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Indice
Rezar no es nada fácil
1. ¿ES FÁCIL REZAR?
Indispensable hablar con Dios
Comunicación imposible
¿Comunicación directa con Dios?
2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA
Calentar el motor
Hay que dejarlo hablar
Un caso muy especial
Dos brazos
3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR
Un Dios padre
La alabanza
Hágase
Nuestro pan
Perdónanos
Líbranos
Oración comunitaria
Amén
4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración
¿Manipular a Dios?
No sabemos qué pedir
Hay que aceitar la oración
En todo tiempo
¿Con poder?
Hacia la alabanza
Ante una lámpara
5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN
El monólogo no puede ser oración
La oración cerebral
La altanería en la oración
La oración individualista
La oración que Dios no quiere resistir
Punto de arranque
6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR
Abraham es un gran oyente
La oración de las preguntas
Abraham, el gran intercesor
Somos intercesores
7. LA ORACIÓN DE PETICIÓN
2
Las condiciones indispensables
Lo oscuro en la oración de petición
El enigmático tiempo de Dios
Más bien hay que examinarse
8. LA ORACIÓN TAMBIEN ES COSA DE BOXEO
La táctica del amigo inoportuno
La táctica de la Fe que mueve montañas
La táctica de la humildad
9. LA INTERCESIÓN, UNA ORACIÓN DE AGONÍA
Una agónica lucha
Las manos limpias
Los fracasados y los triunfadores
Tres intercesores
En mi nombre...
Sobre nuestros hombros
10. CUALIDADES DEL QUE ORA INTERCEDIENDO POR OTROS
Una condición muy descuidada
En nuestra carpa
11. LA ORACIÓN EN LA FAMILIA Y EN LA COMUNIDAD
Familias ejemplares
El sacerdocio de los papás
La oración en el hogar
No es nada fácil
La Virgen María en el hogar
Babel o Caná
La oración en la comunidad
Amontonar corazones
Dos o tres
12. MARÍA, MODELO DE ORACIÓN
La oración en silencio
La oración de adoración
La oración de la entrega
La oración con la Biblia en la mano
La oración de intercesión
La oración ante la cruz
La oración de la noche de la muerte
La oración en la Iglesia
13. LA ALABANZA, UNA ORACIÓN MUY DESCUIDADA
Una fe profunda
Un Corazón sanado
Portador de gozo
En todo momento
3
Obediencia a la Palabra
Todo tiene sentido
14. A DIOS LE AGRADA NUESTRA ALABANZA
Sacrificio de alabanza
¿Gracias en la tribulación?
Un don de Dios
Un culto de alabanza
15. LAS BENDICIONES DE LA ORACIÓN DE ALABANZA
Contra nuestros demonios interiores
El sugestionador
No se turbe su corazón
Sana corazones
El discernimiento
Muchos muros caerían
4
P. Hugo Estrada
Rezar no es nada fácil
Ediciones San Pablo, Guatemala
5
NIHIL OBSTAT
Pbro. Dr. Angel Roncero, sdb
15 de marzo 1987
CON LICENCIA ECLESIASTICA
6
Sobre el autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto
Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la
Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos aparecen en la solapa de este
libro. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “Selección de mis cuentos”.
7
Sobre el libro
REZAR NO ES NADA FÁCIL. El autor en uno de los capítulos del libro expresa una
idea que, tal vez, resume la intención de esta obra:
“El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. ‘¡Ya
sé tocar el piano!’, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su ‘optimismo’. Si quiere
llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro.
Con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmulas
que mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad: rezar no es nada fácil.
A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si
fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un ‘producto’ que se exhiba con
frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que
no nos quejaríamos de que nos ‘cuesta’ tanto mantener un alto nivel de espiritualidad”.
P. Angel Roncero Marcos, s.d.b.
Director del Instituto Teológico Salesiano
8
1. ¿ES FÁCIL REZAR?
Me gusta observar a los niños cuando juegan fútbol: está por marcarse un penalty; el
que juega de portero, esboza apresuradamente la señal de la cruz y se dispone a defender
su portería. También me llama la atención observar a algunos adultos que, cuando
relampaguea o truena, automáticamente, hacen la señal de la cruz; algunos añaden:
“¡Jesús, María!” Me pregunto: ¿será oración la del niño que está bajo la portería? ¿Habrá
intentado unirse con Dios, o su gesto conlleva algo de superstición? La gente que,
“automáticamente”, se santigua, al relampaguear, ¿está pensando en Dios, o busca
librarse de algo malo, echando mano de rito con cierto sentido mágico? Sólo Dios lo
sabe. Lo cierto es que muchas de nuestras llamadas oraciones se quedan en simples
gestos o fórmulas que son producto de nuestro miedo o de la costumbre. Lo cierto
también es que cuando no existe un “hablar” con Dios, no puede haber oración, por más
gestos que se hagan o fórmulas que se repitan. La oración esencialmente es “hablar con
Dios”. Y, como Dios es Espíritu, solamente se puede hablar con El por medio del
corazón.
Si sometiéramos muchas de nuestras oraciones a un examen más crítico y profundo,
tal vez, tendríamos que llegar a una triste conclusión: allí hay gestos, hay actitudes,
fórmulas, ceremonias; pero no hay oración.
Abundan las escuelas de oración. No es raro que en algunas de esas escuelas se dé
mucha importancia a la técnica, a los métodos, y se olvide algo esencial: que el único que
nos puede enseñar a orar es Dios por medio del Espíritu Santo. La carta a los Romanos
lo expone palpablemente: “No sabemos rezar como es debido, pero el Espíritu mismo
ruega a Dios por nosotros, con gemidos que no se pueden expresar con palabras” (Rm
8, 26). El Espíritu Santo, en la Biblia, nos ha dejado muchas indicaciones, que son como
pistas por las que debe deslizarse necesariamente nuestra oración.
Cuando vamos a una ciudad desconocida, pedimos un mapa para orientarnos; la Santa
Biblia expone alguna normas precisas que Dios ha dejado a sus hijos para que no se
extravíen en el no fácil camino de la oración.
Indispensable hablar con Dios
El Apóstol Santiago es muy preciso cuando hace notar que “no sabemos” rezar, que
pedimos mal. Dice santiago: “Piden y no reciben porque piden mal, pues lo quieren
para gastarlo en sus placeres” (St 4, 3). Esta afirmación, tan clara, de Santiago, me hace
pensar en las ocasiones en que me invitan para bendecir algún “negocio”, alguna tienda,
una farmacia, un almacén, una casa, un vehículo. Se capta en el ambiente que la
finalidad por la cual han llevado sacerdote es para que “les vaya bien”. Esta es la
expresión que se emplea para pedirle dinero a Dios. Las personas no piensan
propiamente en Dios para darle gracias por ese negocio, por ese local, por ese vehículo.
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Piensan en sí mismas, en obtener dinero, en ser preservadas de algún accidente. Dios
pasa a un segundo plano. No se busca a Dios, sino el propio interés, nada más.
La esposa que suplica que su marido se convierta; que deje el licor, la mala vida, en el
fondo ¿que está pretendiendo? Muy subconscientemente lo que anhela es que mejore la
situación conflictiva de su casa; que cesen tantos problemas. Posiblemente no piensa en
Dios. Su mente está centrada en el problema familiar.
Lo esencial de una oración es “hablar” con Dios. Si existe ese “hablar con Dios”,
necesariamente se comenzará por bendecirlo, darle gracias; por reconocer nuestra
poquedad, nuestra limitación. Si se habla con Dios, habrá la imperiosa necesidad de
“santificar su nombre”. Cuando Santiago recalca que “pedimos mal”, está apuntando uno
de nuestro grandes defectos en la oración: buscarnos a nosotros mismos y no a Dios.
Pensar en la oración no como “un hablar” con nuestro Padre, sino como un medio para
buscar una solución para nuestro problemas.
Si con sinceridad determináramos analizar muchas de nuestras pretendidas oraciones,
nos encontraríamos con que Dios, propiamente, está ausente. Estamos muy presentes
nosotros. Nos buscamos a nosotros mismos y no a Dios.
Comunicación imposible
Cuando los esposos riñen, se corta la comunicación. Viven en la misma casa, se
intercambian algunas indispensables palabras, pero entre ellos no hay comunicación.
Quedó cortada. El profeta Isaías se vale de figuras muy impresionistas para indicar cuál
es la actitud de Dios ante el que pretende “hablar con El”, mientras hay pecado en su
corazón. Dice Isaías: “Las maldades cometidas por ustedes han levantado una barrera
entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se cubra la cara y que no los
quiera oír” (Is 59, 2). Las figuras que emplea Isaías son muy ilustrativas con respecto a
la “falta de comunicación” entre Dios y el pecador. Una muralla los separa. Esa
“muralla” no la ha levantado Dios. Es el pecador el que levanta ese muro de
incomunicación.
La actitud de Dios, que se cubre la cara para no oír, es muy impresionante: Dios
siempre es misericordioso y comprensivo; pero el pecado le impide “poder oír y ver”. De
aquí que oración y pecado no pueden cohabitar. No se puede orar mientras el corazón
continúa alimentando el pecado. Es un contrasentido.
En la liturgia antigua, había una ceremonia muy expresiva; el sacerdote, antes de subir
a las gradas del altar, hacía un acto penitencial con toda la asamblea. En el Antiguo
testamento, antes de que el sacerdote ingresara al Tabernáculo, tenía que pasar por una
fuente en la que se purificaba. Antes de pretender iniciar una oración, tenemos que
revisar nuestra conciencia: no podemos aspirar a platicar con Dios, si hemos levantado
un muro entre El y nosotros: si estamos en pecado. Es imposible platicar con Dios, si al
mismo tiempo estamos en “intimidad” con el mal.
El Salmo 66 lo expresa concretamente: “Si tuviera malos pensamientos, el Señor no
10
me escucharía” (Sal 66, 18). Dios mismo nos ha prevenido: El se tapará el rostro para no
escucharnos, si con pecado en el corazón, tratamos de tener con él una amable charla.
Imposible.
El profeta Ezequiel también nos advierte que Dios no puede comunicarse con
nosotros, si hay ídolos en nuestro corazón. Dice el Señor: “Estos hombres se han
entregado por completo al culto de sus ídolos y han puesto sus ojos en lo que les hace
pecar. ¿Y acaso voy a permitir que me consulten?” (Ez 14, 3). El silencio es la respuesta
de Dios en este caso.
En sentido bíblico, ídolo es todo aquello que le quita el primer lugar a Dios en nuestra
vida. Todos podemos tener nuestros ídolos. El trabajo es algo santo; pero un trabajo que
aparta de Dios es un ídolo. El amor es la esencia de la santidad; pero un afecto en
nuestra alma que le quite el primer lugar a Dios es un ídolo.
Como hombres modernos, creemos que la idolatría está reservada para los pueblos
primitivos, para tribus incivilizadas. El ansia de dinero, de poder, de placer son nuestros
modernos ídolos. Nos postramos ante ellos. Es fácil creer que no somos idólatras. Dios
conoce las profundidades de nuestro corazón, detecta ídolos, y no responde. No puede
respondernos. Está rota la comunicación. Lo único que hace es enviar al Espíritu Santo
que nos “golpee”, llamándonos a la conversión.
Todo el que se acerca a Dios no puede hacerlo con altivez. A Dios nos acercamos
como mendigos. Nos sentimos hijos, de Dios, pero muy limitados. Esa actitud no puede
ser sólo una “pose”. Por eso Dios mismo, por medio del libro de los Proverbios, nos
dice: “El que no atiende los ruegos del pobre, tampoco obtendrá ayuda cuando la pida”
(Pr 21, 13). Esto podría complementarse con lo que afirma Jesús; “Con la misma
medida con que ustedes midan con ésa serán medidos” (Lc 6, 38).
No podemos simular humildad ante Dios, si hemos esgrimido altanería ante el pobre
que se acerca a nosotros. El pobre es un retrato muy fiel de Jesús. “Todo lo que hagan a
estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen”, asegura Jesús. Si hemos medido al
pobre con corazón de hierro, esa misma será la medida que se usará con nosotros.
En los santos se aprecia una oración muy poderosa. Su corazón estaba abierto en gran
manera al pobre. Por así decirlo, se habían olvidado de ellos mismos para pensar en los
necesitados, en los pedigüeños. La falta de amor hacia el necesitado nos cierra la
comunicación con Dios. La caridad hacia el pobre, es llave maestra que nos abre la
puerta de la oración.
¿Comunicación directa con Dios?
Nadie tiene un teléfono directo con Dios. Todos necesitamos acudir al “teléfono
público”, el teléfono de la comunidad. Toda comunicación interrumpida con los otros,
automáticamente, interrumpe también la comunicación con Dios. Jesús dijo: “Si al llevar
tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu
ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano.
11
Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Jesús tenía en
mente las ceremonias en el templo. Todos hacían fila, con su corderito al lado, para llegar
hasta el sacerdote que lo sacrificaba. Jesús puntualiza que si en el corazón hay algo
contra el hermano, esa ofrenda no tiene ningún sentido. No podemos intentar “hablar con
Dios”, si nuestra comunicación con el hermano está cortada.
San Vicente de Paúl se encontraba ya revestido para iniciar la Eucaristía. Se acordó,
en ese momento, que el día anterior había tenido un altercado con un hermano;
inmediatamente se quitó los ornamentos sacerdotales, y fue a reconciliarse con su
hermano. Los santos toman muy en serio las palabras de Jesús.
San Pedro, en su carta, les hace notar a los esposos que las malas relaciones entre
ellos “estorban” la oración (1P 3, 7). Para Dios cuenta mucho la relación que tengamos
con uno de sus hijos. Ese hijo –bueno o malo– es su imagen viva. Cortar la
comunicación con ese hijo es cortar la relación con Dios. Pretender “hablar con Dios” sin
antes “hablar con los hijos de Dios”, no tiene sentido ante el Señor.
En ocasiones no hay gozo en nuestra oración. Nos sentimos a disgusto en ella. No es
raro que exista algún rencor escondido en lo profundo de nuestra conciencia. Por medio
del Espíritu Santo, Dios deposita esa tristeza en nuestra alma –el Espíritu Santo está
entristecido– y nos mueve a desterrar el rencor y a reconciliarnos con el hermano. Para
poder hablar con Dios, antes hay que hablar con los hermanos. Con Dios sólo podemos
comunicarnos por medio del teléfono “público”, el teléfono de la comunidad.
Si existieran “detectores de conciencias”, podríamos darnos cuenta de algo terrible:
muchos de nuestros supuestos rezos se quedan en simples gestos, ceremonias y
fórmulas: no hay fe y, por eso mismo, no alcanzan la categoría de una oración auténtica.
Dice Santiago: “Tienen que pedir con fe, sin dudar nada; porque el que duda es como
una ola del mar, que el viento lleva de un lado a otro. Quien es así, no crea que va a
recibir nada del Señor...” (St 1, 6-7). Nuestras oraciones son arrastradas de un lado
hacia otro por la rutina, por el mecanismo, por la duda. Si el detector de conciencia
pudiera señalar nuestro grado de fe, tal vez, nos daríamos cuenta de que, desde un
principio, estamos pidiendo algo, pero la menor convicción de que las cosas “puedan
cambiar”.
Jesús afirmó que con la mínima fe, del tamaño de un grano de mostaza, podríamos
“mover montañas”. Nuestra fe es tan deficiente que, a veces, apenas logra que se
muevan mecánicamente nuestros labios. “Sin la fe es imposible agradar a Dios”, nos
dice la carta a los Hebreos. Sin la fe no puede haber oración. Sin fe creemos que estamos
hablando con Dios, pero en realidad estamos hablando con nosotros mismos.
Orar no es nada fácil. Tampoco algo imposible. Dios quiere “platicar con sus hijos”.
En el Génesis, Dios baja a “platicar” con Adán y Eva. Ellos no tienen mayor dificultad en
comunicarse con Dios; se sienten felices. A pesar de que el hombre levantó, con el
pecado, un muro entre Dios y él, el Señor, a través de todos los siglos, no ha dejado de
intentar comunicarse con sus hijos.
La oración es un “regalo” –algo gratis– que Dios nos quiere conceder. Hay que pedirla
y buscarla; pero, únicamente, de la manera que el Señor nos indica en la Sagrada
12
Escritura.
13
2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA
En Jerusalén hay un lugar muy impresionante; le llaman el “Muro de las
lamentaciones”. Se dice que ese muro enorme, ante el cual van a rezar muchas personas,
es resto del antiguo templo de Jerusalén. Me extraña la manera rara con que inician sus
rezos los que van a orar junto al muro: comienzan a balancearse, a formar rondas,
agarrados de las manos, a mirar hacia uno y otro lado. Le pregunto a un judío que está
junto a mí: ¿Esto es rezar? El judío, sonriendo, me responde: “Están calentando
motores”. Me quedo observando más tiempo. Después de estos ritos iniciales, los orantes
van ingresando en una oración profunda que no deja de causar admiración. Me digo para
mis adentros: “¡Qué pueblo tan sabio: todavía tiene muchas cosas que enseñarnos con
respecto a la oración”.
Calentar el motor
La oración no se puede improvisar. No podemos pretender ingresar a una iglesia y,
automáticamente, encontrarnos rezando con devoción. Nuestro corazón tiene que ser
“calentado” para que pueda estar en “sintonía” con Dios. Este paso previo se olvida con
mucha frecuencia. Creemos que es fácil entrar en oración y, por eso mismo,
descuidamos “preparar” la oración.
En la mañana, cuando intentamos arrancar nuestro vehículo, el motor está frío; antes
de funcionar correctamente necesita “calentarse”. De otra forma el vehículo “corcovea”
como un caballo. Lo mismo sucede con la oración: No se puede improvisar; necesita ser
“preparada”.
El Padre Caffarel, en su libro “Los gestos en la oración”, sostiene que a los hombres
modernos, llenos de tensiones y preocupaciones, los “gestos” en la oración nos ayudan
para “relajarnos” y lograr ingresar en una oración más profunda. A Jesús, en el
Evangelio, lo observamos haciendo gestos para orar. Jesús se inclina; Jesús grita; Jesús se
tiende sobre la grama; Jesús mira hacia el cielo. Cada uno debe servirse de los medios
que mejor le ayuden a “calentar” su mente y su corazón para poder entrar en diálogo con
Dios.
En otras ocasiones, el motor del carro se encuentra “muy acelerado”. Tampoco
funciona bien. Hay momentos en que estamos tan tensos y oprimidos que no logramos
comunicarnos con Dios. Necesitamos primero sosegar nuestra mente; dejar que el
corazón vaya tranquilizando.
Cuando comencé a llegar a los “grupos de oración”, me molestaba el inicio bullicioso,
que se llama “avivamiento”. Se entonan cantos muy alegres, la gente con mucha libertad
hace gestos, se mueve, palmea. Yo pensaba que eso “no iba conmigo”. Más tarde, he
descubierto la sabiduría popular que, sin saber nada de sicología, ha encontrado una pista
muy sencilla y segura para “calentar” el corazón o para “liberarlo” de opresiones y
14
tensiones.
La improvisación en la oración es uno de nuestros más frecuentes fallos. Para hablar
con Dios, a veces, hay que hacer una larga antesala. No es capricho de Dios que nos
quiera hacer esperar. Es deficiencia nuestra: no estamos debidamente preparados para
comenzar a platicar con Dios.
Hay que dejarlo hablar
Si orar es “hablar con Dios”, no puede existir entonces “monólogo” en la oración. Para
que sea “diálogo” hay que permitirle a Dios que nos pueda hablar también El. Alguien
expuso que nosotros, en la oración, nos parecemos al cartero con prisa; toca el timbre de
una casa; pero está tan impaciente que no espera a que le abran la puerta. Cuando se
abre la puerta, ya el cartero se ha marchado. Acudimos con tanta premura a la oración,
que cuando Dios quiere hablarnos, ya nosotros vamos muy lejos. Según nosotros fuimos
a “hablar con Dios”; lo cierto es que no hubo diálogo. No le dimos oportunidad a El.
El fariseo de la parábola, en el templo, elaboró un brillante “discurso” ante Dios.
Según él fue a rezar; se le olvidó darle la oportunidad a Dios para que le dijera unas
“cuantas verdades”. Para el fariseo “su oración” consistió en una “terapia” de palabras.
Habló consigo mismo. Dios estuvo ausente en su interminable “monólogo”.
Cuando el joven Samuel estaba iniciándose en la oración, comenzó a desconcertarse
porque escuchaba voces en la noche. Acudía al sacerdote Elí, creyendo que él lo estaba
llamando. El sacerdote Elí le dio un consejo extraordinario; le dijo que no se moviera,
que simplemente dijera: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así lo hizo Samuel; allí
empezó su vida de oración. Inició su “hablar con Dios”. Comenzó a escucharlo. Llegó a
ser uno de los grandes profetas del pueblo de Israel.
Pablo, como buen fariseo, también se embelesaba en sus bien elaborados “discursos”
ante Dios. La auténtica oración de Pablo sólo apareció aquel día cuando estaba en el
suelo, lleno de polvo, y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22, 10). Ese día
Pablo comenzó a platicar con Dios. A oír lo que Dios quería decirle.
Si le permitiéramos al Señor hablarnos, ¡cuántas cosas nos señalaría que le disgustan
en nuestra vida! Nos podría indicar el plan de amor que tiene para nosotros. ¡Nos cuesta
tanto saber callar y esperar a que Dios hable! Nos encerramos en nuestros elegantes
monólogos y creemos que estamos rezando. En realidad solamente estamos desahogando
nuestro corazón por medio de una “terapia de palabras”.
En nuestro terco monólogo, en nuestras dificultades, hasta nos permitimos “sugerirle”
a Dios lo que debe hacer. Terminamos dándole órdenes. Alguna señora hasta ha llegado a
pedirle que le envíe una “enfermedad” a su marido para que no lleve una vida tan
disoluta. Nos permitimos “hacerle sugerencias” a Dios, como que no confiáramos en su
Sabiduría. Como que El no supiera lo que debe hacer.
En el evangelio de San Juan, aparece un oficial que tiene gravemente enfermo a su
hijo. Se acerca a Jesús y le dice: “Señor, ven pronto a mi casa”. Al examinar el texto,
15
vemos que Jesús se encuentra, en ese momento, a cinco kilómetros de la casa del oficial.
El angustiado papá le exigía a Jesús que “pronto” emprendiera un viaje de cinco
kilómetros. No le pasaba por la mente que Jesús podía curar a distancia. Jesús
únicamente le dijo: “Vete a tu casa; tu hijo vive” (Jn 4, 49-50).
Muy distinta la actitud de la Virgen María. En las bodas de Caná, Ella no puede
permanecer con los brazos cruzados ante el inminente chasco de la familia que está por
quedarse sin vino para la fiesta. Se acerca a su Hijo. Le hace ver la dificultad. El Señor
no le da una respuesta concreta. Más bien parece que no le resuelve nada. La Virgen
María no se pone a “sugerirle” a Jesús que allí cerca hay unas tinajas con agua, que
podría hacer “algo”.
No. La Virgen María sencillamente les dice a los sirvientes: “Hagan lo que El les
diga”. La Virgen María únicamente expuso la pena de los de aquella familia, y lo dejó
todo en manos de su Hijo. El tenía la suficiente Sabiduría y poder para saber qué
determinación tomar.
Si nuestras oraciones fueran pasadas por un “colador”, tal vez, no alcanzarían la
categoría de “diálogos con Dios”, de oraciones auténticas.
Un caso muy especial
Abraham y Jacob son dos de los grandes orantes que nos demuestra la Biblia.
Comenzaron pésimamente su vida de oración. Abraham tiene una visión en la que Dios
le ofrece su bendición. Abraham en lugar de alegrarse y agradecer, alega que no tiene un
heredero. Esta primera oración de Abraham es un desastre.
Abraham se va dejando moldear por Dios. Si su primera oración había sido pésima, en
el capítulo 18 del Génesis lo encontramos como el gran intercesor en favor de Sodoma;
se atreve a “regatear” con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve
la pervertida ciudad. Su oración es un bello diálogo lleno de audacia y también de
discernimiento. Hay un momento en que Abraham, con sabiduría divina, comprende que
no debe continuar en su porfía.
Jacob inicia también catastróficamente su vida de oración. Va huyendo de su hermano
Esaú a quien robó la primogenitura con trampas. Durante el sueño tiene la visión de una
escalera que baja del cielo; Dios le promete su protección; le asegura que está con él.
Jacob se despierta atemorizado. Lo primero que se le ocurre es hacer un sacrifico, y reza:
“Si Dios me acompaña y me cuida en este viaje que estoy haciendo, si me da qué
comer y con qué vestirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el
Señor será mi Dios” (Gn 28, 20). Una oración desde todo punto de vista “ritualista”.
Más que oración es un intento de superar su miedo por medio de un rito mágico. Jacob le
pone un sinnúmero de “condiciones” a Dios para poderlo declarar “su Dios”. Aquí no
hay alabanza, no hay agradecimiento, ni petición de perdón.
Muchas de nuestras oraciones son producto de nuestro “susto” a causa de la pena por
la que estamos pasando. No nacen del corazón, sino de la circunstancia adversa que nos
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lleva a desahogarnos por medio de las palabras. Creemos que rezamos, pero solamente
estamos profiriendo palabras. Hablamos con nosotros mismos. Dios es alguien de quien
nos queremos valer para que nos saque del apuro. No le demostramos amor, sino que le
presionamos para que soluciones nuestro problema.
Los golpes de la vida fueron madurando a Jacob. Dios aprovechó esas circunstancias
adversas para moldear el corazón de su hijo. El Jacob que encontramos en el capítulo 32
del Génesis es muy distinto del orante improvisado que levantó un altar después de que
tuvo la visión de la escalera. Jacob recibe la tremenda noticia de que su hermano Esaú
viene hacia él con mucha gente. Con seguridad llegaba para “vengarse”. Jacob aleja a su
familia y se queda solo bajo el cielo estrellado. Esa noche de amargura Jacob hace una
oración muy distinta de la ya mencionada. Jacob le dice a Dios: “Señor Dios de mi
abuelo Abraham, y de mi padre Isaac, que me dijiste que regresara a mi tierra y a mis
parientes, y que harías que me fuera bien; no merezco la bondad y fidelidad con que
me has tratado. Yo crucé este río Jordán sin llevar nada más que mi bastón, y ahora he
llegado a tener dos campamentos. ¡Por favor sálvame de las manos de mi hermano
Esaú!” (Gn 32, 9-11). Es la oración de un hombre que ha madurado espiritualmente. No
es la oración de un principiante. Comienza reconociendo la grandeza de Dios, dando
gracias por todo lo que le ha regalado; reconoce su poquedad y su pobreza. Luego pide
ser librado del peligro. Esta oración no es producto del miedo. Brota del corazón
atribulado, es cierto, pero no por eso deja de alabar a Dios, de darle gracias, de pedir
perdón y auxilio.
Nadie nace sabiendo rezar. El orante no se improvisa; el orante madura por la acción
del Espíritu Santo que lo va moldeando e introduciendo en lo que es auténtico “diálogo
con Dios”, la oración.
Dos brazos
Nunca vamos a insistir suficientemente en lo que acentúa San Pablo “No sabemos
rezar como es debido” (Rm 8, 26). Desde niños estamos rezando; nuestra escuela de
oración no termina nunca; siempre hay algo nuevo que el Señor nos quiere revelar.
Afortunadamente, no estamos solos. Jesús nos dejó a su Espíritu Santo para que nos
guiara y nos enseñara a rezar. San Pablo recalca: “El Espíritu ruega a Dios por nosotros
con gemidos que no se pueden explicar con palabras. Y Dios, que examina los
corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega,
conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-27).
Indispensable que nuestra oración sea guiada por el Espíritu Santo. Todas las escuelas de
oración no sirven de nada, si no se le da al Espíritu Santo el puesto que la Biblia le otorga
como maestro de oración.
La carta a los Hebreos dice que Jesús es un sacerdote que ora ante el Padre de
nosotros. San Juan aconseja, por eso mismo, que nuestra oración sea elevada a Dios “en
nombre de Jesús”. La figura de Jesús, que intercede por nosotros ante el Padre, no debe
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apartarse de nuestra mente mientras rezamos.
Los que sostenían los brazos levantados de Moisés en oración eran: Aarón, un
sacerdote, y Hur, un paje. Nuestra oración debe ser sostenida por nuestro sacerdote
intercesor, Jesús, y por el Paráclito, el Espíritu Santo. No puede existir oración si no va
en “nombre de Jesús” y no está controlada por el Espíritu Santo.
En la primera época de su vida espiritual Abraham y Jacob no se distinguían por su
oración ejemplar. Dios moldeó sus corazones; ellos le permitieron a Dios intervenir en
sus vidas y llegaron a ser los grandes orantes que nos presenta la Biblia. Nos parecemos
mucho a Abraham y a Jacob en lo que respecta a la inmadurez con relación a la oración.
Si le permitimos a Dios que nos vaya moldeando, también nosotros podemos llegar a ser
grandes intercesores, como Abraham, y a gozar de una oración profunda, como la de
Jacob en la noche que le tocó pelear con Dios.
18
3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR
Para el buen LADRÓN, hablarle a Jesús, fue decisivo para su salvación. Primero fue
“tocado” por las siete palabras de Jesús en la cruz, que provocaron la fe en él. La fe le
impulsó a hablar con Jesús, a clamar por su salvación. Ese “clamor” del buen ladrón a
Jesús es lo que llamamos oración. Rezar es tratar de hablar con Dios, de comunicarse
con él. Parece imposible poder entablar una comunicación con Dios. Pero ha sido Dios
mismo el que nos ha indicado que desea hablar con nosotros, comunicarse con nosotros.
El Dios de la Biblia habla continuamente. Se comunica con sus hijos. Provoca el diálogo
con los buenos y con los malos. Es a través del diálogo –la oración– que Dios nos
comunica el poder que destruye nuestro pecado y nos trae la salvación.
Por eso, es determinante para todo ser humano saber rezar. Y no es nada fácil. Es fácil
engañarse y creer que uno sabe rezar, que hablamos con Dios, cuando en realidad
estamos hablando con nosotros mismos. La oración no es una terapia mental por medio
de la cual nos metemos en nuestro yo profundo. La oración es un salir de nosotros para
entrar en Dios. Para hablarle con el corazón. Para oír su voz. El fariseo de la parábola de
Jesús, estaba convencido de que sabía rezar. Lo hacía con elegancia y orgullo. Pero
Jesús le dio un “reprobado” en la oración, cuando afirmó que ese hombre había salido
con un pecado más del templo. El fariseo creía que estaba orando: según Jesús, estaba
“pecando”. De aquí la importancia vital de saber rezar. De estar seguros de que estamos
tratando de hablar con Dios.
El buen ladrón, al principio, en compañía del otro delincuente hablaban con Jesús: le
sugerían que se bajara de la cruz y que los bajara a ellos, si de veras, era tan poderoso
como decía. Cuando el buen ladrón abrió su corazón a la Palabra de Jesús, entonces, con
fe aprendió a hablar correctamente con Dios y le llegó la salvación.
Los Apóstoles, un día, llegaron a la conclusión de que no sabían orar. Fue una gran
iluminación del Espíritu Santo. Los Apóstoles, como buenos judíos, frecuentaban la
sinagoga; repetían salmos, entonaban himnos. Tenían el hábito de la oración. Pero
cuando se fijaron cómo oraba Jesús, llegaron a la conclusión de que estaban en pañales
en lo concerniente a la oración. Por eso le rogaron a Jesús que les enseñara a rezar. El
señor, por medio del Padrenuestro, les trazó las líneas esenciales de lo que debe ser una
auténtica oración. (Cfr. Mt 6, 9-13).
Un Dios padre
Jesús les decía a sus apóstoles que, al iniciar su oración, comenzaran diciendo: “Padre
nuestro”. Algo esencial. No se puede pretender comunicarse con Dios, si no se le tiene
confianza; si no se le ha identificado como un Padre bueno... Una señora me decía: “A
mí Dios no me escucha”. Yo le pregunté: “¿Y a qué Dios le reza usted?” Mi pregunta
apuntaba a lo siguiente: Es posible que le estemos rezando a un dios “pagano”. Los
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paganos se dirigían a sus dioses con temor, con miedo. Los indígenas ofrecían incienso a
sus dioses para tenerlos apaciguados, para conseguir gracias de ellos; en el fondo, les
tenían miedo. Procuraban ganárselos. No los amaban.
La gran revelación de Jesús es que Dios es un Padre que nos ama, no porque seamos
buenos, sino porque somos sus hijos muy queridos. En el Nuevo Testamento, en medio
del texto griego, aparece la palabra aramea, ABBA, que significa papacito. El escritor
quiso introducir esa palabra en medio del texto griego porque los apóstoles habían
escuchado a Jesús, que cuando rezaba decía: “Abba, Papa”. Eso les llamó
poderosamente la atención; no olvidaron nunca que Jesús hablaba con Dios como se
habla con el papá.
La Carta a los Romanos enseña que, dentro de nosotros, es el Espíritu Santo el que
nos va conduciendo en la oración para que nos encontremos con Dios como un papá;
para que digamos con confianza: “Padre mío”. Algo muy personal. Dice San Pablo:
“Ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo,
sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios
diciendo: ABBA, Padre” (Rm 8, 15). De aquí la importancia de invocar al Espíritu
Santo, al comenzar a rezar, pues es el Santo Espíritu el que nos va conduciendo para que
nos encontremos con un Dios Papá.
La Puerta de entrada para una auténtica oración es el encuentro con Dios Padre
bueno. Mientras eso no se haya logrado, habrá palabras, fórmulas, terapia mental, pero
no la oración que nos comunica con Dios. Que nos permite hablarle y que El nos hable.
La alabanza
El Señor también enseñó que debíamos comenzar la oración diciendo:
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE. Santificar significa bendecir. Algo muy común
entre una inmensa mayoría es el concepto de que oración significa pedir “cosas” a Dios.
Para muchos rezar es tratar de conseguir algo de Dios. Se olvida lo esencial. Si la
oración, de veras, sale del corazón con amor, lo primero que se buscará es bendecir a
Dios. Alabarlo. Darle gracias.
La oración de alabanza no es muy común. Esto indica que somos malagradecidos;
olvidamos con facilidad “todo” lo que Dios ha realizado en nuestra vida. Somos muy
prácticos: vamos al grano; por eso identificamos oración con petición de cosas, como
medio de “arrancarle” algo a Dios. Dejamos a un lado la “cortesía” en nuestro trato con
Dios. A un papá le disgusta que sus hijos acudan a él sólo para pedirle dinero.
Ciertamente a Dios le desagrada la actitud del que acude a él sólo por el interés de
conseguir algo que necesita en ese momento.
A Dios le agrada la alabanza de sus hijos. Aleluya es una palabra hebrea que significa:
gloria a Dios. San Juan, en su visión, escuchó que los bienaventurados entonaban
aleluyas. Alabar a Dios es demostrarle amor; reconocer su bondad, su misericordia, su
providencia, su sabiduría. El “cántico nuevo” que, en el Apocalipsis, repiten los santos es
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ALELUYA. Jesús, nos indica, que debemos comenzar nuestra oración SANTIFICADO
EL NOMBRE DE DIOS; demostrándole nuestro amor, nuestro agradecimiento, por
medio de la alabanza.
Hágase
Jesús también indicaba que debíamos comenzar diciendo: “VENGA TU REINO.
HÁGASE TU VOLUNTAD”. Si examináramos, detenidamente, muchas de nuestras
oraciones, caeríamos en la cuenta de que estamos buscando que se haga nuestra
voluntad. Lo que se nos antoja; lo que nos agrada. Muchas de nuestras oraciones pueden
estar en abierta oposición a lo que Dios quiere para nosotros. Jesús nos enseña a buscar
nuestra oración que, en primer lugar, “Venga el Reino de Dios” y que “se haga su
voluntad”. En último análisis, viene a ser lo mismo.
El especialista de la Biblia, William Barclay, nos dice que en el mismo Padrenuestro se
nos indica en qué consiste el “reino” de Dios. Allí rezamos: “Venga tú reino: hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo”. El reino Dios llega cuando se hace, de la mejor
manera posible la voluntad de Dios. El tema del reino es lo más importante en la
predicación de Jesús. Para eso ha sido enviado: para que los hombres aprendan a hacer
la voluntad de Dios expresada en el Evangelio. De aquí que la finalidad de una oración
auténtica es buscar la voluntad de Dios para que se cumpla en nosotros.
No todo el que diga: “Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga
la voluntad del Padre que está en el Cielo”, decía Jesús. Con frecuencia, por medio de
una religión “a nuestra manera” buscamos que se haga nuestra voluntad. Esa no es la
religión de Jesús. El Señor nos enseña a buscar la voluntad de Dios, y a cumplirla. Esa es
la única y auténtica oración.
Hacer la voluntad de Dios no es fácil; en ocasiones nos resulta complicadísimo. A
Jesús le costó toda una noche de oración, de lágrimas, de sudor, de sangre y de lamentos,
poder decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
La oración que nos enseña Jesús es la que nos arrastra a abandonar nuestra manera de
pensar y de actuar para buscar qué es lo que Dios quiere que se haga, para que llegue su
reino a nosotros y a los demás. La gran oración de la Virgen María fue: “Hágase en mí
según tu Palabra”. Saulo de Tarso se creía un gran orante; como judío estricto hacía un
sinnúmero de oraciones. Pero Pablo sólo aprendió a orar cuando fue derribado por Dios
de su caballo de autosuficiencia; cuando Pablo estaba en el polvo, al fin, aprendió a orar,
y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Ahora Pablo ya sabía rezar. Dios mismo se lo
había enseñado.
San Pablo, más tarde, compartió esta experiencia suya, cuando afirmaba que nosotros
no sabemos rezar como es debido, y que es el Espíritu Santo dentro de nosotros el que
nos va conduciendo a una oración según la voluntad de Dios. Decía Pablo: “Y Dios, que
examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu
ruega, conforme a la voluntad de Dios por los que le pertenecen” (Rm 8, 27).
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En resumidas cuentas, la oración, la comunicación con Dios, tiende, esencialmente, a
que el Espíritu Santo nos indique cuál es la voluntad de Dios, y que nos conceda la
fortaleza necesaria para ponerla en práctica. Cuando, en la oración, aprendamos a buscar
la voluntad de Dios y a ponerla en Práctica, el reino de Dios –la salvación– llega a
nosotros.
Nuestro pan
Sólo después de este preámbulo por medio del que le demostramos a Dios que
confiamos en El como Padre bueno y que buscamos en todo que venga su reino, que se
haga su voluntad, nos enseña Jesús a exponer también nuestras necesidades materiales:
DANOS NUESTRO PAN DE CADA DÍA. El pan, aquí simboliza las cosas materiales
que como humanos necesitamos para poder vivir. A Dios le complace que sus hijos le
expongan sus necesidades con sencillez, con confianza. A un papá le resulta lógico que su
hijo le pida dinero para comprar vestido, zapatos, comida. Pero quiere que lo haga con
educación; que lo salude antes con amor. Que le demuestre aprecio, su agradecimiento.
Dios no necesita de nuestras alabanzas, de nuestros piropos. Pero acercarse a Dios sólo
para pedirle cosas, indica falta de amor, de agradecimiento.
Jesús nos asegura que si buscamos, en primer lugar, su reino –la voluntad de Dios–,
Dios no permitirá que nos falte lo necesario. Es promesa en firme de DIOS. Son
innumerables las personas que, en medio de la vicisitudes de la vida, han podido
experimentar que cuando han buscado, en primer lugar, hacer la voluntad de Dios, nunca
les ha faltado lo necesario. Es la Providencia de Dios que nunca falla.
Jesús mismo nos impulsa a pedir cosas a Dios: “Pidan lo que quieran en mi nombre”.
Pero también nos enseña a decir siempre: “Pero que no se haga mi voluntad sino la
tuya”. O sea, exponemos a nuestro Padre nuestras necesidades, pero, de antemano, le
aseguramos que estamos dispuestos a que nuestro plan sea anulado para que entre en
vigor su Plan.
Jesús nos indica que debemos pedir el pan de “cada día”. No el del año entrante.
Debemos vivir, día a día, confiados en nuestro Padre. Vivir angustiados por el mañana es
desconfiar de la Providencia de Dios. Jesús nos prohíbe estar agobiados por el mañana;
dice Jesús: “No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para
preocuparse. A cada día le basta con su propio afán” (Mt 6, 34).
Nuestro existencilismo cristiano consiste en vivir al día con la plena confianza de que
nuestro Padre no nos fallará nunca. Ni hoy ni mañana. San Lucas expone algo
importantísimo. Dice que pidamos lo que pidamos, Dios siempre nos concede lo más
importante: El Espíritu Santo (Lc 11, 13). Por medio del Espíritu Santo nos concede la
conversión, la fe en Jesús que nos salva. De allí, que, al conceder Dios, el Espíritu Santo,
nos está entregando el don más precioso que se pueda imaginar.
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Perdónanos
Al acercarnos a Dios, lo primero que descubrimos es que El es Santísimo y que
nosotros estamos llenos de pecado. “En pecado me concibió mi madre”, escribió el
salmista David. Por eso, Jesús nos señala que debemos pedir perdón: “PERDONA
NUESTRAS OFENSAS como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Para
intentar hablar con Dios, lo primero, eliminar lo que le desagrada. Nada abomina más el
Señor que el pecado. No podemos decirle a Dios al mismo tiempo: “Te amo y te
ofendo”. Orar es acercarnos a Dios, pero pidiéndole antes que nos limpie, que nos
purifique. Que tenga misericordia de nosotros.
Jesús, en una de sus parábolas, nos aseguró que la puerta de la casa del Padre,
siempre está abierta para el hijo que regresa suplicando perdón. A Dios le encanta
abrazar al hijo que reconoce sus culpas y pide clemencia. Se hace fiesta en el cielo. El
fariseo de la parábola, que se cree intachable y reza con altanería, sale del templo con un
pecado más. El publicano, que únicamente se golpea el pecho y suplica misericordia, sale
“justificado” del templo (Lc 18, 14).
Pero el perdón que Dios nos brinda, conlleva un compromiso serio: estamos obligados
también nosotros a perdonar. Dice Jesús: “Si ustedes no perdonan a otros, tampoco su
Padre les perdonará a ustedes sus pecados” (Mt 6, 15). No podemos pretender que
Dios nos perdone, si no estamos dispuestos perdonar. Muy claro.
San Juan resalta que el que diga que no tiene pecado es un “mentiroso” (Cfr. 1Jn 1,
8). Nadie puede pretender ser “inmaculado” en la presencia del Señor. Como el profeta
Isaías, al estar ante Dios, sentimos la urgencia de que nuestros labios sean purificados
para poder hablar con Dios. Eso le basta al Padre, para que, al punto, nos abrace y nos
deje oliendo a jabón.
Líbranos
Sin ser pesimista, San Pablo nos hizo ver que vivimos en un mundo “oscuro”, plagado
de fuerzas malas que quieren destruirnos. Pablo nos invitaba a ponernos la “armadura de
Dios”. Jesús, también, nos invita a pedir: “NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN.
LIBRANOS DEL MAL”. Si se cae en la tentación es porque en lugar de hablar con Dios
se ha hablado con el diablo. Eva se entretuvo en dialogar –según ella, inocentemente–
con el diablo. Cuando se dio cuenta, ya se le había metido en el corazón. Había caído en
la tentación. El que ora, habla con Dios, recibe sabiduría para ir por el camino correcto,
para alejarse del abismo peligroso. El que reza recibe el “poder de lo alto” para derrotar
las fuerzas diabólicas que buscan sútilmente hacernos tambalear en la fe y apartarnos de
Dios.
El pecado de los primeros seres humanos fue de desconfianza en Dios. El Espíritu del
mal sembró desconfianza en las palabras del Señor. Logró que Adán y Eva creyeran que
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Dios no era un Padre, sino alguien que les estaba jugando sucio. Les escondía algo
maravilloso. No quería que supieran lo mismo que El.
Todo pecado, en última instancia, es desconfianza en la Palabra de Dios, y confianza
en la palabra del espíritu del mal, que, solapadamente, nos propone un “camino mejor”
para ser felices. El que ora, permanece en comunicación con el Padre, y no tiene oídos
para la verborrea del diablo. Por medio de la oración, Dios nos llena de su amor, de su
poder, de su sabiduría. Al punto sabemos cuál es la voz de nuestro Padre, y cuál es la
voz de nuestro enemigo, del tentador del mentiroso.
Antes de la pasión, Jesús les ordenó a los apóstoles: “Vigilen y oren para no caer en
la tentación”. Jesús permaneció en oración, clamando a Dios. Cuando llegó el momento
crucial de su arresto, el Señor estaba fortalecido. Avanzó con serenidad hacia los
soldados se entregó para cumplir la voluntad de Dios. Los Apóstoles, en cambio, no
lograron perseverar en la oración: se durmieron. Por más que Jesús los despertaba,
volvían a dejarse vencer por el sueño. Cuando llegó el mal momento en que apresaron a
Jesús, salieron huyendo; lo negaron. El que ora está en comunicación con Dios: está
recibiendo el poder contra el mal. Está protegido con la armadura de Dios. El enemigo no
puede ingresar en su corazón.
Al rezar: “líbranos del mal”, estamos confesando que, en alguna forma, el mal se ha
introducido en nosotros por los ojos, por la mente, por los oídos. En la oración pedimos
ser “liberados” de todo mal que se nos ha metido en alguna forma dentro del corazón.
Pedimos un exorcismo. Una liberación de todo mal. De todo pensamiento negativo. De
todo resentimiento. De toda desconfianza en Dios. Creemos que Jesús es Salvador;
acudimos a él y suplicamos que rompa toda atadura de mal que impida que su voluntad
se realice en nosotros.
Oración comunitaria
Jesús le dio suma importancia a la oración comunitaria, por eso les enseñó a los
apóstoles a hacer sus peticiones en plural. No somos hijos únicos de Dios, ni debemos
creernos así. Por eso decimos: “Padre nuestro”, en plural: pensamos en los otros, en la
comunidad. También rezamos: “Venga a nosotros tu reino”. “Danos nuestro pan de cada
día”. “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Jesús acentúa el sentido
comunitario, fraternal de la oración. San Mateo exhibe la promesa de Jesús para los que
rezan unidos en “su nombre”. Dijo Jesús: “Donde dos o tres se ponen de acuerdo en mi
nombre, allí estoy yo”. El Señor ha prometido su manifestación a los que procuran
formar comunidad, a los que sienten la necesidad del hermano.
El libro de los Hechos, expone, gráficamente, cómo esta promesa de Jesús se cumple a
plenitud en la comunidad de Jerusalén. Es tiempo de persecución. La comunidad, en una
casa particular, pide al Señor signos y milagros para que los demás crean y se difunda el
Evangelio. El cronista de esos primeros tiempos, apunta que en ese momento “tembló el
lugar en donde todos estaban orando” (Hch 4, 31). Más adelante, el mismo Lucas
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recuerda cómo cuando es capturado Pedro, toda la comunidad se congrega, en oración,
en una casa. De pronto tocan a la puerta. La joven que va a abrir llega con la noticia de
que es Pedro en persona. Todos le dicen que está loca, que está viendo visiones. Pero,
en realidad, era el mismo Pedro que acababa de ser librado de la cárcel por un ángel. Los
mismos orantes no terminaban de creer en el poder de la oración comunitaria que, una
vez más, se evidenciaba en esa circunstancia.
Jesús, señaló, además, una condición para que la oración sea escuchada. Debe ser
hecha “en su nombre”, “Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y
recibirán” (Jn 16, 2). Pedir “en nombre de Jesús” quiere decir estar en íntima relación
con Jesús, como el sarmiento está adherido a la vid. Es decir como Jesús oraba, lleno de
amor y de confianza. El que así lo haga, tendrá un poder muy grande en la oración. De
allí la eficacia de la oración de los santos. Bien decía Santiago: “La oración del hombre
justo tiene mucho poder” (St 5, 16). Los que rezan en intima unión con Dios, y en
comunión entre ellos mismos tienen un poder en la oración que hace temblar.
Amén
Con esta palabra concluye la oración. Amén significa: así sea. Es decir, que se haga lo
que tú quieras. Tu voluntad. Que se realice tu reino. En la visión de San Juan, en el
Apocalipsis, los bienaventurados cantan: “Amén. Aleluya” (Ap 19, 4). Antes de poder
decir aleluya (Gloria a Dios), hay que aprender a decir: Amén (hágase). Es la oración
perfecta. Sólo podremos alabar de corazón a Dios, cuando hayamos aprendido a
someternos en todo a su santa voluntad. Amén. Aleluya.
El buen ladrón, que había sido tocado en su corazón por las palabras de Jesús, fue
llevado por el Espíritu Santo para que hablara con Dios de la manera conveniente. Ya no
pidió ser “bajado de la cruz”; comenzó por reconocer sus pecados; se declaró pecador;
luego acudió con fe a Jesús. Clamó con confianza a él. En ese mismo instante, su oración
fue escuchada. El Señor le aseguró su salvación. La oración auténtica es la que nos lleva
a tener comunicación con Dios, a una relación correcta con Dios. Es la llave que abre el
corazón de Dios de donde brota para nosotros lo mejor que Dios nos puede regalar: el
perdón, la salvación, el don del Espíritu Santo.
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4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración
El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. “Ya
sé tocar el piano”, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su “optimismo”. Si quiere
llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro.
con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmula de
mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad que aprender a rezar no es fácil.
A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si
fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un “producto” que se exhiba con
frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que
no nos quejaríamos de que nos “cuesta” tanto mantener un alto nivel de espiritualidad.
Hay que partir de algo que muchas veces se olvida: “No sabemos rezar como es
debido”. Es nada menos que San Pablo quien lo afirma tajantemente. En su carta a los
Romanos, escribió: “No sabemos orar como es debido. Pero el Espíritu mismo ruega a
Dios por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que
examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu
ruega, conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-28). Esa
es la gran verdad: “No sabemos orar como es debido”.
En este breve y gran tratado sobre la oración, en primer lugar, San Pablo, al hablar en
plural, se incluye entre los que encuentran dificultad en la oración. Somos muy débiles
para abrirnos a la oración auténtica. Afortunadamente, Jesús no nos dejó “abandonados”.
Nos envió al Espíritu Santo como nuestro “maestro” inigualable que siempre está a
nuestro servicio en el magisterio de la oración.
Lo fabuloso, del Espíritu Santo es que nos conduce por la ruta que nos lleva
directamente a buscar la voluntad de Dios. Dentro de nosotros, el Espíritu Santo –
cuando se lo permitimos– no deja que nos vayamos por caminos extraviados, que no son
los de Dios. De aquí hay que partir: sin la ayuda del espíritu Santo nuestra oración deja
de ser oración cristiana para convetirse en ritualismo muy del estilo de los paganos. El
Espíritu Santo nos coloca en perfecta “sintonía” con Dios. Esa es la oración auténtica.
¿Manipular a Dios?
Con frecuencia acudimos a la oración para obtener algo de Dios. Vamos de una vez al
grano y comenzamos a pedir. Nos parecemos a la persona que va a solicitar un favor a
su vecino, y, en vez de comenzar saludándolo, deseándole buenos días, le dice:
“Présteme su tocadiscos”.
En el Padrenuestro, Jesús enseña que nuestra oración debe comenzar alabando al
Padre, pidiendo que sea “santificado su nombre”, que “venga su reino” y “que se haga
su voluntad”. Una oración que fluye del corazón, no puede eludir este “protocolo”
espiritual. Querer aprovecharse de la oración para “manipular” a Dios y “arrancarle”
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cosas, es demostrar que nuestra oración está infectada de “egoísmo”. No pensamos
propiamente en Dios, sino en nuestra necesidad.
Una oración dirigida por el Espíritu Santo no puede adolecer de Egoísmo. El Espíritu
Santo, al ponernos en sintonía con Dios, despierta en nosotros la urgencia de alabarlo, de
bendecirlo, de darle gracias. También nos lleva a sentirnos hijos de Dios, muy
necesitados y a exponerle con humildad nuestras peticiones. De ninguna manera a
amenazarlo con un “ultimátum”. Antes que nosotros pidamos, Dios ya conoce nuestra
necesidad. Nuestro Padre, más que concedernos cosas, quiere que nos enriquezcamos
con su presencia, con su amistad.
Había que analizar, seriamente, hasta qué punto empleamos la oración para intentar
obtener favores de Dios, y no para expresarle que lo amamos y que sentimos la
necesidad de expresarle nuestro agradecimiento. Cuando nuestra oración es conducida
por el Espíritu Santo, es una oración que busca a Dios en primer lugar y no, solamente,
los dones de Dios.
No sabemos qué pedir
El niño se deja deslumbrar por todo lo que ve. Tiene la característica del “asombro”
ante la más insignificante cosa. Ve un cuchillo afilado y se lo pide a la mamá; quiere jugar
con él. Por supuesto, la madre, inmediatamente aparta el cuchillo del niño, aunque el
niño se emberrinche y grite.
Muchas de nuestras peticiones son descabelladas a los ojos de Dios. En su Sabiduría,
Dios sabe que si nos concede lo que le estamos pidiendo, sería una catástrofe para
nosotros. A veces, como el niño, pataleamos y nos quejamos de la “ingratitud” de Dios.
El niño le dice a su mamá: “Eres mala porque no me quieres dar el cuchillo tan bonito”.
En la oración, somos muy niños la mayoría de las veces.
En su primera carta, San Juan escribe: “Si pedimos alguna cosa conforme a la
voluntad de Dios, El nos oye” (1Jn 5, 14). Lo difícil –en muchos casos imposibles– es
saber cuál es la voluntad de Dios.
Aquí entra en juego el papel del Espíritu Santo. Dentro de nosotros, “con gemidos que
no se pueden explicar”, nos va llenando hacia la voluntad de Dios (Rm 8, 26). Nos va
disuadiendo de ciertas pretensiones. A eso se le llama el “discernimiento” en la oración.
Pablo pedía y pedía ser librado de su “espina” en el cuerpo, que lo humillaba. El Espíritu
Santo le concedió el discernimiento necesario para que ya no implorara ese favor de
Dios; para que aceptara esa “espina” como algo que Dios había permitido para su
crecimiento espiritual (Cfr. 2Co 12, 7).
Cuando nuestra oración sea conducida por el Espíritu Santo, estará en sintonía con la
voluntad de Dios. No imitaremos al niño que le pide a su madre que lo deje jugar con la
granada de mano que se ha encontrado en el campo.
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Hay que aceitar la oración
Los radios antiguos no eran de transistores, sino de tubos; había que esperar un largo
rato que se calentaran los tubos para que el radio comenzara a funcionar. Sucede lo
mismo con la oración: hay que esperar que se caliente. Nuestra prisa de hombres de una
sociedad industrializada nos lleva a intentar “maquinizar” la oración. A convertirla en una
fórmula, en una programación, al estilo de las computadoras. Cuando caemos en la
cuenta, estamos mascullando palabras que nosotros llamamos oración, pero que son
únicamente sonidos en los que no existe conexión entre los labios y el corazón. A eso lo
llamamos oración, pero no lo es. Los robots no pueden rezar, aunque repitan fórmulas
oracionales. Las grabadoras no logran rezar porque no pueden ser inspiradas por el
Espíritu Santo.
En la vida de Jacob hay dos oraciones muy dispares. Una, la hace cuando acaba de
tener, en el sueño, la visión de la escala que desciende del cielo. Se despierta y, asustado,
levanta un altar; atropelladamente musita unas palabras. El cree que está rezando, pero
únicamente está dando salida a su susto, por medio de una terapia de palabras.
Años más tarde, cuando los golpes de la vida ya lo han madurado, hace otra oración.
Muy distinta. Se encuentra también asustado porque sospecha que su hermano Esaú
llega para vengarse. Es una oración con todas las de la ley. Hay alabanza, súplica de
perdón, acción de gracias, petición. Es una oración que fluye del corazón que ya
aprendió a amar a Dios. Una oración auténtica (cfr. Gn 32, 9-12).
Muchas de nuestras llamadas oraciones no lo son; por su mecanismo, por su
ritualismo, por la rutina. Necesitan el aceite del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo
fluye sobre nuestras oraciones, entonces dejamos de ser grabadoras que repiten
oraciones mecánicamente. Dejamos de ser máquinas rezadoras y nos convertimos en los
hijos de Dios que sienten el gozo de estar ante la presencia de su Padre.
En todo tiempo
La mujer samaritana le preguntó a Jesús que cuál era el lugar más adecuado para orar,
si el Templo de Jerusalén o el Monte Garizim. Jesús no enfocó lo concerniente al lugar;
le dijo que lo importante era orar “en Espíritu y el verdad” (Jn 4, 24). Algunas personas
creen que solamente se puede rezar en una iglesia. O que se necesita un lugar muy
especial para rezar. Lo indispensable es estar íntimamente conectados con Dios en
cualquier lugar.
San Pablo, en su carta a los Efesios, aconseja: “No dejen ustedes de orar: rueguen y
pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu” (Ef 6, 18). Para Pablo todo nuestro
quehacer debe llevarse a cabo con la mente puesta en Dios. Entonces se convierte en
oración. Esta es una obra del Espíritu Santo en nosotros.
El gran ejemplo de nuestros santos fue convertir su vida en una contante oración. El
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que realiza su trabajo con la mente puesta en Dios, está orando. Una de las grandes
objeciones que algunos pensaron presentar en la causa de beatificación de San Juan
Bosco fue el poco tiempo que, aparentemente, el santo dedicaba a la oración. “¿Cuándo
rezaba Don Bosco?”, fue la pregunta inquietante de uno de los fiscales. El Papa Pío XI,
que había conocido muy bien al santo, propuso más bien otra pregunta: “¿Cuando no
rezaba Don Bosco?”. Para Don Bosco todo era oración. Si jugaba con sus niños, si iba
en el tren, si le tocaba esperar en la antesala de algún ministro, si se encontraba
atendiendo consultas espirituales, para él todo eso se convertía en oración. Don Bosco
oraba en toda circunstancia.
Con facilidad nos desconectamos de Dios. Con facilidad las cosas que nos rodean
pueden “fascinarnos” y acaparar nuestra atención. Nos olvidamos de Dios con facilidad.
Cuando dejamos al Espíritu Santo que controle nuestra vida, no hay peligro de que nos
desconectemos del Señor. Somos templos del Espíritu Santo. Dentro de nosotros está
Dios. En cualquier lugar y circunstancia podemos estar en íntima unión con el Señor. Por
supuesto que el silencio y la soledad ayudan para que nuestra oración sea más devota,
pero eso no quiere decir que en cualquier lugar y momento no podamos unirnos a Dios
íntimamente. Esa es la oración constante a la que se refiere San Pablo.
¿Con poder?
Muchas personas se acercaban a Jesús y le suplicaban algún favor. En repetidas
ocasiones, el Señor, antes de conceder algo, decía: “Que se haga conforme tu fe”, (Mt 8,
13). Jairo está totalmente desalentado por la muerte de su hija; ya no pide nada. Es Jesús
quien se le adelanta y le dice “No tengas miedo; solamente ten fe” (Mc 5, 36).
Jesús quiso que nosotros estuviéramos seguros de que la oración es un poder muy
grande en nuestras manos. Por medio de la oración podemos alcanzar cosas
insospechadas de Dios. El mismo Jesús aseguró: “Todo lo que ustedes pidan en mi
nombre, les será concedido” (Jn 16, 23).
El libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda aquel día en que un grupo de
cristianos estaban en una casa orando con toda su alma. Acababan de capturar a Pedro y
la persecución iba arreciando. Al poco rato, Pedro se encontraba tocando la puerta de esa
casa.
Aquellos primeros cristianos habían tomado en serio las palabras de Jesús. Sabían que
donde dos o tres están reunidos en nombre del Señor, allí se manifiesta poderosamente la
presencia de Dios. (cfr. Hch 12, 12-14).
Muchas personas acuden a nosotros rogándonos que oremos por ellas: enfermos,
atribulados, desengañados, gente con problemas. Les decimos que vamos a orar. En el
fondo, sospechamos que no sucederá nada. Tenemos poca confianza en el poder de
nuestra oración.
Cuando el Espíritu Santo invade nuestra oración, entonces es una plegaria de acuerdo
con la voluntad de Dios. Jesús ha prometido que esa oración será escuchada. Será una
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oración poderosa.
Como pueblo de sacerdotes, tenemos que tomar conciencia de la misión de
intercesores que Dios nos ha confiado. Jesús quiere que su pueblo tenga intercesores con
una oración poderosa. Es el Espíritu Santo el que debe signar nuestra oración para que se
llene de poder y pueda ser una respuesta para tantas personas afligidas, que acuden a
nosotros pidiéndonos con la mirada que, en la práctica, les demostremos que la oración
tiene poder ante Dios.
Hacia la alabanza
El principiante en la oración se caracteriza por su oración “egoísta”. Busca valerse de
Dios para obtener gracias. El principiante piensa mucho en sí mismo y poco en Dios.
Cuando la persona ha madurado en la oración, comienza, cada vez más, a pensar menos
en sí misma y a centrar su atención en Dios. Busca de manera especial alabarlo, darle,
gracias, bendecirlo.
Jesús prometió a sus apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo; refiriéndose al
Paráclito, decía Jesús: “El me honrará a mí, porque recibirá de lo que es mío y se lo
dará a conocer a ustedes” (Jn 16, 14). Es misión del Espíritu Santo “glorificar” a Jesús.
La persona conducida por el Espíritu Santo no puede quedarse varada en una oración
egoísta, pidiendo solamente cosas; la persona llena del Espíritu Santo enfila hacia la
oración perfecta: la oración de alabanza. El Espíritu Santo lleva al individuo a bendecir a
Dios en todo momento, a darle gracias por todo, hasta por el rayo de luz que ingresa
furtivamente por la ventana.
María llegó a visitar a su prima Isabel. María estaba llena del Espíritu Santo; su prima
quedó contagiada del gozo espiritual de María. Las dos santas mujeres formaron un dúo
en un grandioso himno a Dios: el “Magnificat”. Ninguna petición. Nada de pedir cosas.
Las dos mujeres, llenas del Espíritu Santo, no terminaban de ver la mano de Dios en
todos los acontecimientos de sus historias personales. Bendecían jubilosas a su Señor.
El profeta Jeremías tuvo una visión de Dios. Se dio cuenta, al momento, que con sus
solas fuerzas no podía dirigirse a Dios. El fuego de Dios tuvo que purificar sus labios
para que pudiera hablar con Dios. El Espíritu Santo es el fuego que Dios nos regala para
que nuestra oración quede purificada de sus impurezas, de egoísmo y se encauce hacia la
oración de alabanza y acción de gracias.
La persona que ha aprendido a alabar en todo a Dios, es alguien que ya aprendió a
rezar. El Espíritu Santo cumple su misión de “honrar” a Jesús dentro de nosotros,
cuando le permitimos conducir nuestra oración.
Ante una lámpara
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En el Antiguo Testamento, los sacerdotes ejercían su ministerio a la luz de una enorme
lámpara de aceite. En el Nuevo Testamento, a nosotros, pueblo de sacerdotes, se nos ha
dejado también una lámpara de luz esplendorosa: Es Espíritu Santo. Solamente bajo su
luz nuestra oración puede ser agradable a Dios. El Espíritu Santo es fuego que purifica de
impurezas nuestra oración. Impide que nos olvidemos de Dios para pensar sólo en sus
regalos. Es luz que logra que nuestra oración tenga el debido “discernimiento” para no
pedir cosas que van contra la voluntad de Dios. Es aceite que no permite que nuestra
oración se oxide y se convierta en una aburrida cadena de fórmulas sin conexión con el
corazón.
Si, como niños, nos dejamos llevar de la mano por el Espíritu Santo, él, “con gemidos
que no se pueden explicar”, dentro de nosotros, nos pondrá en maravillosa sintonía con
Dios, para que nuestra oración brote de las profundidades de nosotros mismos y sea una
oración de confianza y de poder.
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5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN
Alejandro Pronzato cuenta que decidió especializarse en la oración. Acudió a la Suma
Teológica de Santo Tomás; pero se quedó frío en lo relativo a su oración personal.
Consultó libros especializados acerca de la materia: manuales, devocionarios, y su
oración no progresaba. Se encontró con un sacerdote de mucho criterio que le dijo: “Usa
más las rodillas que el cerebro para aprender a rezar”. Consejo del todo acertado. A la
oración sólo nos podemos acercar con mucha humildad, de rodillas.
Jesús dio algunas recomendaciones acerca de la oración. Contó la parábola del fariseo
y del publicano. Dos hombres que se acercan a Dios de maneras muy diferentes. El
fariseo de pie, con la frente muy levantada, con ademanes muy estudiados. El publicano,
de rodillas; no se atreve a levantar la vista, se golpea el pecho. La “oración” del fariseo le
repugnó al Señor. La oración del publicano le agradó sobremanera.
Hay mucho de fariseísmo en nuestras oraciones. Hay mucho de rimbombante que
indica que nuestra fe es tan pequeña que debemos recurrir a las máscaras para
disfrazarla, para aparentar ante nosotros mismos que estamos rezando con devoción.
El monólogo no puede ser oración
Hay personas que acaparan la conversación. La convierten en monólogo. No permiten
que otros intervengan. Los interlocutores están condenados a soportar el relato de sus
“hazañas”. Estas personas son tediosas. Por educación se las aguanta.
El fariseo creyó que estaba orando, pero lo que hizo fue un interminable monólogo
como el de los teatros clásicos. Un monólogo no puede ser oración. La oración
esencialmente es un “hablar con Dios”. El fariseo no le dio oportunidad al Señor de
hablarle. El Señor hubiera podido echarle en cara su soberbia, su altivez; pero el fariseo
no se lo permitió.
El monólogo del fariseo fue, más que una oración, una terapia de palabras, un
panegírico de sus virtudes. Creyó que rezaba, pero solamente hablaba consigo mismo.
La oración del fariseo nos hace pensar en San Pablo, cuando no era cristiano. Habrá
hecho muchas de estas oraciones elegantes en el templo. Se habrá ufanado de su
exactitud en el cumplimiento de las ceremonias. Pero Pablo no le daba oportunidad a
Dios de que El hablara.
Solamente cuando el Señor lo botó del caballo, cuando Pablo estaba en el polvo, oyó
la voz de Dios que le decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Antes no había podido
escuchar a Dios. Sólo se escuchaba a sí mismo. Apenas Pablo le dio lugar a Dios para
hablar, el Señor le indicó cuál era el camino de salvación. Pablo se dio cuenta de que se
le venía abajo todo su castillo de falsa religiosidad que él se había construido.
Algunas de nuestra oraciones pueden convertirse en monólogos, en chorro de palabras
que nos pueden servir como terapia contra nuestros miedos y turbaciones; pero que no
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llegan a ser oraciones. Hablamos demasiado nosotros y no le damos lugar a Dios para
que nos diga unas “cuantas verdades”, que echarían por el suelo nuestros castillos de
seudorreligión, que hemos ido fabricando a nuestro antojo. Una oración si no es un
“hablar con Dios” –El habla, yo hablo–, no puede llamarse oración. El fariseo salió del
templo muy orondo por haber completado un rito más de su lista. En lugar de llevarse la
bendición de Dios, se llevó a su casa un pecado más.
La oración cerebral
La oración del fariseo –la que él creía oración– se caracteriza por la elegancia en el
decir. Pensó más en las palabras que iba pronunciar que en Dios. Este estilo de oración
estaba muy de moda en tiempo de Jesús. El Señor fue drástico contra este sistema
mecánico de oración. “Al orar –decía Jesús–, no charlen mucho como los gentiles que
se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No sean como ellos, porque el
padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” (Mt 6, 7-8).
Muchas de nuestras oraciones pueden ser oraciones de “robots” que repiten
mecánicamente fórmulas programadas. Sin darnos cuenta podemos creer que estamos
rezando, pero, en realidad, solamente estamos mascullando unas palabras que no brotan
de lo profundo de nosotros. San Pablo decía: “Si confiesas con tus labios que Jesús es
el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación”
(Rm 10, 9). Pablo acentúa la conexión íntima que debe existir entre los labios y el
corazón. Si no existe esta fe del corazón y la mente, habrá un bonito discurso –como el
del fariseo–, pero no habrá oración.
A la luz de este concepto, habría que revisar muchas de nuestras llamadas oraciones,
nuestros gestos y ceremonias. Si no brotan del corazón, no se pueden llamar oración. No
son un “hablarle a Dios” con el alma. Muchos rosarios, con ritmo de ametralladora, en
que se le da más valor a las matemáticas y la estructura que a la unión con Dios, no
merecen llamarse oraciones. Mas valdrían dos avemarías ofrecidas como rosas frescas a
nuestra Madre, la Virgen, que cien flores marchitas por la rutina y la mecanización.
Habría también que revisar ciertas oraciones “terroríficas”, que rezadoras
profesionales exhiben en los velorios y funerales. Habría que pasar por un fino colador
las empalagosas oraciones de devocionarios y manuales de oración. Jesús advertía que la
oración debe ser “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 24). Si es el corazón el que habla, la
oración se va a caracterizar por su sencillez, por la espontaneidad; brotará como el agua
límpida de las rocas musgosas.
Por medio del profeta Isaías, el Señor le mandó un mensaje a los hebreos: “Este
pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29, 13). Lo
indispensable en la oración no son nuestras palabras, sino los latidos de nuestro corazón.
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La altanería en la oración
El evangelista procura recordar fielmente los rasgos con los que Jesús describió al
fariseo. Nos dice que se adelantó, que estaba de pie, que hablaba con voz amanerada,
que hacía amplios ademanes. Todo su discurso ante Dios iba encaminado a “refrescarle”
a Dios la memoria para que recordara todas las cosas buenas que él había realizado. En
resumidas cuentas, el fariseo le estaba diciendo a Dios: “Te he dado todo esto, ahora
¿qué me vas a dar Tú?” Una oración eminentemente mercantilista: te doy para que me
des.
Narra una fábula que un hindú se postró ante la imagen de Siva y le prometió que en
su honor llevaría un cántaro de aceite, sobre la cabeza, a través del movimentado
mercado, y que no se derramaría ni una sola gota. Después de haber cumplido su
promesa, el hindú, regresó ante la estatua, muy orondo porque no se había derramado ni
una sola gota de aceite. Siva le dijo “¿Qué hago con tu triunfo acrobático, si nunca has
hecho un acto de amor por mí?” ¡Hasta los dioses paganos exigen amor en la fábula! A
Dios no le interesan nuestras acrobacias de palabras o de obras. Le interesa, en primer
lugar, nuestro sentimiento profundo.
Muchos quedan desilusionados de sus oraciones fallidas: sucede que pusieron toda su
atención en las candelas en las peregrinaciones, en la flores y ceremonias; pero se les
olvidó poner en medio de todo eso su corazón.
Las oraciones mercantilistas, en que se pretende comprar a Dios, están bien para los
paganos, para nuestros antiguos indígenas que no conocían al Señor, pero no para los
que deben saber que a Dios no podemos comprarlo con todo el oro del mundo. Que El
no quiere nuestras cosas, si no va en medio de todo nuestro corazón.
Jesús rezó en estos términos: “Padre, yo te bendigo porque has revelado estas cosas a
los sencillos y las has escondido a los sabios y entendidos” (Mt 11, 25). La oración es
un momento de revelaciones. Dios, cuando sus hijos le permiten hablar, comunica cosas
inimaginables; nos da respuestas certeras; hace que su Palabra nos queme en lo más
recóndito de nosotros. Eso sucede con los sencillos –los humildes– porque no se
presentan con altanería, alegando méritos. Ellos con educación le permiten hablar a Dios.
El “sabio y entendido” –el lleno de sí mismo– tiene mucho que decirle y “recordarle” a
Dios; por eso no dispone de tiempo para escucharlo.
El fariseo pronuncia palabras, pero para él no hubo ninguna revelación de Dios. Salió
contento de sí mismo porque no escuchó lo que Dios quería decirle. El publicano
solamente dijo que era un pobre pecador, y tuvo la gran revelación de Dios: su amor que
anula nuestro pecado y nos transforma en nuevas creaturas.
La oración individualista
Cuando comenzamos a decir: “Mi misa, mi comunión, mis oraciones mi rosario”,
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habría que preguntarse si no estamos imitando al fariseo en su oración “individualista”.
Para él los demás salían sobrando en su oración: no los necesitaba. “Yo no soy como los
demás”, decía el fariseo. Los demás no lograban llegar a la estatura espiritual que él creía
haber alcanzado; no podía contar con ellos.
Jesús enseñó a tomar muy en cuenta a los demás en la oración. Nos enseñó a decir:
“Padre nuestro”. No podemos pretender ser hijos únicos. Somos una familia. Dios no
tiene favoritismos.
Jesús también nos dijo que debíamos pedir “nuestro pan”. Nada de egoísmos.
también los demás tienen necesidad de pan. Jesús nos enseñó a decir: “Perdónanos”; a
suplicar: “No nos dejes caer en la tentación”. Jesús quiso que nos sintiéramos solidarios
con los demás, responsables los unos de los otros.
San Mateo, en su evangelio, destaca la importante promesa de Jesús: Donde dos o tres
se ponen de acuerdo en su nombre, para orar, allí estará El (Mt 18, 19-20). San Mateo
indica que hay que “estar de acuerdo”. Hay que tener la humildad de “sentirse
comunidad”, iglesia de pecadores. Para formar comunidad, hay que romper barreras de
egoísmo, de autosuficiencia. Decir, como el fariseo: “No soy como los demás”, equivale
a salirse de la comunidad, a pretender un “favoritismo” de Dios porque somos “niños
buenos”. Orar es hablar con Dios. Es contagiarse de amor, porque, como dice San Juan,
“Dios es amor”. Si alguien pretende despreciar a otro, compararse con otros, echar de
menos a los demás, no puede estar rezando. Si estuviera rezando, de veras, se estaría
encendiendo en amor hacia los otros. Estaría compadeciendo, perdonando. Amando.
El fariseo se comparó con los “demás” y dijo: “¡Pobrecitos; les falta mucho!” El
publicano también se comparó con los demás. La traducción literal en su oración es la
siguiente: “Señor, apiádate de mí, que soy el pecador”. Es decir, el pecador número uno.
A Dios le repugnó la oración del fariseo. En cambio, le encantó la salida de su hijo el
publicano. Se sonrió cuando lo vio tan convencido de su pequeñez.
La oración que Dios no quiere resistir
Dos posturas tan diametralmente opuestas: Uno de pie, con la frente muy en alto,
hasta adelante, junto al altar, El otro de rodillas, atrás, con la vista en el suelo y
golpeándose el pecho. Los que observaban dirían: “¡Qué bueno el fariseo!” Dios dijo:
“Como te quiero hijo mío expublicano”.
Dice San Pedro que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1P 5,
5). Dios no quiere resistir la oración de la persona que se le presenta sin poses, con
humildad sincera. Bien lo sabía el Rey David. Fue él quien escribió los versos: “Tú no
quieres ofrendas y holocaustos; lo que a ti te agrada, es un corazón humillado y
quebrantado” (Salmo 51).
Durante un año el Rey David, fingiéndose religioso, en pecado, había frecuentado el
templo y ofrecido, en primera fila, sacrificios y holocaustos. Ahora, al reconocer su
pecado, se daba cuenta de que había sido tiempo perdido. Eso le había desagradado al
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Señor. En medio de todas esas interminables ceremonias no había encontrado el corazón
arrepentido de su hijo David. Ahora, David, con las lágrimas en sus mejillas, sabía que su
oración era agradable a Dios. Lo sabía porque sentía su corazón quebrantado. El orgullo
no tenía lugar en su corazón porque se reconocía pecador: “Mi pecado está siempre
presente delante de mis ojos” (Salmo 51).
Las oraciones de Job, comenzaron a pasar de la raya. Se había vuelto su oración un
alegato contra Dios. Y su desgracia seguía lo mismo. Hasta que Job cayó en la cuenta de
su “necesidad”; hundió la frente en el polvo y pidió compasión por su proceder. Al
momento le llegó la salud a Job (cfr. Jb 42).
La mujer pecadora, que fue a bañar los pies de Jesús con sus lágrimas, no pidió nada.
No dijo ni una palabra. Su oración fueron lágrimas. Su frasco de alabastro, roto a los pies
del Señor, indicaba lo quebrantado que tenía su corazón. No solicitó nada. Y Jesús se
adelantó a decirle que sus pecados estaban perdonados. El oficial que se humilló ante
Jesús, afirmando que no era digno de que pusiera un pie en su casa, pero que por favor
le curara a su siervo, inmediatamente fue atendido: “Vete a tu casa. Ya está curado tu
siervo”.
Mientras el ladrón, junto a Jesús, persistía en pedir arrogantemente: “Si eres hijo de
Dios bájate de la cruz y bájanos a nosotros”, se quedó sin respuesta. Después de seis
horas de estar en la cruz, escuchando las palabras de Jesús, el ladrón de la derecha
reconoció sus maldades ante todos, y suplicó: “Acuérdate de mí cuando estés en el
paraíso”. Jesús le contestó al punto: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Un día vi a una mujer, que había sido prostituta, llorando amargamente. No lo puedo
olvidar. ¡Cómo oraba con sólo sus lágrimas! Pensé para mí: “¡Cómo me gustaría poderle
orar al Señor con un corazón tan quebrantado como esa mujer!” Ese día comprendí
mejor cómo “los primeros pueden llegar a ser los últimos, y los últimos los primeros”
ante Dios.
Creo que cuando más aptos nos encontramos para rezar, es cuando, sinceramente, nos
presentamos ante Dios, sin pose, con el corazón hecho pedazos. Esa oración, Dios no la
quiere resistir.
Punto de arranque
El punto de arranque de toda oración es el convencimiento pleno de que “no sabemos
rezar como es debido”. Es una de las grandes afirmaciones de San Pablo en su carta a
los romanos. Y lo decía un santo de primera magnitud. De allí, que, al iniciar nuestra
oración, debemos entregarnos, como niños, en manos del Espíritu Santo, el Maestro de
oración que Jesús nos dejó. El nos debe guiar con mano firme para que no creamos que
estamos rezando, como el fariseo, cuando, tal vez, estamos pecando.
Muy sabiamente David inició su bello Salmo 51 pidiendo clemencia a Dios. No exhibió
méritos, sino miserias: “Misericordia, Señor, misericordia...”. “No se borra de mi
mente mi pecado, mi delito”.
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Durante muchos años, Saulo de Tarso, como refinado fariseo, iba al templo elaboraba
preciosas piezas oratorias ante Dios. Luego salía rebozando odio para ir a terminar con
los cristianos. Saulo iba satisfecho de sí mismo; como no le había dado lugar a Dios para
hablarle, no había podido escuchar lo que Dios pensaba de él. Dios, a la fuerza, derribó
su caballo a Pablo. Cuando Pablo estaba humillado en el polvo, ciego, finalmente pudo
darse cuenta de que en lugar de estar rezando, estaba pecando, y que, por perseguir a los
cristianos, estaba persiguiendo a Dios. El, que se preciaba de ser tan santo, estaba
luchando con Dios. En nuestra ceguera de orgullo podemos creer que estamos rezando,
cuando en realidad estamos pecando.
Antes de presentarnos ante Dios, nos hace bien que el Señor nos derribe de nuestras
“alturas”. Desde el polvo podemos rezar mejor. Allí vamos a tener muy presente que a
Dios le desagradan los tacones altos en la oración. Que le disgusta lo retorcido, lo
ampuloso. Prefiere vernos como el niño que con simplicidad va hacia su padre y le dice:
“Papá, me duele la cabeza”, “papá, quiero pan”.
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6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR
De Moisés la Biblia dice que era “poderoso en hechos y en palabras”. No se puede
decir lo mismo de Abraham. El santo patriarca habla poco; no hay ningún discurso que
pronuncie con intención didáctica o profética. Las veces que aparece hablando, se le
sorprende en conversaciones de tipo práctico.
En la vida de Abraham, lo que sobresale es su hablar con Dios. Su oración. En esta
oración se nota una progresiva maduración que es interesante analizar. Parte de una
oración muy imperfecta, casi una queja, y llega a ser gran intercesor delante del Señor, a
quien trata como un amigo íntimo.
Abraham es un gran oyente
Abraham viene de un mundo pagano. Su idea acerca de Dios está impregnada de
astrología. Cree en un Dios que por medio de los astros y los signos astrales da cierta
seguridad. Y de ese Dios al que se tiene, en cierta manera, asegurado, pasa a un Dios que
lo mete en la inseguridad. Llega a conocer paulatinamente al Dios creador del Cielo y de
la tierra.
Para dar este paso tan grande, Abraham tuvo que estar pendiente de la voz de Dios.
Tuvo que aprender a escuchar la voz de Dios y a obedecerla. Abraham es un hombre
que de tanto buscar la palabra de Dios, llega a purificar su concepto acerca de un dios
pagano y a descubrir al Dios único y misterioso que no se deja atrapar por el ir y venir de
los astros.
El capítulo 18 del Génesis nos muestra a Abraham sentado a la entrada de su tienda de
campaña. Aparecen tres jóvenes, y Abraham se postra ante ellos y dice: “Mi Señor, le
suplico que no se vaya en seguida” (Gn 18, 3). Son tres los jóvenes, y Abraham
descubre a Dios en ellos: habla en singular; “Mi Señor”. Abraham estaba en actitud
meditativa; de allí viene su preparación, en ese momento, para poder descubrir a Dios en
aquellos tres jóvenes que se presentan.
Abraham invita a los jóvenes a comer; mientras da órdenes para que preparen los
alimentos, continúa dialogando con los tres jóvenes (su Señor). Es un contemplativo y
activo a la vez.
Jesús dijo: “Bienaventurado los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en
práctica”. La bienaventuranza de Abraham, su bendición, su crecimiento espiritual,
viene de ese continuo escuchar la Palabra, de ese estar pendiente de lo que Dios tiene
que decirle. De no dejar pasar de largo al Señor, que se le presenta en la forma de tres
jóvenes.
La carta a los Romanos afirma: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de
Dios” (Rm 10, 17). Muchas veces en su vida, Abraham habrá tenido que estar
atalayando la llegada de la Palabra de Dios. Muchas veces le habrá buscando con ansia,
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como el ciervo que busca la corriente de agua pura. De allí viene su fe que se va
agigantando cada vez más. De allí su descubrimiento del Dios del cielo y de la tierra. De
allí también su intimidad con Dios, que se va acrecentando, hasta atreverse a regatear
con Dios acerca del número necesario de justos para que Sodoma se pueda salvar.
Abraham tuvo que ser un constante oyente de la voz de Dios para lograr comprender
sus misteriosas promesas, que tardaban tanto tiempo en realizarse. Para adaptarse al
misterioso tiempo de Dios. Este continuo perseverar en la escucha de la voz de Dios lo
convirtió en un amigo íntimo de Dios. En un “hacedor” de la Palabra que escuchaba.
Para una maduración en la oración es indispensable dejarse dirigir por la Palabra. Y
para eso es preciso convertirse en un atento oídor de la Palabra. El gran consejo del
sacerdote Elí para Samuel, que se iniciaba en la vida del templo fue que dijera: “Habla,
Señor, que tu siervo escucha”. Esa directiva sigue siendo válida para toda persona que
quiera adentrarse en la intimidad con Dios por medio de la oración. Pero ¡cuesta mucho
sentarse, como Abraham , en actitud de ávido oyente de la Palabra de Dios!
La oración de las preguntas
El gran orante Abraham se inició en el camino de la oración en una forma muy
imperfecta. El capítulo 15 del Génesis, en los primeros versículos, expone a Abraham en
una oración de principiante. El Señor, en visión le asegura a Abraham que su recompensa
será muy grande. La reacción de Abraham no es de alegría; aprovecha para hacerle
algunas preguntas a Dios. Lo cuestiona acerca de su falta de descendencia, de su tristeza
por no tener un heredero.
En momentos de desolación las preguntas se nos salen de los labios. Queremos pedirle
cuenta a Dios lo que nos está sucediendo. Algunas preguntas llevan una carga de
violencia y rebeldía. Otras preguntas son como un intento de poner en las manos de Dios
nuestras preocupaciones.
Job, en su terrible situación, llegó a formularle a Dios algunas preguntas que casi
rozaban la blasfemia. El Señor no le develó a Job el misterio de su proceder; solamente le
formuló otras preguntas que obligaron a Job a replantearse sus preguntas y a inclinar la
cabeza en el polvo para reconocer la sabiduría de Dios y la poquedad del ser humano.
Habacuc fue un profeta que con cierta rebeldía le lanzó varias preguntas a Dios en un
tiempo de crisis nacional. Le decía Habacuc: “¿Hasta cuándo gritaré pidiendo sin que
tú me escuches? ¿Hasta cuándo clamaré a causa de la violencia sin que vengas a
librarnos?” El profeta Habacuc tuvo que dedicarse a estar atento a la voz de Dios. El
resultado fue que en lugar de seguir al Señor en todo momento. El canto de Habacuc es
desde todo punto de vista muy bello: “Le alabaré aunque no florezcan las higueras ni
den fruto los olivares y los viñedos” (Ha 3, 17-18).
La Virgen María, en su aflicción, preguntó a su Niño Dios, que se le había quedado en
el templo sin su consentimiento: “¿Por qué nos hiciste esto?” La respuesta de Jesús fue
otra pregunta: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de
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mi Padre?”
El Evangelio afirma que después de este incidente, la Virgen María volvió a su casa de
Nazaret y “guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 51). Las
preguntas de su Hijo le sirvieron para continuar en estado de escucha y meditación de la
Palabra; para que se le fuera aclarando el oscuro horizonte de su enigmático hijo.
Las preguntas que le hacemos a Dios en nuestras oraciones revierten contra nosotros,
y nos ayudan a profundizar más en quién es Dios y cómo nos va conduciendo con su
sabiduría por el desierto de nuestra situación apurada.
Los Salmos están saturados de preguntas inquietantes que el salmista le lanza a Dios,
en su afán de obtener una luz en medio de su oscuridad. En el Salmo 27, el salmista se
inquieta y le pide una respuesta al Señor. El salmista creía que Dios le iba a entregar una
respuesta concreta; el Señor únicamente le indica que BUSQUE SU ROSTRO (v. 8). En
hebreo, rostro equivale también a PRESENCIA. El Señor no da en este caso respuestas
concretas. Señala que basta con que se busque en todo momento su PRESENCIA. Allí
está el secreto para la solución del problema del salmista.
En la Santa Biblia superabundan las preguntas que se le formulan a Dios en los
momentos críticos de la vida. Ninguna es tan desorientadora como la que hizo Jesús en la
cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” Los comentaristas se quedan sin aliento al
intentar calar en el misterio de esta pregunta desolada de Jesús. Ciertamente no fue de
rebeldía. Ciertamente no fue por desconfianza. Jesús como nosotros, sintió la urgencia de
hacerle una pregunta a su Padre en el instante más desconcertante de su vida. Jesús no
esperó la respuesta concreta de Dios. Pasó a abandonarse en sus designios. Dijo: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”.
El capítulo 17 del Génesis, muestra una pregunta que Abraham se hace a sí mismo y
que es como que se la hiciera a Dios. El Señor le vuelve a prometer que tendrá una
descendencia innumerable. Abraham se postra en tierra y dice: “A un hombre de cien
años ¿le podrá nacer un hijo, y Sara de noventa años podrá ser madre?” (Gn 17, 17).
Mientras Abraham hace la pregunta, se está riendo. Es una risa amarga. Por un lado una
promesa grandiosa de Dios; por el otro lado, la realidad de su vejez y la ancianidad de su
esposa.
Nuestras preguntas a Dios nacen de la contradicción que encontramos entre ese Dios
del Evangelio, que afirma que viene a romper todas las cadenas que nos atan y a vendar
los corazones lacerados, y nuestra triste realidad: nos vemos aprisionados por muchas
dificultades , y nuestro corazón está sangrando.
Comentaristas de la Biblia llegan a decir que cuando Juan Bautista le mandó a
preguntar a Jesús si era él el Mesías o si debían esperar a otro, Juan estaba pasando por
una terrible crisis en su vida. Por un lado, le informaban que Jesús anunciaba que venía
para romper las cadena de los que estuvieran presos; por el otro lado, Juan se encontraba
en la oscura prisión. También Juan se sintió en la necesidad de hacerle una pregunta a
Dios.
Muchísimas de nuestras preguntas, la mayoría tal vez, no tienen respuesta de Dios. Y
sin embargo, no tienen respuesta de Dios. Y sin embargo, nos hacen mucho bien. Como
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a la Virgen María, nos sirven para guardar las palabras de Dios en el corazón y para
permitirle que nos vaya purificando y acrecentando nuestra fe.
Abraham, el gran intercesor
En la oración de intercesión la figura de Abraham se agiganta. Sobre todo cuando lo
encontramos porfiando con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve
la ciudad de Sodoma. Antes de llegar a esta escena, la Biblia muestra a Dios como
problematizado por tener que comunicarle a Abraham lo que sucederá con Sodoma.
Dios, se dice asimismo: “Debo decirle a Abraham lo que voy a hacer, ya que él va a
ser el padre de una nación grande y fuerte” (Gn 18, 17). Aquí se acentúa la importancia
que le da Dios a la oración del “justo”. Dios quiere que el justo ore; que se sienta
solidario con sus hermanos y que ore por ellos.
Bien decía Santiago que “la oración fervorosa del justo es muy poderosa” (St 5, 16).
El regateo entre Dios y Abraham acerca del número necesario de justos para que se salve
Sodoma, pone de relieve que, de veras, la oración del justo cuenta mucho ante Dios.
Que Dios desea que el justo se interponga entre El y el mal que puede venir a una
comunidad.
Algunos se han preguntado, y se sigue preguntando, por qué motivo Abraham se
quedó en 10 justos y no siguió regateándole a Dios. Algún escritor místico afirma que fue
porque Abraham, en su discernimiento, había entendido que de allí no debía pasar. Esto
tiene íntima relación con el caso de San Pablo. El había rogado muchas veces a Dios que
lo liberara de su “espina” que lo mortificaba. Su discernimiento lo llevó a comprender
que no debía seguir pidiendo por esa intención. Entendió que “su espina” entraba en los
planes de Dios para su crecimiento espiritual.
La famosa oración de intercesión de Abraham es una muestra fehaciente de la
maduración a la que había llegado la oración del santo patriarca. Había comenzado su
oración pensando sólo en sí mismo, en su pena de no tener hijos. Ahora lo vemos
olvidarse de sus problemas para pensar en los demás e interceder por ellos. Abraham es
alguien que se siente solidario, ahora, con los problemas de los otros; siente que no puede
hacerse a un lado en una situación semejante.
Esta es una característica del INTERCESOR. Es alguien que tiene los ojos y el
corazón muy abiertos para ver el dolor ajeno y para involucrarse en el sufrimiento de los
otros. Moisés, el gran intercesor, cuando rogaba por el perdón de su pueblo, llegó a decir:
“Si no los vas a perdonar, bórrame del libro de la vida” (Ex 32, 32). San Pablo
afirmaba que aceptaba ser “maldito” con tal que se salvaran sus hermanos. La Virgen
María, en las bodas de Caná, seguramente estaba sirviendo a los demás; mientras otros
sólo pensaban en comer y en divertirse, allí estaba Ella con el ojo atento para que no
faltara nada. Por eso se pudo dar cuenta de que el vino comenzaba a escasear.
El intercesor no puede conformarse con ver el dolor ajeno, el problema del hermano.
Tiene que hacer algo; tiene que involucrarse en la situación desagradable.
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La Biblia claramente señala que la oración de intercesión es una lucha muy ardua con
Dios. Que hay que armarse de paciencia y de fe. Que no hay que desanimarse. Los
grandes intercesores de la Biblia pasan ratos de desolación. Moisés siente que sus brazos
se le caen cuando está en la cima del monte pidiendo por su pueblo que gana y pierde en
la batalla. Elías tiene que mandar varias veces a su ayudante para escudriñar el cielo para
ver si hay alguna nube que indique la próxima lluvia. La Virgen María no recibe ninguna
respuesta concreta cuando intercede por los novios de Caná. La mujer cananea es
sometida a la dura prueba del silencio de Jesús. El oficial que, compungido, pide por su
hijo, recibe una contestación muy dura: “Ustedes si no ven milagros no creen” (Jn 4,
48).
La oración de intercesión no es nada fácil. El intercesor debe saber que se trata de una
lucha. Para no desanimarse debe saber de antemano que la lucha por lo general es larga y
pesada. Casi hasta el agotamiento. Que a pesar de todo, a Dios le gusta que siga en la
oración y que no se desanime. La Biblia le anticipa al intercesor que no debe extrañarse
por la manera “tan rara” en que obra Dios. Que no debe darse por vencido porque el
Señor siempre parece tardar.
En nuestra liturgia eucarística hay una oración de intercesión, que puede quedarse en
un simple formulismo, si no sabemos comprender cuál es el papel del intercesor.
Nosotros decimos: “Te lo pedimos, Señor”. Si nuestra intecesión se contenta con eso, no
hemos entendido que el intercesor es alguien que siente que sobre sus hombros lleva las
cargas de sus hermanos. Que el Señor lo ha llamado para que comparta con El los
problemas de sus hijos.
La oración de intercesión es algo muy serio. Sólo el que ha madurado en la oración
puede ser un buen intercesor.
Somos intercesores
Cuando el pueblo se encontraba en dificultades, llamaba a Moisés y lo enviaba a la
CARPA DE LOS ENCUENTROS. Mientras él intercedía por el pueblo, cada uno en la
entrada de su tienda, se unía a la oración de Moisés. El pueblo había aprendido
perfectamente que la oración del justo tiene mucho poder ante Dios.
El pueblo acude a nosotros como acudía a Moisés. Sabe que el Señor nos ha llamado
para ser, de manera especial, intercesores que nos unimos al gran intercesor Jesús, que
participamos de la intercesión de Jesús ante el Padre.
Continuamente quiere el pueblo que vayamos a la carpa de los encuentros a interceder
por sus necesidades. Nuestro papel sacerdotal nos obliga a tener las manos limpias para
poderlas levantar al Señor. Nos obliga a sentirnos SOLIDARIOS con el dolor de nuestros
hermanos responsables de estar, como Moisés, con los brazos levantados hacia el cielo.
Es cierto que esos brazos se cansan. Es cierto que es un ministerio pesado. Nosotros
libremente le dijimos que sí al Señor, cuando El, en su generosidad, nos llamó para estar
junto a El.
42
En el Antiguo Testamento, el sacerdote vestía un EFOD; era una especie de delantal
sobre la túnica. En cada hombrera del Efod había una piedra preciosa con seis nombres
de cada una de las tribus. Las doce tribus estaban gravitando sobre los hombros del
sacerdote. El se presentaba ante el Señor no como un individuo, sino como un pueblo.
La ESTOLA, en la actualidad, al sacerdote que oficia en el altar, le recuerda que va
hacia Dios con el peso de todos sus hermanos sobre los hombros. El sacerdote del
Antiguo Testamento también llevaba ante el pecho una bolsa cuadrada; se llamaba
pectoral. Allí iban doce piedras con el nombre de las doce tribus de Israel. El sacerdote
no va solo ante el altar. Tiene que sentirse un intercesor nombrado por Dios y solicitado
por el pueblo para rogar por sus necesidades.
Abraham no nació como un gran orante. Inició con una oración eminentemente pagana
y egoísta. Luego comenzó a buscar ávidamente la voz de Dios. Se convirtió en un gran
oyente de la voz del Señor, que lo fue llevando hacia el Dios misterioso a quien hay que
obedecer y de quien no hay que desconfiar nunca, a pesar de su manera extraña de
obrar.
De tanto buscar con avidez la palabra de Dios, Abraham se convierte en el gran amigo
de Dios a quien el Señor busca para que lleve sobre sus hombros el peso de los
problemas de sus hermanos, para que se interponga entre ellos y el mal que les puede
venir encima.
Entre más nos dediquemos a escuchar la Palabra, la fe irá creciendo en nosotros. Nos
convertiremos en amigos íntimos del Señor y El nos querrá tener siempre a su lado para
que, solidarios con las penas de sus hijos, nos interpongamos entre El y el mal del mundo
que se quiere desatar con los hijos del Señor. Para eso nos llamó el Señor. Por eso
mismo quiere siempre que nuestras manos limpias se levanten hacia El.
43
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Rezar no es nada fácil - P. Hugo Estrada

  • 1.
  • 2. Indice Rezar no es nada fácil 1. ¿ES FÁCIL REZAR? Indispensable hablar con Dios Comunicación imposible ¿Comunicación directa con Dios? 2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA Calentar el motor Hay que dejarlo hablar Un caso muy especial Dos brazos 3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR Un Dios padre La alabanza Hágase Nuestro pan Perdónanos Líbranos Oración comunitaria Amén 4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración ¿Manipular a Dios? No sabemos qué pedir Hay que aceitar la oración En todo tiempo ¿Con poder? Hacia la alabanza Ante una lámpara 5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN El monólogo no puede ser oración La oración cerebral La altanería en la oración La oración individualista La oración que Dios no quiere resistir Punto de arranque 6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR Abraham es un gran oyente La oración de las preguntas Abraham, el gran intercesor Somos intercesores 7. LA ORACIÓN DE PETICIÓN 2
  • 3. Las condiciones indispensables Lo oscuro en la oración de petición El enigmático tiempo de Dios Más bien hay que examinarse 8. LA ORACIÓN TAMBIEN ES COSA DE BOXEO La táctica del amigo inoportuno La táctica de la Fe que mueve montañas La táctica de la humildad 9. LA INTERCESIÓN, UNA ORACIÓN DE AGONÍA Una agónica lucha Las manos limpias Los fracasados y los triunfadores Tres intercesores En mi nombre... Sobre nuestros hombros 10. CUALIDADES DEL QUE ORA INTERCEDIENDO POR OTROS Una condición muy descuidada En nuestra carpa 11. LA ORACIÓN EN LA FAMILIA Y EN LA COMUNIDAD Familias ejemplares El sacerdocio de los papás La oración en el hogar No es nada fácil La Virgen María en el hogar Babel o Caná La oración en la comunidad Amontonar corazones Dos o tres 12. MARÍA, MODELO DE ORACIÓN La oración en silencio La oración de adoración La oración de la entrega La oración con la Biblia en la mano La oración de intercesión La oración ante la cruz La oración de la noche de la muerte La oración en la Iglesia 13. LA ALABANZA, UNA ORACIÓN MUY DESCUIDADA Una fe profunda Un Corazón sanado Portador de gozo En todo momento 3
  • 4. Obediencia a la Palabra Todo tiene sentido 14. A DIOS LE AGRADA NUESTRA ALABANZA Sacrificio de alabanza ¿Gracias en la tribulación? Un don de Dios Un culto de alabanza 15. LAS BENDICIONES DE LA ORACIÓN DE ALABANZA Contra nuestros demonios interiores El sugestionador No se turbe su corazón Sana corazones El discernimiento Muchos muros caerían 4
  • 5. P. Hugo Estrada Rezar no es nada fácil Ediciones San Pablo, Guatemala 5
  • 6. NIHIL OBSTAT Pbro. Dr. Angel Roncero, sdb 15 de marzo 1987 CON LICENCIA ECLESIASTICA 6
  • 7. Sobre el autor EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”. Ha publicado 46 obras de tema religioso, cuyos títulos aparecen en la solapa de este libro. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías” y “Selección de mis cuentos”. 7
  • 8. Sobre el libro REZAR NO ES NADA FÁCIL. El autor en uno de los capítulos del libro expresa una idea que, tal vez, resume la intención de esta obra: “El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. ‘¡Ya sé tocar el piano!’, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su ‘optimismo’. Si quiere llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro. Con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmulas que mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad: rezar no es nada fácil. A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un ‘producto’ que se exhiba con frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que no nos quejaríamos de que nos ‘cuesta’ tanto mantener un alto nivel de espiritualidad”. P. Angel Roncero Marcos, s.d.b. Director del Instituto Teológico Salesiano 8
  • 9. 1. ¿ES FÁCIL REZAR? Me gusta observar a los niños cuando juegan fútbol: está por marcarse un penalty; el que juega de portero, esboza apresuradamente la señal de la cruz y se dispone a defender su portería. También me llama la atención observar a algunos adultos que, cuando relampaguea o truena, automáticamente, hacen la señal de la cruz; algunos añaden: “¡Jesús, María!” Me pregunto: ¿será oración la del niño que está bajo la portería? ¿Habrá intentado unirse con Dios, o su gesto conlleva algo de superstición? La gente que, “automáticamente”, se santigua, al relampaguear, ¿está pensando en Dios, o busca librarse de algo malo, echando mano de rito con cierto sentido mágico? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que muchas de nuestras llamadas oraciones se quedan en simples gestos o fórmulas que son producto de nuestro miedo o de la costumbre. Lo cierto también es que cuando no existe un “hablar” con Dios, no puede haber oración, por más gestos que se hagan o fórmulas que se repitan. La oración esencialmente es “hablar con Dios”. Y, como Dios es Espíritu, solamente se puede hablar con El por medio del corazón. Si sometiéramos muchas de nuestras oraciones a un examen más crítico y profundo, tal vez, tendríamos que llegar a una triste conclusión: allí hay gestos, hay actitudes, fórmulas, ceremonias; pero no hay oración. Abundan las escuelas de oración. No es raro que en algunas de esas escuelas se dé mucha importancia a la técnica, a los métodos, y se olvide algo esencial: que el único que nos puede enseñar a orar es Dios por medio del Espíritu Santo. La carta a los Romanos lo expone palpablemente: “No sabemos rezar como es debido, pero el Espíritu mismo ruega a Dios por nosotros, con gemidos que no se pueden expresar con palabras” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, en la Biblia, nos ha dejado muchas indicaciones, que son como pistas por las que debe deslizarse necesariamente nuestra oración. Cuando vamos a una ciudad desconocida, pedimos un mapa para orientarnos; la Santa Biblia expone alguna normas precisas que Dios ha dejado a sus hijos para que no se extravíen en el no fácil camino de la oración. Indispensable hablar con Dios El Apóstol Santiago es muy preciso cuando hace notar que “no sabemos” rezar, que pedimos mal. Dice santiago: “Piden y no reciben porque piden mal, pues lo quieren para gastarlo en sus placeres” (St 4, 3). Esta afirmación, tan clara, de Santiago, me hace pensar en las ocasiones en que me invitan para bendecir algún “negocio”, alguna tienda, una farmacia, un almacén, una casa, un vehículo. Se capta en el ambiente que la finalidad por la cual han llevado sacerdote es para que “les vaya bien”. Esta es la expresión que se emplea para pedirle dinero a Dios. Las personas no piensan propiamente en Dios para darle gracias por ese negocio, por ese local, por ese vehículo. 9
  • 10. Piensan en sí mismas, en obtener dinero, en ser preservadas de algún accidente. Dios pasa a un segundo plano. No se busca a Dios, sino el propio interés, nada más. La esposa que suplica que su marido se convierta; que deje el licor, la mala vida, en el fondo ¿que está pretendiendo? Muy subconscientemente lo que anhela es que mejore la situación conflictiva de su casa; que cesen tantos problemas. Posiblemente no piensa en Dios. Su mente está centrada en el problema familiar. Lo esencial de una oración es “hablar” con Dios. Si existe ese “hablar con Dios”, necesariamente se comenzará por bendecirlo, darle gracias; por reconocer nuestra poquedad, nuestra limitación. Si se habla con Dios, habrá la imperiosa necesidad de “santificar su nombre”. Cuando Santiago recalca que “pedimos mal”, está apuntando uno de nuestro grandes defectos en la oración: buscarnos a nosotros mismos y no a Dios. Pensar en la oración no como “un hablar” con nuestro Padre, sino como un medio para buscar una solución para nuestro problemas. Si con sinceridad determináramos analizar muchas de nuestras pretendidas oraciones, nos encontraríamos con que Dios, propiamente, está ausente. Estamos muy presentes nosotros. Nos buscamos a nosotros mismos y no a Dios. Comunicación imposible Cuando los esposos riñen, se corta la comunicación. Viven en la misma casa, se intercambian algunas indispensables palabras, pero entre ellos no hay comunicación. Quedó cortada. El profeta Isaías se vale de figuras muy impresionistas para indicar cuál es la actitud de Dios ante el que pretende “hablar con El”, mientras hay pecado en su corazón. Dice Isaías: “Las maldades cometidas por ustedes han levantado una barrera entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se cubra la cara y que no los quiera oír” (Is 59, 2). Las figuras que emplea Isaías son muy ilustrativas con respecto a la “falta de comunicación” entre Dios y el pecador. Una muralla los separa. Esa “muralla” no la ha levantado Dios. Es el pecador el que levanta ese muro de incomunicación. La actitud de Dios, que se cubre la cara para no oír, es muy impresionante: Dios siempre es misericordioso y comprensivo; pero el pecado le impide “poder oír y ver”. De aquí que oración y pecado no pueden cohabitar. No se puede orar mientras el corazón continúa alimentando el pecado. Es un contrasentido. En la liturgia antigua, había una ceremonia muy expresiva; el sacerdote, antes de subir a las gradas del altar, hacía un acto penitencial con toda la asamblea. En el Antiguo testamento, antes de que el sacerdote ingresara al Tabernáculo, tenía que pasar por una fuente en la que se purificaba. Antes de pretender iniciar una oración, tenemos que revisar nuestra conciencia: no podemos aspirar a platicar con Dios, si hemos levantado un muro entre El y nosotros: si estamos en pecado. Es imposible platicar con Dios, si al mismo tiempo estamos en “intimidad” con el mal. El Salmo 66 lo expresa concretamente: “Si tuviera malos pensamientos, el Señor no 10
  • 11. me escucharía” (Sal 66, 18). Dios mismo nos ha prevenido: El se tapará el rostro para no escucharnos, si con pecado en el corazón, tratamos de tener con él una amable charla. Imposible. El profeta Ezequiel también nos advierte que Dios no puede comunicarse con nosotros, si hay ídolos en nuestro corazón. Dice el Señor: “Estos hombres se han entregado por completo al culto de sus ídolos y han puesto sus ojos en lo que les hace pecar. ¿Y acaso voy a permitir que me consulten?” (Ez 14, 3). El silencio es la respuesta de Dios en este caso. En sentido bíblico, ídolo es todo aquello que le quita el primer lugar a Dios en nuestra vida. Todos podemos tener nuestros ídolos. El trabajo es algo santo; pero un trabajo que aparta de Dios es un ídolo. El amor es la esencia de la santidad; pero un afecto en nuestra alma que le quite el primer lugar a Dios es un ídolo. Como hombres modernos, creemos que la idolatría está reservada para los pueblos primitivos, para tribus incivilizadas. El ansia de dinero, de poder, de placer son nuestros modernos ídolos. Nos postramos ante ellos. Es fácil creer que no somos idólatras. Dios conoce las profundidades de nuestro corazón, detecta ídolos, y no responde. No puede respondernos. Está rota la comunicación. Lo único que hace es enviar al Espíritu Santo que nos “golpee”, llamándonos a la conversión. Todo el que se acerca a Dios no puede hacerlo con altivez. A Dios nos acercamos como mendigos. Nos sentimos hijos, de Dios, pero muy limitados. Esa actitud no puede ser sólo una “pose”. Por eso Dios mismo, por medio del libro de los Proverbios, nos dice: “El que no atiende los ruegos del pobre, tampoco obtendrá ayuda cuando la pida” (Pr 21, 13). Esto podría complementarse con lo que afirma Jesús; “Con la misma medida con que ustedes midan con ésa serán medidos” (Lc 6, 38). No podemos simular humildad ante Dios, si hemos esgrimido altanería ante el pobre que se acerca a nosotros. El pobre es un retrato muy fiel de Jesús. “Todo lo que hagan a estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen”, asegura Jesús. Si hemos medido al pobre con corazón de hierro, esa misma será la medida que se usará con nosotros. En los santos se aprecia una oración muy poderosa. Su corazón estaba abierto en gran manera al pobre. Por así decirlo, se habían olvidado de ellos mismos para pensar en los necesitados, en los pedigüeños. La falta de amor hacia el necesitado nos cierra la comunicación con Dios. La caridad hacia el pobre, es llave maestra que nos abre la puerta de la oración. ¿Comunicación directa con Dios? Nadie tiene un teléfono directo con Dios. Todos necesitamos acudir al “teléfono público”, el teléfono de la comunidad. Toda comunicación interrumpida con los otros, automáticamente, interrumpe también la comunicación con Dios. Jesús dijo: “Si al llevar tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. 11
  • 12. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Jesús tenía en mente las ceremonias en el templo. Todos hacían fila, con su corderito al lado, para llegar hasta el sacerdote que lo sacrificaba. Jesús puntualiza que si en el corazón hay algo contra el hermano, esa ofrenda no tiene ningún sentido. No podemos intentar “hablar con Dios”, si nuestra comunicación con el hermano está cortada. San Vicente de Paúl se encontraba ya revestido para iniciar la Eucaristía. Se acordó, en ese momento, que el día anterior había tenido un altercado con un hermano; inmediatamente se quitó los ornamentos sacerdotales, y fue a reconciliarse con su hermano. Los santos toman muy en serio las palabras de Jesús. San Pedro, en su carta, les hace notar a los esposos que las malas relaciones entre ellos “estorban” la oración (1P 3, 7). Para Dios cuenta mucho la relación que tengamos con uno de sus hijos. Ese hijo –bueno o malo– es su imagen viva. Cortar la comunicación con ese hijo es cortar la relación con Dios. Pretender “hablar con Dios” sin antes “hablar con los hijos de Dios”, no tiene sentido ante el Señor. En ocasiones no hay gozo en nuestra oración. Nos sentimos a disgusto en ella. No es raro que exista algún rencor escondido en lo profundo de nuestra conciencia. Por medio del Espíritu Santo, Dios deposita esa tristeza en nuestra alma –el Espíritu Santo está entristecido– y nos mueve a desterrar el rencor y a reconciliarnos con el hermano. Para poder hablar con Dios, antes hay que hablar con los hermanos. Con Dios sólo podemos comunicarnos por medio del teléfono “público”, el teléfono de la comunidad. Si existieran “detectores de conciencias”, podríamos darnos cuenta de algo terrible: muchos de nuestros supuestos rezos se quedan en simples gestos, ceremonias y fórmulas: no hay fe y, por eso mismo, no alcanzan la categoría de una oración auténtica. Dice Santiago: “Tienen que pedir con fe, sin dudar nada; porque el que duda es como una ola del mar, que el viento lleva de un lado a otro. Quien es así, no crea que va a recibir nada del Señor...” (St 1, 6-7). Nuestras oraciones son arrastradas de un lado hacia otro por la rutina, por el mecanismo, por la duda. Si el detector de conciencia pudiera señalar nuestro grado de fe, tal vez, nos daríamos cuenta de que, desde un principio, estamos pidiendo algo, pero la menor convicción de que las cosas “puedan cambiar”. Jesús afirmó que con la mínima fe, del tamaño de un grano de mostaza, podríamos “mover montañas”. Nuestra fe es tan deficiente que, a veces, apenas logra que se muevan mecánicamente nuestros labios. “Sin la fe es imposible agradar a Dios”, nos dice la carta a los Hebreos. Sin la fe no puede haber oración. Sin fe creemos que estamos hablando con Dios, pero en realidad estamos hablando con nosotros mismos. Orar no es nada fácil. Tampoco algo imposible. Dios quiere “platicar con sus hijos”. En el Génesis, Dios baja a “platicar” con Adán y Eva. Ellos no tienen mayor dificultad en comunicarse con Dios; se sienten felices. A pesar de que el hombre levantó, con el pecado, un muro entre Dios y él, el Señor, a través de todos los siglos, no ha dejado de intentar comunicarse con sus hijos. La oración es un “regalo” –algo gratis– que Dios nos quiere conceder. Hay que pedirla y buscarla; pero, únicamente, de la manera que el Señor nos indica en la Sagrada 12
  • 14. 2. LA ORACIÓN NO SE IMPROVISA En Jerusalén hay un lugar muy impresionante; le llaman el “Muro de las lamentaciones”. Se dice que ese muro enorme, ante el cual van a rezar muchas personas, es resto del antiguo templo de Jerusalén. Me extraña la manera rara con que inician sus rezos los que van a orar junto al muro: comienzan a balancearse, a formar rondas, agarrados de las manos, a mirar hacia uno y otro lado. Le pregunto a un judío que está junto a mí: ¿Esto es rezar? El judío, sonriendo, me responde: “Están calentando motores”. Me quedo observando más tiempo. Después de estos ritos iniciales, los orantes van ingresando en una oración profunda que no deja de causar admiración. Me digo para mis adentros: “¡Qué pueblo tan sabio: todavía tiene muchas cosas que enseñarnos con respecto a la oración”. Calentar el motor La oración no se puede improvisar. No podemos pretender ingresar a una iglesia y, automáticamente, encontrarnos rezando con devoción. Nuestro corazón tiene que ser “calentado” para que pueda estar en “sintonía” con Dios. Este paso previo se olvida con mucha frecuencia. Creemos que es fácil entrar en oración y, por eso mismo, descuidamos “preparar” la oración. En la mañana, cuando intentamos arrancar nuestro vehículo, el motor está frío; antes de funcionar correctamente necesita “calentarse”. De otra forma el vehículo “corcovea” como un caballo. Lo mismo sucede con la oración: No se puede improvisar; necesita ser “preparada”. El Padre Caffarel, en su libro “Los gestos en la oración”, sostiene que a los hombres modernos, llenos de tensiones y preocupaciones, los “gestos” en la oración nos ayudan para “relajarnos” y lograr ingresar en una oración más profunda. A Jesús, en el Evangelio, lo observamos haciendo gestos para orar. Jesús se inclina; Jesús grita; Jesús se tiende sobre la grama; Jesús mira hacia el cielo. Cada uno debe servirse de los medios que mejor le ayuden a “calentar” su mente y su corazón para poder entrar en diálogo con Dios. En otras ocasiones, el motor del carro se encuentra “muy acelerado”. Tampoco funciona bien. Hay momentos en que estamos tan tensos y oprimidos que no logramos comunicarnos con Dios. Necesitamos primero sosegar nuestra mente; dejar que el corazón vaya tranquilizando. Cuando comencé a llegar a los “grupos de oración”, me molestaba el inicio bullicioso, que se llama “avivamiento”. Se entonan cantos muy alegres, la gente con mucha libertad hace gestos, se mueve, palmea. Yo pensaba que eso “no iba conmigo”. Más tarde, he descubierto la sabiduría popular que, sin saber nada de sicología, ha encontrado una pista muy sencilla y segura para “calentar” el corazón o para “liberarlo” de opresiones y 14
  • 15. tensiones. La improvisación en la oración es uno de nuestros más frecuentes fallos. Para hablar con Dios, a veces, hay que hacer una larga antesala. No es capricho de Dios que nos quiera hacer esperar. Es deficiencia nuestra: no estamos debidamente preparados para comenzar a platicar con Dios. Hay que dejarlo hablar Si orar es “hablar con Dios”, no puede existir entonces “monólogo” en la oración. Para que sea “diálogo” hay que permitirle a Dios que nos pueda hablar también El. Alguien expuso que nosotros, en la oración, nos parecemos al cartero con prisa; toca el timbre de una casa; pero está tan impaciente que no espera a que le abran la puerta. Cuando se abre la puerta, ya el cartero se ha marchado. Acudimos con tanta premura a la oración, que cuando Dios quiere hablarnos, ya nosotros vamos muy lejos. Según nosotros fuimos a “hablar con Dios”; lo cierto es que no hubo diálogo. No le dimos oportunidad a El. El fariseo de la parábola, en el templo, elaboró un brillante “discurso” ante Dios. Según él fue a rezar; se le olvidó darle la oportunidad a Dios para que le dijera unas “cuantas verdades”. Para el fariseo “su oración” consistió en una “terapia” de palabras. Habló consigo mismo. Dios estuvo ausente en su interminable “monólogo”. Cuando el joven Samuel estaba iniciándose en la oración, comenzó a desconcertarse porque escuchaba voces en la noche. Acudía al sacerdote Elí, creyendo que él lo estaba llamando. El sacerdote Elí le dio un consejo extraordinario; le dijo que no se moviera, que simplemente dijera: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así lo hizo Samuel; allí empezó su vida de oración. Inició su “hablar con Dios”. Comenzó a escucharlo. Llegó a ser uno de los grandes profetas del pueblo de Israel. Pablo, como buen fariseo, también se embelesaba en sus bien elaborados “discursos” ante Dios. La auténtica oración de Pablo sólo apareció aquel día cuando estaba en el suelo, lleno de polvo, y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22, 10). Ese día Pablo comenzó a platicar con Dios. A oír lo que Dios quería decirle. Si le permitiéramos al Señor hablarnos, ¡cuántas cosas nos señalaría que le disgustan en nuestra vida! Nos podría indicar el plan de amor que tiene para nosotros. ¡Nos cuesta tanto saber callar y esperar a que Dios hable! Nos encerramos en nuestros elegantes monólogos y creemos que estamos rezando. En realidad solamente estamos desahogando nuestro corazón por medio de una “terapia de palabras”. En nuestro terco monólogo, en nuestras dificultades, hasta nos permitimos “sugerirle” a Dios lo que debe hacer. Terminamos dándole órdenes. Alguna señora hasta ha llegado a pedirle que le envíe una “enfermedad” a su marido para que no lleve una vida tan disoluta. Nos permitimos “hacerle sugerencias” a Dios, como que no confiáramos en su Sabiduría. Como que El no supiera lo que debe hacer. En el evangelio de San Juan, aparece un oficial que tiene gravemente enfermo a su hijo. Se acerca a Jesús y le dice: “Señor, ven pronto a mi casa”. Al examinar el texto, 15
  • 16. vemos que Jesús se encuentra, en ese momento, a cinco kilómetros de la casa del oficial. El angustiado papá le exigía a Jesús que “pronto” emprendiera un viaje de cinco kilómetros. No le pasaba por la mente que Jesús podía curar a distancia. Jesús únicamente le dijo: “Vete a tu casa; tu hijo vive” (Jn 4, 49-50). Muy distinta la actitud de la Virgen María. En las bodas de Caná, Ella no puede permanecer con los brazos cruzados ante el inminente chasco de la familia que está por quedarse sin vino para la fiesta. Se acerca a su Hijo. Le hace ver la dificultad. El Señor no le da una respuesta concreta. Más bien parece que no le resuelve nada. La Virgen María no se pone a “sugerirle” a Jesús que allí cerca hay unas tinajas con agua, que podría hacer “algo”. No. La Virgen María sencillamente les dice a los sirvientes: “Hagan lo que El les diga”. La Virgen María únicamente expuso la pena de los de aquella familia, y lo dejó todo en manos de su Hijo. El tenía la suficiente Sabiduría y poder para saber qué determinación tomar. Si nuestras oraciones fueran pasadas por un “colador”, tal vez, no alcanzarían la categoría de “diálogos con Dios”, de oraciones auténticas. Un caso muy especial Abraham y Jacob son dos de los grandes orantes que nos demuestra la Biblia. Comenzaron pésimamente su vida de oración. Abraham tiene una visión en la que Dios le ofrece su bendición. Abraham en lugar de alegrarse y agradecer, alega que no tiene un heredero. Esta primera oración de Abraham es un desastre. Abraham se va dejando moldear por Dios. Si su primera oración había sido pésima, en el capítulo 18 del Génesis lo encontramos como el gran intercesor en favor de Sodoma; se atreve a “regatear” con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve la pervertida ciudad. Su oración es un bello diálogo lleno de audacia y también de discernimiento. Hay un momento en que Abraham, con sabiduría divina, comprende que no debe continuar en su porfía. Jacob inicia también catastróficamente su vida de oración. Va huyendo de su hermano Esaú a quien robó la primogenitura con trampas. Durante el sueño tiene la visión de una escalera que baja del cielo; Dios le promete su protección; le asegura que está con él. Jacob se despierta atemorizado. Lo primero que se le ocurre es hacer un sacrifico, y reza: “Si Dios me acompaña y me cuida en este viaje que estoy haciendo, si me da qué comer y con qué vestirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios” (Gn 28, 20). Una oración desde todo punto de vista “ritualista”. Más que oración es un intento de superar su miedo por medio de un rito mágico. Jacob le pone un sinnúmero de “condiciones” a Dios para poderlo declarar “su Dios”. Aquí no hay alabanza, no hay agradecimiento, ni petición de perdón. Muchas de nuestras oraciones son producto de nuestro “susto” a causa de la pena por la que estamos pasando. No nacen del corazón, sino de la circunstancia adversa que nos 16
  • 17. lleva a desahogarnos por medio de las palabras. Creemos que rezamos, pero solamente estamos profiriendo palabras. Hablamos con nosotros mismos. Dios es alguien de quien nos queremos valer para que nos saque del apuro. No le demostramos amor, sino que le presionamos para que soluciones nuestro problema. Los golpes de la vida fueron madurando a Jacob. Dios aprovechó esas circunstancias adversas para moldear el corazón de su hijo. El Jacob que encontramos en el capítulo 32 del Génesis es muy distinto del orante improvisado que levantó un altar después de que tuvo la visión de la escalera. Jacob recibe la tremenda noticia de que su hermano Esaú viene hacia él con mucha gente. Con seguridad llegaba para “vengarse”. Jacob aleja a su familia y se queda solo bajo el cielo estrellado. Esa noche de amargura Jacob hace una oración muy distinta de la ya mencionada. Jacob le dice a Dios: “Señor Dios de mi abuelo Abraham, y de mi padre Isaac, que me dijiste que regresara a mi tierra y a mis parientes, y que harías que me fuera bien; no merezco la bondad y fidelidad con que me has tratado. Yo crucé este río Jordán sin llevar nada más que mi bastón, y ahora he llegado a tener dos campamentos. ¡Por favor sálvame de las manos de mi hermano Esaú!” (Gn 32, 9-11). Es la oración de un hombre que ha madurado espiritualmente. No es la oración de un principiante. Comienza reconociendo la grandeza de Dios, dando gracias por todo lo que le ha regalado; reconoce su poquedad y su pobreza. Luego pide ser librado del peligro. Esta oración no es producto del miedo. Brota del corazón atribulado, es cierto, pero no por eso deja de alabar a Dios, de darle gracias, de pedir perdón y auxilio. Nadie nace sabiendo rezar. El orante no se improvisa; el orante madura por la acción del Espíritu Santo que lo va moldeando e introduciendo en lo que es auténtico “diálogo con Dios”, la oración. Dos brazos Nunca vamos a insistir suficientemente en lo que acentúa San Pablo “No sabemos rezar como es debido” (Rm 8, 26). Desde niños estamos rezando; nuestra escuela de oración no termina nunca; siempre hay algo nuevo que el Señor nos quiere revelar. Afortunadamente, no estamos solos. Jesús nos dejó a su Espíritu Santo para que nos guiara y nos enseñara a rezar. San Pablo recalca: “El Espíritu ruega a Dios por nosotros con gemidos que no se pueden explicar con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega, conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-27). Indispensable que nuestra oración sea guiada por el Espíritu Santo. Todas las escuelas de oración no sirven de nada, si no se le da al Espíritu Santo el puesto que la Biblia le otorga como maestro de oración. La carta a los Hebreos dice que Jesús es un sacerdote que ora ante el Padre de nosotros. San Juan aconseja, por eso mismo, que nuestra oración sea elevada a Dios “en nombre de Jesús”. La figura de Jesús, que intercede por nosotros ante el Padre, no debe 17
  • 18. apartarse de nuestra mente mientras rezamos. Los que sostenían los brazos levantados de Moisés en oración eran: Aarón, un sacerdote, y Hur, un paje. Nuestra oración debe ser sostenida por nuestro sacerdote intercesor, Jesús, y por el Paráclito, el Espíritu Santo. No puede existir oración si no va en “nombre de Jesús” y no está controlada por el Espíritu Santo. En la primera época de su vida espiritual Abraham y Jacob no se distinguían por su oración ejemplar. Dios moldeó sus corazones; ellos le permitieron a Dios intervenir en sus vidas y llegaron a ser los grandes orantes que nos presenta la Biblia. Nos parecemos mucho a Abraham y a Jacob en lo que respecta a la inmadurez con relación a la oración. Si le permitimos a Dios que nos vaya moldeando, también nosotros podemos llegar a ser grandes intercesores, como Abraham, y a gozar de una oración profunda, como la de Jacob en la noche que le tocó pelear con Dios. 18
  • 19. 3. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR Para el buen LADRÓN, hablarle a Jesús, fue decisivo para su salvación. Primero fue “tocado” por las siete palabras de Jesús en la cruz, que provocaron la fe en él. La fe le impulsó a hablar con Jesús, a clamar por su salvación. Ese “clamor” del buen ladrón a Jesús es lo que llamamos oración. Rezar es tratar de hablar con Dios, de comunicarse con él. Parece imposible poder entablar una comunicación con Dios. Pero ha sido Dios mismo el que nos ha indicado que desea hablar con nosotros, comunicarse con nosotros. El Dios de la Biblia habla continuamente. Se comunica con sus hijos. Provoca el diálogo con los buenos y con los malos. Es a través del diálogo –la oración– que Dios nos comunica el poder que destruye nuestro pecado y nos trae la salvación. Por eso, es determinante para todo ser humano saber rezar. Y no es nada fácil. Es fácil engañarse y creer que uno sabe rezar, que hablamos con Dios, cuando en realidad estamos hablando con nosotros mismos. La oración no es una terapia mental por medio de la cual nos metemos en nuestro yo profundo. La oración es un salir de nosotros para entrar en Dios. Para hablarle con el corazón. Para oír su voz. El fariseo de la parábola de Jesús, estaba convencido de que sabía rezar. Lo hacía con elegancia y orgullo. Pero Jesús le dio un “reprobado” en la oración, cuando afirmó que ese hombre había salido con un pecado más del templo. El fariseo creía que estaba orando: según Jesús, estaba “pecando”. De aquí la importancia vital de saber rezar. De estar seguros de que estamos tratando de hablar con Dios. El buen ladrón, al principio, en compañía del otro delincuente hablaban con Jesús: le sugerían que se bajara de la cruz y que los bajara a ellos, si de veras, era tan poderoso como decía. Cuando el buen ladrón abrió su corazón a la Palabra de Jesús, entonces, con fe aprendió a hablar correctamente con Dios y le llegó la salvación. Los Apóstoles, un día, llegaron a la conclusión de que no sabían orar. Fue una gran iluminación del Espíritu Santo. Los Apóstoles, como buenos judíos, frecuentaban la sinagoga; repetían salmos, entonaban himnos. Tenían el hábito de la oración. Pero cuando se fijaron cómo oraba Jesús, llegaron a la conclusión de que estaban en pañales en lo concerniente a la oración. Por eso le rogaron a Jesús que les enseñara a rezar. El señor, por medio del Padrenuestro, les trazó las líneas esenciales de lo que debe ser una auténtica oración. (Cfr. Mt 6, 9-13). Un Dios padre Jesús les decía a sus apóstoles que, al iniciar su oración, comenzaran diciendo: “Padre nuestro”. Algo esencial. No se puede pretender comunicarse con Dios, si no se le tiene confianza; si no se le ha identificado como un Padre bueno... Una señora me decía: “A mí Dios no me escucha”. Yo le pregunté: “¿Y a qué Dios le reza usted?” Mi pregunta apuntaba a lo siguiente: Es posible que le estemos rezando a un dios “pagano”. Los 19
  • 20. paganos se dirigían a sus dioses con temor, con miedo. Los indígenas ofrecían incienso a sus dioses para tenerlos apaciguados, para conseguir gracias de ellos; en el fondo, les tenían miedo. Procuraban ganárselos. No los amaban. La gran revelación de Jesús es que Dios es un Padre que nos ama, no porque seamos buenos, sino porque somos sus hijos muy queridos. En el Nuevo Testamento, en medio del texto griego, aparece la palabra aramea, ABBA, que significa papacito. El escritor quiso introducir esa palabra en medio del texto griego porque los apóstoles habían escuchado a Jesús, que cuando rezaba decía: “Abba, Papa”. Eso les llamó poderosamente la atención; no olvidaron nunca que Jesús hablaba con Dios como se habla con el papá. La Carta a los Romanos enseña que, dentro de nosotros, es el Espíritu Santo el que nos va conduciendo en la oración para que nos encontremos con Dios como un papá; para que digamos con confianza: “Padre mío”. Algo muy personal. Dice San Pablo: “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios diciendo: ABBA, Padre” (Rm 8, 15). De aquí la importancia de invocar al Espíritu Santo, al comenzar a rezar, pues es el Santo Espíritu el que nos va conduciendo para que nos encontremos con un Dios Papá. La Puerta de entrada para una auténtica oración es el encuentro con Dios Padre bueno. Mientras eso no se haya logrado, habrá palabras, fórmulas, terapia mental, pero no la oración que nos comunica con Dios. Que nos permite hablarle y que El nos hable. La alabanza El Señor también enseñó que debíamos comenzar la oración diciendo: SANTIFICADO SEA TU NOMBRE. Santificar significa bendecir. Algo muy común entre una inmensa mayoría es el concepto de que oración significa pedir “cosas” a Dios. Para muchos rezar es tratar de conseguir algo de Dios. Se olvida lo esencial. Si la oración, de veras, sale del corazón con amor, lo primero que se buscará es bendecir a Dios. Alabarlo. Darle gracias. La oración de alabanza no es muy común. Esto indica que somos malagradecidos; olvidamos con facilidad “todo” lo que Dios ha realizado en nuestra vida. Somos muy prácticos: vamos al grano; por eso identificamos oración con petición de cosas, como medio de “arrancarle” algo a Dios. Dejamos a un lado la “cortesía” en nuestro trato con Dios. A un papá le disgusta que sus hijos acudan a él sólo para pedirle dinero. Ciertamente a Dios le desagrada la actitud del que acude a él sólo por el interés de conseguir algo que necesita en ese momento. A Dios le agrada la alabanza de sus hijos. Aleluya es una palabra hebrea que significa: gloria a Dios. San Juan, en su visión, escuchó que los bienaventurados entonaban aleluyas. Alabar a Dios es demostrarle amor; reconocer su bondad, su misericordia, su providencia, su sabiduría. El “cántico nuevo” que, en el Apocalipsis, repiten los santos es 20
  • 21. ALELUYA. Jesús, nos indica, que debemos comenzar nuestra oración SANTIFICADO EL NOMBRE DE DIOS; demostrándole nuestro amor, nuestro agradecimiento, por medio de la alabanza. Hágase Jesús también indicaba que debíamos comenzar diciendo: “VENGA TU REINO. HÁGASE TU VOLUNTAD”. Si examináramos, detenidamente, muchas de nuestras oraciones, caeríamos en la cuenta de que estamos buscando que se haga nuestra voluntad. Lo que se nos antoja; lo que nos agrada. Muchas de nuestras oraciones pueden estar en abierta oposición a lo que Dios quiere para nosotros. Jesús nos enseña a buscar nuestra oración que, en primer lugar, “Venga el Reino de Dios” y que “se haga su voluntad”. En último análisis, viene a ser lo mismo. El especialista de la Biblia, William Barclay, nos dice que en el mismo Padrenuestro se nos indica en qué consiste el “reino” de Dios. Allí rezamos: “Venga tú reino: hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. El reino Dios llega cuando se hace, de la mejor manera posible la voluntad de Dios. El tema del reino es lo más importante en la predicación de Jesús. Para eso ha sido enviado: para que los hombres aprendan a hacer la voluntad de Dios expresada en el Evangelio. De aquí que la finalidad de una oración auténtica es buscar la voluntad de Dios para que se cumpla en nosotros. No todo el que diga: “Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el Cielo”, decía Jesús. Con frecuencia, por medio de una religión “a nuestra manera” buscamos que se haga nuestra voluntad. Esa no es la religión de Jesús. El Señor nos enseña a buscar la voluntad de Dios, y a cumplirla. Esa es la única y auténtica oración. Hacer la voluntad de Dios no es fácil; en ocasiones nos resulta complicadísimo. A Jesús le costó toda una noche de oración, de lágrimas, de sudor, de sangre y de lamentos, poder decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. La oración que nos enseña Jesús es la que nos arrastra a abandonar nuestra manera de pensar y de actuar para buscar qué es lo que Dios quiere que se haga, para que llegue su reino a nosotros y a los demás. La gran oración de la Virgen María fue: “Hágase en mí según tu Palabra”. Saulo de Tarso se creía un gran orante; como judío estricto hacía un sinnúmero de oraciones. Pero Pablo sólo aprendió a orar cuando fue derribado por Dios de su caballo de autosuficiencia; cuando Pablo estaba en el polvo, al fin, aprendió a orar, y dijo: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Ahora Pablo ya sabía rezar. Dios mismo se lo había enseñado. San Pablo, más tarde, compartió esta experiencia suya, cuando afirmaba que nosotros no sabemos rezar como es debido, y que es el Espíritu Santo dentro de nosotros el que nos va conduciendo a una oración según la voluntad de Dios. Decía Pablo: “Y Dios, que examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega, conforme a la voluntad de Dios por los que le pertenecen” (Rm 8, 27). 21
  • 22. En resumidas cuentas, la oración, la comunicación con Dios, tiende, esencialmente, a que el Espíritu Santo nos indique cuál es la voluntad de Dios, y que nos conceda la fortaleza necesaria para ponerla en práctica. Cuando, en la oración, aprendamos a buscar la voluntad de Dios y a ponerla en Práctica, el reino de Dios –la salvación– llega a nosotros. Nuestro pan Sólo después de este preámbulo por medio del que le demostramos a Dios que confiamos en El como Padre bueno y que buscamos en todo que venga su reino, que se haga su voluntad, nos enseña Jesús a exponer también nuestras necesidades materiales: DANOS NUESTRO PAN DE CADA DÍA. El pan, aquí simboliza las cosas materiales que como humanos necesitamos para poder vivir. A Dios le complace que sus hijos le expongan sus necesidades con sencillez, con confianza. A un papá le resulta lógico que su hijo le pida dinero para comprar vestido, zapatos, comida. Pero quiere que lo haga con educación; que lo salude antes con amor. Que le demuestre aprecio, su agradecimiento. Dios no necesita de nuestras alabanzas, de nuestros piropos. Pero acercarse a Dios sólo para pedirle cosas, indica falta de amor, de agradecimiento. Jesús nos asegura que si buscamos, en primer lugar, su reino –la voluntad de Dios–, Dios no permitirá que nos falte lo necesario. Es promesa en firme de DIOS. Son innumerables las personas que, en medio de la vicisitudes de la vida, han podido experimentar que cuando han buscado, en primer lugar, hacer la voluntad de Dios, nunca les ha faltado lo necesario. Es la Providencia de Dios que nunca falla. Jesús mismo nos impulsa a pedir cosas a Dios: “Pidan lo que quieran en mi nombre”. Pero también nos enseña a decir siempre: “Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. O sea, exponemos a nuestro Padre nuestras necesidades, pero, de antemano, le aseguramos que estamos dispuestos a que nuestro plan sea anulado para que entre en vigor su Plan. Jesús nos indica que debemos pedir el pan de “cada día”. No el del año entrante. Debemos vivir, día a día, confiados en nuestro Padre. Vivir angustiados por el mañana es desconfiar de la Providencia de Dios. Jesús nos prohíbe estar agobiados por el mañana; dice Jesús: “No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. A cada día le basta con su propio afán” (Mt 6, 34). Nuestro existencilismo cristiano consiste en vivir al día con la plena confianza de que nuestro Padre no nos fallará nunca. Ni hoy ni mañana. San Lucas expone algo importantísimo. Dice que pidamos lo que pidamos, Dios siempre nos concede lo más importante: El Espíritu Santo (Lc 11, 13). Por medio del Espíritu Santo nos concede la conversión, la fe en Jesús que nos salva. De allí, que, al conceder Dios, el Espíritu Santo, nos está entregando el don más precioso que se pueda imaginar. 22
  • 23. Perdónanos Al acercarnos a Dios, lo primero que descubrimos es que El es Santísimo y que nosotros estamos llenos de pecado. “En pecado me concibió mi madre”, escribió el salmista David. Por eso, Jesús nos señala que debemos pedir perdón: “PERDONA NUESTRAS OFENSAS como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Para intentar hablar con Dios, lo primero, eliminar lo que le desagrada. Nada abomina más el Señor que el pecado. No podemos decirle a Dios al mismo tiempo: “Te amo y te ofendo”. Orar es acercarnos a Dios, pero pidiéndole antes que nos limpie, que nos purifique. Que tenga misericordia de nosotros. Jesús, en una de sus parábolas, nos aseguró que la puerta de la casa del Padre, siempre está abierta para el hijo que regresa suplicando perdón. A Dios le encanta abrazar al hijo que reconoce sus culpas y pide clemencia. Se hace fiesta en el cielo. El fariseo de la parábola, que se cree intachable y reza con altanería, sale del templo con un pecado más. El publicano, que únicamente se golpea el pecho y suplica misericordia, sale “justificado” del templo (Lc 18, 14). Pero el perdón que Dios nos brinda, conlleva un compromiso serio: estamos obligados también nosotros a perdonar. Dice Jesús: “Si ustedes no perdonan a otros, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus pecados” (Mt 6, 15). No podemos pretender que Dios nos perdone, si no estamos dispuestos perdonar. Muy claro. San Juan resalta que el que diga que no tiene pecado es un “mentiroso” (Cfr. 1Jn 1, 8). Nadie puede pretender ser “inmaculado” en la presencia del Señor. Como el profeta Isaías, al estar ante Dios, sentimos la urgencia de que nuestros labios sean purificados para poder hablar con Dios. Eso le basta al Padre, para que, al punto, nos abrace y nos deje oliendo a jabón. Líbranos Sin ser pesimista, San Pablo nos hizo ver que vivimos en un mundo “oscuro”, plagado de fuerzas malas que quieren destruirnos. Pablo nos invitaba a ponernos la “armadura de Dios”. Jesús, también, nos invita a pedir: “NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN. LIBRANOS DEL MAL”. Si se cae en la tentación es porque en lugar de hablar con Dios se ha hablado con el diablo. Eva se entretuvo en dialogar –según ella, inocentemente– con el diablo. Cuando se dio cuenta, ya se le había metido en el corazón. Había caído en la tentación. El que ora, habla con Dios, recibe sabiduría para ir por el camino correcto, para alejarse del abismo peligroso. El que reza recibe el “poder de lo alto” para derrotar las fuerzas diabólicas que buscan sútilmente hacernos tambalear en la fe y apartarnos de Dios. El pecado de los primeros seres humanos fue de desconfianza en Dios. El Espíritu del mal sembró desconfianza en las palabras del Señor. Logró que Adán y Eva creyeran que 23
  • 24. Dios no era un Padre, sino alguien que les estaba jugando sucio. Les escondía algo maravilloso. No quería que supieran lo mismo que El. Todo pecado, en última instancia, es desconfianza en la Palabra de Dios, y confianza en la palabra del espíritu del mal, que, solapadamente, nos propone un “camino mejor” para ser felices. El que ora, permanece en comunicación con el Padre, y no tiene oídos para la verborrea del diablo. Por medio de la oración, Dios nos llena de su amor, de su poder, de su sabiduría. Al punto sabemos cuál es la voz de nuestro Padre, y cuál es la voz de nuestro enemigo, del tentador del mentiroso. Antes de la pasión, Jesús les ordenó a los apóstoles: “Vigilen y oren para no caer en la tentación”. Jesús permaneció en oración, clamando a Dios. Cuando llegó el momento crucial de su arresto, el Señor estaba fortalecido. Avanzó con serenidad hacia los soldados se entregó para cumplir la voluntad de Dios. Los Apóstoles, en cambio, no lograron perseverar en la oración: se durmieron. Por más que Jesús los despertaba, volvían a dejarse vencer por el sueño. Cuando llegó el mal momento en que apresaron a Jesús, salieron huyendo; lo negaron. El que ora está en comunicación con Dios: está recibiendo el poder contra el mal. Está protegido con la armadura de Dios. El enemigo no puede ingresar en su corazón. Al rezar: “líbranos del mal”, estamos confesando que, en alguna forma, el mal se ha introducido en nosotros por los ojos, por la mente, por los oídos. En la oración pedimos ser “liberados” de todo mal que se nos ha metido en alguna forma dentro del corazón. Pedimos un exorcismo. Una liberación de todo mal. De todo pensamiento negativo. De todo resentimiento. De toda desconfianza en Dios. Creemos que Jesús es Salvador; acudimos a él y suplicamos que rompa toda atadura de mal que impida que su voluntad se realice en nosotros. Oración comunitaria Jesús le dio suma importancia a la oración comunitaria, por eso les enseñó a los apóstoles a hacer sus peticiones en plural. No somos hijos únicos de Dios, ni debemos creernos así. Por eso decimos: “Padre nuestro”, en plural: pensamos en los otros, en la comunidad. También rezamos: “Venga a nosotros tu reino”. “Danos nuestro pan de cada día”. “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Jesús acentúa el sentido comunitario, fraternal de la oración. San Mateo exhibe la promesa de Jesús para los que rezan unidos en “su nombre”. Dijo Jesús: “Donde dos o tres se ponen de acuerdo en mi nombre, allí estoy yo”. El Señor ha prometido su manifestación a los que procuran formar comunidad, a los que sienten la necesidad del hermano. El libro de los Hechos, expone, gráficamente, cómo esta promesa de Jesús se cumple a plenitud en la comunidad de Jerusalén. Es tiempo de persecución. La comunidad, en una casa particular, pide al Señor signos y milagros para que los demás crean y se difunda el Evangelio. El cronista de esos primeros tiempos, apunta que en ese momento “tembló el lugar en donde todos estaban orando” (Hch 4, 31). Más adelante, el mismo Lucas 24
  • 25. recuerda cómo cuando es capturado Pedro, toda la comunidad se congrega, en oración, en una casa. De pronto tocan a la puerta. La joven que va a abrir llega con la noticia de que es Pedro en persona. Todos le dicen que está loca, que está viendo visiones. Pero, en realidad, era el mismo Pedro que acababa de ser librado de la cárcel por un ángel. Los mismos orantes no terminaban de creer en el poder de la oración comunitaria que, una vez más, se evidenciaba en esa circunstancia. Jesús, señaló, además, una condición para que la oración sea escuchada. Debe ser hecha “en su nombre”, “Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán” (Jn 16, 2). Pedir “en nombre de Jesús” quiere decir estar en íntima relación con Jesús, como el sarmiento está adherido a la vid. Es decir como Jesús oraba, lleno de amor y de confianza. El que así lo haga, tendrá un poder muy grande en la oración. De allí la eficacia de la oración de los santos. Bien decía Santiago: “La oración del hombre justo tiene mucho poder” (St 5, 16). Los que rezan en intima unión con Dios, y en comunión entre ellos mismos tienen un poder en la oración que hace temblar. Amén Con esta palabra concluye la oración. Amén significa: así sea. Es decir, que se haga lo que tú quieras. Tu voluntad. Que se realice tu reino. En la visión de San Juan, en el Apocalipsis, los bienaventurados cantan: “Amén. Aleluya” (Ap 19, 4). Antes de poder decir aleluya (Gloria a Dios), hay que aprender a decir: Amén (hágase). Es la oración perfecta. Sólo podremos alabar de corazón a Dios, cuando hayamos aprendido a someternos en todo a su santa voluntad. Amén. Aleluya. El buen ladrón, que había sido tocado en su corazón por las palabras de Jesús, fue llevado por el Espíritu Santo para que hablara con Dios de la manera conveniente. Ya no pidió ser “bajado de la cruz”; comenzó por reconocer sus pecados; se declaró pecador; luego acudió con fe a Jesús. Clamó con confianza a él. En ese mismo instante, su oración fue escuchada. El Señor le aseguró su salvación. La oración auténtica es la que nos lleva a tener comunicación con Dios, a una relación correcta con Dios. Es la llave que abre el corazón de Dios de donde brota para nosotros lo mejor que Dios nos puede regalar: el perdón, la salvación, el don del Espíritu Santo. 25
  • 26. 4. El Espíritu Santo, Nuestro Maestro de Oración El niño pequeño se acerca al piano y con un dedo comienza a tocar una melodía. “Ya sé tocar el piano”, dice el niño. Por ser niño, se le perdona su “optimismo”. Si quiere llegar a ser un pianista, tendrá que pasar largos años bajo la guía de un experto maestro. con la oración nos suele acontecer lo que al niño del piano: por unas cuantas fórmula de mascullamos, creemos que ya sabemos rezar. La verdad que aprender a rezar no es fácil. A veces se escucha hablar de la oración como de algo sumamente fácil. Y no es así. Si fuera fácil rezar, abundarían los santos; y este no es un “producto” que se exhiba con frecuencia en nuestras vitrinas. Si fuera fácil rezar, seríamos nosotros los primeros que no nos quejaríamos de que nos “cuesta” tanto mantener un alto nivel de espiritualidad. Hay que partir de algo que muchas veces se olvida: “No sabemos rezar como es debido”. Es nada menos que San Pablo quien lo afirma tajantemente. En su carta a los Romanos, escribió: “No sabemos orar como es debido. Pero el Espíritu mismo ruega a Dios por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega, conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rm 8, 26-28). Esa es la gran verdad: “No sabemos orar como es debido”. En este breve y gran tratado sobre la oración, en primer lugar, San Pablo, al hablar en plural, se incluye entre los que encuentran dificultad en la oración. Somos muy débiles para abrirnos a la oración auténtica. Afortunadamente, Jesús no nos dejó “abandonados”. Nos envió al Espíritu Santo como nuestro “maestro” inigualable que siempre está a nuestro servicio en el magisterio de la oración. Lo fabuloso, del Espíritu Santo es que nos conduce por la ruta que nos lleva directamente a buscar la voluntad de Dios. Dentro de nosotros, el Espíritu Santo – cuando se lo permitimos– no deja que nos vayamos por caminos extraviados, que no son los de Dios. De aquí hay que partir: sin la ayuda del espíritu Santo nuestra oración deja de ser oración cristiana para convetirse en ritualismo muy del estilo de los paganos. El Espíritu Santo nos coloca en perfecta “sintonía” con Dios. Esa es la oración auténtica. ¿Manipular a Dios? Con frecuencia acudimos a la oración para obtener algo de Dios. Vamos de una vez al grano y comenzamos a pedir. Nos parecemos a la persona que va a solicitar un favor a su vecino, y, en vez de comenzar saludándolo, deseándole buenos días, le dice: “Présteme su tocadiscos”. En el Padrenuestro, Jesús enseña que nuestra oración debe comenzar alabando al Padre, pidiendo que sea “santificado su nombre”, que “venga su reino” y “que se haga su voluntad”. Una oración que fluye del corazón, no puede eludir este “protocolo” espiritual. Querer aprovecharse de la oración para “manipular” a Dios y “arrancarle” 26
  • 27. cosas, es demostrar que nuestra oración está infectada de “egoísmo”. No pensamos propiamente en Dios, sino en nuestra necesidad. Una oración dirigida por el Espíritu Santo no puede adolecer de Egoísmo. El Espíritu Santo, al ponernos en sintonía con Dios, despierta en nosotros la urgencia de alabarlo, de bendecirlo, de darle gracias. También nos lleva a sentirnos hijos de Dios, muy necesitados y a exponerle con humildad nuestras peticiones. De ninguna manera a amenazarlo con un “ultimátum”. Antes que nosotros pidamos, Dios ya conoce nuestra necesidad. Nuestro Padre, más que concedernos cosas, quiere que nos enriquezcamos con su presencia, con su amistad. Había que analizar, seriamente, hasta qué punto empleamos la oración para intentar obtener favores de Dios, y no para expresarle que lo amamos y que sentimos la necesidad de expresarle nuestro agradecimiento. Cuando nuestra oración es conducida por el Espíritu Santo, es una oración que busca a Dios en primer lugar y no, solamente, los dones de Dios. No sabemos qué pedir El niño se deja deslumbrar por todo lo que ve. Tiene la característica del “asombro” ante la más insignificante cosa. Ve un cuchillo afilado y se lo pide a la mamá; quiere jugar con él. Por supuesto, la madre, inmediatamente aparta el cuchillo del niño, aunque el niño se emberrinche y grite. Muchas de nuestras peticiones son descabelladas a los ojos de Dios. En su Sabiduría, Dios sabe que si nos concede lo que le estamos pidiendo, sería una catástrofe para nosotros. A veces, como el niño, pataleamos y nos quejamos de la “ingratitud” de Dios. El niño le dice a su mamá: “Eres mala porque no me quieres dar el cuchillo tan bonito”. En la oración, somos muy niños la mayoría de las veces. En su primera carta, San Juan escribe: “Si pedimos alguna cosa conforme a la voluntad de Dios, El nos oye” (1Jn 5, 14). Lo difícil –en muchos casos imposibles– es saber cuál es la voluntad de Dios. Aquí entra en juego el papel del Espíritu Santo. Dentro de nosotros, “con gemidos que no se pueden explicar”, nos va llenando hacia la voluntad de Dios (Rm 8, 26). Nos va disuadiendo de ciertas pretensiones. A eso se le llama el “discernimiento” en la oración. Pablo pedía y pedía ser librado de su “espina” en el cuerpo, que lo humillaba. El Espíritu Santo le concedió el discernimiento necesario para que ya no implorara ese favor de Dios; para que aceptara esa “espina” como algo que Dios había permitido para su crecimiento espiritual (Cfr. 2Co 12, 7). Cuando nuestra oración sea conducida por el Espíritu Santo, estará en sintonía con la voluntad de Dios. No imitaremos al niño que le pide a su madre que lo deje jugar con la granada de mano que se ha encontrado en el campo. 27
  • 28. Hay que aceitar la oración Los radios antiguos no eran de transistores, sino de tubos; había que esperar un largo rato que se calentaran los tubos para que el radio comenzara a funcionar. Sucede lo mismo con la oración: hay que esperar que se caliente. Nuestra prisa de hombres de una sociedad industrializada nos lleva a intentar “maquinizar” la oración. A convertirla en una fórmula, en una programación, al estilo de las computadoras. Cuando caemos en la cuenta, estamos mascullando palabras que nosotros llamamos oración, pero que son únicamente sonidos en los que no existe conexión entre los labios y el corazón. A eso lo llamamos oración, pero no lo es. Los robots no pueden rezar, aunque repitan fórmulas oracionales. Las grabadoras no logran rezar porque no pueden ser inspiradas por el Espíritu Santo. En la vida de Jacob hay dos oraciones muy dispares. Una, la hace cuando acaba de tener, en el sueño, la visión de la escala que desciende del cielo. Se despierta y, asustado, levanta un altar; atropelladamente musita unas palabras. El cree que está rezando, pero únicamente está dando salida a su susto, por medio de una terapia de palabras. Años más tarde, cuando los golpes de la vida ya lo han madurado, hace otra oración. Muy distinta. Se encuentra también asustado porque sospecha que su hermano Esaú llega para vengarse. Es una oración con todas las de la ley. Hay alabanza, súplica de perdón, acción de gracias, petición. Es una oración que fluye del corazón que ya aprendió a amar a Dios. Una oración auténtica (cfr. Gn 32, 9-12). Muchas de nuestras llamadas oraciones no lo son; por su mecanismo, por su ritualismo, por la rutina. Necesitan el aceite del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo fluye sobre nuestras oraciones, entonces dejamos de ser grabadoras que repiten oraciones mecánicamente. Dejamos de ser máquinas rezadoras y nos convertimos en los hijos de Dios que sienten el gozo de estar ante la presencia de su Padre. En todo tiempo La mujer samaritana le preguntó a Jesús que cuál era el lugar más adecuado para orar, si el Templo de Jerusalén o el Monte Garizim. Jesús no enfocó lo concerniente al lugar; le dijo que lo importante era orar “en Espíritu y el verdad” (Jn 4, 24). Algunas personas creen que solamente se puede rezar en una iglesia. O que se necesita un lugar muy especial para rezar. Lo indispensable es estar íntimamente conectados con Dios en cualquier lugar. San Pablo, en su carta a los Efesios, aconseja: “No dejen ustedes de orar: rueguen y pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu” (Ef 6, 18). Para Pablo todo nuestro quehacer debe llevarse a cabo con la mente puesta en Dios. Entonces se convierte en oración. Esta es una obra del Espíritu Santo en nosotros. El gran ejemplo de nuestros santos fue convertir su vida en una contante oración. El 28
  • 29. que realiza su trabajo con la mente puesta en Dios, está orando. Una de las grandes objeciones que algunos pensaron presentar en la causa de beatificación de San Juan Bosco fue el poco tiempo que, aparentemente, el santo dedicaba a la oración. “¿Cuándo rezaba Don Bosco?”, fue la pregunta inquietante de uno de los fiscales. El Papa Pío XI, que había conocido muy bien al santo, propuso más bien otra pregunta: “¿Cuando no rezaba Don Bosco?”. Para Don Bosco todo era oración. Si jugaba con sus niños, si iba en el tren, si le tocaba esperar en la antesala de algún ministro, si se encontraba atendiendo consultas espirituales, para él todo eso se convertía en oración. Don Bosco oraba en toda circunstancia. Con facilidad nos desconectamos de Dios. Con facilidad las cosas que nos rodean pueden “fascinarnos” y acaparar nuestra atención. Nos olvidamos de Dios con facilidad. Cuando dejamos al Espíritu Santo que controle nuestra vida, no hay peligro de que nos desconectemos del Señor. Somos templos del Espíritu Santo. Dentro de nosotros está Dios. En cualquier lugar y circunstancia podemos estar en íntima unión con el Señor. Por supuesto que el silencio y la soledad ayudan para que nuestra oración sea más devota, pero eso no quiere decir que en cualquier lugar y momento no podamos unirnos a Dios íntimamente. Esa es la oración constante a la que se refiere San Pablo. ¿Con poder? Muchas personas se acercaban a Jesús y le suplicaban algún favor. En repetidas ocasiones, el Señor, antes de conceder algo, decía: “Que se haga conforme tu fe”, (Mt 8, 13). Jairo está totalmente desalentado por la muerte de su hija; ya no pide nada. Es Jesús quien se le adelanta y le dice “No tengas miedo; solamente ten fe” (Mc 5, 36). Jesús quiso que nosotros estuviéramos seguros de que la oración es un poder muy grande en nuestras manos. Por medio de la oración podemos alcanzar cosas insospechadas de Dios. El mismo Jesús aseguró: “Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, les será concedido” (Jn 16, 23). El libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda aquel día en que un grupo de cristianos estaban en una casa orando con toda su alma. Acababan de capturar a Pedro y la persecución iba arreciando. Al poco rato, Pedro se encontraba tocando la puerta de esa casa. Aquellos primeros cristianos habían tomado en serio las palabras de Jesús. Sabían que donde dos o tres están reunidos en nombre del Señor, allí se manifiesta poderosamente la presencia de Dios. (cfr. Hch 12, 12-14). Muchas personas acuden a nosotros rogándonos que oremos por ellas: enfermos, atribulados, desengañados, gente con problemas. Les decimos que vamos a orar. En el fondo, sospechamos que no sucederá nada. Tenemos poca confianza en el poder de nuestra oración. Cuando el Espíritu Santo invade nuestra oración, entonces es una plegaria de acuerdo con la voluntad de Dios. Jesús ha prometido que esa oración será escuchada. Será una 29
  • 30. oración poderosa. Como pueblo de sacerdotes, tenemos que tomar conciencia de la misión de intercesores que Dios nos ha confiado. Jesús quiere que su pueblo tenga intercesores con una oración poderosa. Es el Espíritu Santo el que debe signar nuestra oración para que se llene de poder y pueda ser una respuesta para tantas personas afligidas, que acuden a nosotros pidiéndonos con la mirada que, en la práctica, les demostremos que la oración tiene poder ante Dios. Hacia la alabanza El principiante en la oración se caracteriza por su oración “egoísta”. Busca valerse de Dios para obtener gracias. El principiante piensa mucho en sí mismo y poco en Dios. Cuando la persona ha madurado en la oración, comienza, cada vez más, a pensar menos en sí misma y a centrar su atención en Dios. Busca de manera especial alabarlo, darle, gracias, bendecirlo. Jesús prometió a sus apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo; refiriéndose al Paráclito, decía Jesús: “El me honrará a mí, porque recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Jn 16, 14). Es misión del Espíritu Santo “glorificar” a Jesús. La persona conducida por el Espíritu Santo no puede quedarse varada en una oración egoísta, pidiendo solamente cosas; la persona llena del Espíritu Santo enfila hacia la oración perfecta: la oración de alabanza. El Espíritu Santo lleva al individuo a bendecir a Dios en todo momento, a darle gracias por todo, hasta por el rayo de luz que ingresa furtivamente por la ventana. María llegó a visitar a su prima Isabel. María estaba llena del Espíritu Santo; su prima quedó contagiada del gozo espiritual de María. Las dos santas mujeres formaron un dúo en un grandioso himno a Dios: el “Magnificat”. Ninguna petición. Nada de pedir cosas. Las dos mujeres, llenas del Espíritu Santo, no terminaban de ver la mano de Dios en todos los acontecimientos de sus historias personales. Bendecían jubilosas a su Señor. El profeta Jeremías tuvo una visión de Dios. Se dio cuenta, al momento, que con sus solas fuerzas no podía dirigirse a Dios. El fuego de Dios tuvo que purificar sus labios para que pudiera hablar con Dios. El Espíritu Santo es el fuego que Dios nos regala para que nuestra oración quede purificada de sus impurezas, de egoísmo y se encauce hacia la oración de alabanza y acción de gracias. La persona que ha aprendido a alabar en todo a Dios, es alguien que ya aprendió a rezar. El Espíritu Santo cumple su misión de “honrar” a Jesús dentro de nosotros, cuando le permitimos conducir nuestra oración. Ante una lámpara 30
  • 31. En el Antiguo Testamento, los sacerdotes ejercían su ministerio a la luz de una enorme lámpara de aceite. En el Nuevo Testamento, a nosotros, pueblo de sacerdotes, se nos ha dejado también una lámpara de luz esplendorosa: Es Espíritu Santo. Solamente bajo su luz nuestra oración puede ser agradable a Dios. El Espíritu Santo es fuego que purifica de impurezas nuestra oración. Impide que nos olvidemos de Dios para pensar sólo en sus regalos. Es luz que logra que nuestra oración tenga el debido “discernimiento” para no pedir cosas que van contra la voluntad de Dios. Es aceite que no permite que nuestra oración se oxide y se convierta en una aburrida cadena de fórmulas sin conexión con el corazón. Si, como niños, nos dejamos llevar de la mano por el Espíritu Santo, él, “con gemidos que no se pueden explicar”, dentro de nosotros, nos pondrá en maravillosa sintonía con Dios, para que nuestra oración brote de las profundidades de nosotros mismos y sea una oración de confianza y de poder. 31
  • 32. 5. EL TACÓN ALTO EN LA ORACIÓN Alejandro Pronzato cuenta que decidió especializarse en la oración. Acudió a la Suma Teológica de Santo Tomás; pero se quedó frío en lo relativo a su oración personal. Consultó libros especializados acerca de la materia: manuales, devocionarios, y su oración no progresaba. Se encontró con un sacerdote de mucho criterio que le dijo: “Usa más las rodillas que el cerebro para aprender a rezar”. Consejo del todo acertado. A la oración sólo nos podemos acercar con mucha humildad, de rodillas. Jesús dio algunas recomendaciones acerca de la oración. Contó la parábola del fariseo y del publicano. Dos hombres que se acercan a Dios de maneras muy diferentes. El fariseo de pie, con la frente muy levantada, con ademanes muy estudiados. El publicano, de rodillas; no se atreve a levantar la vista, se golpea el pecho. La “oración” del fariseo le repugnó al Señor. La oración del publicano le agradó sobremanera. Hay mucho de fariseísmo en nuestras oraciones. Hay mucho de rimbombante que indica que nuestra fe es tan pequeña que debemos recurrir a las máscaras para disfrazarla, para aparentar ante nosotros mismos que estamos rezando con devoción. El monólogo no puede ser oración Hay personas que acaparan la conversación. La convierten en monólogo. No permiten que otros intervengan. Los interlocutores están condenados a soportar el relato de sus “hazañas”. Estas personas son tediosas. Por educación se las aguanta. El fariseo creyó que estaba orando, pero lo que hizo fue un interminable monólogo como el de los teatros clásicos. Un monólogo no puede ser oración. La oración esencialmente es un “hablar con Dios”. El fariseo no le dio oportunidad al Señor de hablarle. El Señor hubiera podido echarle en cara su soberbia, su altivez; pero el fariseo no se lo permitió. El monólogo del fariseo fue, más que una oración, una terapia de palabras, un panegírico de sus virtudes. Creyó que rezaba, pero solamente hablaba consigo mismo. La oración del fariseo nos hace pensar en San Pablo, cuando no era cristiano. Habrá hecho muchas de estas oraciones elegantes en el templo. Se habrá ufanado de su exactitud en el cumplimiento de las ceremonias. Pero Pablo no le daba oportunidad a Dios de que El hablara. Solamente cuando el Señor lo botó del caballo, cuando Pablo estaba en el polvo, oyó la voz de Dios que le decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Antes no había podido escuchar a Dios. Sólo se escuchaba a sí mismo. Apenas Pablo le dio lugar a Dios para hablar, el Señor le indicó cuál era el camino de salvación. Pablo se dio cuenta de que se le venía abajo todo su castillo de falsa religiosidad que él se había construido. Algunas de nuestra oraciones pueden convertirse en monólogos, en chorro de palabras que nos pueden servir como terapia contra nuestros miedos y turbaciones; pero que no 32
  • 33. llegan a ser oraciones. Hablamos demasiado nosotros y no le damos lugar a Dios para que nos diga unas “cuantas verdades”, que echarían por el suelo nuestros castillos de seudorreligión, que hemos ido fabricando a nuestro antojo. Una oración si no es un “hablar con Dios” –El habla, yo hablo–, no puede llamarse oración. El fariseo salió del templo muy orondo por haber completado un rito más de su lista. En lugar de llevarse la bendición de Dios, se llevó a su casa un pecado más. La oración cerebral La oración del fariseo –la que él creía oración– se caracteriza por la elegancia en el decir. Pensó más en las palabras que iba pronunciar que en Dios. Este estilo de oración estaba muy de moda en tiempo de Jesús. El Señor fue drástico contra este sistema mecánico de oración. “Al orar –decía Jesús–, no charlen mucho como los gentiles que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No sean como ellos, porque el padre de ustedes sabe lo que necesitan antes de que se lo pidan” (Mt 6, 7-8). Muchas de nuestras oraciones pueden ser oraciones de “robots” que repiten mecánicamente fórmulas programadas. Sin darnos cuenta podemos creer que estamos rezando, pero, en realidad, solamente estamos mascullando unas palabras que no brotan de lo profundo de nosotros. San Pablo decía: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación” (Rm 10, 9). Pablo acentúa la conexión íntima que debe existir entre los labios y el corazón. Si no existe esta fe del corazón y la mente, habrá un bonito discurso –como el del fariseo–, pero no habrá oración. A la luz de este concepto, habría que revisar muchas de nuestras llamadas oraciones, nuestros gestos y ceremonias. Si no brotan del corazón, no se pueden llamar oración. No son un “hablarle a Dios” con el alma. Muchos rosarios, con ritmo de ametralladora, en que se le da más valor a las matemáticas y la estructura que a la unión con Dios, no merecen llamarse oraciones. Mas valdrían dos avemarías ofrecidas como rosas frescas a nuestra Madre, la Virgen, que cien flores marchitas por la rutina y la mecanización. Habría también que revisar ciertas oraciones “terroríficas”, que rezadoras profesionales exhiben en los velorios y funerales. Habría que pasar por un fino colador las empalagosas oraciones de devocionarios y manuales de oración. Jesús advertía que la oración debe ser “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 24). Si es el corazón el que habla, la oración se va a caracterizar por su sencillez, por la espontaneidad; brotará como el agua límpida de las rocas musgosas. Por medio del profeta Isaías, el Señor le mandó un mensaje a los hebreos: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29, 13). Lo indispensable en la oración no son nuestras palabras, sino los latidos de nuestro corazón. 33
  • 34. La altanería en la oración El evangelista procura recordar fielmente los rasgos con los que Jesús describió al fariseo. Nos dice que se adelantó, que estaba de pie, que hablaba con voz amanerada, que hacía amplios ademanes. Todo su discurso ante Dios iba encaminado a “refrescarle” a Dios la memoria para que recordara todas las cosas buenas que él había realizado. En resumidas cuentas, el fariseo le estaba diciendo a Dios: “Te he dado todo esto, ahora ¿qué me vas a dar Tú?” Una oración eminentemente mercantilista: te doy para que me des. Narra una fábula que un hindú se postró ante la imagen de Siva y le prometió que en su honor llevaría un cántaro de aceite, sobre la cabeza, a través del movimentado mercado, y que no se derramaría ni una sola gota. Después de haber cumplido su promesa, el hindú, regresó ante la estatua, muy orondo porque no se había derramado ni una sola gota de aceite. Siva le dijo “¿Qué hago con tu triunfo acrobático, si nunca has hecho un acto de amor por mí?” ¡Hasta los dioses paganos exigen amor en la fábula! A Dios no le interesan nuestras acrobacias de palabras o de obras. Le interesa, en primer lugar, nuestro sentimiento profundo. Muchos quedan desilusionados de sus oraciones fallidas: sucede que pusieron toda su atención en las candelas en las peregrinaciones, en la flores y ceremonias; pero se les olvidó poner en medio de todo eso su corazón. Las oraciones mercantilistas, en que se pretende comprar a Dios, están bien para los paganos, para nuestros antiguos indígenas que no conocían al Señor, pero no para los que deben saber que a Dios no podemos comprarlo con todo el oro del mundo. Que El no quiere nuestras cosas, si no va en medio de todo nuestro corazón. Jesús rezó en estos términos: “Padre, yo te bendigo porque has revelado estas cosas a los sencillos y las has escondido a los sabios y entendidos” (Mt 11, 25). La oración es un momento de revelaciones. Dios, cuando sus hijos le permiten hablar, comunica cosas inimaginables; nos da respuestas certeras; hace que su Palabra nos queme en lo más recóndito de nosotros. Eso sucede con los sencillos –los humildes– porque no se presentan con altanería, alegando méritos. Ellos con educación le permiten hablar a Dios. El “sabio y entendido” –el lleno de sí mismo– tiene mucho que decirle y “recordarle” a Dios; por eso no dispone de tiempo para escucharlo. El fariseo pronuncia palabras, pero para él no hubo ninguna revelación de Dios. Salió contento de sí mismo porque no escuchó lo que Dios quería decirle. El publicano solamente dijo que era un pobre pecador, y tuvo la gran revelación de Dios: su amor que anula nuestro pecado y nos transforma en nuevas creaturas. La oración individualista Cuando comenzamos a decir: “Mi misa, mi comunión, mis oraciones mi rosario”, 34
  • 35. habría que preguntarse si no estamos imitando al fariseo en su oración “individualista”. Para él los demás salían sobrando en su oración: no los necesitaba. “Yo no soy como los demás”, decía el fariseo. Los demás no lograban llegar a la estatura espiritual que él creía haber alcanzado; no podía contar con ellos. Jesús enseñó a tomar muy en cuenta a los demás en la oración. Nos enseñó a decir: “Padre nuestro”. No podemos pretender ser hijos únicos. Somos una familia. Dios no tiene favoritismos. Jesús también nos dijo que debíamos pedir “nuestro pan”. Nada de egoísmos. también los demás tienen necesidad de pan. Jesús nos enseñó a decir: “Perdónanos”; a suplicar: “No nos dejes caer en la tentación”. Jesús quiso que nos sintiéramos solidarios con los demás, responsables los unos de los otros. San Mateo, en su evangelio, destaca la importante promesa de Jesús: Donde dos o tres se ponen de acuerdo en su nombre, para orar, allí estará El (Mt 18, 19-20). San Mateo indica que hay que “estar de acuerdo”. Hay que tener la humildad de “sentirse comunidad”, iglesia de pecadores. Para formar comunidad, hay que romper barreras de egoísmo, de autosuficiencia. Decir, como el fariseo: “No soy como los demás”, equivale a salirse de la comunidad, a pretender un “favoritismo” de Dios porque somos “niños buenos”. Orar es hablar con Dios. Es contagiarse de amor, porque, como dice San Juan, “Dios es amor”. Si alguien pretende despreciar a otro, compararse con otros, echar de menos a los demás, no puede estar rezando. Si estuviera rezando, de veras, se estaría encendiendo en amor hacia los otros. Estaría compadeciendo, perdonando. Amando. El fariseo se comparó con los “demás” y dijo: “¡Pobrecitos; les falta mucho!” El publicano también se comparó con los demás. La traducción literal en su oración es la siguiente: “Señor, apiádate de mí, que soy el pecador”. Es decir, el pecador número uno. A Dios le repugnó la oración del fariseo. En cambio, le encantó la salida de su hijo el publicano. Se sonrió cuando lo vio tan convencido de su pequeñez. La oración que Dios no quiere resistir Dos posturas tan diametralmente opuestas: Uno de pie, con la frente muy en alto, hasta adelante, junto al altar, El otro de rodillas, atrás, con la vista en el suelo y golpeándose el pecho. Los que observaban dirían: “¡Qué bueno el fariseo!” Dios dijo: “Como te quiero hijo mío expublicano”. Dice San Pedro que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1P 5, 5). Dios no quiere resistir la oración de la persona que se le presenta sin poses, con humildad sincera. Bien lo sabía el Rey David. Fue él quien escribió los versos: “Tú no quieres ofrendas y holocaustos; lo que a ti te agrada, es un corazón humillado y quebrantado” (Salmo 51). Durante un año el Rey David, fingiéndose religioso, en pecado, había frecuentado el templo y ofrecido, en primera fila, sacrificios y holocaustos. Ahora, al reconocer su pecado, se daba cuenta de que había sido tiempo perdido. Eso le había desagradado al 35
  • 36. Señor. En medio de todas esas interminables ceremonias no había encontrado el corazón arrepentido de su hijo David. Ahora, David, con las lágrimas en sus mejillas, sabía que su oración era agradable a Dios. Lo sabía porque sentía su corazón quebrantado. El orgullo no tenía lugar en su corazón porque se reconocía pecador: “Mi pecado está siempre presente delante de mis ojos” (Salmo 51). Las oraciones de Job, comenzaron a pasar de la raya. Se había vuelto su oración un alegato contra Dios. Y su desgracia seguía lo mismo. Hasta que Job cayó en la cuenta de su “necesidad”; hundió la frente en el polvo y pidió compasión por su proceder. Al momento le llegó la salud a Job (cfr. Jb 42). La mujer pecadora, que fue a bañar los pies de Jesús con sus lágrimas, no pidió nada. No dijo ni una palabra. Su oración fueron lágrimas. Su frasco de alabastro, roto a los pies del Señor, indicaba lo quebrantado que tenía su corazón. No solicitó nada. Y Jesús se adelantó a decirle que sus pecados estaban perdonados. El oficial que se humilló ante Jesús, afirmando que no era digno de que pusiera un pie en su casa, pero que por favor le curara a su siervo, inmediatamente fue atendido: “Vete a tu casa. Ya está curado tu siervo”. Mientras el ladrón, junto a Jesús, persistía en pedir arrogantemente: “Si eres hijo de Dios bájate de la cruz y bájanos a nosotros”, se quedó sin respuesta. Después de seis horas de estar en la cruz, escuchando las palabras de Jesús, el ladrón de la derecha reconoció sus maldades ante todos, y suplicó: “Acuérdate de mí cuando estés en el paraíso”. Jesús le contestó al punto: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Un día vi a una mujer, que había sido prostituta, llorando amargamente. No lo puedo olvidar. ¡Cómo oraba con sólo sus lágrimas! Pensé para mí: “¡Cómo me gustaría poderle orar al Señor con un corazón tan quebrantado como esa mujer!” Ese día comprendí mejor cómo “los primeros pueden llegar a ser los últimos, y los últimos los primeros” ante Dios. Creo que cuando más aptos nos encontramos para rezar, es cuando, sinceramente, nos presentamos ante Dios, sin pose, con el corazón hecho pedazos. Esa oración, Dios no la quiere resistir. Punto de arranque El punto de arranque de toda oración es el convencimiento pleno de que “no sabemos rezar como es debido”. Es una de las grandes afirmaciones de San Pablo en su carta a los romanos. Y lo decía un santo de primera magnitud. De allí, que, al iniciar nuestra oración, debemos entregarnos, como niños, en manos del Espíritu Santo, el Maestro de oración que Jesús nos dejó. El nos debe guiar con mano firme para que no creamos que estamos rezando, como el fariseo, cuando, tal vez, estamos pecando. Muy sabiamente David inició su bello Salmo 51 pidiendo clemencia a Dios. No exhibió méritos, sino miserias: “Misericordia, Señor, misericordia...”. “No se borra de mi mente mi pecado, mi delito”. 36
  • 37. Durante muchos años, Saulo de Tarso, como refinado fariseo, iba al templo elaboraba preciosas piezas oratorias ante Dios. Luego salía rebozando odio para ir a terminar con los cristianos. Saulo iba satisfecho de sí mismo; como no le había dado lugar a Dios para hablarle, no había podido escuchar lo que Dios pensaba de él. Dios, a la fuerza, derribó su caballo a Pablo. Cuando Pablo estaba humillado en el polvo, ciego, finalmente pudo darse cuenta de que en lugar de estar rezando, estaba pecando, y que, por perseguir a los cristianos, estaba persiguiendo a Dios. El, que se preciaba de ser tan santo, estaba luchando con Dios. En nuestra ceguera de orgullo podemos creer que estamos rezando, cuando en realidad estamos pecando. Antes de presentarnos ante Dios, nos hace bien que el Señor nos derribe de nuestras “alturas”. Desde el polvo podemos rezar mejor. Allí vamos a tener muy presente que a Dios le desagradan los tacones altos en la oración. Que le disgusta lo retorcido, lo ampuloso. Prefiere vernos como el niño que con simplicidad va hacia su padre y le dice: “Papá, me duele la cabeza”, “papá, quiero pan”. 37
  • 38. 6. UN HOMBRE QUE NO SABÍA REZAR De Moisés la Biblia dice que era “poderoso en hechos y en palabras”. No se puede decir lo mismo de Abraham. El santo patriarca habla poco; no hay ningún discurso que pronuncie con intención didáctica o profética. Las veces que aparece hablando, se le sorprende en conversaciones de tipo práctico. En la vida de Abraham, lo que sobresale es su hablar con Dios. Su oración. En esta oración se nota una progresiva maduración que es interesante analizar. Parte de una oración muy imperfecta, casi una queja, y llega a ser gran intercesor delante del Señor, a quien trata como un amigo íntimo. Abraham es un gran oyente Abraham viene de un mundo pagano. Su idea acerca de Dios está impregnada de astrología. Cree en un Dios que por medio de los astros y los signos astrales da cierta seguridad. Y de ese Dios al que se tiene, en cierta manera, asegurado, pasa a un Dios que lo mete en la inseguridad. Llega a conocer paulatinamente al Dios creador del Cielo y de la tierra. Para dar este paso tan grande, Abraham tuvo que estar pendiente de la voz de Dios. Tuvo que aprender a escuchar la voz de Dios y a obedecerla. Abraham es un hombre que de tanto buscar la palabra de Dios, llega a purificar su concepto acerca de un dios pagano y a descubrir al Dios único y misterioso que no se deja atrapar por el ir y venir de los astros. El capítulo 18 del Génesis nos muestra a Abraham sentado a la entrada de su tienda de campaña. Aparecen tres jóvenes, y Abraham se postra ante ellos y dice: “Mi Señor, le suplico que no se vaya en seguida” (Gn 18, 3). Son tres los jóvenes, y Abraham descubre a Dios en ellos: habla en singular; “Mi Señor”. Abraham estaba en actitud meditativa; de allí viene su preparación, en ese momento, para poder descubrir a Dios en aquellos tres jóvenes que se presentan. Abraham invita a los jóvenes a comer; mientras da órdenes para que preparen los alimentos, continúa dialogando con los tres jóvenes (su Señor). Es un contemplativo y activo a la vez. Jesús dijo: “Bienaventurado los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. La bienaventuranza de Abraham, su bendición, su crecimiento espiritual, viene de ese continuo escuchar la Palabra, de ese estar pendiente de lo que Dios tiene que decirle. De no dejar pasar de largo al Señor, que se le presenta en la forma de tres jóvenes. La carta a los Romanos afirma: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de Dios” (Rm 10, 17). Muchas veces en su vida, Abraham habrá tenido que estar atalayando la llegada de la Palabra de Dios. Muchas veces le habrá buscando con ansia, 38
  • 39. como el ciervo que busca la corriente de agua pura. De allí viene su fe que se va agigantando cada vez más. De allí su descubrimiento del Dios del cielo y de la tierra. De allí también su intimidad con Dios, que se va acrecentando, hasta atreverse a regatear con Dios acerca del número necesario de justos para que Sodoma se pueda salvar. Abraham tuvo que ser un constante oyente de la voz de Dios para lograr comprender sus misteriosas promesas, que tardaban tanto tiempo en realizarse. Para adaptarse al misterioso tiempo de Dios. Este continuo perseverar en la escucha de la voz de Dios lo convirtió en un amigo íntimo de Dios. En un “hacedor” de la Palabra que escuchaba. Para una maduración en la oración es indispensable dejarse dirigir por la Palabra. Y para eso es preciso convertirse en un atento oídor de la Palabra. El gran consejo del sacerdote Elí para Samuel, que se iniciaba en la vida del templo fue que dijera: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Esa directiva sigue siendo válida para toda persona que quiera adentrarse en la intimidad con Dios por medio de la oración. Pero ¡cuesta mucho sentarse, como Abraham , en actitud de ávido oyente de la Palabra de Dios! La oración de las preguntas El gran orante Abraham se inició en el camino de la oración en una forma muy imperfecta. El capítulo 15 del Génesis, en los primeros versículos, expone a Abraham en una oración de principiante. El Señor, en visión le asegura a Abraham que su recompensa será muy grande. La reacción de Abraham no es de alegría; aprovecha para hacerle algunas preguntas a Dios. Lo cuestiona acerca de su falta de descendencia, de su tristeza por no tener un heredero. En momentos de desolación las preguntas se nos salen de los labios. Queremos pedirle cuenta a Dios lo que nos está sucediendo. Algunas preguntas llevan una carga de violencia y rebeldía. Otras preguntas son como un intento de poner en las manos de Dios nuestras preocupaciones. Job, en su terrible situación, llegó a formularle a Dios algunas preguntas que casi rozaban la blasfemia. El Señor no le develó a Job el misterio de su proceder; solamente le formuló otras preguntas que obligaron a Job a replantearse sus preguntas y a inclinar la cabeza en el polvo para reconocer la sabiduría de Dios y la poquedad del ser humano. Habacuc fue un profeta que con cierta rebeldía le lanzó varias preguntas a Dios en un tiempo de crisis nacional. Le decía Habacuc: “¿Hasta cuándo gritaré pidiendo sin que tú me escuches? ¿Hasta cuándo clamaré a causa de la violencia sin que vengas a librarnos?” El profeta Habacuc tuvo que dedicarse a estar atento a la voz de Dios. El resultado fue que en lugar de seguir al Señor en todo momento. El canto de Habacuc es desde todo punto de vista muy bello: “Le alabaré aunque no florezcan las higueras ni den fruto los olivares y los viñedos” (Ha 3, 17-18). La Virgen María, en su aflicción, preguntó a su Niño Dios, que se le había quedado en el templo sin su consentimiento: “¿Por qué nos hiciste esto?” La respuesta de Jesús fue otra pregunta: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de 39
  • 40. mi Padre?” El Evangelio afirma que después de este incidente, la Virgen María volvió a su casa de Nazaret y “guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 51). Las preguntas de su Hijo le sirvieron para continuar en estado de escucha y meditación de la Palabra; para que se le fuera aclarando el oscuro horizonte de su enigmático hijo. Las preguntas que le hacemos a Dios en nuestras oraciones revierten contra nosotros, y nos ayudan a profundizar más en quién es Dios y cómo nos va conduciendo con su sabiduría por el desierto de nuestra situación apurada. Los Salmos están saturados de preguntas inquietantes que el salmista le lanza a Dios, en su afán de obtener una luz en medio de su oscuridad. En el Salmo 27, el salmista se inquieta y le pide una respuesta al Señor. El salmista creía que Dios le iba a entregar una respuesta concreta; el Señor únicamente le indica que BUSQUE SU ROSTRO (v. 8). En hebreo, rostro equivale también a PRESENCIA. El Señor no da en este caso respuestas concretas. Señala que basta con que se busque en todo momento su PRESENCIA. Allí está el secreto para la solución del problema del salmista. En la Santa Biblia superabundan las preguntas que se le formulan a Dios en los momentos críticos de la vida. Ninguna es tan desorientadora como la que hizo Jesús en la cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” Los comentaristas se quedan sin aliento al intentar calar en el misterio de esta pregunta desolada de Jesús. Ciertamente no fue de rebeldía. Ciertamente no fue por desconfianza. Jesús como nosotros, sintió la urgencia de hacerle una pregunta a su Padre en el instante más desconcertante de su vida. Jesús no esperó la respuesta concreta de Dios. Pasó a abandonarse en sus designios. Dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. El capítulo 17 del Génesis, muestra una pregunta que Abraham se hace a sí mismo y que es como que se la hiciera a Dios. El Señor le vuelve a prometer que tendrá una descendencia innumerable. Abraham se postra en tierra y dice: “A un hombre de cien años ¿le podrá nacer un hijo, y Sara de noventa años podrá ser madre?” (Gn 17, 17). Mientras Abraham hace la pregunta, se está riendo. Es una risa amarga. Por un lado una promesa grandiosa de Dios; por el otro lado, la realidad de su vejez y la ancianidad de su esposa. Nuestras preguntas a Dios nacen de la contradicción que encontramos entre ese Dios del Evangelio, que afirma que viene a romper todas las cadenas que nos atan y a vendar los corazones lacerados, y nuestra triste realidad: nos vemos aprisionados por muchas dificultades , y nuestro corazón está sangrando. Comentaristas de la Biblia llegan a decir que cuando Juan Bautista le mandó a preguntar a Jesús si era él el Mesías o si debían esperar a otro, Juan estaba pasando por una terrible crisis en su vida. Por un lado, le informaban que Jesús anunciaba que venía para romper las cadena de los que estuvieran presos; por el otro lado, Juan se encontraba en la oscura prisión. También Juan se sintió en la necesidad de hacerle una pregunta a Dios. Muchísimas de nuestras preguntas, la mayoría tal vez, no tienen respuesta de Dios. Y sin embargo, no tienen respuesta de Dios. Y sin embargo, nos hacen mucho bien. Como 40
  • 41. a la Virgen María, nos sirven para guardar las palabras de Dios en el corazón y para permitirle que nos vaya purificando y acrecentando nuestra fe. Abraham, el gran intercesor En la oración de intercesión la figura de Abraham se agiganta. Sobre todo cuando lo encontramos porfiando con Dios acerca del número necesario de justos para que se salve la ciudad de Sodoma. Antes de llegar a esta escena, la Biblia muestra a Dios como problematizado por tener que comunicarle a Abraham lo que sucederá con Sodoma. Dios, se dice asimismo: “Debo decirle a Abraham lo que voy a hacer, ya que él va a ser el padre de una nación grande y fuerte” (Gn 18, 17). Aquí se acentúa la importancia que le da Dios a la oración del “justo”. Dios quiere que el justo ore; que se sienta solidario con sus hermanos y que ore por ellos. Bien decía Santiago que “la oración fervorosa del justo es muy poderosa” (St 5, 16). El regateo entre Dios y Abraham acerca del número necesario de justos para que se salve Sodoma, pone de relieve que, de veras, la oración del justo cuenta mucho ante Dios. Que Dios desea que el justo se interponga entre El y el mal que puede venir a una comunidad. Algunos se han preguntado, y se sigue preguntando, por qué motivo Abraham se quedó en 10 justos y no siguió regateándole a Dios. Algún escritor místico afirma que fue porque Abraham, en su discernimiento, había entendido que de allí no debía pasar. Esto tiene íntima relación con el caso de San Pablo. El había rogado muchas veces a Dios que lo liberara de su “espina” que lo mortificaba. Su discernimiento lo llevó a comprender que no debía seguir pidiendo por esa intención. Entendió que “su espina” entraba en los planes de Dios para su crecimiento espiritual. La famosa oración de intercesión de Abraham es una muestra fehaciente de la maduración a la que había llegado la oración del santo patriarca. Había comenzado su oración pensando sólo en sí mismo, en su pena de no tener hijos. Ahora lo vemos olvidarse de sus problemas para pensar en los demás e interceder por ellos. Abraham es alguien que se siente solidario, ahora, con los problemas de los otros; siente que no puede hacerse a un lado en una situación semejante. Esta es una característica del INTERCESOR. Es alguien que tiene los ojos y el corazón muy abiertos para ver el dolor ajeno y para involucrarse en el sufrimiento de los otros. Moisés, el gran intercesor, cuando rogaba por el perdón de su pueblo, llegó a decir: “Si no los vas a perdonar, bórrame del libro de la vida” (Ex 32, 32). San Pablo afirmaba que aceptaba ser “maldito” con tal que se salvaran sus hermanos. La Virgen María, en las bodas de Caná, seguramente estaba sirviendo a los demás; mientras otros sólo pensaban en comer y en divertirse, allí estaba Ella con el ojo atento para que no faltara nada. Por eso se pudo dar cuenta de que el vino comenzaba a escasear. El intercesor no puede conformarse con ver el dolor ajeno, el problema del hermano. Tiene que hacer algo; tiene que involucrarse en la situación desagradable. 41
  • 42. La Biblia claramente señala que la oración de intercesión es una lucha muy ardua con Dios. Que hay que armarse de paciencia y de fe. Que no hay que desanimarse. Los grandes intercesores de la Biblia pasan ratos de desolación. Moisés siente que sus brazos se le caen cuando está en la cima del monte pidiendo por su pueblo que gana y pierde en la batalla. Elías tiene que mandar varias veces a su ayudante para escudriñar el cielo para ver si hay alguna nube que indique la próxima lluvia. La Virgen María no recibe ninguna respuesta concreta cuando intercede por los novios de Caná. La mujer cananea es sometida a la dura prueba del silencio de Jesús. El oficial que, compungido, pide por su hijo, recibe una contestación muy dura: “Ustedes si no ven milagros no creen” (Jn 4, 48). La oración de intercesión no es nada fácil. El intercesor debe saber que se trata de una lucha. Para no desanimarse debe saber de antemano que la lucha por lo general es larga y pesada. Casi hasta el agotamiento. Que a pesar de todo, a Dios le gusta que siga en la oración y que no se desanime. La Biblia le anticipa al intercesor que no debe extrañarse por la manera “tan rara” en que obra Dios. Que no debe darse por vencido porque el Señor siempre parece tardar. En nuestra liturgia eucarística hay una oración de intercesión, que puede quedarse en un simple formulismo, si no sabemos comprender cuál es el papel del intercesor. Nosotros decimos: “Te lo pedimos, Señor”. Si nuestra intecesión se contenta con eso, no hemos entendido que el intercesor es alguien que siente que sobre sus hombros lleva las cargas de sus hermanos. Que el Señor lo ha llamado para que comparta con El los problemas de sus hijos. La oración de intercesión es algo muy serio. Sólo el que ha madurado en la oración puede ser un buen intercesor. Somos intercesores Cuando el pueblo se encontraba en dificultades, llamaba a Moisés y lo enviaba a la CARPA DE LOS ENCUENTROS. Mientras él intercedía por el pueblo, cada uno en la entrada de su tienda, se unía a la oración de Moisés. El pueblo había aprendido perfectamente que la oración del justo tiene mucho poder ante Dios. El pueblo acude a nosotros como acudía a Moisés. Sabe que el Señor nos ha llamado para ser, de manera especial, intercesores que nos unimos al gran intercesor Jesús, que participamos de la intercesión de Jesús ante el Padre. Continuamente quiere el pueblo que vayamos a la carpa de los encuentros a interceder por sus necesidades. Nuestro papel sacerdotal nos obliga a tener las manos limpias para poderlas levantar al Señor. Nos obliga a sentirnos SOLIDARIOS con el dolor de nuestros hermanos responsables de estar, como Moisés, con los brazos levantados hacia el cielo. Es cierto que esos brazos se cansan. Es cierto que es un ministerio pesado. Nosotros libremente le dijimos que sí al Señor, cuando El, en su generosidad, nos llamó para estar junto a El. 42
  • 43. En el Antiguo Testamento, el sacerdote vestía un EFOD; era una especie de delantal sobre la túnica. En cada hombrera del Efod había una piedra preciosa con seis nombres de cada una de las tribus. Las doce tribus estaban gravitando sobre los hombros del sacerdote. El se presentaba ante el Señor no como un individuo, sino como un pueblo. La ESTOLA, en la actualidad, al sacerdote que oficia en el altar, le recuerda que va hacia Dios con el peso de todos sus hermanos sobre los hombros. El sacerdote del Antiguo Testamento también llevaba ante el pecho una bolsa cuadrada; se llamaba pectoral. Allí iban doce piedras con el nombre de las doce tribus de Israel. El sacerdote no va solo ante el altar. Tiene que sentirse un intercesor nombrado por Dios y solicitado por el pueblo para rogar por sus necesidades. Abraham no nació como un gran orante. Inició con una oración eminentemente pagana y egoísta. Luego comenzó a buscar ávidamente la voz de Dios. Se convirtió en un gran oyente de la voz del Señor, que lo fue llevando hacia el Dios misterioso a quien hay que obedecer y de quien no hay que desconfiar nunca, a pesar de su manera extraña de obrar. De tanto buscar con avidez la palabra de Dios, Abraham se convierte en el gran amigo de Dios a quien el Señor busca para que lleve sobre sus hombros el peso de los problemas de sus hermanos, para que se interponga entre ellos y el mal que les puede venir encima. Entre más nos dediquemos a escuchar la Palabra, la fe irá creciendo en nosotros. Nos convertiremos en amigos íntimos del Señor y El nos querrá tener siempre a su lado para que, solidarios con las penas de sus hijos, nos interpongamos entre El y el mal del mundo que se quiere desatar con los hijos del Señor. Para eso nos llamó el Señor. Por eso mismo quiere siempre que nuestras manos limpias se levanten hacia El. 43