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1
Pesadilla en
Oriente
Tokio, Japón
1.993 – 1995
Juan Carlos Giraldo
Autor
Armenia, Quindio
COLOMBIA
2005
2
Nunca lo olvides:
paseamos sobre el
infierno
contemplando las flores.
Kobayashi Issa
3
Pesadilla en Oriente
3. INTRODUCCIÓN
Soy un colombiano raso, pero la verdad de aquellos que llevan ese espíritu
aventurero y aquella sangre de arranque que es admirada en todas las
partes del mundo. Personalmente, me considero emprendedor, mujeriego,
libertino, dicharachero, alegre y buen amigo; inquieto a morir y siempre con la
mente puesta en el dinero, aclarando que después de muchas vueltas de la
vida y de la dura experiencia japonesa, aprendí a valorar las cosas del
adentro; nuestro ser interno, las satisfacciones no materiales y las grandes
posibilidades que nos regala la metafísica.
Haciendo valer ese espíritu de colombiano ambicioso, luego de montar
empresas y negocios en mi tierra en medio del derroche y la vida buena,
decidí viajar, para explorar otras latitudes, buscar nuevas experiencias,
conocer gente nueva para satisfacer mis instintos locuaces de buen
relacionista, pero siempre con el signo pesos marcado en la frente. Así, este
"enanito escribidor y gozón" por los años 90 comenzó su aventura, para dar
cumplimiento a la profética advertencia de un brujo que me marcó el destino
con mucho dinero por delante pero también con el "terrible canazo" que
tendría que soportar, como han de comprobarlo los lectores de este especial
"panfleto" que les escribo.
Le digo "panfleto", cariñosamente, porque nunca imaginé que yo Juan Carlos,
negociante, rebuscador y gocetas, fuese a atreverse a deglutir las líneas de la
escritura hasta llegar a la pasmosa visión de encontrarme con un libro mío al
frente de mis ojos. Dijo alguien que la "necesidad es la madre de la inventiva"
y a ese refrán le debo mi osadía para haberme aventurado en el difícil arte
de las letras. La necesidad de desahogarme ante mis amigos y ante la
humanidad entera, para narrar una terrible pesadilla de que fui sujeto y
juguete por parte de una de las razas más adelantadas del mundo, la
japonesa; eso hizo que me atreviera a zambullirme con cabeza testaruda con
un lápiz y un papel.
4
Por lo que les he dicho, es que quiero advertirles a quienes lean esta historia
que me perdonen, porque no fue mi pretensión presentar un libro de alta
literatura. Mi gran deseo consistió en satisfacer una imperiosa necesidad de
contar burdamente, a mi manera y a mis capacidades, narrándoles la historia
patética, descarnada, objetiva y desgarradora que me tocó vivir como
colombiano en una prisión extranjera.
Es mi deseo que lo tomen como una experiencia que demuestra la bajeza
humana; hasta donde llega la capacidad maquiavélica y depravada de
muchos jueces del mundo, al coger un ser humano inocente y a quien no se
le pudo demostrar nunca la culpabilidad, pero que utilizando artimañas,
trampas, enredos, presiones y torturas psicológicas y físicas, tenían que llevarlo
a la picota, como si una fuerza maldita les ordenara que ese ser humano
tenia que ser condenado a toda costa.
Tengo que repetir que es la narración no de un escritor sino de un hombre
emprendedor y aventurero que forzosamente se tuvo que emparentar con el
conocimiento, los textos, las revistas y los libros, pues en el cautiverio, mientras
tuve las posibilidades y luego de aquietar una mente destruida por el dolor y
la tortura, me sirvió ese cautiverio para convertirlo en una pequeñita aula de
estudio en donde por fin el alumno tuvo que aplicarse y entender finalmente,
que era mejor superar el dolor y la adversidad y buscar en los caminos de la
lectura y la escritura, las distracciones para apaciguar la pena y lograr
conocimiento.
Ese diploma imaginario que me entregaron en Kosugue, con una tesis
laureada en. "Amarguras, Pesadillas, Humillaciones, Aguantes, Injusticias y
Traiciones" es el que me otorga la carta para decirle a un país y a la
humanidad entera que obtuve "Grado de Sobreviviente” en la espantosa y
terrible Universidad de Kosugue.
Si todos toman mi libro sobre la advertencia noble de que es un testimonio y
una vivencia de un hombre común y corriente que le cumplió al destino la
tarea que le impuso, quedo satisfecho y feliz. Los que por sus exigencias o su
personalidad, no lo puedan tomar así, les ruego que me perdonen por
5
haberme atrevido a escribirlo.
De todas maneras, para unos y otros, a pesar de los baches, de los errores en
el manejo del lenguaje, esta narración constituye un ejemplo y una
advertencia para el hombre "MADE IN COLOMBIA", porque esa chapa de
Colombiano debo decirlo como es mi estilo franco y rasgado, es un sello que
merece ser reconstruido desde el punto de vista cultural, de imagen y de
aceptación, porque de lo contrario, cualquier compatriota por privilegiado
que sea, está sometido al riesgo de correr la triste suerte que me tocó correr y
que deseo en lo profundo de mi corazón no le ocurra a ninguno de mis
coterráneos.
Si esta advertencia a manera de conclusión, es bien recibida, habrá
cumplido su misión este humilde libro.
BUSCO PERSONA O EMPRESA EDITORIAL QUE CREA EN MI
PROYECTO DE VENDER ESTA HISTORIA DE VIDA Y
EXPERIENCIA TESTIMONIAL OCURRIDA EN EL JAPON; SÓLO
EN JAPON HAY UN MERCADO POTENCIAL DE 130.000.000
CIENTO TREINTA MILLONES DE HABITANTES ESPERANDO
POR ELLA , AHÍ FUE DONDE OCURRIÓ Y VIVÍ LA HISTORIA .
PESADILLA EN ORIENTE
La búsqueda de un mejor porvenir, conduce a nuestro autor y protagonista a intentar cristalizar la
realización del “sueño del emigrante”
Es conocido el término del “Sueño Americano” refiriéndose a los inmigrantes que llegan a los
Estados Unidos tras la oportunidad de su vida. En los actuales tiempos podríamos entonces,
hablar del “sueño Español”, del “sueño Europeo” u otros sueños. Cantidad de países se nos
presentan como alternativa para realizar el propósito de dar un cambio positivo a nuestras vidas,
principalmente económico, a partir de una oportunidad laboral y productiva que no encontramos en
nuestra nación. Visto así, podríamos decir que nuestro protagonista, se instaló en el lejano oriente
queriendo realizar su “Sueño Japonés”. Lo que no estaba en sus planes era que el destino le
cambiaría ese sueño por una PESADILLA EN ORIENTE.
Todo estaba marcado desde el inicio por una suma de factores: las predicciones de un brujo, antes
de partir de su tierra natal. El paisano Wilson que llegó a vivir como vecino de apartamento y con
quien entabló cierta amistad sin conocer las actividades ilícitas a las cuales él se dedicaba. El
allanamiento en el momento que departía con su vecino. El estar en el lugar equivocado, a la hora
precisa del traumático suceso. El estigma del narcotráfico, que lo señalaba por el sólo hecho de ser
colombiano.
Comienza la pesadilla. En un instante, se pasa de ser un hombre libre, recreando su futuro lleno
de planes y de ilusiones, a ser un prisionero acusado del delito de narcotráfico. Viene todo un
proceso judicial, de interrogatorios plagados de presiones sicológicas, de violación del derecho a un
debido proceso, una serie de audiencias, todo dejando entrever el afán de las autoridades
6
japonesas de mostrar resultados positivos, aunque ello conllevara el hecho de encontrar en Juan
Carlos a un chivo expiatorio, aun a costa de su inocencia.
En este período transcurren dos años en la prisión de Kosugue, tiempo durante el cual vivió
situaciones encontradas de tortura física y sicológica, instantes de locura, tal vez fingidos o
bordeando los límites de la cordura, casi hasta desfallecer en su propósito de no claudicar ante la
inquisidora actuación de sus carceleros y jueces. Aflora aquí su admirable tenacidad para resistir
en la continua espera, en la fijación mental del instante de libertad.
Y así se dio. Al final su probada inocencia, el retorno a su tierra natal, la inesperada indemnización
por parte del gobierno japonés.
El libro tiene total vigencia en los actuales tiempos. Siempre vemos personajes de todas las
latitudes en la búsqueda del “Sueño del Emigrante”. El narcotráfico extendiendo sus tentáculos, no
importa como afecte a quienes tengan la desgracia de cruzarse en su camino.
La historia es real, y como tal deja una reflexión en el lector, la cual la podemos enfocar desde dos
puntos de vista. El primero, una prevención para aquellos que eligen el camino del bien, pero que
deben permanecer alertas ante el peligro de involucrarse con personas o en situaciones que lo
conduzcan a vivir la “Pesadilla del Emigrante”. El segundo punto de vista, una advertencia para
aquellos que eligen el camino fuera de la Ley, y las consecuencias que esta actuación les puede
acarrear.
J.R.M.T.
E. mail: pesadillaenoriente@hotmail.com Teléfono (57) 3146464424
Celulares-olimpica@hotmail.com
JUAN CARLOS GIRALDO C. ARMENIA, QUINDIO, COLOMBIA
1. El Señor Wilson
El subdesarrollado esnobismo que sentimos en nuestra atribulada patria, hace que nos
lancemos a la aventura de buscar en otra parte lo que no somos capaces de hacer y
7
conseguir en nuestra tierra. Este ignorante sentimiento hizo que un día me montara en un
avión y fuera a parar al otro lado del mundo, donde mi escasa cultura se estrelló con lo
más avanzado y civilizado del planeta, Japón. Después de haber viajado por Europa y
parte de Asia, me encontré buscando trabajo en Tokio, capital del país del Sol Naciente.
Luego de pasearme por Madrid, Frankfurt, Bangkok y Singapur, decidí quedarme en el
Japón probando suerte. No sabía que habría de vivir allí la peor pesadilla de mi vida.
Llegué a la gran urbe en febrero de 1992. Me paseé extasiado, viendo el derroche de
tecnología en aeropuertos, trenes y en las colosales estaciones, que pasan a ser
verdaderas ciudades o urbes portuarias. Por donde se anduviera, se veía que la
cibernética había hecho de las suyas con esta pujante y opulenta raza; era impresionante
el respeto que habían desarrollado por la vida humana, después de la beligerante
experiencia que tuvieron.
Lo mismo que la organización política y social es algo de admirar en todas sus formas y
conductas, se podía palpar también la aplicada técnica y la destreza cultural desarrolladas
a través de la milenaria experiencia. Claro que esta vida social de libertad y desarrollo no
dejaba de estar marcada por alguna de las torcidas costumbres, como las denominó su
Emperador en otro tiempo. Una de estas costumbres es la degradante y depravada vida
sexual que se vive a lo largo y ancho del Japón. Esto puede ser un contrasentido a su
avance pero no deja de ser una realidad cultural.
Después de deambular algunos días por Tokio, un pakistaní me ayudó a conseguir
trabajo en un sector retirado, en una fábrica de autopartes; allí pude trabajar por varios
meses y llevar una vida tranquila, lejos de la ciudad.
Como este país también había entrado en una depresión económica, hubo una
disminución de personal y yo fui uno de los afectados. Volví a Tokio, y a los pocos días
conseguí trabajo en un restaurante, en horario nocturno. Era muy duro, porque me
tocaron jornadas de hasta catorce y dieciséis horas diarias; pero a la vez fue muy
gratificante porque con este trabajo sufragaba todos mis gastos, podía mandar dinero a
mi familia y en mis días libres viajaba a conocer algunas ciudades y sitios importantes del
Japón. Me fui a vivir en un suburbio de Tokio, por los lados de Sinjiku, que era donde yo
trabajaba.
Pude disfrutar de las comodidades que goza la gran raza. Uno de los juguetes que más
me impresionó fue el imponente y veloz tren bala, el cual se desplaza a una velocidad
exorbitante, produciendo un expectante vértigo. A pesar del impacto cultural que todo
esto produce, fue una experiencia muy enriquecedora el poder compartir con otras
idiosincrasias, ya que la gran metrópoli alberga una variopinta muchedumbre de todo el
mundo. El contacto con exóticas y distintas experiencias me hizo cambiar el primario
concepto que tenía sobre la urbe y la gama pluricultural que la cubre.
Mi vida se dividía solamente en trabajo y esparcimiento. Nunca pensé que la curiosidad y
admiración que yo desplegaba por los japoneses, por su excitante forma de vivir y de ser,
se fuera a amalgamar con la más sórdida experiencia de purulenta degradación,
producida por un pozo séptico que tienen en un rincón de su isla, atiborrado de seres
humanos a los que se les está aplicando el más primitivo de los correctivos.
8
Todo empezó cuando un paisano mío llegó a vivir al lado de mi apartamento en el mes de
diciembre de 1992. Este señor llegó con su bellísima esposa; era un hombre cordial y
afable con el cual empecé a trabar amistad. Dio la casualidad de que esta relación se
suscitó en el decembrino añoramiento, lo cual hizo que nos volviéramos más amigos,
celebrando y departiendo en algunas ocasiones en esa época navideña. Por haber
estrechado esta amistad, me vi involucrado en las ilícitas actividades del señor Wilson.
Al pasar los festejos de diciembre, el once de Enero de 1993, cuando salía de trabajar,
me encontré con Wilson en la puerta de su apartamento. Entraba él con unas bolsas de
supermercado en la mano y me invitó a seguir. Como se trataba de apartaestudios en los
que todo está integrado, me hizo señas de que habláramos bajito porque su esposa yacía
en un colchón, durmiendo en el piso. Cruzamos algunas palabras y ya me disponía a
marcharme, cuando de repente tumbaron la puerta; mi cara quedó gélida frente a una
pistola de grueso calibre. Detrás de la pistola un individuo gritaba: “Polic, polic”. Mientras
varios de estos individuos nos apuntaban fría y fijamente, otros empezaron a desarmar el
apartamento, encontrando a la esposa de Wilson y debajo de su almohada un bolso que
contenía cocaína y marihuana. Subieron el techo del apartamento y encontraron una
bolsa con 300 gramos de cocaína y 170 de marihuana. Cuando terminaron la búsqueda
pasaron a hacer unas pruebas técnicas con unos reactivos, los cuales dieron positivo a
estupefaciente.
De inmediato nos dijeron: “Quedan todos arrestados”. Nos esposaron y sacaron del
apartamento, para ser introducidos en vehículos diferentes cada uno. Esta fue la última
vez que vi a Wilson en muchos días, a su bellísima esposa nunca más la volví a ver.
2. El Interrogatorio
Fui conducido por Tokio a un rústico edificio; después de pasearme por unos cavernosos
corredores, me encontré prensado en un minibúnker al frente de una escrutadora y
desafiante mirada. Me separaba de este hombre un arcaico escritorio que a la vez me
cercaba y aprisionaba en un sofocante metro cuadrado. Este señor empezó a
apremiarme fuertemente en su idioma; le contesté que yo sabía hablar muy poco
japonés. El hombre, enfurecido, insistía en que yo sabía hablar japonés. La verdad es que
yo hablaba algo de japonés, pero no para sostener una conversación fluida y coherente, y
mucho menos en ese desdichado instante. El hombre me gritó e insistió de mil formas
diferentes por espacio de tres o cuatro horas para hacerme hablar un elocuente japonés
que, por más que quise, no me fluyó.
Después que desistió de su primer intento de asesinato moral, al cual me iba a confinar
por algunos años, me extendió una taza de agua caliente con una hogaza de pan,
desapareciendo por la fortificada puerta y dejándome solo en el pequeño búnker; pero no
sin antes de despojarme de todas mis pertenencias, como pasaporte, billetera y
setecientos veinticinco yenes (ocho dólares). Media hora más tarde se abrió la puerta y
ahí estaba el desafiante policía con una bolsita, unas tijeras y un frasco en la mano; se
me ordenó orinar en el frasco, después me cogió por los cabellos y tijereteó uno de mis
mechones, el cual introdujo en la bolsita.
El policía desapareció para regresar acompañado de una delgada señora que llevaba un
saco en hombros abrochado por el cuello y unas gruesas antiparras. Con estas dos
inocentes criaturas empezó la maquinación policiva y fiscal de violación a mis más
elementales derechos. Si hubiera podido acogerme a algunas de las leyes
9
constitucionales del Japón me habría defendido de los abusos, pero nunca me nombraron
siquiera mis derechos, y cuando en algunos momentos se me ocurría pedir algunas
prerrogativas que la ley me daba, como el teléfono, no hablar, o comunicarme con la
embajada de mi país, olímpicamente soslayaban mis más elementales derechos.
En medio del infernal acoso al que me vi sometido durante casi un mes, desde las ocho
de la mañana hasta las siete u ocho de la noche, pedí en repetidas ocasiones que por
favor me facilitaran ayuda, sin ni siquiera imaginarme que era un derecho y para ellos un
deber judicial habérmela facilitado. Pero era tal el mórbido y violento desenfreno del
organismo policivo, que no hubo poder humano posible para evitar que me mandaran, ya
degradado intelectual, moral y físicamente, durante dos años a un purulento pozo séptico
que los japoneses tienen en un rincón de su isla. Y todo por una cocaína que ellos le
habían encontrado a una persona que en esos momentos estaban poniendo en libertad.
Con lo primero que empezaron a impresionarme fue con el cuento de que yo pertenecía a
un gigantesco cartel de operación mundial y cuyo máximo jefe estaba en Medellín, que lo
mejor era que confesara ya porque ellos tenían todas las pruebas y evidencias sobre
esto. Supuestamente tenían fotografías, vídeos y había cantidad de testimonios.
Este fascinante guión cinematográfico, rodado durante muchas horas, fue completado
con una vil calumnia: que yo era un depravado, drogadicto, marihuanero y ellos me
habían visto. Decían que lo mejor era que confesara ya que iba a ser peor, cuando
salieron los resultados de laboratorio se iba a revelar mi aberrante vicio; decirle al obtuso
policía que ni cigarrillo fumaba era atizar la feroz y hambrienta cacería que tenían por su
presa.
Fueron tantas las veces y los días que se me tildó de drogadicto que, alterado y en vista
que hacía días me habían recogido la orina y había sido víctima de la mutilación capilar, lo
cual, por cierto, fue ilegal ya que la ley no lo permite; me tenía tan fastidiado este señor
con la muletilla de drogadicto, que un día lo apremié a que me trajeran los resultados de
laboratorio, que ellos ya los debían tener. Cuando lo enfrenté en esta forma, dejó
translucir en sus gestos que no tenía cómo probar técnicamente su calumnia. Tenía que
constituir su prueba a punta de engaño y amenaza, fabricándola sobre un escritorio,
valiéndose de artimañas para ver si yo lo aceptaba. Así acabó el proceso en mi contra
como drogadicto (en Japón la adicción a las drogas es castigada penalmente) porque
nunca más volví a ser vilipendiado por este concepto.
Durante el tiempo que estuve bajo la “benigna protección” de este organismo policivo, por
ahí a las ocho, muchas veces a las nueve de la noche, me llevaban a pernoctar en una
elegante y fortificada estación de policía. Después de ser conducido por salones y
corredores, llegábamos a una sofisticada puerta de seguridad que parecía una bóveda
bancaria; ésta escondía detrás unas elegantes celdas de seguridad dotadas con una
mullida alfombra, calefacción, aire acondicionado, impecable porcelana sanitaria, lo que
contrastaba perfectamente con el amarillo y tierno pastel de la pared. Este derroche de
elegancia y pulcritud con lo que sí no hacía contraste era con un solo baño y una muda
de ropa a la semana, ni siquiera la ropa interior nos podíamos cambiar a diario.
Esta historia tendrá como característica un infantil y sádico contrasentido: recuerdo que
dentro de la celda sólo había como elemento de aseo un lavamanos y un elegante
sanitario ridículamente encerrado en una urna de cristal, para que un escrutador guardia
desde su garita pudiera ojear nuestras olorosas necesidades.
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A las seis de la mañana me hacían levantar, me daban un pocillo de agua caliente con un
pan y a los pocos minutos llegaban los afectos oficiales para llevarme a su central de
operaciones; este fue la misma rutina durante casi un mes. El modus operandi, como
empezaba la programación en la cual circundaba toda la trama montada por ellos, era
que la cocaína y la marihuana eran mías, que Wilson y Dora ya habían confesado que
eso era mío; también algunas personas que habían sido detenidas por los alrededores del
edificio donde yo vivía habían declarado en mi contra.
De esta ilegal opresión fui víctima todo el tiempo. A los muchos meses de la dantesca
odisea, me enteré de que, como extranjero y desconocedor de las leyes japonesas, yo
tenía el derecho, y ellos estaban en la obligación judicial y legal, de haberme puesto en
contacto con mi embajada, cosa que nunca hicieron. Este diestro oficial, después de
calumniarme y bombardearme todo el día con insidiosas y mal intencionadas preguntas, a
eso de las siete u ocho de la noche cogía sus notas y empezaba a armar su fantasía
policiaca. Antes de retirarme la leían, y yo me daba cuenta de que estaba plagada de
inconsistencias, apuntando todas a que yo era el dueño de la droga. Cuando yo objetaba
algo, este señor se desencajaba y empezaba a gritarme que yo había dicho eso. Le
pregunté por qué él no escribía toda la declaración tal y como yo la decía, y me contestó
que yo hablaba mucho. Así es que nunca firmé la declaración que di, sino la que ellos
construían a su libre albedrío, después que le hacían cantidad de tachones y
correcciones. La solícita traductora hacía una fugaz traducción, clavaba sus rayados ojos
en mí como puñaletas y decía: “Firme aquí”. Esas traducciones nunca fueron hechas al
español por escrito.
A los pocos días de estar en esta situación la rutina cambió. No fui llevado a la Central de
Operaciones sino a otro edificio, donde fui conducido por unos corredores hasta un punto
donde había una cantidad de personas esposadas. Las iban haciendo pasar por una
puerta y entre esas pasé yo. Me encontré frente a un escuálido anciano japonés que me
saludó cordialmente y me hizo la ya conocida pregunta: ¿de quién era la cocaína y la
marihuana?. Le contesté que no sabía, y me quedé esperando que me dijera
narcotraficante, drogadicto, mentiroso, pero vaya sorpresa que me llevé cuando, en un
tono circunspecto, me dijo que no me podía dar la libertad hasta cuando no se aclarara
de quién era la droga. Inmediatamente me di cuenta de que era un juez. Fui retirado de
allí y llevado a la Central de Operaciones que sabemos.
Otra de las fascinantes experiencias que viví en el pequeño búnker era que, de un
momento a otro, se empezaban a oír varios gritos muy fuertes, como cuando están
apremiando a alguien. El detective que me interrogaba hacía acopio de lo que escuchaba
e inmediatamente empezaba a gritarme; mi instinto de conservación y mi temor me hacía
callar y solamente pedía que por favor me comunicaran con la embajada de mi país.
Recuerdo que cuando yo hacía demandas sin saber que eran derechos legales, este
señor entraba en pánico y se convertía en la más dócil de las bestias. Empezaba a darme
unos tiernos y consoladores consejos, me decía que él lo único que quería era ayudarme,
porque le tenía muy preocupado mi situación, y yo le decía arigato (gracias). Cuando este
señor se sentía frustrado y cansado de ejercer presión, al ver que no lograba hacerme
decir que la cocaína y la marihuana eran mías, una virulenta enfermedad nerviosa hacía
metástasis, ya que su mandíbula empezaba a temblar. Al principio creí que era un
mecanismo para infundirme temor, pero después pude darme cuenta de que era otro ser
humano patológicamente afectado por las purulentas vicisitudes de la vida.
11
Otra de las particularidades que pude compartir con mi compañero de búnker, fue la
irregular dieta que llevamos los dos por los días que compartimos el cautiverio. Mientras a
mi amigo policía le traían un almuerzo, como decimos en mi tierra “con todos los fierros”,
a mí me traían una taza de agua caliente con una hogaza de pan. Así, mientras el
preocupado policía digería su almuerzo, yo engullía mi banquete; esta grotesca actividad
la hacíamos dentro del más cordial de los compartires. En esta forma departimos la mesa
por muchos días. A esta rigurosa dieta agregaba él un complemento vitamínico; era que
este señor fumaba compulsivamente todo el día. Claro que esto en los japoneses no es
raro ya que están catalogados entre los mayores consumidores de tabaco en el mundo.
Lo que sí era salido de tono es que los japoneses son muy pulcros en el cumplimiento del
reglamento dentro de su trabajo, y fumar dentro del trabajo es casi un delito: mientras se
labora no se fuma. Pero este funcionario violó el reglamento durante todo el tiempo. Claro
está que después se develó que el trabajo que ese organismo hizo conmigo era una
operación clandestina, al margen de la ley, y por lo tanto no era algo oficial; tal vez a eso
se debió la fumadera. Esta situación del tabaco se volvió tan bochornosa, que a los pocos
días la traductora le dijo al policía que la tenía afectada el humo, que mientras estuviera
fumando permaneciéramos con la puerta abierta, porque el pequeño búnker no tenía
ninguna ventilación. El policía muy cordialmente aceptó, cosa que me favoreció también
por lo de la ventilación, y empecé a solazarme con la puerta abierta, por donde veía pasar
a mis anfitriones con otros desdichados que tenían en sus manos.
Uno de los tantos interrogantes era que yo dónde tenía el dinero de la venta de la
cocaína, que lo confesara porque de lo contrario, cuando ellos lo encontraran, iba a ser
peor para mí. Como ellos se habían apoderado de mis documentos personales, ahí
estaban los comprobantes de pago de lo que había ganado en Japón, lo mismo que los
comprobantes del dinero que había girado a mi país. El policía me dijo que todo eso lo
estaban investigando y muy pronto saldría a la luz. De tanto ahondar en busca de
evidencia tangible que me ligara directamente con la droga para poderme acusar, iban
cayendo en el mórbido deseo de mandarme a la podredumbre, no quedándoles otro
camino que el de fabricar la evidencia sobre ese escritorio.
Estos interrogantes tenían una variante: cada cuatro o cinco días, antes de llevarme al
Centro de Operaciones, era llevado ante el Fiscal. Este señor, en tono apremiante y como
enojado, con un grueso expediente en la mano, leía y soltaba acusadoras preguntas que
yo iba negando. Este funcionario quedaba enojado porque no lograba hacerme declarar
confeso. La letárgica y desagradable visita terminaba con un dictado que le hacía a un
escribiente, se lo extendía a la traductora, que en un martillado español machacaba una
indescifrable traducción y luego de que todos me clavaran sus miradas, la traductora
estiraba su espatulada mano con un lapicero y la gutural frase: ¡Firme aquí!.
Inmediatamente después de haber estampado mi rúbrica, los afables policías se
disponían a poner lazos y grilletes para conducirme nuevamente al pequeño búnker o
sofisticada “lavadura cerebral”.
Quiero aclarar al lector que esta parte de la historia es difícil de contar cronológicamente
con fechas exactas. Primero por el impacto emocional al que estaba expuesto, y segundo
porque todos esos días estuve bajo los efectos atolondradores de un salvaje lavado
cerebral a pan y agua, al cual fui sometido durante aproximadamente cuatrocientas horas
casi ininterrumpidas de la más cobarde opresión. Todo giraba en torno a que esa droga
era mía y que yo era un degenerado drogadicto criminal.
12
A los muchos días de estar en esta situación la táctica cambió; empezaron a decirme que
todo se había aclarado, que Wilson había confesado que él me había dado a guardar esa
droga, a lo cual yo me había negado. A mí me tenían convencido de que si decía que esa
droga era mía, me iban a soltar; estoy firmemente seguro de que lo iba a hacer para que
me dejaran en paz, porque el agotamiento cerebral y la presión emocional eran muy
fuertes.
Otra cándida en la que caí fue que pensé en pedir ayuda a mi familia o amigos y por eso
insistí en comunicarme con la embajada, a lo que siempre me contestaban que ellos
llamaban, pero que nadie se ponía al teléfono. Les dije una vez que, por favor, me
pusieran en contacto con un abogado. Me contestaron que yo no tenía con qué pagarlo y
también debería contratar los servicios de un traductor. Como esta idea de buscar ayuda
en alguna parte la expresé muchas veces, la solícita traductora se compadeció de mi
situación haciéndose cargo del asunto, sembrando en mis deshilachadas entrañas la
esperanza de que ella se haría cargo de comunicarse con la embajada, llamaría a mi
familia y para rematar me contactaría con un excelente abogado amigo de ella. Con tan
mala suerte para mi ya sentenciado destino que la señora nunca se pudo comunicar, ya
que los teléfonos siempre estuvieron ocupados o no contestaban y a su amigo nunca lo
encontró en la oficina. Esta luminosa esperanza se apagó cuando tenía ya metida la
perdiz en la podredumbre del refinado pozo séptico de Kosugue.
Recuerdo que en los últimos momentos que les quedaban para construir una prueba que
me ligara a la droga y así poder mandarme al purulento destino que ya tenían
determinado para mí, el interrogador se sentó con el atiborrado arsenal de declaraciones
que me habían hecho firmar durante un mes; en una presurosa y desesperante excitación
iba devorando y haciendo preguntas y a la vez fabricando sobre su escritorio la estocada
con la que me mandaría a la cárcel los próximos dos años.
Como yo dije haber visto a Wilson con paquetes y dije que nos habíamos hecho favores,
este diestro guionista policivo hizo el coherente y convincente guión de que las bolsas o
paquetes que yo le había visto a Wilson eran cocaína, y que los favores que él me había
hecho eran la participación en las utilidades.
Cuando me hicieron la traducción, olí muy mal todo eso, más cuando les oí decir que yo
la había entregado tres gramos de cocaína a un iraní. Yo objeté que todo eso era falso,
pero la hábil pareja se dedicó a convencerme de que eso sólo hacía parte de una teoría
ya pasada que no me perjudicaba porque Wilson había confesado que él era el dueño y
responsable de todo. Con este engaño lograron el puntillazo final al ya zanjado destino
que me esperaba (recordando en retrospectiva esta sórdida situación, no se me olvida la
cara de placer del policía; para mí fue sólo otro día más, lo único que deseaba era estar
solo en mi elegante celda).
Al otro día amanecí muy mal, mis neuronas eran como entumecidas. La patética situación
en la que me encontraba era el caldo de cultivo perfecto para lo que ellos necesitaban.
Ese día, muy temprano, fui conducido ante el Fiscal, que me volvió a dictar el guión hecho
por el policía el día anterior. Intenté objetar nuevamente pero me dijo que por qué primero
decía una cosa y después otra. En medio de esta discusión me dijo: “Va a firmar o no”, y
como por arte de magia cometí el error que ese organismo había buscado durante días,
que firmara mi propia acusación.
13
Cuando salí de la oficina, el Fiscal me dijo que él me veía muy mal, que si me provocaba
ver a un médico, a lo cual le contesté que lo único que yo quería era estar en paz, y me
llevaron.
Ya sabía para dónde iba. Cuando me encontraba en el oprimente metro cuadrado al que
había sido confinado durante todos esos días, hubo un momento en el que el detective
me estaba apremiando y se detuvo para preguntarme si quería ver a un médico. Le pedí
que, por favor, me dejaran en paz. Lo vi tan impactado por mi aspecto que suspendió el
interrogatorio de inmediato; esa fue la única vez que fui devuelto a la celda en las horas
de la mañana, también fue la última vez que vi a mi abnegado amigo policía.
Firmé esas declaraciones porque me dieron la palabra de que Wilson había confesado
todo, que él era el dueño y responsable, y ya sabían que yo no tenía nada que ver con
esa droga. Con esta acechadora y veraz teoría fui asaltado en mi ignorante y buena fe,
con lo cual pusieron dos años de mi vida en la sombra.
Toda esta remembranza es una estela de destellos de las letárgicas horas del lavado
cerebral. No se me olvida la cara de cándida oveja que ponía el policía cuando con sus
rayaditos ojos me decía que confiará en él, que él era digno de toda mi confianza y que
me desahogara; cuando le dije que yo también era digno de estar en libertad, estalló en
un ataque de ira, creí que me iba a pegar. Tampoco puedo olvidar ese último día cuando
muy tierna y cordialmente se despidió de mí con una deplorable cara, conmovido y
preocupado por mi situación. Esa digna preocupación me tuvo dos años ardiendo en la
caldera del diablo, chupando su exquisita miel.
Siempre he querido publicar esta historia, pero no he tenido oportunidad. Ojalá que el día
que se publique, todas las personas que estuvieron en el teatro donde se desarrolló esta
pantomima, saquen toda la evidencia que se develó durante catorce audiencias y deben
tener en sus anaqueles, con la cual se prueba jurídicamente mi inocencia.
Lo más grave es que, omitiendo descaradamente y habiéndose probado que a la esposa
del señor Wilson le encontraron el bolso con cocaína y marihuana, me condenaron por
posesión de él, después de haberla declarado a ella inocente y darle la libertad; todo esto
sería sustentado y probado jurídicamente, al final del juicio. Cuando me condenaron, le
pedí al señor Juez Presidente el favor de que me fuera entregada copia del proceso y me
dijo que yo no podía tenerlo.
Así terminó esta primera etapa del secuestro en el que estuve. Digo “secuestro” porque
las únicas personas que sabían dónde me encontraba eran los del Ministerio Público y
sus lugartenientes, y porque se obstaculizó deliberadamente la comunicación con mi
embajada y con cualquier otra persona ajena a ellos que me hubiera ayudado a recobrar
la libertad y muy seguramente hubiera evitado la chamuscada en el asador del diablo a
que me sometieron durante dos años.
3. Kosugue
Al otro día de haber firmado mi propia acusación, en las horas de la mañana, fui subido
con todos mis bártulos en un viejo bus, amarrado hasta las pelotas. Dimos un paseo por
Tokio, hasta llegar a un rústico edificio; nos apeamos y entramos a un lugar muy
espacioso que parecía un hangar o un galpón, lleno de jaulas a lado y lado, con un gran
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derroche de espacio en el centro. Me hicieron entrar en una de estas jaulas con otros
individuos; a los pocos minutos se acercó un guardia y en un gutural japonés me dijo: “No
se puede hablar, mover, hacer ejercicios, rezar, pelear, estas actividades están
prohibidas, y deberán permanecer en el mismo sitio”. Este reglamento fue la constante
durante los siguientes dos años de esta historia de mi vida.
En este sitio hubo una vaga ilusión de que las cosas iban a mejorar, pues la ración fue
duplicada a dos exquisitos panes. Pensé: “Ahora sí se compuso esto”; en comida sí, pero
sólo el diablo sabía lo que se venía ya que me dirigía a su casa (Kosugue).
Al mucho rato de estar ahí me pasaron un desprendible que decía que el Fiscal me
procesaría, y desde ese momento hasta cuando se dictara sentencia quedaba en
“retención preventiva”. Me pusieron grilletes y nos dirigimos a donde iba a pasar mis
próximos anquilosados y deprimentes dos años de depravado cautiverio, suspendido en
la guillotina seca, por una cocaína que le fue encontrada a una persona que fue puesta
en libertad y declarada inocente por el mismo organismo que en ese momento me iba a
procesar.
Sería el último paseo en vehículo por muchos días; la verdad es que nunca había
cambiado tanto de vehículo pues todos los días me movilizaban en un modelo diferente,
pero este privilegio había terminado. Llegamos a Kosugue.
Al apearnos del bus, entramos en el avanzado desarrollo de rehabilitación carcelaria de la
gran potencia del Sol Naciente. ¡Qué ironía! Es una edificación medieval. Después de
recorrer un rato esta ruina arqueológica, nos encontramos en un estadio muy grande, con
una cantidad de nichos alrededor. Una de las personas que iba detrás de mí empezó a
decir algo sobre este campo, inmediatamente se le abalanzaron unos guardias que
prácticamente lo pusieron en el pabellón de fusilamiento. Seguidamente se nos hizo el
recordatorio correctivo: que estaba totalmente prohibido mirar o hablar con alguien. Nos
introdujeron en un nicho unipersonal donde uno no se podía ni medio voltear. Nos
tuvieron así no sé cuántas inagotables horas de depresiva expectativa. Cuando tuve la
osadía de curiosear, fui violentamente agredido por un gendarme que, por los alaridos
que dio, estoy seguro de que me hizo un consejo de guerra. No me volví a atrever
siquiera a voltear los ojos.
A las muchas horas me hicieron pasar al salón, se me hizo llenar un formulario donde se
hacía una exhaustiva investigación de mi árbol genealógico y una cantidad de
impertinentes preguntas respecto a mi vida; como si en Kosugue la vida valiera alguna
cosa. Después nos hicieron estacionar con nuestros bártulos en unos parqueaderos que
hay demarcados en el piso del gigantesco salón. Dentro de esta demarcación nos
hicieron empelotar y regar todos nuestros objetos personales para hacer un aburrido
inventario. Cuando terminamos con esto, caminamos en fila india hasta donde se
encontraban unos galenos que hicieron un minúsculo escrutinio de nuestro cuerpo y un
menguado examen médico que consistió en meternos un copito por el culo. Con el
esmerado cuidado que mostraban con nosotros creí que había llegado al paraíso. ¡No
sabía yo en qué país me encontraba!
Pensaba que estaba en las mejores manos del planeta, que estaba entrando en esos
momentos al sistema de rehabilitación carcelaria más avanzado y desarrollado del orbe.
Mis pensamientos fueron: deporte, trabajo, estudio, superación, rehabilitación, “avance y
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desarrollo”. No imaginé jamás que acababa de entrar al más retrógrado y depravado de
todos los sistemas carcelarios.
Por esta joya arqueológica se veía gente trabajando jardinería, plomería, pintura.
Inmediatamente me vi en esos menesteres de rehabilitación. Pero sólo fue una ilusión de
mi conciencia para apaciguar mi desesperación. ¡Qué equivocado estaba! Aquí continuó
la inagotable cadena de atropellos y violaciones a mis derechos como ser humano y a las
leyes constitucionales del Japón.
Después de haber pasado por todos los protocolos médicos y de advenimiento a mi
nuevo hogar, fui conducido por una legión de hombres a un pabellón de máxima
seguridad. Allí fui entregado a un desdentado cumplidor del régimen que muy
calurosamente me recibió. La primera instrucción didáctica que recibí de este bien
adaptado y depravado carcelero, fue que embutió su dedo en mi pecho unas cien veces,
para que aprendiera a decir muy juiciosamente el número de presidiario que me habían
asignado, ya que me costó bastante trabajo aprender a decirlo en la lengua vernácula de
los ojirrasgados; cada vez que me equivocaba estrellaba su índice en mi pecho, y a pesar
del doloroso método su efectividad fue de un ciento por ciento pues nunca se me ha
borrado de la memoria: tres mil seiscientos setenta y nueve (san-ropi-jiaku-nona-ju-kiu-
bom).
Aprendida la lección fui introducido en una microcelda llamada por ellos “habitación”, que
es un cubículo de tres metros por uno con cincuenta, con un sanitario. Había en el suelo
un colchón y unas cobijas. En medio de esta esquizofrénica confusión, lo único que pudo
mi cerebro sugerirle a mi limitada humanidad, fue que se metiera a invernar en ese lecho
de espinas. Tiré mis ciento cincuenta y seis centímetros en el piso, metí mi perdiz debajo
de esas frazadas y empecé a sentir que mi vida caía en el más profundo de los abismos.
Estaba en este dulce viaje a los infiernos cuando sentí el estrepitoso sonido de una puerta
corrediza que se abrió a toda mierda, y alguien que luego me agarró a patadas. Cuando
volví de los infiernos a la dulce realidad, estaba mirando al desdentado carcelero que me
clavaba los ojos como puñales mientras decía una letanía en japonés; en medio de este
aberrante desamparo me pregunté: ¿Pero qué hice? ¿Qué pasó?. Cuando mi estado de
vigilia pudo dilucidar un poco a mi anfitrión con su elocuente comunicación, me dio a
entender con sus bien aprendidos modales ¡que no me podía acostar! Y debía
permanecer sentado todo el tiempo, señalando con su dedo el piso y el lugar donde
debería estar siempre. La información que siguió a esto fue una ilustración, con lujo de
detalles, de cómo debía permanecer todo el tiempo. Todas las posibilidades de moverme
dentro de la celda quedaban totalmente prohibidas, ni siquiera podía adoptar posturas
distintas a estar sentando, y sólo podía pararme para hacer mis necesidades fisiológicas.
En medio de mi sometida resignación, pensé que la estadía en esta celda era una
especie de cuarentena; qué equivocado estaba, me esperaban dos años de retención
preventiva.
Encima de la puerta de la celda hay un parlante incrustado en la pared. A las cinco de la
tarde sonó una musiquita, que era la señal de que se podía uno acostar. El amable
carcelero, o box, que es como lo llaman o se hace llamar, se acercó a la ventana de la
celda para informarme que me podía acostar, pero dejando muy en claro que no podía
ponerme a caminar por la celda. En medio de maremágnum neurótico me embullí en los
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trapos sin querer saber nada de lo que nosotros llamamos vida; lo que más deseaba era
que mis signos vitales se detuvieran.
Ahora sí deseaba con toda mi alma quedarme en el sueño eterno. Comencé a vivir un
soporífero ciclo de ensoñación y desgarro emocional, a vivir mi primera noche de
condena brutal, porque sin ni siquiera imaginármelo había sido ya condenado a la más
brutal de las penas. Este agujero tenebroso e interminable acabó con una melancólica
alborada, acompañada por la más dulce bienvenida mañanera; a las siete de la mañana
sonó el parlante entonando un tierno y melifluo contrapunto musical con trinar de
pajaritos. Este enternecedor recibimiento matutino es el contraste pintoresco de las
aberrantes manías carcelarias de la raza rara.
Como el día anterior había comprendido que a las siete de la mañana me tenía que
levantar, doblar las cobijas y el colchón como estaban, y así lo hice, empecé a lavarme la
cara en un fregadero cuando escuché un grito, acompañado de la cordial y más cotidiana
frase del penal: vaquerro, koñerro, sore damc (¡hijueputa, malparido eso no!). A los pocos
segundos se abrió la puerta, era el cortesano con su ya acalorado disgusto, haciéndome
entender que no podía hacerme ninguna clase de aseo dentro de la celda, a no ser
lavarme las manos o los dientes. Luego empezó a estrujarme y a tratar de tirarme al
suelo, yo no podía entender qué pasaba. El instructor carcelario me decía en japonés,
suacate (al suelo); después de recibir por un rato esta cariñosa instrucción me quedó muy
claro que debería hincarme de rodillas todos los días ante ellos frente a la ventana para
decir mi número de presidiario.
Luego de este plato fuerte, me trajeron un frugal desayuno. Era la primera vez en un mes
que podía degustar un desayuno que no fuera agua caliente con una hogaza de pan.
Engullí todo esto en una exhalación, mis jugos gástricos hicieron fiesta y mi organismo
también porque el largo ayuno me tenía muy débil.
Estaba sentado donde me lo habían ordenado. Mi cerebro no podía percibir que mi
cuerpo había sido depositado en una tumba con sanitario. Mis neuronas trabajaban al
máximo, todo mi sistema sensorial trataba de hacer una evaluación coherente del por qué
los japoneses, con su bien labrada reputación, le hacían esto a un ser humano. Me decía:
“¡Pero, por Dios, si estamos entrando al siglo XXI y estoy en una luminaria potencia!
¿Qué pasa?”. No podía creer que esta superpotencia utilizara como rehabilitación la
anacrónica guillotina seca.
Estaba en mi volátil e incipiente ensoñación carcelaria cuando el cartero tocó a mi puerta.
El Tribunal de Tokio me había escrito; me entregaron un panfleto con la desvirtuada
fotografía de un criminal en la portada: ese era yo. Era la acusación que el Ministerio
Público hacía en mi contra; el noventa por ciento de este documento estaba en caracteres
japoneses, lo único que decía en español, era lo siguiente:
El Fiscal ha presentado una acusación contra usted en este Tribunal. El juicio
criminal por este acto es convocado a sesión. Se adjuntan a este aviso dos
anexos; el anexo uno es una copia de la acusación, el anexo dos es una
notificación y el estudio en cuanto al derecho de contratar un Abogado defensor.
Por favor, lea atentamente estos documentos y envíe su contestación Tribunal. Si
usted solicita el nombramiento de un Abogado defensor, el Tribunal llevará a cabo
los procedimientos necesarios para ello.
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Este era el único camino que me quedaba, ya que siempre quise pedir ayuda a mi familia,
a mis amigos o a la embajada, y ahora era peor porque me encontraba totalmente
incomunicado en una solitaria celda; el único camino era que ellos me defendieran.
Usted será informado por el Tribunal de la fecha del juicio. Los procedimientos del
juicio criminal son los siguientes: primero su identidad será confirmada por el Juez
Presidente, a continuación el Fiscal leerá la acusación, luego el Abogado defensor
y usted podrán hacer una declaración sobre el cargo, posteriormente el Tribunal
examinará la evidencia, el Fiscal y el Abogado defensor expondrán sus alegatos
finales, se le brindará a usted una oportunidad de realizar su última declaración y
finalmente el Tribunal pronunciará su sentencia. Estas actuaciones podrán
completarse en un día; sin embargo, si toma más tiempo, se fijará un nuevo juicio
en la fecha que el Tribunal determine. La acusación formulada contra usted es
como sigue: violación de la ley de narcóticos y sicotrópicos del Japón, por
posesión ilegal de trescientos gramos de cocaína y ciento setenta de marihuana.
Al rato el carcelero me entregó un folleto escrito a mano alzada en español, donde se me
informaba de la rutina u orden del día que llaman, sobre lo que por cierto ya me habían
dado una buena inducción. Este documento se limitaba más que todo a informar de las
horas de comida y cuándo tenía que levantarme y cuándo me podía acostar. A las siete y
quince de la mañana y cuatro y treinta de la tarde debía doblar los goznes de mis rodillas
ante ellos para verificar mi reseña. En lo que más sobresalía y se extendía este folleto era
en el despliegue comercial que hacían de una variada gama de productos, desde
cacharro hasta lo más refinado en comestibles y abarrotes; lo único que faltaba en oferta
era tabaco y licor. Era sorprendente que, ante tanta opresión, represión y atropello,
después de haberme despojado de todas mis pertenencias, ahora, como por arte de
gracia, tenía por catálogo todo a mi disposición. Lógicamente esto tenía una motivación
oculta porque ellos abiertamente cobraban un exorbitante sobrecosto por este servicio, ya
que esta actividad mercantilista es un privilegio para nosotros los retenidos, según el
estatuto carcelario.
Cuando fui arrestado tenía 725 yenes y no era mucho lo que podía comprar. El privilegio,
entonces, se desvaneció para convertirse en un sueño que en la prisión nunca se hizo
realidad. Sólo me deleitaba cuando veía pasar los carritos llenos de viandas y mercancías
y le daba gusto a la pupila.
La caja de pandora que es la prisión de Kosugue seguía dando sorpresas. El box, muy
sonriente, se acercó con unas revistas en la mano. Eran revistas pornográficas. El
carcelero dejaba traslucir en sus ojos lo que estaba pensando, que yo iba a derramar
toda mi ira y rencor sobre esas orgías de papel. No niego que fueron muchas las noches
en que esas vedettes irrumpieron en mi celda e hicimos derroche de libidinez y pasión,
pero al principio mostré rechazo porque la pornografía hace mucho tiempo dejó de
deleitarme, y en esos momentos mi ánimo maltrecho no estaba para hacer parte de esas
juergas.
Me hice entender como pude para que, por favor, me prestaran otro tipo de lectura. El
box se disgustó, me dio a entender que la recibía o nada. Yo la recibí porque, si no, me
quedaba sin la soga y sin la ternera. No voy a negar que mis recién adquiridas amigas
desfilaron una a una cada noche por mi celda; fueron muchas las noches de idilio y
pasión que pasé con ellas.
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A este lujurioso privilegio no podía faltarle el toque grotesco. Resulta que en Japón el
comercio de la lujuria es algo poderoso, casi un rubro de la economía. Este tipo de
revistas se encuentran por miles en cualquier negocio. Pero los pulcros legisladores
prohibieron mostrar las partes nobles, que son sobrepuestas con cuadrículas. Nos
corresponde a los lectores hacer uso de la imaginación para completar las escenas.
Empecé a meditar en la acusación que me hacían de la posesión de una droga que no
era mías y que tampoco me encontraron a mí. Decían que podía contratar un Abogado o
ellos me facilitarían uno; pensé en las muchísimas veces que les pedí a los desalmados
policías que me facilitaran un Abogado, que me dejaran hablar por teléfono, que llamaran
a mi embajada. Nunca se me permitió. Ahora no entiendo la propuesta que me hacen; me
tienen con una lápida pegada del culo en una tumba, en el más completo ostracismo, y
me dicen que me puedo defender. Al lado de este avance jurídico y de rehabilitación de
los japoneses, la Santa Inquisición es una inocente doncella.
Lo único que me quedó claro es que, ante el organismo que me procesó, se es culpable o
culpable. Para ellos nunca existió la presunción de inocencia. No hubo posibilidad distinta
a la condena. Ser estigmatizado como colombiano es la peor de las cadenas, y ser presa
de un estamento judicial en muchos países es sinónimo de diabólica condena.
El tornado borrascoso en que se había convertido mi vida en tan poco tiempo me tenía al
borde de un colapso. Mis neuronas giraban a millón. Estaba juicioso en el enclave que me
habían asignado cuando mis ojos se detuvieron; enfrente de mí había un calendario del
año en curso, con unos números de aproximadamente tres centímetros. Me pregunté ¿y
el reloj?, pero no lo encontré. Tuve que visualizarlo encima del hostigante y apremiante
marcapasos de tortura que me ponían a visualizar durante las interminables horas de
vigilia diarias.
No encontraba razón para este contrasentido con el avance y desarrollo de esta nación.
Pensaba firmemente que la Isla del Diablo del famoso Papillón era tan sólo una leyenda,
pero en las puertas del siglo XXI era casi un exabrupto pensar que en una superpotencia
esto existiera. Me encontraba atenazado y asfixiado dentro de ella en el más refinado y
pervertido avance de putrefacción.
El pensamiento que tuve de que me iban a tener en cuarentena no estaba tan errado, no
porque fueran a cambiar mis condiciones ilimitadas de hostigamiento y asfixia, sino
porque la cárcel no se queda del todo en el subdesarrollo y el atraso. Conserva de su
medieval sistema dos destacadas actividades; no sé hasta dónde las tendrían como
rehabilitadoras, pues se convierten en las gotas de agua que se le dan a un moribundo
por deshidratación. Consisten en darnos primero dos humillantes y grasientos baños a la
semana; grasientos porque nos hacen meter a cincuenta presos en la misma agua.
Cuando a uno le toca de primero puede decir uno que se bañó, de lo contrario sólo fue un
intercambio de manteca. De todas maneras, llegamos a añorar este baño por el solo
hecho de cambiar de ambiente; aunque no hay dicha que dure, porque esta dinámica
dura tan solo diez minutos y no ha podido uno cogerle el sabor cuando le pegan un grito:
¡ovari! (Fin). Con estos baños fui premiado desde un principio. La segunda consiste en un
recreo que nos dan sacándonos a una jaula dos veces por semana, por espacio de diez
minutos. Estas jaulas son un poco más grandes que la celda. Yo digo que me tuvieron en
cuarentena porque a esta actividad me hice acreedor a la tercera semana de estar en
prisión. Y así, con estas dos actividades de convaleciente resurrección, nos hacen sentir
que estamos vivos.
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Estas actividades están conceptuadas dentro del régimen carcelario de Kosugue como
extraordinarios privilegios y no como necesidades primarias o derechos humanos. El
recreíto lo más agradable que tenía era poder fijar los ojos en el firmamento. Esto daba
una falsa sensación de libertad, que por cierto era truncada casi cuando estábamos
alzando la vista al cielo, porque el recreo se acababa en una exhalación. Un guardia
entraba con un reposado sonido en sus labios: ¡jo-jo-jo!. Esto me recuerda mis días en
una finca lechera en Colombia, porque con ese sonido llamábamos las vacas al establo y
con ese mismo sonido, al otro lado del mundo, es conducido un abyecto rebaño de seres
humanos a su establo vegetativo.
Recuerdo a un guardia que parecía disfrazado de Robin Hood que pasaba por todas las
celdas diciendo ¡undoooo!, invitando al rebaño a salir a la jaula de esparcimiento
matutino. Esta palabra, undo, me ponía a reflexionar por lo que significa en español, y yo
pensaba: pero más hundido para dónde.
La prisión de Kosugue es una colosal construcción que encierra en sus ancestrales muros
no sólo a miles de desdichados sino también un calidoscopio de situaciones y costumbres
en las que se amalgaman sutilmente el refinamiento, la tecnología, el sadismo y la
depravación del sistema.
Admiro mucho a los japoneses por lo que son, por la capacidad de ejecutar una acción al
unísono. Para ellos el respeto jerárquico es una cuestión sagrada, no lo controvierten por
mediocre u obsoleto que pueda ser. A los japoneses se les ordenó guerrear y todos
pelearon en nombre de su Majestad, el Emperador. El Emperador se rindió y ordenó a
sus súbditos ponerse a trabajar, y así lo hicieron. A eso se debe lo que son hoy como
potencia y como nación: Tienen un objetivo común. Sin embargo, desde mi estrecho
concepto, veo una cantidad de inconsistencias e ineptitudes en sus comportamientos y
reglamentos. Por ejemplo, en la prisión los guardias son de una impecable pulcritud, con
su elegante y planchado uniforme, pero no hay uniformidad en el calzado; unos van en
chanclas, guayos o tenis. La verdad es que la gran mayoría son bastante desatinados
para combinar el calzado con el vestido. Claro que algunos lucen impecablemente
perfectos.
Detalles de procedimiento son miles los que se salen de toda lógica. Algunas veces he
tratado de ponerme en la posición de ellos, pero siempre quedo atrapado en el desatino.
¿Será por parte mía, será que por ser yo víctima del subdesarrollo y el atraso, el avance y
desarrollo no me han permeado en el más mínimo y mi mediocre educación no me
permitió ver mas allá de mis propias narices?
Ante la inmovilización, mi cuerpo, mis extremidades y articulaciones se fueron
anquilosando, se me fue paralizando hasta el tuétano. Estábamos en invierno y ya no
gozaba de las comodidades y libertades de la elegante celda de aquella estación de
policía donde me prestaron abrigo con una mimosa calefacción. Ahora estoy en el otro
extremo hospitalario de los japoneses, dentro de mi pulcra caverna primitiva, dando
abrigo con cuatro trapos a mi resquebrajada humanidad. Lo único que se desea todo el
día es que lleguen las cinco de la tarde para poder reposar y así el atenazado cuerpo
pueda cambiar su posición y articular. Esperar las cinco de la tarde es como si nos
tuvieran todo el día en un patíbulo; cuando suena la tierna música nos encontramos con
la escalofriante humillación de estar vivos, con el lazo en nuestras manos, listos para que
nos vuelvan a colgar al otro día. Todo esto seguido de la hostigante humillación de
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amenaza si no cumplía a cabalidad con el reglamento; el box no pierde oportunidad para
amenazar con un penalty. Esa fue una de las muletillas del carcelero después de todos
los atropellos vividos. ¿Qué será “pena máxima” para estos tecnodepravados?. Estaba en
mi mazmorra mirando el calendario cuando se abrió la puerta de la celda y se me ordenó
salir. Se podría decir que esta era la primera salida oficial ya que era para entrevistarme
con un Abogado que muy generosamente el Estado Japonés me brindada para menguar
en algo el calvario al que estaba sometido. Estas salidas de la celda son acompañadas
de un ridículo protocolo de requisa y ratificación de reseña. Es de admirar que nunca se
desvían un ápice del conducto regular ya establecido. Ante la dantesca situación sólo se
percibe una enriquecida mezcla de géneros literarios de pasión y tortura, acompañada de
la depravada candidez de este personal, que parece sacado de una supercomedia de
Chaplin, el Chapulín Colorado o la Pantera Rosa.
Cuando ya estaba sentado frente al que era mi defensor de oficio, recibí un cortante
saludo traducido por un funcionario que el Estado había facilitado. El Jurista empezó a
hablar en japonés y el traductor hacía una traducción literal de lo que decía. Este
traductor hablaba un perfecto español y fue la primera vez en muchos días que pude
establecer una conversación coherente y fluida en mi lengua.
El Abogado empezó a preguntar si yo sabía por qué estaba ahí. Le contesté que me
habían involucrado con la cocaína que habían encontrado en el apartamento de Dora y
Wilson. Me dijo que yo había sido acusado de posesión de esa droga. Le dije que eso era
falso, que a mí no me la habían encontrado, que desafortunadamente me encontraba de
visita donde Wilson y su esposa y que esa droga la habían encontrado en el apartamento
de ellos y parte se la habían encontrado a Dora. La otra cosa era que la policía me había
dicho que Wilson ya había confesado que eso era de él; me dijo que eso era verdad, que
Wilson había confesado que eso era de él, pero que la policía y la Fiscalía habían pasado
un expediente donde ellos aseveraban que yo estaba involucrado en el delito. Le dije que
eso no se me hacía raro, ya que la policía me había repetido lo mismo durante un mes,
que incluso llegó un momento en que pensé que era mía, porque me llegaron a
convencer de que si yo declaraba que esa cocaína era mía me iban a soltar. Me dijo que
yo había declarado haber tocado cocaína; le dije que eso hacía parte de una teoría que
no me perjudicaría, según la policía. Me preguntó que si yo iba a aceptar la acusación. Yo
argumenté que no iba a aceptar algo que no era mío y no me lo habían encontrado. Muy
sutilmente el abogado empezó a sugerirme que yo debía aceptar la acusación, ya que
esto me podía ayudar, porque yo podía recibir una condena simbólica y los jueces me
condenarían pero me podrían mandar para mi país. Contesté que yo no aceptaba. El
abogado empezó a acalorarse, me amenazó con no defenderme si yo no aceptaba la
acusación. Estábamos en esta discusión cuando se abrió la puerta del cubículo y el
guardia muy serio dijo: ¡ovari! (Fin)
Ni siquiera pude despedirme cordialmente de mi Abogado defensor. Fui sacado de
escena y cuando fui descargado de nuevo en mi mazmorra el calidoscopio en que se
había convertido mi mente empezó a girar y a dar los más escalofriantes destellos de
terror. A la depresión que este sistema había incrustado en mi vida no se le atisbaba
ningún alivio. El objetivo era no dejarme alzar la cabeza del fangoso pozo al que me
habían metido; no sabía qué seguía, si algún día podría volver a mi patria, o mis días
estaban contados en este país, ya que sólo veía la muerte y mi único deseo era estar
bajando al hoyo negro.
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Lo más tormentoso de todo era la cantidad de incógnitas, mi cerebro disparaba preguntas
por miles pero el eco desgarrador del infierno guardaba el más tenebroso de los
mutismos. En esos momentos se piensa que estamos en la caldera más candente de los
infiernos. ¿Y Dios?; se podría decir que Dios no tiene entrada en este rincón del planeta.
No estaba equivocado, Dios había sido expulsado hacía mucho tiempo de este paraíso, la
única esperanza era gozar de la sustanciabilidad que teníamos de él dentro de nosotros
mismos.
Esperé a que se terminara ese letárgico día. Podría decirse que el tiempo se detiene, es
una gran hazaña lograr pasar o vivir los ochenta y seis mil cuatrocientos segundos que
tiene un día. A las cinco de la tarde metí mi cabeza a invernar, nunca había usado la
almohada de dotación; es un saco lleno de semillas. Cuando traté de acomodarme en ese
peligroso artefacto pensé en pedir el manual de instrucciones, porque la verdad es que,
como almohada, era un torticuloso atentado que lo expone a uno a descalabrarse. Con el
privilegio de este objeto, el curso de dormir sin almohada también lo superé con lujo de
detalles.
Empecé a sumirme en el reposo de esta pesadilla. La verdad es que el cerebro empieza
a estar todo el tiempo como caliente y entumecido, entrando en una completa transición
de adaptación a este desbordante masoquismo. No había entrado en el trance de reposo
cuando de súbito se sintió el estrepitoso ruido de una cantidad de vidrios, seguido del
más macabro de los alaridos de terror acompañado de la resonancia de muchos golpes a
puertas y paredes. Este espectáculo duró quince o veinte minutos hasta que llegó una
legión de hombres, alcancé a contar más de ochenta; en pocos minutos pasaron con el
malvado criminal por el frente de mi mazmorra. El dantesco cuadro que me tocó ver por
primera vez, porque no fue el único, era desgarrador y paralizante: el desdichado hombre
llevaba hilachas de carne colgando de su cuello y cara, bañado en sangre, y unos
hombres detrás gritándole enfurecidos. No faltaba la frase: ¡vaquerro coñerro!. Lo
llevaban caminando con las muñecas retorcidas por encima de su cabeza ya a punto de
arrancarle los brazos, los alaridos de este desdichado criminal desgarraban el alma y a la
vez se apoderaba de mí el más gélido de los pánicos.
Mi maltrecha integridad no era capaz de sobreponerse a lo que estaba sucediendo. No
podía entender lo que pasaba, después de haber admirado en los japoneses el más
opulento desarrollo tecnológico y el respeto por el ser humano. Hoy en día es una de las
culturas más pacíficas y respetuosas. ¿Cómo es posible que en un rincón de su isla
tengan una fosa común en tal estado de putrefacción ?
Luego de todos los festejos de recibimiento empecé a ser parte de toda la idiosincrasia
enervante que producía vivir la odisea carcelaria. No se podría llamar a esto adaptación o
acople o compenetración, el nombre que todo esto representaba para mí era inefable;
sólo fluía una palabra coherente para darle nombre: “asesinato”, porque desconectar a un
ser humano de su luz intelectual, moral y física al enterrarlo en una tumba con un
sanitario es asesinarlo espiritualmente.
En esos días no volvió nunca a brillar la vida para mí, el transcurrir era lento pero seguro.
Bien el dicho que dice: no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, no hay
mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
El box, en repetidas ocasiones, se acercaba a la ventana con una cantidad de papeles
para que firmara y estampara mi huella. Esto sonaba sospechoso porque todo era en
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japonés, pero ante el acorralamiento no podía uno ni siquiera a chistar. A los muchos días
me pude percatar que eran puros trámites burocráticos de mi estadía carcelaria y una
completa estadística de mis salidas de celda a juicios o visitas.
4. El Juicio
El diez de marzo de 1993 me cogieron por sorpresa cuando muy temprano se me ordenó
salir de mi celda. No tenía la sospecha de que ese día la justicia japonesa me requería
ante su tribunal. Después de cantidad de rituales protocolarios fui conducido al primer
piso (yo estaba en un tercero); allí tenían cantidades de presos, pero la legión de guardias
era exorbitante. En una estadística que hice después me di cuenta de que eran doce
guardias por preso. Luego de cumplir con su cantidad de rituales protocolarios y militares
me pusieron las esposas y me amarraron junto a otros once desdichados, porque no
permitían más en un lujoso bus que nos conduciría por todo Tokio para llevarnos al gran
palacio.
El bus quedaba prácticamente vacío pero era atiborrado con centenares de guardias.
Después de un largo paseo por la urbe llegamos a un colosal y elegante edificio. De
repente el bus sucumbió en un hueco: estábamos en el sótano del edificio. Para subir y
bajar del vehículo nos hicieron una calle de honor de centenares de hombres que nos
iban conduciendo hasta un lugar en el que nos quitaron los lazos y las esposas, para
luego reseñarnos por enésima vez. Fui conducido a una celda con el más ostentoso
derroche de lujo y elegancia. Parecía una suite de un hotel cinco estrellas. Estaba allí
cuando un grosero grito me hizo ponerme de rodillas para verificar mi reseña. Había
perdido la cuenta de cuántas veces me habían reseñado.
Se abrió la fortificada puerta y se me ordenó salir, protocolo de reseña y marché. Fui
conducido a un lujoso cubículo, ahí estaba el Abogado con el traductor. Nos saludamos y
me preguntaron que si iba a aceptar la acusación. Les dije que no, entonces me dijeron
que lo mejor era que me defendiera otro Abogado y se despidieron.
De nuevo en la suite, encontré en una mesita un material con una inacabable lista de “se
prohibe”. Era prohibido hacer ejercicios, hablar, cantar, rezar. Busqué “se prohibe
respirar”, pero me percaté de que ese es un privilegio. Al mucho rato volvieron los
gendarmes y me condujeron a la espaciosa sala de audiencias. Allí se encontraban, como
es tradicional, los dos bandos de buenos y malos a lado y lado. En el centro estábamos el
señor Wilson y yo, rodeados por la legión de guardias. Me quedé sorprendido al no ver a
la esposa de Wilson, creí que más tarde llegaría, cosa que nunca pasó.
Al frente de nosotros estaban sentados el traductor con una taquígrafa. A los pocos
minutos se abrió una puerta por la que entraron tres elegantes querubines vestidos de
negro. Inmediatamente nos quitaron los grilletes, nos ordenaron ponernos de pie y hacer
la ceremonial venia japonesa a nuestros jueces. El Juez Central, en tono circunspecto,
dijo que nos habíamos reunido allí para celebrar un juicio criminal en contra de Wilson y
yo, y todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra nuestra, y pidió al fiscal
leer la acusación. El abogado que me habían asignado pidió que no se leyera la
acusación porque él no me iba a defender y que lo mejor era que me nombraran otro
abogado. El Juez Presidente secreteó con los otros dos y aceptaron que se me nombrara
otro abogado, la próxima audiencia para el 30 de abril, se levantó la sesión y
desaparecieron detrás de la puerta ondeando sus fúnebres togas.
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Wilson y yo íbamos a empezar a murmurar algo. Yo iba expresar el por qué de este
insuceso cuando sentí un coscorrón en uno de mis parietales seguido de la muletilla:
¡vaquerro coñerro, honasi damc¡ (malparido, hijueputa, no puede hablar). No me había
recuperado del golpe y ya me estaban poniendo en la suite. Hice cuentas del tiempo que
faltaba para el 30 de abril, lo que me producía profundo desconsuelo.
Como nunca más tuve contacto con Wilson, estaba seguro, por lo que la policía me había
dicho, que Wilson iba a afirmar que la droga era mía. Eso me hacía presa del peor de los
horrores por la injusticia de que me condenaran por algo que no era mío. Otra cosa que
daba vueltas por mi cabeza era el por qué Dora, la esposa de Wilson, no estuvo con
nosotros, a pesar de que nos habían arrestado juntos.
A estas preguntas respondía el escalofriante eco del silencio. Estuve todo el día estático
en la lujosa celda, especulando y quejándome de mi suerte. Este quejumbroso letargo fue
interrumpido por una voz celestial que salía del techo; me puse de rodillas y di gracias al
Creador por haber oído mis plegarias. La dicha de pensar que El Hacedor del universo
había hecho material su omnipresente aparición no duró mucho tiempo, pues la suave y
angelical voz no se volvió a escuchar. Me puse a analizar detenidamente una rejilla que
había en el techo y pude ver un parlante detrás de ella.
A los muchos días y después de muchas visitas al Palacio de Justicia, me pude dar
cuenta de que este edificio no tenía nada que envidiarle en el servicio de llamado al
sofisticado Aeropuerto de Narita, pues cuando se acercaba la hora de volver a la prisión
se nos avisaba por el parlante para que no nos fuera a dejar el vuelo y no se nos fuera a
quedar el abultado equipaje.
Volvimos a la prisión en medio del turbulento tráfico vespertino de la gran ciudad.
Llegamos muy entrada la tarde o noche y deshicimos maletas. Me llevé la sorpresa de
que los gendarmes de la prisión me habían dejado la comida en el suelo, cosa que les
agradecí, aunque dos cucarachas ya estaban departiendo mi cena. Me senté a compartir
la mesa con mis abusivas amigas.
Los días que siguieron fueron acompañados por el pensamiento doloroso que se puede
sentir cuando se está en un pozo lleno de pirañas que ríen y muerden pero no satisfacen
el más ardiente de los deseos, la muerte. Después pude comprender que este sistema
carcelario hace parte de un acervo cultural japonés de dos o tres mil años, para el cual
adaptaron creencias religiosas y tabúes, y la práctica de agotadores ejercicios físicos de
inmutabilidad del cuerpo. Pero por virtuoso que esto pueda ser, aplicárselo a una persona
durante veinticuatro horas es completamente destructivo.
Los japoneses, después de la guerra, recibieron una transferencia de tecnología y cultura
muy grande, tanto así que tanto sus costumbres políticas y sociales como la cotidiana
vida popular están completamente occidentalizados. Deberían también transferir a sus
filas la sofisticada y avanzada capacidad que tienen algunos países de Occidente en
rehabilitación delincuencial.
Es inconcebible que aquí dejen pudrir a un ser humano en el suelo durante años,
perdiendo sus más elementales derechos de poderse mover, hablar y pensar, enterrado
en una tumba con un sanitario. Ante esta absurda situación que estaba viviendo, empecé
a contemplar firme y fríamente la posibilidad del suicidio. Es una decisión de valeroso y
grueso calibre; por duro que fuera lo que estaba pasando era muy difícil tomarla, lo
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mismo que ante la oprimente limitación a la que estaba sometido, era casi imposible
conseguir los medios para suicidarme. No obstante, después empecé a buscar un medio
que cercenara mi vida o algo que acabara de apagar la luz para así irme del todo.
De improviso fueron apareciendo todos los elementos para el más sofisticado
ahorcamiento ritualista. Resulta que ante las fuertes medidas de seguridad, las
autoridades tomaron todas las precauciones para que sus desdichados no fueran a tomar
la sabia decisión del suicidio. A la celda la dotan con todos los implementos de un
perfecto patíbulo; la celda tiene el piso cubierto con una especie de estiba que en el
Japón llaman tatami, algo parecido al mimbre. Este artefacto es entretejido con mas de
ochenta hilos de nylon de aproximadamente dos metros cada uno, con una resistencia de
unos cincuenta a cien kilos. Furtivamente fui sacando las puntas y de rato en rato fui
deslizando suavemente su entretejido camino y logré sacar diez hebras. Logré hacer
debajo de mis cobijas el nudo ritual del ahorcado, quedando ya terminada con lujo de
detalles la primera fase de la ejecución. Me faltaba la segunda y esta fue fácil porque la
celda era un perfecto patíbulo, pues la mazmorra en su parte posterior estaba fortificada
con una gran reja de seguridad atravesada por gruesos barrotes.
Empecé a soñar con mi cuerpo ondulando de lo último de los barrotes, así empezaba a
hacerse realidad mi primer sueño presidiario. A esto siguió el torturador pensamiento de
autosugestión de que el único camino que me quedaba era colgarme de ese barrote y así
acabar con esta mierda.
Esta descarnadora ambivalencia me duró varios días; que sí, que no, estuve a punto de
tomar la decisión pero mi cobarde cinismo me lo impidió. Estaba en esta dicotomía
cuando empecé a sentir unos cambios neurológicos muy fuertes seguidos de náuseas,
vómito y fiebre, con un profundo dolor de cabeza. Perdí la percepción en la coordinación
de mis facultades mentales y físicas, lo más duro era darme cuenta de que mi cerebro
había perdido el dominio de mis actitudes y no podía hacer nada, ni siquiera era capaz de
tomar la decisión de suicidarme.
Estaba casi boqueando cuando se acercó el box y me preguntó qué me pasaba. Le
expresé que me sentía muy mal. Me miraba con una risita sardónica; a los pocos minutos
se fue para volver al mucho rato con otro compañero. Empezaron a cuchichear y a
sonreír, se fueron nuevamente para volver con una legión de hombres, abrieron la puerta,
me sacaron a rastras y me llevaron a lo que parecía una improvisada enfermería de
posguerra. No había un solo utensilio o instrumento de la época, todo lo que vi allí tenía
una valiosa antigüedad. El examen al que fui sometido consistió en la toma de presión
con un exótico y mohoso aparato y la escrutadora mirada de la muchedumbre que me
acompañaba, ya que me miraban como bicho raro. Intercambiaron algunas frases y me
volvieron a internar en mi mazmorra.
Me desconecté por completo del reglamento, perdí el apetito, no me importaba nada, no
decía número, no me levantaba, no volví a hacer uso de las actividades de rehabilitación
del baño o del recreíto a la jaula, pero era agredido constantemente porque me salía o no
permanecía en el enclave. A los pocos días de esta situación fui sacado de la celda a
estrujones porque no quería salir. Había hecho un dibujo a Jesucristo no porque fuera
creyente sino porque en estas condiciones uno se sube en lo primero que pase y Él había
sido el Salvador que más cerca había tenido a lo largo de mi vida. Me aferré fuertemente
a este dibujo y un gendarme me lo arrebató, lo rompió y lo arrojó a la basura. Me puse a
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llorar y a gritar y ellos hicieron lo mismo, y a punta de gritos y estrujones me llevaron
hasta otra sala de enfermería, que esta estaba mejor dotada.
Lo mismo que antes, el mismo examen con la diferencia de que esta vez me amarraron
para hacerme un examen de sangre y aplicarme una cantidad de droga. Después de que
me soltaron comencé a despegar en el más agradable de los viajes espaciales, no volví a
sentir la vida por muchos días, fui conducido a una mazmorra con circuito cerrado de
televisión. El sadomasoquismo de reforma y dotación al que había sido sometida esta
mazmorra para desequilibrados mentales era como salido de una parodia de circo
romano. Nerón fue un pendejo al lado de los que se recrearon ambientando estas celdas;
me quitaron todo, no podía escribir, sólo me dejaron las revistas pornográficas.
Aquí empecé a vivir, se podría decir, una segunda fase de las más fascinante y refinada
perversión carcelaria, donde estos destacados especímenes humanos alcanzan el más
depravado éxtasis metiéndonos en un tubo de ensayo como microbios o conejillos de
indias. Porque lo que nos ponen a vivir en estas refinadas celdas es para ellos la más
grande emoción, con los depravados cuadros de la más degradante mutación y
mutilación humana. Este pabellón al que había sido confinado era el campo de
concentración de miles de enfermos mutilados y desequilibrados mentales.
Todo el día se veían pasar desdichados arrastrando muletas o jalados, empujados por
hombres que los apuraban brutalmente, porque a la prisión de Kosugue se vino a pagar
un delito criminal; la integridad humana no importa para nada, aquí no se respeta ni la
más terminal de las enfermedades.
Teniendo en cuenta que en esta fase carcelaria somos inocentes y esta cárcel es una
casa de retención preventiva, ¿qué será de los que ya están condenados?. La pregunta
es: ¿por qué se penaliza brutalmente a una persona que está retenida preventivamente y
no ha sido condenada?
Este pabellón de enfermos es coordinado por un depravado y desadaptado gorila que
todo el día está haciendo el más hostigante de los acosos para que uno permanezca en
el enclave asignado. Por la tutoría de este carcelero me tomé la más exquisita miel del
diablo, apaciguada por la cantidad de calmantes que siguieron suministrándome después
de haberme instalado en la sofisticada celda. Me daban entre ocho y diez antidepresivos
diarios; esto me produjo un insidioso reposo en la más trágica vida contemplativa que
haya vivido alguna vez. La droga que me daban me permitía transportarme a otras
dimensiones donde hice contacto con seres muy importantes de ultratumba, como mi
madre; a pesar de que ella siempre ha estado a mi lado, después de ser sometido a la
barbitúrica dieta nunca volví a perder contacto con ella, a no ser cuando el guardia me
hacía un escándalo porque me encontraba platicando con ella. En medio del pánico que
este hombre nos provocaba, mi madre se esfumaba y cuando veía que no había moros
en la costa entraba furtivamente a compartir mi cautiverio.
El más refinado sistema de seguridad en ese lugar era un ojo biónico que salía del techo
de la celda y hacía un cubrimiento a la redonda de más de ciento ochenta grados. Ya no
volví a tener problemas con mis anfitriones porque el eficaz tratamiento había hecho el
efecto deseado y me convirtió en la más dócil de las criaturas.
Una tarde me sacaron de la celda y fui conducido a los ya conocidos cubículos; allí estaba
el traductor con un desdentado anciano bonachón. Este señor expresaba una lozana
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simpatía, me extendió un cordial saludo y se presentó como mi Abogado. Qué lejos
estaba yo de imaginarme que este simpático anciano probaría mi inocencia jurídica y me
haría indemnizar por la nación japonesa.
Empezó con las mismas preguntas. ¿Qué que tenía que ver yo con esa droga?. Le
contesté lo mismo, que no sabía nada. Me preguntó que para qué había yo declarado
haber tocado la cocaína. Le dije que prácticamente había sido obligado a ello con la
mentira de que eso no me perjudicaría porque Wilson había confesado todo. Me dijo que
lo que a mí me perjudicaba era que la policía y la Fiscalía me habían involucrado
fuertemente, que teníamos que tratar de desvirtuar todo eso, pero que lo que sí estaba
claro era que la droga era de Wilson, pues él lo había confesado
Le hice la inocente pregunta de cuándo podía terminar eso para mí. Me dijo que muy
pronto porque había sido involucrado en la comisión de un delito grave, pero no era el
responsable ni autor de él y los jueces me podrían encontrar culpable de un delito menor,
que era excarcelable fácilmente. Yo nunca había violado las leyes japonesas y las de
ninguna parte del mundo, pues las autoridades japonesas hacían las investigaciones
pertinentes a este respecto, y que muy pronto estaría en mi país.
Habíamos terminado cuando se abrió la puerta y se oyó el llamado de fin. Salí feliz de ahí;
fue la primera vez que no me importó que me hubieran limitado en tiempo para hablar con
mi Abogado. ¡Qué me iba a importar en medio del éxtasis de saber que muy pronto
estaría volviendo a mi país! Ya me imaginaba subido en el pájaro de aluminio haciendo el
viaje transoceánico.
Esta falsa ilusión fue mi consuelo por algunos días. No imaginaba que después de la
pesadilla que había vivido en Kosugue, faltaba la parte más sutil y degenerada de toda
esta parodia, atizada por la torpe indiferencia de tres jueces indolentes.
El 14 de abril, muy temprano, se abrió la puerta y fui conducido a una zona especial.
Había gran cantidad de enfermos mentales. Nunca olvidaré los rictus y las amargas
huellas en la expresión de esa gente. ¿Cómo sería la mía? Después del ritual carcelario,
fuimos incrustados en el bus, en profundo silencio. Hicimos el acostumbrado paseo,
llegamos al Palacio de Justicia y fui llevado a la celda palaciega. Cuando llegó la hora del
juicio, el Juez Central dijo que nos habíamos reunido para celebrar un juicio criminal, y
todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra mía, y pidió al fiscal leer la
acusación
El Fiscal dijo: “Señor Juez, estos hombres han sido encontrados en posesión de esta
cocaína y marihuana”, y mostró la evidencia. El Juez preguntó si aceptábamos la
acusación, Wilson la aceptó, yo no; el Fiscal llamó a Wilson al estrado. Cuando Wilson se
sentó allí yo estaba convencido de que me iba a involucrar, ya que eso era lo que la
policía había dicho. Asombrado me quedé cuando le oí contestar al Fiscal la apremiante
pregunta de ¿por qué me había dado a guardar esa droga?. Él contestó que yo no tenía
nada que ver ya esa cocaína y esa marihuana eran suyas y yo no tenía ningún
conocimiento de eso porque él nunca compartió conmigo que tenía esas cantidades de
droga. Esto fue dicho por Wilson en cien formas diferentes, pero el Fiscal siempre le puso
cortapisas y palos en la rueda para que Wilson me incriminara. Luego siguió una
interminable y meticulosa letanía de preguntas impregnadas de la más absoluta candidez
y mediocridad jurídica, sin ningún sentido.
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Yo, en medio de todo esto, reflexionaba sobre la acusación de posesión que me hacían.
Cuando Wilson declaró que yo no tenía nada que ver, pues no tenía conocimiento de la
existencia de esa droga y que era de él, la manera coherente y fácil en que veía todo me
decía que no había más nada que decir; apague y vámonos. Pero no, se tornó en el
círculo vicioso más mediocre que haya visto jamás.
El Fiscal duró no menos de cuatro horas dándole vueltas al interrogatorio. Mientras el
histriónico funcionario se paseaba haciendo preguntas con los dedos pulgares metidos en
las mangas de su chaleco, por mi cabeza rondaba la pregunta: ¿dónde estaba Dora, la
esposa de Wilson?. Ni sonaba ni tronaba, pero al frente mío estaba el bolso con cocaína
que le habían encontrado a ella. Para mí era un exabrupto pensar que ya la habían
soltado y declarado inocente. Llegué a pensar que ante el gran desarrollo, la justicia
singularizaba y no era mixta, y a ella la estaban juzgando en otra parte.
Mientras este parlanchín de circo barato hacía su perorata, uno de los jueces bostezaba y
cabeceaba. Yo decía para mis adentros que, pensara lo que pensara el señor Fiscal, esta
farsa ya estaba por terminar; qué equivocado estaba, era tan sólo la incipiente y más
ridícula de las pesadillas jurídicas caracterizada por la soslayada protección y aprobación
paternal por parte de los jueces. La decisión que tomaron desde ese momento fue
brindarle todas las garantías condenatorias a su querido Fiscal para que jugara con sus
muñequitos de cuerda durante años. Estaba el Fiscal en uno de sus paseos cuando el
Juez le dijo que el tiempo se había acabado. El Fiscal dijo que, para terminar, presentaría
las declaraciones tomadas en mi contra por parte de unos individuos. El Tribunal preguntó
que dónde estaban esas personas. El Fiscal dijo que no sabía porque habían sido
puestas en libertad. El Juez dijo que revisarían las declaraciones y darían su concepto. El
Fiscal pidió más tiempo para presentar pruebas. Mi Abogado argumentó que no podían
ser tomadas ni tenidas en cuenta porque esas personas ni siquiera se sabía si existían y
no estaban allí para probar su veracidad Determinaron que nos volveríamos a reunir en la
Sala el 30 de abril, se levantó la sesión y desaparecieron los tres angelitos negros
ondeando sus fúnebres trajes.
De regreso pensaba en todo lo que había pasado ese día; me tenían caviloso las
supuestas declaraciones que el Fiscal le entregó al Juez. A pesar de las lagunas que
dejaban tantas incógnitas, yo descansaba sobre la hipótesis de que el delito había sido ya
declarado y asumido por Wilson, y ante la confesión de él que yo no tenía nada que ver,
la acusación en mi contra quedaba sin piso jurídico.
De nuevo en la prisión las cosas siguieron igual. La misma rutina, diez horas sentado en
el mismo sitio, catorce horas acostado, la ración de calmantes que me suministraban
diariamente, los tiros de pena máxima que nunca dejaron de pitar. La comida es uno de
las cosas buenas del gran centro, aunque fue un poco duro adaptarme a la cantidad de
legumbres y verduras que dan. Pero todo está lleno de un contrasentido, porque unas
veces respetan la libertad motriz pero aguanta uno hambre, y en otras lo inmovilizan y le
llenan la barriga. El caso de Kosugue era una política del garrote y la zanahoria.
Me encontré de nuevo en la tecnodepravada celda esperando un lejano juicio para definir
algo que hacía mucho rato estaba definido. Al otro lado de mi hábitat natural, sin ni
siquiera poder escribir a mi familia, pues no contaba con un céntimo para comprar
estampillas, papel y lápiz, lo más doloroso era saber que mi familia estaba sufriendo a
brazo partido por no saber nada de mí, pero daba gracias a Dios porque no se enteraron
de lo que yo vivía en esos momentos.
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Sin trabajo, sin amigos, sin Dios, sólo contaba con mis anfitriones. Empecé a verlos como
máquinas de hacer mierda, unos pedazos de carne biotecnificados, unos bípedos
biotecnificados para sacar de nuestras entrañas todo el horror que más pudieran; ni así
saciaban la sed de su infinita justicia estos programados bípedos. Había algo de lo que no
gozaban, o para lo que no estaban programados, y era la sensibilidad humana. Siempre
se muestran impasibles ante la ejecución de su trabajo; lo más admirable es que no hay
uno solo que se salga de la disciplina.
Después de haber investigado un poco sobre los japoneses, pude darme cuenta de que
al más alto nivel jerárquico le practicaron los más atroces castigos y torturas a los chinos
y coreanos durante los muchos años de ocupación. Si esto se lo hicieron a sus más
emparentados hermanos y a su propia raza, por qué voy a pensar que a mí no. Claro está
que después de que el emperador se rindió y pidió disculpas al mundo, también pidió a
sus súbditos que cambiaran todas las costumbres torcidas y acogieran con los brazos
abiertos las buenas costumbres de otros pueblos. Esto último, en materia de
rehabilitación carcelaria, no ha sido acogido.
Llegó el tan anhelado treinta de abril. Me veía durmiendo en mi calientito lecho familiar.
Pero qué sueño más lejano. Empezamos el viaje por la gran metrópoli en el viejo bus, con
mis manos encholadas en los grilletes y amarrado por la cintura. Pensar que esto
terminaría pronto me daba valor. Llegamos al Palacio, se cumplieron los ortodoxos
procedimientos rutinarios y yo fui el primero en llegar al Salón de la Justicia. Luego fueron
llegando los Abogados, Wilson, el Fiscal con sus lugartenientes y los Jueces.
Cuando todos los cortesanos estábamos listos hicimos la gran venia de honor. En alguna
parte leí que todos los juicios estaban revestidos por una histriónica representación
teatral, pero nunca pensé que fuera algo paralelo y literalmente tomado de la comedia. El
Gran Tribuno, sin anteponer ninguna palabra, dijo que las declaraciones en mi contra de
un supuesto sujeto eran tomadas como prueba. Inmediatamente llamó a Wilson al
estrado y apremió al Fiscal para que empezara a interrogarlo. El Fiscal se paró con su
arrogante, desafiante y escrutadora mirada y empezó su fascinante paseo palaciego.
Estaba este señor haciendo su pueril interrogatorio y mi ya perturbada imaginación
empezó a hacer conjeturas, el revolcón en que se había convertido mi cerebro es algo
indefinible.
Desde ese preciso momento se empezó a despejar que había caído en la más
maquiavélica y enmarañada celada jurídica. Ante el pronunciamiento del Juez pensé que
muy pronto estarían atiborrados de correspondencia y anónimos para poderme condenar.
Esta forma facilista de mandar a un ser humano a la podredumbre no distaba mucho de
la época del imperio romano que había condenado al buen Jesús, o a la Santísima
Inquisición, que por mera murmuración y secreteo, subió al asador a más de un
desdichado. Supuestamente son muchas las naciones que en sus aulas y medios dicen
que estas son cosas del ayer y ya nuestro doloroso y revisado pasado no nos permite
hacer esto, pero siempre nos daremos cuenta de que el hombre es un pervertido
cavernícola y un asesino en potencia desde su amanecer, hasta cuando nos hayamos
asesinado entre todos después de haberle echado candela a este rancho llamado
planeta.
Este señor se paseó por espacio de cuatro o cinco horas haciendo el más descarado y
ridículo recuento de todo lo que se había dicho, haciendo un infantil interrogatorio para
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hacer alarde de sus dotes como jurisconsulto, todo relacionado con la cocaína y la
marihuana, pero de cada pregunta desprendía cien irrelevantes y ridículas preguntas más
como ¿a qué hora la guardó?, ¿porqué tan temprano?, ¿con qué mano la puso?, ¿estaba
lloviendo?, ¿cómo se subió?, ¿cómo se bajó?, ¿con el pie izquierdo o con el derecho?,
¿la bolsa en que la guardó era nueva o vieja?. Esto podía parecer ridículo y hasta sonar
que es una redundante mentira de mi parte, pero estas fueron las luminarias dotes de
este Abogado estatal durante los meses que me procesó, esta la fuerte argumentación
evidencial con que me procesó y siempre quiso probar que esa droga era mía. Omitiendo
recalcitrantemente la confesión de Wilson.
Este funcionario nunca fue objetado en lo más mínimo, el Tribunal alcahueteó a este
titiritero barato para que moviera los hilos desgarradores de mis ya mutiladas entrañas,
sin tener ningún argumento ni piso jurídico fuerte sobre la acusación que se me hacía, sin
tener en cuenta que el delito y la acusación estaban totalmente aclaradas y sólo por el
capricho jubiloso de humillar a un ser humano en la palestra como otrora se haría en el
regocijante circo romano, nos tiran a los hambrientos leones para su satisfacción y no la
mía. Estas fieras mordían bocados grandes de mi vida, pero no mataban. El Gran Tribuno
miró su reloj y dijo que el tiempo se había acabado. Como al Fiscal no le alcanzó el
tiempo para terminar su alegato, pidió que le prolongaran para presentar más evidencia.
El complaciente tribunal miró sus agendas y dio cita para el veintitrés de Mayo.
Otra vez en casa, en mi lujosa cloaca, compartiéndola con el impertinente ojo escrutador
que sale del techo dando la apariencia de un depravado mutante venido de otro mundo,
seguí con mi balanceada dieta de barbitúricos que siempre me mantuvo en una
placentera degradación.
Como ya he dicho, me quitaron todo; lo único que tenía era la compañía de mis
concubinas, las cuales mitigaban las eternas y amargas noches de pasión y lujuria; no
podía escribirle a mi familia porque no tenía dinero. Volví a recuperar las actividades de
baño y recreo, y me empezaron a poner con otros extranjeros, pero sólo en los minutos
de recreo en la jaula. Allí comenté mi situación de desamparo y que no había podido
escribirle a mi familia. Muy comedidamente uno de estos desdichados quiso compartir
conmigo sus denarios y se ofreció a facilitarme estampillas para que pudiera escribir. Esta
renovadora generosidad me llenó de alegría.
Como estas salidas sólo eran los martes y viernes, esperé con ansiedad la próxima para
que me dijera qué había pasado, ya que todo lo relacionado con nuestras pertenencias y
dinero lo manejaba el estado mayor del presidio. El amigo me transmitió la fatídica noticia
de que entre compañeros de infortunio no se podían hacer favores porque esto se podría
prestar para la comisión de algún delito y así quedó interrumpido el lazo que había yo
anhelado y empezado a hacer con mis seres queridos.
Muchas veces me frenaba, pensaba y me preguntaba ¿esto sí será Japón?. No podía
creer que al otro lado de esos muros estuviera una de las democracias más grandes del
mundo y que ese avance y desarrollo cultural no haya asomado las narices por esta
cloaca. En esta brillante cultura es algo salido de toda lógica que las costumbres torcidas
que el emperador Hirohito en su rendición pidió a su pueblo fueran cambiadas, ni siquiera
habían sido sometidas a una somera valoración.
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En los días venideros mi situación empezó a mejorar. El personal vio en mi malogrado
destino un evidente cambio, en el que sufrí la más cruel domesticación acompañada de
una dulce mansedumbre narcotizada. En contraprestación con este nuevo cambio
existencial, me fueron permitidos otros privilegios, el box me regaló una mina y cuatro
hojas de papel acompañadas de una vieja revista farandulera editada hacía cuatro años.
Hacerme merecedor a esto era ya algo que distaba de mis inoperantes días de ocio y
lujuria, y pude entrar en la lúdica y diestra actividad de la lectura y la caligrafía; para
completar esta dicha no hacía falta sino poder escribir a mi familia.
Llegó el veintitrés de Mayo. Ese día fui sacado de mi celda muy temprano para presenciar
uno de los dramas más deplorables de un ser humano. Como ya he dicho, me encontraba
en uno de los pabellones de máxima seguridad, donde sólo había peligrosos
desequilibrados mentales. Esa mañana me hicieron parar al pie de un señor de origen
oriental del que se desprendía el más desagradable de los hedores, el aspecto
conmovedor de este hombre era como para llorar, pues se percibía que no coordinaba la
más mínima de sus facultades mentales y físicas. Su mirada pertenecía a otro mundo, su
capacidad motriz era activada por el diligente lazo de cabestro que nos ponían, al cual el
hombre respondía con soltura. Cumplido el itinerario, nos encontramos en el sagrado
Palacio de Justicia, frente a mis pervertidos justicieros.
El señor Juez pidió al Fiscal seguir exponiendo el interrogatorio de evidencia probatoria
en mi contra. Volvió por las mismas. Lo que más me interesó fue que Wilson aceptó de
nuevo su culpa, exonerándome de cualquier responsabilidad sobre la cocaína y la
marihuana. Esto fue aseverado abierta, clara y contundentemente. Sus textuales y
literales palabras fueron: “Yo he dicho que Juan Carlos no tiene que ver con esa cocaína
y la marihuana, él no sabía de la existencia de ellas y tampoco participó en mis negocios”.
Por lo demás, no hubo ningún aporte a no ser un riguroso control dietético que el
poderoso jurista le hizo a Wilson, más o menos así: ¿Cómo comía, por qué comía, qué
comía, a qué horas, sentado o parado, salado, frío, caliente?. Esto parecerá ridículo y
mentiroso, pero fueron muchas las horas dedicadas a contemplar esta evidencia criminal
presentada por este Fiscal al Tribunal, el cual se la tomó muy en serio.
Ojalá esto lo dejaran sacar de sus polvorientos anaqueles, ya que el Tribuno, al finalizar
el juicio, me dijo que no podía tener copia del proceso,
El tiempo para presentación de pruebas y evidencias no fue suficiente y el Fiscal pidió
nuevamente a sus protectores que necesitaba más tiempo para presentar su acervo
probatorio, cosa que contó con la unanimidad de los tres angelitos negros. Se dispusieron
a programar la siguiente audiencia para el dieciocho de Junio.
Héme otra vez frente al escrutador ojo que nunca volvió a quitarme la mirada de encima.
Esta interminable pesadilla empezó a ser contraprestada con algunos privilegios,
acompañados de un socorredor milagro; lo primero fue que entré a hacer parte de una
actividad más, los Martes y Viernes el carcelero se arrimaba a la ventana de mi celda con
su ya conocida morbosa y socarrona sonrisa, blandiendo un viejo ejemplar literario en su
mano; hay que agradecer y elogiar este gesto de generosidad por parte de este estado
mayor, ya que después de que empecé a recrear mi desesperación silenciosa con esta
actividad, mi vida dio un vuelco total. Esas lecturas fueron un pequeño bálsamo
reparador.
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Ahora, en retrospectiva, recuerdo textos que, si tuviera que leerlos ahora, me pondría a
llorar. De nuevo reitero mis agradecimientos por este acto de esparcimiento que me salvó
la vida.
El socorredor milagro fue que un día me sacaron de mi celda y me llevaron al pequeño
cubículo de visitas. Este cubículo estaba dividido por un grueso tabique de concreto y un
vidrio blindado en la parte superior. Al otro lado se encontraba una mujer que al azar
quiso visitar algunos compatriotas. Quedé sorprendido cuando a mi lado se quedó uno de
los gendarmes que me ordenó que no podía hablar en español. Empecé a balbucir
algunas palabras en japonés, sin poder siquiera armar una frase coherente que pudiera
comunicar la alegría que esto me estaba produciendo y poder contar algo de mi tortuoso
calvario. Hasta que no aguanté y empecé a hablar en mi añorado y melodioso español,
alcancé a cruzar algunas frases y decirle que no había podido escribirle a mi familia por la
falta de dinero, pero fui retirado brutalmente de allí. Esta generosa mujer me alcanzó a
gritar, con lágrimas en los ojos, que me dejaría algún dinero para que cubriera esta
imperiosa necesidad.
Así terminó la caritativa visita de esta emisaria de Dios que nunca más volví a ver. Me
preocupaba pensar que si esto ocurría ahora que gozaba de presunción de inocencia,
qué sería de mi destino cuando recibiera la decretada condena oficial que me tenía el
Gran Tribuno.
De nuevo en mis aposentos, remordiendo el rencor por esos “ojirrasgados hijueputas”,
comencé a caer en la más degradante depresión, en el más hondo resentimiento que
jamás un ser haya sentido por otro. Esta trágica humillación volvió a fraccionar mi ya
despedazada vida en mil pedazos, y sólo anhelaba que esta guillotina seca terminara de
una vez por todas con el hálito de vida que me quedaba.
Rondó de nuevo el pensamiento de que el hombre es un asesino en potencia, no importa
el estado de civilización en que se encuentre. Desde ese momento empecé a ruñir
nuevamente el ferviente deseo de poner fin a mi vida, el cual no había podido cumplir por
el cobarde apego que me quedaba. Ya me habían asesinado pero no dejándome partir
del todo, cosa en la que me iba a poner de inmediato para buscar la forma de terminarles
lo que habían iniciado. Descubrí cómo burlar la seguridad en cuanto a los barbitúricos que
me suministraban, ya que no fui capaz de operar el sofisticado patíbulo que es la celda;
por el cobarde dolor de ahorcarme, pensé que lo mejor sería entrar en un profundo sueño
del cual no volviera a despertar. Para apoderarme de las preciadas pastillas en
cantidades mayores, ideé un plan. Como ya he dicho, la celda es un cubículo de tres
metros por uno con sesenta, en la parte frontal está la puerta y una ventana y en el fondo
la lujosa porcelana sanitaria que consta de un sanitario y un lavamanos, el uno al frente
del otro.
Me ingenié la forma de apoderarme de las pastillas, así: Cuando ellos me las hacían
tomar, me hacían abrir la boca revisando totalmente mi cavidad bucal. Tenía dos
obstáculos: el carcelero y el ojo electrónico. Decidí quedarme todo el tiempo con un saco
puesto que me habían dejado conservar. A este le metí una bola de papel higiénico en
uno de los bolsillos laterales para que permaneciera abierto. Para echar las pastillas en el
bolsillo tenía que obstaculizar el ángulo del ojo electrónico y al mismo tiempo burlar la
mirada del guardia. Debía estar en el centro de la celda o un poco más al fondo para
lograr esa posición y apoderarme de ellas. Debía distraer a los dos, y lo hice colocando
en el centro o un poco más al fondo la mesita de poner la comida. Allí dispuse un vaso
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  • 1. 1 Pesadilla en Oriente Tokio, Japón 1.993 – 1995 Juan Carlos Giraldo Autor Armenia, Quindio COLOMBIA 2005
  • 2. 2 Nunca lo olvides: paseamos sobre el infierno contemplando las flores. Kobayashi Issa
  • 3. 3 Pesadilla en Oriente 3. INTRODUCCIÓN Soy un colombiano raso, pero la verdad de aquellos que llevan ese espíritu aventurero y aquella sangre de arranque que es admirada en todas las partes del mundo. Personalmente, me considero emprendedor, mujeriego, libertino, dicharachero, alegre y buen amigo; inquieto a morir y siempre con la mente puesta en el dinero, aclarando que después de muchas vueltas de la vida y de la dura experiencia japonesa, aprendí a valorar las cosas del adentro; nuestro ser interno, las satisfacciones no materiales y las grandes posibilidades que nos regala la metafísica. Haciendo valer ese espíritu de colombiano ambicioso, luego de montar empresas y negocios en mi tierra en medio del derroche y la vida buena, decidí viajar, para explorar otras latitudes, buscar nuevas experiencias, conocer gente nueva para satisfacer mis instintos locuaces de buen relacionista, pero siempre con el signo pesos marcado en la frente. Así, este "enanito escribidor y gozón" por los años 90 comenzó su aventura, para dar cumplimiento a la profética advertencia de un brujo que me marcó el destino con mucho dinero por delante pero también con el "terrible canazo" que tendría que soportar, como han de comprobarlo los lectores de este especial "panfleto" que les escribo. Le digo "panfleto", cariñosamente, porque nunca imaginé que yo Juan Carlos, negociante, rebuscador y gocetas, fuese a atreverse a deglutir las líneas de la escritura hasta llegar a la pasmosa visión de encontrarme con un libro mío al frente de mis ojos. Dijo alguien que la "necesidad es la madre de la inventiva" y a ese refrán le debo mi osadía para haberme aventurado en el difícil arte de las letras. La necesidad de desahogarme ante mis amigos y ante la humanidad entera, para narrar una terrible pesadilla de que fui sujeto y juguete por parte de una de las razas más adelantadas del mundo, la japonesa; eso hizo que me atreviera a zambullirme con cabeza testaruda con un lápiz y un papel.
  • 4. 4 Por lo que les he dicho, es que quiero advertirles a quienes lean esta historia que me perdonen, porque no fue mi pretensión presentar un libro de alta literatura. Mi gran deseo consistió en satisfacer una imperiosa necesidad de contar burdamente, a mi manera y a mis capacidades, narrándoles la historia patética, descarnada, objetiva y desgarradora que me tocó vivir como colombiano en una prisión extranjera. Es mi deseo que lo tomen como una experiencia que demuestra la bajeza humana; hasta donde llega la capacidad maquiavélica y depravada de muchos jueces del mundo, al coger un ser humano inocente y a quien no se le pudo demostrar nunca la culpabilidad, pero que utilizando artimañas, trampas, enredos, presiones y torturas psicológicas y físicas, tenían que llevarlo a la picota, como si una fuerza maldita les ordenara que ese ser humano tenia que ser condenado a toda costa. Tengo que repetir que es la narración no de un escritor sino de un hombre emprendedor y aventurero que forzosamente se tuvo que emparentar con el conocimiento, los textos, las revistas y los libros, pues en el cautiverio, mientras tuve las posibilidades y luego de aquietar una mente destruida por el dolor y la tortura, me sirvió ese cautiverio para convertirlo en una pequeñita aula de estudio en donde por fin el alumno tuvo que aplicarse y entender finalmente, que era mejor superar el dolor y la adversidad y buscar en los caminos de la lectura y la escritura, las distracciones para apaciguar la pena y lograr conocimiento. Ese diploma imaginario que me entregaron en Kosugue, con una tesis laureada en. "Amarguras, Pesadillas, Humillaciones, Aguantes, Injusticias y Traiciones" es el que me otorga la carta para decirle a un país y a la humanidad entera que obtuve "Grado de Sobreviviente” en la espantosa y terrible Universidad de Kosugue. Si todos toman mi libro sobre la advertencia noble de que es un testimonio y una vivencia de un hombre común y corriente que le cumplió al destino la tarea que le impuso, quedo satisfecho y feliz. Los que por sus exigencias o su personalidad, no lo puedan tomar así, les ruego que me perdonen por
  • 5. 5 haberme atrevido a escribirlo. De todas maneras, para unos y otros, a pesar de los baches, de los errores en el manejo del lenguaje, esta narración constituye un ejemplo y una advertencia para el hombre "MADE IN COLOMBIA", porque esa chapa de Colombiano debo decirlo como es mi estilo franco y rasgado, es un sello que merece ser reconstruido desde el punto de vista cultural, de imagen y de aceptación, porque de lo contrario, cualquier compatriota por privilegiado que sea, está sometido al riesgo de correr la triste suerte que me tocó correr y que deseo en lo profundo de mi corazón no le ocurra a ninguno de mis coterráneos. Si esta advertencia a manera de conclusión, es bien recibida, habrá cumplido su misión este humilde libro. BUSCO PERSONA O EMPRESA EDITORIAL QUE CREA EN MI PROYECTO DE VENDER ESTA HISTORIA DE VIDA Y EXPERIENCIA TESTIMONIAL OCURRIDA EN EL JAPON; SÓLO EN JAPON HAY UN MERCADO POTENCIAL DE 130.000.000 CIENTO TREINTA MILLONES DE HABITANTES ESPERANDO POR ELLA , AHÍ FUE DONDE OCURRIÓ Y VIVÍ LA HISTORIA . PESADILLA EN ORIENTE La búsqueda de un mejor porvenir, conduce a nuestro autor y protagonista a intentar cristalizar la realización del “sueño del emigrante” Es conocido el término del “Sueño Americano” refiriéndose a los inmigrantes que llegan a los Estados Unidos tras la oportunidad de su vida. En los actuales tiempos podríamos entonces, hablar del “sueño Español”, del “sueño Europeo” u otros sueños. Cantidad de países se nos presentan como alternativa para realizar el propósito de dar un cambio positivo a nuestras vidas, principalmente económico, a partir de una oportunidad laboral y productiva que no encontramos en nuestra nación. Visto así, podríamos decir que nuestro protagonista, se instaló en el lejano oriente queriendo realizar su “Sueño Japonés”. Lo que no estaba en sus planes era que el destino le cambiaría ese sueño por una PESADILLA EN ORIENTE. Todo estaba marcado desde el inicio por una suma de factores: las predicciones de un brujo, antes de partir de su tierra natal. El paisano Wilson que llegó a vivir como vecino de apartamento y con quien entabló cierta amistad sin conocer las actividades ilícitas a las cuales él se dedicaba. El allanamiento en el momento que departía con su vecino. El estar en el lugar equivocado, a la hora precisa del traumático suceso. El estigma del narcotráfico, que lo señalaba por el sólo hecho de ser colombiano. Comienza la pesadilla. En un instante, se pasa de ser un hombre libre, recreando su futuro lleno de planes y de ilusiones, a ser un prisionero acusado del delito de narcotráfico. Viene todo un proceso judicial, de interrogatorios plagados de presiones sicológicas, de violación del derecho a un debido proceso, una serie de audiencias, todo dejando entrever el afán de las autoridades
  • 6. 6 japonesas de mostrar resultados positivos, aunque ello conllevara el hecho de encontrar en Juan Carlos a un chivo expiatorio, aun a costa de su inocencia. En este período transcurren dos años en la prisión de Kosugue, tiempo durante el cual vivió situaciones encontradas de tortura física y sicológica, instantes de locura, tal vez fingidos o bordeando los límites de la cordura, casi hasta desfallecer en su propósito de no claudicar ante la inquisidora actuación de sus carceleros y jueces. Aflora aquí su admirable tenacidad para resistir en la continua espera, en la fijación mental del instante de libertad. Y así se dio. Al final su probada inocencia, el retorno a su tierra natal, la inesperada indemnización por parte del gobierno japonés. El libro tiene total vigencia en los actuales tiempos. Siempre vemos personajes de todas las latitudes en la búsqueda del “Sueño del Emigrante”. El narcotráfico extendiendo sus tentáculos, no importa como afecte a quienes tengan la desgracia de cruzarse en su camino. La historia es real, y como tal deja una reflexión en el lector, la cual la podemos enfocar desde dos puntos de vista. El primero, una prevención para aquellos que eligen el camino del bien, pero que deben permanecer alertas ante el peligro de involucrarse con personas o en situaciones que lo conduzcan a vivir la “Pesadilla del Emigrante”. El segundo punto de vista, una advertencia para aquellos que eligen el camino fuera de la Ley, y las consecuencias que esta actuación les puede acarrear. J.R.M.T. E. mail: pesadillaenoriente@hotmail.com Teléfono (57) 3146464424 Celulares-olimpica@hotmail.com JUAN CARLOS GIRALDO C. ARMENIA, QUINDIO, COLOMBIA 1. El Señor Wilson El subdesarrollado esnobismo que sentimos en nuestra atribulada patria, hace que nos lancemos a la aventura de buscar en otra parte lo que no somos capaces de hacer y
  • 7. 7 conseguir en nuestra tierra. Este ignorante sentimiento hizo que un día me montara en un avión y fuera a parar al otro lado del mundo, donde mi escasa cultura se estrelló con lo más avanzado y civilizado del planeta, Japón. Después de haber viajado por Europa y parte de Asia, me encontré buscando trabajo en Tokio, capital del país del Sol Naciente. Luego de pasearme por Madrid, Frankfurt, Bangkok y Singapur, decidí quedarme en el Japón probando suerte. No sabía que habría de vivir allí la peor pesadilla de mi vida. Llegué a la gran urbe en febrero de 1992. Me paseé extasiado, viendo el derroche de tecnología en aeropuertos, trenes y en las colosales estaciones, que pasan a ser verdaderas ciudades o urbes portuarias. Por donde se anduviera, se veía que la cibernética había hecho de las suyas con esta pujante y opulenta raza; era impresionante el respeto que habían desarrollado por la vida humana, después de la beligerante experiencia que tuvieron. Lo mismo que la organización política y social es algo de admirar en todas sus formas y conductas, se podía palpar también la aplicada técnica y la destreza cultural desarrolladas a través de la milenaria experiencia. Claro que esta vida social de libertad y desarrollo no dejaba de estar marcada por alguna de las torcidas costumbres, como las denominó su Emperador en otro tiempo. Una de estas costumbres es la degradante y depravada vida sexual que se vive a lo largo y ancho del Japón. Esto puede ser un contrasentido a su avance pero no deja de ser una realidad cultural. Después de deambular algunos días por Tokio, un pakistaní me ayudó a conseguir trabajo en un sector retirado, en una fábrica de autopartes; allí pude trabajar por varios meses y llevar una vida tranquila, lejos de la ciudad. Como este país también había entrado en una depresión económica, hubo una disminución de personal y yo fui uno de los afectados. Volví a Tokio, y a los pocos días conseguí trabajo en un restaurante, en horario nocturno. Era muy duro, porque me tocaron jornadas de hasta catorce y dieciséis horas diarias; pero a la vez fue muy gratificante porque con este trabajo sufragaba todos mis gastos, podía mandar dinero a mi familia y en mis días libres viajaba a conocer algunas ciudades y sitios importantes del Japón. Me fui a vivir en un suburbio de Tokio, por los lados de Sinjiku, que era donde yo trabajaba. Pude disfrutar de las comodidades que goza la gran raza. Uno de los juguetes que más me impresionó fue el imponente y veloz tren bala, el cual se desplaza a una velocidad exorbitante, produciendo un expectante vértigo. A pesar del impacto cultural que todo esto produce, fue una experiencia muy enriquecedora el poder compartir con otras idiosincrasias, ya que la gran metrópoli alberga una variopinta muchedumbre de todo el mundo. El contacto con exóticas y distintas experiencias me hizo cambiar el primario concepto que tenía sobre la urbe y la gama pluricultural que la cubre. Mi vida se dividía solamente en trabajo y esparcimiento. Nunca pensé que la curiosidad y admiración que yo desplegaba por los japoneses, por su excitante forma de vivir y de ser, se fuera a amalgamar con la más sórdida experiencia de purulenta degradación, producida por un pozo séptico que tienen en un rincón de su isla, atiborrado de seres humanos a los que se les está aplicando el más primitivo de los correctivos.
  • 8. 8 Todo empezó cuando un paisano mío llegó a vivir al lado de mi apartamento en el mes de diciembre de 1992. Este señor llegó con su bellísima esposa; era un hombre cordial y afable con el cual empecé a trabar amistad. Dio la casualidad de que esta relación se suscitó en el decembrino añoramiento, lo cual hizo que nos volviéramos más amigos, celebrando y departiendo en algunas ocasiones en esa época navideña. Por haber estrechado esta amistad, me vi involucrado en las ilícitas actividades del señor Wilson. Al pasar los festejos de diciembre, el once de Enero de 1993, cuando salía de trabajar, me encontré con Wilson en la puerta de su apartamento. Entraba él con unas bolsas de supermercado en la mano y me invitó a seguir. Como se trataba de apartaestudios en los que todo está integrado, me hizo señas de que habláramos bajito porque su esposa yacía en un colchón, durmiendo en el piso. Cruzamos algunas palabras y ya me disponía a marcharme, cuando de repente tumbaron la puerta; mi cara quedó gélida frente a una pistola de grueso calibre. Detrás de la pistola un individuo gritaba: “Polic, polic”. Mientras varios de estos individuos nos apuntaban fría y fijamente, otros empezaron a desarmar el apartamento, encontrando a la esposa de Wilson y debajo de su almohada un bolso que contenía cocaína y marihuana. Subieron el techo del apartamento y encontraron una bolsa con 300 gramos de cocaína y 170 de marihuana. Cuando terminaron la búsqueda pasaron a hacer unas pruebas técnicas con unos reactivos, los cuales dieron positivo a estupefaciente. De inmediato nos dijeron: “Quedan todos arrestados”. Nos esposaron y sacaron del apartamento, para ser introducidos en vehículos diferentes cada uno. Esta fue la última vez que vi a Wilson en muchos días, a su bellísima esposa nunca más la volví a ver. 2. El Interrogatorio Fui conducido por Tokio a un rústico edificio; después de pasearme por unos cavernosos corredores, me encontré prensado en un minibúnker al frente de una escrutadora y desafiante mirada. Me separaba de este hombre un arcaico escritorio que a la vez me cercaba y aprisionaba en un sofocante metro cuadrado. Este señor empezó a apremiarme fuertemente en su idioma; le contesté que yo sabía hablar muy poco japonés. El hombre, enfurecido, insistía en que yo sabía hablar japonés. La verdad es que yo hablaba algo de japonés, pero no para sostener una conversación fluida y coherente, y mucho menos en ese desdichado instante. El hombre me gritó e insistió de mil formas diferentes por espacio de tres o cuatro horas para hacerme hablar un elocuente japonés que, por más que quise, no me fluyó. Después que desistió de su primer intento de asesinato moral, al cual me iba a confinar por algunos años, me extendió una taza de agua caliente con una hogaza de pan, desapareciendo por la fortificada puerta y dejándome solo en el pequeño búnker; pero no sin antes de despojarme de todas mis pertenencias, como pasaporte, billetera y setecientos veinticinco yenes (ocho dólares). Media hora más tarde se abrió la puerta y ahí estaba el desafiante policía con una bolsita, unas tijeras y un frasco en la mano; se me ordenó orinar en el frasco, después me cogió por los cabellos y tijereteó uno de mis mechones, el cual introdujo en la bolsita. El policía desapareció para regresar acompañado de una delgada señora que llevaba un saco en hombros abrochado por el cuello y unas gruesas antiparras. Con estas dos inocentes criaturas empezó la maquinación policiva y fiscal de violación a mis más elementales derechos. Si hubiera podido acogerme a algunas de las leyes
  • 9. 9 constitucionales del Japón me habría defendido de los abusos, pero nunca me nombraron siquiera mis derechos, y cuando en algunos momentos se me ocurría pedir algunas prerrogativas que la ley me daba, como el teléfono, no hablar, o comunicarme con la embajada de mi país, olímpicamente soslayaban mis más elementales derechos. En medio del infernal acoso al que me vi sometido durante casi un mes, desde las ocho de la mañana hasta las siete u ocho de la noche, pedí en repetidas ocasiones que por favor me facilitaran ayuda, sin ni siquiera imaginarme que era un derecho y para ellos un deber judicial habérmela facilitado. Pero era tal el mórbido y violento desenfreno del organismo policivo, que no hubo poder humano posible para evitar que me mandaran, ya degradado intelectual, moral y físicamente, durante dos años a un purulento pozo séptico que los japoneses tienen en un rincón de su isla. Y todo por una cocaína que ellos le habían encontrado a una persona que en esos momentos estaban poniendo en libertad. Con lo primero que empezaron a impresionarme fue con el cuento de que yo pertenecía a un gigantesco cartel de operación mundial y cuyo máximo jefe estaba en Medellín, que lo mejor era que confesara ya porque ellos tenían todas las pruebas y evidencias sobre esto. Supuestamente tenían fotografías, vídeos y había cantidad de testimonios. Este fascinante guión cinematográfico, rodado durante muchas horas, fue completado con una vil calumnia: que yo era un depravado, drogadicto, marihuanero y ellos me habían visto. Decían que lo mejor era que confesara ya que iba a ser peor, cuando salieron los resultados de laboratorio se iba a revelar mi aberrante vicio; decirle al obtuso policía que ni cigarrillo fumaba era atizar la feroz y hambrienta cacería que tenían por su presa. Fueron tantas las veces y los días que se me tildó de drogadicto que, alterado y en vista que hacía días me habían recogido la orina y había sido víctima de la mutilación capilar, lo cual, por cierto, fue ilegal ya que la ley no lo permite; me tenía tan fastidiado este señor con la muletilla de drogadicto, que un día lo apremié a que me trajeran los resultados de laboratorio, que ellos ya los debían tener. Cuando lo enfrenté en esta forma, dejó translucir en sus gestos que no tenía cómo probar técnicamente su calumnia. Tenía que constituir su prueba a punta de engaño y amenaza, fabricándola sobre un escritorio, valiéndose de artimañas para ver si yo lo aceptaba. Así acabó el proceso en mi contra como drogadicto (en Japón la adicción a las drogas es castigada penalmente) porque nunca más volví a ser vilipendiado por este concepto. Durante el tiempo que estuve bajo la “benigna protección” de este organismo policivo, por ahí a las ocho, muchas veces a las nueve de la noche, me llevaban a pernoctar en una elegante y fortificada estación de policía. Después de ser conducido por salones y corredores, llegábamos a una sofisticada puerta de seguridad que parecía una bóveda bancaria; ésta escondía detrás unas elegantes celdas de seguridad dotadas con una mullida alfombra, calefacción, aire acondicionado, impecable porcelana sanitaria, lo que contrastaba perfectamente con el amarillo y tierno pastel de la pared. Este derroche de elegancia y pulcritud con lo que sí no hacía contraste era con un solo baño y una muda de ropa a la semana, ni siquiera la ropa interior nos podíamos cambiar a diario. Esta historia tendrá como característica un infantil y sádico contrasentido: recuerdo que dentro de la celda sólo había como elemento de aseo un lavamanos y un elegante sanitario ridículamente encerrado en una urna de cristal, para que un escrutador guardia desde su garita pudiera ojear nuestras olorosas necesidades.
  • 10. 10 A las seis de la mañana me hacían levantar, me daban un pocillo de agua caliente con un pan y a los pocos minutos llegaban los afectos oficiales para llevarme a su central de operaciones; este fue la misma rutina durante casi un mes. El modus operandi, como empezaba la programación en la cual circundaba toda la trama montada por ellos, era que la cocaína y la marihuana eran mías, que Wilson y Dora ya habían confesado que eso era mío; también algunas personas que habían sido detenidas por los alrededores del edificio donde yo vivía habían declarado en mi contra. De esta ilegal opresión fui víctima todo el tiempo. A los muchos meses de la dantesca odisea, me enteré de que, como extranjero y desconocedor de las leyes japonesas, yo tenía el derecho, y ellos estaban en la obligación judicial y legal, de haberme puesto en contacto con mi embajada, cosa que nunca hicieron. Este diestro oficial, después de calumniarme y bombardearme todo el día con insidiosas y mal intencionadas preguntas, a eso de las siete u ocho de la noche cogía sus notas y empezaba a armar su fantasía policiaca. Antes de retirarme la leían, y yo me daba cuenta de que estaba plagada de inconsistencias, apuntando todas a que yo era el dueño de la droga. Cuando yo objetaba algo, este señor se desencajaba y empezaba a gritarme que yo había dicho eso. Le pregunté por qué él no escribía toda la declaración tal y como yo la decía, y me contestó que yo hablaba mucho. Así es que nunca firmé la declaración que di, sino la que ellos construían a su libre albedrío, después que le hacían cantidad de tachones y correcciones. La solícita traductora hacía una fugaz traducción, clavaba sus rayados ojos en mí como puñaletas y decía: “Firme aquí”. Esas traducciones nunca fueron hechas al español por escrito. A los pocos días de estar en esta situación la rutina cambió. No fui llevado a la Central de Operaciones sino a otro edificio, donde fui conducido por unos corredores hasta un punto donde había una cantidad de personas esposadas. Las iban haciendo pasar por una puerta y entre esas pasé yo. Me encontré frente a un escuálido anciano japonés que me saludó cordialmente y me hizo la ya conocida pregunta: ¿de quién era la cocaína y la marihuana?. Le contesté que no sabía, y me quedé esperando que me dijera narcotraficante, drogadicto, mentiroso, pero vaya sorpresa que me llevé cuando, en un tono circunspecto, me dijo que no me podía dar la libertad hasta cuando no se aclarara de quién era la droga. Inmediatamente me di cuenta de que era un juez. Fui retirado de allí y llevado a la Central de Operaciones que sabemos. Otra de las fascinantes experiencias que viví en el pequeño búnker era que, de un momento a otro, se empezaban a oír varios gritos muy fuertes, como cuando están apremiando a alguien. El detective que me interrogaba hacía acopio de lo que escuchaba e inmediatamente empezaba a gritarme; mi instinto de conservación y mi temor me hacía callar y solamente pedía que por favor me comunicaran con la embajada de mi país. Recuerdo que cuando yo hacía demandas sin saber que eran derechos legales, este señor entraba en pánico y se convertía en la más dócil de las bestias. Empezaba a darme unos tiernos y consoladores consejos, me decía que él lo único que quería era ayudarme, porque le tenía muy preocupado mi situación, y yo le decía arigato (gracias). Cuando este señor se sentía frustrado y cansado de ejercer presión, al ver que no lograba hacerme decir que la cocaína y la marihuana eran mías, una virulenta enfermedad nerviosa hacía metástasis, ya que su mandíbula empezaba a temblar. Al principio creí que era un mecanismo para infundirme temor, pero después pude darme cuenta de que era otro ser humano patológicamente afectado por las purulentas vicisitudes de la vida.
  • 11. 11 Otra de las particularidades que pude compartir con mi compañero de búnker, fue la irregular dieta que llevamos los dos por los días que compartimos el cautiverio. Mientras a mi amigo policía le traían un almuerzo, como decimos en mi tierra “con todos los fierros”, a mí me traían una taza de agua caliente con una hogaza de pan. Así, mientras el preocupado policía digería su almuerzo, yo engullía mi banquete; esta grotesca actividad la hacíamos dentro del más cordial de los compartires. En esta forma departimos la mesa por muchos días. A esta rigurosa dieta agregaba él un complemento vitamínico; era que este señor fumaba compulsivamente todo el día. Claro que esto en los japoneses no es raro ya que están catalogados entre los mayores consumidores de tabaco en el mundo. Lo que sí era salido de tono es que los japoneses son muy pulcros en el cumplimiento del reglamento dentro de su trabajo, y fumar dentro del trabajo es casi un delito: mientras se labora no se fuma. Pero este funcionario violó el reglamento durante todo el tiempo. Claro está que después se develó que el trabajo que ese organismo hizo conmigo era una operación clandestina, al margen de la ley, y por lo tanto no era algo oficial; tal vez a eso se debió la fumadera. Esta situación del tabaco se volvió tan bochornosa, que a los pocos días la traductora le dijo al policía que la tenía afectada el humo, que mientras estuviera fumando permaneciéramos con la puerta abierta, porque el pequeño búnker no tenía ninguna ventilación. El policía muy cordialmente aceptó, cosa que me favoreció también por lo de la ventilación, y empecé a solazarme con la puerta abierta, por donde veía pasar a mis anfitriones con otros desdichados que tenían en sus manos. Uno de los tantos interrogantes era que yo dónde tenía el dinero de la venta de la cocaína, que lo confesara porque de lo contrario, cuando ellos lo encontraran, iba a ser peor para mí. Como ellos se habían apoderado de mis documentos personales, ahí estaban los comprobantes de pago de lo que había ganado en Japón, lo mismo que los comprobantes del dinero que había girado a mi país. El policía me dijo que todo eso lo estaban investigando y muy pronto saldría a la luz. De tanto ahondar en busca de evidencia tangible que me ligara directamente con la droga para poderme acusar, iban cayendo en el mórbido deseo de mandarme a la podredumbre, no quedándoles otro camino que el de fabricar la evidencia sobre ese escritorio. Estos interrogantes tenían una variante: cada cuatro o cinco días, antes de llevarme al Centro de Operaciones, era llevado ante el Fiscal. Este señor, en tono apremiante y como enojado, con un grueso expediente en la mano, leía y soltaba acusadoras preguntas que yo iba negando. Este funcionario quedaba enojado porque no lograba hacerme declarar confeso. La letárgica y desagradable visita terminaba con un dictado que le hacía a un escribiente, se lo extendía a la traductora, que en un martillado español machacaba una indescifrable traducción y luego de que todos me clavaran sus miradas, la traductora estiraba su espatulada mano con un lapicero y la gutural frase: ¡Firme aquí!. Inmediatamente después de haber estampado mi rúbrica, los afables policías se disponían a poner lazos y grilletes para conducirme nuevamente al pequeño búnker o sofisticada “lavadura cerebral”. Quiero aclarar al lector que esta parte de la historia es difícil de contar cronológicamente con fechas exactas. Primero por el impacto emocional al que estaba expuesto, y segundo porque todos esos días estuve bajo los efectos atolondradores de un salvaje lavado cerebral a pan y agua, al cual fui sometido durante aproximadamente cuatrocientas horas casi ininterrumpidas de la más cobarde opresión. Todo giraba en torno a que esa droga era mía y que yo era un degenerado drogadicto criminal.
  • 12. 12 A los muchos días de estar en esta situación la táctica cambió; empezaron a decirme que todo se había aclarado, que Wilson había confesado que él me había dado a guardar esa droga, a lo cual yo me había negado. A mí me tenían convencido de que si decía que esa droga era mía, me iban a soltar; estoy firmemente seguro de que lo iba a hacer para que me dejaran en paz, porque el agotamiento cerebral y la presión emocional eran muy fuertes. Otra cándida en la que caí fue que pensé en pedir ayuda a mi familia o amigos y por eso insistí en comunicarme con la embajada, a lo que siempre me contestaban que ellos llamaban, pero que nadie se ponía al teléfono. Les dije una vez que, por favor, me pusieran en contacto con un abogado. Me contestaron que yo no tenía con qué pagarlo y también debería contratar los servicios de un traductor. Como esta idea de buscar ayuda en alguna parte la expresé muchas veces, la solícita traductora se compadeció de mi situación haciéndose cargo del asunto, sembrando en mis deshilachadas entrañas la esperanza de que ella se haría cargo de comunicarse con la embajada, llamaría a mi familia y para rematar me contactaría con un excelente abogado amigo de ella. Con tan mala suerte para mi ya sentenciado destino que la señora nunca se pudo comunicar, ya que los teléfonos siempre estuvieron ocupados o no contestaban y a su amigo nunca lo encontró en la oficina. Esta luminosa esperanza se apagó cuando tenía ya metida la perdiz en la podredumbre del refinado pozo séptico de Kosugue. Recuerdo que en los últimos momentos que les quedaban para construir una prueba que me ligara a la droga y así poder mandarme al purulento destino que ya tenían determinado para mí, el interrogador se sentó con el atiborrado arsenal de declaraciones que me habían hecho firmar durante un mes; en una presurosa y desesperante excitación iba devorando y haciendo preguntas y a la vez fabricando sobre su escritorio la estocada con la que me mandaría a la cárcel los próximos dos años. Como yo dije haber visto a Wilson con paquetes y dije que nos habíamos hecho favores, este diestro guionista policivo hizo el coherente y convincente guión de que las bolsas o paquetes que yo le había visto a Wilson eran cocaína, y que los favores que él me había hecho eran la participación en las utilidades. Cuando me hicieron la traducción, olí muy mal todo eso, más cuando les oí decir que yo la había entregado tres gramos de cocaína a un iraní. Yo objeté que todo eso era falso, pero la hábil pareja se dedicó a convencerme de que eso sólo hacía parte de una teoría ya pasada que no me perjudicaba porque Wilson había confesado que él era el dueño y responsable de todo. Con este engaño lograron el puntillazo final al ya zanjado destino que me esperaba (recordando en retrospectiva esta sórdida situación, no se me olvida la cara de placer del policía; para mí fue sólo otro día más, lo único que deseaba era estar solo en mi elegante celda). Al otro día amanecí muy mal, mis neuronas eran como entumecidas. La patética situación en la que me encontraba era el caldo de cultivo perfecto para lo que ellos necesitaban. Ese día, muy temprano, fui conducido ante el Fiscal, que me volvió a dictar el guión hecho por el policía el día anterior. Intenté objetar nuevamente pero me dijo que por qué primero decía una cosa y después otra. En medio de esta discusión me dijo: “Va a firmar o no”, y como por arte de magia cometí el error que ese organismo había buscado durante días, que firmara mi propia acusación.
  • 13. 13 Cuando salí de la oficina, el Fiscal me dijo que él me veía muy mal, que si me provocaba ver a un médico, a lo cual le contesté que lo único que yo quería era estar en paz, y me llevaron. Ya sabía para dónde iba. Cuando me encontraba en el oprimente metro cuadrado al que había sido confinado durante todos esos días, hubo un momento en el que el detective me estaba apremiando y se detuvo para preguntarme si quería ver a un médico. Le pedí que, por favor, me dejaran en paz. Lo vi tan impactado por mi aspecto que suspendió el interrogatorio de inmediato; esa fue la única vez que fui devuelto a la celda en las horas de la mañana, también fue la última vez que vi a mi abnegado amigo policía. Firmé esas declaraciones porque me dieron la palabra de que Wilson había confesado todo, que él era el dueño y responsable, y ya sabían que yo no tenía nada que ver con esa droga. Con esta acechadora y veraz teoría fui asaltado en mi ignorante y buena fe, con lo cual pusieron dos años de mi vida en la sombra. Toda esta remembranza es una estela de destellos de las letárgicas horas del lavado cerebral. No se me olvida la cara de cándida oveja que ponía el policía cuando con sus rayaditos ojos me decía que confiará en él, que él era digno de toda mi confianza y que me desahogara; cuando le dije que yo también era digno de estar en libertad, estalló en un ataque de ira, creí que me iba a pegar. Tampoco puedo olvidar ese último día cuando muy tierna y cordialmente se despidió de mí con una deplorable cara, conmovido y preocupado por mi situación. Esa digna preocupación me tuvo dos años ardiendo en la caldera del diablo, chupando su exquisita miel. Siempre he querido publicar esta historia, pero no he tenido oportunidad. Ojalá que el día que se publique, todas las personas que estuvieron en el teatro donde se desarrolló esta pantomima, saquen toda la evidencia que se develó durante catorce audiencias y deben tener en sus anaqueles, con la cual se prueba jurídicamente mi inocencia. Lo más grave es que, omitiendo descaradamente y habiéndose probado que a la esposa del señor Wilson le encontraron el bolso con cocaína y marihuana, me condenaron por posesión de él, después de haberla declarado a ella inocente y darle la libertad; todo esto sería sustentado y probado jurídicamente, al final del juicio. Cuando me condenaron, le pedí al señor Juez Presidente el favor de que me fuera entregada copia del proceso y me dijo que yo no podía tenerlo. Así terminó esta primera etapa del secuestro en el que estuve. Digo “secuestro” porque las únicas personas que sabían dónde me encontraba eran los del Ministerio Público y sus lugartenientes, y porque se obstaculizó deliberadamente la comunicación con mi embajada y con cualquier otra persona ajena a ellos que me hubiera ayudado a recobrar la libertad y muy seguramente hubiera evitado la chamuscada en el asador del diablo a que me sometieron durante dos años. 3. Kosugue Al otro día de haber firmado mi propia acusación, en las horas de la mañana, fui subido con todos mis bártulos en un viejo bus, amarrado hasta las pelotas. Dimos un paseo por Tokio, hasta llegar a un rústico edificio; nos apeamos y entramos a un lugar muy espacioso que parecía un hangar o un galpón, lleno de jaulas a lado y lado, con un gran
  • 14. 14 derroche de espacio en el centro. Me hicieron entrar en una de estas jaulas con otros individuos; a los pocos minutos se acercó un guardia y en un gutural japonés me dijo: “No se puede hablar, mover, hacer ejercicios, rezar, pelear, estas actividades están prohibidas, y deberán permanecer en el mismo sitio”. Este reglamento fue la constante durante los siguientes dos años de esta historia de mi vida. En este sitio hubo una vaga ilusión de que las cosas iban a mejorar, pues la ración fue duplicada a dos exquisitos panes. Pensé: “Ahora sí se compuso esto”; en comida sí, pero sólo el diablo sabía lo que se venía ya que me dirigía a su casa (Kosugue). Al mucho rato de estar ahí me pasaron un desprendible que decía que el Fiscal me procesaría, y desde ese momento hasta cuando se dictara sentencia quedaba en “retención preventiva”. Me pusieron grilletes y nos dirigimos a donde iba a pasar mis próximos anquilosados y deprimentes dos años de depravado cautiverio, suspendido en la guillotina seca, por una cocaína que le fue encontrada a una persona que fue puesta en libertad y declarada inocente por el mismo organismo que en ese momento me iba a procesar. Sería el último paseo en vehículo por muchos días; la verdad es que nunca había cambiado tanto de vehículo pues todos los días me movilizaban en un modelo diferente, pero este privilegio había terminado. Llegamos a Kosugue. Al apearnos del bus, entramos en el avanzado desarrollo de rehabilitación carcelaria de la gran potencia del Sol Naciente. ¡Qué ironía! Es una edificación medieval. Después de recorrer un rato esta ruina arqueológica, nos encontramos en un estadio muy grande, con una cantidad de nichos alrededor. Una de las personas que iba detrás de mí empezó a decir algo sobre este campo, inmediatamente se le abalanzaron unos guardias que prácticamente lo pusieron en el pabellón de fusilamiento. Seguidamente se nos hizo el recordatorio correctivo: que estaba totalmente prohibido mirar o hablar con alguien. Nos introdujeron en un nicho unipersonal donde uno no se podía ni medio voltear. Nos tuvieron así no sé cuántas inagotables horas de depresiva expectativa. Cuando tuve la osadía de curiosear, fui violentamente agredido por un gendarme que, por los alaridos que dio, estoy seguro de que me hizo un consejo de guerra. No me volví a atrever siquiera a voltear los ojos. A las muchas horas me hicieron pasar al salón, se me hizo llenar un formulario donde se hacía una exhaustiva investigación de mi árbol genealógico y una cantidad de impertinentes preguntas respecto a mi vida; como si en Kosugue la vida valiera alguna cosa. Después nos hicieron estacionar con nuestros bártulos en unos parqueaderos que hay demarcados en el piso del gigantesco salón. Dentro de esta demarcación nos hicieron empelotar y regar todos nuestros objetos personales para hacer un aburrido inventario. Cuando terminamos con esto, caminamos en fila india hasta donde se encontraban unos galenos que hicieron un minúsculo escrutinio de nuestro cuerpo y un menguado examen médico que consistió en meternos un copito por el culo. Con el esmerado cuidado que mostraban con nosotros creí que había llegado al paraíso. ¡No sabía yo en qué país me encontraba! Pensaba que estaba en las mejores manos del planeta, que estaba entrando en esos momentos al sistema de rehabilitación carcelaria más avanzado y desarrollado del orbe. Mis pensamientos fueron: deporte, trabajo, estudio, superación, rehabilitación, “avance y
  • 15. 15 desarrollo”. No imaginé jamás que acababa de entrar al más retrógrado y depravado de todos los sistemas carcelarios. Por esta joya arqueológica se veía gente trabajando jardinería, plomería, pintura. Inmediatamente me vi en esos menesteres de rehabilitación. Pero sólo fue una ilusión de mi conciencia para apaciguar mi desesperación. ¡Qué equivocado estaba! Aquí continuó la inagotable cadena de atropellos y violaciones a mis derechos como ser humano y a las leyes constitucionales del Japón. Después de haber pasado por todos los protocolos médicos y de advenimiento a mi nuevo hogar, fui conducido por una legión de hombres a un pabellón de máxima seguridad. Allí fui entregado a un desdentado cumplidor del régimen que muy calurosamente me recibió. La primera instrucción didáctica que recibí de este bien adaptado y depravado carcelero, fue que embutió su dedo en mi pecho unas cien veces, para que aprendiera a decir muy juiciosamente el número de presidiario que me habían asignado, ya que me costó bastante trabajo aprender a decirlo en la lengua vernácula de los ojirrasgados; cada vez que me equivocaba estrellaba su índice en mi pecho, y a pesar del doloroso método su efectividad fue de un ciento por ciento pues nunca se me ha borrado de la memoria: tres mil seiscientos setenta y nueve (san-ropi-jiaku-nona-ju-kiu- bom). Aprendida la lección fui introducido en una microcelda llamada por ellos “habitación”, que es un cubículo de tres metros por uno con cincuenta, con un sanitario. Había en el suelo un colchón y unas cobijas. En medio de esta esquizofrénica confusión, lo único que pudo mi cerebro sugerirle a mi limitada humanidad, fue que se metiera a invernar en ese lecho de espinas. Tiré mis ciento cincuenta y seis centímetros en el piso, metí mi perdiz debajo de esas frazadas y empecé a sentir que mi vida caía en el más profundo de los abismos. Estaba en este dulce viaje a los infiernos cuando sentí el estrepitoso sonido de una puerta corrediza que se abrió a toda mierda, y alguien que luego me agarró a patadas. Cuando volví de los infiernos a la dulce realidad, estaba mirando al desdentado carcelero que me clavaba los ojos como puñales mientras decía una letanía en japonés; en medio de este aberrante desamparo me pregunté: ¿Pero qué hice? ¿Qué pasó?. Cuando mi estado de vigilia pudo dilucidar un poco a mi anfitrión con su elocuente comunicación, me dio a entender con sus bien aprendidos modales ¡que no me podía acostar! Y debía permanecer sentado todo el tiempo, señalando con su dedo el piso y el lugar donde debería estar siempre. La información que siguió a esto fue una ilustración, con lujo de detalles, de cómo debía permanecer todo el tiempo. Todas las posibilidades de moverme dentro de la celda quedaban totalmente prohibidas, ni siquiera podía adoptar posturas distintas a estar sentando, y sólo podía pararme para hacer mis necesidades fisiológicas. En medio de mi sometida resignación, pensé que la estadía en esta celda era una especie de cuarentena; qué equivocado estaba, me esperaban dos años de retención preventiva. Encima de la puerta de la celda hay un parlante incrustado en la pared. A las cinco de la tarde sonó una musiquita, que era la señal de que se podía uno acostar. El amable carcelero, o box, que es como lo llaman o se hace llamar, se acercó a la ventana de la celda para informarme que me podía acostar, pero dejando muy en claro que no podía ponerme a caminar por la celda. En medio de maremágnum neurótico me embullí en los
  • 16. 16 trapos sin querer saber nada de lo que nosotros llamamos vida; lo que más deseaba era que mis signos vitales se detuvieran. Ahora sí deseaba con toda mi alma quedarme en el sueño eterno. Comencé a vivir un soporífero ciclo de ensoñación y desgarro emocional, a vivir mi primera noche de condena brutal, porque sin ni siquiera imaginármelo había sido ya condenado a la más brutal de las penas. Este agujero tenebroso e interminable acabó con una melancólica alborada, acompañada por la más dulce bienvenida mañanera; a las siete de la mañana sonó el parlante entonando un tierno y melifluo contrapunto musical con trinar de pajaritos. Este enternecedor recibimiento matutino es el contraste pintoresco de las aberrantes manías carcelarias de la raza rara. Como el día anterior había comprendido que a las siete de la mañana me tenía que levantar, doblar las cobijas y el colchón como estaban, y así lo hice, empecé a lavarme la cara en un fregadero cuando escuché un grito, acompañado de la cordial y más cotidiana frase del penal: vaquerro, koñerro, sore damc (¡hijueputa, malparido eso no!). A los pocos segundos se abrió la puerta, era el cortesano con su ya acalorado disgusto, haciéndome entender que no podía hacerme ninguna clase de aseo dentro de la celda, a no ser lavarme las manos o los dientes. Luego empezó a estrujarme y a tratar de tirarme al suelo, yo no podía entender qué pasaba. El instructor carcelario me decía en japonés, suacate (al suelo); después de recibir por un rato esta cariñosa instrucción me quedó muy claro que debería hincarme de rodillas todos los días ante ellos frente a la ventana para decir mi número de presidiario. Luego de este plato fuerte, me trajeron un frugal desayuno. Era la primera vez en un mes que podía degustar un desayuno que no fuera agua caliente con una hogaza de pan. Engullí todo esto en una exhalación, mis jugos gástricos hicieron fiesta y mi organismo también porque el largo ayuno me tenía muy débil. Estaba sentado donde me lo habían ordenado. Mi cerebro no podía percibir que mi cuerpo había sido depositado en una tumba con sanitario. Mis neuronas trabajaban al máximo, todo mi sistema sensorial trataba de hacer una evaluación coherente del por qué los japoneses, con su bien labrada reputación, le hacían esto a un ser humano. Me decía: “¡Pero, por Dios, si estamos entrando al siglo XXI y estoy en una luminaria potencia! ¿Qué pasa?”. No podía creer que esta superpotencia utilizara como rehabilitación la anacrónica guillotina seca. Estaba en mi volátil e incipiente ensoñación carcelaria cuando el cartero tocó a mi puerta. El Tribunal de Tokio me había escrito; me entregaron un panfleto con la desvirtuada fotografía de un criminal en la portada: ese era yo. Era la acusación que el Ministerio Público hacía en mi contra; el noventa por ciento de este documento estaba en caracteres japoneses, lo único que decía en español, era lo siguiente: El Fiscal ha presentado una acusación contra usted en este Tribunal. El juicio criminal por este acto es convocado a sesión. Se adjuntan a este aviso dos anexos; el anexo uno es una copia de la acusación, el anexo dos es una notificación y el estudio en cuanto al derecho de contratar un Abogado defensor. Por favor, lea atentamente estos documentos y envíe su contestación Tribunal. Si usted solicita el nombramiento de un Abogado defensor, el Tribunal llevará a cabo los procedimientos necesarios para ello.
  • 17. 17 Este era el único camino que me quedaba, ya que siempre quise pedir ayuda a mi familia, a mis amigos o a la embajada, y ahora era peor porque me encontraba totalmente incomunicado en una solitaria celda; el único camino era que ellos me defendieran. Usted será informado por el Tribunal de la fecha del juicio. Los procedimientos del juicio criminal son los siguientes: primero su identidad será confirmada por el Juez Presidente, a continuación el Fiscal leerá la acusación, luego el Abogado defensor y usted podrán hacer una declaración sobre el cargo, posteriormente el Tribunal examinará la evidencia, el Fiscal y el Abogado defensor expondrán sus alegatos finales, se le brindará a usted una oportunidad de realizar su última declaración y finalmente el Tribunal pronunciará su sentencia. Estas actuaciones podrán completarse en un día; sin embargo, si toma más tiempo, se fijará un nuevo juicio en la fecha que el Tribunal determine. La acusación formulada contra usted es como sigue: violación de la ley de narcóticos y sicotrópicos del Japón, por posesión ilegal de trescientos gramos de cocaína y ciento setenta de marihuana. Al rato el carcelero me entregó un folleto escrito a mano alzada en español, donde se me informaba de la rutina u orden del día que llaman, sobre lo que por cierto ya me habían dado una buena inducción. Este documento se limitaba más que todo a informar de las horas de comida y cuándo tenía que levantarme y cuándo me podía acostar. A las siete y quince de la mañana y cuatro y treinta de la tarde debía doblar los goznes de mis rodillas ante ellos para verificar mi reseña. En lo que más sobresalía y se extendía este folleto era en el despliegue comercial que hacían de una variada gama de productos, desde cacharro hasta lo más refinado en comestibles y abarrotes; lo único que faltaba en oferta era tabaco y licor. Era sorprendente que, ante tanta opresión, represión y atropello, después de haberme despojado de todas mis pertenencias, ahora, como por arte de gracia, tenía por catálogo todo a mi disposición. Lógicamente esto tenía una motivación oculta porque ellos abiertamente cobraban un exorbitante sobrecosto por este servicio, ya que esta actividad mercantilista es un privilegio para nosotros los retenidos, según el estatuto carcelario. Cuando fui arrestado tenía 725 yenes y no era mucho lo que podía comprar. El privilegio, entonces, se desvaneció para convertirse en un sueño que en la prisión nunca se hizo realidad. Sólo me deleitaba cuando veía pasar los carritos llenos de viandas y mercancías y le daba gusto a la pupila. La caja de pandora que es la prisión de Kosugue seguía dando sorpresas. El box, muy sonriente, se acercó con unas revistas en la mano. Eran revistas pornográficas. El carcelero dejaba traslucir en sus ojos lo que estaba pensando, que yo iba a derramar toda mi ira y rencor sobre esas orgías de papel. No niego que fueron muchas las noches en que esas vedettes irrumpieron en mi celda e hicimos derroche de libidinez y pasión, pero al principio mostré rechazo porque la pornografía hace mucho tiempo dejó de deleitarme, y en esos momentos mi ánimo maltrecho no estaba para hacer parte de esas juergas. Me hice entender como pude para que, por favor, me prestaran otro tipo de lectura. El box se disgustó, me dio a entender que la recibía o nada. Yo la recibí porque, si no, me quedaba sin la soga y sin la ternera. No voy a negar que mis recién adquiridas amigas desfilaron una a una cada noche por mi celda; fueron muchas las noches de idilio y pasión que pasé con ellas.
  • 18. 18 A este lujurioso privilegio no podía faltarle el toque grotesco. Resulta que en Japón el comercio de la lujuria es algo poderoso, casi un rubro de la economía. Este tipo de revistas se encuentran por miles en cualquier negocio. Pero los pulcros legisladores prohibieron mostrar las partes nobles, que son sobrepuestas con cuadrículas. Nos corresponde a los lectores hacer uso de la imaginación para completar las escenas. Empecé a meditar en la acusación que me hacían de la posesión de una droga que no era mías y que tampoco me encontraron a mí. Decían que podía contratar un Abogado o ellos me facilitarían uno; pensé en las muchísimas veces que les pedí a los desalmados policías que me facilitaran un Abogado, que me dejaran hablar por teléfono, que llamaran a mi embajada. Nunca se me permitió. Ahora no entiendo la propuesta que me hacen; me tienen con una lápida pegada del culo en una tumba, en el más completo ostracismo, y me dicen que me puedo defender. Al lado de este avance jurídico y de rehabilitación de los japoneses, la Santa Inquisición es una inocente doncella. Lo único que me quedó claro es que, ante el organismo que me procesó, se es culpable o culpable. Para ellos nunca existió la presunción de inocencia. No hubo posibilidad distinta a la condena. Ser estigmatizado como colombiano es la peor de las cadenas, y ser presa de un estamento judicial en muchos países es sinónimo de diabólica condena. El tornado borrascoso en que se había convertido mi vida en tan poco tiempo me tenía al borde de un colapso. Mis neuronas giraban a millón. Estaba juicioso en el enclave que me habían asignado cuando mis ojos se detuvieron; enfrente de mí había un calendario del año en curso, con unos números de aproximadamente tres centímetros. Me pregunté ¿y el reloj?, pero no lo encontré. Tuve que visualizarlo encima del hostigante y apremiante marcapasos de tortura que me ponían a visualizar durante las interminables horas de vigilia diarias. No encontraba razón para este contrasentido con el avance y desarrollo de esta nación. Pensaba firmemente que la Isla del Diablo del famoso Papillón era tan sólo una leyenda, pero en las puertas del siglo XXI era casi un exabrupto pensar que en una superpotencia esto existiera. Me encontraba atenazado y asfixiado dentro de ella en el más refinado y pervertido avance de putrefacción. El pensamiento que tuve de que me iban a tener en cuarentena no estaba tan errado, no porque fueran a cambiar mis condiciones ilimitadas de hostigamiento y asfixia, sino porque la cárcel no se queda del todo en el subdesarrollo y el atraso. Conserva de su medieval sistema dos destacadas actividades; no sé hasta dónde las tendrían como rehabilitadoras, pues se convierten en las gotas de agua que se le dan a un moribundo por deshidratación. Consisten en darnos primero dos humillantes y grasientos baños a la semana; grasientos porque nos hacen meter a cincuenta presos en la misma agua. Cuando a uno le toca de primero puede decir uno que se bañó, de lo contrario sólo fue un intercambio de manteca. De todas maneras, llegamos a añorar este baño por el solo hecho de cambiar de ambiente; aunque no hay dicha que dure, porque esta dinámica dura tan solo diez minutos y no ha podido uno cogerle el sabor cuando le pegan un grito: ¡ovari! (Fin). Con estos baños fui premiado desde un principio. La segunda consiste en un recreo que nos dan sacándonos a una jaula dos veces por semana, por espacio de diez minutos. Estas jaulas son un poco más grandes que la celda. Yo digo que me tuvieron en cuarentena porque a esta actividad me hice acreedor a la tercera semana de estar en prisión. Y así, con estas dos actividades de convaleciente resurrección, nos hacen sentir que estamos vivos.
  • 19. 19 Estas actividades están conceptuadas dentro del régimen carcelario de Kosugue como extraordinarios privilegios y no como necesidades primarias o derechos humanos. El recreíto lo más agradable que tenía era poder fijar los ojos en el firmamento. Esto daba una falsa sensación de libertad, que por cierto era truncada casi cuando estábamos alzando la vista al cielo, porque el recreo se acababa en una exhalación. Un guardia entraba con un reposado sonido en sus labios: ¡jo-jo-jo!. Esto me recuerda mis días en una finca lechera en Colombia, porque con ese sonido llamábamos las vacas al establo y con ese mismo sonido, al otro lado del mundo, es conducido un abyecto rebaño de seres humanos a su establo vegetativo. Recuerdo a un guardia que parecía disfrazado de Robin Hood que pasaba por todas las celdas diciendo ¡undoooo!, invitando al rebaño a salir a la jaula de esparcimiento matutino. Esta palabra, undo, me ponía a reflexionar por lo que significa en español, y yo pensaba: pero más hundido para dónde. La prisión de Kosugue es una colosal construcción que encierra en sus ancestrales muros no sólo a miles de desdichados sino también un calidoscopio de situaciones y costumbres en las que se amalgaman sutilmente el refinamiento, la tecnología, el sadismo y la depravación del sistema. Admiro mucho a los japoneses por lo que son, por la capacidad de ejecutar una acción al unísono. Para ellos el respeto jerárquico es una cuestión sagrada, no lo controvierten por mediocre u obsoleto que pueda ser. A los japoneses se les ordenó guerrear y todos pelearon en nombre de su Majestad, el Emperador. El Emperador se rindió y ordenó a sus súbditos ponerse a trabajar, y así lo hicieron. A eso se debe lo que son hoy como potencia y como nación: Tienen un objetivo común. Sin embargo, desde mi estrecho concepto, veo una cantidad de inconsistencias e ineptitudes en sus comportamientos y reglamentos. Por ejemplo, en la prisión los guardias son de una impecable pulcritud, con su elegante y planchado uniforme, pero no hay uniformidad en el calzado; unos van en chanclas, guayos o tenis. La verdad es que la gran mayoría son bastante desatinados para combinar el calzado con el vestido. Claro que algunos lucen impecablemente perfectos. Detalles de procedimiento son miles los que se salen de toda lógica. Algunas veces he tratado de ponerme en la posición de ellos, pero siempre quedo atrapado en el desatino. ¿Será por parte mía, será que por ser yo víctima del subdesarrollo y el atraso, el avance y desarrollo no me han permeado en el más mínimo y mi mediocre educación no me permitió ver mas allá de mis propias narices? Ante la inmovilización, mi cuerpo, mis extremidades y articulaciones se fueron anquilosando, se me fue paralizando hasta el tuétano. Estábamos en invierno y ya no gozaba de las comodidades y libertades de la elegante celda de aquella estación de policía donde me prestaron abrigo con una mimosa calefacción. Ahora estoy en el otro extremo hospitalario de los japoneses, dentro de mi pulcra caverna primitiva, dando abrigo con cuatro trapos a mi resquebrajada humanidad. Lo único que se desea todo el día es que lleguen las cinco de la tarde para poder reposar y así el atenazado cuerpo pueda cambiar su posición y articular. Esperar las cinco de la tarde es como si nos tuvieran todo el día en un patíbulo; cuando suena la tierna música nos encontramos con la escalofriante humillación de estar vivos, con el lazo en nuestras manos, listos para que nos vuelvan a colgar al otro día. Todo esto seguido de la hostigante humillación de
  • 20. 20 amenaza si no cumplía a cabalidad con el reglamento; el box no pierde oportunidad para amenazar con un penalty. Esa fue una de las muletillas del carcelero después de todos los atropellos vividos. ¿Qué será “pena máxima” para estos tecnodepravados?. Estaba en mi mazmorra mirando el calendario cuando se abrió la puerta de la celda y se me ordenó salir. Se podría decir que esta era la primera salida oficial ya que era para entrevistarme con un Abogado que muy generosamente el Estado Japonés me brindada para menguar en algo el calvario al que estaba sometido. Estas salidas de la celda son acompañadas de un ridículo protocolo de requisa y ratificación de reseña. Es de admirar que nunca se desvían un ápice del conducto regular ya establecido. Ante la dantesca situación sólo se percibe una enriquecida mezcla de géneros literarios de pasión y tortura, acompañada de la depravada candidez de este personal, que parece sacado de una supercomedia de Chaplin, el Chapulín Colorado o la Pantera Rosa. Cuando ya estaba sentado frente al que era mi defensor de oficio, recibí un cortante saludo traducido por un funcionario que el Estado había facilitado. El Jurista empezó a hablar en japonés y el traductor hacía una traducción literal de lo que decía. Este traductor hablaba un perfecto español y fue la primera vez en muchos días que pude establecer una conversación coherente y fluida en mi lengua. El Abogado empezó a preguntar si yo sabía por qué estaba ahí. Le contesté que me habían involucrado con la cocaína que habían encontrado en el apartamento de Dora y Wilson. Me dijo que yo había sido acusado de posesión de esa droga. Le dije que eso era falso, que a mí no me la habían encontrado, que desafortunadamente me encontraba de visita donde Wilson y su esposa y que esa droga la habían encontrado en el apartamento de ellos y parte se la habían encontrado a Dora. La otra cosa era que la policía me había dicho que Wilson ya había confesado que eso era de él; me dijo que eso era verdad, que Wilson había confesado que eso era de él, pero que la policía y la Fiscalía habían pasado un expediente donde ellos aseveraban que yo estaba involucrado en el delito. Le dije que eso no se me hacía raro, ya que la policía me había repetido lo mismo durante un mes, que incluso llegó un momento en que pensé que era mía, porque me llegaron a convencer de que si yo declaraba que esa cocaína era mía me iban a soltar. Me dijo que yo había declarado haber tocado cocaína; le dije que eso hacía parte de una teoría que no me perjudicaría, según la policía. Me preguntó que si yo iba a aceptar la acusación. Yo argumenté que no iba a aceptar algo que no era mío y no me lo habían encontrado. Muy sutilmente el abogado empezó a sugerirme que yo debía aceptar la acusación, ya que esto me podía ayudar, porque yo podía recibir una condena simbólica y los jueces me condenarían pero me podrían mandar para mi país. Contesté que yo no aceptaba. El abogado empezó a acalorarse, me amenazó con no defenderme si yo no aceptaba la acusación. Estábamos en esta discusión cuando se abrió la puerta del cubículo y el guardia muy serio dijo: ¡ovari! (Fin) Ni siquiera pude despedirme cordialmente de mi Abogado defensor. Fui sacado de escena y cuando fui descargado de nuevo en mi mazmorra el calidoscopio en que se había convertido mi mente empezó a girar y a dar los más escalofriantes destellos de terror. A la depresión que este sistema había incrustado en mi vida no se le atisbaba ningún alivio. El objetivo era no dejarme alzar la cabeza del fangoso pozo al que me habían metido; no sabía qué seguía, si algún día podría volver a mi patria, o mis días estaban contados en este país, ya que sólo veía la muerte y mi único deseo era estar bajando al hoyo negro.
  • 21. 21 Lo más tormentoso de todo era la cantidad de incógnitas, mi cerebro disparaba preguntas por miles pero el eco desgarrador del infierno guardaba el más tenebroso de los mutismos. En esos momentos se piensa que estamos en la caldera más candente de los infiernos. ¿Y Dios?; se podría decir que Dios no tiene entrada en este rincón del planeta. No estaba equivocado, Dios había sido expulsado hacía mucho tiempo de este paraíso, la única esperanza era gozar de la sustanciabilidad que teníamos de él dentro de nosotros mismos. Esperé a que se terminara ese letárgico día. Podría decirse que el tiempo se detiene, es una gran hazaña lograr pasar o vivir los ochenta y seis mil cuatrocientos segundos que tiene un día. A las cinco de la tarde metí mi cabeza a invernar, nunca había usado la almohada de dotación; es un saco lleno de semillas. Cuando traté de acomodarme en ese peligroso artefacto pensé en pedir el manual de instrucciones, porque la verdad es que, como almohada, era un torticuloso atentado que lo expone a uno a descalabrarse. Con el privilegio de este objeto, el curso de dormir sin almohada también lo superé con lujo de detalles. Empecé a sumirme en el reposo de esta pesadilla. La verdad es que el cerebro empieza a estar todo el tiempo como caliente y entumecido, entrando en una completa transición de adaptación a este desbordante masoquismo. No había entrado en el trance de reposo cuando de súbito se sintió el estrepitoso ruido de una cantidad de vidrios, seguido del más macabro de los alaridos de terror acompañado de la resonancia de muchos golpes a puertas y paredes. Este espectáculo duró quince o veinte minutos hasta que llegó una legión de hombres, alcancé a contar más de ochenta; en pocos minutos pasaron con el malvado criminal por el frente de mi mazmorra. El dantesco cuadro que me tocó ver por primera vez, porque no fue el único, era desgarrador y paralizante: el desdichado hombre llevaba hilachas de carne colgando de su cuello y cara, bañado en sangre, y unos hombres detrás gritándole enfurecidos. No faltaba la frase: ¡vaquerro coñerro!. Lo llevaban caminando con las muñecas retorcidas por encima de su cabeza ya a punto de arrancarle los brazos, los alaridos de este desdichado criminal desgarraban el alma y a la vez se apoderaba de mí el más gélido de los pánicos. Mi maltrecha integridad no era capaz de sobreponerse a lo que estaba sucediendo. No podía entender lo que pasaba, después de haber admirado en los japoneses el más opulento desarrollo tecnológico y el respeto por el ser humano. Hoy en día es una de las culturas más pacíficas y respetuosas. ¿Cómo es posible que en un rincón de su isla tengan una fosa común en tal estado de putrefacción ? Luego de todos los festejos de recibimiento empecé a ser parte de toda la idiosincrasia enervante que producía vivir la odisea carcelaria. No se podría llamar a esto adaptación o acople o compenetración, el nombre que todo esto representaba para mí era inefable; sólo fluía una palabra coherente para darle nombre: “asesinato”, porque desconectar a un ser humano de su luz intelectual, moral y física al enterrarlo en una tumba con un sanitario es asesinarlo espiritualmente. En esos días no volvió nunca a brillar la vida para mí, el transcurrir era lento pero seguro. Bien el dicho que dice: no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. El box, en repetidas ocasiones, se acercaba a la ventana con una cantidad de papeles para que firmara y estampara mi huella. Esto sonaba sospechoso porque todo era en
  • 22. 22 japonés, pero ante el acorralamiento no podía uno ni siquiera a chistar. A los muchos días me pude percatar que eran puros trámites burocráticos de mi estadía carcelaria y una completa estadística de mis salidas de celda a juicios o visitas. 4. El Juicio El diez de marzo de 1993 me cogieron por sorpresa cuando muy temprano se me ordenó salir de mi celda. No tenía la sospecha de que ese día la justicia japonesa me requería ante su tribunal. Después de cantidad de rituales protocolarios fui conducido al primer piso (yo estaba en un tercero); allí tenían cantidades de presos, pero la legión de guardias era exorbitante. En una estadística que hice después me di cuenta de que eran doce guardias por preso. Luego de cumplir con su cantidad de rituales protocolarios y militares me pusieron las esposas y me amarraron junto a otros once desdichados, porque no permitían más en un lujoso bus que nos conduciría por todo Tokio para llevarnos al gran palacio. El bus quedaba prácticamente vacío pero era atiborrado con centenares de guardias. Después de un largo paseo por la urbe llegamos a un colosal y elegante edificio. De repente el bus sucumbió en un hueco: estábamos en el sótano del edificio. Para subir y bajar del vehículo nos hicieron una calle de honor de centenares de hombres que nos iban conduciendo hasta un lugar en el que nos quitaron los lazos y las esposas, para luego reseñarnos por enésima vez. Fui conducido a una celda con el más ostentoso derroche de lujo y elegancia. Parecía una suite de un hotel cinco estrellas. Estaba allí cuando un grosero grito me hizo ponerme de rodillas para verificar mi reseña. Había perdido la cuenta de cuántas veces me habían reseñado. Se abrió la fortificada puerta y se me ordenó salir, protocolo de reseña y marché. Fui conducido a un lujoso cubículo, ahí estaba el Abogado con el traductor. Nos saludamos y me preguntaron que si iba a aceptar la acusación. Les dije que no, entonces me dijeron que lo mejor era que me defendiera otro Abogado y se despidieron. De nuevo en la suite, encontré en una mesita un material con una inacabable lista de “se prohibe”. Era prohibido hacer ejercicios, hablar, cantar, rezar. Busqué “se prohibe respirar”, pero me percaté de que ese es un privilegio. Al mucho rato volvieron los gendarmes y me condujeron a la espaciosa sala de audiencias. Allí se encontraban, como es tradicional, los dos bandos de buenos y malos a lado y lado. En el centro estábamos el señor Wilson y yo, rodeados por la legión de guardias. Me quedé sorprendido al no ver a la esposa de Wilson, creí que más tarde llegaría, cosa que nunca pasó. Al frente de nosotros estaban sentados el traductor con una taquígrafa. A los pocos minutos se abrió una puerta por la que entraron tres elegantes querubines vestidos de negro. Inmediatamente nos quitaron los grilletes, nos ordenaron ponernos de pie y hacer la ceremonial venia japonesa a nuestros jueces. El Juez Central, en tono circunspecto, dijo que nos habíamos reunido allí para celebrar un juicio criminal en contra de Wilson y yo, y todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra nuestra, y pidió al fiscal leer la acusación. El abogado que me habían asignado pidió que no se leyera la acusación porque él no me iba a defender y que lo mejor era que me nombraran otro abogado. El Juez Presidente secreteó con los otros dos y aceptaron que se me nombrara otro abogado, la próxima audiencia para el 30 de abril, se levantó la sesión y desaparecieron detrás de la puerta ondeando sus fúnebres togas.
  • 23. 23 Wilson y yo íbamos a empezar a murmurar algo. Yo iba expresar el por qué de este insuceso cuando sentí un coscorrón en uno de mis parietales seguido de la muletilla: ¡vaquerro coñerro, honasi damc¡ (malparido, hijueputa, no puede hablar). No me había recuperado del golpe y ya me estaban poniendo en la suite. Hice cuentas del tiempo que faltaba para el 30 de abril, lo que me producía profundo desconsuelo. Como nunca más tuve contacto con Wilson, estaba seguro, por lo que la policía me había dicho, que Wilson iba a afirmar que la droga era mía. Eso me hacía presa del peor de los horrores por la injusticia de que me condenaran por algo que no era mío. Otra cosa que daba vueltas por mi cabeza era el por qué Dora, la esposa de Wilson, no estuvo con nosotros, a pesar de que nos habían arrestado juntos. A estas preguntas respondía el escalofriante eco del silencio. Estuve todo el día estático en la lujosa celda, especulando y quejándome de mi suerte. Este quejumbroso letargo fue interrumpido por una voz celestial que salía del techo; me puse de rodillas y di gracias al Creador por haber oído mis plegarias. La dicha de pensar que El Hacedor del universo había hecho material su omnipresente aparición no duró mucho tiempo, pues la suave y angelical voz no se volvió a escuchar. Me puse a analizar detenidamente una rejilla que había en el techo y pude ver un parlante detrás de ella. A los muchos días y después de muchas visitas al Palacio de Justicia, me pude dar cuenta de que este edificio no tenía nada que envidiarle en el servicio de llamado al sofisticado Aeropuerto de Narita, pues cuando se acercaba la hora de volver a la prisión se nos avisaba por el parlante para que no nos fuera a dejar el vuelo y no se nos fuera a quedar el abultado equipaje. Volvimos a la prisión en medio del turbulento tráfico vespertino de la gran ciudad. Llegamos muy entrada la tarde o noche y deshicimos maletas. Me llevé la sorpresa de que los gendarmes de la prisión me habían dejado la comida en el suelo, cosa que les agradecí, aunque dos cucarachas ya estaban departiendo mi cena. Me senté a compartir la mesa con mis abusivas amigas. Los días que siguieron fueron acompañados por el pensamiento doloroso que se puede sentir cuando se está en un pozo lleno de pirañas que ríen y muerden pero no satisfacen el más ardiente de los deseos, la muerte. Después pude comprender que este sistema carcelario hace parte de un acervo cultural japonés de dos o tres mil años, para el cual adaptaron creencias religiosas y tabúes, y la práctica de agotadores ejercicios físicos de inmutabilidad del cuerpo. Pero por virtuoso que esto pueda ser, aplicárselo a una persona durante veinticuatro horas es completamente destructivo. Los japoneses, después de la guerra, recibieron una transferencia de tecnología y cultura muy grande, tanto así que tanto sus costumbres políticas y sociales como la cotidiana vida popular están completamente occidentalizados. Deberían también transferir a sus filas la sofisticada y avanzada capacidad que tienen algunos países de Occidente en rehabilitación delincuencial. Es inconcebible que aquí dejen pudrir a un ser humano en el suelo durante años, perdiendo sus más elementales derechos de poderse mover, hablar y pensar, enterrado en una tumba con un sanitario. Ante esta absurda situación que estaba viviendo, empecé a contemplar firme y fríamente la posibilidad del suicidio. Es una decisión de valeroso y grueso calibre; por duro que fuera lo que estaba pasando era muy difícil tomarla, lo
  • 24. 24 mismo que ante la oprimente limitación a la que estaba sometido, era casi imposible conseguir los medios para suicidarme. No obstante, después empecé a buscar un medio que cercenara mi vida o algo que acabara de apagar la luz para así irme del todo. De improviso fueron apareciendo todos los elementos para el más sofisticado ahorcamiento ritualista. Resulta que ante las fuertes medidas de seguridad, las autoridades tomaron todas las precauciones para que sus desdichados no fueran a tomar la sabia decisión del suicidio. A la celda la dotan con todos los implementos de un perfecto patíbulo; la celda tiene el piso cubierto con una especie de estiba que en el Japón llaman tatami, algo parecido al mimbre. Este artefacto es entretejido con mas de ochenta hilos de nylon de aproximadamente dos metros cada uno, con una resistencia de unos cincuenta a cien kilos. Furtivamente fui sacando las puntas y de rato en rato fui deslizando suavemente su entretejido camino y logré sacar diez hebras. Logré hacer debajo de mis cobijas el nudo ritual del ahorcado, quedando ya terminada con lujo de detalles la primera fase de la ejecución. Me faltaba la segunda y esta fue fácil porque la celda era un perfecto patíbulo, pues la mazmorra en su parte posterior estaba fortificada con una gran reja de seguridad atravesada por gruesos barrotes. Empecé a soñar con mi cuerpo ondulando de lo último de los barrotes, así empezaba a hacerse realidad mi primer sueño presidiario. A esto siguió el torturador pensamiento de autosugestión de que el único camino que me quedaba era colgarme de ese barrote y así acabar con esta mierda. Esta descarnadora ambivalencia me duró varios días; que sí, que no, estuve a punto de tomar la decisión pero mi cobarde cinismo me lo impidió. Estaba en esta dicotomía cuando empecé a sentir unos cambios neurológicos muy fuertes seguidos de náuseas, vómito y fiebre, con un profundo dolor de cabeza. Perdí la percepción en la coordinación de mis facultades mentales y físicas, lo más duro era darme cuenta de que mi cerebro había perdido el dominio de mis actitudes y no podía hacer nada, ni siquiera era capaz de tomar la decisión de suicidarme. Estaba casi boqueando cuando se acercó el box y me preguntó qué me pasaba. Le expresé que me sentía muy mal. Me miraba con una risita sardónica; a los pocos minutos se fue para volver al mucho rato con otro compañero. Empezaron a cuchichear y a sonreír, se fueron nuevamente para volver con una legión de hombres, abrieron la puerta, me sacaron a rastras y me llevaron a lo que parecía una improvisada enfermería de posguerra. No había un solo utensilio o instrumento de la época, todo lo que vi allí tenía una valiosa antigüedad. El examen al que fui sometido consistió en la toma de presión con un exótico y mohoso aparato y la escrutadora mirada de la muchedumbre que me acompañaba, ya que me miraban como bicho raro. Intercambiaron algunas frases y me volvieron a internar en mi mazmorra. Me desconecté por completo del reglamento, perdí el apetito, no me importaba nada, no decía número, no me levantaba, no volví a hacer uso de las actividades de rehabilitación del baño o del recreíto a la jaula, pero era agredido constantemente porque me salía o no permanecía en el enclave. A los pocos días de esta situación fui sacado de la celda a estrujones porque no quería salir. Había hecho un dibujo a Jesucristo no porque fuera creyente sino porque en estas condiciones uno se sube en lo primero que pase y Él había sido el Salvador que más cerca había tenido a lo largo de mi vida. Me aferré fuertemente a este dibujo y un gendarme me lo arrebató, lo rompió y lo arrojó a la basura. Me puse a
  • 25. 25 llorar y a gritar y ellos hicieron lo mismo, y a punta de gritos y estrujones me llevaron hasta otra sala de enfermería, que esta estaba mejor dotada. Lo mismo que antes, el mismo examen con la diferencia de que esta vez me amarraron para hacerme un examen de sangre y aplicarme una cantidad de droga. Después de que me soltaron comencé a despegar en el más agradable de los viajes espaciales, no volví a sentir la vida por muchos días, fui conducido a una mazmorra con circuito cerrado de televisión. El sadomasoquismo de reforma y dotación al que había sido sometida esta mazmorra para desequilibrados mentales era como salido de una parodia de circo romano. Nerón fue un pendejo al lado de los que se recrearon ambientando estas celdas; me quitaron todo, no podía escribir, sólo me dejaron las revistas pornográficas. Aquí empecé a vivir, se podría decir, una segunda fase de las más fascinante y refinada perversión carcelaria, donde estos destacados especímenes humanos alcanzan el más depravado éxtasis metiéndonos en un tubo de ensayo como microbios o conejillos de indias. Porque lo que nos ponen a vivir en estas refinadas celdas es para ellos la más grande emoción, con los depravados cuadros de la más degradante mutación y mutilación humana. Este pabellón al que había sido confinado era el campo de concentración de miles de enfermos mutilados y desequilibrados mentales. Todo el día se veían pasar desdichados arrastrando muletas o jalados, empujados por hombres que los apuraban brutalmente, porque a la prisión de Kosugue se vino a pagar un delito criminal; la integridad humana no importa para nada, aquí no se respeta ni la más terminal de las enfermedades. Teniendo en cuenta que en esta fase carcelaria somos inocentes y esta cárcel es una casa de retención preventiva, ¿qué será de los que ya están condenados?. La pregunta es: ¿por qué se penaliza brutalmente a una persona que está retenida preventivamente y no ha sido condenada? Este pabellón de enfermos es coordinado por un depravado y desadaptado gorila que todo el día está haciendo el más hostigante de los acosos para que uno permanezca en el enclave asignado. Por la tutoría de este carcelero me tomé la más exquisita miel del diablo, apaciguada por la cantidad de calmantes que siguieron suministrándome después de haberme instalado en la sofisticada celda. Me daban entre ocho y diez antidepresivos diarios; esto me produjo un insidioso reposo en la más trágica vida contemplativa que haya vivido alguna vez. La droga que me daban me permitía transportarme a otras dimensiones donde hice contacto con seres muy importantes de ultratumba, como mi madre; a pesar de que ella siempre ha estado a mi lado, después de ser sometido a la barbitúrica dieta nunca volví a perder contacto con ella, a no ser cuando el guardia me hacía un escándalo porque me encontraba platicando con ella. En medio del pánico que este hombre nos provocaba, mi madre se esfumaba y cuando veía que no había moros en la costa entraba furtivamente a compartir mi cautiverio. El más refinado sistema de seguridad en ese lugar era un ojo biónico que salía del techo de la celda y hacía un cubrimiento a la redonda de más de ciento ochenta grados. Ya no volví a tener problemas con mis anfitriones porque el eficaz tratamiento había hecho el efecto deseado y me convirtió en la más dócil de las criaturas. Una tarde me sacaron de la celda y fui conducido a los ya conocidos cubículos; allí estaba el traductor con un desdentado anciano bonachón. Este señor expresaba una lozana
  • 26. 26 simpatía, me extendió un cordial saludo y se presentó como mi Abogado. Qué lejos estaba yo de imaginarme que este simpático anciano probaría mi inocencia jurídica y me haría indemnizar por la nación japonesa. Empezó con las mismas preguntas. ¿Qué que tenía que ver yo con esa droga?. Le contesté lo mismo, que no sabía nada. Me preguntó que para qué había yo declarado haber tocado la cocaína. Le dije que prácticamente había sido obligado a ello con la mentira de que eso no me perjudicaría porque Wilson había confesado todo. Me dijo que lo que a mí me perjudicaba era que la policía y la Fiscalía me habían involucrado fuertemente, que teníamos que tratar de desvirtuar todo eso, pero que lo que sí estaba claro era que la droga era de Wilson, pues él lo había confesado Le hice la inocente pregunta de cuándo podía terminar eso para mí. Me dijo que muy pronto porque había sido involucrado en la comisión de un delito grave, pero no era el responsable ni autor de él y los jueces me podrían encontrar culpable de un delito menor, que era excarcelable fácilmente. Yo nunca había violado las leyes japonesas y las de ninguna parte del mundo, pues las autoridades japonesas hacían las investigaciones pertinentes a este respecto, y que muy pronto estaría en mi país. Habíamos terminado cuando se abrió la puerta y se oyó el llamado de fin. Salí feliz de ahí; fue la primera vez que no me importó que me hubieran limitado en tiempo para hablar con mi Abogado. ¡Qué me iba a importar en medio del éxtasis de saber que muy pronto estaría volviendo a mi país! Ya me imaginaba subido en el pájaro de aluminio haciendo el viaje transoceánico. Esta falsa ilusión fue mi consuelo por algunos días. No imaginaba que después de la pesadilla que había vivido en Kosugue, faltaba la parte más sutil y degenerada de toda esta parodia, atizada por la torpe indiferencia de tres jueces indolentes. El 14 de abril, muy temprano, se abrió la puerta y fui conducido a una zona especial. Había gran cantidad de enfermos mentales. Nunca olvidaré los rictus y las amargas huellas en la expresión de esa gente. ¿Cómo sería la mía? Después del ritual carcelario, fuimos incrustados en el bus, en profundo silencio. Hicimos el acostumbrado paseo, llegamos al Palacio de Justicia y fui llevado a la celda palaciega. Cuando llegó la hora del juicio, el Juez Central dijo que nos habíamos reunido para celebrar un juicio criminal, y todo lo que se dijera allí podría ser usado a favor o en contra mía, y pidió al fiscal leer la acusación El Fiscal dijo: “Señor Juez, estos hombres han sido encontrados en posesión de esta cocaína y marihuana”, y mostró la evidencia. El Juez preguntó si aceptábamos la acusación, Wilson la aceptó, yo no; el Fiscal llamó a Wilson al estrado. Cuando Wilson se sentó allí yo estaba convencido de que me iba a involucrar, ya que eso era lo que la policía había dicho. Asombrado me quedé cuando le oí contestar al Fiscal la apremiante pregunta de ¿por qué me había dado a guardar esa droga?. Él contestó que yo no tenía nada que ver ya esa cocaína y esa marihuana eran suyas y yo no tenía ningún conocimiento de eso porque él nunca compartió conmigo que tenía esas cantidades de droga. Esto fue dicho por Wilson en cien formas diferentes, pero el Fiscal siempre le puso cortapisas y palos en la rueda para que Wilson me incriminara. Luego siguió una interminable y meticulosa letanía de preguntas impregnadas de la más absoluta candidez y mediocridad jurídica, sin ningún sentido.
  • 27. 27 Yo, en medio de todo esto, reflexionaba sobre la acusación de posesión que me hacían. Cuando Wilson declaró que yo no tenía nada que ver, pues no tenía conocimiento de la existencia de esa droga y que era de él, la manera coherente y fácil en que veía todo me decía que no había más nada que decir; apague y vámonos. Pero no, se tornó en el círculo vicioso más mediocre que haya visto jamás. El Fiscal duró no menos de cuatro horas dándole vueltas al interrogatorio. Mientras el histriónico funcionario se paseaba haciendo preguntas con los dedos pulgares metidos en las mangas de su chaleco, por mi cabeza rondaba la pregunta: ¿dónde estaba Dora, la esposa de Wilson?. Ni sonaba ni tronaba, pero al frente mío estaba el bolso con cocaína que le habían encontrado a ella. Para mí era un exabrupto pensar que ya la habían soltado y declarado inocente. Llegué a pensar que ante el gran desarrollo, la justicia singularizaba y no era mixta, y a ella la estaban juzgando en otra parte. Mientras este parlanchín de circo barato hacía su perorata, uno de los jueces bostezaba y cabeceaba. Yo decía para mis adentros que, pensara lo que pensara el señor Fiscal, esta farsa ya estaba por terminar; qué equivocado estaba, era tan sólo la incipiente y más ridícula de las pesadillas jurídicas caracterizada por la soslayada protección y aprobación paternal por parte de los jueces. La decisión que tomaron desde ese momento fue brindarle todas las garantías condenatorias a su querido Fiscal para que jugara con sus muñequitos de cuerda durante años. Estaba el Fiscal en uno de sus paseos cuando el Juez le dijo que el tiempo se había acabado. El Fiscal dijo que, para terminar, presentaría las declaraciones tomadas en mi contra por parte de unos individuos. El Tribunal preguntó que dónde estaban esas personas. El Fiscal dijo que no sabía porque habían sido puestas en libertad. El Juez dijo que revisarían las declaraciones y darían su concepto. El Fiscal pidió más tiempo para presentar pruebas. Mi Abogado argumentó que no podían ser tomadas ni tenidas en cuenta porque esas personas ni siquiera se sabía si existían y no estaban allí para probar su veracidad Determinaron que nos volveríamos a reunir en la Sala el 30 de abril, se levantó la sesión y desaparecieron los tres angelitos negros ondeando sus fúnebres trajes. De regreso pensaba en todo lo que había pasado ese día; me tenían caviloso las supuestas declaraciones que el Fiscal le entregó al Juez. A pesar de las lagunas que dejaban tantas incógnitas, yo descansaba sobre la hipótesis de que el delito había sido ya declarado y asumido por Wilson, y ante la confesión de él que yo no tenía nada que ver, la acusación en mi contra quedaba sin piso jurídico. De nuevo en la prisión las cosas siguieron igual. La misma rutina, diez horas sentado en el mismo sitio, catorce horas acostado, la ración de calmantes que me suministraban diariamente, los tiros de pena máxima que nunca dejaron de pitar. La comida es uno de las cosas buenas del gran centro, aunque fue un poco duro adaptarme a la cantidad de legumbres y verduras que dan. Pero todo está lleno de un contrasentido, porque unas veces respetan la libertad motriz pero aguanta uno hambre, y en otras lo inmovilizan y le llenan la barriga. El caso de Kosugue era una política del garrote y la zanahoria. Me encontré de nuevo en la tecnodepravada celda esperando un lejano juicio para definir algo que hacía mucho rato estaba definido. Al otro lado de mi hábitat natural, sin ni siquiera poder escribir a mi familia, pues no contaba con un céntimo para comprar estampillas, papel y lápiz, lo más doloroso era saber que mi familia estaba sufriendo a brazo partido por no saber nada de mí, pero daba gracias a Dios porque no se enteraron de lo que yo vivía en esos momentos.
  • 28. 28 Sin trabajo, sin amigos, sin Dios, sólo contaba con mis anfitriones. Empecé a verlos como máquinas de hacer mierda, unos pedazos de carne biotecnificados, unos bípedos biotecnificados para sacar de nuestras entrañas todo el horror que más pudieran; ni así saciaban la sed de su infinita justicia estos programados bípedos. Había algo de lo que no gozaban, o para lo que no estaban programados, y era la sensibilidad humana. Siempre se muestran impasibles ante la ejecución de su trabajo; lo más admirable es que no hay uno solo que se salga de la disciplina. Después de haber investigado un poco sobre los japoneses, pude darme cuenta de que al más alto nivel jerárquico le practicaron los más atroces castigos y torturas a los chinos y coreanos durante los muchos años de ocupación. Si esto se lo hicieron a sus más emparentados hermanos y a su propia raza, por qué voy a pensar que a mí no. Claro está que después de que el emperador se rindió y pidió disculpas al mundo, también pidió a sus súbditos que cambiaran todas las costumbres torcidas y acogieran con los brazos abiertos las buenas costumbres de otros pueblos. Esto último, en materia de rehabilitación carcelaria, no ha sido acogido. Llegó el tan anhelado treinta de abril. Me veía durmiendo en mi calientito lecho familiar. Pero qué sueño más lejano. Empezamos el viaje por la gran metrópoli en el viejo bus, con mis manos encholadas en los grilletes y amarrado por la cintura. Pensar que esto terminaría pronto me daba valor. Llegamos al Palacio, se cumplieron los ortodoxos procedimientos rutinarios y yo fui el primero en llegar al Salón de la Justicia. Luego fueron llegando los Abogados, Wilson, el Fiscal con sus lugartenientes y los Jueces. Cuando todos los cortesanos estábamos listos hicimos la gran venia de honor. En alguna parte leí que todos los juicios estaban revestidos por una histriónica representación teatral, pero nunca pensé que fuera algo paralelo y literalmente tomado de la comedia. El Gran Tribuno, sin anteponer ninguna palabra, dijo que las declaraciones en mi contra de un supuesto sujeto eran tomadas como prueba. Inmediatamente llamó a Wilson al estrado y apremió al Fiscal para que empezara a interrogarlo. El Fiscal se paró con su arrogante, desafiante y escrutadora mirada y empezó su fascinante paseo palaciego. Estaba este señor haciendo su pueril interrogatorio y mi ya perturbada imaginación empezó a hacer conjeturas, el revolcón en que se había convertido mi cerebro es algo indefinible. Desde ese preciso momento se empezó a despejar que había caído en la más maquiavélica y enmarañada celada jurídica. Ante el pronunciamiento del Juez pensé que muy pronto estarían atiborrados de correspondencia y anónimos para poderme condenar. Esta forma facilista de mandar a un ser humano a la podredumbre no distaba mucho de la época del imperio romano que había condenado al buen Jesús, o a la Santísima Inquisición, que por mera murmuración y secreteo, subió al asador a más de un desdichado. Supuestamente son muchas las naciones que en sus aulas y medios dicen que estas son cosas del ayer y ya nuestro doloroso y revisado pasado no nos permite hacer esto, pero siempre nos daremos cuenta de que el hombre es un pervertido cavernícola y un asesino en potencia desde su amanecer, hasta cuando nos hayamos asesinado entre todos después de haberle echado candela a este rancho llamado planeta. Este señor se paseó por espacio de cuatro o cinco horas haciendo el más descarado y ridículo recuento de todo lo que se había dicho, haciendo un infantil interrogatorio para
  • 29. 29 hacer alarde de sus dotes como jurisconsulto, todo relacionado con la cocaína y la marihuana, pero de cada pregunta desprendía cien irrelevantes y ridículas preguntas más como ¿a qué hora la guardó?, ¿porqué tan temprano?, ¿con qué mano la puso?, ¿estaba lloviendo?, ¿cómo se subió?, ¿cómo se bajó?, ¿con el pie izquierdo o con el derecho?, ¿la bolsa en que la guardó era nueva o vieja?. Esto podía parecer ridículo y hasta sonar que es una redundante mentira de mi parte, pero estas fueron las luminarias dotes de este Abogado estatal durante los meses que me procesó, esta la fuerte argumentación evidencial con que me procesó y siempre quiso probar que esa droga era mía. Omitiendo recalcitrantemente la confesión de Wilson. Este funcionario nunca fue objetado en lo más mínimo, el Tribunal alcahueteó a este titiritero barato para que moviera los hilos desgarradores de mis ya mutiladas entrañas, sin tener ningún argumento ni piso jurídico fuerte sobre la acusación que se me hacía, sin tener en cuenta que el delito y la acusación estaban totalmente aclaradas y sólo por el capricho jubiloso de humillar a un ser humano en la palestra como otrora se haría en el regocijante circo romano, nos tiran a los hambrientos leones para su satisfacción y no la mía. Estas fieras mordían bocados grandes de mi vida, pero no mataban. El Gran Tribuno miró su reloj y dijo que el tiempo se había acabado. Como al Fiscal no le alcanzó el tiempo para terminar su alegato, pidió que le prolongaran para presentar más evidencia. El complaciente tribunal miró sus agendas y dio cita para el veintitrés de Mayo. Otra vez en casa, en mi lujosa cloaca, compartiéndola con el impertinente ojo escrutador que sale del techo dando la apariencia de un depravado mutante venido de otro mundo, seguí con mi balanceada dieta de barbitúricos que siempre me mantuvo en una placentera degradación. Como ya he dicho, me quitaron todo; lo único que tenía era la compañía de mis concubinas, las cuales mitigaban las eternas y amargas noches de pasión y lujuria; no podía escribirle a mi familia porque no tenía dinero. Volví a recuperar las actividades de baño y recreo, y me empezaron a poner con otros extranjeros, pero sólo en los minutos de recreo en la jaula. Allí comenté mi situación de desamparo y que no había podido escribirle a mi familia. Muy comedidamente uno de estos desdichados quiso compartir conmigo sus denarios y se ofreció a facilitarme estampillas para que pudiera escribir. Esta renovadora generosidad me llenó de alegría. Como estas salidas sólo eran los martes y viernes, esperé con ansiedad la próxima para que me dijera qué había pasado, ya que todo lo relacionado con nuestras pertenencias y dinero lo manejaba el estado mayor del presidio. El amigo me transmitió la fatídica noticia de que entre compañeros de infortunio no se podían hacer favores porque esto se podría prestar para la comisión de algún delito y así quedó interrumpido el lazo que había yo anhelado y empezado a hacer con mis seres queridos. Muchas veces me frenaba, pensaba y me preguntaba ¿esto sí será Japón?. No podía creer que al otro lado de esos muros estuviera una de las democracias más grandes del mundo y que ese avance y desarrollo cultural no haya asomado las narices por esta cloaca. En esta brillante cultura es algo salido de toda lógica que las costumbres torcidas que el emperador Hirohito en su rendición pidió a su pueblo fueran cambiadas, ni siquiera habían sido sometidas a una somera valoración.
  • 30. 30 En los días venideros mi situación empezó a mejorar. El personal vio en mi malogrado destino un evidente cambio, en el que sufrí la más cruel domesticación acompañada de una dulce mansedumbre narcotizada. En contraprestación con este nuevo cambio existencial, me fueron permitidos otros privilegios, el box me regaló una mina y cuatro hojas de papel acompañadas de una vieja revista farandulera editada hacía cuatro años. Hacerme merecedor a esto era ya algo que distaba de mis inoperantes días de ocio y lujuria, y pude entrar en la lúdica y diestra actividad de la lectura y la caligrafía; para completar esta dicha no hacía falta sino poder escribir a mi familia. Llegó el veintitrés de Mayo. Ese día fui sacado de mi celda muy temprano para presenciar uno de los dramas más deplorables de un ser humano. Como ya he dicho, me encontraba en uno de los pabellones de máxima seguridad, donde sólo había peligrosos desequilibrados mentales. Esa mañana me hicieron parar al pie de un señor de origen oriental del que se desprendía el más desagradable de los hedores, el aspecto conmovedor de este hombre era como para llorar, pues se percibía que no coordinaba la más mínima de sus facultades mentales y físicas. Su mirada pertenecía a otro mundo, su capacidad motriz era activada por el diligente lazo de cabestro que nos ponían, al cual el hombre respondía con soltura. Cumplido el itinerario, nos encontramos en el sagrado Palacio de Justicia, frente a mis pervertidos justicieros. El señor Juez pidió al Fiscal seguir exponiendo el interrogatorio de evidencia probatoria en mi contra. Volvió por las mismas. Lo que más me interesó fue que Wilson aceptó de nuevo su culpa, exonerándome de cualquier responsabilidad sobre la cocaína y la marihuana. Esto fue aseverado abierta, clara y contundentemente. Sus textuales y literales palabras fueron: “Yo he dicho que Juan Carlos no tiene que ver con esa cocaína y la marihuana, él no sabía de la existencia de ellas y tampoco participó en mis negocios”. Por lo demás, no hubo ningún aporte a no ser un riguroso control dietético que el poderoso jurista le hizo a Wilson, más o menos así: ¿Cómo comía, por qué comía, qué comía, a qué horas, sentado o parado, salado, frío, caliente?. Esto parecerá ridículo y mentiroso, pero fueron muchas las horas dedicadas a contemplar esta evidencia criminal presentada por este Fiscal al Tribunal, el cual se la tomó muy en serio. Ojalá esto lo dejaran sacar de sus polvorientos anaqueles, ya que el Tribuno, al finalizar el juicio, me dijo que no podía tener copia del proceso, El tiempo para presentación de pruebas y evidencias no fue suficiente y el Fiscal pidió nuevamente a sus protectores que necesitaba más tiempo para presentar su acervo probatorio, cosa que contó con la unanimidad de los tres angelitos negros. Se dispusieron a programar la siguiente audiencia para el dieciocho de Junio. Héme otra vez frente al escrutador ojo que nunca volvió a quitarme la mirada de encima. Esta interminable pesadilla empezó a ser contraprestada con algunos privilegios, acompañados de un socorredor milagro; lo primero fue que entré a hacer parte de una actividad más, los Martes y Viernes el carcelero se arrimaba a la ventana de mi celda con su ya conocida morbosa y socarrona sonrisa, blandiendo un viejo ejemplar literario en su mano; hay que agradecer y elogiar este gesto de generosidad por parte de este estado mayor, ya que después de que empecé a recrear mi desesperación silenciosa con esta actividad, mi vida dio un vuelco total. Esas lecturas fueron un pequeño bálsamo reparador.
  • 31. 31 Ahora, en retrospectiva, recuerdo textos que, si tuviera que leerlos ahora, me pondría a llorar. De nuevo reitero mis agradecimientos por este acto de esparcimiento que me salvó la vida. El socorredor milagro fue que un día me sacaron de mi celda y me llevaron al pequeño cubículo de visitas. Este cubículo estaba dividido por un grueso tabique de concreto y un vidrio blindado en la parte superior. Al otro lado se encontraba una mujer que al azar quiso visitar algunos compatriotas. Quedé sorprendido cuando a mi lado se quedó uno de los gendarmes que me ordenó que no podía hablar en español. Empecé a balbucir algunas palabras en japonés, sin poder siquiera armar una frase coherente que pudiera comunicar la alegría que esto me estaba produciendo y poder contar algo de mi tortuoso calvario. Hasta que no aguanté y empecé a hablar en mi añorado y melodioso español, alcancé a cruzar algunas frases y decirle que no había podido escribirle a mi familia por la falta de dinero, pero fui retirado brutalmente de allí. Esta generosa mujer me alcanzó a gritar, con lágrimas en los ojos, que me dejaría algún dinero para que cubriera esta imperiosa necesidad. Así terminó la caritativa visita de esta emisaria de Dios que nunca más volví a ver. Me preocupaba pensar que si esto ocurría ahora que gozaba de presunción de inocencia, qué sería de mi destino cuando recibiera la decretada condena oficial que me tenía el Gran Tribuno. De nuevo en mis aposentos, remordiendo el rencor por esos “ojirrasgados hijueputas”, comencé a caer en la más degradante depresión, en el más hondo resentimiento que jamás un ser haya sentido por otro. Esta trágica humillación volvió a fraccionar mi ya despedazada vida en mil pedazos, y sólo anhelaba que esta guillotina seca terminara de una vez por todas con el hálito de vida que me quedaba. Rondó de nuevo el pensamiento de que el hombre es un asesino en potencia, no importa el estado de civilización en que se encuentre. Desde ese momento empecé a ruñir nuevamente el ferviente deseo de poner fin a mi vida, el cual no había podido cumplir por el cobarde apego que me quedaba. Ya me habían asesinado pero no dejándome partir del todo, cosa en la que me iba a poner de inmediato para buscar la forma de terminarles lo que habían iniciado. Descubrí cómo burlar la seguridad en cuanto a los barbitúricos que me suministraban, ya que no fui capaz de operar el sofisticado patíbulo que es la celda; por el cobarde dolor de ahorcarme, pensé que lo mejor sería entrar en un profundo sueño del cual no volviera a despertar. Para apoderarme de las preciadas pastillas en cantidades mayores, ideé un plan. Como ya he dicho, la celda es un cubículo de tres metros por uno con sesenta, en la parte frontal está la puerta y una ventana y en el fondo la lujosa porcelana sanitaria que consta de un sanitario y un lavamanos, el uno al frente del otro. Me ingenié la forma de apoderarme de las pastillas, así: Cuando ellos me las hacían tomar, me hacían abrir la boca revisando totalmente mi cavidad bucal. Tenía dos obstáculos: el carcelero y el ojo electrónico. Decidí quedarme todo el tiempo con un saco puesto que me habían dejado conservar. A este le metí una bola de papel higiénico en uno de los bolsillos laterales para que permaneciera abierto. Para echar las pastillas en el bolsillo tenía que obstaculizar el ángulo del ojo electrónico y al mismo tiempo burlar la mirada del guardia. Debía estar en el centro de la celda o un poco más al fondo para lograr esa posición y apoderarme de ellas. Debía distraer a los dos, y lo hice colocando en el centro o un poco más al fondo la mesita de poner la comida. Allí dispuse un vaso