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LAS DESGRACIAS DE SOFÍA
(1858)
Condesa de Ségur
Traducción:
Delia Piquérez
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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INTROITO
Se puede llegar a la moralidad por dos caminos, por el directo del bien, y por el
indirecto, y mucho más divertido, del mal. Los buenos van al cielo, los malos a
todas partes. El perfeccionamiento moral tiene mayor sentido, valor, cuanto más
lejos te encuentres de la virtud, de la excelencia. Sin camino sembrado de minas,
de espinas, no hay trofeo, redención, final. Para que vuelva el hijo pródigo
primeramente tiene que haberse ido. Supuestamente “Las desgracias de Sofía” es
un libro moralista, pedagógico, un manual de estilo a la inversa, todo lo que no
hay que hacer para ser un desgraciado en la vida, pero mientras tanto a la infeliz
salvaje Sofía que la quiten lo bailao. La moraleja no es tanto hacer el cabra es
malo como hacer el cabra es necesario para aprender, para crecer. La Condesa de
Segur no escatima en crueldad, en brutalidad, no omite detalles escabrosos, no
hay la menor elipsis, las aventuras, más bien desventuras, de Sofía te dejan
boquiabierto, descolocado, por su gratuidad, en la actualidad ninguna editorial se
atrevería a publicarlo. Y lo mejor de todo es que se nota que no son fábulas, sus
desgracias son autobiográficas. La Condesa de Segur tuvo una estricta educación
aristocrática, lo que provocó que por contraste, contrapunto, sus travesuras,
rebeldías, fueran más extremas, irracionales. Lo maravilloso es que no es un
inconsciente libro de juventud, la Condesa de Segur comenzó a escribir con 58
años, 8 hijos y una invalidez a sus espaldas, para educar a sus nietos, vamos que
sabía lo que hacía, y cómo lo hacía, a pesar de ser su primera novela. Hay
maestría en la contundencia, precisión, de su escritura, sin ninguna retórica, ni
psicología, es pura acción, presente, desarrollado en capítulos extremadamente
cortos y ágiles. El libro ha sido llevado a la pantalla varias veces, y en todos los
casos de manera muy mediocre, convencional. En la actualidad sigue siendo uno
de los libros infantiles más leídos en Francia, y el más popular de los suyos en
España, su ritmo cinematográfico no ha envejecido nada.
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“Mis pobres niños, es siempre así en el mundo; el Buen Dios envía penas,
dolores, sufrimientos, para impedirnos amar demasiado la vida y para
habituarnos al pensamiento de dejarla.”
La crueldad salvajemente inocente, suicida y sin maldad, de Sofía es
inigualable, es un genio del mal por el mal, por puro capricho, diversión,
aburrimiento. Su capacidad para sobreponerse a los castigos, y al recuerdo de sus
fechorías, es insuperable, cada nueva maldad estrena la maldad, es inconsciencia
al desnudo, en crudo, infancia destilada, poseída. La perplejidad de la madre de
Sofía es la perplejidad del lector, su infinita capacidad de perdonar sus diabluras
también. A pesar de todo Sofía cae bien, su maldad resulta entrañable,
reivindicable. Si de los errores, de las caídas, se aprende, Sofía es sabia nivel
Dios. Abstenerse animalistas, puede herir su sensibilidad, y la de sus animales.
Julio Pollino Tamayo
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A MI NIETA
ELISABETH FRESNEAU
Querida niña: A menudo me dices "¡Oh, abuela, cuánto te amo!
¡Eres tan buena!" Has de saber que tu abuela no ha sido siempre
buena, como también hay muchos niños que han sido malos y que se
han corregido igual que ella.
He aquí la verdadera historia de una niñita que tu abuela ha
conocido mucho en su infancia. Tenía mal genio, y se volvió amable;
era glotona, y dejó de serlo; era mentirosa, y se volvió sincera; era
ladrona, y se volvió honrada. En fin, que era mala y se volvió buena.
Tu abuela ha hecha lo mismo, Imitadla, mis queridos nietecitos; os
será fácil, a vosotros que no tenéis los defectos de Sofía.
CONDESA DE SÉGUR,
nacida Rostopchine.
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CAPITULO PRIMERO
LA MUÑECA DE CERA
—María, María —dijo un día Sofía mientras entraba corriendo en su
cuarto—, ven pronto para abrir el cajón que papá me ha enviado desde
París. Creo que contiene una muñeca de cera, pues me prometió
mandarme una.
—¿Dónde está el cajón? — preguntó la niñera.
—En la antesala. Ven pronto, María, ¡te lo ruego! — insistió la
chiquilla.
La niñera dejó su costura y siguió a la niña a la antesala. Sobre
una silla se hallaba un cajón de madera que la niñera abrió. Sofía
divisó la cabeza rubia y rizada de una linda muñeca de cera. Lanzó un
grito de alegría y quiso coger en brazos a la muñeca que estaba aún
cubierta por los papeles del embalaje.
—¡Cuidado! ¡No tires! —le advirtió la niñera—. ¡Vas a romperlo
todo! La muñeca está sujeta por cordeles.
—¡Rómpelos! ¡Arráncalos! ¡Pronto, María! ¡Quiero mi muñeca en
seguida!
La niñera, en lugar de romper y arrancar, tomó les tijeras, cortó las
cuerdas, y quitó los papeles, y Sofía pudo entonces coger en sus
brazos a la muñeca más hermosa que había visto hasta entonces.
Mostraba las mejillas rosadas y con hoyuelos; los ojos azules y
brillantes. El cuello, el pecho y los brazos eran de cera, regordetes y
encantadores. Lucía un sencillo vestidito de percal festoneado, con
cinturón azul, medias de algodón y zapatitos negros de charol.
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Sofía la abrazó más de veinte veces, y teniéndola siempre en
brazos comenzó a saltar y bailar. Su primito Pablo, que contaba
cinco años, y se hallaba de visita en casa de la niña, llegó corriendo,
atraído por los gritos de alegría lanzados por Sofía.
—Pablo, ¡mira qué hermosa muñeca me mandó papá! — exclamó la
niña.
—Dámela para que la vea mejor — pidió Pablo.
Pero Sofía volvió a negarse:
—No; podrías romperla.
—Te aseguro que tendré cuidado —indicó el niño—. Te la devolveré
en seguida.
Sofía pasó la muñeca a su primo, recomendándole de nuevo que no
la dejara caer. Pablo le dio vueltas y más vueltas, mirándola por todos
lados, hasta que finalmente, la devolvió a su prima meneando la
cabeza.
—¿Por qué mueves la cabeza? — le preguntó la chiquilla.
—Porque esta muñeca no es fuerte. Creo que la romperás.
—Oh, pierde cuidado —declaró Sofía—. Voy a cuidarla tanto, tanto,
que jamás la romperé. Ahora voy a pedirle a mamá que convide a
almorzar con nosotros a Camila y a Magdalena para enseñarles así mi
linda muñeca.
—Te ta romperán — advirtió Pablo.
—No. Son demasiado buenas para causarme pena rompiendo mi
muñeca.
Al día siguiente, Sofía peinó y vistió su muñeca, porque debían venir
sus amiguitas. Mientras la vestía, la encontró sumamente pálida.
—Tal vez sea porque tiene frío —se dijo—. Sus piececitos están
helados. La voy a poner un rato al sol para que mis amigas vean que la
cuido bien y la tengo al calorcito.
Sofía llevó, pues, su muñeca a la ventana de la sala donde daba el
sol.
—¿Qué haces en la ventana, Sofía? — le preguntó su mamá.
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—Pongo a calentar mi muñeca, mamá. Tiene mucho frío.
—Ten cuidado. Se te derretirá — le dijo la mamá.
—Oh no, mamá, no temas. Está dura como si fuese de madera
—afirmó Sofía muy convencida.
—Pero el calor la ablandará. Verás como le sucederá algo.
Sofía no quiso hacer caso a su mamá y colocó la muñeca tendida al
sol, que en aquel momento quemaba.
En ese mismo instante oyó el ruido de un coche. Eran sus amigas
que llegaban, conque corrió al encuentro de las niñas.
Pablo estaba ya esperándolas en la escalinata. Entraron en la sala
corriendo y charlando todas a la vez. A pesar de la impaciencia que
tenían por ver la muñeca, las niñas fueron antes a saludar a la señora
de Rean, que así se llamaba la mamá de Sofía. Luego se volvieron
hacia su amiguita, la cual tenía en brazos su muñeca, a la que miraba
consternada.
—¡Está ciega! ¡Esa muñeca no tiene ojos! — exclamó una de las
niñas que se llamaba Magdalena, en cuanto miró a la muñeca.
—¡Qué lástima! ¡Con lo linda que es! — se dolió Camila, la otra
amiguita.
—Pero ¿cómo se ha vuelto ciega? —quiso saber Magdalena—.
Debía tener ojos...
Sofía no decía nada. Miraba a su muñeca y lloraba.
—Ya, te había advertido, Sofía, que sucedería algún percance a tu
muñeca si te obstinabas en ponerla al sol —recordó la mamá—.
Felizmente el rostro y los brazos no tuvieron tiempo de derretirse.
Vamos, no llores: soy un médico hábil y podré devolverle los ojos.
—¡Es imposible, mamá! ¡No los tiene! — se dolió Sofía, llorando.
Su madre tomó la muñeca sonriendo y la sacudió. Se oyó un ruido
de algo que se movía dentro de la cabeza
—Son los ojos los que hacen ese ruido que oís —dijo la señora—.
La cera se ha derretido a su alrededor y se han caído. Pero trataré de
sacarlos. Desnudad a la muñeca, niñas, mientras yo preparo mis
instrumentos.
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Sin perder un instante, Pablo y las tres niñitas se precipitaron a
desnudar la muñeca. Sofía no lloraba ya; aguardaba con impaciencia
lo que iba a suceder.
La mamá volvió, tomó sus tijeras, descosió el cuerpo que estaba
sujeto a la altura del pecho, y los ojos, que se hallaban sueltos en la
cabeza, cayeron sobre sus rodillas. Los tomó con una pinza, los colocó
en el lugar que les correspondía, y, a fin de impedir que volvieran a
caerse, echó dentro de la cabeza y en el lugar donde estaban los ojos,
un poco de cera derretida que había traído en una cacerolita. Esperó
unos instantes a que la cara se enfriara, y luego volvió a coser el
cuerpo a la cabeza.
Los niños no se habían movido. Sofía observaba con temor todas
estas operaciones. Tenía miedo de que algo no estuviese bien; pero,
cuando vio su muñeca compuesta y tan linda como antes, saltó al
cuello de su madre y la besó diez veces.
—¡Gracias, mamita querida! —dijo—. ¡Gracias! ¡Otra vez te haré
caso!
Volvieron a vestir rápidamente la muñeca y la sentaron sobre un
silloncito, llevándola a pasear en triunfo, mientras iban cantando:
—¡Viva mamá!
Mil besos le damos.
¡Viva mamá!
Es nuestro buen ángel.
La muñeca vivió mucho tiempo muy bien cuidada y muy querida,
pero poco a poco fue perdiendo sus encantos. He aquí cómo sucedió:
Un día, se le ocurrió a Sofía que era conveniente lavar a las muñecas
puesto que se lavaba a los niños. Tomó agua, una esponja y jabón y se
puso a lavar su muñeca. La lavó tan bien, que le quitó todos sus
colores: sus mejillas y sus labios se tornaron pálidos como si estuviese
enferma, quedando para siempre sin color. Sofía, al ver esto, lloró
mucho; pero la muñeca continuó pálida.
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Otro día, pensando Sofía que había que rizarle el cabello, a su
muñeca le puso rizadores. Para que el pelo quedara mejor rizado,
les pasó encima la plancha caliente. Cuando quitó los rizadores, el
cabello quedó dentro de éstos: la plancha estaba demasiado caliente y
Sofía había quemado el pelo de su muñeca, de modo que se quedó
calva. Sofía lloró, pero a la muñeca no por eso le salió el pelo.
Días más tarde, Sofía, que se ocupaba mucho de la educación de su
muñeca, quiso enseñarle a hacer gimnasia. La colgó por los brazos de
una cuerda: la muñeca, mal sostenida, se cayó rompiéndose un brazo.
La mamá de Sofía trató de componerla, pero como faltaban pedazos,
hubo que calentar mucho la cera, y el brazo le quedó más corto que el
otro. Sofía lloró otra vez, pero el brazo siguió siendo más corto.
Otra vez, Sofía pensó que un baño de pies sería muy bueno para su
muñeca, puesto que las personas mayores solían tomarlos. Echó agua
hirviendo en un baldecito y metió dentro los pies de su muñeca.
Cuando los retiró, los pies se habían derretido y se hallaban dentro del
balde. Sofía lloró, pero la muñeca se quedó sin pies.
Después de todos estos percances, Sofía dejó de querer a su muñeca
que se había vuelto horrible y de quien se burlaban sus amiguitas.
Por último, un día Sofía quiso enseñar a la muñeca a trepar a los
árboles. La hizo subir sobre una rama y la hizo sentar allí. Pero la
muñeca no guardó el equilibrio y se cayó: su cabeza dio contra las
piedras y se rompió en cien pedazos. Sofía lloró, pero invitó a su
amiguitas al entierro de su muñeca.
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CAPITULO II
EL ENTIERRO
Camila y Magdalena llegaron una mañana para asistir al entierro de
la muñeca: estaban encantadas. Sofía y Pablo no lo estaban menos.
—Venid pronto, amigas mías —dijo Sofía en cuanto las vio—. Os
esperábamos para hacer el ataúd de la muñeca.
—Pero ¿dónde la meteremos? — preguntó Camila.
—En una vieja caja de juguetes —explicó Sofía—. Mi niñera la ha
forrado de percal rosa. Quedó muy bonita, venid a verla.
Los niños corrieron a la salita de la señora de Rean, donde la
niñera terminaba la almohadita y el colchón que debía colocarse
dentro de la caja. Los niños admiraron mucho aquel ataúd encantador.
Colocaron en él a la muñeca, y, para que no se le viera la cabeza rota,
los pies derretidos y el brazo estropeado, la cubrieron con una pequeña
colcha de tafetán rosado.
Colocaron luego la caja sobre una camilla que la madre les había
hecho. Todas querían llevarla, lo que resultaba imposible, puesto que
sólo había lugar para dos. Después que hubieron reñido y disputado
durante un momento, decidieron que los dos más pequeños, es decir,
Sofía y Pablo, llevarían la camilla y que Camila y Magdalena
marcharían una detrás y otra delante, llevando un canasto con flores y
hojas para derramar sobre la tumba.
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Cuando la procesión llegó al jardincito de Sofía, bajaron a tierra la
camilla con la caja que contenía los restos de la desgraciada muñeca.
Los niños comenzaron a cavar un hueco; bajaron allí la caja, arrojaron
encima las flores y las hojas y luego la tierra que habían retirado.
Pasaron luego el rastrillo y plantaron dos plantaron dos plantas de
lilas. Para terminar la fiesta, corrieron al estanque de la quinta para
llenar allí sus regaderitas de agua a fin de regar las lilas. Esto dio
ocasión para nuevos juegos y nuevas risas, pues se mojaban las
piernas unos a otros, y se perseguían gritando y riendo. Jamás se había
visto un entierro más alegre. Es verdad que la muerta era una muñeca
vieja, sin color, sin cabello, sin pies y sin cabeza, y que nadie la quería
ya ni sentía su pérdida. El día se terminó alegremente, tanto, que
cuando Camila y Magdalena hubieron de marcharse, pidieron a Pablo
y a Sofía que rompieran pronto otra muñeca para poder volver a
repetir un entierro tan divertido.
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CAPITULO III
LA CAL
La pequeña Sofía no era obediente. Su mamá le había prohibido que
fuera sola al patio donde los albañiles construían una casita para las
gallinas, los pavos reales y las pintadas. A Sofía le agradaba mucho ir
a mirar cómo trabajaban los albañiles; cuando su mamá iba allí,
siempre la llevaba consigo, pero le ordenaba que permaneciese cerca
de ella. Sofía, a quien le hubiera gustado correr de un lado para otro,
le preguntó un día:
—Mamá, ¿por qué no quieres que vaya a ver a los albañiles sin ti? Y
cuando vamos juntas, ¿por qué quieres que permanezca a tu lado?
—Porque los albañiles arrojan piedras y ladrillos que podrían
alcanzarte, y porque hay arena y cal que podrían hacerte resbalar y
causarte daño.
—¡Oh, mamá!—dijo Sofía—. Ya tendré mucho cuidado… Además,
la arena y la cal no pueden causar daño.
Pero la mamá explicó:
—Eso lo crees tú que eres una niñita, pero yo, que soy mayor, sé que
la cal quema.
—Pero mamá... — insistió Sofía.
—Vamos, cállate. Sé mejor que tú lo que puede hacerte daño o no.
No quiero que vayas al patio sin mí.
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Sofía bajó la cabeza y no dijo nada más. Pero puso cara de resentida
y se dijo Por lo bajo:
—Iré a pesar de todo. Me divierte ir; por lo tanto, iré.
No tuvo que aguardar mucho tiempo la oportunidad para
desobedecer. Una hora más tarde, el jardinero vino en busca de la
señora de Rean para que eligiera unos geranios que traían para vender.
En cuanto Sofía se quedó sota miró a todos lados por si la niñera o la
doncella podían verla, y viendo que estaba sola, corrió a la puerta, la
abrió y salió al patio. Los obreros trabajaban sin pensar en Sofía, que
se divertía mirándolo y examinándolo todo. De pronto, se encontró
cerca de un estanque lleno de cal, blanca y lisa como si fuese crema.
—¡Qué linda y blanca es esta cal! —se dijo—. Jamás la había visto
tan bien como ahora. Mamá nunca me deja acercarme aquí... Qué lisa
está... Qué suave y agradable debe ser el andar por encima de ella. Voy
a atravesar el estanque deslizándome sobre ella como si fuese hielo.
Y Sofía colocó su pie sobre la cal, pensando que ésta era sólida
como la tierra. Pero su pie se hundió y para no caerse, metió también
el otro pie, hundiéndose hasta media pierna. Dio entonces un grito; al
oírla acudió uno de los albañiles que la sacó rápidamente de la cal.
—Quítate pronto los zapatos y los calcetines, niña —le aconsejó—;
están ya todos quemados. Si no te los quitas, la cal te quemará las
piernas.
Sofía miró sus piernas: a pesar de la cal que tenían vio que sus
zapatos y calcetines estaban negros como si hubieran salido del fuego.
Comenzó a gritar más fuerte, tanto más cuanto que empezaba ya a
sentir el ardor de la cal que le quemaba las piernas.
Por suerte, la niñera, que se encontraba cerca del lugar, llegó
corriendo. Inmediatamente se dio cuenta de lo que acababa de suceder
y con gesto vivo arrancó los zapatos y los calcetines de Sofía,
secándole los pies y las piernas con su delantal.
Luego, cogiéndola en brazos, la llevó a la casa. En el mismo
momento en que la niñera llegaba con Sofía a su cuarto, entraba la
señora de Rean para pagar al vendedor de flores.
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—¿Qué sucede? —preguntó la señora, inquieta—. ¿Te has hecho
daño? ¿Por qué estás descalza?
Avergonzada, Sofía no contestó. La niñera contó entonces a la
señora lo que había sucedido y lo poco que había faltado para que
Sofía se quemase las piernas con la cal.
—Si yo no me hubiese encontrado cerca del patio, y si no hubiese
llegado a tiempo, la niña tendría las piernas en el mismo estado que mi
delantal. Vea la señora cómo ha quedado de agujereado y quemado
por la cal.
La señora de Rean vio que, en efecto, el delantal de la niñera estaba
destrozado. Volviéndose hacia Sofía, le dijo:
—Debería azotarte por tu desobediencia, pero Dios te ha castigado
ya bastante con el susto que has pasado. por lo tanto no te impondré
otro castigo que el de que me des la moneda de cinco francos que
tienes en tu portamonedas y que guardabas para divertirte en la fiesta
del pueblo. Servirá para comprar un delantal nuevo a tu niñera.
Por más que lloró Sofía para que le permitieran conservar su
moneda de cinco francos, su mamá se la quitó. Toda llorosa, Sofía
se dijo que otra vez haría caso a lo que su mamá le dijera y que nunca
más iría adonde no debía ir.
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CAPITULO IV
LOS PECECILLOS
Sofía era atolondrada; a menudo hacía cosas malas sin pensarlo. He
aquí lo que le sucedió un día:
Su mamá tenía unos pececillos que no eran más largos que un alfiler
y más gruesos que el canuto de una pluma de pichón. La señora de
Rean quería mucho a sus pececillos, que vivían en una cubeta llena de
agua en el fondo de la cual había arena para que los pececillos
pudieran hundirse en ella y ocultarse. Todas las mañanas, la dama
llevaba miguitas de pan a sus pececillos; Sofía se divertía en mirarlos
mientras se precipitaban sobre las miguitas de pan y disputaban entre
ellos para atraparlas.
Hete aquí que un día, el papá regaló a Sofía un lindo cuchillo con
mango de carey. Sofía, encantada con su cuchillo, cortaba con él su
pan, sus manzanas, bizcochos, flores y lo que fuere.
Una mañana, Sofía jugaba; su niñera le había dado pan que la niña
cortaba en pedacitos, almendras que cortaba en rebanaditas, y algunas
hojas de ensalada. Pidió a la niñera aceite y vinagre para hacer una
ensalada.
—No —le contestó la niñera—. Te daré sal, si quieres; pero aceite y
vinagre, no, pues muy fácilmente podrías ensuciarte el vestido.
Sofía tomó la sal y la puso sobre la ensalada, pero aún le sobraba
mucha.
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—Si al menos tuviera yo otra cosa que salar —se dijo—. No quiero
salar el pan... Necesitaría carne o pescado... Ah, ¡tengo una idea! ¡Voy
a salar los pececillos de mamá! Cortaré algunos en tajadas con mi
cuchillo y los otros los salaré enteros. ¡Qué divertido será! ¡Qué plato
tan bueno va a resultar!
Y he aquí que Sofía ni siquiera pensó en que su mamá no tendría
más sus lindos pececillos que tanto quería, que esos pobres animalitos
sufrirían mucho al ser salados vivos y ser cortados a trozos. Corrió a la
sala donde se hallaban los pececillos, se acercó a la cubeta, los pescó
todos, los colocó sobre un plato de su jueguecito de muñecas, volvió a
su mesita, tomó algunos de los pobres pececillos y los puso sobre una
fuentecita. Pero los pescados, que no se sentían bien fuera del agua, se
movían y saltaban tanto como podían. Para que se estuviesen
tranquilos, Sofía les echó sal sobre el lomo, la cabeza, y la cola. En
efecto, pronto se quedaron inmóviles: los pobres pececillos estaban
muertos. Cuando tuvo su fuente llena, tomó otros y comenzó a
cortarlos a trozos. En cuanto les hincaba el cuchillo los pobres
animalitos se retorcían desesperados, pero no tardaban en quedarse
también inmóviles al morirse. Al segundo pescado, Sofía notó que los
mataba al cortarlos en pedazos; miró con inquietud los que estaban
con sal: al ver que no se movían los examiné con más atención y vio
que estaban todos muertos.
La niña se puso roja como una cereza.
—¿Qué dirá mamá? —pensó—. ¿Qué será de mí, pobre
desgraciada? ¿Qué haré para ocultar todo esto?
Reflexionó durante un momento. De pronto su rostro se iluminó:
acababa de encontrar un medio excelente para que su mamá no se
enterara de nada.
Recogió con rapidez todos los pececillos salados y cortados, los
volvió a colocar sobre un platito, salió sin hacer ruido del cuarto
y fue a llevarlos de nuevo a su cubeta.
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—Mamá creerá que han reñido —se dijo—, y que se han destrozado
y matado mutuamente. Voy a secar mis platitos y mi cuchillo y a
quitar la sal. Por suerte, María no se dio cuenta de que he ido a buscar
los pececillos: está tan ocupada con su costura que no piensa en mí,
Sofía volvió a entrar sin ruido en su cuarto se acercó a su mesita y
siguió jugando con sus platitos. Después de algún tiempo fue a buscar
un libro y comenzó a mirar los dibujos. Pero se sentía intranquila y no
prestaba atención a las figuras, creyendo a cada momento oír los pasos
de su mamá que llegaba.
De pronto, Sofía se estremeció, enrojeciendo violentamente:
acababa de oír la voz de la señora de Rean que llamaba a los criados.
La oyó hablar en alta voz, como si estuviese enojada. Los criados iban
de un lado para otro. Sofía se puso a temblar, temerosa de que su
madre llamara a su niñera o la llamara a ella misma, pero poco a poco
todo volvió a la tranquilidad y no se oyó nada más.
La niñera, que también había oído el alboroto y que era muy curiosa,
dejó su trabajo y salió de la habitación.
Un cuarto de hora después, al regresar al cuarto, dijo a Sofía:
—Es una suerte que hayamos estado ambas en este cuarto sin salir
de él. Figúrate que tu mamá acaba de ir a ver sus pececillos y los ha
encontrado muertos a todos, algunos enteros y otros cortados en
trozos. Hizo comparecer a todos los criados para preguntarles quién ha
sido el malvado que ha hecho morir a esos pobres animalitos. Nadie
pudo o no quiso decir nada. Acabo de encontrar a la señora; me
preguntó si habías estado en la sala. Le contesté que no te habías
movido de aquí y que te habías divertido toda la tarde haciendo la
comidita en tus platitos. «Es extraño —me contestó—. Hubiera
apostado cualquier cosa a que fue Sofía quien hizo esto.» «Oh, señora
—le contesté—; Sofía no es capaz de una maldad tan grande.» «Tanto
mejor —me contestó tu mamá—, pues la hubiera castigado
severamente. Tiene la suerte de que usted no la haya dejado ni un
momento y que me pueda asegurar de que no fue ella quien hizo morir
a mis pobres pececillos.» «En cuanto a eso, señora, estoy
completamente segura», le contesté.
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Sofía se callaba; permanecía inmóvil, con las mejillas rojas, la
cabeza gacha y los ojos llenos de lágrimas. Un instante tuvo deseos
de confesar a su niñera que era ella la culpable, pero le faltó valor.
La niñera, viéndola triste, creyó que lo que la afligía era la muerte
de los pobres pececillos.
—Estaba segura —dijo— que te sentirías tan triste como tu mamá
por la desgracia ocurrida a esos pobres animalitos. Pero debemos
pensar que esos pececillos no eran muy felices en su prisión, porque,
después de todo, esa cubeta era para ellos una prisión. Ahora que están
muertos, no sufrirán más. Por lo tanto, no pienses más en ellos, y ven
a que te vista para bajar a la sala, pues pronto llegará la hora de la
cena.
Sofía se dejó lavar y peinar sin decir una palabra. Cuando entró en la
sala, su mamá ya se encontraba en ella.
—Sofía —le dijo—, ¿te contó tu niñera lo que ha sucedido a mis
pececillos?
—Sí, mamá.
—Si María no me hubiese asegurado que estuviste con ella en tu
cuarto desde que me dejaste, hubiera pensado que eras tú la que
los había hecho morir. Todos los criados dicen que no fueron ellos.
Pero creo que Simón, el criado encargado de cambiar todas las
mañanas el agua y la arena de la cubeta, ha querido desembarazarse
de ese trabajo, y ha dado muerte a mis pececillos para no tener que
cuidarlos. Por lo tanto, pienso despedirlo mañana sin pensarlo más.
Tal noticia dejó a Sofía muy asustada.
—¡Oh, mamá! ¡Pobre hombre! —exclamó—. ¿Qué será de su mujer
y de sus niños?
—Tanto peor para él —declaró la madre—. No hubiera debido
matar a mis pececillos, que no le hacían mal alguno, y a los que hizo
sufrir cortándolos en pedazos.
—¡Pero si no ha sido él, mamá! —dijo Sofía—. ¡Te aseguro que no
ha sido él!
—¿Y cómo sabes que no fue él? —preguntó la mamá—. Yo creo
que ha sido él, porque no puede ser otra persona. Mañana lo
despediré.
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Sofía no pudo resistir más. Llorando y juntando las manos, confesó:
—¡Oh, mamá! ¡No hagas eso! ¡Fui yo quien cogió los pececillos y
los maté!
—¿Tú?... —exclamó la señora de Rean, con sorpresa—. ¡Qué
disparate! ¿Tú, que querías tanto a esos pececillos? ¡No los habrías
hecho sufrir y matado! ¡Creo que dices eso para excusar a Simón...!
Pero una vez empezada, Sofía no podía dominar su ansia de decir la
verdad:
—No; mamá; te aseguro que fui yo. Sí, yo. No quería matarlos,
quería simplemente salarlos, y nunca pensé que la sal les haría daño.
Tampoco creí que les haría daño cortarlos, pues no gritaban. Pero
cuando los vi muertos, los volví a llevar a la cubeta sin que María, que
estaba ocupada trabajando, me viera salir ni volver a entrar en el
cuarto.
La señora de Rean permaneció durante unos instantes tan asombrada
por la confesión de Sofía, que no contestó. Sofía elevó tímidamente
los ojos y vio los de su madre fijos en ella, pero sin enojo ni severidad.
—Sofía —dijo por fin la mamá—, si me hubiese enterado por
casualidad, es decir, por la voluntad de Dios, que siempre castiga a los
malos, de lo que acabas de contarme, te hubiera castigado con
severidad. Pero el buen sentimiento que te ha hecho confesar tu falta
por disculpar a Simón, te ha hecho merecedora de mi perdón. Por lo
tanto, no te haré reproches, pues estoy segura de que comprendes lo
cruel que has sido para con esos pobres pececillos, al no reflexionar en
primer término que la sal debía matarlos, y luego que es imposible
cortar o matar cualquier animal sin hacerlo sufrir.
Viendo que Sofía lloraba, añadió:
—No llores, Sofía, y no te olvides que el confesar tus faltas te las
hará perdonar.
Sofía secó sus ojos y dio las gracias a su mamá, pero permaneció
triste durante el resto del día, por haber causado la muerte de sus
amiguitos, los pececillos.
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CAPITULO V
EL POLLITO NEGRO
Sofía iba todas las mañanas con su mamá al gallinero, donde había
hermosas gallinas de distintas razas. La señora de Rean les había
hecho empollar huevos, de los cuales debían salir magníficas gallinas
moñudas. Todos los días iba a ver con Sofía si los pollitos habían
salido del cascarón. Sofía llevaba en un canastito un poco de pan que
echaba en migajas a las gallinas. En cuanto aparecía, todas las gallinas
y todos los gallos corrían hacia ella y saltaban a su alrededor
picoteando el pan casi en sus propias manos y en el canastito. Sofía
reía, saltaba y corría, y las gallinas la seguían siempre, lo que la
divertía muchísimo.
Mientras tanto, su mamá entraba en una galería grande y espaciosa,
donde anidaban las gallinas, las cuales estaban alojadas como
princesas. Una vez que terminaba de arrojar todo el pan a las
gallinas, Sofía iba a reunírsele. Miraba cómo salían los pollitos del
cascarón y los que eran demasiado pequeñuelos para correr por el
gallinero.
Una mañana, cuando Sofía entraba en el gallinero', vio que su
mamá tenía en la mano un magnífico pollito nacido apenas una hora
antes.
—¡Qué lindo pollito, mamá! —exclamó la niña—. ¡Tiene las
plumitas negras como las de un cuervo!
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—Y fíjate también qué lindo moñito tiene sobre la cabeza; será un
Pollo magnífico.
La señora de Rean volvió a colocar el animalito cerca de la gallina
clueca. Apenas lo había puesto a su lado cuando la gallina dio un gran
picotazo al pobre pollito, La señora de Rean pegó sobre el pico a la
gallina mala y enderezó al pollito que se había caído piando,
volviendo a colocarlo cerca de la gallina. Esta vez, la clueca, furiosa,
dio al pobre animalito dos o tres picotazos, persiguiéndolo cuando
trataba de acercársele.
La señora de Rean volvió a tomar vivamente al pollito que la
madre iba a matar a fuerza de picotazos, y le hizo tragar una gota de
agua para reanimarlo.
—¿Qué haremos con este pollito? —dijo—. Es imposible dejarlo
con esa mala madre, pues lo mataría. Sin embargo, es tan hermoso que
quisiera criarlo.
—¿Y si lo pusiéramos en una canasta grande en mi cuarto de
juguetes? —propuso Sofía—. Allí le daríamos de comer, y cuando sea
grande volveremos a ponerlo en el gallinero.
—Creo que tu idea es buena —admitió la señora de Rean—. Llévalo
en tu canastito y le arreglaremos un nidito.
—¡Oh, mamá! ¡Mira su cuello!—se dolió Sofía—. ¡Está sangrando!
Y su lomo también.
—Son los picotazos de la gallina. Cuando lo hayas llevado a casa,
pedirás a tu niñera un poco de cerato y se lo pondrás sobre las heridas.
Sofía, por supuesto, no estaba contenta de que el pollo estuviese
herido, pero estaba encantada de tener que poner cerato sobre sus
heridas. Se adelantó, pues, a su mamá y corrió hasta la casa,
enseñándole el pollito a su niñera y pidiéndole le diera el cerato. Le
puso un montón de pomada sobre cada herida que sangraba y luego le
preparó una papilla de huevos, pan y leche, que aplastó y mezcló
durante una hora. El pollo sufría y estaba triste, y no quiso comer,
pero tomó varias veces agua fresca.
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Al cabo de tres días, las heridas del pollito ya se habían curado
y el animalito se paseaba delante de la escalinata en el jardín. Un
mes más tarde, se había convertido en un pollo de una belleza
notable y muy grande para su edad: fácilmente se le hubiese calculado
por lo menos tres meses. Sus plumas eran de un color negro azulado
muy raro, lisas y brillantes como si saliera del agua. Tenía la cabeza
cubierta por un moño enorme de plumas negras, anaranjadas, azules,
rojas y blancas. Su pico y sus patas eran rosados. Su porte era altivo y
sus ojos vivos y brillantes: jamás se había visto pollo más hermoso.
Sofía era la encargada de cuidarlo; ella era la que le llevaba la
comida, la que lo cuidaba cuando se paseaba delante de la casa.
Dentro de unos días debían reintegrarlo al gallinero, porque cada
vez resultaba más difícil cuidarlo, y a veces Sofía se veía obligada
a correr tras él durante media hora sin conseguir alcanzarlo. Una vez
el animalito casi se ahogó al arrojarse dentro de un estanque que no
había visto al correr demasiado aprisa para escaparse de Sofía.
La niña había tratado de atarle una cinta a la pata, pero el pollito se
había debatido tanto que hubo que quitársela por temor a que se
rompiera la pata. La mamá le prohibió entonces dejarlo salir fuera del
gallinero.
—Hay muchos buitres por los alrededores que podrían atraparlo, por
lo tanto, hay que aguardar a que sea más grande para dejarlo en
libertad — dijo la señora de Rean.
Pero Sofía, que no era obediente, continuó haciéndolo a escondidas
de su mamá, y un día, sabiendo que su mamá estaba ocupada
escribiendo, trajo el pollito delante de la casa, donde el animalito se
divertía buscando insectos y gusanitos en la arena y en la hierba. Sofía
peinaba a su muñeca a pocos pasos del pollo, a quien miraba a
menudo para evitar que se alejara. En cierto momento, al levantar la
vista, vio con sorpresa un gran pájaro con pico encorvado que estaba
parado a tres pasos del pollo. Miraba al animalito con aire feroz y a
Sofía con temor. El pollito no se movía: se hallaba todo acurrucado y
temblando.
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—¡Qué pájaro tan extraño! —se dijo Sofía—. Es hermoso, pero ¡qué
aspecto tan singular tiene! Cuando me mira parece como si sintiese
miedo, pero cuando mira al pollo parece furioso. ¡Ja, ja, ja, qué
gracioso es!
En ese mismo instante el pájaro emitió un graznido agudo y salvaje
y se arrojó sobre el pollo, que contestó con un chillido plañidero, lo
agarró con sus garras y se lo llevó, elevándose en el aire.
Sofía quedó estupefacta. Su mamá, que acababa de acudir atraída
por los gritos del pájaro, preguntó a la niña qué había ocurrido. Sofía
le contó que un pájaro acababa de llevarse al pollo y que no
comprendía lo que aquello significaba.
—Eso significa que eres una pequeña desobediente, que el pájaro
era un buitre y que has dejado se llevase mi hermoso pollo, que en
este momento ya estará muerto y devorado por ese pájaro malo, y que
vas a volver a tu cuarto donde cenarás y donde permanecerás hasta
que yo te diga, para que aprendas a ser más obediente otra vez.
Sofía bajó la cabeza y se dirigió tristemente a su dormitorio; cenó la
sopa y el plato de carne que le trajo su niñera, que la quería mucho y
que lloró al verla llorar. Porque Sofía lloró por su pobre pollo, al cual
echó de menos durante mucho tiempo.
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CAPITULO VI
LAABEJA
Sofía y su primo Pablo jugaban un día en su cuarto. Se divertían
cazando las moscas que se paseaban por los vidrios de la ventana. A
medida que las cazaban, las metían en una cajita de papel que les
había hecho el papá de Sofía.
Cuando hubieron cazado muchas, Pablo quiso ver lo que hacían
dentro de la caja.
—Dame la caja —le dijo a Sofía que la tenía—. Vamos a mirar lo
que hacen las moscas.
Sofía se la dio; la entreabrieron con muchas precauciones y Pablo
aplicó su ojo a la abertura.
—¡Ah, qué divertido! ¡Cómo so mueven! ¡Cómo se pelean! ¡He
aquí une que arranca una pata a su amiga!... Las otras están furiosas...
¡Oh, cómo se pelean! Algunas acaban de caerse… Vuelven a
levantarse...
—Déjame mirar ahora a mí, Pablo — dijo Sofía.
Pablo no contestó y continuó mirando y contando lo que veía.
Sofía se impacientaba; tomó una esquinita de la caja y comenzó a
tirar suavemente de ella; Pablo tiró por su lado; Sofía se enojó y tiró
un poco más fuerte; Pablo tiró más fuerte a su vez; Sofía dio un tirón
tal que la cajita se rompió. Todas las moscas se escaparon de ella y se
posaron sobre los ojos, las mejillas, y las narices de Pablo y de Sofía
que trataban de desembarazarse de ellas dándose grandes palmadas.
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—Es culpa tuya —decía Sofía a Pablo—; si hubieras sido más
complaciente me habrías dado la caja y no la habríamos roto.
—No, la culpa es tuya —le contestó Pablo—. Si hubieses sido
menos impaciente hubieras esperado a que te diera la caja y la
tendríamos aún.
—¡No eres más que un egoísta y sólo piensas en ti! — insistió la
niña.
—¡Y tú eres rabiosa como los pavos de la granja! — hizo saber
Pablo.
—No soy rabiosa —protestó Sofía—. Lo que me parece es que eres
muy malo.
—No soy malo —negó Pablo—; pero te digo la verdad, y por ello
enrojeces enfadada y te pareces a los pavos con sus crestas rojas.
—¡No quiero jugar más con un muchacho tan malo como tú!
—acabó Sofía.
Y, mohínos, se fueron cada cual a un rincón. Sofía no tardó en
aburrirse, pero quiso hacer creer a Pablo que se divertía mucho.
Comenzó, pues, a cantar y a cazar moscas, pero ya no quedaban
muchas y las pocas que había no se dejaban coger. De pronto, se
fijó con alegría en una gruesa abeja que permanecía tranquilita en un
rinconcito de la ventana. Sofía sabía que las abejas pican y, por lo
tanto, no trató de cogerla con los dedos sino que sacó el pañuelo de su
bolsillo, lo colocó sobre la abeja y la cogió antes de que el pobre
animalito hubiese tenido tiempo de escaparse de aquella cárcel.
Pablo, que se aburría por su lado, miraba a Sofía y la vio cazar la
abeja.
—¿Qué piensas hacer con ese bicho? — le preguntó.
—Déjame tranquila, malo —contestó Sofía, rudamente—. ¿Qué te
importa a ti lo que pienso hacer?
—Usted perdone, Doña Furia — dijo Pablo, con ironía—. Me había
olvidado que era usted una chica mal educada.
—Le diré a mamá, señor —respondió Sofía, haciendo una
reverencia burlona—, que usted me encuentra mal educada. Como es
ella quien me educa, le gustará saberlo.
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—¡No, Sofía, no le digas nada! ¡Me regañará! — exclamó Pablo,
inquieto ahora.
—¡Sí, sí! Se lo diré —amenazó la niña—. Y si te regañan, tanto
mejor. ¡Me alegraré!
—¡Mala! ¡No te hablaré nunca más!
Y Pablo dio vuelta a su silla para no ver a Sofía, la cual, encantada
de haber asustado al niño, volvió a ocuparse de su abeja. Levantó
despacito una punta de su pañuelo, apretando un poco la abeja entre
sus dedos a través del pañuelo para evitar que se escapara, y sacó de
su bolsillo su cuchillito.
—Le cortaré la cabeza —se dijo— para castigarla por todas las
picaduras que haya dado.
En efecto, Sofía colocó la abeja sobre el suelo sujetándola siempre
con el pañuelo y, de un cuchillazo, le cortó la cabeza; luego, como
encontró que era muy divertido, continuó cortándola en pedazos.
Estaba tan ocupada con la abeja, que no oyó entrar a su mamá, la
cual, viéndola arrodillada y casi inmóvil, se acercó a ella despacio
para ver lo que hacía. Así vio cómo la niña cortaba la última pata de la
abeja.
Indignada por la crueldad de Sofía, la señora de Rean le dio un
fuerte tirón de orejas.
Sofía lanzó un grito poniéndose en pie de un salto y se quedó
temblorosa delante de su madre.
—Eres una niña mala; has hecho sufrir a ese insecto a pesar de lo
que te dije cuando salaste y cortaste mis pobres pececillos...
—¡Ya no me acordaba, mamá! — gimió Sofía.
—Pues yo me encargaré de hacértelo recordar —aseguró la señora
de Rean—. Primeramente, te quitaré tu cuchillito y no te lo devolveré
hasta dentro de un año, y luego te obligaré a llevar colgados de tu
cuello los trozos de la abeja sujetos a una cinta, hasta que se
conviertan en polvo.
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Por más que Sofía lloró y suplicó a su mamá para que no le hiciera
llevar los pedazos de la abeja como collar, la señora llamó a la niñera,
se hizo traer una cinta negra y cosió en ella los trozos de la abeja,
anudando luego la cinta al cuello de Sofía.
Pablo, no se atrevía a chistar; estaba consternado. Cuando Sofía se
quedó sola, toda llorosa y avergonzada de su collar, el niño trató de
consolarla por todos los medios que se le ocurrieron. La besó, le pidió
perdón por haberla hecho enfadar, y le quiso hacer creer que los
colores amarillo, anaranjado, azul y negro de la abeja lucían muy
bonitos sobre la cinta negra y que su collar parecía de azabache y de
pedrerías.
Sofía se sintió algo consolada por el afecto de su primo, pero
permaneció triste a causa de su collar. Durante una semana se
mantuvieron enteros los pedazos de la abeja. Finalmente, un día,
Pablo, al jugar con ella, los aplastó quedando sólo la cinta. Corrió
a hacérselo saber a su tía, quien permitió entonces que Sofía se
quitara la cinta negra del cuello.
Desde aquel día la niña no hizo sufrir nunca más a ningún animal.
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CAPITULO VII
LOS CABELLOS MOJADOS
Sofía era coqueta. Le agradaba ir bien vestida y que la encontraran
bonita. Y, sin embargo, no era linda; tenía una carita gordita y fresca,
con expresión alegre y hermosísimos ojos grises, una nariz respingada
y algo gruesa; la boca grande y siempre lista para reír, y cabellos
rubios, lacios, y cortados bastante cortos, como los de un chico.
Le agradaba aparecer siempre elegante y, sin embargo, siempre
andaba mal vestida. Tanto en verano como en invierno, lucía un
vestido de percal blanco, escotado y con mangas cortas; calcetines
gruesos y zapatos de cabritilla negra. Y nunca usaba sombrero ni
guantes, pues su mamá pensaba que convenía acostumbrarla al sol, a
la lluvia, al viento y al frío.
Lo que Sofía deseaba ardientemente era tener el cabello rizado. Un
día había oído admirar los lindos bucles rubios de una de sus
amiguitas, Camila de Fleurville, y desde entonces siempre había
tratado de que los suyos se rizaran también. Entre otras invenciones
que se le ocurrieron para lograrlo he aquí la más desgraciada de todas:
Sucedió cierta tarde que llovía muy fuerte y hacía mucho calor. Las
ventanas y la puerta de la sala que daban a la galería habían quedado
abiertas. Sofía se hallaba en la puerta. La mamá le había prohibido
salir afuera, por lo que de cuando en cuando la niña alargaba el brazo
para recibir la lluvia sobre él. Después alargó un poco el cuello para
recibir algunas gotas sobre la cabeza. Al sacar su cabeza al exterior,
descubrió un caño de desagüe del cual caía un gran chorro de agua. En
ese mismo momento recordó que los cabellos de Camila se rizaban
más cuando estaban mojados.
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—Si mojara los míos —pensó—, tal vez se rizarían también.
Y he aquí que Sofía, a pesar de la lluvia, salió y colocó su cabeza
bajo el caño del desagüe, recibiendo, con gran alegría, toda el agua
sobre la cabeza, el cuello, los brazos y la espalda. Cuando estuvo
completamente mojada, volvió a entrar en la sala, secándose la cabeza
con su pañuelo, teniendo buen cuidado de levantar su cabello hacia
arriba para que se rizara.
En un instante et pañuelo estuvo empapado y Sofía quiso correr a su
cuarto para pedir otro a su niñera, pero cuando se disponía a salir de la
sala, se encontró cara a cara con su mamá.
Mojada, con los cabellos revueltos y con expresión asustada, la niña
se quedó inmóvil y temblorosa. La madre, extrañada primero, la
encontró luego tan ridícula que se echó a reír.
—¡Qué hermosa ocurrencia has tenido, niña! —te dijo—. Si
pudieses ver la figura que tienes, te reirías de ti misma como me río yo
en este momento. Te había prohibido salir, y tú me has desobedecido
como de costumbre: para castigarte quiero que permanezcas tal cual
estás para la cena, con los cabellos revueltos y el traje empapado, a fin
de que papá y el primo Pablo se enteren de tus hermosas invenciones.
Aquí tienes mi pañuelo para terminar de secarte la cara, el cuello y los
brazos.
En el mismo momento en que la señora de Rean terminaba de
hablar, entraron Pablo y el señor Rean; ambos se detuvieron
estupefactos ante la pobre Sofía, roja, avergonzada, desesperada y
ridícula, y ambos se echaron a reír.
Cuanto más enrojecía y bajaba la cabeza Sofía, más ridícula y
desgraciada parecía, y más sus cabellos revueltos y su vestido
mojado le daban un aspecto burlesco. Por fin el señor de Rean
preguntó lo que significaba aquella mascarada y si Sofía iba a cenar
disfrazada, como si estuviesen en Carnaval.
—Se trata probablemente de una invención suya para que se ricen
sus cabellos —explicó la mamá—. Quiere tenerlos rizados como los
de Camila, que moja los suyos para hacerse los bucles. Seguramente
que Sofía pensó que con los de ella podía hacer igual.
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—¡Mi pobre Sofía! —exclamó el papá—. Anda, ve pronto a secarte,
a peinarte y a cambiarte.
—No —dijo la mamá—. Va a cenar luciendo ese lindo peinado y el
vestido lleno de arena, y de agua.
—¡No, tía! —terció Pablo—. perdónela. ¡Pobre Sofía parece tan
desgraciada...
—Opino como Pablo, querida —añadió el señor de Rean—, y te
pido clemencia por esta vez. Si vuelve a hacerlo será distinto.
—Te aseguro, papá, que no volveré a hacerlo nunca más — exclamó
Sofía, llorando.
La señora de Rean accedió:
—Para complacer a papá, te dejo ir a cambiarte. Pero no cenarás con
nosotros; no volverás a la sala hasta después de la cena.
El papá fue a protestar, pero su esposa le atajó diciéndole:
—No; no me pidas nada más. Se hará como he dicho. Vete ya, Sofía.
Sofía cenó en su habitación, después que la hubieron peinado y
vestido. Pablo fue en su busca después de cenar y la llevó a jugar
al cuarto de los juguetes.
Desde ese día, Sofía no probó más a ponerse bajo la lluvia para que
sus cabellos se le rizasen.
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CAPITULO VIII
LAS CEJAS CORTADAS
Otra cosa que Sofía deseaba mucho, era tener las cejas espesas y
bien marcadas. Un día, habían afirmado ante ella que la pequeña Luisa
Berg sería bonita si tuviese las cejas más marcadas.
Las cejas de Sofía eran escasas y rubias, por lo tanto, no se las veía
mucho. Había oído decir también que, para hacer crecer con más
fuerza el cabello, había que cortarlo a menudo.
Mirándose un día al espejo, Sofía encontró que sus cejas eran
demasiado escasas.
—Ya que para que el pelo crezca con más fuerza hay que cortarlo
—se dijo—, lo mismo debe ocurrir con las cejas, puesto que son
pelitos chicos. Voy a cortarlas para que vuelvan a crecer con más
fuerza.
Y tomando un par de tijeras, comenzó a cortar sus cejas lo más corto
que le fue posible. Se miró luego al espejo y como encontró que tenía
una cara rara, no se atrevió a ir a la sala.
—Esperaré a que la cena esté servida —se dijo—, así todos estarán
ocupados y nadie pensará en mirarme.
Pero su mamá, si no vería llegar, pidió a su primito Pablo que fuera
a buscarla.
—Sofía, Sofía, ¿dónde estás? —exclamó Pablo, entrando—. ¿Qué
haces? Ven a cenar.
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—Sí, sí, voy en seguida — contestó Sofía, andando hacia atrás para
que Pablo no viera sus cejas cortadas.
Finalmente, la niña empujó la puerta y entró.
Apenas hubo puesto los pies en la sala todo el mundo se echó
a reír al verla.
—¡Qué cara! — exclamó el señor de Rean.
—¡Se ha cortado las cejas! — exclamó la mamá.
—¡Qué fea está! — exclamó Pablo.
—Es extraño cómo la cambian sus cejas cortadas — dijo el señor
d'Aubert, que así se llamaba el papá de Pablo.
—Jamás he visto rostro más singular — dijo su esposa.
Sofía permanecía inmóvil, con los brazos caídos y la cabeza
gacha, no sabiendo dónde ocultarse.
Por lo tanto, se sintió aliviada cuando su mamá le dijo:
—Vete a tu cuarto, niña; no haces más que disparates. Sal de aquí, y
que no vuelva a verte en toda la noche.
Sofía se marchó. La niñera se echó a reír, también, cuando la vio con
aquel rostro gordito, rojo y sin cejas. Y todos igual. Por más que Sofía
se enfadara, todos los que la veían se reían al verla, y le aconsejaban
dibujara con carbón las cejas que le faltaban.
Al otro día, Pablo le trajo un paquetito muy bien envuelto,
—Toma, Sofía —le dijo al dárselo—. Te lo envía mi papá.
—¿Qué es? — preguntó la niña, tomando impaciente el paquetito.
Cuando lo hubo abierto, encontró que contenía dos enormes cejas
negras y tupidas.
—Me ha dicho que son para que las pegues en lugar de las que no
tienes — le dijo Pablo.
Sofía se enfadó mucho y arrojó las cejas a Pablo, que huyó
riendo.
Las cejas de Sofía tardaron seis meses en volver a crecer, y
nunca salieron tan tupidas como lo deseaba la niña. Desde aquella vez,
Sofía no volvió a tratar de embellecer sus cejas.
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CAPITULO IX
EL PAN DE LOS CABALLOS
Ya hemos dicho que Sofía era golosa. Su mamá, que sabía que era
malo para la salud comer demasiado, le había prohibido que comiera
entre las comidas, pero Sofía, que siempre tenía apetito, comía todo lo
que encontraba.
Todos los días, después del almuerzo, a eso de las dos de la tarde, la
señora de Rean iba a dar pan y sal a los caballos del señor Rean, que
tenía más de un centenar.
Sofía seguía a su mamá con una canasta llena de pedazos de pan
negro, que le entregaba uno a uno al llegar a cada cuadra. La señora le
tenía prohibido seriamente que comiera de aquel pan, pues como era
negro y mal cocido, podía hacerle mal al estómago.
La señora siempre terminaba su recorrido por la cuadra de los
poneys. Sofía tenía un poney suyo que su papá le había regalado: era
un caballito negro, más pequeño que un asno, y la mamá le permitía
que ella misma presentara el pan al caballito. A menudo la niña daba
un mordisco al trozo de pan antes de dárselo al caballo.
Un día, que sentía más antojo por ese pan negro, que de costumbre,
tomó el pedazo entre sus dedos de modo que sólo sobresaliera un
pedacito de ellos.
—El poney comerá lo que sobresale de mis dedos, y yo comeré el
resto.
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Presentó el pan a su caballito, que lo cogió al mismo tiempo que la
punta del dedo de Sofía, mordiéndolo violentamente. Sofía no se
atrevió a gritar, pero el dolor le hizo soltar el pan, que cayó a tierra: el
caballo dejó entonces el dedo para comer el pan.
El dedo de Sofía sangraba tanto que la sangre corría por el suelo.
Sacó la niña su pañuelo del bolsillo y envolvió con él su dedo,
apretándolo muy fuerte, lo que detuvo la sangre, pero no antes de que
el pañuelo estuviese empapado. Sofía ocultó su mano envuelta bajo su
delantal y su mamá no se percató de nada.
Pero, cuando se pusieron a la mesa para cenar, Sofía no tuvo más
remedio que mostrar su mano, que no estaba aún lo suficiente
cicatrizada como para que la sangre dejara de correr. Sucedió, pues,
que al tomar su cuchara, su vaso o su pan, manchaba el mantel. Al
verlo, su mamá le preguntó:
—¿Qué tienes en las manos, Sofía? El mantel está lleno de manchas
de sangre alrededor de tu plato.
Sofía no contestó.
—¿No oyes lo que te pregunto? —insistió la señora de Rean—. ¿De
dónde sale esa sangre que mancha el mantel?
—Es... es... de mi dedo, mamá — confesó Sofía.
—¿Y qué tienes en el dedo? ¿Desde cuándo estás lastimada?
—Desde esta mañana, mamá, —continuó la niña—. Mi poney me
mordió.
—¿Cómo pudo morderte ese poney que es más manso que un
cordero? — dijo la mamá muy sorprendida.
—Fue al darle el pan, mamá — aclaró Sofía.
—¿Acaso no colocaste el pan en tu mano abierta como tantas veces
te lo he recomendado?
—No, mamá, lo tenía entre mis dedos — explicó la niña.
Tal respuesta hizo que la señora de Rean decidiera:
—Puesto que eres tan tonta, no darás más pan a tu caballo.
Sofía se guardó bien de contestar; pensó que tendría siempre la
canasta en la que llevaba el pan para los caballos, y que de cuando en
cuando podría tomar algún que otro pedazo.
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Al día siguiente, pues, siguió a su mamá a las cuadras, y mientras le
entregaba los pedazos de pan, tomó uno que ocultó en su bolsillo y
que comió mientras su mamá no la miraba.
Cuando llegaron al último caballo, no había nada para darle de
comer. El palafrenero aseguró que había puesto en el canasto tantos
pedazos de pan como caballos había. La mamá le hizo ver que faltaba
uno. Mientras hablaba, miró a Sofía, quien, con la boca llena, se
apresuraba a tragar el último bocado de su pan, sin siquiera tomarse el
tiempo suficiente para masticarlo. Su mamá vio que estaba comiendo
y que debía ser el pedazo que faltaba. El caballo aguardaba su pan, y
demostraba su impaciencia arañando la tierra con su pata y
relinchando.
—¡Golosa! —dijo la señora Rean—. Mientras yo no te miraba,
robaste el pan de mis pobres caballos y me desobedeciste, pues sabes
perfectamente que te he prohibido, muchas veces, que comieras de ese
pan. Vete ahora a tu cuarto, y sabe que no vendrás más conmigo a dar
de comer a los caballos. Además, esta noche, para cena, sólo te
enviaré pan y sopa de pan, puesto que tanto te agrada.
Sofía bajó tristemente la cabeza, y con pasos lentos se dirigió hasta
la casa y entró en su habitación.
—¿Cómo, cómo? —le dijo su niñera—. ¿Otra vez con el semblante
triste? ¿Estás otra vez castigada? ¿Qué nueva picardía has hecho?
—Sólo he comido el pan de los caballos —contestó Sofía, llorando—.
¡Me gusta tanto! El canasto estaba tan lleno que creí que mamá no
notaría nada. Esta noche no me darán otra cosa que sopa y pan para
cenar — añadió llorando más fuerte.
La niñera la miró con compasión y suspiró. Mimaba a Sofía y le
parecía que su mamá era a veces demasiado severa con ella, y trataba
de consolar a la niña y de hacer que sus castigos fuesen menos duros.
Por lo tanto, cuando el criado trajo la sopa, el pedazo de pan y el vaso
de agua que debía constituir la cena de Sofía, los tomó de mal modo,
los colocó sobre una mesa y fue a abrir un armario de donde sacó un
gran pedazo de queso y un tarro de dulce, y dijo a Sofía:
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—Toma, come primero el queso con tu pan, y luego el dulce.
Y viendo que Sofía vacilaba, añadió:
—Tu mamá no te ha mandado más que pan, pero no me ha
prohibido que le ponga algo encima.
—Pero cuando mamá me pregunte si me han dado otra cosa que
pan, tendré que decírselo, y entonces... — observó la niña, temerosa.
—Entonces... —repitió la niñera—. Entonces, dirás que yo te he
dado pan y dulce, y que te he ordenado comerlos. Yo me encargaré de
explicarle que no he querido dejarte comer tu pan solo, pues es malo
para el estómago, y que además, hasta a los prisioneros se les da otra
cosa que pan.
La niñera hacía mal al aconsejar a Sofía que comiera a escondidas lo
que su mamá le prohibía, pero la niña. que era muy pequeñita y tenía
grandes deseos de comer el queso que tanto le gustaba, y el dulce que
le gustaba aún más, obedeció a su niñera, e hizo una cena excelente.
La niñera añadió un poco de vino al agua, y para reemplazar al postre,
le dio un vaso de agua con vino azucarado, dentro del cual Sofía mojó
el pan que le quedaba.
—¿Sabes lo que tienes que hacer otra vez que estés castigada o que
tengas ganas de comer algo? Ven a decírmelo, y yo me encargaré de
encontrarte algo bueno para darte, y que será más rico que ese feo pan
negro que comen los caballos y los perros.
Sofía prometió a su niñera no olvidarse de su recomendación cada
vez que tuviera deseos de comer algo rico.
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CAPITULO X
LA CREMA Y EL PAN CALIENTE
Sofía era golosa, ya os lo hemos repetido. No se olvidó, pues, de lo
que su niñera le dijera, y un día que había almorzado poco porque
sabía que la granjera debía traerle algo bueno a su niñera, le dijo que
sentía apetito.
—Magnífico —contestó la niñera—, está muy bien, pues la granjera
acaba de regalarme un gran bote de crema y un pan negro fresquito.
Te voy a dar un poco, verás lo sabroso que resulta.
Y colocó sobre la mesa un pan aún caliente y un gran bote de
excelente crema espesa. Sofía se arrojó encima de él como si estuviese
realmente hambrienta. En el mismo momento en que la niñera le decía
que no comiera demasiado, oyó la voz de su mamá que la llamaba:
¡María! ¡María!
La niñera se dirigió al momento a la salita donde se hallaba la señora
de Rean para saber lo que ésta deseaba. La señora le dijo que
preparara un trabajo de costura para Sofía.
—Pronto tendrá cuatro años —dijo la señora de Rean—, y es tiempo
de que aprenda a coser.
—¿Y qué trabajo desea la señora que haga una niña tan pequeña?
—Prepárale una servilleta o un pañuelo para que haga los
dobladillos.
La niñera no contestó, y salió de la sala de bastante mal humor.
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Al regresar a la habitación donde se hallaba Sofía, vio que la niña
seguía comiendo. El bote de crema estaba casi vacío, y faltaba un
pedazo enorme de pan.
—¡Dios mío! —exclamó mientras preparaba el dobladillo para
Sofía—. ¡Te vas a poner enferma! ¿Es posible que te hayas comido
todo eso? ¿Qué dirá tu mamá si te pones mala? Vas a hacer que me
riñan.
—No temas, María —dijo Sofía—. Tenía mucho apetito y no me
pondré enferma. ¡Es tan rica la crema y el pan caliente! ¡Qué a gusto
lo comí!
—Sí; pero resulta pesado para el estómago —observó la niñera—.
¡Dios mío! ¡Qué enorme pedazo de pan te has comido! Mucho temo
que te pongas mala.
Sofía, besándola, aseguró:
—No, querida María, quédate tranquila, te aseguro que me siento
muy bien.
La niñera le dio un pañuelito para dobladillar y le dijo que se lo
llevara a su mamá, que deseaba enseñarle a coser.
Sofía corrió a la sala donde la esperaba su mamá, y le dio el
pañuelo. La mamá le enseñó cómo había que pinchar la aguja y
volverla a sacar; para comenzar, Sofía lo hizo muy mal, pero después
de todo le pareció que era muy divertido coser.
—¿Me dejas, mamá, que vaya a enseñar mi trabajo a mi niñera?
— preguntó.
—Sí, puedes ir, y luego vuelve para guardar tus cosas y jugar a mi
lado.
Sofía corrió al cuarto de la niñera, y ésta se extrañó mucho al
ver el dobladillo casi terminado y tan bien cosido. Inquieta, le
preguntó si no sentía dolor de estómago.
—No, María —contestó Sofía—, pero no tengo más apetito.
—¡Bueno fuera, después de lo que has comido! Pero, vuelve al lado
de tu mamá, pues la señora podría reñirte.
Sofía regresó a la sala, guardó sus útiles de costura y se puso a jugar.
Mientras jugaba, se sentía mal: la crema y el pan caliente le pesaban
en el estómago y tenía dolor de cabeza.
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Acabó por sentarse en su sillita y permanecer allí sin moverse y con
los ojos cerrados.
La mamá, no oyendo ruido, se volvió para mirarla, y vio a Sofía
pálida y que parecía enferma.
—¿Qué tienes, Sofía? —preguntó inquieta—. ¿Estás enferma?
—Me siento mal, mamá —contestó la niña—, me duele la cabeza.
—¿Desde cuándo?
—Desde que he terminado de coser.
—¿Has comido algo?
Sofía vaciló, y contestó en voz baja:
—No, mamá, nada.
—Veo que mientes. Voy a ir a preguntárselo a tu niñera, ella me lo
dirá.
La mamá salió y permaneció fuera algunos minutos. Cuando
regresó, parecía muy enojada.
—Has mentido, niña. Tu niñera me confesó que te había dado pan
caliente y crema y que tú habías comido como una glotona. Tanto peor
para ti, puesto que estarás enferma y no podrás acompañarnos mañana
a cenar a casa de tu tía Aubert ni jugar con tu primito Pablo. Allí te
hubieras encontrado además con Camila y Magdalena de Fleurville.
Pero en lugar de divertirte, de correr en el bosque en busca de fresas,
te quedarás sola en casa y no comerás otra cosa que sopa.
La señora de Rean tomó a Sofía de la mano, que le abrasaba, y la
llevó a su cuarto para hacerla acostar.
—Le prohíbo dar de comer a Sofía hasta mañana —le dijo a la
niñera—; hágale beber agua o infusión de hojas de naranjo, y si
vuelve usted a hacer lo que hizo esta mañana, la despediré
inmediatamente.
La niñera, que se sentía culpable, no contestó. Sofía que estaba
realmente enferma, se dejó acostar sin decir nada. Pasó una noche
muy mala y agitada; sufría mucho de la cabeza y del estómago; por
fin, al amanecer, se quedó dormida, cuando se despertó aún le dolía un
poco la cabeza, pero el aire fresco le sentó bien. Pasó el día muy triste
y aburrida, lamentando no poder asistir a la cena en casa de su tía.
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Estuvo enferma durante dos días más. Desde entonces, se
sintió tan asqueada de la crema y del pan caliente, que jamás los
volvió a probar.
A veces iba, con su primo y sus amigas, a las casas de los granjeros
de las cercanías. Todos a su alrededor comían con fruición crema y
pan negro; sólo Sofía no comía nada. La sola vista vista de aquella
deliciosa crema espesa y espumosa y del pan casero, le recordaba lo
que había tenido que sufrir por haber comido demasiado de ambas
cosas, y su sola evocación le daba náuseas. Desde entonces tampoco
volvió más a hacer caso de los consejos de su niñera, la cual no duró
mucho más tiempo en la casa. Como la señora de Rean ya no tenía
confianza en ella, tomó otra que era muy buena, pero que jamás
permitía que Sofía hiciera lo que su mamá le prohibía.
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CAPITULO XI
LAARDILLA
Un día, Sofía se paseaba con su primo en un bosquecillo de robles
que no distaba mucho del castillo. Ambos buscaban y recogían
bellotas para hacer con ellas canastos, zuecos y barcos. De pronto
Sofía sintió que una bellota le caía sobre la espalda; mientras se
inclinaba para recogerla, otra bellota le cayó sobre la punta de la oreja.
—¡Pablo, Pablo! —dijo—. ¡Ven a ver estas bellotas que me han
caído encima, están roídas! ¿Quién puede haberlas roído allí arriba?
Los ratones no suben a los árboles, y los pájaros no comen las
bellotas.
Pablo cogió las bellotas y las miró, luego levantó la cabeza,
exclamando:
—¡Es una ardilla! ¡La estoy viendo! ¡Está en lo alto del árbol sobre
una rama! ¡Nos mira como si se burlara de nosotros! Fíjate bien.
Sofía miró también hacia arriba y vio una linda ardillita, con su
hermosa cola erguida que parecía un penacho. Se limpiaba el
hociquito con sus patitas delanteras; de cuando en cuando miraba a
Sofía y a Pablo, y saltaba de una rama a otra.
—¡Cómo me agradaría tener esa ardilla! —exclamó Sofía—. ¡Qué
linda es, y cómo me divertiría jugando con ella, paseándola y
cuidándola!
—No sería difícil cazarla —aseguró Pablo—. Pero papá dice que las
ardillas huelen muy mal en una habitación, y que, además, roen todo
lo que encuentran.
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—A mí no me estropearía nada —aseguró la niña—. Guardaría
todas mis cosas, tampoco dejaría que hiciese mal olor, pues limpiaría
su jaula dos veces por día. Pero ¿cómo harías para cogerla? — acabó
preguntando.
Pablo se lo explicó:
—Tomaría una jaula un poco grande; pondría en ella nueces,
avellanas y almendras, es decir, todo lo que agrada a las ardillas;
colocaría la jaula cerca de este roble, dejaría la puerta abierta y
ataría a ella una cuerda. Me ocultaría detrás de un árbol cercano y
cuando la ardilla entrara en la jaula para comer, tiraría de la cuerda
para cerrar la puerta,y la ardilla se encontraría cogida.
—Pero la ardilla no querrá entrar en la jaula; tendrá miedo.
—Nada de eso; las ardillas son golosas, y no resistirá a la tentación
de las almendras y de las nueces.
—¡Cázala, te lo ruego, mi querido Pablo! —pidió Sofía—. ¡Me
darías tal alegría!
—Pero ¿qué dirá tu mamá? —preguntó Pablo, inquieto—. Tal vez
no quiera tenerla.
—Sí, querrá —aseguró la niña—. Se lo pediremos tanto, tanto, que
consentirá.
Los dos niños regresaron corriendo a la casa. Pablo se encargó de
explicar el asunto a la señora de Rean, quien al principio se negó, pero
terminó por consentir, aunque advirtiendo a Sofía:
—Te prevengo que tu ardilla no tardará en fastidiarme: subirá por
todos lados, roerá tus libros y tus juguetes, producirá mal olor y será
insoportable.
—¡Oh, no, mamá! —exclamó la ilusionada chiquilla—. Te prometo
cuidarla tan bien que no estropeará nada.
—Que quede bien entendido que no quiero que tu ardilla entre
ni en la sala, ni en mi habitación. La guardarás siempre en la tuya.
—Sí, mamá, se quedará siempre allí, excepto cuando la lleve de
paseo.
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Sofía y Pablo corrieron, felices, a buscar una jaula. Encontraron una
en el desván que ya había servido para una ardilla. La bajaron, la
limpiaron ayudados por la niñera y pusieron dentro almendras frescas,
nueces y avellanas.
—Y ahora, vamos pronto a llevarla bajo el roble —dijo Sofía—.
¡Con tal que la ardilla esté aún allí!
—Aguarda un momento —pidió Pablo—. He de atar esta cuerda a la
puerta. La tengo que pasar entre los barrotes para que la puerta se
cierre en cuanto yo tire.
—Temo que la ardilla se haya ido.
—No, se quedará allí o por los alrededores hasta la noche —aseguró
el niño—. Ya está... he terminado. Tira de la cuerda para ver si
funciona bien.
Sofía tiró, y la puerta se cerró en seguida. Los niños, encantados,
fueron a llevar la jaula al bosquecito. Al llegar cerca del roble, miraron
si la ardilla estaba aún allí, pero no la vieron, y tampoco vieron
moverse las hojas y las tramas. Desesperados, los niños fueron
mirando por los demás árboles, cuando de pronto, Sofía recibió sobre
la frente una bellota roída como las de la mañana.
—¡Está ahí, está ahí! —exclamó—. ¡Le veo la punta de la cola que
pasa por detrás de esa rama tupida!
En efecto, la ardilla, al oír hablar, avanzó su cabecita a fin de
enterarse de lo que sucedía.
—Muy bien, muy bien, amiguita —dijo Pablo—. Ahí estás y pronto
estarás en prisión. Mira, he aquí provisiones que te hemos traído. Sé
golosa, amiga mía, sé golosa; verás cómo se castiga el ser golosa.
La pobre ardilla, que estaba muy lejos de suponer que en breve
se convertiría en una desgraciada prisionera, miraba todo con
expresión burlona, moviendo su cabecita de derecha a izquierda. Vio
la jaula que Pablo colocara en el suelo, y echó una mirada de deseo
sobre las almendras y las nueces.
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Cuando los niños se hubieron ocultado detrás del tronco del roble,
descendió dos o tres ramas más abajo; luego se detuvo, miró por todos
lados, bajó un poco más y continuó descendiendo en esa forma, poco a
poco, hasta que se encontró sobre la jaula.
Pasó una patita por entre los barrotes, luego otra, pero como no
podía coger nada y las almendras le parecían cada vez más apetitosas,
buscó la forma de entrar en la jaula, y no tardó mucho en encontrar la
puerta. Se detuvo a la entrada, miró la cuerda con cierta desconfianza,
alargó una patita para alcanzar las almendras o las nueces, pero no
pudiendo conseguirlo, se animó por fin a entrar en la jaula.
Apenas estuvo dentro, los niños, que miraban desde su escondite,
con el corazón palpitante, los movimientos de la ardilla, tiraron de la
cuerda y la ardilla se encontró cazada. Amedrentado, el animalito dejó
escapar la almendra que comenzaba a mordisquear y se puso a dar
vueltas y más vueltas en la jaula para huir. Pero ¡ay! La pobrecita
debía pagar caro se golosa.
Los niños se precipitaron sobre la jaula; Pablo cerró cuidadosamente
la puerta y llevó la jaula al cuarto de Sofía. Esta corría delante,
llamando a su niñera con aire de triunfo, para enseñarle su nuevo
amigo.
A la niñera no le hizo ninguna gracia aquel nuevo huésped.
—¿Qué haremos con este animal? —dijo—. Nos lo va a roer todo, y
hará un ruido insoportable. ¿Qué idea has tenido, Sofía, de traernos
este feo animal?
—Este animalito no es feo —contradijo Sofía—. La ardilla es un
animal precioso. Y además, no hará ningún ruido ni roerá nada. Y yo
me cuidaré de él.
—¿Sí? —se burló la niñera—. ¡Cuánto compadezco al pobre
animalito! No tardarás en dejarlo morir de hambre.
—¡Morir de hambre! —protestó Sofía, con indignación—. ¡Nada de
eso! Le daré avellanas, almendras, pan, azúcar y vino.
—¡Qué bien alimentada estará esta ardilla! —siguió la niñera,
siempre burlona—. Pero el azúcar hará que se le pique la dentadura y
el vino la emborrachará.
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Esto hizo reír a Pablo, quien dijo:
—¡Ja, ja, ja! ¡Una ardilla borracha! ¡Qué divertido será!
—Nada de eso, tonto —declaró su prima—. Mi ardilla no se
emborrachará. Será muy razonable.
—Veremos —acabó la niñera—. Mientras tanto, voy a traerle un
poco de paja para que pueda dormir. Parece muy asustada; no creo que
esté muy contenta de haberse dejado atrapar.
—La voy a acariciar para que se acostumbre a mí y para hacerle
comprender que no le haremos daño — dijo Sofía.
La niña metió su mano en la jaula; la ardilla, asustada, huyó a un
rincón. Sofía alargó la mano para cogerla; pero en el momento que la
iba a agarrar, el animalito le mordió un dedo, motivando que la
chiquilla se pusiera a gritar y retirase rápidamente su mano que tenía
llena de sangre. La puerta quedó abierta y la ardilla se precipitó fuera
de la jaula y se puso a correr por toda la habitación.
La niñera y Pablo corrieron tras ella, pero, en cuanto creían haberla
alcanzado, la ardilla daba un brinco y volvía a escaparse continuando
su carrera por el cuarto.
Sofía, olvidándose de su dedo que sangraba, quiso ayudarles.
Continuaron la caza durante casi media hora; la ardilla empezaba a
cansarse y no tardaría en ser capturada, cuando de pronto vio la
ventana que había quedado abierta: inmediatamente se abalanzó hacia
ella y trepó por el muro hasta el techo.
Sofía, Pablo y la niñera bajaron corriendo al jardín. Desde allí
pudieron ver a la ardilla encaramada sobre el techo, y medio muerta
de cansancio Y de miedo.
—¿Qué hacer? ¿Qué hacer? — exclamó Sofía.
—Nada; hay que dejar a ese animal —contestó la niñera—. ¿No ves
que ya te ha mordido?
—Es porque no me conoce aún, pero cuando vea que le doy de
comer, me querrá —afirmó la niña.
—Creo que no te querrá, porque es demasiado vieja para
acostumbrarse al cautiverio —declaro Pablo en tono de sábelotodo—.
Hubiera sido necesario atrapar una ardilla más joven.
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—¡Oh, Pablo! —le pidió su prima—. Arrójale tu pelota para
obligarla a bajar. Una vez abajo, la volveremos a capturar y la
encerraremos.
El niño re encogió de hombros, respondiendo:
—Como quieras, pero no creo que quiera bajar de nuevo.
Pablo se fue en busca de su gran pelota, que lanzó con toda destreza
contra la ardilla. La pelota volvió a caer al suelo, y detrás de ella cayó
la ardilla; la pelota siguió saltando sobre el suelo, pero la ardilla al
tocar tierra quedó muerta, con la cabeza ensangrentada y las patas
rotas. Sofía y Pablo se acercaron pare atraparla y permanecieron
estupefactos ante el pobre animalito destrozado.
—¡Malo, Pablo! —dijo Sofía—. ¡Has matado mi ardilla!
—Es culpa tuya —se defendió el chico—. ¿Por qué quisiste que la
hiciera bajar lanzándole mi pelota.
—Debías haberla asustado pero no matado — insistió Sofía.
—No quise matarla. Le di con mi pelota sin querer – afirmó Pablo.
—No eres diestro, sino malo —lloró la niña—. ¡Vete! ¡ No te quiero
más!
—Y yo te detesto —aseguró el niño—. Eres más tonta que la ardilla.
—¡Eres un muchacho malo! —pateó Sofía—. ¡Jamás volveré a
jugar contigo! ¡Nunca más te pediré nada!
—Tanto mejor, señorita —declaró Pablo—. Estaré más tranquilo y
no tendré que ayudarte a hacer tus fechorías.
La niñera decidió que era el momento de intervenir:
—¡Vamos, niños! En lugar de reñir, reconoced que ambos sois
culpables de la muerte de la ardilla. ¡Pobre animalito! Es más
feliz que si hubiese conservado la vida, pues al menos, ahora no sufre.
Voy a llamar a alguien para que lo recoja y lo arroje a alguna zanja. Y
tú, Sofía, sube a tu cuarto y baña tu dedo con agua fría. En seguida iré
a reunirme contigo.
Sofía se alejó seguida por Pablo. Este era un niño bueno, e incapaz
de guardar rencor. Así, en lugar de continuar enfadado con Sofía, le
ayudó a verter agua en una jofaina y a mojar su dedo en ella. Cuando
subió la niñera, envolvió el dedo de Sofía en algunas hojas de lechuga
y en un trapito. Cuando entraron en la sala los niños estaban algo
avergonzados por tener que contar el fin de su aventura con la ardilla.
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Los papás se burlaron de ellos. La jaula de la ardilla fue llevada de
nuevo al desván y el dedo de Sofía le dolió durante varios días.
Después, no pensó más en la ardilla sino para decirse que no quería
volver a tener ninguna.
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CAPITULO XII
EL TE
Era el 19 de julio, cumpleaños de Sofía: cumplía cuatro años. Ese
día su mamá siempre le hacía un bonito regalo, pero nunca le decía
antes lo que le regalaría. Sofía se había levantado más temprano que
de costumbre, y se daba prisa en vestirse para ir al cuarto de su madre,
deseosa de recibir su regalo.
—¡Pronto, pronto, María! —decía—. ¡Tengo tantos deseos de saber
lo que mamá me regalará para mi cumpleaños!
—¡Pero déjame tiempo para peinarte! —le pidió la niñera—. No
puedes ir con el cabello como lo tienes. ¡Vaya una manera bonita de
comenzar tus cuatro años!... ¡Quédate quieta, no te muevas más!
—¡Ay! ¡Ay! ¡Me estás arrancando el cabello, María! — gimió
la niña.
—Es porque mueves la cabeza hacia todos lados. ¿No ves? ¡Otra
vez! ¿Cómo puedo adivinar yo de qué lado se te antojará volver la
cabeza?
Por fin Sofía estuvo vestida y peinada y pudo correr a la habitación
de su mamá.
—Te has levantado muy temprano, Sofía —le dijo la mamá
sonriendo—. Veo que no te has olvidado de tus cuatro años y del
regalo que te debo. Toma, aquí tienes un libro, donde encontrarás
cómo divertirte.
Sofía, algo molesta, dio las gracias a su mamá y tomó el libro, que
estaba encuadernado en marroquí rojo.
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—¿Qué haré con este libro? —pensó—. No sé leer... ¿de qué me
servirá?
Su mamá la miraba y se reía.
—No pareces muy contenta con mi regalo —le dije—; sin embargo
es muy lindo. Encima dice: «Las Artes». Estoy segura de que te
divertirá mucho más de lo que supones.
—No sé, mamá... — dudó Sofía.
—Ábrelo y verás — le aconsejó su mamá.
Sofía quiso abrir el libro, pero con gran sorpresa, no pudo. Lo que le
extrañaba aún más era que al moverlo, hacía un ruido extraño, Sofía
miró extrañada a su mamá, y la señora de Rean, riendo más aún, le
dijo:
—Es un libro extraordinario, distinto de los demás que se abren
solos. Para, abrir éste hay que apoyar el pulgar sobre el medio del
canto.
La mamá apoyó ligeramente su pulgar en el lugar indicado, y la
parte superior del libro se levantó, y Sofía, llena de felicidad, vio que
no se trataba de un libro sino de una espléndida caja de pintura, con
sus pinceles, sus platillos y doce cuadernillos llenos de deliciosas
figuritas para pintar.
—¡Oh, gracias, gracias, mamita querida! — exclamó la niña—.
¡Qué contenta estoy! ¡Qué bonito es!
—Pero antes te sentiste decepcionada cuando creíste que te regalaba
un libro de verdad —observó su madre—. Podrás divertirte hoy
pintando con tu primo Pablo y tus amiguitas Camila y Magdalena, a
las que he invitado a que vengan a pasar el día contigo: llegarán a las
dos. Tu tía Aubert me encargó darte de parte suya este pequeño juego
de té. No podrá venir hasta las tres y quiso que tuvieras su regalo
desde por la mañana.
Llena de felicidad, Sofía tomó la bandeja con las seis tazas, la tetera,
el azucarero, y la jarrita para la leche. Pidió permiso para ofrecer el té
a sus amiguitas en aquel jueguecito.
—No —le dijo la señora de Rean—; os ensuciaríais con la leche, y
os quemaríais con el té. Haced como si lo tomarais y os divertiréis lo
mismo.
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Sofía no dijo nada, pero no estaba contenta.
—¿De qué me sirve ese juego de té —se dijo—, si no puedo ponerle
nada adentro? Mis amigas se burlarán de mí. ¡Tengo que buscar algo
para llenarlo! Voy a pedir consejo a mi niñera.
Sofía dijo a su mamá que deseaba enseñar sus juguetes a su niñera, y
se alejó con su caja de pinturas y su juego de té.
—Mira, María, los lindos regalos que acaban de hacerme mamá y tía
D'Aubert — le dijo en cuanto la vio.
—¡Qué juego de té más bonito ! —comentó la niñera—. ¡Cómo te
divertirás con él ! Pero el libro no me agrada mucho; ¿de qué te
servirá, puesto que no sabes leer?
—¡Bravo! —exclamó Sofía, riendo—. ¡Te he engañado como me
engañaron a mí! ¡No es un libro sino una caja de pinturas!
Y Sofía abrió la caja, que la niñera encontró preciosa. Después de
charlar sobre lo que haría durante el día, Sofía le dijo que le hubiera
gustado ofrecer el té a sus amiguitas, pero que su mamá no se lo
permitía.
—¿Qué pondré dentro de mi tetera, mi azucarero y mi jarrita para la
leche? ¿No podrías tú, mi querida María, ayudarme un poco y darme
algo para que se lo pudiera ofrecer a mis amigas?
—No, mi pobre niña —contestó la niñera—. Es absolutamente
imposible. Recuerda que tu mamá me dijo que me despediría si te
daba algo de comer cuando ella lo prohibía.
Sofía suspiró y permaneció pensativa; poco a poco su rostro se
iluminó: acababa de tener una idea. Ya veremos si aquella idea era
buena o no. Sofía jugó toda la mañana y luego almorzó; al regresar de
paseo con su mamá, dijo que iba a preparar todo para la llegada de sus
amiguitas. Colocó la caja de pinturas sobre una mesita, y sobre otra,
arregló las seis tazas y en el medio puso el azucarero, la tetera y la
jarrita.
—Ahora —se dijo— voy a preparar el té.
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Tomó la tetera y se fue al jardín a recoger algunas hojas de trébol
que metió dentro de la tetera; luego fue a tomar el agua del plato
donde le daban de beber al perrito de su madre y la vertió dentro de la
tetera.
—Ya está hecho el té —se dijo encantada—; ahora haré la leche.
Fue a buscar un pedazo de yeso que servía para limpiar la plata.
Raspó un poco con su cuchillito y lo echó dentro de la jarrita que
luego llenó con el agua del perro, mezclando todo bien con una
cucharita. Cuando el agua estuvo bien lechosa, volvió a colocar la
jarrita sobre la mesa. Ahora no le quedaba más que el azucarero para
llenar. Volvió a tomar más yeso y lo cortó en pedacitos con su
cuchillo, llenando con ellos el azucarero, que también volvió a colocar
en su lugar sobre la mesa, y luego miró su obra con aire satisfecho.
—¡Ya está! —se dijo frotándose las manos—. ¡Prepararé un té
magnífico! ¡Qué lista soy! ¡Apuesto a que Pablo o mis amigas nunca
hubieran tenido una idea tan magnífica!
Sofía tuvo que esperar a sus amigas media hora aún, pero no se
aburrió: se sentía tan satisfecha de su té que no quería alejarse, y se
paseaba en derredor de la mesa, mirándolo todo con aspecto feliz y
frotándose las manos mientras repetía:
—¡Dios mío! ¡Qué lista soy! ¡Qué lista soy!
Por fin llegaron Pablo y sus amiguitas. Sofía corrió a su encuentro,
las besó y las llevó sin perder un minuto a la salita para enseñarles sus
lindos regalos. Las engañó con su caja de pinturas como su mamá la
había engañado a ella y ella a su niñera. Todos encontraron el juego de
té precioso y querían comenzar en seguida la merienda, pero Sofía les
dijo que esperaran hasta las tres. Se pusieron, pues, a pintar las
figuritas de los libritos: cada cual tenía el suyo. Cuando hubieron
terminado de divertirse con la caja de pinturas, volvieron a guardar
todo con mucho cuidado y Pablo exclamó:
—¡Y ahora, tomemos el té!
—Eso es, tomemos el té — contestaron las tres niñitas a la vez.
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—Vamos, Sofía, haz los honores — pidió Camila.
—Tomad asiento todos alrededor de la mesa... Así, está bien…
Pasadme vuestras tazas para que les ponga azúcar... Ahora el té...
y la leche.. . Bebed ahora.
—Es extraño... este azúcar no se derrite — comentó Magdalena.
—Revuelve mejor y se derretirá — aconsejó Sofía.
—Pero el té está frío — observó Pablo.
—Es porque hace mucho que está hecho — le contestó su prima.
—¡Qué horror! ¿Qué es esto? ¡No es té! — chilló Camila,
probándolo y rechazándolo con asco.
—¡Es horrible! ¡Tiene gusto a yeso! — añadió Magdalena.
—¿Qué nos diste de beber, Sofía? — preguntó Pablo, escupiendo a
su vez—. Es horroroso, asqueroso...
—¿Os parece? — dijo Sofía molesta.
—¿Que si nos parece? —le gritó su primo—. ¡Merecerías que te
hiciéramos tragar tu horrible mejunje!
Sofía, alterándose ahora, contestó:
—¡Sois tan exigentes de contentar que nací os parece bueno!
—Confiesa, Sofía, que aun sin ser muy exigente, se puede decir
que tu té no está bueno — manifestó Camila, sonriendo.
—Lo que es yo, jamás he probado nada peor — declaró Magdalena.
Pablo, presentando la tetera a Sofía, la desafió.
—Trágalo, trágalo... ¡Verás si somos exigentes o no!
Sofía, debatiéndose de su primo, se negaba a beber.
—¡Déjame! ¡Déjame! — gritaba.
—¿No dices que somos exigentes? — gritaba Pablo insistiendo—.
¿Encuentras rico tu té? ¡Bébelo pues, lo mismo que tu leche!
Y Pablo, cogiendo a Sofía por el cuello, le vertió el té en la boca; se
disponía a hacer lo mismo con la pretendida leche, a pesar de los
gritos de Sofía, cuando Camila y Magdalena, que eran muy buenas y
tenían compasión de su amiga, se precipitaron sobre Pablo para
quitarle la jarrita. Pablo, furioso, las rechazó; Sofía aprovechó para
libertarse y las emprendió a golpes. Camila y Magdalena trataron
entonces de contener a Sofía; Pablo chillaba, Sofía gritaba, Camita y
Magdalena pedían socorro. Era una batahola ensordecedora.
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Las mamás, asustadas, llegaron corriendo. Al verlas aparecer los
niños se inmovilizaron.
—¿Qué sucede? — inquirió la señora de Rean, con severidad.
Nadie contestó.
—Camila, explícanos el motivo de esta batalla — ordenó a su hija la
señora de Fleurville.
Camila balbució:
—Mamá... Magdalena y yo no nos peleábamos con nadie.
—¿Cómo? ¿Que no os peleabais? Cuando entramos tú tenías a Sofía
de un brazo y Magdalena a Pablo de una pierna.
—Era para... impedirles que jugasen demasiado — explicó la pobre
Camila.
—¡Jugar! ¿Llamas a eso jugar?
Adivinando la verdad, la señora Rean afirmó:
—Deben ser Sofía y Pablo que han peleado como de costumbre; y
Camila y Magdalena habrán querido impedirlo. ¿No es así, Camila?
—Sí señora — reconoció Camila en voz baja y ruborizándose.
—¿No te da vergüenza de tu conducta, Pablo? —riñó la señora
D'Aubert—. Te encolerizas por cualquier cosa, y siempre estás
dispuesto a pelear.
—No fue por cualquier cosa, mamá —protestó Pablo—. Sofía quiso
hacernos beber un té tan horroroso que todos sentimos náuseas al
probarlo, y cuando nos quejamos, nos dijo que éramos muy exigentes
de contentar.
La señora de Rean tomó la jarrita de la leche y la olió, probando
luego su contenido con la punta de los labios. Hizo una mueca de asco
y dijo a Sofía:
—¿De dónde has sacado esta pretendida leche, señorita?
—La hice yo, mamá — respondió Sofía con la cabeza gacha y
avergonzada.
—¡Que tú la hiciste! ¿Y con qué? ¡Contesta!
Sofía del mismo modo añadió:
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—Con el yeso de limpiar la plata y et agua del perro.
—¿Y el té? — quiso saber la señora de Rean.
—Con hojas de trébol y el agua del perro — contestó la niña.
—¡Qué buen festín para tus amiguitas! ¡Agua sucia y yeso!
Comienzas bien tus cuatro años, desobedeciéndome cuando yo te
he prohibido preparar el té, y queriendo hacer tragar a tus amigas
un mejunje asqueroso y peleándote con tu primo. Para que esto no se
vuelva a producir, te quitaré tu juego de té, y te mandaría a cenar sola
en tu cuarto si no temiera estropear el placer de tus amiguitas.
Las mamás se alejaron, riéndose del ridículo festín inventado por
Sofía.
Los niños se quedaron solos; Pablo y Sofía avergonzados de su
pelea, no se atrevían a mirarse. Camila y Magdalena los abrazaron y
consolaron, tratando de reconciliarlos. Sofía besó a Pablo y pidió
perdón a todos, y todo fue olvidado. Corrieron al jardín donde cazaron
ocho hermosas mariposas que Pablo colocó en una caja con tapa de
vidrio. Pasaron el resto de la tarde arreglando la caja, para que las
mariposas estuviesen bien alojadas. Les pusieron hierbas, flotes, unas
gotas de agua azucarada, fresas y cerezas. Cuando llegó la noche,
Pablo se llevó la caja con las mariposas, pues Sofía, Camila y
Magdalena así se lo propusieron, comprendiendo el deseo que tenía de
conservarla él.
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CAPÍTULO XIII
LOS LOBOS
Sofía no era obediente, ya lo hemos visto en las historias que
acabamos de leer. Debía haberse corregido ya, pero aún no lo había
hecho, por lo que le sucedieron muchos otros percances.
Al día siguiente de cumplir sus cuatro años, su mamá la llamó y le
dijo:
—Sofía, te prometí que cuando tuvieras cuatro años me
acompañarías en mis largos paseos de la tarde. Hoy voy a ir a visitar
la granja de Esvitine, pasando por el bosque, y tú me acompañarás.
Sólo te pido que tengas cuidado de no quedarte rezagada, ya sabes que
ando de prisa y que, si te detienes, podrías quedarte muy lejos antes de
que yo lo advierta.
Sofía, encantada de realizar este largo paseo, prometió a su mamá
que la seguiría de cerca y que no se perdería en el bosque.
Pablo, que llegó en ese mismo momento, pidió permiso para
acompañarlas, llenando a Sofía de alegría.
Durante algún tiempo caminaron muy juiciosamente detrás de la
señora de Rean. Se divertían mirando correr y saltar los grandes perros
que la señora siempre llevaba consigo.
Llegados al bosque, los niños cogieron algunas flores que estaban a
su paso, pero sin detenerse.
90
A poca distancia del camino Sofía advirtió un hermoso fresal
cargado de fresas,
—¡Qué hermosas fresas! —exclamó—. ¡Qué lástima no poder
comerlas!
La señora de Rean oyó la exclamación, y volviéndose, le prohibió de
nuevo que se detuviera.
Sofía suspiró y echó una mirada de pesar sobre las hermosas fresas
que tanto le hubiera gustado comer.
—No las mires —le dijo Pablo— y no te acordarás más de ellas.
—Es que son tan rojas, tan bellas y tan maduras... —contestó su
prima—. ¡Deben estar riquísimas!
—Cuanto más las mires, más deseos tendrás de ellas. Ya que la tía te
ha prohibido recogerlas, ¿de qué te sirve mirarlas?
—Quisiera comer una sola... —insistió Sofía—. Eso no me
retrasaría mucho. Quédate conmigo y las comeremos juntos.
—No; no quiero desobedecer a la tía, y no quiero perderme en el
bosque — manifestó Pablo, siempre juicioso.
—No hay peligro —volvió a insistir su prima—. ¿No comprendes
que mamá ha dicho eso para meternos miedo? Siempre seríamos
capaces de volver a encontrar nuestro camino si nos quedábamos
rezagados.
—No; el bosque es muy tupido, y es muy posible que no pudiéramos
encontrarlo.
—Haz como quieras, miedoso. En cuanto a mí, al primer fresal que
vea, me detengo para comer algunas fresas.
—No soy ningún miedoso, señorita —protestó Pablo, indignado—.
Lo que sí eres tú es una desobediente y una golosa: Piérdete en el
bosque si te agrada; yo prefiero obedecer a la tía.
Y Pablo continuó siguiendo a la señora de Rean, quien andaba
bastante aprisa y sin volverse. Sus perros la rodeaban y caminaban
delante y detrás de ella.
Sofía no tardó en divisar un nuevo fresal tan hermoso como el
primero. Cogió una fresa y la comió, encontrándola deliciosa. Luego
tomó una segunda y una tercera. Después se arrodilló para cogerlas
con mayor comodidad y rapidez; de cuando en cuando echaba un
vistazo hacia su mamá y Pablo que se alejaban.
91
92
Los perros parecían inquietos, iban hacia el bosque y luego
regresaban. Terminaron por acercarse tanto a la señora de Rean que
ésta se detuvo para ver lo que les causaba temor, y a través de las
hojas del bosque vio unos ojos brillantes y feroces. En el mismo
instante oyó un ruido de ramas rotas y de hojas secas.
Se volvió para recomendar a los niños que marcharan delante de
ella, y ¡cuál no fue su horror al ver solamente a Pablo!
—¿Dónde está Sofía? — exclamó.
—Quiso quedarse a comer fresas, tía — contestó Pablo.
—¡Desgraciada! ¡Qué ha hecho! ¡Los lobos nos siguen! ¡Corramos a
salvarla!
La señora de Rean corrió, seguida por sus perros y por el pobre
Pablo aterrado, hacia el lugar en que debía haberse quedado Sofía. La
divisó a lo lejos, sentada en medio de las fresas que seguía comiendo
tranquilamente.
De pronto, dos de los perros lanzaron unos aullidos lastimeros y
avanzaron a toda velocidad hacia Sofía. En el mismo instante, un lobo
enorme, con los ojos que parecían echar chispas y con la boca abierta,
sacó su cabeza con precaución por entre las ramas.
Al ver acercarse a los perros, vaciló un instante, pero creyendo
tener tiempo, antes de su llegada, de alcanzar a Sofía y llevársela al
bosque para devorarla, dio un brinco prodigioso y se lanzó sobre
ella. Los perros, viendo el peligro que corría su amita, y
envalentonados por los gritos de la señora de Rean y de Pablo,
redoblaron su velocidad y cayeron sobre el lobo en el mismo
momento en que éste asía las faldas de Sofía para arrastrarla al
bosque.
El lobo, sintiéndose mordido por los perros, soltó a Sofía y comenzó
con ellos una terrible lucha que se hizo muy peligrosa con la llegada
de los otros dos lobos que habían seguido a la señora de Rean. Pero
los perros se batían con tanta valentía, que pronto los tres lobos se
vieron obligados a huir. Los canes, cubiertos de sangre y heridas, se
acercaron para lamer las manos de la señora y de los niños, que habían
presenciado temblorosos el combate.
93
La dama les devolvió sus caricias, y reanudó, luego, el camino
llevando a un niño de cada mano y rodeada por sus valientes
defensores.
—La señora de Rean no decía nada a Sofía. La niña casi no podía
andar: tanto le temblaban las piernas a causa del susto que se había
llevado. El pobre Pablo estaba casi tan pálido y tembloroso como su
prima. Salieron por fin del bosque y llegaron cerca de un arroyuelo.
—Detengámonos aquí —dijo la señora de Rean—, y bebamos todos
un poco de esta agua fresca, que nos hará bien para reponernos de
nuestro susto.
E inclinándose sobre el arroyuelo, la señora de Rean bebió algunos
sorbos y bañó su rostro y sus manos con el agua fresca. Los niños la
imitaron, y la señora de Rean les hizo meter la cabeza dentro del agua.
Pronto se sintieron reanimados y su temblor se calmó.
Los pobres perros se habían echado todos al agua, y salieron de su
baño limpitos y frescos.
Al cabo de un cuarto de hora, la señora de Rean se puso de pie para
continuar su camino. Los niños caminaban cerca de ella.
—Sofía —dijo—, ¿crees que tenía razón cuando te prohibí que te
detuvieras?
—Oh, sí, mamá —reconoció la niña, arrepentida—. Y te pido
perdón por haberte desobedecido. Y a ti, mi buen Pablo, quiero decirte
lo dolida que estoy por haberte llamado miedoso.
—¡Miedoso! ¿Lo llamaste miedoso? —exclamó su madre—. ¿No
sabes que cuando corrimos hacia ti, él fue quien corría delante?
¿No viste que cuando los demás lobos llegaron a socorrer a su
compañero, Pablo, armado con un garrote que había recogido al
correr, se abalanzó sobre ellos para impedirles el paso, y que tuve que
retenerlo para que no fuera en ayuda de los perros? ¿No viste también
que durante todo el combate siempre se mantuvo delante de ti para
impedir que los lobos llegasen hasta nosotros? ¿Así que Pablo es
miedoso?…
94
95
Sofía se echó al cuello de su primo y lo besó diez veces, diciéndole:
—Gracias, gracias, mi buen Pablo, mi querido Pablo, ¡te quiero y te
querré siempre de todo corazón!
Cuando llegaron a casa, todos se extrañaron de sus semblantes
pálidos y del vestido de Sofía, desgarrado por los dientes del lobo.
La señora de Rean contó su terrible aventura, y todos elogiaron a
Pablo por su obediencia y por su valor, mientras censuraban la
desobediencia de Sofía y su glotonería. También fue muy admirado el
valor de los perros, los cuales fueron muy acariciados y tuvieron una
excelente cena de huesos y restos de carne.
Al día siguiente, la señora de Rean obsequió a Pablo con un
uniforme completo de soldado zuavo. Este, loco de alegría, se lo puso
en seguida y fue a ver a Sofía. La niña lanzó un grito de terror al ver
entrar en su cuarto a un turco con turbante, sable y dos pistolas en la
cintura. Pero como Pablo se echó a reír y comenzó a brincar, Sofía lo
reconoció y lo encontró muy hermoso con su nuevo uniforme,
Sofía no fue castigada por su desobediencia. Su mamá pensó que ya
había sido bastante castigada con el susto que se había llevado, y que
no volvería a las andadas.
96
97
CAPITULO XIV
LA MEJILLAARAÑADA
Sofía era muy colérica. Era éste un defecto del cual no hemos
hablado aún. Cierto día, se divertía pintando en uno de sus
cuadernillos, mientras Pablo recortaba cartoncitos para fabricar
mesitas y bancos. Estaban ambos sentados ante una mesita, uno frente
al otro; Pablo, al balancear sus piernas, hacía mover la mesa.
—Ten cuidado —le dijo Sofía con impaciencia—, mueves la mesa y
no puedo pintar.
Pablo se quedó quieto durante unos minutos y luego se olvidó,
volviendo a hacer temblar la mesa.
—¡Eres insoportable, Pablo! —exclamó Sofía—. ¡Ya te he dicho
que me impedías pintar!
—¡Bah, para las preciosas cosas que pintas, no vale la pena que me
moleste! — comentó su primo.
—Ya sé que tú no te molestas nunca, pero, como me molestas a mí,
te vuelvo a repetir que dejes quietas tus piernas.
—A mis piernas no les agrada permanecer quietas —afirmó Pablo,
burlón—. Se mueven a pesar mío.
La niña, muy enojada, le advirtió:
—¡Te ataré con una cuerda esas piernas fastidiosas! Y si continúas
moviéndolas, te echaré de aquí.
98
99
—Prueba a hacerlo y verás lo que saben hacer los pies que están al
extremo de mis piernas — le contestó el niño también enfadado.
—¿Piensas darme puntapiés, malo?
—Desde luego, si tú me das de puñetazos.
Sofía, completamente encolerizada, arrojó el agua de las pinturas al
rostro de Pablo, quien, enojándose a su vez, dio un puntapié a la mesa
haciéndola caer con todo lo que se hallaba encima.
Sofía se abalanzó entonces sobre su primo y le arañó la mejilla de tal
modo, que la sangre comenzó a correr.
Pablo se puso a gritar, y Sofía, fuera de sí, siguió dándole golpes. El
niño, a quien no le agradaba pegar a Sofía, terminó por huir a un
gabinete, donde se encerró.
Por más que la enfadada niña golpeó en la puerta, Pablo no la abrió,
y ella terminó por calmarse. Cuando su ira hubo pasado, empezó a
arrepentirse de lo que acababa de hacer, recordando que su primo
había arriesgado su vida para defenderla de los lobos.
—Pobre Pablo —se dijo—. ¡Qué mala he sido con él! ¿Qué hacer
para que no esté más enfadado conmigo? No quisiera pedirle perdón...
Es tan fastidioso decir: «Perdóname...» Sin embargo —añadió,
después de haber reflexionado algo—, es mucho más vergonzoso ser
malo. ¿Y cómo me perdonaría Pablo si no le pido que lo haga?
Después de haber reflexionado un rato más, Sofía fue a llamar a la
puerta del gabinete donde el muchacho acababa de encerrarse, pero
esta vez lo hizo sin cólera y sin dar grandes puñetazos, sino
suavemente, mientras llamaba con una voz silente y llena de
humildad:
—¡Pablo, Pablo!
Pero el niño no contestó.
—Pablo —insistió Sofía, siempre con voz suave—, mi querido
Pablo, perdóname. Siento mucho haber sido tan mala. Te aseguro que
no volveré a hacerlo más.
La puerta se entreabrió lentamente, y apareció la cabeza de Pablo.
Miró a Sofía con desconfianza.
100
101
—¿No estás ya encolerizada?
—Oh, no, no, querido Pablo —contestó su primita—. Estoy muy
triste por haber sido tan mala.
Pablo abrió del todo la puerta, y Sofía, levantando la vista, vio que
su rostro estaba todo arañado. Esto le hizo proferir un grito y que se
echara al cuello de Pablo.
—¡Oh, mi pobre Pablo, cuánto daño te hice! ¡Cómo te arañé! ¿Qué
hacer para curarte?
—No será nada —contestó su primo—. Se curará solo. Busquemos
una jofaina y agua para lavarme. Cuando se haya ido la sangre, no se
verá nada.
Sofía fue con Pablo en busca de una jofaina llena de agua, pero por
más que el niño bañó su rostro, lo frotó y lo secó las marcas de los
arañazos permanecieron en las mejillas. Sofía estaba desesperada.
—¿Qué dirá mamá? —decía—. Se enojará mucho conmigo y me
castigará.
Pablo, que era muy bueno, también se desesperaba. No sabía qué
imaginar para que Sofía no fuese castigada.
—No puedo decir que me he caído entre los espinos, pues no sería
verdad... Pero, sí..., aguarda un poco y verás.
Y Pablo salió corriendo seguido de Sofía, y ambos entraron en el
bosquecillo cercano a la casa. Pablo se dirigió hacia un espino,
echándose en medio de él, moviéndose de modo que su rostro fuese
arañado por las púas y ramas del arbusto y su cara apareciese
ensangrentada.
Cuando Sofía vio su pobre rostro ensangrentado, comenzó a llorar
desconsolada.
—Yo tengo la culpa de todo lo que sufres, mi pobre Pablo —dijo—.
Para que no me castiguen te has hecho arañar más de lo que yo te
había arañado en mi cólera. ¡Oh, querido! ¡Cuán bueno eres, cómo te
quiero!
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LAS DESGRACIAS DE SOFÍA (1858) Condesa de Ségur

  • 1. LAS DESGRACIAS DE SOFÍA (1858) Condesa de Ségur Traducción: Delia Piquérez Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO Se puede llegar a la moralidad por dos caminos, por el directo del bien, y por el indirecto, y mucho más divertido, del mal. Los buenos van al cielo, los malos a todas partes. El perfeccionamiento moral tiene mayor sentido, valor, cuanto más lejos te encuentres de la virtud, de la excelencia. Sin camino sembrado de minas, de espinas, no hay trofeo, redención, final. Para que vuelva el hijo pródigo primeramente tiene que haberse ido. Supuestamente “Las desgracias de Sofía” es un libro moralista, pedagógico, un manual de estilo a la inversa, todo lo que no hay que hacer para ser un desgraciado en la vida, pero mientras tanto a la infeliz salvaje Sofía que la quiten lo bailao. La moraleja no es tanto hacer el cabra es malo como hacer el cabra es necesario para aprender, para crecer. La Condesa de Segur no escatima en crueldad, en brutalidad, no omite detalles escabrosos, no hay la menor elipsis, las aventuras, más bien desventuras, de Sofía te dejan boquiabierto, descolocado, por su gratuidad, en la actualidad ninguna editorial se atrevería a publicarlo. Y lo mejor de todo es que se nota que no son fábulas, sus desgracias son autobiográficas. La Condesa de Segur tuvo una estricta educación aristocrática, lo que provocó que por contraste, contrapunto, sus travesuras, rebeldías, fueran más extremas, irracionales. Lo maravilloso es que no es un inconsciente libro de juventud, la Condesa de Segur comenzó a escribir con 58 años, 8 hijos y una invalidez a sus espaldas, para educar a sus nietos, vamos que sabía lo que hacía, y cómo lo hacía, a pesar de ser su primera novela. Hay maestría en la contundencia, precisión, de su escritura, sin ninguna retórica, ni psicología, es pura acción, presente, desarrollado en capítulos extremadamente cortos y ágiles. El libro ha sido llevado a la pantalla varias veces, y en todos los casos de manera muy mediocre, convencional. En la actualidad sigue siendo uno de los libros infantiles más leídos en Francia, y el más popular de los suyos en España, su ritmo cinematográfico no ha envejecido nada.
  • 4. 4 “Mis pobres niños, es siempre así en el mundo; el Buen Dios envía penas, dolores, sufrimientos, para impedirnos amar demasiado la vida y para habituarnos al pensamiento de dejarla.” La crueldad salvajemente inocente, suicida y sin maldad, de Sofía es inigualable, es un genio del mal por el mal, por puro capricho, diversión, aburrimiento. Su capacidad para sobreponerse a los castigos, y al recuerdo de sus fechorías, es insuperable, cada nueva maldad estrena la maldad, es inconsciencia al desnudo, en crudo, infancia destilada, poseída. La perplejidad de la madre de Sofía es la perplejidad del lector, su infinita capacidad de perdonar sus diabluras también. A pesar de todo Sofía cae bien, su maldad resulta entrañable, reivindicable. Si de los errores, de las caídas, se aprende, Sofía es sabia nivel Dios. Abstenerse animalistas, puede herir su sensibilidad, y la de sus animales. Julio Pollino Tamayo
  • 5. 5 A MI NIETA ELISABETH FRESNEAU Querida niña: A menudo me dices "¡Oh, abuela, cuánto te amo! ¡Eres tan buena!" Has de saber que tu abuela no ha sido siempre buena, como también hay muchos niños que han sido malos y que se han corregido igual que ella. He aquí la verdadera historia de una niñita que tu abuela ha conocido mucho en su infancia. Tenía mal genio, y se volvió amable; era glotona, y dejó de serlo; era mentirosa, y se volvió sincera; era ladrona, y se volvió honrada. En fin, que era mala y se volvió buena. Tu abuela ha hecha lo mismo, Imitadla, mis queridos nietecitos; os será fácil, a vosotros que no tenéis los defectos de Sofía. CONDESA DE SÉGUR, nacida Rostopchine.
  • 6. 6
  • 7. 7 CAPITULO PRIMERO LA MUÑECA DE CERA —María, María —dijo un día Sofía mientras entraba corriendo en su cuarto—, ven pronto para abrir el cajón que papá me ha enviado desde París. Creo que contiene una muñeca de cera, pues me prometió mandarme una. —¿Dónde está el cajón? — preguntó la niñera. —En la antesala. Ven pronto, María, ¡te lo ruego! — insistió la chiquilla. La niñera dejó su costura y siguió a la niña a la antesala. Sobre una silla se hallaba un cajón de madera que la niñera abrió. Sofía divisó la cabeza rubia y rizada de una linda muñeca de cera. Lanzó un grito de alegría y quiso coger en brazos a la muñeca que estaba aún cubierta por los papeles del embalaje. —¡Cuidado! ¡No tires! —le advirtió la niñera—. ¡Vas a romperlo todo! La muñeca está sujeta por cordeles. —¡Rómpelos! ¡Arráncalos! ¡Pronto, María! ¡Quiero mi muñeca en seguida! La niñera, en lugar de romper y arrancar, tomó les tijeras, cortó las cuerdas, y quitó los papeles, y Sofía pudo entonces coger en sus brazos a la muñeca más hermosa que había visto hasta entonces. Mostraba las mejillas rosadas y con hoyuelos; los ojos azules y brillantes. El cuello, el pecho y los brazos eran de cera, regordetes y encantadores. Lucía un sencillo vestidito de percal festoneado, con cinturón azul, medias de algodón y zapatitos negros de charol.
  • 8. 8 Sofía la abrazó más de veinte veces, y teniéndola siempre en brazos comenzó a saltar y bailar. Su primito Pablo, que contaba cinco años, y se hallaba de visita en casa de la niña, llegó corriendo, atraído por los gritos de alegría lanzados por Sofía. —Pablo, ¡mira qué hermosa muñeca me mandó papá! — exclamó la niña. —Dámela para que la vea mejor — pidió Pablo. Pero Sofía volvió a negarse: —No; podrías romperla. —Te aseguro que tendré cuidado —indicó el niño—. Te la devolveré en seguida. Sofía pasó la muñeca a su primo, recomendándole de nuevo que no la dejara caer. Pablo le dio vueltas y más vueltas, mirándola por todos lados, hasta que finalmente, la devolvió a su prima meneando la cabeza. —¿Por qué mueves la cabeza? — le preguntó la chiquilla. —Porque esta muñeca no es fuerte. Creo que la romperás. —Oh, pierde cuidado —declaró Sofía—. Voy a cuidarla tanto, tanto, que jamás la romperé. Ahora voy a pedirle a mamá que convide a almorzar con nosotros a Camila y a Magdalena para enseñarles así mi linda muñeca. —Te ta romperán — advirtió Pablo. —No. Son demasiado buenas para causarme pena rompiendo mi muñeca. Al día siguiente, Sofía peinó y vistió su muñeca, porque debían venir sus amiguitas. Mientras la vestía, la encontró sumamente pálida. —Tal vez sea porque tiene frío —se dijo—. Sus piececitos están helados. La voy a poner un rato al sol para que mis amigas vean que la cuido bien y la tengo al calorcito. Sofía llevó, pues, su muñeca a la ventana de la sala donde daba el sol. —¿Qué haces en la ventana, Sofía? — le preguntó su mamá.
  • 9. 9 —Pongo a calentar mi muñeca, mamá. Tiene mucho frío. —Ten cuidado. Se te derretirá — le dijo la mamá. —Oh no, mamá, no temas. Está dura como si fuese de madera —afirmó Sofía muy convencida. —Pero el calor la ablandará. Verás como le sucederá algo. Sofía no quiso hacer caso a su mamá y colocó la muñeca tendida al sol, que en aquel momento quemaba. En ese mismo instante oyó el ruido de un coche. Eran sus amigas que llegaban, conque corrió al encuentro de las niñas. Pablo estaba ya esperándolas en la escalinata. Entraron en la sala corriendo y charlando todas a la vez. A pesar de la impaciencia que tenían por ver la muñeca, las niñas fueron antes a saludar a la señora de Rean, que así se llamaba la mamá de Sofía. Luego se volvieron hacia su amiguita, la cual tenía en brazos su muñeca, a la que miraba consternada. —¡Está ciega! ¡Esa muñeca no tiene ojos! — exclamó una de las niñas que se llamaba Magdalena, en cuanto miró a la muñeca. —¡Qué lástima! ¡Con lo linda que es! — se dolió Camila, la otra amiguita. —Pero ¿cómo se ha vuelto ciega? —quiso saber Magdalena—. Debía tener ojos... Sofía no decía nada. Miraba a su muñeca y lloraba. —Ya, te había advertido, Sofía, que sucedería algún percance a tu muñeca si te obstinabas en ponerla al sol —recordó la mamá—. Felizmente el rostro y los brazos no tuvieron tiempo de derretirse. Vamos, no llores: soy un médico hábil y podré devolverle los ojos. —¡Es imposible, mamá! ¡No los tiene! — se dolió Sofía, llorando. Su madre tomó la muñeca sonriendo y la sacudió. Se oyó un ruido de algo que se movía dentro de la cabeza —Son los ojos los que hacen ese ruido que oís —dijo la señora—. La cera se ha derretido a su alrededor y se han caído. Pero trataré de sacarlos. Desnudad a la muñeca, niñas, mientras yo preparo mis instrumentos.
  • 10. 10
  • 11. 11 Sin perder un instante, Pablo y las tres niñitas se precipitaron a desnudar la muñeca. Sofía no lloraba ya; aguardaba con impaciencia lo que iba a suceder. La mamá volvió, tomó sus tijeras, descosió el cuerpo que estaba sujeto a la altura del pecho, y los ojos, que se hallaban sueltos en la cabeza, cayeron sobre sus rodillas. Los tomó con una pinza, los colocó en el lugar que les correspondía, y, a fin de impedir que volvieran a caerse, echó dentro de la cabeza y en el lugar donde estaban los ojos, un poco de cera derretida que había traído en una cacerolita. Esperó unos instantes a que la cara se enfriara, y luego volvió a coser el cuerpo a la cabeza. Los niños no se habían movido. Sofía observaba con temor todas estas operaciones. Tenía miedo de que algo no estuviese bien; pero, cuando vio su muñeca compuesta y tan linda como antes, saltó al cuello de su madre y la besó diez veces. —¡Gracias, mamita querida! —dijo—. ¡Gracias! ¡Otra vez te haré caso! Volvieron a vestir rápidamente la muñeca y la sentaron sobre un silloncito, llevándola a pasear en triunfo, mientras iban cantando: —¡Viva mamá! Mil besos le damos. ¡Viva mamá! Es nuestro buen ángel. La muñeca vivió mucho tiempo muy bien cuidada y muy querida, pero poco a poco fue perdiendo sus encantos. He aquí cómo sucedió: Un día, se le ocurrió a Sofía que era conveniente lavar a las muñecas puesto que se lavaba a los niños. Tomó agua, una esponja y jabón y se puso a lavar su muñeca. La lavó tan bien, que le quitó todos sus colores: sus mejillas y sus labios se tornaron pálidos como si estuviese enferma, quedando para siempre sin color. Sofía, al ver esto, lloró mucho; pero la muñeca continuó pálida.
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  • 13. 13 Otro día, pensando Sofía que había que rizarle el cabello, a su muñeca le puso rizadores. Para que el pelo quedara mejor rizado, les pasó encima la plancha caliente. Cuando quitó los rizadores, el cabello quedó dentro de éstos: la plancha estaba demasiado caliente y Sofía había quemado el pelo de su muñeca, de modo que se quedó calva. Sofía lloró, pero a la muñeca no por eso le salió el pelo. Días más tarde, Sofía, que se ocupaba mucho de la educación de su muñeca, quiso enseñarle a hacer gimnasia. La colgó por los brazos de una cuerda: la muñeca, mal sostenida, se cayó rompiéndose un brazo. La mamá de Sofía trató de componerla, pero como faltaban pedazos, hubo que calentar mucho la cera, y el brazo le quedó más corto que el otro. Sofía lloró otra vez, pero el brazo siguió siendo más corto. Otra vez, Sofía pensó que un baño de pies sería muy bueno para su muñeca, puesto que las personas mayores solían tomarlos. Echó agua hirviendo en un baldecito y metió dentro los pies de su muñeca. Cuando los retiró, los pies se habían derretido y se hallaban dentro del balde. Sofía lloró, pero la muñeca se quedó sin pies. Después de todos estos percances, Sofía dejó de querer a su muñeca que se había vuelto horrible y de quien se burlaban sus amiguitas. Por último, un día Sofía quiso enseñar a la muñeca a trepar a los árboles. La hizo subir sobre una rama y la hizo sentar allí. Pero la muñeca no guardó el equilibrio y se cayó: su cabeza dio contra las piedras y se rompió en cien pedazos. Sofía lloró, pero invitó a su amiguitas al entierro de su muñeca.
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  • 15. 15 CAPITULO II EL ENTIERRO Camila y Magdalena llegaron una mañana para asistir al entierro de la muñeca: estaban encantadas. Sofía y Pablo no lo estaban menos. —Venid pronto, amigas mías —dijo Sofía en cuanto las vio—. Os esperábamos para hacer el ataúd de la muñeca. —Pero ¿dónde la meteremos? — preguntó Camila. —En una vieja caja de juguetes —explicó Sofía—. Mi niñera la ha forrado de percal rosa. Quedó muy bonita, venid a verla. Los niños corrieron a la salita de la señora de Rean, donde la niñera terminaba la almohadita y el colchón que debía colocarse dentro de la caja. Los niños admiraron mucho aquel ataúd encantador. Colocaron en él a la muñeca, y, para que no se le viera la cabeza rota, los pies derretidos y el brazo estropeado, la cubrieron con una pequeña colcha de tafetán rosado. Colocaron luego la caja sobre una camilla que la madre les había hecho. Todas querían llevarla, lo que resultaba imposible, puesto que sólo había lugar para dos. Después que hubieron reñido y disputado durante un momento, decidieron que los dos más pequeños, es decir, Sofía y Pablo, llevarían la camilla y que Camila y Magdalena marcharían una detrás y otra delante, llevando un canasto con flores y hojas para derramar sobre la tumba.
  • 16. 16 Cuando la procesión llegó al jardincito de Sofía, bajaron a tierra la camilla con la caja que contenía los restos de la desgraciada muñeca. Los niños comenzaron a cavar un hueco; bajaron allí la caja, arrojaron encima las flores y las hojas y luego la tierra que habían retirado. Pasaron luego el rastrillo y plantaron dos plantaron dos plantas de lilas. Para terminar la fiesta, corrieron al estanque de la quinta para llenar allí sus regaderitas de agua a fin de regar las lilas. Esto dio ocasión para nuevos juegos y nuevas risas, pues se mojaban las piernas unos a otros, y se perseguían gritando y riendo. Jamás se había visto un entierro más alegre. Es verdad que la muerta era una muñeca vieja, sin color, sin cabello, sin pies y sin cabeza, y que nadie la quería ya ni sentía su pérdida. El día se terminó alegremente, tanto, que cuando Camila y Magdalena hubieron de marcharse, pidieron a Pablo y a Sofía que rompieran pronto otra muñeca para poder volver a repetir un entierro tan divertido.
  • 17. 17 CAPITULO III LA CAL La pequeña Sofía no era obediente. Su mamá le había prohibido que fuera sola al patio donde los albañiles construían una casita para las gallinas, los pavos reales y las pintadas. A Sofía le agradaba mucho ir a mirar cómo trabajaban los albañiles; cuando su mamá iba allí, siempre la llevaba consigo, pero le ordenaba que permaneciese cerca de ella. Sofía, a quien le hubiera gustado correr de un lado para otro, le preguntó un día: —Mamá, ¿por qué no quieres que vaya a ver a los albañiles sin ti? Y cuando vamos juntas, ¿por qué quieres que permanezca a tu lado? —Porque los albañiles arrojan piedras y ladrillos que podrían alcanzarte, y porque hay arena y cal que podrían hacerte resbalar y causarte daño. —¡Oh, mamá!—dijo Sofía—. Ya tendré mucho cuidado… Además, la arena y la cal no pueden causar daño. Pero la mamá explicó: —Eso lo crees tú que eres una niñita, pero yo, que soy mayor, sé que la cal quema. —Pero mamá... — insistió Sofía. —Vamos, cállate. Sé mejor que tú lo que puede hacerte daño o no. No quiero que vayas al patio sin mí.
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  • 19. 19 Sofía bajó la cabeza y no dijo nada más. Pero puso cara de resentida y se dijo Por lo bajo: —Iré a pesar de todo. Me divierte ir; por lo tanto, iré. No tuvo que aguardar mucho tiempo la oportunidad para desobedecer. Una hora más tarde, el jardinero vino en busca de la señora de Rean para que eligiera unos geranios que traían para vender. En cuanto Sofía se quedó sota miró a todos lados por si la niñera o la doncella podían verla, y viendo que estaba sola, corrió a la puerta, la abrió y salió al patio. Los obreros trabajaban sin pensar en Sofía, que se divertía mirándolo y examinándolo todo. De pronto, se encontró cerca de un estanque lleno de cal, blanca y lisa como si fuese crema. —¡Qué linda y blanca es esta cal! —se dijo—. Jamás la había visto tan bien como ahora. Mamá nunca me deja acercarme aquí... Qué lisa está... Qué suave y agradable debe ser el andar por encima de ella. Voy a atravesar el estanque deslizándome sobre ella como si fuese hielo. Y Sofía colocó su pie sobre la cal, pensando que ésta era sólida como la tierra. Pero su pie se hundió y para no caerse, metió también el otro pie, hundiéndose hasta media pierna. Dio entonces un grito; al oírla acudió uno de los albañiles que la sacó rápidamente de la cal. —Quítate pronto los zapatos y los calcetines, niña —le aconsejó—; están ya todos quemados. Si no te los quitas, la cal te quemará las piernas. Sofía miró sus piernas: a pesar de la cal que tenían vio que sus zapatos y calcetines estaban negros como si hubieran salido del fuego. Comenzó a gritar más fuerte, tanto más cuanto que empezaba ya a sentir el ardor de la cal que le quemaba las piernas. Por suerte, la niñera, que se encontraba cerca del lugar, llegó corriendo. Inmediatamente se dio cuenta de lo que acababa de suceder y con gesto vivo arrancó los zapatos y los calcetines de Sofía, secándole los pies y las piernas con su delantal. Luego, cogiéndola en brazos, la llevó a la casa. En el mismo momento en que la niñera llegaba con Sofía a su cuarto, entraba la señora de Rean para pagar al vendedor de flores.
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  • 21. 21 —¿Qué sucede? —preguntó la señora, inquieta—. ¿Te has hecho daño? ¿Por qué estás descalza? Avergonzada, Sofía no contestó. La niñera contó entonces a la señora lo que había sucedido y lo poco que había faltado para que Sofía se quemase las piernas con la cal. —Si yo no me hubiese encontrado cerca del patio, y si no hubiese llegado a tiempo, la niña tendría las piernas en el mismo estado que mi delantal. Vea la señora cómo ha quedado de agujereado y quemado por la cal. La señora de Rean vio que, en efecto, el delantal de la niñera estaba destrozado. Volviéndose hacia Sofía, le dijo: —Debería azotarte por tu desobediencia, pero Dios te ha castigado ya bastante con el susto que has pasado. por lo tanto no te impondré otro castigo que el de que me des la moneda de cinco francos que tienes en tu portamonedas y que guardabas para divertirte en la fiesta del pueblo. Servirá para comprar un delantal nuevo a tu niñera. Por más que lloró Sofía para que le permitieran conservar su moneda de cinco francos, su mamá se la quitó. Toda llorosa, Sofía se dijo que otra vez haría caso a lo que su mamá le dijera y que nunca más iría adonde no debía ir.
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  • 23. 23 CAPITULO IV LOS PECECILLOS Sofía era atolondrada; a menudo hacía cosas malas sin pensarlo. He aquí lo que le sucedió un día: Su mamá tenía unos pececillos que no eran más largos que un alfiler y más gruesos que el canuto de una pluma de pichón. La señora de Rean quería mucho a sus pececillos, que vivían en una cubeta llena de agua en el fondo de la cual había arena para que los pececillos pudieran hundirse en ella y ocultarse. Todas las mañanas, la dama llevaba miguitas de pan a sus pececillos; Sofía se divertía en mirarlos mientras se precipitaban sobre las miguitas de pan y disputaban entre ellos para atraparlas. Hete aquí que un día, el papá regaló a Sofía un lindo cuchillo con mango de carey. Sofía, encantada con su cuchillo, cortaba con él su pan, sus manzanas, bizcochos, flores y lo que fuere. Una mañana, Sofía jugaba; su niñera le había dado pan que la niña cortaba en pedacitos, almendras que cortaba en rebanaditas, y algunas hojas de ensalada. Pidió a la niñera aceite y vinagre para hacer una ensalada. —No —le contestó la niñera—. Te daré sal, si quieres; pero aceite y vinagre, no, pues muy fácilmente podrías ensuciarte el vestido. Sofía tomó la sal y la puso sobre la ensalada, pero aún le sobraba mucha.
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  • 25. 25 —Si al menos tuviera yo otra cosa que salar —se dijo—. No quiero salar el pan... Necesitaría carne o pescado... Ah, ¡tengo una idea! ¡Voy a salar los pececillos de mamá! Cortaré algunos en tajadas con mi cuchillo y los otros los salaré enteros. ¡Qué divertido será! ¡Qué plato tan bueno va a resultar! Y he aquí que Sofía ni siquiera pensó en que su mamá no tendría más sus lindos pececillos que tanto quería, que esos pobres animalitos sufrirían mucho al ser salados vivos y ser cortados a trozos. Corrió a la sala donde se hallaban los pececillos, se acercó a la cubeta, los pescó todos, los colocó sobre un plato de su jueguecito de muñecas, volvió a su mesita, tomó algunos de los pobres pececillos y los puso sobre una fuentecita. Pero los pescados, que no se sentían bien fuera del agua, se movían y saltaban tanto como podían. Para que se estuviesen tranquilos, Sofía les echó sal sobre el lomo, la cabeza, y la cola. En efecto, pronto se quedaron inmóviles: los pobres pececillos estaban muertos. Cuando tuvo su fuente llena, tomó otros y comenzó a cortarlos a trozos. En cuanto les hincaba el cuchillo los pobres animalitos se retorcían desesperados, pero no tardaban en quedarse también inmóviles al morirse. Al segundo pescado, Sofía notó que los mataba al cortarlos en pedazos; miró con inquietud los que estaban con sal: al ver que no se movían los examiné con más atención y vio que estaban todos muertos. La niña se puso roja como una cereza. —¿Qué dirá mamá? —pensó—. ¿Qué será de mí, pobre desgraciada? ¿Qué haré para ocultar todo esto? Reflexionó durante un momento. De pronto su rostro se iluminó: acababa de encontrar un medio excelente para que su mamá no se enterara de nada. Recogió con rapidez todos los pececillos salados y cortados, los volvió a colocar sobre un platito, salió sin hacer ruido del cuarto y fue a llevarlos de nuevo a su cubeta.
  • 26. 26 —Mamá creerá que han reñido —se dijo—, y que se han destrozado y matado mutuamente. Voy a secar mis platitos y mi cuchillo y a quitar la sal. Por suerte, María no se dio cuenta de que he ido a buscar los pececillos: está tan ocupada con su costura que no piensa en mí, Sofía volvió a entrar sin ruido en su cuarto se acercó a su mesita y siguió jugando con sus platitos. Después de algún tiempo fue a buscar un libro y comenzó a mirar los dibujos. Pero se sentía intranquila y no prestaba atención a las figuras, creyendo a cada momento oír los pasos de su mamá que llegaba. De pronto, Sofía se estremeció, enrojeciendo violentamente: acababa de oír la voz de la señora de Rean que llamaba a los criados. La oyó hablar en alta voz, como si estuviese enojada. Los criados iban de un lado para otro. Sofía se puso a temblar, temerosa de que su madre llamara a su niñera o la llamara a ella misma, pero poco a poco todo volvió a la tranquilidad y no se oyó nada más. La niñera, que también había oído el alboroto y que era muy curiosa, dejó su trabajo y salió de la habitación. Un cuarto de hora después, al regresar al cuarto, dijo a Sofía: —Es una suerte que hayamos estado ambas en este cuarto sin salir de él. Figúrate que tu mamá acaba de ir a ver sus pececillos y los ha encontrado muertos a todos, algunos enteros y otros cortados en trozos. Hizo comparecer a todos los criados para preguntarles quién ha sido el malvado que ha hecho morir a esos pobres animalitos. Nadie pudo o no quiso decir nada. Acabo de encontrar a la señora; me preguntó si habías estado en la sala. Le contesté que no te habías movido de aquí y que te habías divertido toda la tarde haciendo la comidita en tus platitos. «Es extraño —me contestó—. Hubiera apostado cualquier cosa a que fue Sofía quien hizo esto.» «Oh, señora —le contesté—; Sofía no es capaz de una maldad tan grande.» «Tanto mejor —me contestó tu mamá—, pues la hubiera castigado severamente. Tiene la suerte de que usted no la haya dejado ni un momento y que me pueda asegurar de que no fue ella quien hizo morir a mis pobres pececillos.» «En cuanto a eso, señora, estoy completamente segura», le contesté.
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  • 28. 28 Sofía se callaba; permanecía inmóvil, con las mejillas rojas, la cabeza gacha y los ojos llenos de lágrimas. Un instante tuvo deseos de confesar a su niñera que era ella la culpable, pero le faltó valor. La niñera, viéndola triste, creyó que lo que la afligía era la muerte de los pobres pececillos. —Estaba segura —dijo— que te sentirías tan triste como tu mamá por la desgracia ocurrida a esos pobres animalitos. Pero debemos pensar que esos pececillos no eran muy felices en su prisión, porque, después de todo, esa cubeta era para ellos una prisión. Ahora que están muertos, no sufrirán más. Por lo tanto, no pienses más en ellos, y ven a que te vista para bajar a la sala, pues pronto llegará la hora de la cena. Sofía se dejó lavar y peinar sin decir una palabra. Cuando entró en la sala, su mamá ya se encontraba en ella. —Sofía —le dijo—, ¿te contó tu niñera lo que ha sucedido a mis pececillos? —Sí, mamá. —Si María no me hubiese asegurado que estuviste con ella en tu cuarto desde que me dejaste, hubiera pensado que eras tú la que los había hecho morir. Todos los criados dicen que no fueron ellos. Pero creo que Simón, el criado encargado de cambiar todas las mañanas el agua y la arena de la cubeta, ha querido desembarazarse de ese trabajo, y ha dado muerte a mis pececillos para no tener que cuidarlos. Por lo tanto, pienso despedirlo mañana sin pensarlo más. Tal noticia dejó a Sofía muy asustada. —¡Oh, mamá! ¡Pobre hombre! —exclamó—. ¿Qué será de su mujer y de sus niños? —Tanto peor para él —declaró la madre—. No hubiera debido matar a mis pececillos, que no le hacían mal alguno, y a los que hizo sufrir cortándolos en pedazos. —¡Pero si no ha sido él, mamá! —dijo Sofía—. ¡Te aseguro que no ha sido él! —¿Y cómo sabes que no fue él? —preguntó la mamá—. Yo creo que ha sido él, porque no puede ser otra persona. Mañana lo despediré.
  • 29. 29 Sofía no pudo resistir más. Llorando y juntando las manos, confesó: —¡Oh, mamá! ¡No hagas eso! ¡Fui yo quien cogió los pececillos y los maté! —¿Tú?... —exclamó la señora de Rean, con sorpresa—. ¡Qué disparate! ¿Tú, que querías tanto a esos pececillos? ¡No los habrías hecho sufrir y matado! ¡Creo que dices eso para excusar a Simón...! Pero una vez empezada, Sofía no podía dominar su ansia de decir la verdad: —No; mamá; te aseguro que fui yo. Sí, yo. No quería matarlos, quería simplemente salarlos, y nunca pensé que la sal les haría daño. Tampoco creí que les haría daño cortarlos, pues no gritaban. Pero cuando los vi muertos, los volví a llevar a la cubeta sin que María, que estaba ocupada trabajando, me viera salir ni volver a entrar en el cuarto. La señora de Rean permaneció durante unos instantes tan asombrada por la confesión de Sofía, que no contestó. Sofía elevó tímidamente los ojos y vio los de su madre fijos en ella, pero sin enojo ni severidad. —Sofía —dijo por fin la mamá—, si me hubiese enterado por casualidad, es decir, por la voluntad de Dios, que siempre castiga a los malos, de lo que acabas de contarme, te hubiera castigado con severidad. Pero el buen sentimiento que te ha hecho confesar tu falta por disculpar a Simón, te ha hecho merecedora de mi perdón. Por lo tanto, no te haré reproches, pues estoy segura de que comprendes lo cruel que has sido para con esos pobres pececillos, al no reflexionar en primer término que la sal debía matarlos, y luego que es imposible cortar o matar cualquier animal sin hacerlo sufrir. Viendo que Sofía lloraba, añadió: —No llores, Sofía, y no te olvides que el confesar tus faltas te las hará perdonar. Sofía secó sus ojos y dio las gracias a su mamá, pero permaneció triste durante el resto del día, por haber causado la muerte de sus amiguitos, los pececillos.
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  • 31. 31 CAPITULO V EL POLLITO NEGRO Sofía iba todas las mañanas con su mamá al gallinero, donde había hermosas gallinas de distintas razas. La señora de Rean les había hecho empollar huevos, de los cuales debían salir magníficas gallinas moñudas. Todos los días iba a ver con Sofía si los pollitos habían salido del cascarón. Sofía llevaba en un canastito un poco de pan que echaba en migajas a las gallinas. En cuanto aparecía, todas las gallinas y todos los gallos corrían hacia ella y saltaban a su alrededor picoteando el pan casi en sus propias manos y en el canastito. Sofía reía, saltaba y corría, y las gallinas la seguían siempre, lo que la divertía muchísimo. Mientras tanto, su mamá entraba en una galería grande y espaciosa, donde anidaban las gallinas, las cuales estaban alojadas como princesas. Una vez que terminaba de arrojar todo el pan a las gallinas, Sofía iba a reunírsele. Miraba cómo salían los pollitos del cascarón y los que eran demasiado pequeñuelos para correr por el gallinero. Una mañana, cuando Sofía entraba en el gallinero', vio que su mamá tenía en la mano un magnífico pollito nacido apenas una hora antes. —¡Qué lindo pollito, mamá! —exclamó la niña—. ¡Tiene las plumitas negras como las de un cuervo!
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  • 33. 33 —Y fíjate también qué lindo moñito tiene sobre la cabeza; será un Pollo magnífico. La señora de Rean volvió a colocar el animalito cerca de la gallina clueca. Apenas lo había puesto a su lado cuando la gallina dio un gran picotazo al pobre pollito, La señora de Rean pegó sobre el pico a la gallina mala y enderezó al pollito que se había caído piando, volviendo a colocarlo cerca de la gallina. Esta vez, la clueca, furiosa, dio al pobre animalito dos o tres picotazos, persiguiéndolo cuando trataba de acercársele. La señora de Rean volvió a tomar vivamente al pollito que la madre iba a matar a fuerza de picotazos, y le hizo tragar una gota de agua para reanimarlo. —¿Qué haremos con este pollito? —dijo—. Es imposible dejarlo con esa mala madre, pues lo mataría. Sin embargo, es tan hermoso que quisiera criarlo. —¿Y si lo pusiéramos en una canasta grande en mi cuarto de juguetes? —propuso Sofía—. Allí le daríamos de comer, y cuando sea grande volveremos a ponerlo en el gallinero. —Creo que tu idea es buena —admitió la señora de Rean—. Llévalo en tu canastito y le arreglaremos un nidito. —¡Oh, mamá! ¡Mira su cuello!—se dolió Sofía—. ¡Está sangrando! Y su lomo también. —Son los picotazos de la gallina. Cuando lo hayas llevado a casa, pedirás a tu niñera un poco de cerato y se lo pondrás sobre las heridas. Sofía, por supuesto, no estaba contenta de que el pollo estuviese herido, pero estaba encantada de tener que poner cerato sobre sus heridas. Se adelantó, pues, a su mamá y corrió hasta la casa, enseñándole el pollito a su niñera y pidiéndole le diera el cerato. Le puso un montón de pomada sobre cada herida que sangraba y luego le preparó una papilla de huevos, pan y leche, que aplastó y mezcló durante una hora. El pollo sufría y estaba triste, y no quiso comer, pero tomó varias veces agua fresca.
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  • 35. 35 Al cabo de tres días, las heridas del pollito ya se habían curado y el animalito se paseaba delante de la escalinata en el jardín. Un mes más tarde, se había convertido en un pollo de una belleza notable y muy grande para su edad: fácilmente se le hubiese calculado por lo menos tres meses. Sus plumas eran de un color negro azulado muy raro, lisas y brillantes como si saliera del agua. Tenía la cabeza cubierta por un moño enorme de plumas negras, anaranjadas, azules, rojas y blancas. Su pico y sus patas eran rosados. Su porte era altivo y sus ojos vivos y brillantes: jamás se había visto pollo más hermoso. Sofía era la encargada de cuidarlo; ella era la que le llevaba la comida, la que lo cuidaba cuando se paseaba delante de la casa. Dentro de unos días debían reintegrarlo al gallinero, porque cada vez resultaba más difícil cuidarlo, y a veces Sofía se veía obligada a correr tras él durante media hora sin conseguir alcanzarlo. Una vez el animalito casi se ahogó al arrojarse dentro de un estanque que no había visto al correr demasiado aprisa para escaparse de Sofía. La niña había tratado de atarle una cinta a la pata, pero el pollito se había debatido tanto que hubo que quitársela por temor a que se rompiera la pata. La mamá le prohibió entonces dejarlo salir fuera del gallinero. —Hay muchos buitres por los alrededores que podrían atraparlo, por lo tanto, hay que aguardar a que sea más grande para dejarlo en libertad — dijo la señora de Rean. Pero Sofía, que no era obediente, continuó haciéndolo a escondidas de su mamá, y un día, sabiendo que su mamá estaba ocupada escribiendo, trajo el pollito delante de la casa, donde el animalito se divertía buscando insectos y gusanitos en la arena y en la hierba. Sofía peinaba a su muñeca a pocos pasos del pollo, a quien miraba a menudo para evitar que se alejara. En cierto momento, al levantar la vista, vio con sorpresa un gran pájaro con pico encorvado que estaba parado a tres pasos del pollo. Miraba al animalito con aire feroz y a Sofía con temor. El pollito no se movía: se hallaba todo acurrucado y temblando.
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  • 37. 37 —¡Qué pájaro tan extraño! —se dijo Sofía—. Es hermoso, pero ¡qué aspecto tan singular tiene! Cuando me mira parece como si sintiese miedo, pero cuando mira al pollo parece furioso. ¡Ja, ja, ja, qué gracioso es! En ese mismo instante el pájaro emitió un graznido agudo y salvaje y se arrojó sobre el pollo, que contestó con un chillido plañidero, lo agarró con sus garras y se lo llevó, elevándose en el aire. Sofía quedó estupefacta. Su mamá, que acababa de acudir atraída por los gritos del pájaro, preguntó a la niña qué había ocurrido. Sofía le contó que un pájaro acababa de llevarse al pollo y que no comprendía lo que aquello significaba. —Eso significa que eres una pequeña desobediente, que el pájaro era un buitre y que has dejado se llevase mi hermoso pollo, que en este momento ya estará muerto y devorado por ese pájaro malo, y que vas a volver a tu cuarto donde cenarás y donde permanecerás hasta que yo te diga, para que aprendas a ser más obediente otra vez. Sofía bajó la cabeza y se dirigió tristemente a su dormitorio; cenó la sopa y el plato de carne que le trajo su niñera, que la quería mucho y que lloró al verla llorar. Porque Sofía lloró por su pobre pollo, al cual echó de menos durante mucho tiempo.
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  • 39. 39 CAPITULO VI LAABEJA Sofía y su primo Pablo jugaban un día en su cuarto. Se divertían cazando las moscas que se paseaban por los vidrios de la ventana. A medida que las cazaban, las metían en una cajita de papel que les había hecho el papá de Sofía. Cuando hubieron cazado muchas, Pablo quiso ver lo que hacían dentro de la caja. —Dame la caja —le dijo a Sofía que la tenía—. Vamos a mirar lo que hacen las moscas. Sofía se la dio; la entreabrieron con muchas precauciones y Pablo aplicó su ojo a la abertura. —¡Ah, qué divertido! ¡Cómo so mueven! ¡Cómo se pelean! ¡He aquí une que arranca una pata a su amiga!... Las otras están furiosas... ¡Oh, cómo se pelean! Algunas acaban de caerse… Vuelven a levantarse... —Déjame mirar ahora a mí, Pablo — dijo Sofía. Pablo no contestó y continuó mirando y contando lo que veía. Sofía se impacientaba; tomó una esquinita de la caja y comenzó a tirar suavemente de ella; Pablo tiró por su lado; Sofía se enojó y tiró un poco más fuerte; Pablo tiró más fuerte a su vez; Sofía dio un tirón tal que la cajita se rompió. Todas las moscas se escaparon de ella y se posaron sobre los ojos, las mejillas, y las narices de Pablo y de Sofía que trataban de desembarazarse de ellas dándose grandes palmadas.
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  • 41. 41 —Es culpa tuya —decía Sofía a Pablo—; si hubieras sido más complaciente me habrías dado la caja y no la habríamos roto. —No, la culpa es tuya —le contestó Pablo—. Si hubieses sido menos impaciente hubieras esperado a que te diera la caja y la tendríamos aún. —¡No eres más que un egoísta y sólo piensas en ti! — insistió la niña. —¡Y tú eres rabiosa como los pavos de la granja! — hizo saber Pablo. —No soy rabiosa —protestó Sofía—. Lo que me parece es que eres muy malo. —No soy malo —negó Pablo—; pero te digo la verdad, y por ello enrojeces enfadada y te pareces a los pavos con sus crestas rojas. —¡No quiero jugar más con un muchacho tan malo como tú! —acabó Sofía. Y, mohínos, se fueron cada cual a un rincón. Sofía no tardó en aburrirse, pero quiso hacer creer a Pablo que se divertía mucho. Comenzó, pues, a cantar y a cazar moscas, pero ya no quedaban muchas y las pocas que había no se dejaban coger. De pronto, se fijó con alegría en una gruesa abeja que permanecía tranquilita en un rinconcito de la ventana. Sofía sabía que las abejas pican y, por lo tanto, no trató de cogerla con los dedos sino que sacó el pañuelo de su bolsillo, lo colocó sobre la abeja y la cogió antes de que el pobre animalito hubiese tenido tiempo de escaparse de aquella cárcel. Pablo, que se aburría por su lado, miraba a Sofía y la vio cazar la abeja. —¿Qué piensas hacer con ese bicho? — le preguntó. —Déjame tranquila, malo —contestó Sofía, rudamente—. ¿Qué te importa a ti lo que pienso hacer? —Usted perdone, Doña Furia — dijo Pablo, con ironía—. Me había olvidado que era usted una chica mal educada. —Le diré a mamá, señor —respondió Sofía, haciendo una reverencia burlona—, que usted me encuentra mal educada. Como es ella quien me educa, le gustará saberlo.
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  • 43. 43 —¡No, Sofía, no le digas nada! ¡Me regañará! — exclamó Pablo, inquieto ahora. —¡Sí, sí! Se lo diré —amenazó la niña—. Y si te regañan, tanto mejor. ¡Me alegraré! —¡Mala! ¡No te hablaré nunca más! Y Pablo dio vuelta a su silla para no ver a Sofía, la cual, encantada de haber asustado al niño, volvió a ocuparse de su abeja. Levantó despacito una punta de su pañuelo, apretando un poco la abeja entre sus dedos a través del pañuelo para evitar que se escapara, y sacó de su bolsillo su cuchillito. —Le cortaré la cabeza —se dijo— para castigarla por todas las picaduras que haya dado. En efecto, Sofía colocó la abeja sobre el suelo sujetándola siempre con el pañuelo y, de un cuchillazo, le cortó la cabeza; luego, como encontró que era muy divertido, continuó cortándola en pedazos. Estaba tan ocupada con la abeja, que no oyó entrar a su mamá, la cual, viéndola arrodillada y casi inmóvil, se acercó a ella despacio para ver lo que hacía. Así vio cómo la niña cortaba la última pata de la abeja. Indignada por la crueldad de Sofía, la señora de Rean le dio un fuerte tirón de orejas. Sofía lanzó un grito poniéndose en pie de un salto y se quedó temblorosa delante de su madre. —Eres una niña mala; has hecho sufrir a ese insecto a pesar de lo que te dije cuando salaste y cortaste mis pobres pececillos... —¡Ya no me acordaba, mamá! — gimió Sofía. —Pues yo me encargaré de hacértelo recordar —aseguró la señora de Rean—. Primeramente, te quitaré tu cuchillito y no te lo devolveré hasta dentro de un año, y luego te obligaré a llevar colgados de tu cuello los trozos de la abeja sujetos a una cinta, hasta que se conviertan en polvo.
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  • 45. 45 Por más que Sofía lloró y suplicó a su mamá para que no le hiciera llevar los pedazos de la abeja como collar, la señora llamó a la niñera, se hizo traer una cinta negra y cosió en ella los trozos de la abeja, anudando luego la cinta al cuello de Sofía. Pablo, no se atrevía a chistar; estaba consternado. Cuando Sofía se quedó sola, toda llorosa y avergonzada de su collar, el niño trató de consolarla por todos los medios que se le ocurrieron. La besó, le pidió perdón por haberla hecho enfadar, y le quiso hacer creer que los colores amarillo, anaranjado, azul y negro de la abeja lucían muy bonitos sobre la cinta negra y que su collar parecía de azabache y de pedrerías. Sofía se sintió algo consolada por el afecto de su primo, pero permaneció triste a causa de su collar. Durante una semana se mantuvieron enteros los pedazos de la abeja. Finalmente, un día, Pablo, al jugar con ella, los aplastó quedando sólo la cinta. Corrió a hacérselo saber a su tía, quien permitió entonces que Sofía se quitara la cinta negra del cuello. Desde aquel día la niña no hizo sufrir nunca más a ningún animal.
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  • 47. 47 CAPITULO VII LOS CABELLOS MOJADOS Sofía era coqueta. Le agradaba ir bien vestida y que la encontraran bonita. Y, sin embargo, no era linda; tenía una carita gordita y fresca, con expresión alegre y hermosísimos ojos grises, una nariz respingada y algo gruesa; la boca grande y siempre lista para reír, y cabellos rubios, lacios, y cortados bastante cortos, como los de un chico. Le agradaba aparecer siempre elegante y, sin embargo, siempre andaba mal vestida. Tanto en verano como en invierno, lucía un vestido de percal blanco, escotado y con mangas cortas; calcetines gruesos y zapatos de cabritilla negra. Y nunca usaba sombrero ni guantes, pues su mamá pensaba que convenía acostumbrarla al sol, a la lluvia, al viento y al frío. Lo que Sofía deseaba ardientemente era tener el cabello rizado. Un día había oído admirar los lindos bucles rubios de una de sus amiguitas, Camila de Fleurville, y desde entonces siempre había tratado de que los suyos se rizaran también. Entre otras invenciones que se le ocurrieron para lograrlo he aquí la más desgraciada de todas: Sucedió cierta tarde que llovía muy fuerte y hacía mucho calor. Las ventanas y la puerta de la sala que daban a la galería habían quedado abiertas. Sofía se hallaba en la puerta. La mamá le había prohibido salir afuera, por lo que de cuando en cuando la niña alargaba el brazo para recibir la lluvia sobre él. Después alargó un poco el cuello para recibir algunas gotas sobre la cabeza. Al sacar su cabeza al exterior, descubrió un caño de desagüe del cual caía un gran chorro de agua. En ese mismo momento recordó que los cabellos de Camila se rizaban más cuando estaban mojados.
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  • 49. 49 —Si mojara los míos —pensó—, tal vez se rizarían también. Y he aquí que Sofía, a pesar de la lluvia, salió y colocó su cabeza bajo el caño del desagüe, recibiendo, con gran alegría, toda el agua sobre la cabeza, el cuello, los brazos y la espalda. Cuando estuvo completamente mojada, volvió a entrar en la sala, secándose la cabeza con su pañuelo, teniendo buen cuidado de levantar su cabello hacia arriba para que se rizara. En un instante et pañuelo estuvo empapado y Sofía quiso correr a su cuarto para pedir otro a su niñera, pero cuando se disponía a salir de la sala, se encontró cara a cara con su mamá. Mojada, con los cabellos revueltos y con expresión asustada, la niña se quedó inmóvil y temblorosa. La madre, extrañada primero, la encontró luego tan ridícula que se echó a reír. —¡Qué hermosa ocurrencia has tenido, niña! —te dijo—. Si pudieses ver la figura que tienes, te reirías de ti misma como me río yo en este momento. Te había prohibido salir, y tú me has desobedecido como de costumbre: para castigarte quiero que permanezcas tal cual estás para la cena, con los cabellos revueltos y el traje empapado, a fin de que papá y el primo Pablo se enteren de tus hermosas invenciones. Aquí tienes mi pañuelo para terminar de secarte la cara, el cuello y los brazos. En el mismo momento en que la señora de Rean terminaba de hablar, entraron Pablo y el señor Rean; ambos se detuvieron estupefactos ante la pobre Sofía, roja, avergonzada, desesperada y ridícula, y ambos se echaron a reír. Cuanto más enrojecía y bajaba la cabeza Sofía, más ridícula y desgraciada parecía, y más sus cabellos revueltos y su vestido mojado le daban un aspecto burlesco. Por fin el señor de Rean preguntó lo que significaba aquella mascarada y si Sofía iba a cenar disfrazada, como si estuviesen en Carnaval. —Se trata probablemente de una invención suya para que se ricen sus cabellos —explicó la mamá—. Quiere tenerlos rizados como los de Camila, que moja los suyos para hacerse los bucles. Seguramente que Sofía pensó que con los de ella podía hacer igual.
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  • 51. 51 —¡Mi pobre Sofía! —exclamó el papá—. Anda, ve pronto a secarte, a peinarte y a cambiarte. —No —dijo la mamá—. Va a cenar luciendo ese lindo peinado y el vestido lleno de arena, y de agua. —¡No, tía! —terció Pablo—. perdónela. ¡Pobre Sofía parece tan desgraciada... —Opino como Pablo, querida —añadió el señor de Rean—, y te pido clemencia por esta vez. Si vuelve a hacerlo será distinto. —Te aseguro, papá, que no volveré a hacerlo nunca más — exclamó Sofía, llorando. La señora de Rean accedió: —Para complacer a papá, te dejo ir a cambiarte. Pero no cenarás con nosotros; no volverás a la sala hasta después de la cena. El papá fue a protestar, pero su esposa le atajó diciéndole: —No; no me pidas nada más. Se hará como he dicho. Vete ya, Sofía. Sofía cenó en su habitación, después que la hubieron peinado y vestido. Pablo fue en su busca después de cenar y la llevó a jugar al cuarto de los juguetes. Desde ese día, Sofía no probó más a ponerse bajo la lluvia para que sus cabellos se le rizasen.
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  • 53. 53 CAPITULO VIII LAS CEJAS CORTADAS Otra cosa que Sofía deseaba mucho, era tener las cejas espesas y bien marcadas. Un día, habían afirmado ante ella que la pequeña Luisa Berg sería bonita si tuviese las cejas más marcadas. Las cejas de Sofía eran escasas y rubias, por lo tanto, no se las veía mucho. Había oído decir también que, para hacer crecer con más fuerza el cabello, había que cortarlo a menudo. Mirándose un día al espejo, Sofía encontró que sus cejas eran demasiado escasas. —Ya que para que el pelo crezca con más fuerza hay que cortarlo —se dijo—, lo mismo debe ocurrir con las cejas, puesto que son pelitos chicos. Voy a cortarlas para que vuelvan a crecer con más fuerza. Y tomando un par de tijeras, comenzó a cortar sus cejas lo más corto que le fue posible. Se miró luego al espejo y como encontró que tenía una cara rara, no se atrevió a ir a la sala. —Esperaré a que la cena esté servida —se dijo—, así todos estarán ocupados y nadie pensará en mirarme. Pero su mamá, si no vería llegar, pidió a su primito Pablo que fuera a buscarla. —Sofía, Sofía, ¿dónde estás? —exclamó Pablo, entrando—. ¿Qué haces? Ven a cenar.
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  • 55. 55 —Sí, sí, voy en seguida — contestó Sofía, andando hacia atrás para que Pablo no viera sus cejas cortadas. Finalmente, la niña empujó la puerta y entró. Apenas hubo puesto los pies en la sala todo el mundo se echó a reír al verla. —¡Qué cara! — exclamó el señor de Rean. —¡Se ha cortado las cejas! — exclamó la mamá. —¡Qué fea está! — exclamó Pablo. —Es extraño cómo la cambian sus cejas cortadas — dijo el señor d'Aubert, que así se llamaba el papá de Pablo. —Jamás he visto rostro más singular — dijo su esposa. Sofía permanecía inmóvil, con los brazos caídos y la cabeza gacha, no sabiendo dónde ocultarse. Por lo tanto, se sintió aliviada cuando su mamá le dijo: —Vete a tu cuarto, niña; no haces más que disparates. Sal de aquí, y que no vuelva a verte en toda la noche. Sofía se marchó. La niñera se echó a reír, también, cuando la vio con aquel rostro gordito, rojo y sin cejas. Y todos igual. Por más que Sofía se enfadara, todos los que la veían se reían al verla, y le aconsejaban dibujara con carbón las cejas que le faltaban. Al otro día, Pablo le trajo un paquetito muy bien envuelto, —Toma, Sofía —le dijo al dárselo—. Te lo envía mi papá. —¿Qué es? — preguntó la niña, tomando impaciente el paquetito. Cuando lo hubo abierto, encontró que contenía dos enormes cejas negras y tupidas. —Me ha dicho que son para que las pegues en lugar de las que no tienes — le dijo Pablo. Sofía se enfadó mucho y arrojó las cejas a Pablo, que huyó riendo. Las cejas de Sofía tardaron seis meses en volver a crecer, y nunca salieron tan tupidas como lo deseaba la niña. Desde aquella vez, Sofía no volvió a tratar de embellecer sus cejas.
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  • 57. 57 CAPITULO IX EL PAN DE LOS CABALLOS Ya hemos dicho que Sofía era golosa. Su mamá, que sabía que era malo para la salud comer demasiado, le había prohibido que comiera entre las comidas, pero Sofía, que siempre tenía apetito, comía todo lo que encontraba. Todos los días, después del almuerzo, a eso de las dos de la tarde, la señora de Rean iba a dar pan y sal a los caballos del señor Rean, que tenía más de un centenar. Sofía seguía a su mamá con una canasta llena de pedazos de pan negro, que le entregaba uno a uno al llegar a cada cuadra. La señora le tenía prohibido seriamente que comiera de aquel pan, pues como era negro y mal cocido, podía hacerle mal al estómago. La señora siempre terminaba su recorrido por la cuadra de los poneys. Sofía tenía un poney suyo que su papá le había regalado: era un caballito negro, más pequeño que un asno, y la mamá le permitía que ella misma presentara el pan al caballito. A menudo la niña daba un mordisco al trozo de pan antes de dárselo al caballo. Un día, que sentía más antojo por ese pan negro, que de costumbre, tomó el pedazo entre sus dedos de modo que sólo sobresaliera un pedacito de ellos. —El poney comerá lo que sobresale de mis dedos, y yo comeré el resto.
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  • 59. 59 Presentó el pan a su caballito, que lo cogió al mismo tiempo que la punta del dedo de Sofía, mordiéndolo violentamente. Sofía no se atrevió a gritar, pero el dolor le hizo soltar el pan, que cayó a tierra: el caballo dejó entonces el dedo para comer el pan. El dedo de Sofía sangraba tanto que la sangre corría por el suelo. Sacó la niña su pañuelo del bolsillo y envolvió con él su dedo, apretándolo muy fuerte, lo que detuvo la sangre, pero no antes de que el pañuelo estuviese empapado. Sofía ocultó su mano envuelta bajo su delantal y su mamá no se percató de nada. Pero, cuando se pusieron a la mesa para cenar, Sofía no tuvo más remedio que mostrar su mano, que no estaba aún lo suficiente cicatrizada como para que la sangre dejara de correr. Sucedió, pues, que al tomar su cuchara, su vaso o su pan, manchaba el mantel. Al verlo, su mamá le preguntó: —¿Qué tienes en las manos, Sofía? El mantel está lleno de manchas de sangre alrededor de tu plato. Sofía no contestó. —¿No oyes lo que te pregunto? —insistió la señora de Rean—. ¿De dónde sale esa sangre que mancha el mantel? —Es... es... de mi dedo, mamá — confesó Sofía. —¿Y qué tienes en el dedo? ¿Desde cuándo estás lastimada? —Desde esta mañana, mamá, —continuó la niña—. Mi poney me mordió. —¿Cómo pudo morderte ese poney que es más manso que un cordero? — dijo la mamá muy sorprendida. —Fue al darle el pan, mamá — aclaró Sofía. —¿Acaso no colocaste el pan en tu mano abierta como tantas veces te lo he recomendado? —No, mamá, lo tenía entre mis dedos — explicó la niña. Tal respuesta hizo que la señora de Rean decidiera: —Puesto que eres tan tonta, no darás más pan a tu caballo. Sofía se guardó bien de contestar; pensó que tendría siempre la canasta en la que llevaba el pan para los caballos, y que de cuando en cuando podría tomar algún que otro pedazo.
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  • 61. 61 Al día siguiente, pues, siguió a su mamá a las cuadras, y mientras le entregaba los pedazos de pan, tomó uno que ocultó en su bolsillo y que comió mientras su mamá no la miraba. Cuando llegaron al último caballo, no había nada para darle de comer. El palafrenero aseguró que había puesto en el canasto tantos pedazos de pan como caballos había. La mamá le hizo ver que faltaba uno. Mientras hablaba, miró a Sofía, quien, con la boca llena, se apresuraba a tragar el último bocado de su pan, sin siquiera tomarse el tiempo suficiente para masticarlo. Su mamá vio que estaba comiendo y que debía ser el pedazo que faltaba. El caballo aguardaba su pan, y demostraba su impaciencia arañando la tierra con su pata y relinchando. —¡Golosa! —dijo la señora Rean—. Mientras yo no te miraba, robaste el pan de mis pobres caballos y me desobedeciste, pues sabes perfectamente que te he prohibido, muchas veces, que comieras de ese pan. Vete ahora a tu cuarto, y sabe que no vendrás más conmigo a dar de comer a los caballos. Además, esta noche, para cena, sólo te enviaré pan y sopa de pan, puesto que tanto te agrada. Sofía bajó tristemente la cabeza, y con pasos lentos se dirigió hasta la casa y entró en su habitación. —¿Cómo, cómo? —le dijo su niñera—. ¿Otra vez con el semblante triste? ¿Estás otra vez castigada? ¿Qué nueva picardía has hecho? —Sólo he comido el pan de los caballos —contestó Sofía, llorando—. ¡Me gusta tanto! El canasto estaba tan lleno que creí que mamá no notaría nada. Esta noche no me darán otra cosa que sopa y pan para cenar — añadió llorando más fuerte. La niñera la miró con compasión y suspiró. Mimaba a Sofía y le parecía que su mamá era a veces demasiado severa con ella, y trataba de consolar a la niña y de hacer que sus castigos fuesen menos duros. Por lo tanto, cuando el criado trajo la sopa, el pedazo de pan y el vaso de agua que debía constituir la cena de Sofía, los tomó de mal modo, los colocó sobre una mesa y fue a abrir un armario de donde sacó un gran pedazo de queso y un tarro de dulce, y dijo a Sofía:
  • 62. 62 —Toma, come primero el queso con tu pan, y luego el dulce. Y viendo que Sofía vacilaba, añadió: —Tu mamá no te ha mandado más que pan, pero no me ha prohibido que le ponga algo encima. —Pero cuando mamá me pregunte si me han dado otra cosa que pan, tendré que decírselo, y entonces... — observó la niña, temerosa. —Entonces... —repitió la niñera—. Entonces, dirás que yo te he dado pan y dulce, y que te he ordenado comerlos. Yo me encargaré de explicarle que no he querido dejarte comer tu pan solo, pues es malo para el estómago, y que además, hasta a los prisioneros se les da otra cosa que pan. La niñera hacía mal al aconsejar a Sofía que comiera a escondidas lo que su mamá le prohibía, pero la niña. que era muy pequeñita y tenía grandes deseos de comer el queso que tanto le gustaba, y el dulce que le gustaba aún más, obedeció a su niñera, e hizo una cena excelente. La niñera añadió un poco de vino al agua, y para reemplazar al postre, le dio un vaso de agua con vino azucarado, dentro del cual Sofía mojó el pan que le quedaba. —¿Sabes lo que tienes que hacer otra vez que estés castigada o que tengas ganas de comer algo? Ven a decírmelo, y yo me encargaré de encontrarte algo bueno para darte, y que será más rico que ese feo pan negro que comen los caballos y los perros. Sofía prometió a su niñera no olvidarse de su recomendación cada vez que tuviera deseos de comer algo rico.
  • 63. 63 CAPITULO X LA CREMA Y EL PAN CALIENTE Sofía era golosa, ya os lo hemos repetido. No se olvidó, pues, de lo que su niñera le dijera, y un día que había almorzado poco porque sabía que la granjera debía traerle algo bueno a su niñera, le dijo que sentía apetito. —Magnífico —contestó la niñera—, está muy bien, pues la granjera acaba de regalarme un gran bote de crema y un pan negro fresquito. Te voy a dar un poco, verás lo sabroso que resulta. Y colocó sobre la mesa un pan aún caliente y un gran bote de excelente crema espesa. Sofía se arrojó encima de él como si estuviese realmente hambrienta. En el mismo momento en que la niñera le decía que no comiera demasiado, oyó la voz de su mamá que la llamaba: ¡María! ¡María! La niñera se dirigió al momento a la salita donde se hallaba la señora de Rean para saber lo que ésta deseaba. La señora le dijo que preparara un trabajo de costura para Sofía. —Pronto tendrá cuatro años —dijo la señora de Rean—, y es tiempo de que aprenda a coser. —¿Y qué trabajo desea la señora que haga una niña tan pequeña? —Prepárale una servilleta o un pañuelo para que haga los dobladillos. La niñera no contestó, y salió de la sala de bastante mal humor.
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  • 65. 65 Al regresar a la habitación donde se hallaba Sofía, vio que la niña seguía comiendo. El bote de crema estaba casi vacío, y faltaba un pedazo enorme de pan. —¡Dios mío! —exclamó mientras preparaba el dobladillo para Sofía—. ¡Te vas a poner enferma! ¿Es posible que te hayas comido todo eso? ¿Qué dirá tu mamá si te pones mala? Vas a hacer que me riñan. —No temas, María —dijo Sofía—. Tenía mucho apetito y no me pondré enferma. ¡Es tan rica la crema y el pan caliente! ¡Qué a gusto lo comí! —Sí; pero resulta pesado para el estómago —observó la niñera—. ¡Dios mío! ¡Qué enorme pedazo de pan te has comido! Mucho temo que te pongas mala. Sofía, besándola, aseguró: —No, querida María, quédate tranquila, te aseguro que me siento muy bien. La niñera le dio un pañuelito para dobladillar y le dijo que se lo llevara a su mamá, que deseaba enseñarle a coser. Sofía corrió a la sala donde la esperaba su mamá, y le dio el pañuelo. La mamá le enseñó cómo había que pinchar la aguja y volverla a sacar; para comenzar, Sofía lo hizo muy mal, pero después de todo le pareció que era muy divertido coser. —¿Me dejas, mamá, que vaya a enseñar mi trabajo a mi niñera? — preguntó. —Sí, puedes ir, y luego vuelve para guardar tus cosas y jugar a mi lado. Sofía corrió al cuarto de la niñera, y ésta se extrañó mucho al ver el dobladillo casi terminado y tan bien cosido. Inquieta, le preguntó si no sentía dolor de estómago. —No, María —contestó Sofía—, pero no tengo más apetito. —¡Bueno fuera, después de lo que has comido! Pero, vuelve al lado de tu mamá, pues la señora podría reñirte. Sofía regresó a la sala, guardó sus útiles de costura y se puso a jugar. Mientras jugaba, se sentía mal: la crema y el pan caliente le pesaban en el estómago y tenía dolor de cabeza.
  • 66. 66 Acabó por sentarse en su sillita y permanecer allí sin moverse y con los ojos cerrados. La mamá, no oyendo ruido, se volvió para mirarla, y vio a Sofía pálida y que parecía enferma. —¿Qué tienes, Sofía? —preguntó inquieta—. ¿Estás enferma? —Me siento mal, mamá —contestó la niña—, me duele la cabeza. —¿Desde cuándo? —Desde que he terminado de coser. —¿Has comido algo? Sofía vaciló, y contestó en voz baja: —No, mamá, nada. —Veo que mientes. Voy a ir a preguntárselo a tu niñera, ella me lo dirá. La mamá salió y permaneció fuera algunos minutos. Cuando regresó, parecía muy enojada. —Has mentido, niña. Tu niñera me confesó que te había dado pan caliente y crema y que tú habías comido como una glotona. Tanto peor para ti, puesto que estarás enferma y no podrás acompañarnos mañana a cenar a casa de tu tía Aubert ni jugar con tu primito Pablo. Allí te hubieras encontrado además con Camila y Magdalena de Fleurville. Pero en lugar de divertirte, de correr en el bosque en busca de fresas, te quedarás sola en casa y no comerás otra cosa que sopa. La señora de Rean tomó a Sofía de la mano, que le abrasaba, y la llevó a su cuarto para hacerla acostar. —Le prohíbo dar de comer a Sofía hasta mañana —le dijo a la niñera—; hágale beber agua o infusión de hojas de naranjo, y si vuelve usted a hacer lo que hizo esta mañana, la despediré inmediatamente. La niñera, que se sentía culpable, no contestó. Sofía que estaba realmente enferma, se dejó acostar sin decir nada. Pasó una noche muy mala y agitada; sufría mucho de la cabeza y del estómago; por fin, al amanecer, se quedó dormida, cuando se despertó aún le dolía un poco la cabeza, pero el aire fresco le sentó bien. Pasó el día muy triste y aburrida, lamentando no poder asistir a la cena en casa de su tía.
  • 67. 67 Estuvo enferma durante dos días más. Desde entonces, se sintió tan asqueada de la crema y del pan caliente, que jamás los volvió a probar. A veces iba, con su primo y sus amigas, a las casas de los granjeros de las cercanías. Todos a su alrededor comían con fruición crema y pan negro; sólo Sofía no comía nada. La sola vista vista de aquella deliciosa crema espesa y espumosa y del pan casero, le recordaba lo que había tenido que sufrir por haber comido demasiado de ambas cosas, y su sola evocación le daba náuseas. Desde entonces tampoco volvió más a hacer caso de los consejos de su niñera, la cual no duró mucho más tiempo en la casa. Como la señora de Rean ya no tenía confianza en ella, tomó otra que era muy buena, pero que jamás permitía que Sofía hiciera lo que su mamá le prohibía.
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  • 69. 69 CAPITULO XI LAARDILLA Un día, Sofía se paseaba con su primo en un bosquecillo de robles que no distaba mucho del castillo. Ambos buscaban y recogían bellotas para hacer con ellas canastos, zuecos y barcos. De pronto Sofía sintió que una bellota le caía sobre la espalda; mientras se inclinaba para recogerla, otra bellota le cayó sobre la punta de la oreja. —¡Pablo, Pablo! —dijo—. ¡Ven a ver estas bellotas que me han caído encima, están roídas! ¿Quién puede haberlas roído allí arriba? Los ratones no suben a los árboles, y los pájaros no comen las bellotas. Pablo cogió las bellotas y las miró, luego levantó la cabeza, exclamando: —¡Es una ardilla! ¡La estoy viendo! ¡Está en lo alto del árbol sobre una rama! ¡Nos mira como si se burlara de nosotros! Fíjate bien. Sofía miró también hacia arriba y vio una linda ardillita, con su hermosa cola erguida que parecía un penacho. Se limpiaba el hociquito con sus patitas delanteras; de cuando en cuando miraba a Sofía y a Pablo, y saltaba de una rama a otra. —¡Cómo me agradaría tener esa ardilla! —exclamó Sofía—. ¡Qué linda es, y cómo me divertiría jugando con ella, paseándola y cuidándola! —No sería difícil cazarla —aseguró Pablo—. Pero papá dice que las ardillas huelen muy mal en una habitación, y que, además, roen todo lo que encuentran.
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  • 71. 71 —A mí no me estropearía nada —aseguró la niña—. Guardaría todas mis cosas, tampoco dejaría que hiciese mal olor, pues limpiaría su jaula dos veces por día. Pero ¿cómo harías para cogerla? — acabó preguntando. Pablo se lo explicó: —Tomaría una jaula un poco grande; pondría en ella nueces, avellanas y almendras, es decir, todo lo que agrada a las ardillas; colocaría la jaula cerca de este roble, dejaría la puerta abierta y ataría a ella una cuerda. Me ocultaría detrás de un árbol cercano y cuando la ardilla entrara en la jaula para comer, tiraría de la cuerda para cerrar la puerta,y la ardilla se encontraría cogida. —Pero la ardilla no querrá entrar en la jaula; tendrá miedo. —Nada de eso; las ardillas son golosas, y no resistirá a la tentación de las almendras y de las nueces. —¡Cázala, te lo ruego, mi querido Pablo! —pidió Sofía—. ¡Me darías tal alegría! —Pero ¿qué dirá tu mamá? —preguntó Pablo, inquieto—. Tal vez no quiera tenerla. —Sí, querrá —aseguró la niña—. Se lo pediremos tanto, tanto, que consentirá. Los dos niños regresaron corriendo a la casa. Pablo se encargó de explicar el asunto a la señora de Rean, quien al principio se negó, pero terminó por consentir, aunque advirtiendo a Sofía: —Te prevengo que tu ardilla no tardará en fastidiarme: subirá por todos lados, roerá tus libros y tus juguetes, producirá mal olor y será insoportable. —¡Oh, no, mamá! —exclamó la ilusionada chiquilla—. Te prometo cuidarla tan bien que no estropeará nada. —Que quede bien entendido que no quiero que tu ardilla entre ni en la sala, ni en mi habitación. La guardarás siempre en la tuya. —Sí, mamá, se quedará siempre allí, excepto cuando la lleve de paseo.
  • 72. 72 Sofía y Pablo corrieron, felices, a buscar una jaula. Encontraron una en el desván que ya había servido para una ardilla. La bajaron, la limpiaron ayudados por la niñera y pusieron dentro almendras frescas, nueces y avellanas. —Y ahora, vamos pronto a llevarla bajo el roble —dijo Sofía—. ¡Con tal que la ardilla esté aún allí! —Aguarda un momento —pidió Pablo—. He de atar esta cuerda a la puerta. La tengo que pasar entre los barrotes para que la puerta se cierre en cuanto yo tire. —Temo que la ardilla se haya ido. —No, se quedará allí o por los alrededores hasta la noche —aseguró el niño—. Ya está... he terminado. Tira de la cuerda para ver si funciona bien. Sofía tiró, y la puerta se cerró en seguida. Los niños, encantados, fueron a llevar la jaula al bosquecito. Al llegar cerca del roble, miraron si la ardilla estaba aún allí, pero no la vieron, y tampoco vieron moverse las hojas y las tramas. Desesperados, los niños fueron mirando por los demás árboles, cuando de pronto, Sofía recibió sobre la frente una bellota roída como las de la mañana. —¡Está ahí, está ahí! —exclamó—. ¡Le veo la punta de la cola que pasa por detrás de esa rama tupida! En efecto, la ardilla, al oír hablar, avanzó su cabecita a fin de enterarse de lo que sucedía. —Muy bien, muy bien, amiguita —dijo Pablo—. Ahí estás y pronto estarás en prisión. Mira, he aquí provisiones que te hemos traído. Sé golosa, amiga mía, sé golosa; verás cómo se castiga el ser golosa. La pobre ardilla, que estaba muy lejos de suponer que en breve se convertiría en una desgraciada prisionera, miraba todo con expresión burlona, moviendo su cabecita de derecha a izquierda. Vio la jaula que Pablo colocara en el suelo, y echó una mirada de deseo sobre las almendras y las nueces.
  • 73. 73 Cuando los niños se hubieron ocultado detrás del tronco del roble, descendió dos o tres ramas más abajo; luego se detuvo, miró por todos lados, bajó un poco más y continuó descendiendo en esa forma, poco a poco, hasta que se encontró sobre la jaula. Pasó una patita por entre los barrotes, luego otra, pero como no podía coger nada y las almendras le parecían cada vez más apetitosas, buscó la forma de entrar en la jaula, y no tardó mucho en encontrar la puerta. Se detuvo a la entrada, miró la cuerda con cierta desconfianza, alargó una patita para alcanzar las almendras o las nueces, pero no pudiendo conseguirlo, se animó por fin a entrar en la jaula. Apenas estuvo dentro, los niños, que miraban desde su escondite, con el corazón palpitante, los movimientos de la ardilla, tiraron de la cuerda y la ardilla se encontró cazada. Amedrentado, el animalito dejó escapar la almendra que comenzaba a mordisquear y se puso a dar vueltas y más vueltas en la jaula para huir. Pero ¡ay! La pobrecita debía pagar caro se golosa. Los niños se precipitaron sobre la jaula; Pablo cerró cuidadosamente la puerta y llevó la jaula al cuarto de Sofía. Esta corría delante, llamando a su niñera con aire de triunfo, para enseñarle su nuevo amigo. A la niñera no le hizo ninguna gracia aquel nuevo huésped. —¿Qué haremos con este animal? —dijo—. Nos lo va a roer todo, y hará un ruido insoportable. ¿Qué idea has tenido, Sofía, de traernos este feo animal? —Este animalito no es feo —contradijo Sofía—. La ardilla es un animal precioso. Y además, no hará ningún ruido ni roerá nada. Y yo me cuidaré de él. —¿Sí? —se burló la niñera—. ¡Cuánto compadezco al pobre animalito! No tardarás en dejarlo morir de hambre. —¡Morir de hambre! —protestó Sofía, con indignación—. ¡Nada de eso! Le daré avellanas, almendras, pan, azúcar y vino. —¡Qué bien alimentada estará esta ardilla! —siguió la niñera, siempre burlona—. Pero el azúcar hará que se le pique la dentadura y el vino la emborrachará.
  • 74. 74 Esto hizo reír a Pablo, quien dijo: —¡Ja, ja, ja! ¡Una ardilla borracha! ¡Qué divertido será! —Nada de eso, tonto —declaró su prima—. Mi ardilla no se emborrachará. Será muy razonable. —Veremos —acabó la niñera—. Mientras tanto, voy a traerle un poco de paja para que pueda dormir. Parece muy asustada; no creo que esté muy contenta de haberse dejado atrapar. —La voy a acariciar para que se acostumbre a mí y para hacerle comprender que no le haremos daño — dijo Sofía. La niña metió su mano en la jaula; la ardilla, asustada, huyó a un rincón. Sofía alargó la mano para cogerla; pero en el momento que la iba a agarrar, el animalito le mordió un dedo, motivando que la chiquilla se pusiera a gritar y retirase rápidamente su mano que tenía llena de sangre. La puerta quedó abierta y la ardilla se precipitó fuera de la jaula y se puso a correr por toda la habitación. La niñera y Pablo corrieron tras ella, pero, en cuanto creían haberla alcanzado, la ardilla daba un brinco y volvía a escaparse continuando su carrera por el cuarto. Sofía, olvidándose de su dedo que sangraba, quiso ayudarles. Continuaron la caza durante casi media hora; la ardilla empezaba a cansarse y no tardaría en ser capturada, cuando de pronto vio la ventana que había quedado abierta: inmediatamente se abalanzó hacia ella y trepó por el muro hasta el techo. Sofía, Pablo y la niñera bajaron corriendo al jardín. Desde allí pudieron ver a la ardilla encaramada sobre el techo, y medio muerta de cansancio Y de miedo. —¿Qué hacer? ¿Qué hacer? — exclamó Sofía. —Nada; hay que dejar a ese animal —contestó la niñera—. ¿No ves que ya te ha mordido? —Es porque no me conoce aún, pero cuando vea que le doy de comer, me querrá —afirmó la niña. —Creo que no te querrá, porque es demasiado vieja para acostumbrarse al cautiverio —declaro Pablo en tono de sábelotodo—. Hubiera sido necesario atrapar una ardilla más joven.
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  • 76. 76 —¡Oh, Pablo! —le pidió su prima—. Arrójale tu pelota para obligarla a bajar. Una vez abajo, la volveremos a capturar y la encerraremos. El niño re encogió de hombros, respondiendo: —Como quieras, pero no creo que quiera bajar de nuevo. Pablo se fue en busca de su gran pelota, que lanzó con toda destreza contra la ardilla. La pelota volvió a caer al suelo, y detrás de ella cayó la ardilla; la pelota siguió saltando sobre el suelo, pero la ardilla al tocar tierra quedó muerta, con la cabeza ensangrentada y las patas rotas. Sofía y Pablo se acercaron pare atraparla y permanecieron estupefactos ante el pobre animalito destrozado. —¡Malo, Pablo! —dijo Sofía—. ¡Has matado mi ardilla! —Es culpa tuya —se defendió el chico—. ¿Por qué quisiste que la hiciera bajar lanzándole mi pelota. —Debías haberla asustado pero no matado — insistió Sofía. —No quise matarla. Le di con mi pelota sin querer – afirmó Pablo. —No eres diestro, sino malo —lloró la niña—. ¡Vete! ¡ No te quiero más! —Y yo te detesto —aseguró el niño—. Eres más tonta que la ardilla. —¡Eres un muchacho malo! —pateó Sofía—. ¡Jamás volveré a jugar contigo! ¡Nunca más te pediré nada! —Tanto mejor, señorita —declaró Pablo—. Estaré más tranquilo y no tendré que ayudarte a hacer tus fechorías. La niñera decidió que era el momento de intervenir: —¡Vamos, niños! En lugar de reñir, reconoced que ambos sois culpables de la muerte de la ardilla. ¡Pobre animalito! Es más feliz que si hubiese conservado la vida, pues al menos, ahora no sufre. Voy a llamar a alguien para que lo recoja y lo arroje a alguna zanja. Y tú, Sofía, sube a tu cuarto y baña tu dedo con agua fría. En seguida iré a reunirme contigo. Sofía se alejó seguida por Pablo. Este era un niño bueno, e incapaz de guardar rencor. Así, en lugar de continuar enfadado con Sofía, le ayudó a verter agua en una jofaina y a mojar su dedo en ella. Cuando subió la niñera, envolvió el dedo de Sofía en algunas hojas de lechuga y en un trapito. Cuando entraron en la sala los niños estaban algo avergonzados por tener que contar el fin de su aventura con la ardilla.
  • 77. 77 Los papás se burlaron de ellos. La jaula de la ardilla fue llevada de nuevo al desván y el dedo de Sofía le dolió durante varios días. Después, no pensó más en la ardilla sino para decirse que no quería volver a tener ninguna.
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  • 79. 79 CAPITULO XII EL TE Era el 19 de julio, cumpleaños de Sofía: cumplía cuatro años. Ese día su mamá siempre le hacía un bonito regalo, pero nunca le decía antes lo que le regalaría. Sofía se había levantado más temprano que de costumbre, y se daba prisa en vestirse para ir al cuarto de su madre, deseosa de recibir su regalo. —¡Pronto, pronto, María! —decía—. ¡Tengo tantos deseos de saber lo que mamá me regalará para mi cumpleaños! —¡Pero déjame tiempo para peinarte! —le pidió la niñera—. No puedes ir con el cabello como lo tienes. ¡Vaya una manera bonita de comenzar tus cuatro años!... ¡Quédate quieta, no te muevas más! —¡Ay! ¡Ay! ¡Me estás arrancando el cabello, María! — gimió la niña. —Es porque mueves la cabeza hacia todos lados. ¿No ves? ¡Otra vez! ¿Cómo puedo adivinar yo de qué lado se te antojará volver la cabeza? Por fin Sofía estuvo vestida y peinada y pudo correr a la habitación de su mamá. —Te has levantado muy temprano, Sofía —le dijo la mamá sonriendo—. Veo que no te has olvidado de tus cuatro años y del regalo que te debo. Toma, aquí tienes un libro, donde encontrarás cómo divertirte. Sofía, algo molesta, dio las gracias a su mamá y tomó el libro, que estaba encuadernado en marroquí rojo.
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  • 81. 81 —¿Qué haré con este libro? —pensó—. No sé leer... ¿de qué me servirá? Su mamá la miraba y se reía. —No pareces muy contenta con mi regalo —le dije—; sin embargo es muy lindo. Encima dice: «Las Artes». Estoy segura de que te divertirá mucho más de lo que supones. —No sé, mamá... — dudó Sofía. —Ábrelo y verás — le aconsejó su mamá. Sofía quiso abrir el libro, pero con gran sorpresa, no pudo. Lo que le extrañaba aún más era que al moverlo, hacía un ruido extraño, Sofía miró extrañada a su mamá, y la señora de Rean, riendo más aún, le dijo: —Es un libro extraordinario, distinto de los demás que se abren solos. Para, abrir éste hay que apoyar el pulgar sobre el medio del canto. La mamá apoyó ligeramente su pulgar en el lugar indicado, y la parte superior del libro se levantó, y Sofía, llena de felicidad, vio que no se trataba de un libro sino de una espléndida caja de pintura, con sus pinceles, sus platillos y doce cuadernillos llenos de deliciosas figuritas para pintar. —¡Oh, gracias, gracias, mamita querida! — exclamó la niña—. ¡Qué contenta estoy! ¡Qué bonito es! —Pero antes te sentiste decepcionada cuando creíste que te regalaba un libro de verdad —observó su madre—. Podrás divertirte hoy pintando con tu primo Pablo y tus amiguitas Camila y Magdalena, a las que he invitado a que vengan a pasar el día contigo: llegarán a las dos. Tu tía Aubert me encargó darte de parte suya este pequeño juego de té. No podrá venir hasta las tres y quiso que tuvieras su regalo desde por la mañana. Llena de felicidad, Sofía tomó la bandeja con las seis tazas, la tetera, el azucarero, y la jarrita para la leche. Pidió permiso para ofrecer el té a sus amiguitas en aquel jueguecito. —No —le dijo la señora de Rean—; os ensuciaríais con la leche, y os quemaríais con el té. Haced como si lo tomarais y os divertiréis lo mismo.
  • 82. 82 Sofía no dijo nada, pero no estaba contenta. —¿De qué me sirve ese juego de té —se dijo—, si no puedo ponerle nada adentro? Mis amigas se burlarán de mí. ¡Tengo que buscar algo para llenarlo! Voy a pedir consejo a mi niñera. Sofía dijo a su mamá que deseaba enseñar sus juguetes a su niñera, y se alejó con su caja de pinturas y su juego de té. —Mira, María, los lindos regalos que acaban de hacerme mamá y tía D'Aubert — le dijo en cuanto la vio. —¡Qué juego de té más bonito ! —comentó la niñera—. ¡Cómo te divertirás con él ! Pero el libro no me agrada mucho; ¿de qué te servirá, puesto que no sabes leer? —¡Bravo! —exclamó Sofía, riendo—. ¡Te he engañado como me engañaron a mí! ¡No es un libro sino una caja de pinturas! Y Sofía abrió la caja, que la niñera encontró preciosa. Después de charlar sobre lo que haría durante el día, Sofía le dijo que le hubiera gustado ofrecer el té a sus amiguitas, pero que su mamá no se lo permitía. —¿Qué pondré dentro de mi tetera, mi azucarero y mi jarrita para la leche? ¿No podrías tú, mi querida María, ayudarme un poco y darme algo para que se lo pudiera ofrecer a mis amigas? —No, mi pobre niña —contestó la niñera—. Es absolutamente imposible. Recuerda que tu mamá me dijo que me despediría si te daba algo de comer cuando ella lo prohibía. Sofía suspiró y permaneció pensativa; poco a poco su rostro se iluminó: acababa de tener una idea. Ya veremos si aquella idea era buena o no. Sofía jugó toda la mañana y luego almorzó; al regresar de paseo con su mamá, dijo que iba a preparar todo para la llegada de sus amiguitas. Colocó la caja de pinturas sobre una mesita, y sobre otra, arregló las seis tazas y en el medio puso el azucarero, la tetera y la jarrita. —Ahora —se dijo— voy a preparar el té.
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  • 84. 84 Tomó la tetera y se fue al jardín a recoger algunas hojas de trébol que metió dentro de la tetera; luego fue a tomar el agua del plato donde le daban de beber al perrito de su madre y la vertió dentro de la tetera. —Ya está hecho el té —se dijo encantada—; ahora haré la leche. Fue a buscar un pedazo de yeso que servía para limpiar la plata. Raspó un poco con su cuchillito y lo echó dentro de la jarrita que luego llenó con el agua del perro, mezclando todo bien con una cucharita. Cuando el agua estuvo bien lechosa, volvió a colocar la jarrita sobre la mesa. Ahora no le quedaba más que el azucarero para llenar. Volvió a tomar más yeso y lo cortó en pedacitos con su cuchillo, llenando con ellos el azucarero, que también volvió a colocar en su lugar sobre la mesa, y luego miró su obra con aire satisfecho. —¡Ya está! —se dijo frotándose las manos—. ¡Prepararé un té magnífico! ¡Qué lista soy! ¡Apuesto a que Pablo o mis amigas nunca hubieran tenido una idea tan magnífica! Sofía tuvo que esperar a sus amigas media hora aún, pero no se aburrió: se sentía tan satisfecha de su té que no quería alejarse, y se paseaba en derredor de la mesa, mirándolo todo con aspecto feliz y frotándose las manos mientras repetía: —¡Dios mío! ¡Qué lista soy! ¡Qué lista soy! Por fin llegaron Pablo y sus amiguitas. Sofía corrió a su encuentro, las besó y las llevó sin perder un minuto a la salita para enseñarles sus lindos regalos. Las engañó con su caja de pinturas como su mamá la había engañado a ella y ella a su niñera. Todos encontraron el juego de té precioso y querían comenzar en seguida la merienda, pero Sofía les dijo que esperaran hasta las tres. Se pusieron, pues, a pintar las figuritas de los libritos: cada cual tenía el suyo. Cuando hubieron terminado de divertirse con la caja de pinturas, volvieron a guardar todo con mucho cuidado y Pablo exclamó: —¡Y ahora, tomemos el té! —Eso es, tomemos el té — contestaron las tres niñitas a la vez.
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  • 86. 86 —Vamos, Sofía, haz los honores — pidió Camila. —Tomad asiento todos alrededor de la mesa... Así, está bien… Pasadme vuestras tazas para que les ponga azúcar... Ahora el té... y la leche.. . Bebed ahora. —Es extraño... este azúcar no se derrite — comentó Magdalena. —Revuelve mejor y se derretirá — aconsejó Sofía. —Pero el té está frío — observó Pablo. —Es porque hace mucho que está hecho — le contestó su prima. —¡Qué horror! ¿Qué es esto? ¡No es té! — chilló Camila, probándolo y rechazándolo con asco. —¡Es horrible! ¡Tiene gusto a yeso! — añadió Magdalena. —¿Qué nos diste de beber, Sofía? — preguntó Pablo, escupiendo a su vez—. Es horroroso, asqueroso... —¿Os parece? — dijo Sofía molesta. —¿Que si nos parece? —le gritó su primo—. ¡Merecerías que te hiciéramos tragar tu horrible mejunje! Sofía, alterándose ahora, contestó: —¡Sois tan exigentes de contentar que nací os parece bueno! —Confiesa, Sofía, que aun sin ser muy exigente, se puede decir que tu té no está bueno — manifestó Camila, sonriendo. —Lo que es yo, jamás he probado nada peor — declaró Magdalena. Pablo, presentando la tetera a Sofía, la desafió. —Trágalo, trágalo... ¡Verás si somos exigentes o no! Sofía, debatiéndose de su primo, se negaba a beber. —¡Déjame! ¡Déjame! — gritaba. —¿No dices que somos exigentes? — gritaba Pablo insistiendo—. ¿Encuentras rico tu té? ¡Bébelo pues, lo mismo que tu leche! Y Pablo, cogiendo a Sofía por el cuello, le vertió el té en la boca; se disponía a hacer lo mismo con la pretendida leche, a pesar de los gritos de Sofía, cuando Camila y Magdalena, que eran muy buenas y tenían compasión de su amiga, se precipitaron sobre Pablo para quitarle la jarrita. Pablo, furioso, las rechazó; Sofía aprovechó para libertarse y las emprendió a golpes. Camila y Magdalena trataron entonces de contener a Sofía; Pablo chillaba, Sofía gritaba, Camita y Magdalena pedían socorro. Era una batahola ensordecedora.
  • 87. 87 Las mamás, asustadas, llegaron corriendo. Al verlas aparecer los niños se inmovilizaron. —¿Qué sucede? — inquirió la señora de Rean, con severidad. Nadie contestó. —Camila, explícanos el motivo de esta batalla — ordenó a su hija la señora de Fleurville. Camila balbució: —Mamá... Magdalena y yo no nos peleábamos con nadie. —¿Cómo? ¿Que no os peleabais? Cuando entramos tú tenías a Sofía de un brazo y Magdalena a Pablo de una pierna. —Era para... impedirles que jugasen demasiado — explicó la pobre Camila. —¡Jugar! ¿Llamas a eso jugar? Adivinando la verdad, la señora Rean afirmó: —Deben ser Sofía y Pablo que han peleado como de costumbre; y Camila y Magdalena habrán querido impedirlo. ¿No es así, Camila? —Sí señora — reconoció Camila en voz baja y ruborizándose. —¿No te da vergüenza de tu conducta, Pablo? —riñó la señora D'Aubert—. Te encolerizas por cualquier cosa, y siempre estás dispuesto a pelear. —No fue por cualquier cosa, mamá —protestó Pablo—. Sofía quiso hacernos beber un té tan horroroso que todos sentimos náuseas al probarlo, y cuando nos quejamos, nos dijo que éramos muy exigentes de contentar. La señora de Rean tomó la jarrita de la leche y la olió, probando luego su contenido con la punta de los labios. Hizo una mueca de asco y dijo a Sofía: —¿De dónde has sacado esta pretendida leche, señorita? —La hice yo, mamá — respondió Sofía con la cabeza gacha y avergonzada. —¡Que tú la hiciste! ¿Y con qué? ¡Contesta! Sofía del mismo modo añadió:
  • 88. 88 —Con el yeso de limpiar la plata y et agua del perro. —¿Y el té? — quiso saber la señora de Rean. —Con hojas de trébol y el agua del perro — contestó la niña. —¡Qué buen festín para tus amiguitas! ¡Agua sucia y yeso! Comienzas bien tus cuatro años, desobedeciéndome cuando yo te he prohibido preparar el té, y queriendo hacer tragar a tus amigas un mejunje asqueroso y peleándote con tu primo. Para que esto no se vuelva a producir, te quitaré tu juego de té, y te mandaría a cenar sola en tu cuarto si no temiera estropear el placer de tus amiguitas. Las mamás se alejaron, riéndose del ridículo festín inventado por Sofía. Los niños se quedaron solos; Pablo y Sofía avergonzados de su pelea, no se atrevían a mirarse. Camila y Magdalena los abrazaron y consolaron, tratando de reconciliarlos. Sofía besó a Pablo y pidió perdón a todos, y todo fue olvidado. Corrieron al jardín donde cazaron ocho hermosas mariposas que Pablo colocó en una caja con tapa de vidrio. Pasaron el resto de la tarde arreglando la caja, para que las mariposas estuviesen bien alojadas. Les pusieron hierbas, flotes, unas gotas de agua azucarada, fresas y cerezas. Cuando llegó la noche, Pablo se llevó la caja con las mariposas, pues Sofía, Camila y Magdalena así se lo propusieron, comprendiendo el deseo que tenía de conservarla él.
  • 89. 89 CAPÍTULO XIII LOS LOBOS Sofía no era obediente, ya lo hemos visto en las historias que acabamos de leer. Debía haberse corregido ya, pero aún no lo había hecho, por lo que le sucedieron muchos otros percances. Al día siguiente de cumplir sus cuatro años, su mamá la llamó y le dijo: —Sofía, te prometí que cuando tuvieras cuatro años me acompañarías en mis largos paseos de la tarde. Hoy voy a ir a visitar la granja de Esvitine, pasando por el bosque, y tú me acompañarás. Sólo te pido que tengas cuidado de no quedarte rezagada, ya sabes que ando de prisa y que, si te detienes, podrías quedarte muy lejos antes de que yo lo advierta. Sofía, encantada de realizar este largo paseo, prometió a su mamá que la seguiría de cerca y que no se perdería en el bosque. Pablo, que llegó en ese mismo momento, pidió permiso para acompañarlas, llenando a Sofía de alegría. Durante algún tiempo caminaron muy juiciosamente detrás de la señora de Rean. Se divertían mirando correr y saltar los grandes perros que la señora siempre llevaba consigo. Llegados al bosque, los niños cogieron algunas flores que estaban a su paso, pero sin detenerse.
  • 90. 90 A poca distancia del camino Sofía advirtió un hermoso fresal cargado de fresas, —¡Qué hermosas fresas! —exclamó—. ¡Qué lástima no poder comerlas! La señora de Rean oyó la exclamación, y volviéndose, le prohibió de nuevo que se detuviera. Sofía suspiró y echó una mirada de pesar sobre las hermosas fresas que tanto le hubiera gustado comer. —No las mires —le dijo Pablo— y no te acordarás más de ellas. —Es que son tan rojas, tan bellas y tan maduras... —contestó su prima—. ¡Deben estar riquísimas! —Cuanto más las mires, más deseos tendrás de ellas. Ya que la tía te ha prohibido recogerlas, ¿de qué te sirve mirarlas? —Quisiera comer una sola... —insistió Sofía—. Eso no me retrasaría mucho. Quédate conmigo y las comeremos juntos. —No; no quiero desobedecer a la tía, y no quiero perderme en el bosque — manifestó Pablo, siempre juicioso. —No hay peligro —volvió a insistir su prima—. ¿No comprendes que mamá ha dicho eso para meternos miedo? Siempre seríamos capaces de volver a encontrar nuestro camino si nos quedábamos rezagados. —No; el bosque es muy tupido, y es muy posible que no pudiéramos encontrarlo. —Haz como quieras, miedoso. En cuanto a mí, al primer fresal que vea, me detengo para comer algunas fresas. —No soy ningún miedoso, señorita —protestó Pablo, indignado—. Lo que sí eres tú es una desobediente y una golosa: Piérdete en el bosque si te agrada; yo prefiero obedecer a la tía. Y Pablo continuó siguiendo a la señora de Rean, quien andaba bastante aprisa y sin volverse. Sus perros la rodeaban y caminaban delante y detrás de ella. Sofía no tardó en divisar un nuevo fresal tan hermoso como el primero. Cogió una fresa y la comió, encontrándola deliciosa. Luego tomó una segunda y una tercera. Después se arrodilló para cogerlas con mayor comodidad y rapidez; de cuando en cuando echaba un vistazo hacia su mamá y Pablo que se alejaban.
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  • 92. 92 Los perros parecían inquietos, iban hacia el bosque y luego regresaban. Terminaron por acercarse tanto a la señora de Rean que ésta se detuvo para ver lo que les causaba temor, y a través de las hojas del bosque vio unos ojos brillantes y feroces. En el mismo instante oyó un ruido de ramas rotas y de hojas secas. Se volvió para recomendar a los niños que marcharan delante de ella, y ¡cuál no fue su horror al ver solamente a Pablo! —¿Dónde está Sofía? — exclamó. —Quiso quedarse a comer fresas, tía — contestó Pablo. —¡Desgraciada! ¡Qué ha hecho! ¡Los lobos nos siguen! ¡Corramos a salvarla! La señora de Rean corrió, seguida por sus perros y por el pobre Pablo aterrado, hacia el lugar en que debía haberse quedado Sofía. La divisó a lo lejos, sentada en medio de las fresas que seguía comiendo tranquilamente. De pronto, dos de los perros lanzaron unos aullidos lastimeros y avanzaron a toda velocidad hacia Sofía. En el mismo instante, un lobo enorme, con los ojos que parecían echar chispas y con la boca abierta, sacó su cabeza con precaución por entre las ramas. Al ver acercarse a los perros, vaciló un instante, pero creyendo tener tiempo, antes de su llegada, de alcanzar a Sofía y llevársela al bosque para devorarla, dio un brinco prodigioso y se lanzó sobre ella. Los perros, viendo el peligro que corría su amita, y envalentonados por los gritos de la señora de Rean y de Pablo, redoblaron su velocidad y cayeron sobre el lobo en el mismo momento en que éste asía las faldas de Sofía para arrastrarla al bosque. El lobo, sintiéndose mordido por los perros, soltó a Sofía y comenzó con ellos una terrible lucha que se hizo muy peligrosa con la llegada de los otros dos lobos que habían seguido a la señora de Rean. Pero los perros se batían con tanta valentía, que pronto los tres lobos se vieron obligados a huir. Los canes, cubiertos de sangre y heridas, se acercaron para lamer las manos de la señora y de los niños, que habían presenciado temblorosos el combate.
  • 93. 93 La dama les devolvió sus caricias, y reanudó, luego, el camino llevando a un niño de cada mano y rodeada por sus valientes defensores. —La señora de Rean no decía nada a Sofía. La niña casi no podía andar: tanto le temblaban las piernas a causa del susto que se había llevado. El pobre Pablo estaba casi tan pálido y tembloroso como su prima. Salieron por fin del bosque y llegaron cerca de un arroyuelo. —Detengámonos aquí —dijo la señora de Rean—, y bebamos todos un poco de esta agua fresca, que nos hará bien para reponernos de nuestro susto. E inclinándose sobre el arroyuelo, la señora de Rean bebió algunos sorbos y bañó su rostro y sus manos con el agua fresca. Los niños la imitaron, y la señora de Rean les hizo meter la cabeza dentro del agua. Pronto se sintieron reanimados y su temblor se calmó. Los pobres perros se habían echado todos al agua, y salieron de su baño limpitos y frescos. Al cabo de un cuarto de hora, la señora de Rean se puso de pie para continuar su camino. Los niños caminaban cerca de ella. —Sofía —dijo—, ¿crees que tenía razón cuando te prohibí que te detuvieras? —Oh, sí, mamá —reconoció la niña, arrepentida—. Y te pido perdón por haberte desobedecido. Y a ti, mi buen Pablo, quiero decirte lo dolida que estoy por haberte llamado miedoso. —¡Miedoso! ¿Lo llamaste miedoso? —exclamó su madre—. ¿No sabes que cuando corrimos hacia ti, él fue quien corría delante? ¿No viste que cuando los demás lobos llegaron a socorrer a su compañero, Pablo, armado con un garrote que había recogido al correr, se abalanzó sobre ellos para impedirles el paso, y que tuve que retenerlo para que no fuera en ayuda de los perros? ¿No viste también que durante todo el combate siempre se mantuvo delante de ti para impedir que los lobos llegasen hasta nosotros? ¿Así que Pablo es miedoso?…
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  • 95. 95 Sofía se echó al cuello de su primo y lo besó diez veces, diciéndole: —Gracias, gracias, mi buen Pablo, mi querido Pablo, ¡te quiero y te querré siempre de todo corazón! Cuando llegaron a casa, todos se extrañaron de sus semblantes pálidos y del vestido de Sofía, desgarrado por los dientes del lobo. La señora de Rean contó su terrible aventura, y todos elogiaron a Pablo por su obediencia y por su valor, mientras censuraban la desobediencia de Sofía y su glotonería. También fue muy admirado el valor de los perros, los cuales fueron muy acariciados y tuvieron una excelente cena de huesos y restos de carne. Al día siguiente, la señora de Rean obsequió a Pablo con un uniforme completo de soldado zuavo. Este, loco de alegría, se lo puso en seguida y fue a ver a Sofía. La niña lanzó un grito de terror al ver entrar en su cuarto a un turco con turbante, sable y dos pistolas en la cintura. Pero como Pablo se echó a reír y comenzó a brincar, Sofía lo reconoció y lo encontró muy hermoso con su nuevo uniforme, Sofía no fue castigada por su desobediencia. Su mamá pensó que ya había sido bastante castigada con el susto que se había llevado, y que no volvería a las andadas.
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  • 97. 97 CAPITULO XIV LA MEJILLAARAÑADA Sofía era muy colérica. Era éste un defecto del cual no hemos hablado aún. Cierto día, se divertía pintando en uno de sus cuadernillos, mientras Pablo recortaba cartoncitos para fabricar mesitas y bancos. Estaban ambos sentados ante una mesita, uno frente al otro; Pablo, al balancear sus piernas, hacía mover la mesa. —Ten cuidado —le dijo Sofía con impaciencia—, mueves la mesa y no puedo pintar. Pablo se quedó quieto durante unos minutos y luego se olvidó, volviendo a hacer temblar la mesa. —¡Eres insoportable, Pablo! —exclamó Sofía—. ¡Ya te he dicho que me impedías pintar! —¡Bah, para las preciosas cosas que pintas, no vale la pena que me moleste! — comentó su primo. —Ya sé que tú no te molestas nunca, pero, como me molestas a mí, te vuelvo a repetir que dejes quietas tus piernas. —A mis piernas no les agrada permanecer quietas —afirmó Pablo, burlón—. Se mueven a pesar mío. La niña, muy enojada, le advirtió: —¡Te ataré con una cuerda esas piernas fastidiosas! Y si continúas moviéndolas, te echaré de aquí.
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  • 99. 99 —Prueba a hacerlo y verás lo que saben hacer los pies que están al extremo de mis piernas — le contestó el niño también enfadado. —¿Piensas darme puntapiés, malo? —Desde luego, si tú me das de puñetazos. Sofía, completamente encolerizada, arrojó el agua de las pinturas al rostro de Pablo, quien, enojándose a su vez, dio un puntapié a la mesa haciéndola caer con todo lo que se hallaba encima. Sofía se abalanzó entonces sobre su primo y le arañó la mejilla de tal modo, que la sangre comenzó a correr. Pablo se puso a gritar, y Sofía, fuera de sí, siguió dándole golpes. El niño, a quien no le agradaba pegar a Sofía, terminó por huir a un gabinete, donde se encerró. Por más que la enfadada niña golpeó en la puerta, Pablo no la abrió, y ella terminó por calmarse. Cuando su ira hubo pasado, empezó a arrepentirse de lo que acababa de hacer, recordando que su primo había arriesgado su vida para defenderla de los lobos. —Pobre Pablo —se dijo—. ¡Qué mala he sido con él! ¿Qué hacer para que no esté más enfadado conmigo? No quisiera pedirle perdón... Es tan fastidioso decir: «Perdóname...» Sin embargo —añadió, después de haber reflexionado algo—, es mucho más vergonzoso ser malo. ¿Y cómo me perdonaría Pablo si no le pido que lo haga? Después de haber reflexionado un rato más, Sofía fue a llamar a la puerta del gabinete donde el muchacho acababa de encerrarse, pero esta vez lo hizo sin cólera y sin dar grandes puñetazos, sino suavemente, mientras llamaba con una voz silente y llena de humildad: —¡Pablo, Pablo! Pero el niño no contestó. —Pablo —insistió Sofía, siempre con voz suave—, mi querido Pablo, perdóname. Siento mucho haber sido tan mala. Te aseguro que no volveré a hacerlo más. La puerta se entreabrió lentamente, y apareció la cabeza de Pablo. Miró a Sofía con desconfianza.
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  • 101. 101 —¿No estás ya encolerizada? —Oh, no, no, querido Pablo —contestó su primita—. Estoy muy triste por haber sido tan mala. Pablo abrió del todo la puerta, y Sofía, levantando la vista, vio que su rostro estaba todo arañado. Esto le hizo proferir un grito y que se echara al cuello de Pablo. —¡Oh, mi pobre Pablo, cuánto daño te hice! ¡Cómo te arañé! ¿Qué hacer para curarte? —No será nada —contestó su primo—. Se curará solo. Busquemos una jofaina y agua para lavarme. Cuando se haya ido la sangre, no se verá nada. Sofía fue con Pablo en busca de una jofaina llena de agua, pero por más que el niño bañó su rostro, lo frotó y lo secó las marcas de los arañazos permanecieron en las mejillas. Sofía estaba desesperada. —¿Qué dirá mamá? —decía—. Se enojará mucho conmigo y me castigará. Pablo, que era muy bueno, también se desesperaba. No sabía qué imaginar para que Sofía no fuese castigada. —No puedo decir que me he caído entre los espinos, pues no sería verdad... Pero, sí..., aguarda un poco y verás. Y Pablo salió corriendo seguido de Sofía, y ambos entraron en el bosquecillo cercano a la casa. Pablo se dirigió hacia un espino, echándose en medio de él, moviéndose de modo que su rostro fuese arañado por las púas y ramas del arbusto y su cara apareciese ensangrentada. Cuando Sofía vio su pobre rostro ensangrentado, comenzó a llorar desconsolada. —Yo tengo la culpa de todo lo que sufres, mi pobre Pablo —dijo—. Para que no me castiguen te has hecho arañar más de lo que yo te había arañado en mi cólera. ¡Oh, querido! ¡Cuán bueno eres, cómo te quiero!
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