejor amiga, Sydney, la protagonista de la
obra. LA foto es algo así como esos libros de preescolar que te muestran los
contrarios: ella la Barbie Hollywood rubia…
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W / Isaac Rosa
No hay nadie como tú. No he conocido nunca a nadie igual.
Eres irrepetible. Un ejemplo único. Cuando te hicieron,
rompieron el molde. Blablabla… No te creas nada de eso.
Son lo típico piropos que escucharás mil veces en tu vida.
Tus padres, tu pareja, tu mejor amiga, cualquiera que quie-
ra regalarte el oído o levantarte el ánimo cuando tengas un
mal día. Nadie como tú… Irrepetible… Ejemplar único…
Rompieron el molde… Ni caso. Blablabla. ¿Que no hay
nadie como tú? Claro que sí. No te pienses tan especial. No eres irrepetible, ni
un ejemplar único. Si no has encontrado nunca a nadie igual, sigue buscando.
No rompieron el molde cuando naciste, qué va: lo usaron para hacer más como
tú. No digo similares: iguales. Como dos huevos. Como dos hojas de un mismo
árbol. Como dos gotas de agua. Como dos… lo que sea. A ver, piensa un poco.
¿Cuánta gente vive en el planeta Tierra? Seis mil millones.
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Memorias de un amigo imaginario / Matthew Dicks
Os voy a contar lo que sé: Me llamo Budo. Hace cinco años
que estoy en el mundo. Cinco años es mucho tiempo para
alguien como yo. Fue Max quien mie puso ese nombre. Max
es el único ser humano que puede verme. Los padres de Max
dicen que soy un “amigo imaginario”. Me gusta mucho la
maestra de Max, la señorita Gosk. No me gusta la otra
maestra de Max, la señorita Patterson. No soy imaginario.
Soy un amigo imaginario con suerte. Llevo más tiempo en el mundo que casi
todos los amigos imaginarios. Una vez conocí a uno que se llamaba Philippe.
Era el amigo imaginario de un niño que iba a la guardería con Max. No duró
ni una semana. Llegó a mundo un día, con pinta bastante humana pese a que
no tenía orejas (hay muchos amigos imaginarios que no las tienen) y en unos
días ya había desaparecido. También tengo suerte de que Max sea tan imagina-
tivo. Una vez conocí a un amigo imaginario llamado Chomp que no pasó de ser
más que una mancha en la pared…
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El señor del crimen / Irene Adler
Si alguna vez mi madre se hubiera imagina-do lo que yo
iba a acabar haciendo con su vestido preferido, creo que ni
se lo habría comprado. Y tampoco me lo habría dejado en
herencia, junto con todos los demás. Desde hacía ya sema-
nas, desde la llegada de la bella estación, los habíamos
amontonado todos en mi habitación, delante de los arma-
rios abiertos, para ver cuáles me valían y decidir qué hacer
con los demás. Me ayudaban la señorita Fowler y el pobre señor Nelson, que
no solo no sabía gran cosa de vestimenta femenina, sino que continuamente
tenía que salir de la habitación en la que me los probaba para no correr el ries-
go de ver en paños menores a una señorita de buen nombre como yo (esas pa-
labras eran suyas, naturalmente). A mí, después de todas las aventuras que
habíamos vivido juntos, que el señor Nelson me viera o no en ropa interior me
importaba poco...
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Hush, hush / Becca Fitzpatrick
Valle del Loira, Francia, noviembre de 1565. Chauncey
estaba con la hija de un granjero en la orilla del río Loira
cuando se desató la tormenta. Había dejado su caballo
vagando por el prado, así que sólo le quedaban sus dos
piernas para regresar al castillo. Arrancó una hebilla pla-
teada de calzado, la depositó en la palma de la mano de la
chica y vio cómo ella se alejaba corriendo, el barro salpi-
cándole las faldas. Después se puso las botas y echó a an-
dar rumbo a casa. Mientras oscurecía, la lluvia caía como una cortina de agua
sobre la campiña que rodeaba el castillo de Langeais. Chauncey caminaba
tranquilamente sobre las tumbas hundidas y el humus del cementerio; incluso
en medio de la niebla más espesa podía encontrar el camino a casa sin miedo
de perderse. Esa noche no había niebla, pero la oscuridad y la lluvia torrencial
engañaban bastante. Percibió un movimiento a un lado y giró rápidamente la
cabeza hacia la izquierda. Lo que a primera vista parecía un ángel...
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El efecto Frankenstein / Elia Barceló
Abrió los ojos a una penumbra donde una brillante luz ana-
ranjada pintaba rayas en la pared al atravesar una persia-
na entreabierta. No sabía dónde estaba y por un momento
sintió que se ahogaba, asustado, porque no reconocía el
techo de la habitación ni nada de lo que había a su alrede-
dor. Volvió cerrar los ojos. A veces pasaban cosas así y en
unos segundos todo caía de nuevo en su lugar y las cosas
se aclaraban por sí solas. Los abrió otra vez, despacio,
como dándole a su cerebro una oportunidad de ponerse en marcha y ofrecerle
la respuesta que buscaba. Nada. Seguía sin saber dónde estaba y por qué se
había despertado allí al anochecer. ¿Habría bebido demasiado la noche ante-
rior y algún compañero le habría ofrecido quedarse en su casa? Se incorporó
de golpe y quedó sentado en la cama con una opresión en el pecho que, si no
era terror, se le parecía mucho. No recordaba nada de la noche anterior. Nada.
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Cero se repite siempre / Prendergast G.S
Una luz flota sobre mí. Nada que reconozca. Recuerdo mo-
verme, así que lo intento. -No -dice alguien, me detengo-.
¿Sabes dónde estás? -intento responder, pero descubro que
no puedo hablar porque hay algo en mi boca. Sacudo la
cabeza. Recuerdo gestos y señas. Algo sobre memorizarlos
y ser examinado al respecto-. ¿Sabes quién eres? -busco en
mi memoria, parece vacía. No pequeña o sin desarrollar,
sino vacía. Vaciada. Sacudo mi cabeza otra vez. -Bien -dice
la voz-. Cierra tus ojos -no puedo recordar haber tomado una decisión yo mis-
mo alguna vez, así que hago lo que me dicen. La idea de obediencia, corre a
través de mí como un fluido tibio, viscoso. La obediencia y la ira, como si estu-
viera hecho solo de eso. -Octavo -dice alguien. Hay otro ruido, como un siseo. -
Te las arreglarás -dice la primera voz-. Él aprenderá de ti. Detrás de mis pár-
pados los pensamientos se retuercen, revueltos y desordenados, fuera de orden.
Intento atraparlos, pero se deslizan en grietas y agujeros, como animales asus-
tados…
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El coleccionista de besos / Pedro Ramos
Tengo 18 años. Soy extraterrestre. Mis padres no son mis
padres. Estoy seguro. Cuando estoy en mi habitación, cuan-
do ellos creen que estoy estudiando, me conecto a Internet.
La vida es más real cuando estás enchufado. Los mortales
como mis padres no pueden entenderlo: se pasan la vida
delante de una pantalla, pero solo para trabajar. Antes de
que amanezca, duermo un poco. Puedo mantener el ritmo.
Faltan solo 2 semanas para la selectividad, la PAU, la
prueba de acceso a la Universidad. Necesito mantener mi media, incluso po-
dría bajarla un poco y tendría nota suficiente. Si se mantiene el corte del año
pasado. Dicen que es el momento más importante de mi vida. No estoy de
acuerdo. Nada v a cambiar de una forma sustancial. Y mejor así. Mi vida está
toda aquí dentro, en mi habitación, en este portátil, mi pequeño Little Boy. -
Venga, apaga ya y a dormir...
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La casa del reloj en la pared / John Bellairs
Lewis Barnavelt se revolvió y se secó las palmas sudoro-
sas en el asiento del autobús que rugía hacia New Zebe-
dee. Transcurría el año 1948, y era una cálida y ventosa
noche estival. Afuera, al menos. Lewis veía los árboles
tenuemente iluminados por la luna mecerse con suavidad
al otro lado de su ventana, cerrada como el resto de venta-
nas del autobús. Se miró los pantalones de pana morada,
de esos que hacen frufrú cuando caminas. Levantó la
mano y se la pasó por el pelo, peinado con raya al medio y engominado con
aceite en crema de la marca Wildroot. Ahora se le había quedado la mano gra-
sienta, así que se la volvió a limpiar en el asiento. Movía los labios pronuncian-
do una oración. Era una de sus oraciones de monaguillo. Quia tu es Deus forti-
tudo mea; quare me repulisti, et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus?
Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, ¿cómo me siento yo desamparado, y por qué
me hallo triste al verme importunado por mi enemigo?
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Palmyra / Jordi Sierra i Fabra
El destello era cada vez menos intenso. Menos brillante. Y
la distancia recorrida, excesiva, demasiado grade para su
poca energía. Más teniendo en cuenta que no había luz. El
eclipse. El maldito eclipse. ¿Cómo alimentarse de ener-
gía? ¿Cómo renacer? ¿Por qué, en plena huida, aquel
pequeño planeta había tenido que interponerse entre el sol
y el mundo al que había ido a parar? El destello ni siquie-
ra sabía cómo había podido separarse del gran brillo. De
la luz. Su luz. Debilitándose más y más, volando casi a ras del suelo, la huida
se hacía dramática. Ellos estaban cerca. Les habría dejado atrás fácilmente.
No eran más que simples seres de movilidad reducida, toscos y primitivos. Pero
en su estado, temiendo apagarse o caer convertido en un leve chispazo al que
apresarían con insultante facilidad… La oscuridad se hacía mayor. ¿Cuánto
duraba el eclipse? Desde el espacio, la cara visible del planeta parecía siempre
brillante. No giraba sobre sí mismo. …
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El pasajero 19 / Carlos Vila Sexto
Hasta cinco minutos después de despertar, no vio el cadá-
ver de la joven. Porque a principio, cuando abrió los ojos,
le parecía seguir soñando. En su sueño, se había visto a sí
mismo reflejado en un gran espejo, en mitad de una habi-
tación enorme y antigua, decorada con solemnidad y cier-
to aire lúgubre. Él se acercaba al espejo, tocaba el cristal
y, al apoyar la mano sobre su reflejo, este la retiraba con
rapidez, como si tuviera conciencia propia. Fue entonces
cuando despertó de golpe, con un terrible dolor de cabeza. Miró hacia su lado.
Su rostro le devolvía la mirada desde el cristal de la ventanilla. Con el corazón
palpitando con fuerza en su pecho y su piel húmeda por el sudor, tardó varios
segundos en recomponerse y cobrar consciencia de dónde estaba. El continuo
traqueteo no le ayudaba precisamente a situarse, ya que hacía que la realidad
en la que acababa de despertar pareciera una prolongación del sueño.
Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en:
https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544510
El secreto de Olga / Patricia García-Rojo
Olga tiene diez años y sueña con un bosque. Olga jamás ha
visto un árbol en su vida. Pero sí montañas de basura. En el
futuro, que es donde vive, los nombres de los árboles están
apuntados en una lista. Y la lista tiene cincuenta páginas.
En el futuro todos los árboles están juntos, muertos de mie-
do, en los diez últimos bosques que existen. Lo demás es
basura. Llanuras de basura. Ríos de basura. Casas de basu-
ra. Por eso Olga sueña con hojas verdes y brillantes. Ha
visto árboles en los libros, los ha visto en las viejas películas que enseñan cómo
era el pasado. Antes, mucho antes de que los humanos convirtiesen la Tierra en
un estercolero. Olga siempre pide lo mismo en su cumpleaños: semillas. Otros
niños piden videojuegos y viajes al espacio. Su hermana, Lina, pide unos pul-
mones limpios. —¿Qué me vas a enseñar? —pregunta Marcos. Marcos tiene
unas gafas verdes y un miedo terrible a lo desconocido. Odia las sorpresas, los
gritos, los ruidos fuertes, el desorden y el queso fundido.
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La estrategia del parásito / César Mallorquí
Estoy muerto, lo sé; tan muerto como Mario. Sigo respiran-
do, me muevo, como, duermo, hablo, escribo, pero soy un
cadáver que se niega a aceptar lo inevitable y finge vivir
una vida ficticia, como un fantasma. ¿Alguna vez habéis
tenido problemas? Hablo de problemas de verdad, no de
chorradas; hablo de esa clase de problemas que te hunden
en la mierda tan profundamente que haría falta un batisca-
fo para sacarte de ella. ¿Sabéis lo que es eso? No, qué va; ni siquiera conocéis
el auténtico significado de la palabra «problemas». Pero yo sí; soy el campeón
mundial de los problemas, récord Guinness de la especialidad. Por ejemplo, no
puedo hablar por teléfono, ni por un fijo ni por un móvil, y tampoco puedo na-
vegar por Internet, porque enviar un simple correo electrónico sería como fir-
mar mi sentencia de muerte. No me atrevo a caminar por las calles por miedo a
que alguna cámara de seguridad capte mi imagen, ni me atrevo a usar una tar-
jeta de crédito, aunque lo cierto es que ya no tengo crédito.
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Eleanor & Park / Rainbow Rowell
XTC no bastaba para ahogar el escándalo que armaban los
idiotas de las últimas filas. Park se ajustó los auriculares a
los oídos. Al día siguiente se llevaría Skinny Puppy o los Mis-
fits. O quizás grabase una cinta especial para el autobús es-
colar con la música más cañera que encontrase. Ya volvería
a escuchar new wave en noviembre, cuando se sacara el car-
né de conducir. Sus padres le habían dicho que podría coger
el Impala, y Park llevaba un tiempo ahorrando para un radiocasete nuevo. En
cuanto fuera al instituto en coche, podría escuchar lo que le viniera en gana o
nada en absoluto, y además dormiría veinte minutos más por las mañanas. —
Te lo has inventado —gritó alguien a su espalda. —Que no, joder —respondió
Steve a voz en grito—. El estilo del mono borracho, tío. Te digo que existe.
Hasta te puedes cargar a alguien...—No dices más que chorradas. —Eres tú el
que no dice más que chorradas —replicó Steve—. ¡Park!¡Eh, Park! Park lo
oyó, pero no se dio por aludido.
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Erik Vogler y los crímenes del Rey Blanco / Beatriz
Osés
Erik Vogler no podía sospechar lo que iba a ocurrir aque-
lla noche. Se había pasado varias horas preparando su
equipaje. Ordenó sus calcetines de lana virgen por colores,
las chaquetas según el grosor y varios pantalones teniendo
en cuenta su antigüedad. Después colocó, en uno de los
laterales de la maleta, un diminuto costurero de viaje junto
con un estuche de piel, en el que había todo lo necesario
para abrillantar sus zapatos. Sobre la cama, aguardaban dos cinturones per-
fectamente enrollados, varias camisas de seda y una bolsa de aseo. Durante
unos instantes, Erik contempló su obra con orgullo. Pero, mientras doblaba los
calzoncillos recién planchados, alguien llamó a su habitación. –Humm..., ¿se
puede? –titubeó su padre asomando la cabeza por la puerta del dormitorio. –
Sí, pasa, pasa –contestó Erik invitándole a entrar–. Todavía no he terminado.
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Valkiria: Game Over / David Lozano
Esto va a acabar mal. Rubén detiene sus movimientos, no
se reconoce en el espejo del diminuto cuarto de baño de la
habitación. Su reflejo le devuelve la imagen de un rostro
tenso, sin afeitar, con unos ojos que se hunden bajo me-
chones de cabello apelmazado por el sudor. Parece enfer-
mo, hace dos días que apenas duerme. Se enfrenta a su
propia mirada en el cristal y solo ve la expresión asustada
de un desconocido. Soy yo, se insiste. Tengo que largarme de aquí o terminaré
como Marta. Y Marta está muerta. Rubén procura contener el nerviosismo. No
se lo puede permitir. Aparta la vista del espejo y la pasea sobre la cama donde
descansa su móvil, junto al portátil encendido que muestra su muro de Face-
book con el último estado que ha publicado minutos antes: Los errores se pa-
gan. Unas palabras que nadie sabrá interpretar.
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El misterio Velázquez / Eliacer Cansino
Ahora, cuando miro la cruz del pergamino que longo guar-
dado en la gaveta de mi escritorio, pienso que no he podido
vivir esta aventura extraña y misteriosa. A veces me desvelo
en las noches pensando que algo va a sucederme y, asusta-
do, me salgo al balcón para mirar el cielo, esperando ver en
él alguna señal que me consuele. Pero el cielo permanece
en silencio, por más que yo ponga todo mi sentido en desci-
frar sus luces. Mi amigo Juan Pareja me dice que olvide
todo lo que me ha ocurrido, que él mismo se ha prometido no hablar de ello
aunque le torturen, y que por nada del mundo, vea lo que vea y oiga lo que oi-
ga, vuelva a hablar de lo que hicimos aquella noche. Pero yo no puedo evitarlo,
pues desde hace unos días siento en mí una extraña clarividencia, la sensación
cierta di' que algo me ha hecho crecer más alto de lo que nadie pueda pensar al
ver mi figura. Por eso me he propuesto contar aquellos sucesos ayudado de
estos «cuadernitos de memoria», por si la fortuna quiere que algún día alguien
los lea. Y para que todos sepan que Nicolás Pertusato no era sólo el que ven.
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Hilda y el pueblo oculto / Luke Pearson
Soplaba el viento. Los woffs volaban. El sol estaba muy bajo
en el cielo. En la ladera sur del monte Bota, una niña con el
pelo azul se sentó en una roca y sacó la lengua. Hilda siem-
pre sacaba la lengua cuando dibujaba. La ayudaba a con-
centrarse. La punta del lápiz se deslizaba por el cuaderno
mientras dibujaba los bosques y las llanuras, las cascadas y
los ríos, las montañas con el pico nevado y el frondoso va-
lle. Hacer mapas era una parte importante de la labor de un aventurero, y Hil-
da se tomaba las aventuras muy en serio. En cuanto terminó de dibujar las
montañas, les puso nombre basándose en su forma. Con su mejor letra escribió
monte Taza, monte Lámpara, monte Luna, monte Escarabajo, monte Botella y
monte Pompón. Estaba quedando un mapa estupendo, se dijo a sí misma. Y
tuvo que decírselo a sí misma porque no había nadie más en kilómetros a la
redonda, aparte de Twig, pero Twig no hablaba.
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Campos de fresas / Jordi Sierra i Fabra
Abrió los ojos cuando el primer zumbido del teléfono aún no
había muerto y lo primero que encontró fueron los dígitos
verdes de su radio-reloj en la oscuridad de la noche. Por
ello supo que la llamada no podía ser buena. Ninguna lla-
mada telefónica lo es en la madrugada. Alargó el brazo en el
preciso momento en que sobrevenía el silencio entre el pri-
mer y el segundo zumbido, y tropezó con el vaso de agua
depositado en la mesita de noche. Lo derribó. A su lado, su mujer también se
agitó por el brusco despertar. Fue ella la que encendió la luz de su propia me-
sita. La mano del hombre se aferró al auricular del teléfono. Lo descolgó mien-
tras se incorporaba un poco para hablar, y se lo llevó al oído. Su pregunta fue
rápida, alarmada. —¿Sí? Escuchó una voz neutra, opaca. Una voz desconoci-
da. —¿El señor Salas?—Soy yo.—Verá, señor —la voz, de mujer, se tomó una
especie de respiro. O más bien fue como si se dispusiera a tomar carrerilla—.
Le llamo desde el Clínico. Me temo que ha sucedido algo delicado...
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The Crazy Haacks y la cámara imposible / The
Crazy Haacks
–¡¡¡HOLA, LOCOS!!! —¡Venga, chicos! Contad qué vamos
a grabar hoy —dice Mami sonriente mientras controla la
cámara. Puede que, si eres un niño normal, tu plan del día
consista en desayunar tostadas, hacer los deberes del cole y
ver videos de YouTube (no necesariamente en este orden).
Pero en casa no somos normales. ¡Y me encanta! SOMOS
THE CRAZY HAACKS, la familia más loca del mundo mundial. «Haack» es
nuestro apellido y «Crazy»… como si lo fuera. Y todo se vuelve más loco de lo
normal cuando hay una cámara cerca. —¡VAMOS A HACER EL RETO DE
LAS COOKIES! —Este es MATEO. Como es el mayor, siempre es el más rápi-
do en contestar a las preguntas de Mami, salvo cuando pregunta quién va a
poner la mesa, claro. En esos casos, Mateo desaparece a la velocidad del soni-
do.
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Nunca seré tu héroe / María Menéndez-Ponte
Andrés, estudia. ¡¡Andrés, estudia!! Andrés-estudia. Andrés
estudia... Andrés Estudia. Me llamo Andrés y me apellido
Estudia. Me tienen harto, siempre con el mismo rollo. Mi
madre, con tal de verme encima del libro y sin escuchar mú-
sica, está contenta. Aunque esté pensando en las musarañas,
es la leche. No entiende que yo pueda estudiar con música. Y
no para de rayarme todo el día: que si tengo poca disciplina,
que si no hago más que hablar por teléfono y enviar wasaps, que si no tuviera
la carpeta llena de fotos de chicas me distraería menos. Más me distraigo en la
clase de la Rambo. ¿Cómo voy a atender si delante tengo a Belén, que es la tía
más buena de la clase? Pero como para contárselo a mi madre. Es capaz de ir
al instituto y pedir que me encierren en una cápsula espacial. Y no digamos
cuando empieza con el rollo de la responsabilidad, menuda plasta, macho. Si la
llevo al Parlamento, acaba con todos los parlamentarios. Parece de la Gesta-
po.
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Los gemelos congelados / Andreu Martín
En la soledad y la penumbra del sótano del bar de mi padre,
en aquel rincón que desde hacía años utilizaba como despa-
cho, encendí el ordenador y, en Google, escribí «gemelos
congelados». Me salieron unos 246 000 resultados, casi
todos referidos a señoras que, después de recurrir a óvulos
congelados para quedar embarazadas, habían sido madres
de gemelos. En una página, una madre explicaba que, cuan-
do llegaron a casa después de esquiar, sus hijos gemelos estaban congelados,
pero entendí que se trataba de una hipérbole para dar a entender que habían
pasado mucho frío. En otra página, un alpinista describía cómo se le habían
congelado los gemelos mientras escalaba el Aconcagua, pero evidentemente se
refería a los músculos de las piernas. Los primeros indicios de lo que estaba
buscando aparecieron en páginas de contenido esotérico, en medio de fenóme-
nos paranormales y teorías conspirativas, entre fotos auténticas del Yeti, la
muerte de Paul McCartney en 1966 y su sustitución por un impostor...
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Los gatos no comen con tenedor / Alicia Roca
Objetivo: salir de casa sin que la bestia se dé cuenta. Posibi-
lidades: pocas. La puerta del salón da al pasillo y, desafor-
tunadamente, está abierta de par en par. Avanzo con la es-
palda pegada a la pared, despacio, para no hacer ningún
ruido. Cuando llego a la puerta, me detengo un momento y
escucho. Se oye la tele de fondo. Una mujer que pesa ciento
cincuenta kilos y que está a punto de ser abandonada por su
marido ha ido al plató del programa para prometer delante de todo el mundo
que adelgazará. Dice que está dispuesta a perder setenta kilos para recuperar
al amor de su vida. ¡Setenta! Me pregunto de dónde sacará tanta comida para
poder pesar ciento cincuenta kilos. Yo peso veintiocho y siempre estoy ham-
brienta. Quizá si me diera un poco de la suya, ella adelgazaría y yo no pasaría
hambre. De todos modos, ¿quién se va a creer eso de que adelgazará setenta
kilos? Yo no, por descontado. Yo ya no me creo nada.
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Escarlatina, la cocinera cadáver / Ledicia Costas
Ser cocinero, cuando tienes diez años y mucha hambre el
85% del tiempo, no es nada fácil. Yo trato de seguir las
instrucciones del libro de cocina con todas mis fuerzas,
pero las cosas nunca son tan sencillas cuando te pones
manos a la obra. Me volvió a pasar con las magdalenas.
Después de batir, añadir los ingredientes y llenar los som-
breritos, acabé con las gafas, la camiseta y el pelo todo
embadurnado de crema amarilla. ¡Una auténtica asquerosidad! En esta oca-
sión nadie me iba a librar de que mamá me metiese directamente en la lavado-
ra. Llevaba semanas advirtiéndomelo: —Román, ¡cualquier día te meto en la
lavadora con ropa y todo! Mamá es guay, pero a veces se enfada. A mí, eso de
estar dando vueltas en el tambor de la lavadora durante setenta y cinco minu-
tos, que es lo que dura el ciclo para manchas difíciles, no me hace mucha gra-
cia. Un día metí a Dodoto, mi gato, para ver cómo reaccionaba.
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Una habitación en Babel / Eliacer Cansino
La Torre no es Babel, pero podría serlo: por las ansias des-
medidas, por la confusión que con tiene. Nada más llegar al
pueblo se la ve. Su imponente figura de gigante famélico del
desarrollismo de los años sesenta, la deja torpemente en
evidencia, como un gigante jubilado, junto al resto de los
edificios. Nadie puede permanecer en su puerta más de dos
minutos: un río de vida y confusión se precipita hacia den-
tro y hacia fuera incesantemente y arrastra al que allí permanece. —No permi-
tiremos que se construya otro edificio así —dicen los de urbanismo sin saber si
jurarlo o no, porque hoy nada se jura y bien pudiera ser que mañana estén
construyendo otro igual en la otra esquina del pueblo. El pueblo se llama Alfa-
rache. En el mundo no es nada, tal vez ni si qui era aparezca en los mapas,
pero para sus habitantes lo es todo y todo pasa por Alfarache, atraído por el
magnetismo de su monumental Corazón de Jesús bajo el que un cardenal se
construyó un sarcófago para esperar la resurrección...
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Vuelos nocturnos / Philip Reeve
Puertoaéreo flotaba sobre el viento vespertino. Las enormes
bolsas de gas de la ciudad volante estaban tocadas por la luz
dorada como las nubes del ocaso, pero el terreno de abajo
estaba en sombra, excepto en aquellos lugares donde el agua
reflejaba el cielo, en las huellas de las cadenas tractoras que
horadaban llanuras y colinas. Aquí y allá, un grupúsculo de
luces móviles delataba una población o una pequeña ciudad-
tracción que se abría camino a través de un crepúsculo cada vez más profundo.
Una lenta y antigua ciudad mercante avanzaba hacia el sur, haciéndose paso
entre las montañas, y una manada de ciudades depredadoras trituraba el te-
rreno tras ella esperando una oportunidad para atacar. Allí abajo solo se podía
cazar o ser cazado. Sin embargo, en Puertoaéreo nadie tenía que preocuparse
por aquellas cosas.
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La puerta de los tres cerrojos / Sónia Fernández-
Vidal
Niko se quedó paralizado en la cama, perplejo por lo que
acababa de aparecer en el techo de su habitación: «Si quie-
res que sucedan cosas diferentes, deja de hacer siempre lo
mismo.» La enigmática frase se reflejaba, por algún extraño
efecto óptico, justo encima de su cabeza. Estaba acostum-
brado a ver el reflejo de los coches que pasaban por la calle
y podía incluso distinguir su color, pero nunca le había sucedido algo así. El
grito de su madre hizo que abandonara aquel enigma y se incorporara de un
salto. —¡NIKO, GANDUL, VOLVERÁS A LLEGAR TARDE! Mientras se ves-
tía, evocó con amargura el día anterior. Su estómago se retorció al recordar al
profesor de física. Tenía la mala costumbre de preguntarle justo cuando su
cabeza estaba en las nubes, y había metido la pata hasta el fondo. Toda la clase
se había reído a su costa, incluida la chica que tanto le gustaba. Para acabar
de empeorar las cosas, durante la hora de gimnasia, el coleccionista de novias
de la escuela se había acercado a tontear con ella.
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Tally, la niña tigre / Libby Scott
Mira arriba. Venga, ahora mismo. Alarga el cuello y mira
tan alto como puedas y un poco más. Ahí es adonde tendrás
que mirar si quieres ver a Tally Olivia Adams. Allá arriba,
donde comienza el cielo. Allá arriba, donde la única regla
es la ley de la gravedad, Allá arriba, donde el mundo se ve
pequeño y no tan importante. Allá arriba, donde las posibi-
lidades son infinitas. Es una de esas tardes típicas de los
últimos días de verano. Mullidas nubes blancas se apresuran por el cielo azul
pálido y el aire tiene un punto fresco nuevo. Un día normal en una calle normal
en el jardín trasero de una casa normal que pertenece a una familia totalmente
normal. Vuelve a leer esta última frase para ti misma. Es curioso cómo, si la
pronuncias el suficiente número de veces, la palabra “normal” empieza a pare-
cer todo menos eso. Bueno, pues es un día normal.
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La Isla del Tesoro / Robert Louis Stevenson
El Squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caba-
lleros me han indicado que ponga por escrito todo lo refe-
rente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin men-
cionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan
riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de
gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi
padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido nave-
gante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de
la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino;
era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos
dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca
que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas
negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de
siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbi-
do; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera...
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La catedral / César Mallorquí
En el interior de la cripta reinaban las tinieblas, la humedad y
el miedo. El hombre que yacía en la oscuridad, sentado en el
suelo con los brazos rodeando las encogidas piernas, era un
anciano de pelo canoso y piel curtida por la vida al aire libre.
Hasta hacía muy poco había sido alguien importante, un
maestro de su oficio, pero ahora sólo era un fugitivo. En reali-
dad, un condenado a muerte. Fue precisamente el temor a la
muerte lo que le había movido a ocultarse en la cripta secreta. ¿Cuánto tiempo
llevaba escondido allí? No lo sabía; los minutos discurren muy lentamente en
la oscuridad, pero debían de haber pasado tres o cuatro horas desde que fue
testigo de la matanza. Se estremeció. La imagen de sus compañeros atrozmente
asesinados parecía habérsele grabado a fuego en las pupilas, y cada vez que la
evocaba, cada vez que pensaba que él podría haber estado allí, compartiendo
la terrible suerte de sus amigos, un intenso pánico le embargaba.
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El sueño de Iván / Roberto Santiago
Me llamo Iván, acabo de cumplir once años y voy a jugar
un partido contra los mejores futbolistas del mundo. Pero
antes tengo que atrapar a una gallina. En estos momentos
estoy corriendo por un pasillo larguísimo de un hotel. Y una
camarera me está mirando como si me hubiera vuelto com-
pletamente loco. Pero no dice nada. No le da tiempo, vamos
demasiado rápido y está con la boca abierta, sin saber qué
hacer. Esto es lo que mira la camarera: una gallina que
mira la esquina y corre hacia ella a toda velocidad. Y detrás de la gallina, co-
rriendo también por el pasillo, veintiún niños vestidos de futbolistas. No es muy
normal encontrarse en un pasillo de hotel una gallina y un montón de niños
corriendo detrás de ella. La gallina pasa al lado de la camarera a toda veloci-
dad. Como un cohete. Las dos parecen muy asustadas: la gallina y la camare-
ra. -Allez, allez! El que va primero, diciendo “Allez, allez”, es Clairac. Es el
mayor, tiene doce años, y además es el capitán del equipo, y es francés. Por eso
dice “Allez, allez” en vez de “Vamos, vamos”, que es lo que habría dicho yo…
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Cielo Rojo / David Lozano Garbala
Un grito en la noche. Súbito y violento como un relámpago,
atrapado en la espesura del bosque Itanich. Un alarido que
surgía de la niebla hasta alcanzar las siluetas de los que
rastreaban no muy lejos, y que ahora permanecían alrede-
dor del cadáver. Había sido un grito de terror. Las antor-
chas se alzaron entonces, evidenciando bajo su destello el
titubeo de aquellos campesinos que se enfrentaban al pai-
saje. Y a lo que se ocultaba en él. Chudovishche. Las inme-
diaciones del bosque se habían tornado hostiles. La negrura que los contempla-
ba desde la vegetación cuajada de hielo se iba acentuando conforme ellos ad-
quirían conciencia del peligro. No estaban a salvo. Ni siquiera juntos. El ha-
llazgo del cuerpo había perdido importancia para esos hombres que atenaza-
ban sin convicción sus rudimentarias armas: hoces, hachas, cuchillos y horcas.
Acaso aquella muerte que acababan de confirmar no suponía el fin del peligro;
no esa noche. Quizá una víctima no era suficiente.
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Todas las hadas del reino / Laura Gallego
La reina observó con atención a la muchacha. Ella enroje-
ció y clavó la mirada en las puntas de sus gastados zapa-
tos. El príncipe, a su lado, hacía heroicos esfuerzos por
mostrarse sereno y seguro de sí mismo. Pero tragó saliva
cuando su madre volvió sus ojos inquisitivos hacia él. —
¿Dónde dices que la has encontrado, Aldemar? —
«Conocido», madre —se atrevió a corregirla el joven—. La
conocí el año pasado, en una aldea junto al bosque, río
abajo. Sin duda recordarás el día en que me perdí durante una cacería,
¿verdad? Bien, pues... —¿Una aldea? —repitió la reina, enarcando una de sus
bien perfiladas cejas. El príncipe tragó saliva de nuevo. —Una aldea —
confirmó —. Los padres de Marcela son granjeros. Gente muy decente y traba-
jadora, si me permites la observación. —Marcela. Qué... rústico. La reina vol-
vió a centrar su atención en la chica, que se retorcía las manos sin saber muy
bien qué hacer con ellas. Tras un incómodo silencio, que la reina parecía dis-
puesta a alargar indefinidamente, el príncipe carraspeó, alzó la cabeza y anun-
ció: —Voy a casarme con ella, madre.
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Buenos días princesa / Blue Jeans
-¡Entra! -¡No entro! -¿Que no? ¡Ya verás como sí! -¡Es inú-
til! ¡No lo conseguiremos! Pero Elísabet no se rinde. Un
último esfuerzo. Aprieta los dientes, agarra el vaquero azul
oscuro de Stradivarius y lo estira con fuerza hacia arriba.
Con todas sus ganas. Po-niendo sus cincuenta y cuatro kilos
en la causa. Y... ¡premio! La tela asciende por las piernas de
su amiga y se enca-ja a presión sobre sus muslos y caderas. -
¡Lo ves, lo ves! ¡Entraba! -grita eufórica mientras Valeria se pone de pie. Algo
continúa sin ir bien. -Sí, entraba. Pero ahora abrocha el botón y sube la crema-
llera, guapa. -¿Qué? ¿No van? La joven se levanta la camiseta y niega con la
cabeza. Eli se alza del suelo y se aproxima a ella. Una frente a otra. Un nuevo
reto. Morena y castaña con mechas rubias contra una cremallera y un botón. -
Encoge la tripa, nena. -Pero ¿de qué sirve que la encoja?¡Voy a estallar! -¡No
te pongas histérica! ¡Aquí no explotará nadie! ¡Mete el culo para dentro!
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La isla de los Perdidos / Melissa de la Cruz
Tengo que estar soñando —se dijo Mal—. Esto no puede ser
real.» Estaba sentada a la orilla de un hermoso lago, en el
suelo empedrado de un Antiguo templo en ruinas, comiendo
una exquisita fresa. El bosque que la rodeaba era verde y
frondoso y el sonido del agua que fluía bajo sus pies era
suave y relajante. Incluso el aire era dulce y fresco. -¿Dónde
estoy- preguntó en voz alta mientras alcanzaba unas uvas
gordas de la fabulosa merienda que tenía preparada delante. -Pero si ya llevas
días en Áuradon y éste es el Lago Encantado- contestó el chico que estaba sen-
tado a su lado. Ella no se había percatado de su presencia hasta que habló,
pero cuando lo vio, deseó no haberlo hecho. El chico era lo peor de todo aque-
llo, fuera lo que fuese «aquello»; era alto, con el pelo de color miel y despeina-
do, y guapo a rabiar, con la clásica sonrisa que conquistaba corazones y que
embelesaba a todas las chicas. Pero Malno era como todas las chicas y empe-
zaba a sentirse aterrorizada, como si estuviera atrapada.
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Isla	Vudú	/	Jeff	Creepey	
Daniel lanzó a los zombis una granada. ¡BUUUM! Todo
estalló en mil pedazos. No quedó ni rastro de aquellos mons-
truos. Antes de atacar, Daniel había tenido la precaución de
esconderse detrás de una roca para que no lo alcanzara la
onda expansiva de la explosión. No le gustaba nada usar ese
tipo de armas. Le parecían eficaces, vale, pero con ellas todo
parecía demasiado fácil. Era casi como hacer trampas. Y
Daniel Patterson NUNCA hacía trampas. Un auténtico crac debía tener honor.
Por eso cogió una liana en cuanto pudo. Se balanceó sobre ella y aterrizó en
medio de otro grupo de zombis para poder usar la espada de la victoria con
cierta comodidad. Cuando desenvainó se sintió más fuerte que nunca. Le cortó
la cabeza al primer zombi y este se convirtió en un montón de insectos que em-
pezaron a reptar por el suelo. Dio una voltereta sobre ellos y aprovechó para
descargar dos estocadas bien medidas mientras caía: una a la izquierda y otra
a la derecha. Así se cargó a un total de seis zombis...
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El tiempo de los magos / Cressida Cowell
Era una noche cálida de noviembre, demasiado cálida para
as brujas, o eso decía la leyenda. Supuestamente, las brujas
se habían extinguido, pero Xar había oído hablar de cómo
apestaba y ahora, en la tranquilidad del bosque oscuro,
imaginó que podía oler un leve pero inequívoco tufo a pelo
quemado mezclado con ratones putrefactos y un regustillo a
veneno de víbora: cuando lo hueles ya no lo olvidad jamás.
Xar era un joven salvaje y humano que pertenecía a la tribu
mágica. Se encontraba a lomos de un gato de las nieves en una parte del bos-
que tan oscura, retorcida y enredada que se llamaba Bosquimalo. No deberías
estar ahí, pues el Bosquimalo era territorio de los guerreros, y si los guerreros
lo atrapaban... bueno, como todos decían: matarían a Xar nada más verlo.
“¡Que le corten la cabeza!” Esa era la simpática tradición de los guerreros.
Sin embargo, Car no parecía preocupado, no lo más mínimo...
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El monstruo del Buckingham Palace / David
Walliams
Era mediodía, pero el cielo estaba negro. Hacía cincuenta
años que el país vivía sumido en la oscuridad porque duran-
te siglos los habitantes de la Tierra habían descuidado el
planeta. Habían quemado todos los bosques, reduciendo a
cenizas has el último árbol. Habían llenado de desechos los
ríos, largos mares, aniquilando todos los peces. Habían ex-
cavado las entrañas de la Tierra en busca de petróleo hasta dejarla hueca por
dentro. Y al final el Planeta se volvió en su contra. Los casquetes polares del
Ártico y de la Antártica Hubo inundaciones tan poderosas que dejaron países
enteros sumergidos bajo el agua. Violentos terremotos asolaron ciudades ente-
ras, sin dejar a su paso más que pilas de escombros. Los volcanes entraron en
erupción, escupiendo a la atmósfera que impedían el paso de los rayos del sol.
Sin luz natural, los cultivos se marchitaron y se secaron. Nada podía crecer.
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Bella y Bestia / adaptado por Elizabeth Rudnick
Bella abrió la puerta de su casa y, al contemplar el idílico
paisaje campestre que tenía delante, suspiró. Las mañanas
en la aldea de Villeneuve empezaban siempre del mismo
modo. Como mínimo, desde que ella vivía allí. El sol salía
despacio por el horizonte y sus rayos volvían los campos que
rodeaban el pequeño pueblo más verdes, más dorados o más
blancos, según la estación del año. Después se movían por
las esquinas de las paredes encaladas de la casa de Bella, justo en las afueras,
antes de iluminar los tejados de paja de las casas y las tiendas que formaban la
población. En ese momento, sus habitantes se estarían despertando y preparan-
do para el nuevo día. En sus casas, los hombres se sentarían a desayunar,
mientras las mujeres vestían a los niños o removían las gachas de avena.
Reinaba un completo silencio, como si la aldea aún se estuviera desperezando.
Entonces, el reloj de la iglesia tocaría las ocho. Y, de ese modo, todo parecería
cobrar vida. Bella lo había visto cientos de veces, pero aquella mañana...
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Héroes por accidente / Lian Tanner
El abuelo de Ánade tenía la sonrisa más dulce que se pueda
imaginar. Le hacía parecer la clase de persona capaz de
rescatar a un gatito de un sumidero o de cuidar de un go-
rrión herido hasta que se recuperase. Le hacía parecer una
persona bondadosa, amable y de fiar. Pero Ánade sabía
cómo era en realidad. Esa sonrisa auguraba problemas..., y
justo cuando ella pensaba que ya los habían dejado atrás.
Así que, en lugar de devolverle la sonrisa, le preguntó: —¿Qué quieres? El
abuelo torció el gesto. —Sería mucho más agradable por tu parte, querida, si
me dijeras: «¿Puedo ayudarte en algo, abuelo? ¿Necesitas que te haga algún
recado? Cuenta conmigo, abuelo». —¿Qué quieres? —repitió Ánade. El hom-
bre que se hacía llamar lord Pompis introdujo un dedo en el bolsillo de su cha-
leco de seda y sacó tres miserios de cobre. —Solo quiero que vayas un momen-
tito al mercado de Uñas y Dientes.
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Un desastre de cumpleaños / Martina D'Antiochia
He tenido una idea fantástica. No. La mejor idea del mun-
do. Se me ha ocurrido esta tarde, mientras regresaba de la
escuela. Esto es lo que ha pasado: mis amigas y yo tenemos
una ruta muy bien montada en la que vamos pasando por
casa de cada una, así hacemos casi todo el trayecto acom-
pañadas. Puede que demos un poco de rodeo, pero también
en nuestros paseos de regreso a casa aprovechamos para
hablar de todo: de los compañeros, de la escuela, de los deberes, si los hay
(siempre hay deberes. Qué manía tienen los profesores de poner deberes). Y de
repente mi amiga Sofía me ha preguntado si este año también celebraría una
fiesta por mi cumpleaños. Entonces las demás se han puesto supercontentas y
me han pedido que sí, por favor, que sí, porque la última vez lo pasamos muy
bien. Entonces he tenido la idea. Mis amigas se me han quedado mirando como
si estuviera loca. ¿Qué pasa? Solo me he puesto a saltar en medio de la calle.
Pero ¡es que a una no se ocurre cada día la mejor idea del mundo!
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El Club de la Salamandra / Jaime Alfonso Sandoval
Sólo hay dos trabajos extremadamente peligrosos en el
mundo: domador de serpientes e investigador científico. El
riesgo de la primera actividad es comprensible; quien haya
intentado domesticar a una boa constrictor sabe de lo que
hablo: sólo le supera en riesgo la labor del científico; hay
más peligros en esos “tranquilos” laboratorios que en cual-
quier otro lugar, si no pregúntaselo al matrimonio Curie,
descubridores de la radio actividad cuyos cuerpos fluorescentes todavía res-
plandecen el en el cementerio de París, o al doctor Spellman, primer fusiona-
dor de átomos, que en su última prueba se fusionó por completo; lo único que
se pudo rescatar de su persona fue un monóculo (al que levantaron un monu-
mento en su pueblo natal de Liezen, Austria). Los científicos e investigadores
no siempre están encerrados, también organizan intrépidas expediciones para
comprobar sus revolucionarias hipótesis...
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El origen de las dos reinas / Claire Legrand
La reina dejó de gritar justo antes de la medianoche. Simon se
había escondido en su armario, con los dedos metidos en las
orejas para aislarse del ruido. Durante horas, había estado
agachado con las rodillas contra el pecho y la cabeza inclina-
da hacia delante. Durante horas, los aposentos reales habían
temblado a la par de los gritos de la reina. Ahora, se había
hecho el silencio. Simon aguantó la respiración y contó los
segundos como si calculara cuánto tiempo pasaba entre un relámpago y el re-
doble del trueno: ¿la tormenta se desvanecía o se acercaba más? “Un. Dos.
Tres...” Llegó hasta veinte y se atrevió a bajar las manos. Un bebé rompió a
llorar en medio del silencio. Simon sonrió y se puso en pie mientras una oleada
de alivio le recorría el cuerpo. La reina había dado a luz. ¡Por fin! Ahora, él y
su padre podrían huir de esa ciudad sin mirar atrás. Simon se abrió paso entre
los vestidos de la reina e irrumpió a trompicones en su habitación. -¿Padre? –
preguntó con voz entrecortada.
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¡Locuras lejos de casa! / Lady Pecas
¡Hoy estoy SÚPER, SÚPER, SUPERCONTENTA Y SUPE-
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pezaremos con esto (es la segunda COSA IMPORTANTE
que os tenía que contar): ¡Acabo de recibir una invitación SUPERESPECIAL!
Sí, ya sé que todo parece muy SÚPER, pero es que lo es, DE VERDAD SUPER-
VERDADERA. A ver, que me calmo y os cuento qué pone en LA INVITACIÓN.
Bueno, mejor os la enseño y la leéis vosotros mismos: Querida Daniela: Tene-
mos el placer de invitarle a participar en un proyecto innovador puesto en mar-
cha por la Sociedad de Sabiduría Social, más conocida como SSS. Se trata de
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Lecturas del confinamiento #TeSugerimosLeer

  • 2. Durante los meses pasados en los que hemos vivido en una realidad extraña e inquietante refugiados en nuestras casas, desde la Biblioteca Pública hemos tratado de hacer vuestro día a día un poco más llevadero, con recomendaciones de lectura juvenil a través de la plataforma ebiblio con el hastag #TeSugerimosLeer en nuestras redes sociales Facebook e Instagram. Se trataba de poner las primeras líneas del principio de cada libro para incitaros a seguir... Ha sido nuestra particular ventana a un mundo fuera del confinamiento, un mundo para evadirnos de un presente impuesto. Esperamos haber cumplido nuestro propósito. Ahora os mostramos en este dosier la recopilación de todos los libros, todas las historias que hemos empezado a leer con vosotros, presentados por orden de publicación.
  • 3. Safari / Maite Carranza No sé dónde estoy. No veo nada, me duele un montón la cabeza, apenas puedo moverla, y siento un zumbido como si me la estuviesen cortando con una motosierra. Sorry, rectifi- co, creo que me he confundido. El ruido no es exactamente el de una motosierra (no soy experto en motosierras) diría que suena a algo así como a gruñidos de un animal (tampoco soy experto en animales). Aunque pensándolo bien... ¿Un animal? No puede ser, pero lo es, suena al rugi- do sordo de un perro rabioso antes de atacar. Quiero pensar, pero no hay ma- nera. Sospecho que me he pegado un porrazo, por eso tengo un chichón en la frente y se me ha borrado la memoria. Por más que me devane los sesos no sé quién soy ni cómo me llamo. El único recuerdo que conservo es el de una chica encantadora que sonríe, habla sin cesar y se llama Mary Jo, de eso estoy segu- ro. Al pensar en ella se me llena la boca de un sabor dulce, chocolateado, y siento deseos de abrazarla aunque no esté conmigo. Creo que es un recuerdo bonito…. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00445241 Desconocidos / David Lozano Garbala «Extraños», piensa Lara mientras repasa su reflejo en la pantalla del móvil. «Somos dos extraños». Dos desconocidos que, sin embargo, han decidido encontrarse esa noche en un escenario tan poco su-gerente como el McDonald’s de la estación de Sants. Tierra de nadie, porque nadie se queda en las estaciones. Son cruces de caminos, tal como le ha expli- cado Wilde horas antes al proponerle ese punto de encuen- tro. «Espacios que se vacían de madrugada», ha terminado él, antes de enviarle un último mensaje en forma de puntos suspensivos. Una invitación así no se puede rechazar. Lara se siente cada vez más atrapada por el magnetismo del chico, por su misterio. «Es listo, sabe que yo no habría aceptado quedar en un sitio menos público sin conocerlo». Ella tiene que admitir, además, que no todo el mundo es capaz de vender como algo romántico una cita en un McDonald’s, aunque sea uno con el toque de presunta cafetería que tiene ese. Sí, Wilde es listo… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00157450
  • 4. El libro del cementerio / Neil Gaiman Cabía una mano en la oscuridad, y esa mano sostenía un puñal, cuyo mango era de brillante hueso negro, y la hoja, más afilada y precisa que una navaja de afeitar. Si te corta- ra, lo más probable es que ni te enteraras, o al menos no lo notarías de inmediato. El puñal prácticamente había termi- nado lo que debía hacer en aquella casa, y tanto la hoja como el mango estaban empapados. La puerta de la casa seguía abierta, aunque sólo un resquicio por el que se habían deslizado el arma y el hombre que la empuñaba, y por él se colaban ahora jirones de niebla noc- turna que se trenzaban en el aire formando suaves volutas. El hombre Jack se detuvo en el rellano de la escalera. Con la mano izquierda, sacó un enorme pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo negro, y limpió el puñal y el guante que le cubría la mano con la que lo había empuñado; después, lo guardó de nuevo. La cacería casi había terminado ya. Había dejado a la mujer en su ca- ma, al hombre en el suelo del dormitorio y a la hija mayor en su habitación, rodeada de juguetes y de maquetas a medio terminar. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00131198 Contar de 7 en 7 / Holly Goldberg Sloan Nos sentamos juntos afuera de Fosters Freeze en una mesa de picnic color verde mar, de metal. Los cuatro. Comemos hela- do servido en un tazón de chocolate (que primero sirven de- rretido y después se endurece y forma una concha crujiente). No le digo a nadie que esto lo consiguen poniéndole cera. O, para ser más precisos: cera comestible. Cuando el chocolate se enfría, hace prisionera a la deliciosa vainilla. Nuestro tra- bajo es liberarla. En general no me como los conos de helado. Pero cuando lo hago, me obsesiono de tal manera que soy capaz de prevenir incluso una gota de desorden. Pero hoy no. Estoy en un lugar público. Ni siquiera pongo aten- ción. Y mi cono de helado es un enorme desastre chorreante. Ahora mismo soy alguien que para otras personas sería interesante observar. ¿Por qué? Ahora mismo estoy hablando vietnamita, que no es mi “lengua materna” Me gusta mucho esa expresión porque, en general, creo que la gente no le da a este músculo que se contrae, el crédito por todo lo que hace… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00131153
  • 5. La última sirena / Eva Millet Definitivamente, ese verano, las vacaciones de Clara iban a ser distintas. No iba a pasar un mes en Irlanda, como estaba previsto desde hacía tiempo, para perfeccionar su inglés. Ni iba a volver a la Provenza para seguir aprendiendo francés. Tampoco iba a pasar por los diferentes talleres de verano (deportivos, artísticos, de matemáticas, de cocina... Clara había perdido la cuenta) a los que estaba acostumbrada. No, ese verano las cosas iban a ser diferentes. El programa que los padres de Clara tenían diseñado para ella desde el momento en el que vino al mundo, hacía ya once años, iba a ser modificado por primera vez. Aquellas vacaciones, los pla- nes no se encaminaban a convertirla en una elegante señorita cuatrilingüe, tan llena de conocimientos que sería imposible que no entrara en la mejor universi- dad ni que se convirtiera en una persona importantísima. No, ese verano los planes se reducían a enviarla a pasar más de dos meses en una isla diminuta del Mediterráneo —que, por no tener, no tenía ni aeropuerto—, en compañía de dos viejos a quienes Clara no había visto nunca. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00325235 El caso de la pistola y el pastel de chocolate / Ashley Miller Colin estrechó su querida y manoseada agenda contra su pecho. La libreta había conocido mejores tiempos, aunque la había utilizado meticulosamente. La tapa roja estaba descolo- rida. A un lado, la espiral metálica, parcialmente desenrosca- da, mostraba un lento aunque inevitable desgaste, y el cons- tante abrir y cerrar había rasgado el cartón. A su manera -no expresada ver- balmente, pero si demostrada-, Colin tenía cariño a aquella libreta. Se abrió camino en el mar de personas que lo rodeaban, unas veces balanceándose, otras nadando, con la mirada gacha para evitar llamar la atención de cual- quier depredador al acecho. Por mucho que Colin hiciera todo lo posible por evitarlo, de vez en cuando chocaba con algún alumno. “Perdona”, decía sin levantar la vista cuando alguien le rozaba el brazo. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00216741
  • 6. Robot salvaje / Peter Brown Nuestra historia comienza en el océano, con viento, lluvia, rayos y truenos. Un huracán que, furioso, rugía en medio de la noche. Y en medio del caos, un barco de carga encalló hon- do, hondo, hondo en el fondo del océano. El barco dejó cien- tos de cajas flotando en la superficie. Pero a medida que el huracán azotaba, giraba y hacía que chocaran, las cajas tam- bién comenzaron a hundirse en las profundidades. Las olas las tragaron una tras otra, hasta que tan sólo quedaron cinco. Por la mañana el huracán se había disipado. No había nubes, ni barcos ni tierra a la vista. Sólo había aguas tranquilas, cielos despejados y esas cinco cajas que flotaban perezosamente siguiendo una corriente oceánica. Los días pasaron. Luego apa- reció una mancha verde en el horizonte. Cuando las cajas se acercaron, las suaves formas verdes se convirtieron lentamente en los bordes duros de una isla salvaje y rocosa. La primera caja se dirigió a la orilla en una ola ruidosa y se precipitó contra las rocas con tal fuerza que se hizo pedazos… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00179460 Wigetta y el cuento jamás contado / Vegetta777 La barca se mecía suavemente sobre las aguas del lago. Des- de su posición, Willy y Vegetta podían contemplar a lo lejos la orilla donde habían acampado. Más allá, se alzaba un espeso bosque en el que vivían tranquilamente ardillas, pájaros y otros animalitos. Distinguieron una pequeña casa entre los árboles. Tal vez viviese en ella algún ermitaño o un amante de la soledad. De hecho, lo que les había llevado hasta allí era la paz y la tranqui- lidad que se respiraban en aquel lugar, ya que habían decidido tomarse unos días de descanso para despejar su mente de tanta aventura frenética. Acababan de llegar esa misma mañana. Lo primero que hicieron fue montar las tiendas de campaña con al ayuda de Vakypandy y Trotuman, cosa nada fácil. -Estas tien- das vienen bien dobladas cuando las compras, pero lo de poner cada pieza en su sitio ya es otra historia -se quejó Willy, intentando averiguar qué varilla usar en primer lugar. -Por lo menos trae instrucciones para el montaje - comentó Trotuman, sacudiendo un libro tan grueso como una enciclopedia… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00179502
  • 7. La paz de las máquinas / Álvaro Yarritu A su alrededor solo había nieve. El desierto blanco la rodea- ba en su gélido abrazo, mientras fuertes ráfagas de viento polar silbaban en sus oídos y amenazaban con arrojarla al suelo. Sus articulaciones se estaban congelando, algo que había creído imposible hasta entonces. La habían preparado para vencer todo tipo de obstáculos, pero aquel infierno he- lado era demasiado para ella. Después de tanto huir, iba a morir en el fin del mundo. Sus alarmas se encendieron cuando oyó ladridos. Genial, perros. Odiaba a aquellos sacos de carne de cuatro patas. Eran más rápidos en la nieve, tenían un buen abrigo de pelo y, a diferencia de los huma- nos, a ellos no podía engañarlos. Tenía que desaparecer. Literalmente, a ser posible. Su pie se hundió de repente en la nieve. Agua, agua líquida. Había un pequeño lago bajo la capa de hielo. Un poco más y se habría hundido por com- pleto en él. Ahora tenía un grave problema. Olía a los perros acercarse más y más, pero, si quería avanzar, tenía que bordear el lago… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00147078 Leñadoras. El poder del unicornio / Mariko Tamaki Hacía un día espléndido. En los bosques que rodeaban el Campamento para Chicas Molonas de miss Qiunzella Thiskwin Penniquiquli Thistle Crumpet, los árboles se er- guían ufanos y lanzaban sus ramas al cielo con un ademán plácido, alongado y eterno. El sol se colaba por entre las hojas susurrantes y salpicaba el lecho del bosque con moti- tas de luz aquí y allá, como una frondosa discoteca. Era un día perfecto para ser leñadora, la verdad; aunque cada día, si se hace buen uso de él, es un día perfecto para ser leñadora: porque las leña- doras son geniales; entregadas siempre a la amistad, a aprender, a indagar, a cuidar de las demás y dispuestas a lanzarse a la aventura con todo su entusias- mo en cualquier momento. Ese día en concreto, cinco Leñadoras -las que com- ponían la cabaña Roanoke- deambulaban por el bosque decididas a hacer que ese día en concreto fuese algo bestial… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00179472
  • 8. El diario completamente verídico de un indio a tiem- po parcial / Sherman Alexie Nací con agua en el cerebro. Está bien, eso no es del todo cierto. En realidad nací con demasiado líquido cefalorraquí- deo dentro del cráneo. Pero líquido cefalorraquídeo no es más que la forma sofisticada que tienen los médicos de lla- mar a la grasa del cerebro. La grasa del cerebro funciona dentro de los lóbulos como la grasa de los coches funciona dentro de un motor; hace que todo vaya suave y rápido. Pero yo, que soy un bicho raro, nací con demasiada grasa dentro del cráneo, así que se puso todo espeso y turbio y asqueroso, y los mecanismos se fastidiaron. El motor con el que tenía que pensar y respirar y vivir empezó a funcionar más despacio y se inundó. Mi cerebro estaba sumergido en grasa. Pero, así contada, toda la his- toria suena rara y divertida, como si mi cerebro fuera una patata frita gigante, así que parece más serio y poético y preciso decir «Nací con agua en el cere- bro». Bueno, a lo mejor ésa tampoco es una manera muy seria de decirlo. A lo mejor es que toda la historia es rara y divertida. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00147068 El héroe perdido / Rick Riordan Antes de electrocutarse, Jason ya estaba teniendo un día ho- rrible. Se despertó en los asientos traseros del autobús esco- lar sin saber dónde estaba, y cogido de la mano de una chica a la que no conocía. Esa no era necesariamente la parte ho- rrible. La chica era mona, pero no sabía quién era ni lo que estaba haciendo él allí. Se incorporó y se frotó los ojos, tra- tando de pensar con claridad. En los asientos situados delante de él había va- rias docenas de chicos repantigados, escuchando sus iPod, hablando o dur- miendo. Todos parecían más o menos de su edad… ¿Quince? ¿Dieciséis? Vale, eso sí que daba miedo. No sabía cuántos años tenía. El autobús avanzaba con estruendo por una carretera llena de baches. Por las ventanillas pasaba el de- sierto bajo un radiante cielo azul. Jason estaba seguro de que no vivía en el desierto. Intentó hacer memoria… Lo último que recordaba… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00097762
  • 9. Invisible / Eloy Moreno Lleva más de cinco minutos en la esquina de enfrente, mi- rando a la puerta sin saber qué hacer: si entrar ahora o volver mañana con las mismas dudas de hoy. Respira hondo y comienza a andar. Cruza la calle sin apenas mirar a los lados y, tras unos metros de acera, empuja la puerta con miedo. Ya está. Le indican que se siente un momento en sofá que hay en la sala, que enseguida le atienden. Mientras es- pera, observa las obras de arte que cubren las paredes, unos dibujos que rara vez se expondrán en los museos pero que, en la mayoría de las ocasiones, serán vistos por mucha más gente. No será su caso porque el suyo solo lo verá ella, nadie más. Al menos eso piensa ahora. A los pocos minutos le hacen pasar a otra sala, más pequeña, más oscura, más íntima… Y en cuanto entra, lo ve. Acostado sobre la mesa, grande, muy grande, lo suficiente para que le cubra toda la espalda: un dragón gigante… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00139327 Nerve: un juego sin reglas / Jeanne Ryan Soy la chica que está detrás de la cortina. Literalmente. Pero después de abrir el gran telón para el Segundo Acto, tendré cuarenta minutos que matar, sin cambios de ves- tuario ni maquillaje que coordinar a menos que alguno de los actores necesite algún retoque rápido. Respiro hondo. Las cosas han ido como la seda en la noche de estreno, lo cual me preocupa. Siempre sale algo mal en el primer pase. Es una tradición. Nada nuevo en mi página de Thi- sIsMe. No me extraña, ya que la mayoría de mis amigos está en la obra o en el público. Envío un mensaje: Aún quedan entradas para los dos siguientes pases, ¡así que compra una si es que no has movido ya el culo hasta aquí! Ya está, he cumplido con mi deber cívico. Junto al mensaje, cuelgo una foto que me he sacado antes de la función con mi mejor amiga, Sydney, la protagonista de la obra. LA foto es algo así como esos libros de preescolar que te muestran los contrarios: ella la Barbie Hollywood rubia… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00539952
  • 10. W / Isaac Rosa No hay nadie como tú. No he conocido nunca a nadie igual. Eres irrepetible. Un ejemplo único. Cuando te hicieron, rompieron el molde. Blablabla… No te creas nada de eso. Son lo típico piropos que escucharás mil veces en tu vida. Tus padres, tu pareja, tu mejor amiga, cualquiera que quie- ra regalarte el oído o levantarte el ánimo cuando tengas un mal día. Nadie como tú… Irrepetible… Ejemplar único… Rompieron el molde… Ni caso. Blablabla. ¿Que no hay nadie como tú? Claro que sí. No te pienses tan especial. No eres irrepetible, ni un ejemplar único. Si no has encontrado nunca a nadie igual, sigue buscando. No rompieron el molde cuando naciste, qué va: lo usaron para hacer más como tú. No digo similares: iguales. Como dos huevos. Como dos hojas de un mismo árbol. Como dos gotas de agua. Como dos… lo que sea. A ver, piensa un poco. ¿Cuánta gente vive en el planeta Tierra? Seis mil millones. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00325237 Memorias de un amigo imaginario / Matthew Dicks Os voy a contar lo que sé: Me llamo Budo. Hace cinco años que estoy en el mundo. Cinco años es mucho tiempo para alguien como yo. Fue Max quien mie puso ese nombre. Max es el único ser humano que puede verme. Los padres de Max dicen que soy un “amigo imaginario”. Me gusta mucho la maestra de Max, la señorita Gosk. No me gusta la otra maestra de Max, la señorita Patterson. No soy imaginario. Soy un amigo imaginario con suerte. Llevo más tiempo en el mundo que casi todos los amigos imaginarios. Una vez conocí a uno que se llamaba Philippe. Era el amigo imaginario de un niño que iba a la guardería con Max. No duró ni una semana. Llegó a mundo un día, con pinta bastante humana pese a que no tenía orejas (hay muchos amigos imaginarios que no las tienen) y en unos días ya había desaparecido. También tengo suerte de que Max sea tan imagina- tivo. Una vez conocí a un amigo imaginario llamado Chomp que no pasó de ser más que una mancha en la pared… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00216737
  • 11. El señor del crimen / Irene Adler Si alguna vez mi madre se hubiera imagina-do lo que yo iba a acabar haciendo con su vestido preferido, creo que ni se lo habría comprado. Y tampoco me lo habría dejado en herencia, junto con todos los demás. Desde hacía ya sema- nas, desde la llegada de la bella estación, los habíamos amontonado todos en mi habitación, delante de los arma- rios abiertos, para ver cuáles me valían y decidir qué hacer con los demás. Me ayudaban la señorita Fowler y el pobre señor Nelson, que no solo no sabía gran cosa de vestimenta femenina, sino que continuamente tenía que salir de la habitación en la que me los probaba para no correr el ries- go de ver en paños menores a una señorita de buen nombre como yo (esas pa- labras eran suyas, naturalmente). A mí, después de todas las aventuras que habíamos vivido juntos, que el señor Nelson me viera o no en ropa interior me importaba poco... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00131163 Hush, hush / Becca Fitzpatrick Valle del Loira, Francia, noviembre de 1565. Chauncey estaba con la hija de un granjero en la orilla del río Loira cuando se desató la tormenta. Había dejado su caballo vagando por el prado, así que sólo le quedaban sus dos piernas para regresar al castillo. Arrancó una hebilla pla- teada de calzado, la depositó en la palma de la mano de la chica y vio cómo ella se alejaba corriendo, el barro salpi- cándole las faldas. Después se puso las botas y echó a an- dar rumbo a casa. Mientras oscurecía, la lluvia caía como una cortina de agua sobre la campiña que rodeaba el castillo de Langeais. Chauncey caminaba tranquilamente sobre las tumbas hundidas y el humus del cementerio; incluso en medio de la niebla más espesa podía encontrar el camino a casa sin miedo de perderse. Esa noche no había niebla, pero la oscuridad y la lluvia torrencial engañaban bastante. Percibió un movimiento a un lado y giró rápidamente la cabeza hacia la izquierda. Lo que a primera vista parecía un ángel... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00167417
  • 12. El efecto Frankenstein / Elia Barceló Abrió los ojos a una penumbra donde una brillante luz ana- ranjada pintaba rayas en la pared al atravesar una persia- na entreabierta. No sabía dónde estaba y por un momento sintió que se ahogaba, asustado, porque no reconocía el techo de la habitación ni nada de lo que había a su alrede- dor. Volvió cerrar los ojos. A veces pasaban cosas así y en unos segundos todo caía de nuevo en su lugar y las cosas se aclaraban por sí solas. Los abrió otra vez, despacio, como dándole a su cerebro una oportunidad de ponerse en marcha y ofrecerle la respuesta que buscaba. Nada. Seguía sin saber dónde estaba y por qué se había despertado allí al anochecer. ¿Habría bebido demasiado la noche ante- rior y algún compañero le habría ofrecido quedarse en su casa? Se incorporó de golpe y quedó sentado en la cama con una opresión en el pecho que, si no era terror, se le parecía mucho. No recordaba nada de la noche anterior. Nada. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00325238 Cero se repite siempre / Prendergast G.S Una luz flota sobre mí. Nada que reconozca. Recuerdo mo- verme, así que lo intento. -No -dice alguien, me detengo-. ¿Sabes dónde estás? -intento responder, pero descubro que no puedo hablar porque hay algo en mi boca. Sacudo la cabeza. Recuerdo gestos y señas. Algo sobre memorizarlos y ser examinado al respecto-. ¿Sabes quién eres? -busco en mi memoria, parece vacía. No pequeña o sin desarrollar, sino vacía. Vaciada. Sacudo mi cabeza otra vez. -Bien -dice la voz-. Cierra tus ojos -no puedo recordar haber tomado una decisión yo mis- mo alguna vez, así que hago lo que me dicen. La idea de obediencia, corre a través de mí como un fluido tibio, viscoso. La obediencia y la ira, como si estu- viera hecho solo de eso. -Octavo -dice alguien. Hay otro ruido, como un siseo. - Te las arreglarás -dice la primera voz-. Él aprenderá de ti. Detrás de mis pár- pados los pensamientos se retuercen, revueltos y desordenados, fuera de orden. Intento atraparlos, pero se deslizan en grietas y agujeros, como animales asus- tados… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00147023
  • 13. El coleccionista de besos / Pedro Ramos Tengo 18 años. Soy extraterrestre. Mis padres no son mis padres. Estoy seguro. Cuando estoy en mi habitación, cuan- do ellos creen que estoy estudiando, me conecto a Internet. La vida es más real cuando estás enchufado. Los mortales como mis padres no pueden entenderlo: se pasan la vida delante de una pantalla, pero solo para trabajar. Antes de que amanezca, duermo un poco. Puedo mantener el ritmo. Faltan solo 2 semanas para la selectividad, la PAU, la prueba de acceso a la Universidad. Necesito mantener mi media, incluso po- dría bajarla un poco y tendría nota suficiente. Si se mantiene el corte del año pasado. Dicen que es el momento más importante de mi vida. No estoy de acuerdo. Nada v a cambiar de una forma sustancial. Y mejor así. Mi vida está toda aquí dentro, en mi habitación, en este portátil, mi pequeño Little Boy. - Venga, apaga ya y a dormir... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00147083 La casa del reloj en la pared / John Bellairs Lewis Barnavelt se revolvió y se secó las palmas sudoro- sas en el asiento del autobús que rugía hacia New Zebe- dee. Transcurría el año 1948, y era una cálida y ventosa noche estival. Afuera, al menos. Lewis veía los árboles tenuemente iluminados por la luna mecerse con suavidad al otro lado de su ventana, cerrada como el resto de venta- nas del autobús. Se miró los pantalones de pana morada, de esos que hacen frufrú cuando caminas. Levantó la mano y se la pasó por el pelo, peinado con raya al medio y engominado con aceite en crema de la marca Wildroot. Ahora se le había quedado la mano gra- sienta, así que se la volvió a limpiar en el asiento. Movía los labios pronuncian- do una oración. Era una de sus oraciones de monaguillo. Quia tu es Deus forti- tudo mea; quare me repulisti, et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus? Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, ¿cómo me siento yo desamparado, y por qué me hallo triste al verme importunado por mi enemigo? Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00179483
  • 14. Palmyra / Jordi Sierra i Fabra El destello era cada vez menos intenso. Menos brillante. Y la distancia recorrida, excesiva, demasiado grade para su poca energía. Más teniendo en cuenta que no había luz. El eclipse. El maldito eclipse. ¿Cómo alimentarse de ener- gía? ¿Cómo renacer? ¿Por qué, en plena huida, aquel pequeño planeta había tenido que interponerse entre el sol y el mundo al que había ido a parar? El destello ni siquie- ra sabía cómo había podido separarse del gran brillo. De la luz. Su luz. Debilitándose más y más, volando casi a ras del suelo, la huida se hacía dramática. Ellos estaban cerca. Les habría dejado atrás fácilmente. No eran más que simples seres de movilidad reducida, toscos y primitivos. Pero en su estado, temiendo apagarse o caer convertido en un leve chispazo al que apresarían con insultante facilidad… La oscuridad se hacía mayor. ¿Cuánto duraba el eclipse? Desde el espacio, la cara visible del planeta parecía siempre brillante. No giraba sobre sí mismo. … Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00202396 El pasajero 19 / Carlos Vila Sexto Hasta cinco minutos después de despertar, no vio el cadá- ver de la joven. Porque a principio, cuando abrió los ojos, le parecía seguir soñando. En su sueño, se había visto a sí mismo reflejado en un gran espejo, en mitad de una habi- tación enorme y antigua, decorada con solemnidad y cier- to aire lúgubre. Él se acercaba al espejo, tocaba el cristal y, al apoyar la mano sobre su reflejo, este la retiraba con rapidez, como si tuviera conciencia propia. Fue entonces cuando despertó de golpe, con un terrible dolor de cabeza. Miró hacia su lado. Su rostro le devolvía la mirada desde el cristal de la ventanilla. Con el corazón palpitando con fuerza en su pecho y su piel húmeda por el sudor, tardó varios segundos en recomponerse y cobrar consciencia de dónde estaba. El continuo traqueteo no le ayudaba precisamente a situarse, ya que hacía que la realidad en la que acababa de despertar pareciera una prolongación del sueño. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544510
  • 15. El secreto de Olga / Patricia García-Rojo Olga tiene diez años y sueña con un bosque. Olga jamás ha visto un árbol en su vida. Pero sí montañas de basura. En el futuro, que es donde vive, los nombres de los árboles están apuntados en una lista. Y la lista tiene cincuenta páginas. En el futuro todos los árboles están juntos, muertos de mie- do, en los diez últimos bosques que existen. Lo demás es basura. Llanuras de basura. Ríos de basura. Casas de basu- ra. Por eso Olga sueña con hojas verdes y brillantes. Ha visto árboles en los libros, los ha visto en las viejas películas que enseñan cómo era el pasado. Antes, mucho antes de que los humanos convirtiesen la Tierra en un estercolero. Olga siempre pide lo mismo en su cumpleaños: semillas. Otros niños piden videojuegos y viajes al espacio. Su hermana, Lina, pide unos pul- mones limpios. —¿Qué me vas a enseñar? —pregunta Marcos. Marcos tiene unas gafas verdes y un miedo terrible a lo desconocido. Odia las sorpresas, los gritos, los ruidos fuertes, el desorden y el queso fundido. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544554 La estrategia del parásito / César Mallorquí Estoy muerto, lo sé; tan muerto como Mario. Sigo respiran- do, me muevo, como, duermo, hablo, escribo, pero soy un cadáver que se niega a aceptar lo inevitable y finge vivir una vida ficticia, como un fantasma. ¿Alguna vez habéis tenido problemas? Hablo de problemas de verdad, no de chorradas; hablo de esa clase de problemas que te hunden en la mierda tan profundamente que haría falta un batisca- fo para sacarte de ella. ¿Sabéis lo que es eso? No, qué va; ni siquiera conocéis el auténtico significado de la palabra «problemas». Pero yo sí; soy el campeón mundial de los problemas, récord Guinness de la especialidad. Por ejemplo, no puedo hablar por teléfono, ni por un fijo ni por un móvil, y tampoco puedo na- vegar por Internet, porque enviar un simple correo electrónico sería como fir- mar mi sentencia de muerte. No me atrevo a caminar por las calles por miedo a que alguna cámara de seguridad capte mi imagen, ni me atrevo a usar una tar- jeta de crédito, aunque lo cierto es que ya no tengo crédito. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544562
  • 16. Eleanor & Park / Rainbow Rowell XTC no bastaba para ahogar el escándalo que armaban los idiotas de las últimas filas. Park se ajustó los auriculares a los oídos. Al día siguiente se llevaría Skinny Puppy o los Mis- fits. O quizás grabase una cinta especial para el autobús es- colar con la música más cañera que encontrase. Ya volvería a escuchar new wave en noviembre, cuando se sacara el car- né de conducir. Sus padres le habían dicho que podría coger el Impala, y Park llevaba un tiempo ahorrando para un radiocasete nuevo. En cuanto fuera al instituto en coche, podría escuchar lo que le viniera en gana o nada en absoluto, y además dormiría veinte minutos más por las mañanas. — Te lo has inventado —gritó alguien a su espalda. —Que no, joder —respondió Steve a voz en grito—. El estilo del mono borracho, tío. Te digo que existe. Hasta te puedes cargar a alguien...—No dices más que chorradas. —Eres tú el que no dice más que chorradas —replicó Steve—. ¡Park!¡Eh, Park! Park lo oyó, pero no se dio por aludido. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00098114 Erik Vogler y los crímenes del Rey Blanco / Beatriz Osés Erik Vogler no podía sospechar lo que iba a ocurrir aque- lla noche. Se había pasado varias horas preparando su equipaje. Ordenó sus calcetines de lana virgen por colores, las chaquetas según el grosor y varios pantalones teniendo en cuenta su antigüedad. Después colocó, en uno de los laterales de la maleta, un diminuto costurero de viaje junto con un estuche de piel, en el que había todo lo necesario para abrillantar sus zapatos. Sobre la cama, aguardaban dos cinturones per- fectamente enrollados, varias camisas de seda y una bolsa de aseo. Durante unos instantes, Erik contempló su obra con orgullo. Pero, mientras doblaba los calzoncillos recién planchados, alguien llamó a su habitación. –Humm..., ¿se puede? –titubeó su padre asomando la cabeza por la puerta del dormitorio. – Sí, pasa, pasa –contestó Erik invitándole a entrar–. Todavía no he terminado. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00124786
  • 17. Valkiria: Game Over / David Lozano Esto va a acabar mal. Rubén detiene sus movimientos, no se reconoce en el espejo del diminuto cuarto de baño de la habitación. Su reflejo le devuelve la imagen de un rostro tenso, sin afeitar, con unos ojos que se hunden bajo me- chones de cabello apelmazado por el sudor. Parece enfer- mo, hace dos días que apenas duerme. Se enfrenta a su propia mirada en el cristal y solo ve la expresión asustada de un desconocido. Soy yo, se insiste. Tengo que largarme de aquí o terminaré como Marta. Y Marta está muerta. Rubén procura contener el nerviosismo. No se lo puede permitir. Aparta la vista del espejo y la pasea sobre la cama donde descansa su móvil, junto al portátil encendido que muestra su muro de Face- book con el último estado que ha publicado minutos antes: Los errores se pa- gan. Unas palabras que nadie sabrá interpretar. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544564 El misterio Velázquez / Eliacer Cansino Ahora, cuando miro la cruz del pergamino que longo guar- dado en la gaveta de mi escritorio, pienso que no he podido vivir esta aventura extraña y misteriosa. A veces me desvelo en las noches pensando que algo va a sucederme y, asusta- do, me salgo al balcón para mirar el cielo, esperando ver en él alguna señal que me consuele. Pero el cielo permanece en silencio, por más que yo ponga todo mi sentido en desci- frar sus luces. Mi amigo Juan Pareja me dice que olvide todo lo que me ha ocurrido, que él mismo se ha prometido no hablar de ello aunque le torturen, y que por nada del mundo, vea lo que vea y oiga lo que oi- ga, vuelva a hablar de lo que hicimos aquella noche. Pero yo no puedo evitarlo, pues desde hace unos días siento en mí una extraña clarividencia, la sensación cierta di' que algo me ha hecho crecer más alto de lo que nadie pueda pensar al ver mi figura. Por eso me he propuesto contar aquellos sucesos ayudado de estos «cuadernitos de memoria», por si la fortuna quiere que algún día alguien los lea. Y para que todos sepan que Nicolás Pertusato no era sólo el que ven. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544487
  • 18. Hilda y el pueblo oculto / Luke Pearson Soplaba el viento. Los woffs volaban. El sol estaba muy bajo en el cielo. En la ladera sur del monte Bota, una niña con el pelo azul se sentó en una roca y sacó la lengua. Hilda siem- pre sacaba la lengua cuando dibujaba. La ayudaba a con- centrarse. La punta del lápiz se deslizaba por el cuaderno mientras dibujaba los bosques y las llanuras, las cascadas y los ríos, las montañas con el pico nevado y el frondoso va- lle. Hacer mapas era una parte importante de la labor de un aventurero, y Hil- da se tomaba las aventuras muy en serio. En cuanto terminó de dibujar las montañas, les puso nombre basándose en su forma. Con su mejor letra escribió monte Taza, monte Lámpara, monte Luna, monte Escarabajo, monte Botella y monte Pompón. Estaba quedando un mapa estupendo, se dijo a sí misma. Y tuvo que decírselo a sí misma porque no había nadie más en kilómetros a la redonda, aparte de Twig, pero Twig no hablaba. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544509 Campos de fresas / Jordi Sierra i Fabra Abrió los ojos cuando el primer zumbido del teléfono aún no había muerto y lo primero que encontró fueron los dígitos verdes de su radio-reloj en la oscuridad de la noche. Por ello supo que la llamada no podía ser buena. Ninguna lla- mada telefónica lo es en la madrugada. Alargó el brazo en el preciso momento en que sobrevenía el silencio entre el pri- mer y el segundo zumbido, y tropezó con el vaso de agua depositado en la mesita de noche. Lo derribó. A su lado, su mujer también se agitó por el brusco despertar. Fue ella la que encendió la luz de su propia me- sita. La mano del hombre se aferró al auricular del teléfono. Lo descolgó mien- tras se incorporaba un poco para hablar, y se lo llevó al oído. Su pregunta fue rápida, alarmada. —¿Sí? Escuchó una voz neutra, opaca. Una voz desconoci- da. —¿El señor Salas?—Soy yo.—Verá, señor —la voz, de mujer, se tomó una especie de respiro. O más bien fue como si se dispusiera a tomar carrerilla—. Le llamo desde el Clínico. Me temo que ha sucedido algo delicado... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00075666
  • 19. The Crazy Haacks y la cámara imposible / The Crazy Haacks –¡¡¡HOLA, LOCOS!!! —¡Venga, chicos! Contad qué vamos a grabar hoy —dice Mami sonriente mientras controla la cámara. Puede que, si eres un niño normal, tu plan del día consista en desayunar tostadas, hacer los deberes del cole y ver videos de YouTube (no necesariamente en este orden). Pero en casa no somos normales. ¡Y me encanta! SOMOS THE CRAZY HAACKS, la familia más loca del mundo mundial. «Haack» es nuestro apellido y «Crazy»… como si lo fuera. Y todo se vuelve más loco de lo normal cuando hay una cámara cerca. —¡VAMOS A HACER EL RETO DE LAS COOKIES! —Este es MATEO. Como es el mayor, siempre es el más rápi- do en contestar a las preguntas de Mami, salvo cuando pregunta quién va a poner la mesa, claro. En esos casos, Mateo desaparece a la velocidad del soni- do. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00157431 Nunca seré tu héroe / María Menéndez-Ponte Andrés, estudia. ¡¡Andrés, estudia!! Andrés-estudia. Andrés estudia... Andrés Estudia. Me llamo Andrés y me apellido Estudia. Me tienen harto, siempre con el mismo rollo. Mi madre, con tal de verme encima del libro y sin escuchar mú- sica, está contenta. Aunque esté pensando en las musarañas, es la leche. No entiende que yo pueda estudiar con música. Y no para de rayarme todo el día: que si tengo poca disciplina, que si no hago más que hablar por teléfono y enviar wasaps, que si no tuviera la carpeta llena de fotos de chicas me distraería menos. Más me distraigo en la clase de la Rambo. ¿Cómo voy a atender si delante tengo a Belén, que es la tía más buena de la clase? Pero como para contárselo a mi madre. Es capaz de ir al instituto y pedir que me encierren en una cápsula espacial. Y no digamos cuando empieza con el rollo de la responsabilidad, menuda plasta, macho. Si la llevo al Parlamento, acaba con todos los parlamentarios. Parece de la Gesta- po. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544556
  • 20. Los gemelos congelados / Andreu Martín En la soledad y la penumbra del sótano del bar de mi padre, en aquel rincón que desde hacía años utilizaba como despa- cho, encendí el ordenador y, en Google, escribí «gemelos congelados». Me salieron unos 246 000 resultados, casi todos referidos a señoras que, después de recurrir a óvulos congelados para quedar embarazadas, habían sido madres de gemelos. En una página, una madre explicaba que, cuan- do llegaron a casa después de esquiar, sus hijos gemelos estaban congelados, pero entendí que se trataba de una hipérbole para dar a entender que habían pasado mucho frío. En otra página, un alpinista describía cómo se le habían congelado los gemelos mientras escalaba el Aconcagua, pero evidentemente se refería a los músculos de las piernas. Los primeros indicios de lo que estaba buscando aparecieron en páginas de contenido esotérico, en medio de fenóme- nos paranormales y teorías conspirativas, entre fotos auténticas del Yeti, la muerte de Paul McCartney en 1966 y su sustitución por un impostor... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00213922 Los gatos no comen con tenedor / Alicia Roca Objetivo: salir de casa sin que la bestia se dé cuenta. Posibi- lidades: pocas. La puerta del salón da al pasillo y, desafor- tunadamente, está abierta de par en par. Avanzo con la es- palda pegada a la pared, despacio, para no hacer ningún ruido. Cuando llego a la puerta, me detengo un momento y escucho. Se oye la tele de fondo. Una mujer que pesa ciento cincuenta kilos y que está a punto de ser abandonada por su marido ha ido al plató del programa para prometer delante de todo el mundo que adelgazará. Dice que está dispuesta a perder setenta kilos para recuperar al amor de su vida. ¡Setenta! Me pregunto de dónde sacará tanta comida para poder pesar ciento cincuenta kilos. Yo peso veintiocho y siempre estoy ham- brienta. Quizá si me diera un poco de la suya, ella adelgazaría y yo no pasaría hambre. De todos modos, ¿quién se va a creer eso de que adelgazará setenta kilos? Yo no, por descontado. Yo ya no me creo nada. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00131230
  • 21. Escarlatina, la cocinera cadáver / Ledicia Costas Ser cocinero, cuando tienes diez años y mucha hambre el 85% del tiempo, no es nada fácil. Yo trato de seguir las instrucciones del libro de cocina con todas mis fuerzas, pero las cosas nunca son tan sencillas cuando te pones manos a la obra. Me volvió a pasar con las magdalenas. Después de batir, añadir los ingredientes y llenar los som- breritos, acabé con las gafas, la camiseta y el pelo todo embadurnado de crema amarilla. ¡Una auténtica asquerosidad! En esta oca- sión nadie me iba a librar de que mamá me metiese directamente en la lavado- ra. Llevaba semanas advirtiéndomelo: —Román, ¡cualquier día te meto en la lavadora con ropa y todo! Mamá es guay, pero a veces se enfada. A mí, eso de estar dando vueltas en el tambor de la lavadora durante setenta y cinco minu- tos, que es lo que dura el ciclo para manchas difíciles, no me hace mucha gra- cia. Un día metí a Dodoto, mi gato, para ver cómo reaccionaba. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00545250 Una habitación en Babel / Eliacer Cansino La Torre no es Babel, pero podría serlo: por las ansias des- medidas, por la confusión que con tiene. Nada más llegar al pueblo se la ve. Su imponente figura de gigante famélico del desarrollismo de los años sesenta, la deja torpemente en evidencia, como un gigante jubilado, junto al resto de los edificios. Nadie puede permanecer en su puerta más de dos minutos: un río de vida y confusión se precipita hacia den- tro y hacia fuera incesantemente y arrastra al que allí permanece. —No permi- tiremos que se construya otro edificio así —dicen los de urbanismo sin saber si jurarlo o no, porque hoy nada se jura y bien pudiera ser que mañana estén construyendo otro igual en la otra esquina del pueblo. El pueblo se llama Alfa- rache. En el mundo no es nada, tal vez ni si qui era aparezca en los mapas, pero para sus habitantes lo es todo y todo pasa por Alfarache, atraído por el magnetismo de su monumental Corazón de Jesús bajo el que un cardenal se construyó un sarcófago para esperar la resurrección... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544488
  • 22. Vuelos nocturnos / Philip Reeve Puertoaéreo flotaba sobre el viento vespertino. Las enormes bolsas de gas de la ciudad volante estaban tocadas por la luz dorada como las nubes del ocaso, pero el terreno de abajo estaba en sombra, excepto en aquellos lugares donde el agua reflejaba el cielo, en las huellas de las cadenas tractoras que horadaban llanuras y colinas. Aquí y allá, un grupúsculo de luces móviles delataba una población o una pequeña ciudad- tracción que se abría camino a través de un crepúsculo cada vez más profundo. Una lenta y antigua ciudad mercante avanzaba hacia el sur, haciéndose paso entre las montañas, y una manada de ciudades depredadoras trituraba el te- rreno tras ella esperando una oportunidad para atacar. Allí abajo solo se podía cazar o ser cazado. Sin embargo, en Puertoaéreo nadie tenía que preocuparse por aquellas cosas. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00532643 La puerta de los tres cerrojos / Sónia Fernández- Vidal Niko se quedó paralizado en la cama, perplejo por lo que acababa de aparecer en el techo de su habitación: «Si quie- res que sucedan cosas diferentes, deja de hacer siempre lo mismo.» La enigmática frase se reflejaba, por algún extraño efecto óptico, justo encima de su cabeza. Estaba acostum- brado a ver el reflejo de los coches que pasaban por la calle y podía incluso distinguir su color, pero nunca le había sucedido algo así. El grito de su madre hizo que abandonara aquel enigma y se incorporara de un salto. —¡NIKO, GANDUL, VOLVERÁS A LLEGAR TARDE! Mientras se ves- tía, evocó con amargura el día anterior. Su estómago se retorció al recordar al profesor de física. Tenía la mala costumbre de preguntarle justo cuando su cabeza estaba en las nubes, y había metido la pata hasta el fondo. Toda la clase se había reído a su costa, incluida la chica que tanto le gustaba. Para acabar de empeorar las cosas, durante la hora de gimnasia, el coleccionista de novias de la escuela se había acercado a tontear con ella. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00157414
  • 23. Tally, la niña tigre / Libby Scott Mira arriba. Venga, ahora mismo. Alarga el cuello y mira tan alto como puedas y un poco más. Ahí es adonde tendrás que mirar si quieres ver a Tally Olivia Adams. Allá arriba, donde comienza el cielo. Allá arriba, donde la única regla es la ley de la gravedad, Allá arriba, donde el mundo se ve pequeño y no tan importante. Allá arriba, donde las posibi- lidades son infinitas. Es una de esas tardes típicas de los últimos días de verano. Mullidas nubes blancas se apresuran por el cielo azul pálido y el aire tiene un punto fresco nuevo. Un día normal en una calle normal en el jardín trasero de una casa normal que pertenece a una familia totalmente normal. Vuelve a leer esta última frase para ti misma. Es curioso cómo, si la pronuncias el suficiente número de veces, la palabra “normal” empieza a pare- cer todo menos eso. Bueno, pues es un día normal. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547220 La Isla del Tesoro / Robert Louis Stevenson El Squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caba- lleros me han indicado que ponga por escrito todo lo refe- rente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin men- cionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido nave- gante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo. Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbi- do; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00167415
  • 24. La catedral / César Mallorquí En el interior de la cripta reinaban las tinieblas, la humedad y el miedo. El hombre que yacía en la oscuridad, sentado en el suelo con los brazos rodeando las encogidas piernas, era un anciano de pelo canoso y piel curtida por la vida al aire libre. Hasta hacía muy poco había sido alguien importante, un maestro de su oficio, pero ahora sólo era un fugitivo. En reali- dad, un condenado a muerte. Fue precisamente el temor a la muerte lo que le había movido a ocultarse en la cripta secreta. ¿Cuánto tiempo llevaba escondido allí? No lo sabía; los minutos discurren muy lentamente en la oscuridad, pero debían de haber pasado tres o cuatro horas desde que fue testigo de la matanza. Se estremeció. La imagen de sus compañeros atrozmente asesinados parecía habérsele grabado a fuego en las pupilas, y cada vez que la evocaba, cada vez que pensaba que él podría haber estado allí, compartiendo la terrible suerte de sus amigos, un intenso pánico le embargaba. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544561 El sueño de Iván / Roberto Santiago Me llamo Iván, acabo de cumplir once años y voy a jugar un partido contra los mejores futbolistas del mundo. Pero antes tengo que atrapar a una gallina. En estos momentos estoy corriendo por un pasillo larguísimo de un hotel. Y una camarera me está mirando como si me hubiera vuelto com- pletamente loco. Pero no dice nada. No le da tiempo, vamos demasiado rápido y está con la boca abierta, sin saber qué hacer. Esto es lo que mira la camarera: una gallina que mira la esquina y corre hacia ella a toda velocidad. Y detrás de la gallina, co- rriendo también por el pasillo, veintiún niños vestidos de futbolistas. No es muy normal encontrarse en un pasillo de hotel una gallina y un montón de niños corriendo detrás de ella. La gallina pasa al lado de la camarera a toda veloci- dad. Como un cohete. Las dos parecen muy asustadas: la gallina y la camare- ra. -Allez, allez! El que va primero, diciendo “Allez, allez”, es Clairac. Es el mayor, tiene doce años, y además es el capitán del equipo, y es francés. Por eso dice “Allez, allez” en vez de “Vamos, vamos”, que es lo que habría dicho yo… Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544559
  • 25. Cielo Rojo / David Lozano Garbala Un grito en la noche. Súbito y violento como un relámpago, atrapado en la espesura del bosque Itanich. Un alarido que surgía de la niebla hasta alcanzar las siluetas de los que rastreaban no muy lejos, y que ahora permanecían alrede- dor del cadáver. Había sido un grito de terror. Las antor- chas se alzaron entonces, evidenciando bajo su destello el titubeo de aquellos campesinos que se enfrentaban al pai- saje. Y a lo que se ocultaba en él. Chudovishche. Las inme- diaciones del bosque se habían tornado hostiles. La negrura que los contempla- ba desde la vegetación cuajada de hielo se iba acentuando conforme ellos ad- quirían conciencia del peligro. No estaban a salvo. Ni siquiera juntos. El ha- llazgo del cuerpo había perdido importancia para esos hombres que atenaza- ban sin convicción sus rudimentarias armas: hoces, hachas, cuchillos y horcas. Acaso aquella muerte que acababan de confirmar no suponía el fin del peligro; no esa noche. Quizá una víctima no era suficiente. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544558 Todas las hadas del reino / Laura Gallego La reina observó con atención a la muchacha. Ella enroje- ció y clavó la mirada en las puntas de sus gastados zapa- tos. El príncipe, a su lado, hacía heroicos esfuerzos por mostrarse sereno y seguro de sí mismo. Pero tragó saliva cuando su madre volvió sus ojos inquisitivos hacia él. — ¿Dónde dices que la has encontrado, Aldemar? — «Conocido», madre —se atrevió a corregirla el joven—. La conocí el año pasado, en una aldea junto al bosque, río abajo. Sin duda recordarás el día en que me perdí durante una cacería, ¿verdad? Bien, pues... —¿Una aldea? —repitió la reina, enarcando una de sus bien perfiladas cejas. El príncipe tragó saliva de nuevo. —Una aldea — confirmó —. Los padres de Marcela son granjeros. Gente muy decente y traba- jadora, si me permites la observación. —Marcela. Qué... rústico. La reina vol- vió a centrar su atención en la chica, que se retorcía las manos sin saber muy bien qué hacer con ellas. Tras un incómodo silencio, que la reina parecía dis- puesta a alargar indefinidamente, el príncipe carraspeó, alzó la cabeza y anun- ció: —Voy a casarme con ella, madre. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00531517
  • 26. Buenos días princesa / Blue Jeans -¡Entra! -¡No entro! -¿Que no? ¡Ya verás como sí! -¡Es inú- til! ¡No lo conseguiremos! Pero Elísabet no se rinde. Un último esfuerzo. Aprieta los dientes, agarra el vaquero azul oscuro de Stradivarius y lo estira con fuerza hacia arriba. Con todas sus ganas. Po-niendo sus cincuenta y cuatro kilos en la causa. Y... ¡premio! La tela asciende por las piernas de su amiga y se enca-ja a presión sobre sus muslos y caderas. - ¡Lo ves, lo ves! ¡Entraba! -grita eufórica mientras Valeria se pone de pie. Algo continúa sin ir bien. -Sí, entraba. Pero ahora abrocha el botón y sube la crema- llera, guapa. -¿Qué? ¿No van? La joven se levanta la camiseta y niega con la cabeza. Eli se alza del suelo y se aproxima a ella. Una frente a otra. Un nuevo reto. Morena y castaña con mechas rubias contra una cremallera y un botón. - Encoge la tripa, nena. -Pero ¿de qué sirve que la encoja?¡Voy a estallar! -¡No te pongas histérica! ¡Aquí no explotará nadie! ¡Mete el culo para dentro! Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544538 La isla de los Perdidos / Melissa de la Cruz Tengo que estar soñando —se dijo Mal—. Esto no puede ser real.» Estaba sentada a la orilla de un hermoso lago, en el suelo empedrado de un Antiguo templo en ruinas, comiendo una exquisita fresa. El bosque que la rodeaba era verde y frondoso y el sonido del agua que fluía bajo sus pies era suave y relajante. Incluso el aire era dulce y fresco. -¿Dónde estoy- preguntó en voz alta mientras alcanzaba unas uvas gordas de la fabulosa merienda que tenía preparada delante. -Pero si ya llevas días en Áuradon y éste es el Lago Encantado- contestó el chico que estaba sen- tado a su lado. Ella no se había percatado de su presencia hasta que habló, pero cuando lo vio, deseó no haberlo hecho. El chico era lo peor de todo aque- llo, fuera lo que fuese «aquello»; era alto, con el pelo de color miel y despeina- do, y guapo a rabiar, con la clásica sonrisa que conquistaba corazones y que embelesaba a todas las chicas. Pero Malno era como todas las chicas y empe- zaba a sentirse aterrorizada, como si estuviera atrapada. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547192
  • 27. Isla Vudú / Jeff Creepey Daniel lanzó a los zombis una granada. ¡BUUUM! Todo estalló en mil pedazos. No quedó ni rastro de aquellos mons- truos. Antes de atacar, Daniel había tenido la precaución de esconderse detrás de una roca para que no lo alcanzara la onda expansiva de la explosión. No le gustaba nada usar ese tipo de armas. Le parecían eficaces, vale, pero con ellas todo parecía demasiado fácil. Era casi como hacer trampas. Y Daniel Patterson NUNCA hacía trampas. Un auténtico crac debía tener honor. Por eso cogió una liana en cuanto pudo. Se balanceó sobre ella y aterrizó en medio de otro grupo de zombis para poder usar la espada de la victoria con cierta comodidad. Cuando desenvainó se sintió más fuerte que nunca. Le cortó la cabeza al primer zombi y este se convirtió en un montón de insectos que em- pezaron a reptar por el suelo. Dio una voltereta sobre ellos y aprovechó para descargar dos estocadas bien medidas mientras caía: una a la izquierda y otra a la derecha. Así se cargó a un total de seis zombis... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: h ps://cas llalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547172 El tiempo de los magos / Cressida Cowell Era una noche cálida de noviembre, demasiado cálida para as brujas, o eso decía la leyenda. Supuestamente, las brujas se habían extinguido, pero Xar había oído hablar de cómo apestaba y ahora, en la tranquilidad del bosque oscuro, imaginó que podía oler un leve pero inequívoco tufo a pelo quemado mezclado con ratones putrefactos y un regustillo a veneno de víbora: cuando lo hueles ya no lo olvidad jamás. Xar era un joven salvaje y humano que pertenecía a la tribu mágica. Se encontraba a lomos de un gato de las nieves en una parte del bos- que tan oscura, retorcida y enredada que se llamaba Bosquimalo. No deberías estar ahí, pues el Bosquimalo era territorio de los guerreros, y si los guerreros lo atrapaban... bueno, como todos decían: matarían a Xar nada más verlo. “¡Que le corten la cabeza!” Esa era la simpática tradición de los guerreros. Sin embargo, Car no parecía preocupado, no lo más mínimo... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00147067
  • 28. El monstruo del Buckingham Palace / David Walliams Era mediodía, pero el cielo estaba negro. Hacía cincuenta años que el país vivía sumido en la oscuridad porque duran- te siglos los habitantes de la Tierra habían descuidado el planeta. Habían quemado todos los bosques, reduciendo a cenizas has el último árbol. Habían llenado de desechos los ríos, largos mares, aniquilando todos los peces. Habían ex- cavado las entrañas de la Tierra en busca de petróleo hasta dejarla hueca por dentro. Y al final el Planeta se volvió en su contra. Los casquetes polares del Ártico y de la Antártica Hubo inundaciones tan poderosas que dejaron países enteros sumergidos bajo el agua. Violentos terremotos asolaron ciudades ente- ras, sin dejar a su paso más que pilas de escombros. Los volcanes entraron en erupción, escupiendo a la atmósfera que impedían el paso de los rayos del sol. Sin luz natural, los cultivos se marchitaron y se secaron. Nada podía crecer. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547219 Bella y Bestia / adaptado por Elizabeth Rudnick Bella abrió la puerta de su casa y, al contemplar el idílico paisaje campestre que tenía delante, suspiró. Las mañanas en la aldea de Villeneuve empezaban siempre del mismo modo. Como mínimo, desde que ella vivía allí. El sol salía despacio por el horizonte y sus rayos volvían los campos que rodeaban el pequeño pueblo más verdes, más dorados o más blancos, según la estación del año. Después se movían por las esquinas de las paredes encaladas de la casa de Bella, justo en las afueras, antes de iluminar los tejados de paja de las casas y las tiendas que formaban la población. En ese momento, sus habitantes se estarían despertando y preparan- do para el nuevo día. En sus casas, los hombres se sentarían a desayunar, mientras las mujeres vestían a los niños o removían las gachas de avena. Reinaba un completo silencio, como si la aldea aún se estuviera desperezando. Entonces, el reloj de la iglesia tocaría las ocho. Y, de ese modo, todo parecería cobrar vida. Bella lo había visto cientos de veces, pero aquella mañana... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547193
  • 29. Héroes por accidente / Lian Tanner El abuelo de Ánade tenía la sonrisa más dulce que se pueda imaginar. Le hacía parecer la clase de persona capaz de rescatar a un gatito de un sumidero o de cuidar de un go- rrión herido hasta que se recuperase. Le hacía parecer una persona bondadosa, amable y de fiar. Pero Ánade sabía cómo era en realidad. Esa sonrisa auguraba problemas..., y justo cuando ella pensaba que ya los habían dejado atrás. Así que, en lugar de devolverle la sonrisa, le preguntó: —¿Qué quieres? El abuelo torció el gesto. —Sería mucho más agradable por tu parte, querida, si me dijeras: «¿Puedo ayudarte en algo, abuelo? ¿Necesitas que te haga algún recado? Cuenta conmigo, abuelo». —¿Qué quieres? —repitió Ánade. El hom- bre que se hacía llamar lord Pompis introdujo un dedo en el bolsillo de su cha- leco de seda y sacó tres miserios de cobre. —Solo quiero que vayas un momen- tito al mercado de Uñas y Dientes. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00545266 Un desastre de cumpleaños / Martina D'Antiochia He tenido una idea fantástica. No. La mejor idea del mun- do. Se me ha ocurrido esta tarde, mientras regresaba de la escuela. Esto es lo que ha pasado: mis amigas y yo tenemos una ruta muy bien montada en la que vamos pasando por casa de cada una, así hacemos casi todo el trayecto acom- pañadas. Puede que demos un poco de rodeo, pero también en nuestros paseos de regreso a casa aprovechamos para hablar de todo: de los compañeros, de la escuela, de los deberes, si los hay (siempre hay deberes. Qué manía tienen los profesores de poner deberes). Y de repente mi amiga Sofía me ha preguntado si este año también celebraría una fiesta por mi cumpleaños. Entonces las demás se han puesto supercontentas y me han pedido que sí, por favor, que sí, porque la última vez lo pasamos muy bien. Entonces he tenido la idea. Mis amigas se me han quedado mirando como si estuviera loca. ¿Qué pasa? Solo me he puesto a saltar en medio de la calle. Pero ¡es que a una no se ocurre cada día la mejor idea del mundo! Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544486
  • 30. El Club de la Salamandra / Jaime Alfonso Sandoval Sólo hay dos trabajos extremadamente peligrosos en el mundo: domador de serpientes e investigador científico. El riesgo de la primera actividad es comprensible; quien haya intentado domesticar a una boa constrictor sabe de lo que hablo: sólo le supera en riesgo la labor del científico; hay más peligros en esos “tranquilos” laboratorios que en cual- quier otro lugar, si no pregúntaselo al matrimonio Curie, descubridores de la radio actividad cuyos cuerpos fluorescentes todavía res- plandecen el en el cementerio de París, o al doctor Spellman, primer fusiona- dor de átomos, que en su última prueba se fusionó por completo; lo único que se pudo rescatar de su persona fue un monóculo (al que levantaron un monu- mento en su pueblo natal de Liezen, Austria). Los científicos e investigadores no siempre están encerrados, también organizan intrépidas expediciones para comprobar sus revolucionarias hipótesis... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00545235 El origen de las dos reinas / Claire Legrand La reina dejó de gritar justo antes de la medianoche. Simon se había escondido en su armario, con los dedos metidos en las orejas para aislarse del ruido. Durante horas, había estado agachado con las rodillas contra el pecho y la cabeza inclina- da hacia delante. Durante horas, los aposentos reales habían temblado a la par de los gritos de la reina. Ahora, se había hecho el silencio. Simon aguantó la respiración y contó los segundos como si calculara cuánto tiempo pasaba entre un relámpago y el re- doble del trueno: ¿la tormenta se desvanecía o se acercaba más? “Un. Dos. Tres...” Llegó hasta veinte y se atrevió a bajar las manos. Un bebé rompió a llorar en medio del silencio. Simon sonrió y se puso en pie mientras una oleada de alivio le recorría el cuerpo. La reina había dado a luz. ¡Por fin! Ahora, él y su padre podrían huir de esa ciudad sin mirar atrás. Simon se abrió paso entre los vestidos de la reina e irrumpió a trompicones en su habitación. -¿Padre? – preguntó con voz entrecortada. Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https://castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00547171
  • 31. ¡Locuras lejos de casa! / Lady Pecas ¡Hoy estoy SÚPER, SÚPER, SUPERCONTENTA Y SUPE- REMOCIONADA! Vale, ya sé que eso son muchos SÚ- PERS, pero no estoy exagerando para nada, porque tengo que contaros DOS COSAS SUPERIMPORTANTES. La primera es que por fin mi madre me deja grabar mis pro- pios vídeos SOLA, así que a partir de AHORA os voy a contar ABSOLUTAMENTE TODO lo que me pase. Y em- pezaremos con esto (es la segunda COSA IMPORTANTE que os tenía que contar): ¡Acabo de recibir una invitación SUPERESPECIAL! Sí, ya sé que todo parece muy SÚPER, pero es que lo es, DE VERDAD SUPER- VERDADERA. A ver, que me calmo y os cuento qué pone en LA INVITACIÓN. Bueno, mejor os la enseño y la leéis vosotros mismos: Querida Daniela: Tene- mos el placer de invitarle a participar en un proyecto innovador puesto en mar- cha por la Sociedad de Sabiduría Social, más conocida como SSS. Se trata de una convivencia internacional exclusiva que contará con el talento de niños y niñas que destacan en diferentes áreas, entre las cuales te encuentras tú, Lady Pecas... Si quieres seguir leyendo te lo puedes prestar en: https:// castillalamancha.ebiblio.es/opac?id=00544513