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Doña Uzeada de Ribera Maldonado de Bracamonte y Anaya era baja, rechoncha, abigotada. Ya no existía razón para llamar talle al suyo. Sus colores vivos, sanos, podían más que el albayalde y el solimán del afeite, con que se blanqueaba por simular melancolías. Gastaba dos parches oscuros, adheridos a las sienes y que fingían medicamentos. Tenía los ojitos ratoniles, maliciosos. Sabia dilatarlos duramente o desmayarlos con recato o levantarlos con disimulo. Caminaba contoneando las imposibles caderas y era difícil, al verla, no asociar su estampa achaparrada con la de ciertos palmípedos domésticos. Sortijas celestes y azules le ahorcaban las falanges <br />

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  • 1. Doña Uzeada de Ribera Maldonado de Bracamonte y Anaya era baja, rechoncha, abigotada. Ya no existía razón para llamar talle al suyo. Sus colores vivos, sanos, podían más que el albayalde y el solimán del afeite, con que se blanqueaba por simular melancolías. Gastaba dos parches oscuros, adheridos a las sienes y que fingían medicamentos. Tenía los ojitos ratoniles, maliciosos. Sabia dilatarlos duramente o desmayarlos con recato o levantarlos con disimulo. Caminaba contoneando las imposibles caderas y era difícil, al verla, no asociar su estampa achaparrada con la de ciertos palmípedos domésticos. Sortijas celestes y azules le ahorcaban las falanges <br />