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“Un capitán en las calles”



                                            Todos los días me despierto a las 8 am y camino algunas
                                    cuadras por el barrio de San Telmo hasta la parada de mi autobus
                                    que pasa generalmente a las 8:40 en dirección a la avenida
                                    Córdoba, dónde está El Palacio de Aguas y dónde mi trabajo no es
                                    tan bello cómo debería ser.

         En uno de estos días rutinarios cerca de “El Viejo Almacén” me dí
cuenta que había una pequeña familia de bolivianos (era una pareja con una
nena y un hijo de estatura mediana, pelos negros y lisos como un indio, la piel
un poco morena y ojos negros). Se llamaba Joaquín, tenía 8 años y estaba
siempre jugando con una de las frutas que su papá vendía y también le gustaba
leer libros de cuentos.




La primera vez que compré una manzana de su papá, él estaba leyendo “Los Piratas
del Caribe”y le pregunté qué le gustaba más de ese cuento. En aquel momento sus
ojos brillaron y empezó a hablar sin parar de las aventuras de los piratas mezclando
también las historias de su vida, los lugares en que vivió, los enemigos que venció y
de los que tuvo que huir. Se llamaba a sí mismo Capitán Farrel. Como su familia se
mudaba seguido, era un hecho que tenía una imaginación muy grande,
posiblemente fuera para un chico despierto como él una manera de enfrentar
tantos cambios y la falta de una escuela con más amigos. Su papá le enseñó a leer y
escribir, le dijo qué es lo que un pibe necesita saber, el resto lo aprendería con la
vida y trabajando con honestidad.



       Cada día Joaquín me contaba una nueva historia llena de acción y peligros, me enseñaba poco a
poco cómo la vida podía ser más divertida con otros ojos. Empecé a salir más temprano de mi casa.
Un cierto día llovía mucho y tuve que tomar un taxi para mi trabajo,
                                 nunca pensé que no vería más al Capitán Farrel, aunque sabía que
                                 tenía que conquistar otras tierras, que su aventura no ternimaría acá.
                                 Continué caminando por las mismas calles en los días siguientes y
                                 preguntaba a las personas pero nadie sabía mucho. Fue cuando leí en
                                 el periódico del domingo que decía en un pequeño relato que algunas
                                 familias bolivianas volvieron a su país porque habían sido atrapadas
                                 por Inmigración, en la foto con algunas de estas familias pude ver al
                                 pequeño Joaquín. Me sentí un poco triste: hubiera querido escuchar
                                 más historias del Capitán Farrel.

No lo puedo explicar con palabras, pero desde este momento en
adelante empecé a salir de mi casa en horarios diferentes todos los
días y a caminar por calles distintas. Había entendido que lo
desconocido puede ser interesante y que mi rutina no necesita ser
aburrida. Y por un instante me puse contento de recordar que le había
enseñado a chiflar a un Capitán.

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Un capitán en las calles

  • 1. “Un capitán en las calles” Todos los días me despierto a las 8 am y camino algunas cuadras por el barrio de San Telmo hasta la parada de mi autobus que pasa generalmente a las 8:40 en dirección a la avenida Córdoba, dónde está El Palacio de Aguas y dónde mi trabajo no es tan bello cómo debería ser. En uno de estos días rutinarios cerca de “El Viejo Almacén” me dí cuenta que había una pequeña familia de bolivianos (era una pareja con una nena y un hijo de estatura mediana, pelos negros y lisos como un indio, la piel un poco morena y ojos negros). Se llamaba Joaquín, tenía 8 años y estaba siempre jugando con una de las frutas que su papá vendía y también le gustaba leer libros de cuentos. La primera vez que compré una manzana de su papá, él estaba leyendo “Los Piratas del Caribe”y le pregunté qué le gustaba más de ese cuento. En aquel momento sus ojos brillaron y empezó a hablar sin parar de las aventuras de los piratas mezclando también las historias de su vida, los lugares en que vivió, los enemigos que venció y de los que tuvo que huir. Se llamaba a sí mismo Capitán Farrel. Como su familia se mudaba seguido, era un hecho que tenía una imaginación muy grande, posiblemente fuera para un chico despierto como él una manera de enfrentar tantos cambios y la falta de una escuela con más amigos. Su papá le enseñó a leer y escribir, le dijo qué es lo que un pibe necesita saber, el resto lo aprendería con la vida y trabajando con honestidad. Cada día Joaquín me contaba una nueva historia llena de acción y peligros, me enseñaba poco a poco cómo la vida podía ser más divertida con otros ojos. Empecé a salir más temprano de mi casa.
  • 2. Un cierto día llovía mucho y tuve que tomar un taxi para mi trabajo, nunca pensé que no vería más al Capitán Farrel, aunque sabía que tenía que conquistar otras tierras, que su aventura no ternimaría acá. Continué caminando por las mismas calles en los días siguientes y preguntaba a las personas pero nadie sabía mucho. Fue cuando leí en el periódico del domingo que decía en un pequeño relato que algunas familias bolivianas volvieron a su país porque habían sido atrapadas por Inmigración, en la foto con algunas de estas familias pude ver al pequeño Joaquín. Me sentí un poco triste: hubiera querido escuchar más historias del Capitán Farrel. No lo puedo explicar con palabras, pero desde este momento en adelante empecé a salir de mi casa en horarios diferentes todos los días y a caminar por calles distintas. Había entendido que lo desconocido puede ser interesante y que mi rutina no necesita ser aburrida. Y por un instante me puse contento de recordar que le había enseñado a chiflar a un Capitán.