1. España en la hora del desencanto
Los historiadores García de Cortázar, Fusi y Fontana
hablan de la crisis de la Nación
¿Cuál es el estado de la Nación? A
12 de octubre de 2013, Día de la Fiesta
Nacional de España, la situación es
mala.
Para
algunos,
crítica.
La
conjunción del cataclismo económico, de
la tensión independentista en Cataluña,
del desvanecimiento del entusiasmo
europeísta y de una sensación general
de insolidaridad hacen que el proyecto
español pase momentos difíciles. El
impulso colectivo que proporcionaron la
Transición y la integración en Europa
parece haberse agotado.
Nos enfrentamos, en palabras del
historiador Fernando Garcíade Cortázar,
al
«invierno
moral
de
nuestro
descontento». La propia Transición,
cuyos pactos y renuncias, alcanzados en
un ambiente de tensión e incertidumbre,
ayudaron a exorcizar el trauma del
franquismo y a generar un cierto sentido
de pertenencia a una nueva España
democrática y tolerante, se somete a
revisión. El historiador Josep Fontana,
alumno de Jaume Vicens Vives, profesor
emérito, especialista en el siglo XIX y en
cuestiones fiscales, se declara escéptico:
«Hay quien ha obtenido buenos
beneficios [de la Transición] y quien ha
logrado eludir responsabilidades, como
Billy el Niño [el policía torturador Juan
Antonio González Pacheco] y tantos
otros; muchos nos hemos dado cuenta
de que no era esto lo que esperábamos
de la democracia. En última instancia,
podríamos aplicar a este periodo aquel
verso de Gil de Biedma que calificaba de
triste la Historia de España, «porque
siempre termina mal». Fontana, militante
comunista durante el franquismo, se
declara favorable a la independencia de
Cataluña «si es realizable sin daño para
nadie».
García de Cortázar, catedrático de
Historia
Contemporánea
en
la
Universidad de Deusto, opina en cambio
que la Transición fue «más que un éxito,
el éxito de nuestro civismo, que desde el
punto de vista de las decisiones políticas
implicó un admirable sentido de la
responsabilidad». «Pero una vez que
cupimos todos», añade, «empezaron de
nuevo los codazos para echar al prójimo.
Y se ve claramente que el deseo de
resolver
los
agravios
de
los
nacionalismos catalán y vasco se está
convirtiendo en un evidente fracaso y en
un
Estado
autonómico
sobredimensionado y pluridentitario».
También Juan Pablo Fusi Aizpurúa,
catedrático de Historia Contemporánea
en la Universidad Complutense de
Madrid y autor, entre otros libros, de
España, la evolución de la identidad
nacional e Historia mínima de España,
piensa que, pese a todos los problemas,
la Transición merece «un juicio muy
positivo»
porque
supuso
«el
restablecimiento de la democracia, una
profunda redefinición de España y su
reincorporación al orden internacional».
Fusi considera que la inclusión del
2. término
nacionalidades
en
la
Constitución, a instancias del ponente
Miquel Roca Junyent, demostró el
esfuerzo por integrar un fenómeno, el de
la
coexistencia
de
nacionalismos
diversos, que, como decía José Ortega y
Gasset, tenía difícil solución pero podía
sobrellevarse.
El conflicto de la nacionalidad
española
viene
de
muy
lejos.
Abderramán III, en el siglo X, ya se
consideraba «rey de Al Andalus, que los
antiguos llamaban Hispania», y calificaba
de «francos», por su dependencia de la
monarquía carolingia, a los navarros y
catalanes que no pertenecían a su reino.
Pero la historia oficial se escribió sobre el
soporte del catolicismo, por lo que luego
se consideró como españoles a los reyes
visigodos y, saltando por encima de la
era musulmana, a los reyes de la
Reconquista, asumida como gran
epopeya nacional.
En su libro Mater Dolorosa, premio
nacional de ensayo en 2002, José
Álvarez Junco, catedrático de Historia del
Pensamiento en la Complutense de
Madrid, analizó las dificultades que el
poder de la Iglesia católica supuso para
la construcción de la idea de nación
española en el crucial siglo XIX. Aunque
la llegada de la dinastía borbónica
francesa tuvo como consecuencia la
centralización estatal (tras la caída de
Barcelona en 1714 y el fin de la guerra
europea de sucesión se abolieron las
instituciones tradicionales catalanas con
el Decreto de Nueva Planta) y, sobre
todo con Carlos III, un cierto proyecto de
modernización,
homogeneización
idiomática y creación de una conciencia
nacional, el grueso del clero y de los
sectores conservadores rechazaba el
concepto
de
nación
porque
lo
consideraban revolucionario y enemigo
de la monarquía.
La
guerra
contra
la
invasión
napoleónica, militarmente dirigida por el
general
británico
Wellesley
y
posteriormente
llamada
de
independencia, fue apenas un esbozo de
empresa nacional. Las Cortes de Cádiz
sí establecieron de forma inequívoca una
idea moderna de nación. Pese a las
disputas entre absolutistas, moderados y
liberales, el 24 de septiembre de 1810 se
declararon depositarias del poder de la
nación y, como tales, asumieron la
potestad
de
redactar
las
leyes
fundamentales. El resultado fue la
Constitución de 1812, cuyo artículo
tercero decía: «La soberanía reside
esencialmente en la Nación». El regreso
de Fernando VII y la restauración del
absolutismo monárquico, con una
persecución feroz de todo lo que pudiera
identificarse con la modernidad o el
liberalismo,
arruinaron el embrión
gaditano de nacionalismo integrador.
La identidad española existía desde
muy antiguo. Los modernos atributos
nacionales, sin embargo, no se
solidificaban. Mientras los sistemas
públicos de enseñanza franceses y
británicos (Alemania e Italia aún no
existían) unificaban el idioma y difundían
una cultura nacional, impregnada de
elementos más o menos míticos pero
eficaces para forjar el patriotismo
nacional contemporáneo (que en el siglo
XX condujo a dos guerras que
devastaron
Europa),
España,
económicamente débil, con un imperio en
disolución,
afligida
por
asonadas
militares, revoluciones y guerras entre
liberales, a veces también llamados
nacionales, y carlistas tradicionalistas, no
pudo permitirse esa tarea. A partir de
1874, bajo Alfonso XII, el político
3. conservador Antonio Cánovas del
Castillo intentó crear una España
vagamente homologable con otros
países europeos, basada en un sistema
de democracia limitada y alternancia
parlamentaria con los liberales de
Práxedes Mateo Sagasta. Duró décadas,
pero acabó naufragando por el
caciquismo regional, la corrupción
rampante y la propia ineficacia del
Estado. A Cánovas del Castillo se le
atribuye, en un debate constitucional, una
de las frases más demoledoras sobre la
nacionalidad española: «Es español el
que no puede ser otra cosa».
terreno de las emociones, en el gozo de
sentirse parte de una tradición».
El siglo XIX terminó con una derrota
completa frente a Estados Unidos, la
pérdida de la colonia cubana y una doble
reacción, la del regeneracionismo
español y la de los nacionalismos catalán
y vasco, frente a esos desastres. La
dictadura de Miguel Primo de Rivera
constituyó en buena parte un fenómeno
regeneracionista y de oposición a los
nacionalismos periféricos (suprimió, por
Fontana subraya la negativa herencia
decimonónica: «Desde que se creó una
Hacienda moderna, en 1845, las grandes
fortunas consiguieron librarse de la carga
que les correspondía; entonces eran los
terratenientes y hoy son los financieros».
En parte como consecuencia de ello, «la
escuela pública nunca funcionó bien».
Francia y Alemania (creada en 1871 en
torno a la corona prusiana) sentaron las
bases de su progreso a partir de un
sistema nacional de escuelas y de la
estandarización de una lengua común, el
francés de París en el primer caso y el
alemán del norte en el segundo.
«Yo no me remontaría al siglo XIX»,
declara por su parte García de Cortázar,
«más que para destacar el nacimiento de
los
nacionalismos
románticos
y
ultraconservadores al final de la centuria.
Ellos son los grandes agentes de la
construcción de una nacionalización
alternativa
a
la
española.
Los
nacionalistas catalanes y vascos son
responsables de que se nos haya
arrebatado la posibilidad de ser
españoles
no
meramente
constitucionales, sino ciudadanos cuyo
afecto por la patria se asienta en el
ejemplo, la Mancomunitat catalana) y
tuvo la ambición de modernizar España.
Tras su caída y la de la monarquía, la
República constituyó otro esfuerzo
modernizador, de índole muy distinta,
que acabó en el baño de sangre de la
Guerra Civil. Las cuatro décadas de
dictadura franquista supusieron una
involución y esterilizaron, en amplios
sectores de la población, las pulsiones
patrióticas.
«El nacionalismo español con olor a
naftalina es casi inexistente», afirma
4. García de Cortázar, «y se nutre de las
quimeras de los nostálgicos, por mucho
que los auténticos nacionalistas, los
catalanes o los vascos, tilden de ello a
quienes simplemente hablan de España.
Quiero para ésta lo que es normal en
cualquier otro país moderno. Que cuando
alguien dice que se siente español, que
se siente miembro de una nación de
ciudadanos, pueda hacerlo sin que se le
achaque la pertenencia a la extrema
derecha o a las ensoñaciones del
franquismo». Para el profesor de Deusto,
«la identificación del franquismo con una
idea arcaica de España se convirtió en el
mayor agente desnacionalizador».
En paralelo con la Transición se
desplegó el europeísmo, que abarcaba
tanto
la
voluntad
modernizadora,
arrastrada durante siglos, como el efecto
balsámico para las tensiones internas de
una integración en una entidad
supranacional que se identificaba con la
paz y el bienestar. «El entusiasmo
europeo duró hasta muy tarde», subraya
el profesor Fusi, quien recuerda que la
participación del electorado español
[47%] en el referéndum sobre la
Constitución de la Unión Europea, en
2005, fue «comparativamente alta».
Desde entonces, añade, han aparecido
dos factores negativos: «Uno, la
atribución a la UE de las exigencias de
austeridad y la percepción de que ha
dispensado un tratamiento duro a
España; dos, la creciente complejidad
institucional de la UE y su alejamiento de
los ciudadanos». «Existe una clara
decepción», dice, «no sé si pasajera».
Un elemento clave en el presente
desencanto español es el despliegue del
Estado de las Autonomías. Para unos,
como una porción quizá mayoritaria de la
población catalana, la autonomía no es
suficiente. Para otros, ha conllevado
derroche
y
separatismos.
ha
impulsado
los
Habla García de Cortázar: «Me llama la
atención una frase que se repite, en
estos años de crisis brutal, respecto de
las autonomías. Ahora no nos lo
podemos permitir. ¿Qué significa? ¿Que
cuando teníamos dinero sí podíamos
permitirnos ese despilfarro y esa
superposición de administraciones?». El
profesor, sacerdote jesuita y reciente
autor de la novela Tu rostro con la
marea, opina que el significado de ser
español «se ha vaciado en el populismo
quejica de los confederados andaluces,
en el pintoresco perfil de los canarios
enjaulados en su ensimismamiento, en el
chapoteo ruralista de los yanquis del
Cantábrico, en la flatulenta digestión de
las identidades interiores de las dos
Castillas súbitamente reproducidas, o en
la modernidad prêt-à-porter de un
valencianismo encantado de copiar a
Cataluña a base de definirse contra ella».
García de Cortázar declara que España
sufre hoy «la impugnación más grave
que ha soportado», porque pone en
peligro su propia existencia. «Si España
fuera invadida por una potencia
extranjera y perdiera su independencia,
seguramente peligraría la suerte del
Estado, pero la nación subsistiría, quizá
más fuerte y unida que nunca». Y no sólo
culpa de ello a «la tarea minuciosa y
tramposa de los nacionalismos», sino
también a «una izquierda que ha
traicionado a sus propios fundadores
para entregar esta nación, que un día dijo
querer defender, a quienes ansían
destruirla; curiosamente, no en nombre
de la lucha de clases o en busca del
paraíso proletario, sino empujada por su
patológico despiste al servicio de los
horizontes egoístas de una oligarquía
regional».
5. Juan Pablo Fusi considera que la
situación «es grave y preocupante» y
hace notar «la debilidad del Estado ante
el desafío nacionalista». Urge, según él,
reafirmar la entidad del Estado. Pero
subraya que el despliegue autonómico,
«un modelo estatal federal con otro
nombre», ha constituido «un gran
acierto». «No recuerdo en ningún otro
país un esfuerzo de descentralización
como el registrado en España, y no se
puede hablar ni de déficit democrático ni
de falta de generosidad», dice. «No es
fácil ir más allá».
Para Fusi, el enfrentamiento entre el
Gobierno de Cataluña, «una de las
comunidades más ricas, si no la que
más», y el Gobierno central de España
es «muy grave», pero no insólito. «Se
pueden establecer comparaciones con
Canadá, donde el independentismo
quebequés logró celebrar dos referendos
[en 1980 y 1995]; con Bélgica, donde es
permanente la tensión institucional entre
las comunidades flamenca y valona; o
con el Reino Unido, donde se celebrará
un referéndum sobre la independencia de
Escocia y donde, en el pasado reciente,
hubo que hacer frente al complejo
problema irlandés».
Como a finales del siglo XIX, la crisis
general (económica, institucional y
política) no es ajena al auge de los
nacionalismos. «Además de con la deuda
y el paro, hay que contar con
loscontinuos escándalos de corrupción,
con la falta de liderazgo político y con la
mediocridad de la vida pública», indica
Fusi. Josep Fontana esgrime un índice
confeccionado por el semanario británico
The Economist, llamado Lotería de la
vida, sobre los países del mundo donde
es mejor nacer. «En 1988, España
ocupaba el puesto número 15 en la
lista; en 2013 ha caído hasta el puesto
28. Eso», dice, «significa alguna cosa».
Para Fontana, la crisis del proyecto
nacional español está directamente
relacionada con la crisis del Estado.
No es fácil definir qué significa hoy ser
español, o querer no serlo, al margen de
factores puramente emotivos. Según
García de Cortázar, España «es una
herencia recibida y un proyecto a
preservar para generaciones futuras»,
«es una entidad que nos permite existir
como individuos libres y protegidos por
principios que sólo son norma legal
porque son valores compartidos», «es
nuestra oportunidad de proyectar una
nación convincente y convencida a un
mundo que nunca nos aceptará si no
empezamos por creer en nosotros
mismos». «Por esa idea de España»,
dice, «hay que ponerse ya manos a la
obra. Hemos de responder a quienes tal
vez han tomado nuestra tolerancia como
falta de principios y nuestra prudencia
como invalidez».
ENRIC GONZÁLEZ
EL MUNDO 12/102013