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CARTAS DESDE EL FARO
(1994-1997)
Jaime de Armiñán
Edición y transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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ÍNDICE
-PRÓLOGO……………...........................................................................……….5
1- Cartas desde el faro……..................................................................…………..9
2- Carta a Stan y Oli………............................................................................….11
3- Carta a Carole Lombard………..................................................................….13
4- Carta a Boris Karloff………...............................................................……….15
5- Carta a Irene Dunne………....................................................................……..17
6- Carta a Mr. Hitchcock………............................................................………..19
7- Carta al maestro Ravel…………...............................................................…..22
8- Cartas a los hermanos Barrymore……..................................................……..24
9- Adiós al faro de Mouriño………….................................................................26
10- La triste realidad…………….........................................................................28
11- La navidad en el faro………....................................................................…..30
12- Recuerdo del poeta…………............................................................……….32
13- Kapesny Kerröknyk………..................................................................……..34
14- El “Ciudad de Achote”……..................................................................…….36
15- Fin del viaje…………..............................................................................…..38
16- Carta a Irene………..............................................................................…….40
17- Carta a Ovidi Montllor……..............................................................……….42
18- Carta a Diane Varsi……….............................................................…………44
19- Carta a los niños antiguos…..................................................................…….46
20- Carta a Chita………….............................................................................…..48
21- Carta al maestro Bretón…..............................................................…………50
22- Carta a Julio Verne…………....................................................................….52
23- Carta a Ratino………….............................................................................…54
24- Carta a Gérard Philipe……................................................................………56
25- Mal fin de carta……………......................................................................…58
26- Carta a Luis Politti…….............................................................................…60
27- Carta a Onésimo Juncadella…….....................................................…….….62
28- De nuevo en el faro………….................................................................…...64
29- Spanish Cinema Agua Cuello…………...................................................….66
30- Carta a Theda Bara…………...................................................................…..68
4
31- Carta a Luis Peña…………....................................................................……70
32- Palacio de Socorrito………….............................................................……...73
33- Carta a Alfonso Sánchez…............................................................………….75
34- Carta a Manolete…………...................................................................…….77
35- Carta al Circo Price……....................................................................………79
36- Carta a la perra Mari………................................................................……...81
37- Carta a Carlos Gardel…….........................................................................…83
38- Sonríe, es viernes…………......................................................................…..85
39- De los viejos periódicos de 1954……......................................................…..88
40- Hablar por derecho………........................................................................….90
41- La casualidad…..............................................................................................92
42- De comidas en pantalla……….............................................................……..94
43- Hambre es igual a risa………...............................................................…….96
EPÍLOGO
-”La cabeza a pájaros” Fernando Fernán-Gómez…………...........................…..99
5
PRÓLOGO
Fernando Rey en “La luz del fin del mundo” (1971), adaptación del libro de Verne
Jaime de Armiñán tiene más facetas, caras, que un diamante, y todas igual de
valiosas, de brillantes. Las más conocidas con diferencia son la cinematográfica,
aunque no por sus mejores películas, “Mi querida señorita”, “El nido”, no porque
sean malas sino porque las tiene aún mejores, “El amor del capitán Brando”,
“Stico”, y la televisiva, de manera muy limitada, “Juncal”, un auténtico delito
porque hablamos del mejor guionista, director, televisivo que ha dado este país,
“Suspiros de España”, “Las doce caras de Eva”, “Las doce caras de Juan”, y un
larguísimo etcétera. Las facetas teatral y literaria son casi desconocidas, la teatral
solo en la actualidad, cuando la desarrolló en los años 50 y 60 lo hizo con gran
éxito tanto de público como de crítica, ganó los principales certámenes teatrales
de la época, el Lope de Vega y el Calderón. Una suerte que no ha corrido con esta
última etapa literaria, desde los años 80 a la actualidad, que cubre varios cuentos
y seis novelas, entre las cuales solo “La isla de los pájaros” (1999) ha obtenido
cierto reconocimiento, probablemente con justicia, también es mi favorita. Lo
que nunca se menciona en las pocas reseñas dedicadas a la novela, es que el
germen del libro, del mágico universo Mouriño, un universo completamente
inventado de reminiscencias faulknerianas, gallegas, está en una serie de
artículos, de cartas, englobadas dentro de su sección semanal en el periódico
ABC “El Cine de la Flor” (desaparecido cine madrileño). Una pequeña selección
de estos artículos fueron publicados en forma de libro en 1992, no se incluyen
estas cartas publicadas posteriormente entre 1994 y 1997, una lástima porque
constituyen un material imprescindible para comprender el origen del libro, y
ampliar su contenido, una especie de play-list de películas, libros y homenajes.
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“La isla de los pájaros” es el gran libro de la cinefilia clásica, porque la
moderna tiene un mayor componente formal, real, y un escaso gusto por la
aventura, por la ensoñación. Son cientas las referencias cinéfilas, literarias, en el
libro, unas veces como simple dato, recuerdo, y la gran mayoría formando parte
esencial de la historia, de los personajes. Todo tiene una conexión con el cine,
hasta el más mínimo detalle de la ambientación, de la trama, pero no es un
homenaje baboso, o solo sentimental, hay humor, distancia paródica, metacine
crepuscular. Es una relectura del gran cine clásico de aventuras, de las grandes
novelas clásicas de aventuras, desde el punto de vista irónico de quien ya está de
vuelta de todo, por edad, aunque conserve intacta la capacidad de fascinación, de
dejarse llevar, emocionar. Por supuesto está la humanidad, la ternura, la mala
leche sin sangre, de las películas de Jaime de Armiñán, su increíble capacidad
para construir personajes, amistades, entrañables, de carne y hueso, y el
suplemento vitamínico del sexo, el gran motor del libro. Un libro que
milagrosamente consigue mantener el equilibrio entre el pasado y el presente,
entre la nostalgia y la vitalidad, entre la distopía y la utopía, entre la frivolidad y
la reflexión, entre el costumbrismo y la ficción, entre la fantasía y la realidad.
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Los personajes interpretan la realidad en base a las experiencias vividas en los
libros, las películas, fabrican su propia biografía con retazos de diferentes
historias de ficción, construyen su personalidad por imitación, por emulación
devota. Comparando siempre las experiencias presentes con las ficticias, saliendo
victoriosa la realidad, por lo que a pesar del continuo despliegue de imaginación
el libro en el fondo se puede interpretar como un alegato en favor del realismo a
pesar de todo, a pesar de la mediocridad del día a día. Aparentemente puede
parecer un libro machista, no deja de ser una fantasía masculina, en la línea del
landismo, un pobre hombre que de repente se convierte en un conquistador, pero
es todo lo contrario, es más bien el landismo crepuscular de “El pecador
impecable” (1987) o “Tata mía” (1986), es decir, un pobre hombre, en este caso
viejo, el mito del Rey David y “La casa de las bellas durmientes” de Kawabata
planea por el faro, que piensa que conquista, y que no es más que un pelele en
manos de las mujeres, que hacen de él su santa voluntad, que le exprimen
sexualmente como a un limón. Como todo mundo ideal, esta Arcadia feliz, este
Walden galaico, acaba saturando, agobiando, a sus habitantes, la felicidad, la
calma, a diario, es insoportable, un poco de normalidad, de caos, es
imprescindible para vivir, para valorar los momentos de felicidad. Al final puede
ser que sobrevivir en una buhardilla en el centro de Madrid sea una aventura de
mayor calado que vivir en el último faro del mundo, o no, Armiñán deja la
pregunta abierta como buen humanista, todos tenemos pájaros en la cabeza.
Julio Pollino Tamayo
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CARTAS DESDE EL FARO
MI amigo Onésimo Juncadella, farero de profesión, me hizo al principio del
verano una curiosa oferta. Él tiene vacaciones desde el día 5 de agosto hasta el 23
de septiembre, ambos incluidos y, si yo estaba conforme, podía sustituirle
durante las ocho semanas referidas. En aquel tiempo me estaba permitido usar, su
casa y su bicicleta, servirme de sus gallinas y del huerto que tiene en las
cercanías del promontorio. Mi única obligación consistía en encender el faro a las
6.30 p.m. y apagarlo a las 7.00 a.m. También debía vigilar en los días de niebla,
aunque no me preocupara mucho, porque la ronca sirena del faro se dispara
electrónicamente. Sólo hay que apretar un botón: hoy día los faros funcionan de
forma muy simple. Y acepté por dos razones: me apetecía la soledad de aquella
isla – hay que tener en cuenta que el correo llega cada dos meses – y me gustaba
la idea de revivir mis viejos tiempos de farero, porque yo soy farero jubilado y
mi amigo Juncadella no es ningún inconsciente.
Ya he pisado las rocosas tierras de la isla de Mouriño, cuya capital se llama
Sanaguto, situada a menos de once kilómetros del faro, por carretera en regular
estado. En el occidente de la isla, en el cabo de Huirmas, se encuentra el faro,
que ya iluminaba la mar en tiempos de los romanos, y fue considerado el último
del mundo, a pocas millas del Mar Tenebroso.
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Sanaguto es una bella población, de mil quinientos habitantes, que se dedican
en su mayoría a la pesca y a la producción de abanicos y paraguas. Se alimentan
de arenques y hacen una deliciosa salsa con huevos de gaviota. Son dulces y
hospitalarios, aunque poco comunicativos. En Sanaguto hay un solo bar – donde
se vende de todo – y no llega la televisión.
La casa de mi amigo Juncadella, que ocupa la parte baja del faro, tiene un gran
salón, con magnífica biblioteca, una cómoda alcoba, adornada con motivos
árabes, un hermoso cuarto de baño, donde no falta el bidé, y un despachito puesto
en japonés, pero con máquina de escribir alemana. La despensa es amplia y está
muy bien surtida, la cocina tiene nevera y exprimidor de ostras y, en el sotanillo,
se guardan algunas botellas, que estaba autorizado a usar. Una angosta escalera
conduce hasta lo alto de la torre, desde donde se puede admirar el bravío océano,
espectacular incluso en los meses de julio, agosto y septiembre. Por supuesto, es
imposible bañarse en aquellas aguas y resulta arriesgadísimo bajar por las rocas
hasta las fumarolas, ni siquiera con ánimo de coger mejillones.
Así es como me encontré aislado, para mi fortuna, en el faro de la isla Mouriño,
donde permaneceré – si no hay desgracias o infortunios – hasta que llegue el
otoño.
Lo primero que hice, al verme solo, fue dejarme la barba, y luego huronear por
la biblioteca de Juncadella. Tenía las obras completas de Julio Verne, las
aventuras de Guillermo Brown, La isla del tesoro, Pipo y Pipa, todas las novelas
del comisario Maigret, el viajero universal, la historia natural de Buffón, el
Cossío, la cocina práctica y sabrosa, la Santa Biblia, el Corán, y otro muchos
ejemplares, que no reseño para no hacer interminable la lista. Sin embargo, me
llamó la atención la cantidad de libros dedicados al género epistolar. Me llevé
uno de ellos y lo abrí, mientras las luces del faro barrían la inmensidad del negro
océano: “Cartas de Napoleón a María Luisa”. “Vitebsk, 5 de agosto. Mi buena y
querida Luisa...”. La fecha coincide, 5 de agosto, con una diferencia de 182 años.
Como yo también soy afín al género epistolar se me ocurrió una idea, y pido
perdón por lo de idea.
Voy a escribir una carta semanal a un personaje querido, a alguien del alma,
para entendernos. Una carta que nunca echaré al correo, porqué solo hay correo
cada dos meses y, sobre todo, porque mis destinatarios están muertos, y no me
van a leer, ni mucho menos a contestar. ¿Cuántas cosas podré contarles sin miedo
a que me repliquen? ¡Qué hermoso resulta declarar un amor o expresar odio a
quien no puede responder!
Tomé recado de escribir – así se dice en el género epistolar – me serví una copa
de aguardiente de Sanaguto y encabecé la primera carta: Mouriño, 5 de agosto.
Mis queridos Stan y Oli...
05 – 08 – 1994
11
CARTAA STAN Y OLI
Mouriño, 5 de agosto. Mis queridos Stan y Oli…
Dejó vagar los ojos por la biblioteca del farero, bebió un chupito de aguardiente
de Sanaguto y, sin advertirlo, sonrió. Cuántas cosas puedo decirle a la
encantadora pareja que, en vida, formaron Stan Laurel y Oliver Hardy. El flaco,
inglés, de nombre Arthur Stanley Jefferson, muerto en Santa Mónica. El gordo,
americano, Oliver Norver Hardy, muerto en Burbank. Hace ya mucho tiempo que
los dos dejaron este mundo. Enciendo una pipa, que olvidó el farero Onésimo
Juncadella. Siempre me ha parecido un poco cursi – o pretencioso – fumar en
pipa… ¿Pero, quién se puede negar a la tentación, en una noche solitaria, si nadie
me ve? Oliver Hardy… Yo mismo me llamo Oliver, de segundo apellido…
¿Seremos parientes Oli y yo? ¿Puedo llamarle querido tío? No: es una
irreverencia. Sólo se percibe aquí el fragoroso ruido del mar, que choca en los
acantilados de Huirmas, pero siento, entre las olas, la musiquilla que anunciaba
sus películas y que nosotros traducíamos de forma curiosa: “Stan Laurel, Stan
Laurel, y Oliver Hardy, Oliver Hardy también”. Sigo escribiendo.
12
Perdonadme el atrevimiento de esta carta, que nunca os llegará, en razón de la
amistad que tuvimos muchos años y a la devoción que os profesaré mientras
viva. Os preguntaréis: ¿Cómo fuimos amigos, si nunca nos vimos? No nos vimos
cara a cara, pero muchas veces estuve sentado frente a vosotros, riéndome,
imaginando que yo también tomaba parte en vuestras aventuras. No recuerdo
dónde descubrí las queridas sombras, quizá en el desaparecido cine Gong, de
Madrid (España), en el también desaparecido Actualidades, o en el Panorama,
que ahora se llama Bogart. Lo que más me gustaba eran los berrinches tuyos,
querido tío Oli, ante los disparates de Stan, y cómo le reñías. Ahora se me ocurre
haceros una pregunta, a los dos. De niño hay cosas que no se piensan, pero luego,
cuando creces, te salen. Todas las mujeres de vuestras películas – menos las que
le tocaban al galán, claro – resultaban francamente odiosas, mandonas y
repolludas: ¿Erais misóginos o no os gustaban las mujeres? Sin embargo, creo
que os casasteis varias veces. Advierto que, en alguna de vuestras películas,
hacéis de mujer, completando la pareja el uno con el otro.
Levanto los ojos del papel. ¿No me estoy pasando? ¿Qué derecho tengo yo para
suponer historias, que ni me van ni me vienen y que, además, no tienen el menor
fundamento? Sigo.
Tonterías que a uno se le ocurren cuando está solo, no hagáis ni caso: todos los
actores del mundo se han disfrazado de mujer, disfraz que priva a los cómicos, y
vosotros no ibais a ser la excepción. A otra cosa, mariposa. El mundo ha
cambiado mucho, sobre todo el mundo que conociste tú, Oli, y que dejaste en
1957. Stan duró más, 1965, pero… Échale hilo a la cometa. Algo ocurre con
vuestras películas, y no quiero asustaros: o las tiene en su podre un astuto
comerciante o se han perdido. En la tele – ya sabéis de lo que hablo – se ponen
cientos de películas, nunca las del Gordo y el Flaco, como mucho, alguno de los
cortos que rodasteis en los primeros tiempos, pero… ¿y “Había una vez dos
héroes” y “Un par de gitanos” y “Fusileros sin bala” y “Quesos y besos”? Claro
que estos títulos no os dirán nada, porque las películas se llamaba de otra forma
en inglés, pero la verdad es que nos hemos quedado sin vuestro cine, que no digo
yo que arrebatara a los niños de hoy, pero al menos podía alegrar las pajarillas de
los viejos nostálgicos, que rieron con vosotros cuando eran niños auténticos.
Nada más por hoy, querido Stan, querido tío Oli. Os recuerdo tan guapos con
vuestro sombrero hongo, que a veces cambiabais para hacer risa. No me olvidéis,
no olvidéis nunca a los viejos que formaron parte de vuestro público. Un beso.
Firmé la carta, la metí en una botella, bajé al acantilado de Huirmas y la arrojé
al mar, sin escribir la dirección. Luego encendí las luces del faro – porque eran
las 6.30 p.m. – y me fui a la cocina a hacerme unas salchichas y un zumo de
ostras.
12 – 08 – 1994
13
CARTAA CAROLE LOMBARD
EL día amaneció frío y nuboso. Después de apagar la luz del faro – a las 7.00
a.m. en punto – me subí a la bicicleta de mi amigo Onésimo Juncadella y me
trasladé a la capital de la isla Mouriño que, como sabemos, se llama Sanaguto.
Tenía que comprar arenques, salsa de huevos de gaviota, un paraguas, un abanico
y botellas para el correo. Entré en una tienda donde se venden éstas y otras
muchas cosas y vi que, junto a las postales de la isla, había un librito titulado “El
secretario amoroso”. Lo compré – me dio un poco de vergüenza, esa es la verdad
– pensando que me sería útil, sobre todo en la carta en que me disponía a escribir.
La señora de la tienda – que a la vez es echadora de cartas, pero no al correo –
estuvo muy amable conmigo y me regaló una pastilla de tabaco de mascar.
Con las mismas volví al faro y después de regalarme con una copa de
aguardiente de Sanaguto, medité, mientras escuchaba un concierto de Purcell,
con solo de trompa de Maurice André. Por cierto, todos los discos del farero
Juncadella pertenecen al género trompa, a excepción de uno que canta la inmortal
“Niña de los Peines”. Debe advertir que las cartas que escribo nacen de un
impulso infantil, de las emociones que un niño recibió por caminos del cine. Es
lógico que resulten ingenuas y que – no me cansaré de repetirlo – como nunca
llegarán a su destino, expresen sentimientos que avergonzarían a un adulto en sus
cabales.
14
Ésta es para Carole Lombard y en su redacción me acojo a “El secretario
amoroso”.
Miss Lombard, sus desdenes, lejos de hacer que diese al olvido mi sincero
amor, lo han hecho más profundo y son causa de que mi vida sufra la angustia de
la más triste melancolía. Mal me juzga, Miss Lombard, si cree que su amor no es
para mí más que un pasajero devaneo. Yo la quiero a usted con el más puro y
honrado amor.
Dejé el recado de escribir. Carole Lombard – de nombre Jane Alice Peters,
muerta heroicamente en 1942 – en el tiempo al que me remito, ya no era miss,
porque estaba casada con Clark Gable y divorciada de William Powell. Pero no
iba a llamarla Mrs. Lombard, y mucho menos, Mrs. Gable. Eso ensuciaría
nuestra relación. Sigo.
Yo la amo a usted a través de sus fotografías y por ellas ahora estoy encerrado.
Le debo confesar que nunca vi una película suya. Poco a poco me he ido
haciendo con sus fotografías y la que más me gusta, porque es un poco verde, es
una en la que está usted en traje de baño, tan rubia que más rubia no se puede
imaginar, al borde de la piscina, por California, arriba o abajo. Esta foto fue la
causa de ruina, ya que se me ocurrió sustituir el retrato de boda de mis abuelos
por su encantadora imagen. Mi tío José Vicente – que es coronel de caballería –
montó en cólera y dijo que yo era un degenerado y un sinvergüenza y que si ya
no me acordaba de la guerra de Cuba y, en especial, de la batalla de Santiago, él
estaba allí para recordármelo. Por eso me han encerrado, durante cuatro
domingos consecutivos, en una mazmorra. Rompieron su foto, pero yo la tengo
en mi cabeza y, para romperla ahora, hay que machacarme.
Levanté los ojos del papel. Carole Lombard tenía, más o menos, la edad de mi
madre. Por tanto, lo más seguro es que yo estuviera enamorado de mi madre,
sobre todo habida cuenta de los escritos de los doctores Freud y Jung. Pero mi
madre no era rubia, ni tenía los ojos azules. No hay que mezclar el amor con el
psicoanálisis, pese a la opinión del señor Hitchcock. Más tranquilo, continué:
Hasta ahora he vivido pendiente de usted, que adorna mis sueños y si me
decido a escribirla es por una sola razón: no hay deshonra en quien pide amor. En
espera de su respuesta, si se digna contestar a mi carta, queda de usted fiel y
enamorado… Firma y fecha.
Metí la carta en una botella, bajé al acantilado de Huirmas y lancé mi mensaje
con todas mis fuerzas. Con ayuda de unos poderosos gemelos observé cómo la
botella saltaba, entre las olas, y se perdía a lo lejos.
19 – 08 – 1994
15
CARTAA BORIS KARLOFF
PARA escribir esta carta me preparé a conciencia, aguardando una noche
señalada. Yo sabía que en la isla de Mouriño no eran raras las tormentas, ni
siquiera en esta época del año, o precisamente en esta época del año. Aquella
mañana, el parte meteorológico anunciaba fuerte vientos procedentes del
pequeño mar de Daule y notables turbulencias en los cercanos montes de Gold
Ghost. Así es que me encaramé a lo más alto de la torre y oteando el horizonte
descubrí cómo los relámpagos amarilleaban más allá de Sanaguto y escuché el
lejano tronar que ahuyenta, especialmente, a las sardinas. Como es lógico, a las
seis y media de la tarde encendí el faro, aunque sabía que ningún patrón sensato
se atrevería a surcar las tenebrosas aguas. Bajé, entonces, a la biblioteca del
farero Juncadella y me dispuse a escribir esta carta. Se apagaron las luces, pero
en vez de constituir un inconveniente aquello era, sin duda alguna, una delicada
gentileza del terrorífico ser a quien iba dirigida mi carta. Encendí dos
candelabros, que proyectaban mi sombra de forma siniestra, como las películas
de miedo. Conteniendo mis deseos de huir del lóbrego escenario y aguantando un
escalofrío, me largué una copa de aguardiente de Sanaguto y comencé a escribir:
Mi querido Boris.
16
No sé si recuerda usted el día en que nos conocimos y el tiempo que pasamos
juntos en aquel hotel de Mondáriz (Pontevedra, España) allá por el año 1985. Yo
estaba rodando una película con Concha Velasco, Victoria Abril y Paco Rabal,
que se titula “La hora bruja”. Hacía ya quince o dieciséis años que usted había
muerto, perdón por el descuido, ya que – normalmente – usted suele estar
muerto. De todas formas nunca lo olvidaré. Iba usted disfrazado de camarero,
con la manga un poco corta, según su costumbre, la chaqueta blanca llena de
lamparones y la corbata de lazo torcida. Siempre respondía usted a la pregunta
¿qué hay para comer?: caldiño gallego y rampante. ¿Y de cena?: caldiño gallego
y rampante. Por la noche se perdía su excelencia por las húmedas corredoiras que
conducían a no se sabe dónde. Ahora usted negará que aquel digno y educado
caballero era su excelencia, pero todos sabíamos que, tras el habilísimo disfraz
de camarero gallego, se ocultaba el señor William Henry Pratt, por nombre de
guerra Boris Karloff.
Al escribir las siete letras de Karloff un rayo cayó en lo más alto del faro y una
gaviota nocturna – rarísima especie – lanzó un grito desgarrador.
Comprendo – seguí la carta – que estos detalles le disgusten, ya que no es un
personaje de este mundo, pero yo no puedo por menos de vanagloriarme de la
amistad que, entre caldiño y rampante, nos dedicó a todos. Debo decirle, querido
Monstruo, que nadie me ha estremecido como usted, que yo descubrí el miedo, el
santo y adorable miedo de niño, en el Cine Kursaal de San Sebastián, en
compañía de mi amigo Curro Arche. Su amo Frankenstein – llamado El Cursi –
fabricó una criatura malvada, pero olvidó el barro que manejaba y le puso, entre
las costillas de un ahorcado, el inocente corazón de Bambi. No puede negarlo
usted. ¿Cómo es posible que un amor tan grande naciera en el pecho de un ser
atornillado? Me refiero a su historia “La novia de Frankenstein”. Es lógico que
su sensibilidad y su ternura cayeran en las adorables redes de aquella
despeluchada – Elsa Lanchester, en la tierra, señora de Laughton – también de
corazón generoso y sonrisa arrebatadora. Me atrevo a decir – ya que esta carta no
la leerá nadie – que tal amor sin condiciones no ha sido superado por nadie e
incluyo a Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa, Sansón y Dalila y Mickey y Mini,
sin olvidar a nuestra reina La Loca. Advertirá, aterradora criatura, que estas
líneas están dictadas por la admiración que sólo me puede dictar el dulce miedo
perdido. Le quiero, Mr. Karloff, y le admiro con admiración de ultratumba. Usted
– para gloria de los vivos y de los muertos – no desaparecerá nunca, pero en buen
plan y no aludo a su colega el Conde Drácula. Un estremecido saludo. Fecha y
firma.
Subí a lo alto de la torre y en vez de meter la carta en una botella de ron al alcé
sobre mi cabeza, hasta que un rayo, educadísimo, me la arrebató de las manos.
Mientras volaba, entre llamas, pensé… ¡Buena eternidad, querido Monstruo!
28 – 08 – 1994
17
CARTAA IRENE DUNNE
CREO que ya me he referido a la señora María Iraburu Pons, aunque sin citar
su nombre. Esta dama – que pesa alrededor de cien kilos – es la dueña de la única
tienda de Sanaguto y ejerce de echadora de cartas. Doña María está enemistada
con mi amigo el farero Juncadella, por un asunto de faldas y no digo más. La
señora Iraburu, aprovechando la ausencia del farero, vino a verme en sólida
moto, para fisgar sus secretos. La verdad es que no me gustó su visita, porque yo
estaba escribiendo un pliego muy especial. De todas formas agradecí las dos
codornices que me trajo de regalo y dejé a doña María que olisqueara a su antojo,
aunque de ninguna manera la permití entrar en la alcoba de mi amigo y ni
siquiera en la cocina. Después de contarme todos los chismes de la isla de
Mouriño, incluidos los apaños del alcalde, se subió a la sufrida moto y
desapareció por la carretera que bordea el páramo de Hákan Bruun. Un suspiro se
escapó de mis cansados pulmones y reanudé la carta que empezaba así:
Querida Irene:
Hube de interrumpirla de nuevo para meter en el congelador a las dos
desgraciadas codornices, ya que aquellos pájaros, inertes y desarmados, distraían
mi atención. Si la señora Iraburu Pons me hubiera obsequiado con salsa de ostras
o con vinagreta de mejillones, otra cosa fuera: yo soy incapaz de desplumar a una
codorniz y no creo que a Juncadella le gustara el obsequio de su… iba a decir
rival, pero no lo digo. Para tranquilizar mi ánima puse un solo de trompa de
Albinoni y después de echar el trago de ordenanza, continué la carta:
18
Por si su memoria le falla le recordaré que nos vimos por primera vez en el cine
Kursaal de San Sebastián, que entonces ejercía de salón de sombras queridas,
casi siempre en programa doble. Tenía usted de gloriosos compañeros a
Randolph Scott – su chico –, a Ginger Rogers y a Fred Astaire, a quien le debo
una carta. Quedé absolutamente lelo cuando cantó usted aquella canción que se
titula “Smoke gets in your eyes”, que aquí conocemos como “El humo ciega tus
ojos”. ¡Qué arte, mi querida Irene, qué voz y qué emoción cuando cantaba presa
de terrible tristeza, pero disimulando como una señora! Pero eso no fue nada.
Usted me arrebató años después, no me importa confesarlo, en “La fiera de mi
niña”, en “La pícara puritana” y en “Mi esposa favorita”. Es usted una de las
pocas actrices que han combinado perfectamente la belleza, su linda voz de
soprano, el talento y el toque-payasa, que tan raras veces surge. Claro que en
estas tres películas tuvo la enorme suerte de encontrar esa curiosa especie que le
llaman galán y que, en las historias a las que me refiero, le decían Cary Grant,
incomparable actor y payaso también. Además contó usted con la colaboración
de Ralph Bellamy, eterno novio de la protagonista, que se queda con dos palmos
de narices, porque así viene en el guión. Hay algo, Miss Dunne, que siempre me
llegó al alma, usted llevaba los más absurdos sombreritos que en el cine se
crearon y si embargo en usted no quedaban ridículos, sino fascinantes, de alta
escuela, vamos.
Me detuve un segundo. Aquella alusión a los sombreritos podía ser mal
interpretada. Un hombre como Dios manda jamás ha de fijarse en los sombreritos
de las señoras, so pena de que le tachen de mariquita. Y esta reflexión me lleva
más lejos: los hombres nunca deben apreciar la belleza masculina, porque sus
ojos sólo se ocupan de las cosas que tienen las chicas, porque “no entienden de
hombres” y – sobre todo – porque el hombre y el oso, cuánto más feo más
hermoso. Nunca he llegado a entender tal mamarrachada: el oso es uno de los
animales más guapos del planeta Tierra, aunque tenga la desgracia de rimar con
hermoso, ya que si decimos el rinoceronte y el hombre, cuánto más feo más
hermoso, resulta una excentricidad. Pase lo que pase y caiga quien caiga, me
atrevo a afirmar que Cary Grant, Clark Gable, Gary Cooper, Jorge Mistral y Errol
Flynn, eran guapísimos.
Perdón Miss Dune, el aguardiente de Sanaguto me lleva adonde no quiero. Lo
que sí quiero es decirle a usted que en el hipotético harén que me gustado alojar,
en el palacio de cartón piedra de la Metro. Hubiera sido usted mi Scherezade.
Sólo – con todos los respetos – debo hacerle un reproche: nunca debió abandonar
el cine y mucho menos dedicarse a la política. Recuerdos a su marido, el dentista,
y le besa los pies, su admirador.
Firma y fecha.
Lentamente quemé la carta en la chimenea del farero, dejando que el humo
cegara mis ojos. Cuando las lágrimas corrían por mis ojos. Cuando las lágrimas
corrían por mis mejillas y mis ojos estaban ciegos del todo comprendí que la
carta que va a buscarte, Miss Dune, había alcanzado su destino.
02 – 09 – 1994
19
CARTAA MR. HITCHCOCK
Alfred Hitchcock, el terror con mejor humor
ASÍ como los montes de Gold Ghost, en la hermosa isla Mouriño, anuncian
tormenta, los peñascos de Kouloiri, en la zona más septentrional del territorio,
presagian buen tiempo, a condición de que no gane el terrible viento que suele
levantarse al amanecer. Como todos los días – en los faros no hay fiestas, ni días
laborables – apagué las luces a las seis y media de la mañana. Por cierto, me
ocurrió un desagradable incidente: se me voló la gorra y bien que lo siento,
porque era un modelo Sherlock Holmes de los que ya no se fabrican. Utilizando
los prismáticos de mi amigo Juncadella oteé el horizonte y pude observar cómo
los pájaros volaban, desde el cabo Huirmas, a los riscos del Gold Ghost y a las
rocas de Kouloiri, mezclándose sobre la torre del faro como si estuvieran de
romería. Era un espectáculo memorable del que no me había puesto al corriente
Juncadella, con toda probabilidad porque a él le parecía normal. Resultaba
curioso ver cómo confraternizaban el calamón común, el escribano cabecinegro,
el correlimón zarapitín, el chorlito social, el cernícalo patirrojo, el chochín y toda
clase de gaviotas, martines pescadores y afines. Un ornitólogo dirá, seguramente,
que tal confusión es imposible, pero yo puedo asegurar que los vi a todos con mis
propios gemelos, prestados. Aquellos pájaros, aquel sol radiante, me recordaron
que debía una carta a un singular caballero que hizo uso de las aves para
culminar una obra maestra. Así que, armado de papel y pluma – nunca mejor
dicho – empecé a escribir.
20
Querido Mr. Hitchcock… Me detuve un instante: ¿quién era yo para dirigirme
a tan grandísimo personaje? Un aprendiz, un aficionado, un insensato. Sin
embargo, pensé que también era un partidario y, con todo respeto, continué.
Me alegraré que, al recibo de la presente, se encuentre usted bien en la historia
del cine, yo quedo bien – a Dios gracias – en este faro, que hoy sobrevuelan los
pájaros. Permítame, en primer lugar, que le felicite, aun con cierto retraso. El día
13 de agosto fue su cumpleaños, claro que – en la eternidad – un cumpleaños
puede ser siempre o no llegar nunca. Lo malo es que este siempre y nunca dan
mareos, aquí en la tierra. De todas formas, felicidades, maestro. El otro día leí
una curiosa noticia, que seguramente recibirá usted con alborozo: un halcón
atacó a una familia en los Apeninos (Italia). Queda demostrado, aunque usted lo
sabía mucho antes, que las aves pueden ser ofensivas ante los humanos. El terror
no lo inventó usted, querido Mr. Hitchcock, el terror existe desde que la tierra es
tierra: usted se ha limitado a utilizarlo de forma sabia, astuta y sensible. No
quiero hablar del suspense, porque es una palabra odiosa que induce a equívocos
trasnochados.
Mordí la pluma después de este preámbulo, porque me daba cierta vergüenza
encarar el verdadero motivo de mi carta. Pero me largué un trago de aguardiente
de Sanaguto, que me dio valor para seguir y seguí.
La verdad Mr. Hitchcock es que yo quería hablar de mujeres con usted. La
primera de sus películas que vi en mi vida, fue en el Madrid de la posguerra. No
sabe usted lo que era aquello, digo el Madrid de la posguerra. Se llamaba – a
usted se lo voy a contar - “Alarma en el expreso”, título que no le dirá nada ya
que en inglés se dice “The lady vanishes”. Una morena – de nombre Margaret
Loockwood – rompió mi tierno corazón. Es curioso, casi nunca sus actrices
fueron morenas. Después hubo otras: Madeleine Carroll, Joan Fontaine, Carole
Lombard, Ingrid Bergman, Ann Baxter, Grace Kelly, Vera Miles, Eva Marie-
Saint o Tippi Hedren. Prefiero olvidar que también trabajó usted con Doris Day.
Todas las anteriores eran rubias y distinguidas, de buena o aparente buena
familia. Querido Mr. Hitchcock, en eso coincidimos: a mí me gustan mucho las
chicas bien educadas, rubias, distinguidas, de elegantes modales, aunque sean
perversas. Ya sé que algunos ordinarios dicen que son cursis y relamidas. Sí, sí,
relamidas, que se lo pregunten a Ingrid Bergman o a Grace Kelly. Para ser
sinceros, ahora que estamos hablando de hombre a hombre, le diré que Sofía
Loren, Marlene Dietrich, Jane Russell o Elisabeth Taylor no son de mi cuerda.
Donde esté una chica como Joan Fontaine no tiene nada que hacer una mujerona
como Mae West, aunque sea muy graciosa. Antes de ir a la cama, señor
Hitchcock, y perdóneme el desahogo, hay que saber que los espárragos se comen
con las manos y que de ninguna manera se puede partir un huevo frito con
cuchillo. Ya me entiende. Creo que debo despedirme, no sin cierto rubor: le
envidio, maestro, por su buen gusto y por su talento. Fecha y firma.
Al anochecer subí a la torre del faro, alcé la carta sobre mi cabeza y me la
arrancó de las manos una tarabilla común, para llevarla en el pico al
incomparable Sir Alfred.
21
Pt. a Miss Dunne, a quien escribí una carta la semana pasada. Antes eran los
duendes de la imprenta, ahora son los fantasmas del Faro. Siento muchísimo
Miss Dunne haberle atribuido “La fiera de mi niña”, donde el arte de Miss
Hepburn alcanzó su mismo nivel. No puedo disculparme con Miss Hepburn
porque ella, afortunadamente, está viva, y que sea por muchos años.
09 – 09 – 1994
22
CARTAAL MAESTRO RAVEL
HACE un par de días fui a comprar bacalao seco y un paraguas nuevo a la
tienda de doña María Iraburu Pons, quien me comunicó que mi amigo el farero
Onésimo Juncadella había sufrido un pequeño esguince practicando el
paracaidismo y que por tal razón no podía incorporarse al faro hasta dentro de
tres o cuatro semanas. Me extrañó el motivo, porque Juncadella – tiene casi
ochenta años – ya no está en edad de practicar tan arriesgado deporte, pero, al
mismo tiempo, me alegré ya que tan desgraciado accidente me permite
permanecer en el faro dos o tres semanas de propina. Volví al faro dando un
rodeo, que me acercaba al pequeño mar de Daule, mientras avistaba los queridos
montes de Gold Ghost. Aquella vez llegué hasta las rocas que los piratas
argentinos llamaron de Fierro Girlstone. Me senté dispuesto a contemplar como
las famosas centollas de Mouriño intentaban cazar ostras, hasta que el ruido del
agua, en las rompientes, me distrajo o más bien me ensimismó. Sonaba algo así
como “pam-pa-pa-pam-pa-pa-pa-pam-pa-pa-pam”, de forma monótona. Casi
obsesiva. La cercana tormenta, que siempre acecha en las aguas de Gold Ghost,
aliada con el viento, iba aumentando el sonido, sin tocar la melodía, hasta que
“pa-pa-pa-pam” resonó en los valles y en los barrancos de la isla. Entonces, sin
advertirlo, como si me entrara en la sangre aquel son, me acordé del maestro
Maurice Ravel, que ya en vida – murió en 1937 – pudo comprobar como su
famoso “Bolero” hizo de mi querida Carole Lombard una gran estrella digna de
alumbrar el deslumbrante cielo nocturno de la isla Mouriño. Por tal razón – y por
otras muchas – decidí escribir una carta a mi admirado Ravel, que en paz
descanse.
23
Después de tomarme una copa de aguardiente de Sanaguto, me agarré a la
pluma y con sincera humildad, inicié mi carta:
Respetado maestro. Debo confesarle que soy un poco duro de oído, pero que su
música – que algunos califican de aburrida – siempre me ha llenado de auténtico
gozo. Lamento que el farero Juncadella no tenga ninguna de sus obras en el
fonógrafo, pero esta mañana he sentido la dicha de oírla en plena naturaleza. En
primer lugar quiero agradecerle a usted, querido maestro, su amor a España,
aunque algunos de sus colegas lo hayan calificado de rapacería. La “Rapsodia
Española”, su “Hora española” y sobre todo, su impar “Bolero” vienen de
nuestras raíces. ¿Y “Pavana para una infanta difunta”? Yo no puedo remediarlo,
pero la palabra infanta siempre la relaciono con Velázquez y Velázquez, como
usted sabe, maestro, es de Sevilla. Usted nació en Ciboure y creo que tenía
sangre española: gracias por hacerla correr de manera tan donosa y aun más por
repicarla en su corazón en forma de latidos de bolero. Pocos años antes de morir
S. E. se estrenó la película “Bolero”, donde Carole Lombard y George Raft
bordaron aquel ritmo, que a mí – yo era un niño, maestro – me descubrió el amor
platónico hacia una rubia, que murió cinco años después de usía.
Me eché al coleto otro trago de aguardiente y releí la carta. En verdad me
estaba saliendo un poco cursi, pero como no iba a recibirla nadie, mojé de nuevo
la pluma:
Debo darle, querido maestro Ravel, una noticia que no le va a gustar: muchos
años después de que usted dejara este mundo se rodó otro “Bolero”. Más le vale
no haber visto aquel bodrio. Todo ocurría en un hermoso pueblo de la provincia
de Segovia, en Pedraza y me parece, que en la mencionada ocasión, el pueblo
castellano tenía costa y playas cercanas. La chica – que nunca hizo olvidar a
Carole Lombard – se llama Bo Derek y tiene fama de acabar con el mundo.
Déjelo correr. Ni comparación, maestro. Aparte de que esta película no merece la
pena e incluso da un poco de vergüenza, alguien le acusó a usted de que ya
estaba bien de “Bolero”. Es algo que tienen que soportar ustedes los músicos con
paciencia. A la Novena de su colega Beethoven o los nocturnos de Chopin les
ocurre lo mismo. Cuando uno acierta, su música se repite, no haga usted caso de
los “clásicos desconocidos”. “El alcalde Zalamea”, “Romeo y Julieta” y
“Fuenteovejuna”, son ejemplos de la otra orilla. Creo que me estoy extendiendo
demasiado, don Maurice y que le voy a aburrir. Estas líneas son un pequeño
homenaje y la confirmación de que las rocas, el viento y la mar, también suenan
con la hermosa monotonía de su incomparable bolero. Un saludo, maestro, de su
humilde admirador. Firma y fecha.
Al día siguiente volví a Sanaguto, compré una trompeta de juguete, en el
comercio de la señora Iraburu Pons, me fui a las rocas de Fierro Girlstone, metí
la carta en la trompeta y la arrojé al mar. Me pareció oír como las centollas del
lugar, con todas sus patas, aplaudían al maestro.
30 – 09 – 1994
24
CARTAS A LOS HERMANOS BARRYMORE
SIN noticias del farero Onésimo Juncadella, claro que no es raro que así ocurra
porque el próximo barco no llega hasta el jueves 20 de octubre. A las 6.30 a.m.
apagué el faro y durante tres o cuatro horas me dediqué a dar lustre a sus cristales
y a regar las viejas y mohosas piedras de la torre, para que lucieran en todo su
esplendor. Yo sé que así lo hace Juncadella todos los años en esta fecha especial.
Hoy se celebra el día de la mártir Santa Jerónima Coleta, patrona de la isla y muy
venerada en Sanaguto. En tal día como hoy se bebe, además del conocido
aguardiente, el apreciado vino de Amejerias – un clarete que se produce en las
raras cepas del valle de Bitka Neretvi – se cocinan dulces de cucurull y se
representa en vivo la piadosa aventura de Santa Jerónima Coleta, donde tiene un
papel destacado el traidor que la denunció a los tribunales, papel que hace
divinamente María Iraburu Pons, dueña del único bar y establecimiento
acreditado de Sanaguto. Los papeles del auto van pasando de padres a hijos,
aunque éste no tendrá sucesores, porque doña María es soltera. La citada señora
Iraburu me recordó mucho a la malvada Madame Mandelip, que interpretó
impecablemente hace ya muchos años el extraordinario Lionel Barrymore, en la
película “Muñecos infernales”, del director Ted Browning. Da la casualidad de
que este libro lo leí yo de niño bajo el título de “¡Arde, bruja, arde!” y que puso
de punta mis lacios cabellos infantiles y da la casualidad de que forma parte de la
escasa biblioteca de Juncadella. Releyéndolo después de la fiesta mientras daba
cuenta de una joven botella de Amejeiras, decidí escribir una carta a los
hermanos Barrymore. Así la empecé:
25
Majestades:
De todos es sabido – aclaro ahora – que los Barrymore, Lionel, Ethel y John,
son hijos de una de las grandes familias teatrales de los Estados unidos, así como
fueron algunos de sus descendientes y que se les consideró la Familia Real de
Broadway: por tanto no es extraño, ni producto del vino de Amejeiras, que
iniciara mi carta de forma tan protocolaria. Continué:
Os escribo en esta noche muy especial, si me lo permiten SS. AA., en homenaje
a todas las familias que han reinado en el teatro y en el cine en muchos países del
mundo, entre otros en España, lejano lugar que ignoro si SS. AA. localizan en el
mapa. Aquí hubo familias y las hay tan linajudas como la vuestra, aunque nunca
alcanzaran la fama de los Barrymore, porque sus reales personas tuvieron la
fortuna de reinar en Broadway y Hollywood. A riesgo de que algunos me tilden
de patriotero debo citar a los Vico, los Calvo, los Rivelles, los Asquerino, los
Isbert, los Guillén, los Gutiérrez Caba, los Sampedro, y tantos otros que harían
interminable esta lista apresurada. Todos ellos – y los que me dejo en el tintero –
atesoraron y tienen el arte y el talento del que sus SS. AA. hicieron gloria muy
merecida. Las familias reales, a las que me refiero, nunca hicieron la guerra,
aunque muchas veces se disfrazaron de guerreros, todos ellos – y vuestras
majestades – se dedicaron a emocionar al público, a hacer reír al público y en vez
de mandobles o cañonazos, bombardearon a sus súbditos con versos, bromas y
buen decir. Para estos reyes – los de Broadway y los de estas lejanas tierras –
valían más los aplausos de un mutis, que la más preciada condecoración. Como
mucho pedían la Medalla del Trabajo. Pero me estaba refiriendo a SS. AA. reales
de Broadway y Hollywood. No puedo ser neutral en aprecios y admiraciones:
para mí el Rey Lionel fue el más grande, entre otras cosas porque se quedó
impedido a muy temprana edad e hizo su carrera, primero con muletas y luego en
una silla de ruedas. El señor Lionel fue además director de cine y músico y ganó
un Oscar. Tampoco os olvido a vos, Reina Ethel, primero en el teatro y luego en
el cine y también condecorada con un Oscar. Y ni siquiera a vos, joven John, el
más guapo, el triunfador, el que se juntó con otra reina, de nombre Greta Garbo I,
de Suecia.
Trato de ocultar la botella de Amejeiras, que ya va por la mitad, para no traer
malos recuerdos a esta majestad, que en vida fue borrachín o algo más que
borrachín. Y continúo:
Esta carta, SS. AA. Sólo tiene un motivo: daos fe, señores, de que alguien os
recuerda y os respeta, que aunque vuestra descendencia no haya alcanzado el
brillo que os adornó, en el gran álbum de los cómicos estáis presentes, como
algunos otros reyes en los museos. Besa los pies de SS. AA., su incondicional
partidario y admirador. Firma y fecha.
Subí a la torre del faro y observé como en Sanaguto ardían fuegos artificiales.
Partí la carta en tres cachos: un cohete rosa se llevó la parte de Ethel, uno azul, la
de Lionel, y uno verde botella, la de John.
07 – 10 – 1994
26
ADIÓS AL FARO DE MOURIÑO
EL martes, desde la torre del faro, vi – melancólicamente – como el vapor
“Ciudad de Achote” se aproximaba al puerto de Sanaguto. En el pequeño y
valiente “Ciudad de Achote” viajaba mi amigo Onésimo Juncadella, dispuesto a
incorporarse a sus tareas profesionales. Yo salí a recibirlo con un ramo de
surabayas violetas de otoño, especialísima flor que crece en el valle de
Krantzkurda. Sé de de sobra que a Juncadella no le gustan estos detalles y que
opina que las flores sólo se ofrecen a los muertos y a las vedettes. Sin embargo
acogió el presente con gentileza y se mostró muy satisfecho del regalo que, para
él, tenían en el faro: una caja de los famosos dulces de cucurull y dos botellas del
exquisito vino de Amejeiras, el clarete que se cría en las cepas del valle de Bitka
Neretvi. Todo ello fue muy alabado por el viejo farero, que como suele estar de
uñas con la población de la isla – y de modo especial con doña María Iraburu
Pons – no tiene a mano los deliciosos productos de la isla. Algún día, si mi
indiscreción me lo permite, les contaré a ustedes las causas de este injusto
distanciamiento, ya que la citada doña María y el farero Juncadella, son las dos
cabezas mejor organizadas de la isla.
27
Juncadella presentaba buen aspecto, aunque aún usaba muletas debido al
accidente que, por su desmedida afición al paracaidismo, sufrió hace un mes.
Quizá pudiera haberlo evitado sí, en vez de practicar el peligroso deporte, de
noche, lo hiciera de día, teniendo, sobre todo, en cuenta, que Juncadella ha
cumplido los ochenta y dos. Revisó todas sus pertenencias y no le importó que
me hubiera bebido sus botellas de aguardiente de Sanaguto y mucho menos que
distrajera mis ocios con sus libros y con sus discos de trompa. Luego subió a la
torre del faro – yo creo que tardó, aproximadamente, hora y media – y allí fue
Troya. Onésimo Juncadella descubrió que la luz del faro, en lugar de barrer las
arriscadas costas del Cabo de Huirmas y los peñascos de Gold Ghost, dirigía la
luz al pequeño Mar de Daule y a las suaves colinas que circundan el valle de
Krantzkurda, entrada que no conduce a ninguna parte. Si algún barco – así lo dijo
– pirata, inglés o de la compañía Transmediterránea, hubiera puesto rumbo a la
rada de Sanaguto, la tragedia habría ocupado las primeras páginas de la prensa
internacional. Yo preferí callar, dejando que su justa furia descargara sobre mí,
aunque le recordé que me había encargado sólo apretar un botón a las 6,30 a.m. y
otro a las 7,30 p.m. con el objeto de encender las luces.
Mucho me guardé de contarle la visita de doña María Iraburu Pons, que quizá, -
en mi ausencia – pudo haber cambiado la dirección de las luces. Me parecía
demasiado que, por un asunto del que hablaremos en su día, la citada señora Pons
se convirtiera en raquera, aunque en su familia – siglos XVII y XVIII – hubiera
antecedentes. No duró mucho la ira de mi amigo Juncadella y una vez puesto el
faro en condiciones, le preparé unas riquísimas codornices al estilo de la Batalla
de Almansa, donde el perejil y la hierbabuena marcan la calidad del guiso. Me
guardé mucho de comunicar a mi amigo el farero que aquellas codornices habían
llegado vía señora Iraburu.
Después de cenar las riquísimas codornices, que por cierto no estaban
envenenadas. Juncadella me contó que se había enamorado locamente durante el
verano, precisamente de una monitora de paracaidismo, de veintitrés años. Me
enseñó la foto, que me recordó muchísimo al famoso boxeador alemán Max
Schmeling, pero nada le manifesté al respecto, porque él besaba la foto
derramando abundantes lágrimas y llamaba a la monitora ¡vida mía! A tenor de
sus esperanzas, al año siguiente o al otro, la pediría en matrimonio. Yo no le
informé de las cartas que escribí desde el faro, teniendo en cuenta – sobre todo –
que los destinatarios eran difuntos y que a él ni le interesaba el cine. Al día
siguiente, muy temprano. Juncadella me llevó en su bicicleta al puerto de
Sanaguto, desde donde partía el vapor “Ciudad de Achote”. Con delicada
emoción subí por la pasarela y me asomé a la borda. Juncadella disimulaba sus
lágrimas, pero como son frecuentes en los viejos, no las di importancia.
A gritos le prometí que volvería en vacaciones de Navidad. Y ya con el barco
bordeando las rocas de Fierro Girlstone, observé como algún chorlito social, una
tarabilla común y tal cual coelimón zarapitín – los pájaros buenos de Hitchcock –
volaban sobre el barco y parecían decir ¡Hasta la próxima!
14-10-1994
28
LA TRISTE REALIDAD
DE vuelta del faro de Mouriño me enfrento con varios problemas en mi casa:
acaban de cambiar el sistema butano por el de gas ciudad y tal cambio, que
parece una tontería, lleva consigo instalar calderas, tirar paredes y renovar
cocinas. Eso quizá no sea lo peor: el verdadero castigo es que los trabajos duran
quizá dos semanas o incluso veinte días. Pero no estaba yo en el camino de narrar
intimidades domésticas. El portero de la finca – que se llama Marcelo – después
de felicitarme por mi vuelta y asegurar que estoy mucho más moreno y más
fuerte – eso quiere decir más gordo – me entrega resma y media de periódicos.
Con la última botella de vino de Amejeiras me dedico a investigar lo que pasó
en el mundo. Encuentro lo de siempre: guerras, atentados, estúpidas ingenuidades
de los políticos (algunos), malevolencia, hambre, trampas chicas y grandes,
incendios de verano y tal cual serpiente, también de verano.
Pero, sobre todo, veo la muerte que ya sabemos que nunca tiene vacaciones.
Esta misma semana – ya con el periódico al día – se fueron dos personajes del
teatro: Conchita Montes y Carlos Muñiz. Entre los periódicos, que ya son viejos,
me entero del final de Madelaine Renaud y de Alberto Closas. A todos quisiera
recordarlos, pero vamos por su orden.
Renaud, Madelaine, gran actriz, magnífica e inalcanzable, del otro lado de la
frontera, jamás crucé palabra con ella, pero la vi trabajar y la admiré. Puede
formar compañía en las grises nubes de París, que no le faltan cómicos y cómicas
de su talla.
29
Alberto Closas es otro cantar. Me traía espuma del baño – del mencionado París
– cuando aquí escaseaban ciertos productos exquisitos. Nunca trabajé con él en
cine, ni en teatro, pero mucho nos juntamos en la vieja tela. Él fue el inolvidable
creador de una serie que alguien recordará: “Las 12 caras de Juan”. Cada signo
del zodiaco era interpretado por un Closas diferente, que incluso se vestía de
mujer, por supuesto de rico, de pobre, de chupatintas o de banquero. A los actores
les gusta mucho hacer de todo y Closas – en doce personajes – fue maestro en su
oficio. Fue también un magnífico director y observo con cuanta razón lo elogia la
gran María Asquerino. Y fue galán: rara especie protegida en peligro de
extinción. Closas era galán dentro y fuera del escenario: muchas pueden dar fe de
lo que digo, aunque a ninguna señalo por discreción. Chica que se ponía en su
punto de mira, chica que caía en las redes de sus sábanas. Pero Closas era, sobre
todo, una gran persona, envanecida como buen cómico, amigo de sus amigos y
peligroso adversario, como debe ser. Sin embargo hay algo que lo eleva sobre el
común que embarra la mediocridad: la altanería y el valor con que se enfrentó a
la muerte, que él sabía cierta y próxima. Muy pocos hombres, naturalmente me
refiero a hombres y mujeres, son capaces de morir dignamente. Alberto Closas,
hombre público y por tanto ejemplo a seguir, ha dictado su lección más difícil, la
última.
Carlos Muñiz fue mi amigo, mi querido e inolvidable amigo de los tiempos de
la esforzada y dura tele del Paseo de la Habana. De allí salió rebotado y en
venganza – dulce y sana venganza – escribió una preciosa comedia titulada “El
tintero”, que puso en escena otra cómica de raza, Amparo Soler Leal, que
entonces aún era María Amparo. De Carlos Muñiz conservo un ejemplar de “El
grillo”, obra estrenada por el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo – otra
empresa heroica, que dirigía entonces Modesto Higueras – que dice así: “Para
Elena y Jaime Armiñán, artistas, amigos y todo eso. Bueno, para “Popea”
también ¡hala!”. Popea era una perra coker y corría el año 1958. Carlos Muñiz –
con todas las condiciones del mundo – no fue un autor afortunado. Durante su
vida entera siguió de funcionario, ignorado por el público y por los empresarios.
Su figura literaria es muy parecida a la de Lauro Olmo y lo cierto es que ni el
público, ni los empresarios nos merecemos autores de esa talla. Autores, de genio
auténtico, que nosotros abandonamos en un desván, como si nos sobraran. Mala
suerte, Carlos Muñiz, en tu vida y en tu prematura muerte, que me sorprende y
que acepto con tristeza y con recelo, porque casi teníamos la misma edad.
Estas cosas no ocurrían en el faro de la isla de Mouriño, al menos no llegaban.
Y ya se sabe: “Ojos que no ven, corazón que no siente”.
21 – 10 – 1994
30
LA NAVIDAD EN EL FARO
HOY he vuelto a la isla de Mouriño, aprovechando la invitación de mi amigo el
farero Onésimo Juncadella. La verdad es que el viaje en el vapor “Ciudad de
Achote” resultó movido. Las olas del Mar Tenebroso parecían jugar con el
anciano casco y todo crujía en su interior, como si fuera a partirse en mil
pedazos; pero – por fortuna – arribamos si novedad al puerto de Sanaguto, donde
se encontraba mi amigo Juncadella con un ramo de aristoloquias silvestres,
cogidas en el valle de Krantzkurda, símbolo de Navidad en la isla de Mouriño.
Sin apenas poder saludarnos me entregó las llaves del faro, embarcó en el
referido “Ciudad de Achote”, que partía al amanecer, y me dejó solo, no sin
advertirme que, en la despensa del faro, había dejado todo lo necesario, sin
olvidar un par de botellas del ardoroso aguardiente de Sanaguto, para que yo
pasara unas agradables y solitarias vacaciones en su hermosa isla.
Sintiéndome ligero como un conejo en tiempo de veda crucé bajo un arco
luminoso que decía “Vanoce ztrosdota ätanasy”, que en la ancestral lengua de la
isla significa “Felices Pascuas” y me encaminé al comercio de mi amiga María
Iraburu Pons, en cuyo escaparate lucía un letrero, que se encendía y apagaba cada
diez segundos: “Kapesny kerröknyk”, lo cual quería decir “Venturoso año
nuevo”. Mi amiga Iraburu Pons me estrechó entre sus brazos, sumergiéndome en
sus enormes pechos y dejándome sin respiración. Cuando pude obsequié a la
dama con una anguila de mazapán de Toledo y ella me devolvió la cortesía
regalándome Kuinys de Ermelindo, especialidad de las monjas de Santa
Naramek. Se empeñó en llevarme al faro en motocicleta y no fui capaz de
negarme. Empezaba a nevar en el valle de Kranztzkurda.
31
Por fin estoy solo en el faro. Mi amigo Juncadella – anciano educado donde los
haya – incluyó entre sus libros dos especialmente dedicados a mí: “Canción de
Navidad”, de mi adorado Charles Dickens y “La cerillerita sueca”, del terrible
Andersen. Ahora no recuerdo si la cerillerita es sueca o sólo cerillerita, puede que
la confunda con Greta Garbo. Lo cierto es que, todas las Navidades, leo el relato
de Dickens, odio a “Mr. Scrooge”, aunque me divierto cuando dice
“¡Paparruchas!” y sufro cuando regaña a su sobrino, lleno de maligna intención:
“¡Felices Pascuas! ¡La Navidad es una paparrucha! ¿Qué derecho tienes tú para
estar contento? ¡Eres un pobretón!”. La teoría de “Mr. Scrooge” siempre me ha
llenado de dudas: ¿Los pobres no tienen derecho a ser felices? Tienen derecho,
claro está, lo que ocurre es que no siempre son felices, aunque el arrepentimiento
del citado “Mr. Scrooge” y el final de la historia, pregonen lo contrario. La
Navidad es tiempo de melancolía y de recuerdo dedicado a ausentes y perdidos,
por eso me gusta pasarla aquí, a solas, releyendo libros tristes y dejando resbalar
alguna lágrima por mis mejillas, sin que nadie me vea y con la esperanza de que
la señora Iraburu Pons no acuda a traerme algún dulce y a tocar la zambomba.
Me preparo la cena, que consistirá en zumo de ostras, arenques con salsa de
gaviota y capón de Sanaguto. Luego, saboreando una copa de aguardiente, iré al
cine. No necesito pantalla alguna, ni vídeo, por supuesto: voy a ver una película
que me sé de memoria. Cierro los ojos y comienzan los títulos de crédito: “¡Qué
bello es vivir!”, James Stewart, Lionel Barrymore, Donna Reed, Thomas
Mitchell y Henry Travers, director Frank Capra. Cuando James Stewart se queda
con la bola de su escalera, cuando canta la dulce Donna Reed, cuando el Ángel
de la Guarda evita el suicidio del pobre y honrado George Bayle y sobre todo,
cuando los amigos solucionan el problema solidariamente, un buen calor invade
mi pecho navideño. Claro que yo soy un cursi, porque recuerdo haber leído en el
ilustre diccionario del señor Carlos Aguilar estas palabras: “Sólo gracias a la
labor de Capra y magnífica del reparto, se salva un tema tan endeble”. Pienso,
ahora que estoy solo en Mouriño, que los diccionarios están para informar y no
para dar opiniones y creo que el tema de la solidaridad y del amor a los amigos,
incluso a los perros o a las escaleras, no es endeble, sino bien sólido y muy
cálido, no sólo en diciembre y con permiso de “Mr. Scrooge”. Cuando aparece en
mi alterada sesera la palabra fin, me prometo escribir una carta a mi querido
Frank Capra, desde este solitario faro y me voy a la cama, escuchando el ruido
del mar en las rompientes, que dice una y otra vez, felicidades, paparruchas,
recuerdos y si es posible, amor.
23 – 12 – 1994
32
RECUERDO DEL POETA
Elsa Lanchester, la novia de Frankenstein
HOY hace un hermoso día. No ignoro que, cuando ustedes reciban noticias del
faro, habrán pasado formales semanas, pero yo debo referirme a lo que ocurre en
este momento. Mi amigo Onésimo Juncadella – farero titular – me recomendó
que estuviera muy atento a la niebla y que no dejara de vigilar la luz – que se
enciende electrónicamente – en el caso referido. Así lo hago: lo que él no sabía es
que a mí me gusta la niebla a perecer. Desde la torre no veo absolutamente nada.
La bruma hace que la luz, bien amarilla, forme una bola en torno al cabo de
Huirmas. Los ruidos completan la escena: la ronca sirena que se dispara a
intervalos de diez segundos, el chocar de las olas del mar Tenebroso y los gritos
de las gaviotas, que se orientan sin necesidad de luces y otras zarandajas, para
encerrarme en hermosas pesadillas de película de miedo. Siempre fui partidario
de la niebla y la recuerdo especialmente en “El perro de Baskerville”, “Drácula”,
“El doctor Frankenstein” y “El lobo humano”. Por cierto, aquí, en Huirmas, al
anochecer puedo oír los aullidos de los lobos que aún habitan en la sierra de
Santa Paciña. Lástima que no sean licántropos. Debo hacer constar que, en esta
isla, son muy apreciados los lobos y que todos ellos tienen buen carácter. En
Sanaguto el lobo ejerce de animal pacífico, aquí no es “rudo y torvo animal,
bestia temerosa de sangre y de robo, las fauces de furia, los ojos de mal”, aquí es
el “gran lobo humilde”, que soñara “el mínimo y dulce Francisco de Asís”. La
actitud del lobo y otras muchas cosas, que algún día contaré, forman parte de la
singularidad de esta isla, que – por su rareza – yo quiero llamar misteriosa.
33
Muy temprano, y desafiando a la niebla, me subí en la bicicleta de mi amigo
Juncadella y encaminé sus ruedas a Sanaguto, con el pretexto de hacer algunas
compras en la tienda de María Iraburu Pons. En realidad yo iba a la capital en
plan de cotilleo, porque el rostro de la oronda señora Iraburu me dio que pensar,
al verla tan feliz, cuando arribó el vapor “Ciudad de Achote”. En la tienda servía
una chica hermosísima, que se presentó sonriendo: me llamo – dijo – Socorrito
Honky. Socorrito Honky tiene alrededor de veinte años, pelo encrespado y
alámbrico y ojos vivísimos. Me recordó mucho a mi admirada Elsa Lanchester en
“La novia de Frankenstein”. Cuando nos vio juntos, la señora Iraburu se puso
colorada y apenas consiguió hilar dos frases. Socorrito Honky me miraba con
malicia y ya no me cupo duda de que, en tan electrizante chica, se centraban los
problemas territoriales de Juncadella e Iraburu. El farero, según mis maliciosas
conjeturas, está locamente enamorado de la señorita Honky, y algo así, si me
permiten el tortuoso pensamiento, le ocurre a la señora María. Socorrito debe
elegir entre un anciano de ochenta y cinco años y una tendera que pesa más de
cien kilos. Mal asunto, para la tendera y para el viejo, porque apostaría doble
contra sencillo a que Socorrito acaba en brazos de un rudo marinero o en la cama
de un joven aristócrata. Mientras volvía al faro iba pensando en los “malos”, que
siempre pierden. En esta película los malos son Iraburu y Juncadella, tan malos y
tan injustamente criticados como los lobos, los vampiros, las momias y los
fantasmas en general. Al avistar la redonda luz amarilla de Huirmas se me escapó
un grito embravecido: ¡Muere Blancanieves! ¡Viva la madrastra! Menos mal que
nadie me oyó, sólo las gaviotas se rieron un poco.
Para limpiar mis turbios afanes me aticé una copa de aguardiente y me dispuse
a nadar entre versos aprendidos. Así como la otra noche fui espectador de la
película “¡Qué bello es vivir!”, hoy voy a leer. En páginas de recuerdo
que nunca envejecen, los versos del poeta Rubén Darío. Versos que me llevan a
los tiempos de mi niñez. Me veo pequeño, con gripe y dos décimas, las manos
bajo la nuca, escuchando la voz de mi madre, que recitaba las poesías de Rubén:
Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer… La princesa está
triste… ¿qué tendrá la princesa? El Cid sobre su yelmo las hojas frescas siente…
¿Y por qué, por qué después de tantos años de duelo se mira el azul del cielo de
blanca bruma al través? Perdone usted, maestro, que recuerde sin comillas y que
le robe sus versos con dos décimas de fiebre.
Si alguna vez fuéramos capaces de entrar sin vergüenza en la poesía y en el
tiempo, quizá olvidaríamos los asuntos del día y despreciaríamos mejor a los
despreciables protagonistas de las páginas de sucesos, que son casi todas las
páginas de casi todas las mañanas. En el faro de Mouriño es posible el milagro,
entre otras razones porque no hay televisión.
31 – 12 – 1994
34
KAPESNY KERRÖKNYK
CUANDO lean ustedes estas líneas habrá abandonado ya la hermosa e
inquietante isla de Mouriño y sólo la esperanza de volver, durante las vacaciones
de Semana Santa, sostendrá mi ánimo. Lo mismo le ocurrió, pero al revés, a
Clark Gable en “Rebelión a bordo”, cuando – empecinado de amores – tomó la
decisión de no abandonar su isla y quedarse de por vida con la hermosa indígena,
olvidándose de que, en aquel territorio, el indígena era él mismo. Cosas de los
anglosajones, siempre vanidosos, aunque se llamaran Clark Gable, que ya es
llamarse. Pero dejémonos de disquisiciones marítimas, por el momento.
“Kapesny kerröknyk!” “Kapesny kerröknyk!” No se oye otro grito en la
hermosa ciudad de Sanaguto. Las bombillas de colores lo pregonan y los niños lo
repiten, pidiendo el aguinaldo. Doña María Iraburu Pons me estrechó entre sus
enormes brazos y la dulce Socorrito Konky me dio un beso en los labios, que
hizo palidecer a la oronda dama. “Kapesny kerröknyk”, que en nuestra pobre
lengua quiere decir feliz año nuevo, caiga el que caiga. Esta festividad, que se
celebra en el mundo entero aunque en algunas tierras varíen las fechas, en la isla
de Mouriño empieza hoy mismo, día 6 de enero, porque el calendario agutense –
que viene a ser como nuestro viejo y querido zaragozano – estableció, en
tiempos, que el mes de diciembre tiene treinta y seis días y el de enero se queda
más cojo que febrero. Doña María decidió que, aprovechando la ausencia del
farero, vendrían a comer los cacahuetes conmigo Socorrito y ella misma. Luego
contaré lo de los cacahuetes. Me pareció bien, sobre todo por Socorrito, y
dediqué el día entero a adecentar el local, adornándolo con algunas cadenetas y
ramas de gualdaperras. Las damas se ocupaban del menú, que no me resisto a
consignar. Zumo de arranclán – que por cierto es un magnífico laxante – sopa de
venus corallina, sabrosas martas a la roqueña y paciñas, exquisito dulce digno de
un cuento de “Las mil noches y una noche”. Lo de los cacahuetes merece un
punto y aparte.
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Aquí las uvas son desconocidas y la costumbre de tomarlas en la española
noche de San Silvestre les asombra lo suyo. Por desgracia, por incultura o
ignorancia, no supe explicarles de dónde viene tan curiosa práctica. El caso es
que en Mouriño se toman doce cacahuetes, uno por cada campanada. Después de
la rica cena – las martas estaban deliciosas – brindamos con aguardiente de
Sanaguto y nos dedicamos a contar viejas historias, porque ya es sabido que, en
esta isla, no existe la televisión y no por desidia o desconocimiento de los
mouriños, sino por sabia y meditada decisión del Consejo.
La música – trompeta de Maurice André y órgano de Marie Claire Alain – se
mezclaba con el ruido del mar Tenebroso y el gemido que producía el viento al
peinar las rocas del cabo Huirmas. A la señora Iraburu se le soltó la lengua y me
contó la historia de su familia, que se remontaba al siglo XVI, por lo menos. La
encantadora familia Iraburu se dedicaba a encender hogueras en los lugares más
escarpados de la isla con la santa intención de equivocar a los navegantes y así
provocar naufragios irreparables, que enriquecieron a la hoy ilustre casta. Les
daba lo mismo que los barcos fueran ingleses, holandeses, franceses, portugueses
o turcos y, en el colmo de la confidencia, doña María me enseñó una hermosa
sortija de oro con una esmeralda engarzada, que perteneció a una condesita
florentina. La señora Iraburu tiene la buena costumbre de encargar una misa, por
el alma de la condesita, todos los aniversarios de la tragedia. Yo creo que ha
traspuesto algo de la condesita a la adorable persona de Socorrito Honky y que
doña María es la reencarnación de uno de los simpáticos raqueros de su familia.
El tema nos llevó a las hermosas películas de piratas, que ya no se producen en
estos tiempos y así estuvimos recordando al incomparable y malísimo Charles
Laughton, el hermoso y valiente Errol Flynn, al recio y burlón Burt Lancaster e
incluso al ágil bailarín Gene Kelly. A todos prometí escribirles cartas que, esta
vez, viajarían en botella con toda razón de los mares. Por último, la señora
Iraburu nos propuso izar una bandera pirata en lo alto del faro, pero yo le dije que
no, porque estaba seguro de que a mi amigo Juncadella no le hubiera gustado
aquel alarde. A las siete de la mañana se fueron Socorrito y doña María, dando
tumbos en la motocicleta. Aquel mismo día, a las nueve de la noche, partía de
nuevo el “Ciudad de Achote”.
Si Dios es servido y llegamos con bien al puerto de Vigo, les contaré a ustedes
el viaje. “Kapesny kerröknyk!” Que el “kerröknyk” 1995 sea mejor que el
“kerröknyk” 1994 y todos veamos su final con alegría y buen ánimo.
06 – 01 – 1995
36
EL “CIUDAD DE ACHOTE”
LA motonave “Ciudad de Achote” soltó amarras y comenzó a moverse como
un juguete de latón, de los que se fabricaban en los años treinta. Aterida, sobre
las piedras mojadas del puerto, doña María Iraburu agitaba un pañuelo de dudosa
limpieza; Socorrito y yo – protegidos por un paraguas fabricado en Sanaguto –
decíamos adiós a la magnífica señora. Observé, mirando al relance
discretamente, que Socorrito Honky tenía los ojos llenos de lágrimas. Una fina
lluvia caía sobre el encantador pueblo. Aquel ambiente me hizo recordar las
novelas de mi querido y desalmado Simenón, en especial las que protagonizaba
el comisario Maigret. Y el barco – que en aquel momento gritó como Tarzán de
los Monos – me llevó a otros barcos, en apariencia ridículos, pero firmes y
seguros como el inmortal “Reina de África”, o el otro donde navegaban Freddie
Bartholomew. Spencer Tracy, Lionel Barrimore, Mickey Rooney y John
Carradine. Media milla adelante pude distinguir el faro de Mouriño, cuya luz
barría las olas cada vez más seguras de su poder. Sin duda alguna, mi amigo
Onésimo Juncadella avistaba el parpadeo del “Ciudad de Achote” y nos despedía;
mejor dicho: despedía a su amada Socorrito Honky.
El capitán – ya en el interior del barco – me comunicó la triste noticia de la
muerte de Piru Gaínza, uno de los grandes futbolistas que pisaron los campos del
mundo. Sin pensarlo, recordé la delantera del Athletic de Bilbao: Iriondo,
Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza. Es curioso cómo podemos volver a nombres y
fechas de hace años y cómo se nos olvida lo que vivimos ayer: la enfermedad de
Trompeterneller es culpable. Vi a Gaínza jugar, muchas veces, en el viejo y en el
nuevo Chamartín y en el Metropolitano de Cuatro Caminos y siempre le admiré,
aunque fuera mi enemigo, porque yo era del Madrid.
37
Una hora después bajamos al comedor. En los barcos tienen una extraña manía
de la que no se libra, ni siquiera, el “Ciudad de Achote”. Instalan el comedor en
la parte baja de la nave, donde suele faltar la ventilación y el movimiento –
cuando hay oleaje – se nota más, o a mí me lo parece. Colocan hermosos ramos
de flores, al objeto de que oscilen graciosamente y, en algunos casos, lámparas
que también bailan al ritmo de las olas. Es un truco de las compañías navieras
para que los pasajeros se mareen y no puedan probar bocado, ahorrando así
alimentos y bebidas. Pero con Socorrito y conmigo iban listos los armadores del
“Achote”, que ignoraban nuestra inmunidad al mareo. Así nos zampamos una
rica sopa de huevos de chochín marino, un guiso de rinchas de temporada y un
buen plato de frutas nobles. La señorita Honky había guardado paciñas dulces y,
con un gesto de maliciosa complicidad, me las ofreció. Aquella movida cena fue
regada con un vino dulce de Secaucus y luego dimos cuenta de media botella de
aguardiente de Sanaguto. Fue entonces cuando Socorrito me contó su historia.
Al año de nacer, la niña Socorrito Honky – que tenía una hermana que luego
fue condesa – quedó huérfana. Su valiente padre, que era leñador en Nigrán
(Pontevedra), murió antes de que las niñas nacieran, como suele ocurrir en estos
casos y, como suele ocurrir en estos casos, la madre de Socorrito murió en el
parto. Como suele ocurrir en estos casos, su tía Piedad, que era malísima, se las
llevó a París. A mí aquello me escamó mucho, porque me recordaba a las
hermanas Dorothy y Lillian Gish y la película del señor D.W. Griffith titulada
“Las dos huerfanitas”. Pero Socorrito no conocía en absoluto, la existencia de
Griffith y mucho menos a las hermanas Gish. Parece ser que tía Piedad fue
asesinada, en un bar adonde solía ir a tomar absenta, por un apache y así las
pobres niñas, quedaron solas y abandonadas en París. Como es lógico se
dedicaron a vender flores, a la salida de la ópera, y allí fue donde la joven Elisa
conoció al apuesto marqués Enrique no-sé-cuantos, porque había olvidado el
nombre. Cada vez más mosca, yo le pregunté: ¿No sería Higgins? No – me
respondió con envidiable aplomo –, tenía un nombre francés. Y continuó su
relato. Elisa no volvió a acordarse de Socorrito, que un día tuvo la fortuna de
conocer al dueño de los almacenes “Galerías Lafayette”. Aquel buen anciano –
yo supongo que era un anciano – colocó a Socorrito en la sección de lencería y la
instaló, gratuitamente, en lo que la señorita Honky llama una “chambre de
bonne”. Al llegar a estas alturas del relato, comenzó a adquirir un color verde
botella, que presagiaba lo peor. Y en aquel momento interrumpió su narración y
se calló discretamente. Se puso en pie y, dando ligeros tumbos, se alejó. Juro por
Alá que si la bella Socorrito, hija de la gloria, dueña de todas las lunas, perla de
las perlas, no hubiera atesorado tan buenos modales y tan hermosos ojos, el rey
Schahriar le hubiera cortado la cabeza. Yo no tenía más remedio que esperar al
desayuno del día siguiente.
13 – 01 – 1995
38
FIN DEL VIAJE
AL día siguiente la hermosa Schahrazada reanudó su relato. No me explico
cómo estas palabras vinieron a mi recuerdo al despertarme. La noche había sido
algo movida y el “Ciudad de Achote” trepidaba como la locomotora de los
hermanos Marx. Sin embargo, el horizonte amaneció limpio de nubes y el mar
Tenebroso, disfrazado de cala mediterránea. Me vestí con cuidado y bajé a
desayunar con Socorrito Honky.
El color verde botella, que la noche anterior lucía el rostro de la hermosa
muchacha, desapareció como las nubes antes aludidas. Sorbiendo una taza de té y
dando cuenta de seis tostadas y de la última paciña, que aún nos recordaba la isla
perdida, Socorrito reanudó su relato.
Según su versión sufrió mucho por culpa del dueño de “Galerías Lafayette” - el
que le puso una “chambre de bonne” - y no se le ocurrió otro remedio que
encerrarla, bien atada, en su pisito. La pobre chica no podía escapar de las garras
del secuestrador, que por cierto coleccionaba mariposas. Yo pregunté a la señorita
Honky si le sonaba de algo el nombre de Terence Stamp o el de Samantha Eggar
y me dijo que no. Lo peor de todo – me aseguró – es que no se llevaba bien con
el jefe, que le “pidió los imposibles”. ¿Qué imposibles? – pregunté –. Pues ya
sabes, esas cosas que pretenden los hombres de las chicas decentes. Como yo no
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ignoraba que el señor de la “chambre de bonne” tenía más de ochenta años,
supuse a qué imposibles se refería Socorrito. Sorbiendo su segunda taza de té, me
contó cómo pudo huir de las garras del anciano – sólo de las garras, pensé
maliciosamente – y de qué forma volvió a encontrar a su hermana la marquesa,
que la admitió a su servicio. La vida con la marquesa fue un infierno para
Socorrito, que tenía que ocuparse de las labores más duras del palacio. ¿Eran dos
marquesas? – la interrumpí –. No, una sola, mi hermana. ¿Y tenías una madrina
que vino a buscarte en una calabaza, que se convirtió en un hermosísimo coche
tirado por seis caballos blancos? ¿Qué tonterías estás diciendo? Nada, nada.
Socorrito me contó cómo pudo escapar de la cruel marquesa y cómo llegó a
Ruritania, una isla próxima a Mouriño, donde conoció a la señora María Iraburu
Pons, que acababa de quedarse viuda y regentaba allí un pequeño y destartalado
hotel. Lo de Ruritania me dio qué pensar, pero aun no me encaja la pieza.
Socorro Honky arribó a la isla en un barco, sólo con el deseo de enlazar con otro
vapor y dio con un cura que se llamaba Pepe y con doña María Iraburu. El caso
es que no pudieron salir de la isla, porque empezó a llover a mares. Socorrito
dudaba entre el clérigo y la señora Pons y todo acabó muy mal. Inspirado por un
lejanísimo recuerdo, preguntó a la chica. ¿Tú has leído algún cuento de Somerset
Maugham? A mí de cuentos si me sacas de la Cenicienta… ¡Oh, cielos…! La
señora Iraburu se llevó en un bote, cubriéndola con un paraguas de su propia
fabricación, a la descarriada y deliciosa Miss Thompson – quiero decir a Miss
Honky – y así llegaron a la isla Mouriño, donde permanecieron juntas por
espacio de seis meses. Todo fueron habladurías en el colegio… ¿Pero de qué
colegio se trata? ¿No iban a aquella escuela Audrey Hepburn y Shirley McLaine,
no era el profesor William Wyler, y la inspiradora Lilliam Hellman? Socorrito
parecía oír aquellos nombres por primera vez en su vida, pero – con lágrimas en
los ojos – sostuvo la pureza de sentimientos que existían entre ella y la gloriosa
señora Iraburu. La verdad es que yo no estaba muy seguro de que aquellas
relaciones fueran tan inmaculadas como la chica aseguraba, pero en el fondo – y
en la superficie – me daba igual. El amor es hermoso, me atreví a decirle a
Socorrito, venga de donde venga y vaya a donde vaya. ¿No lo dices por aliviar
mi pena? – me preguntó sollozando –. Manga ancha, Socorrito, manga ancha,
dicta mis palabras. Gracias: fue entonces cuando conocí al farero Juncadella y me
enamoré de él. Yo era casi una niña… Y Juncadella tenía cara de James Mason –
añadí sin piedad –. ¿Quién es James Mason? Socorrito: – dije con angustia – ¿tú
has ido alguna vez al cine? ¿Al cine? – me contestó sonriendo ingenuamente –.
Nunca tuve tiempo de ir al cine, me basta con vivir la vida. ¿Y has oído hablar de
Antoñita “La Fantástica”? Sí… ese era un libro que escribió mi tía Borita Casas.
Por suerte, el “Ciudad de Achote” acaba de entrar en la ría de Vigo y ya deja
atrás las preciosas Islas Cíes. Hasta Semana Santa, si Dios es servido, no volveré
a ver a la extraordinaria Socorrito Honky, que dejó la última parte de su relato
para el día siguiente, con permiso del rey Schahriar. ¡Uassalam! ¡Alá bendiga a
los mentirosos de buena voluntad, a los locos y a la señorita Honky!
20 – 01 – 1995
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CARTAA IRENE
EN mala hora llegué a la isla Mouriño. En la mañana del pasado día 6 el
capitán de la motonave “Ciudad de Achote”, me dio la triste noticia que no por
esperada resultó menos trágica: Irene Gutiérrez Caba ha muerto. En el puerto
aguardaba el farero Onésimo Juncadella, – que yo apenas pude escuchar – y
embarcó en la nave, camino de sus vacaciones. En esta hermosa isla voy a pasar
los meses de verano, cubriendo la guardia de mi amigo Juncadella. Como el año
anterior gran parte de mi tiempo lo dedicaré a escribir cartas que no esperan
contestación.
En agosto de 1994 las mandé a personajes admirados, como Irene Dunne,
Alfred Hitchcock, Fred Astaire, Boris Karloff o los hermanos Barrymore. Esta
temporada también voy a remitirlas a mis amigos desaparecidos, que por
desgracia ya son muchos. Sin deshacer el equipaje, me siento ante el escritorio de
Juncadella, tomo pluma y de ave y papel y comienzo esta carta, que nunca
hubiera deseado escribir.
Irene querida, queridísima:
No quiero que esta carta sea triste, porque tú no lo fuiste nunca y porque te has
ido con la elegancia y el señorío que siempre te adornó, procurando evitar las
lágrimas. Eres muy llorona, pero yo sé que no te gustaba que lloraran por ti. No
vamos a llorarla. Vamos a hablar, que escribiendo también se habla. Entre mis
libros tengo una fotografía preciosa: Irene y Julia de primera comunión, con las
caritas juntas, vestidas de blanco. “Partiendo de cero te dedicamos con cariño la
foto de nuestro bautizo. Irene, Julia, 30-X-65”.
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Partir de Cero fue un programa de televisión y la foto estaba sobre el piano de
dos hermanas desengañadas y gruñonas. Tengo otra foto de Irene y Julia: también
están juntas bien vestidas, muy guapas, bebiendo lo suyo y riéndose como locas.
Sin duda son dos chicas descolocadas. “¡Mira en lo que se han convertido
aquellas niñas tan pías! Con mucho cariño, Irene y Julia, 14-VIII-90”. Irene saca
una línea de su firma y remata la suerte: “¡En dos arpías!”.
Tengo muchas más fotos de Irene, de Julia y de Emilio, pero sobre todo las
tengo en la memoria, porque hay cosas que ni la enfermedad de Tropetemeller
puede borrar- ¿Te acuerdas Irene, cuando nos fuimos a París en tren, como Dios
manda? No nos gustaba el avión; yo iba a presentar una película y tú otra. El
tren, en cambio, es maravilloso, sobre todo cuando se viaja con una chica como
tú. Vino a despedirnos Gregorio, tu marido, porque él sabía que nuestro amor era
inevitable y lo quería certificar. También nos recibió, un poco mosca. ¿Y qué
habíamos hecho en París? Reírnos, pasear, comer bien, ir al Quai D´Orsay, pasear
otra vez, beber y comprar un reloj despertador. Eso sí que tiene peligro y bien lo
sospechaba Gregorio.
Mis ojos abandonan la carta y recorren el tormentoso cabo de Huirmas y siguen
el vuelo de una gaviota reidora: yo te veo, Irene, en el horizonte gris del mar.
Sigo la carta. Tantas veces nos hemos juntado, tantas horas pasamos juntos,
ensayando, grabando en la tele, horrorizados o contentos. Yo creo que nunca
trabajaste con Julia y con Emilio, solo en aquel programa. ¿Y “Suspiros de
España”, te acuerdas? Lo pasamos divinamente… Irene, Mercedes Alonso,
Antonio Ferrandis, Juan Diego, luchando contra los fantasmas y engañando a la
censura. ¿Y de los otros, de los que están contigo, te acuerdas? Bódalo, Luis
Peña, Luchi Soto, Ismael Merlo, Fernando Rey, Luis Morris, Gracita Morales, las
hermanas Muñoz Sampedro. ¿Y te acuerdas de la “Historia de la frivolidad” y de
“La becerrada” con aquellos viejos disparatados, los toreros y José María
Forqué? Cuantas veces te he admirado en silencio, querida Irene y te he dedicado
un olé de verdad, de los que no se gritan. Tus ojos, Irene, que preciosos y que de
verdad y tu voz y tus piernas que solías ocultar pudorosamente.
El otro día, Eduardo Haro Tecglen lo recordó: “Salían tres niñas vestidas de
angelitos dos de ellas eran Irene y Leocadia Alba, la tercera era Carmen Cobeña:
la abuela de los Gutiérrez Caba y la de Jaime de Armiñan.” Mira tú por donde ya
nos habían juntado las abuelas. Te voy a seguir escribiendo cuando intente
dormir, soñando contigo. Te quiero y no te digo adiós.
Cerré el sobre y subí a lo más alto del faro, tendía la carta. Yo no sé quien se la
llevó, porque ya es de noche, pero juraría que fueron tres niñas disfrazadas de
angelitos.
14 – 07 – 1995
42
CARTAA OVIDI MONTLLOR
HOY amaneció un día espléndido, un día de esos que los ingleses llaman
“lovely day” y con las mismas se marchan al parque a ponerse morados de
relativo sol. Aquí en Mouriño el sol es también relativo. Montado en la bicicleta
del farero Juncadella me voy a la capital en busca de víveres. Por el camino que
bordea el mar vuela el calamón común, el escribano, el chochín y las inevitables
gaviotas. El mar hoy parece Mediterráneo, el Mare Nostrum Internum,
profundamente azul, italiano, español, griego y africano. Mientras pedaleo y
jadeo pienso que en nuestras costas, a veces, el Atlántico también es
Mediterráneo y el Cantábrico, en días sosegados como éste. Al llegar al pueblo
saludo a doña María Iraburu Pons y me llevo de su tienda dos latas de sopa de
ostra joven, una botella de aguardiente de San Aguto, dos de vino de Amejeiras y
una cajita de dulce de cucurull.
Ya de vuelta al faro, después de comprobar que la luz se ha encendido, me
siento en una mecedora frente al balcón abierto, porque aunque parezca una
rareza este faro tiene balcones. Desde allí veo la gran bola de sol, que se oculta
muy despacio en la línea del mar, cada vez más Mediterráneo, y que canta en las
voces de Joan Manuel Serrat y María del Mar Bonet. Estas voces por fortuna
están vivas, poco a poco otra va imponiéndose y se enreda en la bola roja hasta
que se esconde. Busco el rayo verde, pero como suele ocurrir no aparece. Cierro
el balcón, porque empieza a refrescar y tomo papel, tintero y pluma de ave.
43
Mi querido Ovidi, te estoy oyendo ahora y te veo en la raya del amar, en tu mar
Mediterráneo. ¿Qué te voy a decir? Ya sé que no contestarás a esta carta por dos
razones: primera porque no puedes y segunda por timidez. Es curioso cómo las
personas se encuentran y se alejan; cuando yo te encontré, no te conocía. Te vi en
el cine, en “Furtivos” con dos espléndidas actrices y un notable actor. Ellas eran
Lola Gaos y Alicia Sánchez y él, José Luis Borau, que sólo se queda en notable
porque tuvo la desfachatez de autodoblarse. ¿Acaso no había, en la dictadura,
gobernadores civiles nacidos en Aragón? Allí te encontré, pasando frío en
Segovia, muy lejos de tu Mediterráneo. Me impresionó la estupenda película,
como le impresionó a la pérfida censura y mucho me sorprendiste tú, auténtico
Ovidi, personaje de verdad. La España que representabas era la sórdida y terrible,
la del crimen oscuro y el sexo arrebatado, tan distinta de la otra, de la que
cantaban las postales y los carteles de turismo. Lo curioso es que tú pertenecías a
las dos partes. Aunque – pensándolo bien – casi todos los nacidos en estas tierras,
en las secas y las dulces, tenemos parte de esas dos partes, aquí todos somos un
poco el Dr. Jekill y Mr. Hyde.
Tengo que encender la luz, porque apenas se ve. Releo la carta, que me parece
un tanto absurda y la sigo: al fin y al cabo no espero contestación.
Trabajar contigo, querido Ovidi, ha sido una de las experiencias más ricas de
todas las experiencias que he tenido en esto de los cómicos. Tú no parecías un
actor, entrabas en el decorado como pidiendo disculpas, hablabas con tu
profundo acento levantino y a la voz de ¡corten! Me mirabas con desconfianza,
pensando que lo habías hecho muy mal. Y era al revés.
Nunca olvidaré el relato de los suicidios del sargento Mardones – tú – en “Una
gloria nacional”. Te rodeaban los chicos que acudían a la clase del viejo profesor.
El sargento Mardones. Del drama de un tiro errado, una soga rota y el salto por
un puente, hacías brotar el milagro de la risa. Daba mucha pena y mucha risa el
sargento Mardones. Luego pensé en el mejor Chaplin y sobre todo, en Buster
Keaton. Sé que esto te sonroja, pero también sé, que allá en el fondo de tu
timidez, se esconde el orgullo del actor que conoce su genio. Tú eres un hombre
inteligente, sensible y cauto, eres un poeta, además, que no se cansará nunca de
cantar al Mediterráneo. Perdona esta carta, donde no te digo nada nuevo y que
seguramente te aburre. Un beso de tu amigo. Fecha y firma.
Aquella noche salió la luna y en las aguas tranquilas del Cabo Huirmas dejé la
carta. Me parece que se la llevó una intrépida sardina. Ella te la dará con mi
recuerdo.
21 – 07 – 1995
44
CARTAA DIANE VARSI
DOÑA María Iraburu Pons ayer estaba radiante y, por supuesto, muy
habladora. La encontré en la trastienda, planchando un traje de organdí, que
rociaba con agua de rosas. Nada más verme me regaló un abanico, un paraguas y
un nuevo tarro de sopa de ostras jóvenes. Luego, entre rubores, me informó que
el próximo uno de agosto llegaba a Mouriño – a bordo de un carguero senegalés
– Socorrito Honky. Le dediqué, entonces, un pensamiento a mi amigo Onésimo
Juncadella y ella, que es astuta y maliciosa, debió adivinarlo, ya que me
comunicó que el farero escondía un nuevo amor en Torremolinos y que sus
relaciones con el octogenario mejoraron notablemente. Después me dijo que
tenía otra buena noticia para mí: Miguel Indurain había ganado su quinto tour de
Francia. Con tan gratas nuevas me subí a la bicicleta y emprendí el regreso al
faro.
Pedaleaba furiosamente por los llanos de Krantzkurda pensando en el caso
Indurain. Según doña María, en la lejana España, han decidido por rara
unanimidad que el ciclista navarro es el mejor deportista de todos los tiempos. A
mí me parece un poco exagerado y, sobre todo, injusto. ¿Por qué va a ser número
uno Indurain frente a caballeros como Zamora, Zarra, Santana y Sito Pons o
señoras del fuste de Sánchez Vicario y Conchita Martínez? ¿Qué tendrá que ver
aquello con las témporas? Así encaré las primeras rampas del Monte Pongo y, ya
sin resuello, advertí como un ciclista me pasaba velozmente, antes de llegar al col
Gold Ghost, por el rabillo del fatigado ojo comprobé que se trataba del anciano
ferretero – tiene más de noventa años – don Jesús Margallo de Bes. Ante el
esfuerzo y el horror que me producía la dichosa cuesta pensé que, quizá, don
Miguel Indurain si sea el primer deportista de España, con permiso de Arturito
Pomar.
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Ya en el faro, a la caída de la tarde, mientras los peñascos de Koulori se teñían
de rojo, mis pensamientos fueron en busca de una chica borrosa, que en tiempos
me impresionó mucho y que resume dos partidas de excepcional importancia en
el cine: de cómo hacer creer que un personaje es auténtico, real y generoso y
cómo trabajar con genio en la zona humilde del reparto. Algo así hacen los
llamados gregarios en las carreras ciclistas. Tomé pluma de gaviota y tintero y
comencé a escribir:
Querida Diane Varsi,
seguramente se extrañará al recibir esta carta, si es que la recibe algún día.
Usted pasó por el cine de puntillas, sin armar ruido y sin obtener los triunfos que
su talento y su belleza merecían. Apenas la recuerdo en “Vidas borrascosas”, la
película de Mark Robson, que le asomó al inquietante Oscar en 1957. Para ser
sinceros, no me acuerdo en absoluto de usted. Lo que no ignoro es que apenas
había cumplido veinte años. Sin embargo, en otra película – “Johnny cogió su
fusil” – me fascinó usted, querida Miss Varsi. Yo creo que arrebató a todos los
hombres que contemplaron aquel aterrador drama de guerra: a todos los hombres,
hombrecitos y viejos. Su regalo de Navidad, Miss Varsi, fue el más hermoso, el
más lírico y el más delicado, que un niño, un soldado o un viejo, pueda recibir de
manos – en el sentido literal de la frase – de una mujer. Sé lo que está pensando,
el singular regalo de Navidad lo firmaba Dalton Trumbo y nada tiene que ver la
enfermera – la invención – con la actriz Diane Varsi. Claro que tiene que ver.
Hay momentos en que el personaje devora el alma del actor o de la actriz real:
son los momentos que han hecho del cine lo que dio en llamarse el Séptimo Arte.
Uno de ellos es de su propiedad, por los siglos de los siglos. En aquel quite
maravilloso, Miss Varsi, borró usted a las más grandes estrellas de su tiempo.
Todos los espectadores, a excepción de los que cazaban brujas a este y al otro
lado del Atlántico, sintieron su generosidad y su amor. No sé si esa gloria
corresponde a la mujer o a la actriz pero es lo mismo: las actrices suelen
comportarse como mujeres. Adiós, Miss Varsi y gracias en nombre de todos los
“johnnies” mutilados en la guerra. Fecha, firma y P.D. Ahora que lo pienso no sé
si el regalo fue de Navidad, pero hay regalos que hacen Navidad en agosto. Bajé
al cabo de Huirmas. Un delfín hembra se llevó la carta. Tal vez encuentre a un
delfín macho destrozado por algún pescador japonés.
28 – 07 – 1995
46
CARTAA LOS NIÑOS ANTIGUOS
SOBRE la isla Mouriño se ha abatido una terrible tormenta de verano. Desde
lo más alto del faro observé, una mañana, que las nubes iban enganchando
penachos en los montes de Gold Ghost, mientras se perdía la línea del mar
Tenebroso y algunas centellas, primero tímidas y luego de lo más fogosas, se
bañaban entre las olas.
Como era de esperar, el viento hizo lucida aparición y la luz se vino abajo. Este
tiempo tormentoso – hace ya muchos años – era el territorio ideal donde se
movían los raqueros de Mouriño, gentes sin escrúpulos que engañaban a los
marineros atrayendo sus barcos a las rocas con falsas luminarias.
Es cierto que, tan fea costumbre ha desaparecido, pero no es menos cierto que
alguna de las grandes fortunas de la isla se cocieron en el reprobable hábito.
Profesión – dice doña María Iraburu –, que los raqueros eran tan profesionales
como los notarios, los corredores de bolsa o las echadoras de cartas. Doña María
no pretende ofender a nadie: lo que ocurre es que, en su familia, nació más de un
ilustre raquero.
Vuelvo a la tormenta y, entre rayos, truenos y aullidos del vendaval, observo
los libros de mi amigo Juncadella. Poco a poco me sosiega el hermoso fenómeno
atmosférico y… ¿por qué no confesarlo?… media botellita de aguardiente de
Sanaguto. Una de las grandes ventajas que tiene este faro es la tranquilidad que
se disfruta entre sus sólidos muros. Como es sabido, en el faro no hay teléfono, ni
tele, ni persona alguna. Pienso – reflexiono, mientras saboreo el aguardiente –
presentarme a las próximas oposiciones de farero, con ánimo de alcanzar una
plaza en propiedad; claro que puede que rebase la cota de años requerida,
aunque, sin embargo, he cumplido el servicio militar. Cuentos de Calleja,
imaginaciones. Mis ojos recorren los libros de Juncadella y encuentro algunos
inesperados. Entre el Cossío y “La cocina práctica y sabrosa”, descubro obras de
Perrault, de Andersen, de los Hermanos Grimm y de Walt Disney. Está claro que
los viejos buscan las emociones de la niñez o puede que este Juncadella – niño en
tiempos lejanos – sea un sádico o un masoquista. ¿Por qué no voy a escribir una
carta a los niños que leyeron terribles cuentos?
47
Tomo pluma de gaviota y papel y mientras un rayo, digno de “El hada de las
nieves”, se precipita contra las rocas, empiezo a escribir:
Queridos niños que leísteis – o que os leyeron – cuentos aterradores: ya es un
poco tarde para avisaros del peligro. Todos habéis muerto, casi todos habéis
muerto viejos y viejas y, seguramente, ya olvidada vuestra tristeza y leyendo, otra
vez, cuentos a los niños que os sucedieron. Yo sé que “El hada de las nieves” y
“La cerillerita sueca” os hicieron llorar de pena. El culpable es el señor Christian
Andersen. ¿Pero que me decís de Pulgarcito? Pulgarcito era el niño más chico de
una pareja de leñadores y una noche oye a sus padres, que traman su asesinato y
lo abandonan luego en el bosque, porque no tienen comida. ¿Y Caperucita Roja?
Por desobediente, se la almuerza el lobo y, de la misma tacada, se merienda a la
abuelita, cuyo único delito era esperar en la cama una cestita con miel y alguna
otra chuchería. El culpable es el lobo. No: el lobo es inocente. El culpable es el
señor Perrault.
Más vale no hablar de los hermanitos Grimm, que amparándose en tradiciones
populares, muchas penas os causaron, queridos niños antiguos. Y más vale no
hablar del caballero Edmondo D´Amicis, que os estrujó el corazón en el sentido
literal de la palabra. ¿Y Walt Disney? ¿Qué me decís del dulce y seráfico Walt
Disney? Este no es de leer, es de ver, pero recoge la herencia de sus mayores, los
exprime y la vuelca en una pantalla.
Generaciones de niños han llorado la muerte de la mamá de Bambi, a manos de
crueles cazadores, y la soledad de la mamá de Dumbo, cuando pierde a su
criatura en el circo. Bien lo sabe el señor Walt Disney: cuando sufre la mamá es
cuando más sufre el niño. Lo que pretende ignorar es que las lágrimas de los
niños endurecen sus corazones y, al cabo del tiempo, engendran violencia y
deseos de venganza. Tal vez exagere. Vosotros, queridos niños antiguos, ya
habéis tragado el sapo, pero los nuevos esperan con el babero puesto y ya no son
los Grimm, Andersen o Perrault – al fin y al cabo personajes de cierta nobleza –
quienes torturan sus almitas, ahora son unos mamarrachos vulgares y violentos
que no saben hacer la O con un canuto. Un Beso. Fecha y firma.
Al día siguiente bajé al cabo de Huirmas y ofrecí la carta a las olas. Se la llevó
una sirenita, de ojos llorosos: se la llevó muerta de pena y de dolor.
04 – 08 – 1995
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Cartas desde el faro: crónicas cinematográficas y literarias desde un remoto faro gallego

  • 1. CARTAS DESDE EL FARO (1994-1997) Jaime de Armiñán Edición y transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE -PRÓLOGO……………...........................................................................……….5 1- Cartas desde el faro……..................................................................…………..9 2- Carta a Stan y Oli………............................................................................….11 3- Carta a Carole Lombard………..................................................................….13 4- Carta a Boris Karloff………...............................................................……….15 5- Carta a Irene Dunne………....................................................................……..17 6- Carta a Mr. Hitchcock………............................................................………..19 7- Carta al maestro Ravel…………...............................................................…..22 8- Cartas a los hermanos Barrymore……..................................................……..24 9- Adiós al faro de Mouriño………….................................................................26 10- La triste realidad…………….........................................................................28 11- La navidad en el faro………....................................................................…..30 12- Recuerdo del poeta…………............................................................……….32 13- Kapesny Kerröknyk………..................................................................……..34 14- El “Ciudad de Achote”……..................................................................…….36 15- Fin del viaje…………..............................................................................…..38 16- Carta a Irene………..............................................................................…….40 17- Carta a Ovidi Montllor……..............................................................……….42 18- Carta a Diane Varsi……….............................................................…………44 19- Carta a los niños antiguos…..................................................................…….46 20- Carta a Chita………….............................................................................…..48 21- Carta al maestro Bretón…..............................................................…………50 22- Carta a Julio Verne…………....................................................................….52 23- Carta a Ratino………….............................................................................…54 24- Carta a Gérard Philipe……................................................................………56 25- Mal fin de carta……………......................................................................…58 26- Carta a Luis Politti…….............................................................................…60 27- Carta a Onésimo Juncadella…….....................................................…….….62 28- De nuevo en el faro………….................................................................…...64 29- Spanish Cinema Agua Cuello…………...................................................….66 30- Carta a Theda Bara…………...................................................................…..68
  • 4. 4 31- Carta a Luis Peña…………....................................................................……70 32- Palacio de Socorrito………….............................................................……...73 33- Carta a Alfonso Sánchez…............................................................………….75 34- Carta a Manolete…………...................................................................…….77 35- Carta al Circo Price……....................................................................………79 36- Carta a la perra Mari………................................................................……...81 37- Carta a Carlos Gardel…….........................................................................…83 38- Sonríe, es viernes…………......................................................................…..85 39- De los viejos periódicos de 1954……......................................................…..88 40- Hablar por derecho………........................................................................….90 41- La casualidad…..............................................................................................92 42- De comidas en pantalla……….............................................................……..94 43- Hambre es igual a risa………...............................................................…….96 EPÍLOGO -”La cabeza a pájaros” Fernando Fernán-Gómez…………...........................…..99
  • 5. 5 PRÓLOGO Fernando Rey en “La luz del fin del mundo” (1971), adaptación del libro de Verne Jaime de Armiñán tiene más facetas, caras, que un diamante, y todas igual de valiosas, de brillantes. Las más conocidas con diferencia son la cinematográfica, aunque no por sus mejores películas, “Mi querida señorita”, “El nido”, no porque sean malas sino porque las tiene aún mejores, “El amor del capitán Brando”, “Stico”, y la televisiva, de manera muy limitada, “Juncal”, un auténtico delito porque hablamos del mejor guionista, director, televisivo que ha dado este país, “Suspiros de España”, “Las doce caras de Eva”, “Las doce caras de Juan”, y un larguísimo etcétera. Las facetas teatral y literaria son casi desconocidas, la teatral solo en la actualidad, cuando la desarrolló en los años 50 y 60 lo hizo con gran éxito tanto de público como de crítica, ganó los principales certámenes teatrales de la época, el Lope de Vega y el Calderón. Una suerte que no ha corrido con esta última etapa literaria, desde los años 80 a la actualidad, que cubre varios cuentos y seis novelas, entre las cuales solo “La isla de los pájaros” (1999) ha obtenido cierto reconocimiento, probablemente con justicia, también es mi favorita. Lo que nunca se menciona en las pocas reseñas dedicadas a la novela, es que el germen del libro, del mágico universo Mouriño, un universo completamente inventado de reminiscencias faulknerianas, gallegas, está en una serie de artículos, de cartas, englobadas dentro de su sección semanal en el periódico ABC “El Cine de la Flor” (desaparecido cine madrileño). Una pequeña selección de estos artículos fueron publicados en forma de libro en 1992, no se incluyen estas cartas publicadas posteriormente entre 1994 y 1997, una lástima porque constituyen un material imprescindible para comprender el origen del libro, y ampliar su contenido, una especie de play-list de películas, libros y homenajes.
  • 6. 6 “La isla de los pájaros” es el gran libro de la cinefilia clásica, porque la moderna tiene un mayor componente formal, real, y un escaso gusto por la aventura, por la ensoñación. Son cientas las referencias cinéfilas, literarias, en el libro, unas veces como simple dato, recuerdo, y la gran mayoría formando parte esencial de la historia, de los personajes. Todo tiene una conexión con el cine, hasta el más mínimo detalle de la ambientación, de la trama, pero no es un homenaje baboso, o solo sentimental, hay humor, distancia paródica, metacine crepuscular. Es una relectura del gran cine clásico de aventuras, de las grandes novelas clásicas de aventuras, desde el punto de vista irónico de quien ya está de vuelta de todo, por edad, aunque conserve intacta la capacidad de fascinación, de dejarse llevar, emocionar. Por supuesto está la humanidad, la ternura, la mala leche sin sangre, de las películas de Jaime de Armiñán, su increíble capacidad para construir personajes, amistades, entrañables, de carne y hueso, y el suplemento vitamínico del sexo, el gran motor del libro. Un libro que milagrosamente consigue mantener el equilibrio entre el pasado y el presente, entre la nostalgia y la vitalidad, entre la distopía y la utopía, entre la frivolidad y la reflexión, entre el costumbrismo y la ficción, entre la fantasía y la realidad.
  • 7. 7 Los personajes interpretan la realidad en base a las experiencias vividas en los libros, las películas, fabrican su propia biografía con retazos de diferentes historias de ficción, construyen su personalidad por imitación, por emulación devota. Comparando siempre las experiencias presentes con las ficticias, saliendo victoriosa la realidad, por lo que a pesar del continuo despliegue de imaginación el libro en el fondo se puede interpretar como un alegato en favor del realismo a pesar de todo, a pesar de la mediocridad del día a día. Aparentemente puede parecer un libro machista, no deja de ser una fantasía masculina, en la línea del landismo, un pobre hombre que de repente se convierte en un conquistador, pero es todo lo contrario, es más bien el landismo crepuscular de “El pecador impecable” (1987) o “Tata mía” (1986), es decir, un pobre hombre, en este caso viejo, el mito del Rey David y “La casa de las bellas durmientes” de Kawabata planea por el faro, que piensa que conquista, y que no es más que un pelele en manos de las mujeres, que hacen de él su santa voluntad, que le exprimen sexualmente como a un limón. Como todo mundo ideal, esta Arcadia feliz, este Walden galaico, acaba saturando, agobiando, a sus habitantes, la felicidad, la calma, a diario, es insoportable, un poco de normalidad, de caos, es imprescindible para vivir, para valorar los momentos de felicidad. Al final puede ser que sobrevivir en una buhardilla en el centro de Madrid sea una aventura de mayor calado que vivir en el último faro del mundo, o no, Armiñán deja la pregunta abierta como buen humanista, todos tenemos pájaros en la cabeza. Julio Pollino Tamayo
  • 8. 8
  • 9. 9 CARTAS DESDE EL FARO MI amigo Onésimo Juncadella, farero de profesión, me hizo al principio del verano una curiosa oferta. Él tiene vacaciones desde el día 5 de agosto hasta el 23 de septiembre, ambos incluidos y, si yo estaba conforme, podía sustituirle durante las ocho semanas referidas. En aquel tiempo me estaba permitido usar, su casa y su bicicleta, servirme de sus gallinas y del huerto que tiene en las cercanías del promontorio. Mi única obligación consistía en encender el faro a las 6.30 p.m. y apagarlo a las 7.00 a.m. También debía vigilar en los días de niebla, aunque no me preocupara mucho, porque la ronca sirena del faro se dispara electrónicamente. Sólo hay que apretar un botón: hoy día los faros funcionan de forma muy simple. Y acepté por dos razones: me apetecía la soledad de aquella isla – hay que tener en cuenta que el correo llega cada dos meses – y me gustaba la idea de revivir mis viejos tiempos de farero, porque yo soy farero jubilado y mi amigo Juncadella no es ningún inconsciente. Ya he pisado las rocosas tierras de la isla de Mouriño, cuya capital se llama Sanaguto, situada a menos de once kilómetros del faro, por carretera en regular estado. En el occidente de la isla, en el cabo de Huirmas, se encuentra el faro, que ya iluminaba la mar en tiempos de los romanos, y fue considerado el último del mundo, a pocas millas del Mar Tenebroso.
  • 10. 10 Sanaguto es una bella población, de mil quinientos habitantes, que se dedican en su mayoría a la pesca y a la producción de abanicos y paraguas. Se alimentan de arenques y hacen una deliciosa salsa con huevos de gaviota. Son dulces y hospitalarios, aunque poco comunicativos. En Sanaguto hay un solo bar – donde se vende de todo – y no llega la televisión. La casa de mi amigo Juncadella, que ocupa la parte baja del faro, tiene un gran salón, con magnífica biblioteca, una cómoda alcoba, adornada con motivos árabes, un hermoso cuarto de baño, donde no falta el bidé, y un despachito puesto en japonés, pero con máquina de escribir alemana. La despensa es amplia y está muy bien surtida, la cocina tiene nevera y exprimidor de ostras y, en el sotanillo, se guardan algunas botellas, que estaba autorizado a usar. Una angosta escalera conduce hasta lo alto de la torre, desde donde se puede admirar el bravío océano, espectacular incluso en los meses de julio, agosto y septiembre. Por supuesto, es imposible bañarse en aquellas aguas y resulta arriesgadísimo bajar por las rocas hasta las fumarolas, ni siquiera con ánimo de coger mejillones. Así es como me encontré aislado, para mi fortuna, en el faro de la isla Mouriño, donde permaneceré – si no hay desgracias o infortunios – hasta que llegue el otoño. Lo primero que hice, al verme solo, fue dejarme la barba, y luego huronear por la biblioteca de Juncadella. Tenía las obras completas de Julio Verne, las aventuras de Guillermo Brown, La isla del tesoro, Pipo y Pipa, todas las novelas del comisario Maigret, el viajero universal, la historia natural de Buffón, el Cossío, la cocina práctica y sabrosa, la Santa Biblia, el Corán, y otro muchos ejemplares, que no reseño para no hacer interminable la lista. Sin embargo, me llamó la atención la cantidad de libros dedicados al género epistolar. Me llevé uno de ellos y lo abrí, mientras las luces del faro barrían la inmensidad del negro océano: “Cartas de Napoleón a María Luisa”. “Vitebsk, 5 de agosto. Mi buena y querida Luisa...”. La fecha coincide, 5 de agosto, con una diferencia de 182 años. Como yo también soy afín al género epistolar se me ocurrió una idea, y pido perdón por lo de idea. Voy a escribir una carta semanal a un personaje querido, a alguien del alma, para entendernos. Una carta que nunca echaré al correo, porqué solo hay correo cada dos meses y, sobre todo, porque mis destinatarios están muertos, y no me van a leer, ni mucho menos a contestar. ¿Cuántas cosas podré contarles sin miedo a que me repliquen? ¡Qué hermoso resulta declarar un amor o expresar odio a quien no puede responder! Tomé recado de escribir – así se dice en el género epistolar – me serví una copa de aguardiente de Sanaguto y encabecé la primera carta: Mouriño, 5 de agosto. Mis queridos Stan y Oli... 05 – 08 – 1994
  • 11. 11 CARTAA STAN Y OLI Mouriño, 5 de agosto. Mis queridos Stan y Oli… Dejó vagar los ojos por la biblioteca del farero, bebió un chupito de aguardiente de Sanaguto y, sin advertirlo, sonrió. Cuántas cosas puedo decirle a la encantadora pareja que, en vida, formaron Stan Laurel y Oliver Hardy. El flaco, inglés, de nombre Arthur Stanley Jefferson, muerto en Santa Mónica. El gordo, americano, Oliver Norver Hardy, muerto en Burbank. Hace ya mucho tiempo que los dos dejaron este mundo. Enciendo una pipa, que olvidó el farero Onésimo Juncadella. Siempre me ha parecido un poco cursi – o pretencioso – fumar en pipa… ¿Pero, quién se puede negar a la tentación, en una noche solitaria, si nadie me ve? Oliver Hardy… Yo mismo me llamo Oliver, de segundo apellido… ¿Seremos parientes Oli y yo? ¿Puedo llamarle querido tío? No: es una irreverencia. Sólo se percibe aquí el fragoroso ruido del mar, que choca en los acantilados de Huirmas, pero siento, entre las olas, la musiquilla que anunciaba sus películas y que nosotros traducíamos de forma curiosa: “Stan Laurel, Stan Laurel, y Oliver Hardy, Oliver Hardy también”. Sigo escribiendo.
  • 12. 12 Perdonadme el atrevimiento de esta carta, que nunca os llegará, en razón de la amistad que tuvimos muchos años y a la devoción que os profesaré mientras viva. Os preguntaréis: ¿Cómo fuimos amigos, si nunca nos vimos? No nos vimos cara a cara, pero muchas veces estuve sentado frente a vosotros, riéndome, imaginando que yo también tomaba parte en vuestras aventuras. No recuerdo dónde descubrí las queridas sombras, quizá en el desaparecido cine Gong, de Madrid (España), en el también desaparecido Actualidades, o en el Panorama, que ahora se llama Bogart. Lo que más me gustaba eran los berrinches tuyos, querido tío Oli, ante los disparates de Stan, y cómo le reñías. Ahora se me ocurre haceros una pregunta, a los dos. De niño hay cosas que no se piensan, pero luego, cuando creces, te salen. Todas las mujeres de vuestras películas – menos las que le tocaban al galán, claro – resultaban francamente odiosas, mandonas y repolludas: ¿Erais misóginos o no os gustaban las mujeres? Sin embargo, creo que os casasteis varias veces. Advierto que, en alguna de vuestras películas, hacéis de mujer, completando la pareja el uno con el otro. Levanto los ojos del papel. ¿No me estoy pasando? ¿Qué derecho tengo yo para suponer historias, que ni me van ni me vienen y que, además, no tienen el menor fundamento? Sigo. Tonterías que a uno se le ocurren cuando está solo, no hagáis ni caso: todos los actores del mundo se han disfrazado de mujer, disfraz que priva a los cómicos, y vosotros no ibais a ser la excepción. A otra cosa, mariposa. El mundo ha cambiado mucho, sobre todo el mundo que conociste tú, Oli, y que dejaste en 1957. Stan duró más, 1965, pero… Échale hilo a la cometa. Algo ocurre con vuestras películas, y no quiero asustaros: o las tiene en su podre un astuto comerciante o se han perdido. En la tele – ya sabéis de lo que hablo – se ponen cientos de películas, nunca las del Gordo y el Flaco, como mucho, alguno de los cortos que rodasteis en los primeros tiempos, pero… ¿y “Había una vez dos héroes” y “Un par de gitanos” y “Fusileros sin bala” y “Quesos y besos”? Claro que estos títulos no os dirán nada, porque las películas se llamaba de otra forma en inglés, pero la verdad es que nos hemos quedado sin vuestro cine, que no digo yo que arrebatara a los niños de hoy, pero al menos podía alegrar las pajarillas de los viejos nostálgicos, que rieron con vosotros cuando eran niños auténticos. Nada más por hoy, querido Stan, querido tío Oli. Os recuerdo tan guapos con vuestro sombrero hongo, que a veces cambiabais para hacer risa. No me olvidéis, no olvidéis nunca a los viejos que formaron parte de vuestro público. Un beso. Firmé la carta, la metí en una botella, bajé al acantilado de Huirmas y la arrojé al mar, sin escribir la dirección. Luego encendí las luces del faro – porque eran las 6.30 p.m. – y me fui a la cocina a hacerme unas salchichas y un zumo de ostras. 12 – 08 – 1994
  • 13. 13 CARTAA CAROLE LOMBARD EL día amaneció frío y nuboso. Después de apagar la luz del faro – a las 7.00 a.m. en punto – me subí a la bicicleta de mi amigo Onésimo Juncadella y me trasladé a la capital de la isla Mouriño que, como sabemos, se llama Sanaguto. Tenía que comprar arenques, salsa de huevos de gaviota, un paraguas, un abanico y botellas para el correo. Entré en una tienda donde se venden éstas y otras muchas cosas y vi que, junto a las postales de la isla, había un librito titulado “El secretario amoroso”. Lo compré – me dio un poco de vergüenza, esa es la verdad – pensando que me sería útil, sobre todo en la carta en que me disponía a escribir. La señora de la tienda – que a la vez es echadora de cartas, pero no al correo – estuvo muy amable conmigo y me regaló una pastilla de tabaco de mascar. Con las mismas volví al faro y después de regalarme con una copa de aguardiente de Sanaguto, medité, mientras escuchaba un concierto de Purcell, con solo de trompa de Maurice André. Por cierto, todos los discos del farero Juncadella pertenecen al género trompa, a excepción de uno que canta la inmortal “Niña de los Peines”. Debe advertir que las cartas que escribo nacen de un impulso infantil, de las emociones que un niño recibió por caminos del cine. Es lógico que resulten ingenuas y que – no me cansaré de repetirlo – como nunca llegarán a su destino, expresen sentimientos que avergonzarían a un adulto en sus cabales.
  • 14. 14 Ésta es para Carole Lombard y en su redacción me acojo a “El secretario amoroso”. Miss Lombard, sus desdenes, lejos de hacer que diese al olvido mi sincero amor, lo han hecho más profundo y son causa de que mi vida sufra la angustia de la más triste melancolía. Mal me juzga, Miss Lombard, si cree que su amor no es para mí más que un pasajero devaneo. Yo la quiero a usted con el más puro y honrado amor. Dejé el recado de escribir. Carole Lombard – de nombre Jane Alice Peters, muerta heroicamente en 1942 – en el tiempo al que me remito, ya no era miss, porque estaba casada con Clark Gable y divorciada de William Powell. Pero no iba a llamarla Mrs. Lombard, y mucho menos, Mrs. Gable. Eso ensuciaría nuestra relación. Sigo. Yo la amo a usted a través de sus fotografías y por ellas ahora estoy encerrado. Le debo confesar que nunca vi una película suya. Poco a poco me he ido haciendo con sus fotografías y la que más me gusta, porque es un poco verde, es una en la que está usted en traje de baño, tan rubia que más rubia no se puede imaginar, al borde de la piscina, por California, arriba o abajo. Esta foto fue la causa de ruina, ya que se me ocurrió sustituir el retrato de boda de mis abuelos por su encantadora imagen. Mi tío José Vicente – que es coronel de caballería – montó en cólera y dijo que yo era un degenerado y un sinvergüenza y que si ya no me acordaba de la guerra de Cuba y, en especial, de la batalla de Santiago, él estaba allí para recordármelo. Por eso me han encerrado, durante cuatro domingos consecutivos, en una mazmorra. Rompieron su foto, pero yo la tengo en mi cabeza y, para romperla ahora, hay que machacarme. Levanté los ojos del papel. Carole Lombard tenía, más o menos, la edad de mi madre. Por tanto, lo más seguro es que yo estuviera enamorado de mi madre, sobre todo habida cuenta de los escritos de los doctores Freud y Jung. Pero mi madre no era rubia, ni tenía los ojos azules. No hay que mezclar el amor con el psicoanálisis, pese a la opinión del señor Hitchcock. Más tranquilo, continué: Hasta ahora he vivido pendiente de usted, que adorna mis sueños y si me decido a escribirla es por una sola razón: no hay deshonra en quien pide amor. En espera de su respuesta, si se digna contestar a mi carta, queda de usted fiel y enamorado… Firma y fecha. Metí la carta en una botella, bajé al acantilado de Huirmas y lancé mi mensaje con todas mis fuerzas. Con ayuda de unos poderosos gemelos observé cómo la botella saltaba, entre las olas, y se perdía a lo lejos. 19 – 08 – 1994
  • 15. 15 CARTAA BORIS KARLOFF PARA escribir esta carta me preparé a conciencia, aguardando una noche señalada. Yo sabía que en la isla de Mouriño no eran raras las tormentas, ni siquiera en esta época del año, o precisamente en esta época del año. Aquella mañana, el parte meteorológico anunciaba fuerte vientos procedentes del pequeño mar de Daule y notables turbulencias en los cercanos montes de Gold Ghost. Así es que me encaramé a lo más alto de la torre y oteando el horizonte descubrí cómo los relámpagos amarilleaban más allá de Sanaguto y escuché el lejano tronar que ahuyenta, especialmente, a las sardinas. Como es lógico, a las seis y media de la tarde encendí el faro, aunque sabía que ningún patrón sensato se atrevería a surcar las tenebrosas aguas. Bajé, entonces, a la biblioteca del farero Juncadella y me dispuse a escribir esta carta. Se apagaron las luces, pero en vez de constituir un inconveniente aquello era, sin duda alguna, una delicada gentileza del terrorífico ser a quien iba dirigida mi carta. Encendí dos candelabros, que proyectaban mi sombra de forma siniestra, como las películas de miedo. Conteniendo mis deseos de huir del lóbrego escenario y aguantando un escalofrío, me largué una copa de aguardiente de Sanaguto y comencé a escribir: Mi querido Boris.
  • 16. 16 No sé si recuerda usted el día en que nos conocimos y el tiempo que pasamos juntos en aquel hotel de Mondáriz (Pontevedra, España) allá por el año 1985. Yo estaba rodando una película con Concha Velasco, Victoria Abril y Paco Rabal, que se titula “La hora bruja”. Hacía ya quince o dieciséis años que usted había muerto, perdón por el descuido, ya que – normalmente – usted suele estar muerto. De todas formas nunca lo olvidaré. Iba usted disfrazado de camarero, con la manga un poco corta, según su costumbre, la chaqueta blanca llena de lamparones y la corbata de lazo torcida. Siempre respondía usted a la pregunta ¿qué hay para comer?: caldiño gallego y rampante. ¿Y de cena?: caldiño gallego y rampante. Por la noche se perdía su excelencia por las húmedas corredoiras que conducían a no se sabe dónde. Ahora usted negará que aquel digno y educado caballero era su excelencia, pero todos sabíamos que, tras el habilísimo disfraz de camarero gallego, se ocultaba el señor William Henry Pratt, por nombre de guerra Boris Karloff. Al escribir las siete letras de Karloff un rayo cayó en lo más alto del faro y una gaviota nocturna – rarísima especie – lanzó un grito desgarrador. Comprendo – seguí la carta – que estos detalles le disgusten, ya que no es un personaje de este mundo, pero yo no puedo por menos de vanagloriarme de la amistad que, entre caldiño y rampante, nos dedicó a todos. Debo decirle, querido Monstruo, que nadie me ha estremecido como usted, que yo descubrí el miedo, el santo y adorable miedo de niño, en el Cine Kursaal de San Sebastián, en compañía de mi amigo Curro Arche. Su amo Frankenstein – llamado El Cursi – fabricó una criatura malvada, pero olvidó el barro que manejaba y le puso, entre las costillas de un ahorcado, el inocente corazón de Bambi. No puede negarlo usted. ¿Cómo es posible que un amor tan grande naciera en el pecho de un ser atornillado? Me refiero a su historia “La novia de Frankenstein”. Es lógico que su sensibilidad y su ternura cayeran en las adorables redes de aquella despeluchada – Elsa Lanchester, en la tierra, señora de Laughton – también de corazón generoso y sonrisa arrebatadora. Me atrevo a decir – ya que esta carta no la leerá nadie – que tal amor sin condiciones no ha sido superado por nadie e incluyo a Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa, Sansón y Dalila y Mickey y Mini, sin olvidar a nuestra reina La Loca. Advertirá, aterradora criatura, que estas líneas están dictadas por la admiración que sólo me puede dictar el dulce miedo perdido. Le quiero, Mr. Karloff, y le admiro con admiración de ultratumba. Usted – para gloria de los vivos y de los muertos – no desaparecerá nunca, pero en buen plan y no aludo a su colega el Conde Drácula. Un estremecido saludo. Fecha y firma. Subí a lo alto de la torre y en vez de meter la carta en una botella de ron al alcé sobre mi cabeza, hasta que un rayo, educadísimo, me la arrebató de las manos. Mientras volaba, entre llamas, pensé… ¡Buena eternidad, querido Monstruo! 28 – 08 – 1994
  • 17. 17 CARTAA IRENE DUNNE CREO que ya me he referido a la señora María Iraburu Pons, aunque sin citar su nombre. Esta dama – que pesa alrededor de cien kilos – es la dueña de la única tienda de Sanaguto y ejerce de echadora de cartas. Doña María está enemistada con mi amigo el farero Juncadella, por un asunto de faldas y no digo más. La señora Iraburu, aprovechando la ausencia del farero, vino a verme en sólida moto, para fisgar sus secretos. La verdad es que no me gustó su visita, porque yo estaba escribiendo un pliego muy especial. De todas formas agradecí las dos codornices que me trajo de regalo y dejé a doña María que olisqueara a su antojo, aunque de ninguna manera la permití entrar en la alcoba de mi amigo y ni siquiera en la cocina. Después de contarme todos los chismes de la isla de Mouriño, incluidos los apaños del alcalde, se subió a la sufrida moto y desapareció por la carretera que bordea el páramo de Hákan Bruun. Un suspiro se escapó de mis cansados pulmones y reanudé la carta que empezaba así: Querida Irene: Hube de interrumpirla de nuevo para meter en el congelador a las dos desgraciadas codornices, ya que aquellos pájaros, inertes y desarmados, distraían mi atención. Si la señora Iraburu Pons me hubiera obsequiado con salsa de ostras o con vinagreta de mejillones, otra cosa fuera: yo soy incapaz de desplumar a una codorniz y no creo que a Juncadella le gustara el obsequio de su… iba a decir rival, pero no lo digo. Para tranquilizar mi ánima puse un solo de trompa de Albinoni y después de echar el trago de ordenanza, continué la carta:
  • 18. 18 Por si su memoria le falla le recordaré que nos vimos por primera vez en el cine Kursaal de San Sebastián, que entonces ejercía de salón de sombras queridas, casi siempre en programa doble. Tenía usted de gloriosos compañeros a Randolph Scott – su chico –, a Ginger Rogers y a Fred Astaire, a quien le debo una carta. Quedé absolutamente lelo cuando cantó usted aquella canción que se titula “Smoke gets in your eyes”, que aquí conocemos como “El humo ciega tus ojos”. ¡Qué arte, mi querida Irene, qué voz y qué emoción cuando cantaba presa de terrible tristeza, pero disimulando como una señora! Pero eso no fue nada. Usted me arrebató años después, no me importa confesarlo, en “La fiera de mi niña”, en “La pícara puritana” y en “Mi esposa favorita”. Es usted una de las pocas actrices que han combinado perfectamente la belleza, su linda voz de soprano, el talento y el toque-payasa, que tan raras veces surge. Claro que en estas tres películas tuvo la enorme suerte de encontrar esa curiosa especie que le llaman galán y que, en las historias a las que me refiero, le decían Cary Grant, incomparable actor y payaso también. Además contó usted con la colaboración de Ralph Bellamy, eterno novio de la protagonista, que se queda con dos palmos de narices, porque así viene en el guión. Hay algo, Miss Dunne, que siempre me llegó al alma, usted llevaba los más absurdos sombreritos que en el cine se crearon y si embargo en usted no quedaban ridículos, sino fascinantes, de alta escuela, vamos. Me detuve un segundo. Aquella alusión a los sombreritos podía ser mal interpretada. Un hombre como Dios manda jamás ha de fijarse en los sombreritos de las señoras, so pena de que le tachen de mariquita. Y esta reflexión me lleva más lejos: los hombres nunca deben apreciar la belleza masculina, porque sus ojos sólo se ocupan de las cosas que tienen las chicas, porque “no entienden de hombres” y – sobre todo – porque el hombre y el oso, cuánto más feo más hermoso. Nunca he llegado a entender tal mamarrachada: el oso es uno de los animales más guapos del planeta Tierra, aunque tenga la desgracia de rimar con hermoso, ya que si decimos el rinoceronte y el hombre, cuánto más feo más hermoso, resulta una excentricidad. Pase lo que pase y caiga quien caiga, me atrevo a afirmar que Cary Grant, Clark Gable, Gary Cooper, Jorge Mistral y Errol Flynn, eran guapísimos. Perdón Miss Dune, el aguardiente de Sanaguto me lleva adonde no quiero. Lo que sí quiero es decirle a usted que en el hipotético harén que me gustado alojar, en el palacio de cartón piedra de la Metro. Hubiera sido usted mi Scherezade. Sólo – con todos los respetos – debo hacerle un reproche: nunca debió abandonar el cine y mucho menos dedicarse a la política. Recuerdos a su marido, el dentista, y le besa los pies, su admirador. Firma y fecha. Lentamente quemé la carta en la chimenea del farero, dejando que el humo cegara mis ojos. Cuando las lágrimas corrían por mis ojos. Cuando las lágrimas corrían por mis mejillas y mis ojos estaban ciegos del todo comprendí que la carta que va a buscarte, Miss Dune, había alcanzado su destino. 02 – 09 – 1994
  • 19. 19 CARTAA MR. HITCHCOCK Alfred Hitchcock, el terror con mejor humor ASÍ como los montes de Gold Ghost, en la hermosa isla Mouriño, anuncian tormenta, los peñascos de Kouloiri, en la zona más septentrional del territorio, presagian buen tiempo, a condición de que no gane el terrible viento que suele levantarse al amanecer. Como todos los días – en los faros no hay fiestas, ni días laborables – apagué las luces a las seis y media de la mañana. Por cierto, me ocurrió un desagradable incidente: se me voló la gorra y bien que lo siento, porque era un modelo Sherlock Holmes de los que ya no se fabrican. Utilizando los prismáticos de mi amigo Juncadella oteé el horizonte y pude observar cómo los pájaros volaban, desde el cabo Huirmas, a los riscos del Gold Ghost y a las rocas de Kouloiri, mezclándose sobre la torre del faro como si estuvieran de romería. Era un espectáculo memorable del que no me había puesto al corriente Juncadella, con toda probabilidad porque a él le parecía normal. Resultaba curioso ver cómo confraternizaban el calamón común, el escribano cabecinegro, el correlimón zarapitín, el chorlito social, el cernícalo patirrojo, el chochín y toda clase de gaviotas, martines pescadores y afines. Un ornitólogo dirá, seguramente, que tal confusión es imposible, pero yo puedo asegurar que los vi a todos con mis propios gemelos, prestados. Aquellos pájaros, aquel sol radiante, me recordaron que debía una carta a un singular caballero que hizo uso de las aves para culminar una obra maestra. Así que, armado de papel y pluma – nunca mejor dicho – empecé a escribir.
  • 20. 20 Querido Mr. Hitchcock… Me detuve un instante: ¿quién era yo para dirigirme a tan grandísimo personaje? Un aprendiz, un aficionado, un insensato. Sin embargo, pensé que también era un partidario y, con todo respeto, continué. Me alegraré que, al recibo de la presente, se encuentre usted bien en la historia del cine, yo quedo bien – a Dios gracias – en este faro, que hoy sobrevuelan los pájaros. Permítame, en primer lugar, que le felicite, aun con cierto retraso. El día 13 de agosto fue su cumpleaños, claro que – en la eternidad – un cumpleaños puede ser siempre o no llegar nunca. Lo malo es que este siempre y nunca dan mareos, aquí en la tierra. De todas formas, felicidades, maestro. El otro día leí una curiosa noticia, que seguramente recibirá usted con alborozo: un halcón atacó a una familia en los Apeninos (Italia). Queda demostrado, aunque usted lo sabía mucho antes, que las aves pueden ser ofensivas ante los humanos. El terror no lo inventó usted, querido Mr. Hitchcock, el terror existe desde que la tierra es tierra: usted se ha limitado a utilizarlo de forma sabia, astuta y sensible. No quiero hablar del suspense, porque es una palabra odiosa que induce a equívocos trasnochados. Mordí la pluma después de este preámbulo, porque me daba cierta vergüenza encarar el verdadero motivo de mi carta. Pero me largué un trago de aguardiente de Sanaguto, que me dio valor para seguir y seguí. La verdad Mr. Hitchcock es que yo quería hablar de mujeres con usted. La primera de sus películas que vi en mi vida, fue en el Madrid de la posguerra. No sabe usted lo que era aquello, digo el Madrid de la posguerra. Se llamaba – a usted se lo voy a contar - “Alarma en el expreso”, título que no le dirá nada ya que en inglés se dice “The lady vanishes”. Una morena – de nombre Margaret Loockwood – rompió mi tierno corazón. Es curioso, casi nunca sus actrices fueron morenas. Después hubo otras: Madeleine Carroll, Joan Fontaine, Carole Lombard, Ingrid Bergman, Ann Baxter, Grace Kelly, Vera Miles, Eva Marie- Saint o Tippi Hedren. Prefiero olvidar que también trabajó usted con Doris Day. Todas las anteriores eran rubias y distinguidas, de buena o aparente buena familia. Querido Mr. Hitchcock, en eso coincidimos: a mí me gustan mucho las chicas bien educadas, rubias, distinguidas, de elegantes modales, aunque sean perversas. Ya sé que algunos ordinarios dicen que son cursis y relamidas. Sí, sí, relamidas, que se lo pregunten a Ingrid Bergman o a Grace Kelly. Para ser sinceros, ahora que estamos hablando de hombre a hombre, le diré que Sofía Loren, Marlene Dietrich, Jane Russell o Elisabeth Taylor no son de mi cuerda. Donde esté una chica como Joan Fontaine no tiene nada que hacer una mujerona como Mae West, aunque sea muy graciosa. Antes de ir a la cama, señor Hitchcock, y perdóneme el desahogo, hay que saber que los espárragos se comen con las manos y que de ninguna manera se puede partir un huevo frito con cuchillo. Ya me entiende. Creo que debo despedirme, no sin cierto rubor: le envidio, maestro, por su buen gusto y por su talento. Fecha y firma. Al anochecer subí a la torre del faro, alcé la carta sobre mi cabeza y me la arrancó de las manos una tarabilla común, para llevarla en el pico al incomparable Sir Alfred.
  • 21. 21 Pt. a Miss Dunne, a quien escribí una carta la semana pasada. Antes eran los duendes de la imprenta, ahora son los fantasmas del Faro. Siento muchísimo Miss Dunne haberle atribuido “La fiera de mi niña”, donde el arte de Miss Hepburn alcanzó su mismo nivel. No puedo disculparme con Miss Hepburn porque ella, afortunadamente, está viva, y que sea por muchos años. 09 – 09 – 1994
  • 22. 22 CARTAAL MAESTRO RAVEL HACE un par de días fui a comprar bacalao seco y un paraguas nuevo a la tienda de doña María Iraburu Pons, quien me comunicó que mi amigo el farero Onésimo Juncadella había sufrido un pequeño esguince practicando el paracaidismo y que por tal razón no podía incorporarse al faro hasta dentro de tres o cuatro semanas. Me extrañó el motivo, porque Juncadella – tiene casi ochenta años – ya no está en edad de practicar tan arriesgado deporte, pero, al mismo tiempo, me alegré ya que tan desgraciado accidente me permite permanecer en el faro dos o tres semanas de propina. Volví al faro dando un rodeo, que me acercaba al pequeño mar de Daule, mientras avistaba los queridos montes de Gold Ghost. Aquella vez llegué hasta las rocas que los piratas argentinos llamaron de Fierro Girlstone. Me senté dispuesto a contemplar como las famosas centollas de Mouriño intentaban cazar ostras, hasta que el ruido del agua, en las rompientes, me distrajo o más bien me ensimismó. Sonaba algo así como “pam-pa-pa-pam-pa-pa-pa-pam-pa-pa-pam”, de forma monótona. Casi obsesiva. La cercana tormenta, que siempre acecha en las aguas de Gold Ghost, aliada con el viento, iba aumentando el sonido, sin tocar la melodía, hasta que “pa-pa-pa-pam” resonó en los valles y en los barrancos de la isla. Entonces, sin advertirlo, como si me entrara en la sangre aquel son, me acordé del maestro Maurice Ravel, que ya en vida – murió en 1937 – pudo comprobar como su famoso “Bolero” hizo de mi querida Carole Lombard una gran estrella digna de alumbrar el deslumbrante cielo nocturno de la isla Mouriño. Por tal razón – y por otras muchas – decidí escribir una carta a mi admirado Ravel, que en paz descanse.
  • 23. 23 Después de tomarme una copa de aguardiente de Sanaguto, me agarré a la pluma y con sincera humildad, inicié mi carta: Respetado maestro. Debo confesarle que soy un poco duro de oído, pero que su música – que algunos califican de aburrida – siempre me ha llenado de auténtico gozo. Lamento que el farero Juncadella no tenga ninguna de sus obras en el fonógrafo, pero esta mañana he sentido la dicha de oírla en plena naturaleza. En primer lugar quiero agradecerle a usted, querido maestro, su amor a España, aunque algunos de sus colegas lo hayan calificado de rapacería. La “Rapsodia Española”, su “Hora española” y sobre todo, su impar “Bolero” vienen de nuestras raíces. ¿Y “Pavana para una infanta difunta”? Yo no puedo remediarlo, pero la palabra infanta siempre la relaciono con Velázquez y Velázquez, como usted sabe, maestro, es de Sevilla. Usted nació en Ciboure y creo que tenía sangre española: gracias por hacerla correr de manera tan donosa y aun más por repicarla en su corazón en forma de latidos de bolero. Pocos años antes de morir S. E. se estrenó la película “Bolero”, donde Carole Lombard y George Raft bordaron aquel ritmo, que a mí – yo era un niño, maestro – me descubrió el amor platónico hacia una rubia, que murió cinco años después de usía. Me eché al coleto otro trago de aguardiente y releí la carta. En verdad me estaba saliendo un poco cursi, pero como no iba a recibirla nadie, mojé de nuevo la pluma: Debo darle, querido maestro Ravel, una noticia que no le va a gustar: muchos años después de que usted dejara este mundo se rodó otro “Bolero”. Más le vale no haber visto aquel bodrio. Todo ocurría en un hermoso pueblo de la provincia de Segovia, en Pedraza y me parece, que en la mencionada ocasión, el pueblo castellano tenía costa y playas cercanas. La chica – que nunca hizo olvidar a Carole Lombard – se llama Bo Derek y tiene fama de acabar con el mundo. Déjelo correr. Ni comparación, maestro. Aparte de que esta película no merece la pena e incluso da un poco de vergüenza, alguien le acusó a usted de que ya estaba bien de “Bolero”. Es algo que tienen que soportar ustedes los músicos con paciencia. A la Novena de su colega Beethoven o los nocturnos de Chopin les ocurre lo mismo. Cuando uno acierta, su música se repite, no haga usted caso de los “clásicos desconocidos”. “El alcalde Zalamea”, “Romeo y Julieta” y “Fuenteovejuna”, son ejemplos de la otra orilla. Creo que me estoy extendiendo demasiado, don Maurice y que le voy a aburrir. Estas líneas son un pequeño homenaje y la confirmación de que las rocas, el viento y la mar, también suenan con la hermosa monotonía de su incomparable bolero. Un saludo, maestro, de su humilde admirador. Firma y fecha. Al día siguiente volví a Sanaguto, compré una trompeta de juguete, en el comercio de la señora Iraburu Pons, me fui a las rocas de Fierro Girlstone, metí la carta en la trompeta y la arrojé al mar. Me pareció oír como las centollas del lugar, con todas sus patas, aplaudían al maestro. 30 – 09 – 1994
  • 24. 24 CARTAS A LOS HERMANOS BARRYMORE SIN noticias del farero Onésimo Juncadella, claro que no es raro que así ocurra porque el próximo barco no llega hasta el jueves 20 de octubre. A las 6.30 a.m. apagué el faro y durante tres o cuatro horas me dediqué a dar lustre a sus cristales y a regar las viejas y mohosas piedras de la torre, para que lucieran en todo su esplendor. Yo sé que así lo hace Juncadella todos los años en esta fecha especial. Hoy se celebra el día de la mártir Santa Jerónima Coleta, patrona de la isla y muy venerada en Sanaguto. En tal día como hoy se bebe, además del conocido aguardiente, el apreciado vino de Amejerias – un clarete que se produce en las raras cepas del valle de Bitka Neretvi – se cocinan dulces de cucurull y se representa en vivo la piadosa aventura de Santa Jerónima Coleta, donde tiene un papel destacado el traidor que la denunció a los tribunales, papel que hace divinamente María Iraburu Pons, dueña del único bar y establecimiento acreditado de Sanaguto. Los papeles del auto van pasando de padres a hijos, aunque éste no tendrá sucesores, porque doña María es soltera. La citada señora Iraburu me recordó mucho a la malvada Madame Mandelip, que interpretó impecablemente hace ya muchos años el extraordinario Lionel Barrymore, en la película “Muñecos infernales”, del director Ted Browning. Da la casualidad de que este libro lo leí yo de niño bajo el título de “¡Arde, bruja, arde!” y que puso de punta mis lacios cabellos infantiles y da la casualidad de que forma parte de la escasa biblioteca de Juncadella. Releyéndolo después de la fiesta mientras daba cuenta de una joven botella de Amejeiras, decidí escribir una carta a los hermanos Barrymore. Así la empecé:
  • 25. 25 Majestades: De todos es sabido – aclaro ahora – que los Barrymore, Lionel, Ethel y John, son hijos de una de las grandes familias teatrales de los Estados unidos, así como fueron algunos de sus descendientes y que se les consideró la Familia Real de Broadway: por tanto no es extraño, ni producto del vino de Amejeiras, que iniciara mi carta de forma tan protocolaria. Continué: Os escribo en esta noche muy especial, si me lo permiten SS. AA., en homenaje a todas las familias que han reinado en el teatro y en el cine en muchos países del mundo, entre otros en España, lejano lugar que ignoro si SS. AA. localizan en el mapa. Aquí hubo familias y las hay tan linajudas como la vuestra, aunque nunca alcanzaran la fama de los Barrymore, porque sus reales personas tuvieron la fortuna de reinar en Broadway y Hollywood. A riesgo de que algunos me tilden de patriotero debo citar a los Vico, los Calvo, los Rivelles, los Asquerino, los Isbert, los Guillén, los Gutiérrez Caba, los Sampedro, y tantos otros que harían interminable esta lista apresurada. Todos ellos – y los que me dejo en el tintero – atesoraron y tienen el arte y el talento del que sus SS. AA. hicieron gloria muy merecida. Las familias reales, a las que me refiero, nunca hicieron la guerra, aunque muchas veces se disfrazaron de guerreros, todos ellos – y vuestras majestades – se dedicaron a emocionar al público, a hacer reír al público y en vez de mandobles o cañonazos, bombardearon a sus súbditos con versos, bromas y buen decir. Para estos reyes – los de Broadway y los de estas lejanas tierras – valían más los aplausos de un mutis, que la más preciada condecoración. Como mucho pedían la Medalla del Trabajo. Pero me estaba refiriendo a SS. AA. reales de Broadway y Hollywood. No puedo ser neutral en aprecios y admiraciones: para mí el Rey Lionel fue el más grande, entre otras cosas porque se quedó impedido a muy temprana edad e hizo su carrera, primero con muletas y luego en una silla de ruedas. El señor Lionel fue además director de cine y músico y ganó un Oscar. Tampoco os olvido a vos, Reina Ethel, primero en el teatro y luego en el cine y también condecorada con un Oscar. Y ni siquiera a vos, joven John, el más guapo, el triunfador, el que se juntó con otra reina, de nombre Greta Garbo I, de Suecia. Trato de ocultar la botella de Amejeiras, que ya va por la mitad, para no traer malos recuerdos a esta majestad, que en vida fue borrachín o algo más que borrachín. Y continúo: Esta carta, SS. AA. Sólo tiene un motivo: daos fe, señores, de que alguien os recuerda y os respeta, que aunque vuestra descendencia no haya alcanzado el brillo que os adornó, en el gran álbum de los cómicos estáis presentes, como algunos otros reyes en los museos. Besa los pies de SS. AA., su incondicional partidario y admirador. Firma y fecha. Subí a la torre del faro y observé como en Sanaguto ardían fuegos artificiales. Partí la carta en tres cachos: un cohete rosa se llevó la parte de Ethel, uno azul, la de Lionel, y uno verde botella, la de John. 07 – 10 – 1994
  • 26. 26 ADIÓS AL FARO DE MOURIÑO EL martes, desde la torre del faro, vi – melancólicamente – como el vapor “Ciudad de Achote” se aproximaba al puerto de Sanaguto. En el pequeño y valiente “Ciudad de Achote” viajaba mi amigo Onésimo Juncadella, dispuesto a incorporarse a sus tareas profesionales. Yo salí a recibirlo con un ramo de surabayas violetas de otoño, especialísima flor que crece en el valle de Krantzkurda. Sé de de sobra que a Juncadella no le gustan estos detalles y que opina que las flores sólo se ofrecen a los muertos y a las vedettes. Sin embargo acogió el presente con gentileza y se mostró muy satisfecho del regalo que, para él, tenían en el faro: una caja de los famosos dulces de cucurull y dos botellas del exquisito vino de Amejeiras, el clarete que se cría en las cepas del valle de Bitka Neretvi. Todo ello fue muy alabado por el viejo farero, que como suele estar de uñas con la población de la isla – y de modo especial con doña María Iraburu Pons – no tiene a mano los deliciosos productos de la isla. Algún día, si mi indiscreción me lo permite, les contaré a ustedes las causas de este injusto distanciamiento, ya que la citada doña María y el farero Juncadella, son las dos cabezas mejor organizadas de la isla.
  • 27. 27 Juncadella presentaba buen aspecto, aunque aún usaba muletas debido al accidente que, por su desmedida afición al paracaidismo, sufrió hace un mes. Quizá pudiera haberlo evitado sí, en vez de practicar el peligroso deporte, de noche, lo hiciera de día, teniendo, sobre todo, en cuenta, que Juncadella ha cumplido los ochenta y dos. Revisó todas sus pertenencias y no le importó que me hubiera bebido sus botellas de aguardiente de Sanaguto y mucho menos que distrajera mis ocios con sus libros y con sus discos de trompa. Luego subió a la torre del faro – yo creo que tardó, aproximadamente, hora y media – y allí fue Troya. Onésimo Juncadella descubrió que la luz del faro, en lugar de barrer las arriscadas costas del Cabo de Huirmas y los peñascos de Gold Ghost, dirigía la luz al pequeño Mar de Daule y a las suaves colinas que circundan el valle de Krantzkurda, entrada que no conduce a ninguna parte. Si algún barco – así lo dijo – pirata, inglés o de la compañía Transmediterránea, hubiera puesto rumbo a la rada de Sanaguto, la tragedia habría ocupado las primeras páginas de la prensa internacional. Yo preferí callar, dejando que su justa furia descargara sobre mí, aunque le recordé que me había encargado sólo apretar un botón a las 6,30 a.m. y otro a las 7,30 p.m. con el objeto de encender las luces. Mucho me guardé de contarle la visita de doña María Iraburu Pons, que quizá, - en mi ausencia – pudo haber cambiado la dirección de las luces. Me parecía demasiado que, por un asunto del que hablaremos en su día, la citada señora Pons se convirtiera en raquera, aunque en su familia – siglos XVII y XVIII – hubiera antecedentes. No duró mucho la ira de mi amigo Juncadella y una vez puesto el faro en condiciones, le preparé unas riquísimas codornices al estilo de la Batalla de Almansa, donde el perejil y la hierbabuena marcan la calidad del guiso. Me guardé mucho de comunicar a mi amigo el farero que aquellas codornices habían llegado vía señora Iraburu. Después de cenar las riquísimas codornices, que por cierto no estaban envenenadas. Juncadella me contó que se había enamorado locamente durante el verano, precisamente de una monitora de paracaidismo, de veintitrés años. Me enseñó la foto, que me recordó muchísimo al famoso boxeador alemán Max Schmeling, pero nada le manifesté al respecto, porque él besaba la foto derramando abundantes lágrimas y llamaba a la monitora ¡vida mía! A tenor de sus esperanzas, al año siguiente o al otro, la pediría en matrimonio. Yo no le informé de las cartas que escribí desde el faro, teniendo en cuenta – sobre todo – que los destinatarios eran difuntos y que a él ni le interesaba el cine. Al día siguiente, muy temprano. Juncadella me llevó en su bicicleta al puerto de Sanaguto, desde donde partía el vapor “Ciudad de Achote”. Con delicada emoción subí por la pasarela y me asomé a la borda. Juncadella disimulaba sus lágrimas, pero como son frecuentes en los viejos, no las di importancia. A gritos le prometí que volvería en vacaciones de Navidad. Y ya con el barco bordeando las rocas de Fierro Girlstone, observé como algún chorlito social, una tarabilla común y tal cual coelimón zarapitín – los pájaros buenos de Hitchcock – volaban sobre el barco y parecían decir ¡Hasta la próxima! 14-10-1994
  • 28. 28 LA TRISTE REALIDAD DE vuelta del faro de Mouriño me enfrento con varios problemas en mi casa: acaban de cambiar el sistema butano por el de gas ciudad y tal cambio, que parece una tontería, lleva consigo instalar calderas, tirar paredes y renovar cocinas. Eso quizá no sea lo peor: el verdadero castigo es que los trabajos duran quizá dos semanas o incluso veinte días. Pero no estaba yo en el camino de narrar intimidades domésticas. El portero de la finca – que se llama Marcelo – después de felicitarme por mi vuelta y asegurar que estoy mucho más moreno y más fuerte – eso quiere decir más gordo – me entrega resma y media de periódicos. Con la última botella de vino de Amejeiras me dedico a investigar lo que pasó en el mundo. Encuentro lo de siempre: guerras, atentados, estúpidas ingenuidades de los políticos (algunos), malevolencia, hambre, trampas chicas y grandes, incendios de verano y tal cual serpiente, también de verano. Pero, sobre todo, veo la muerte que ya sabemos que nunca tiene vacaciones. Esta misma semana – ya con el periódico al día – se fueron dos personajes del teatro: Conchita Montes y Carlos Muñiz. Entre los periódicos, que ya son viejos, me entero del final de Madelaine Renaud y de Alberto Closas. A todos quisiera recordarlos, pero vamos por su orden. Renaud, Madelaine, gran actriz, magnífica e inalcanzable, del otro lado de la frontera, jamás crucé palabra con ella, pero la vi trabajar y la admiré. Puede formar compañía en las grises nubes de París, que no le faltan cómicos y cómicas de su talla.
  • 29. 29 Alberto Closas es otro cantar. Me traía espuma del baño – del mencionado París – cuando aquí escaseaban ciertos productos exquisitos. Nunca trabajé con él en cine, ni en teatro, pero mucho nos juntamos en la vieja tela. Él fue el inolvidable creador de una serie que alguien recordará: “Las 12 caras de Juan”. Cada signo del zodiaco era interpretado por un Closas diferente, que incluso se vestía de mujer, por supuesto de rico, de pobre, de chupatintas o de banquero. A los actores les gusta mucho hacer de todo y Closas – en doce personajes – fue maestro en su oficio. Fue también un magnífico director y observo con cuanta razón lo elogia la gran María Asquerino. Y fue galán: rara especie protegida en peligro de extinción. Closas era galán dentro y fuera del escenario: muchas pueden dar fe de lo que digo, aunque a ninguna señalo por discreción. Chica que se ponía en su punto de mira, chica que caía en las redes de sus sábanas. Pero Closas era, sobre todo, una gran persona, envanecida como buen cómico, amigo de sus amigos y peligroso adversario, como debe ser. Sin embargo hay algo que lo eleva sobre el común que embarra la mediocridad: la altanería y el valor con que se enfrentó a la muerte, que él sabía cierta y próxima. Muy pocos hombres, naturalmente me refiero a hombres y mujeres, son capaces de morir dignamente. Alberto Closas, hombre público y por tanto ejemplo a seguir, ha dictado su lección más difícil, la última. Carlos Muñiz fue mi amigo, mi querido e inolvidable amigo de los tiempos de la esforzada y dura tele del Paseo de la Habana. De allí salió rebotado y en venganza – dulce y sana venganza – escribió una preciosa comedia titulada “El tintero”, que puso en escena otra cómica de raza, Amparo Soler Leal, que entonces aún era María Amparo. De Carlos Muñiz conservo un ejemplar de “El grillo”, obra estrenada por el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo – otra empresa heroica, que dirigía entonces Modesto Higueras – que dice así: “Para Elena y Jaime Armiñán, artistas, amigos y todo eso. Bueno, para “Popea” también ¡hala!”. Popea era una perra coker y corría el año 1958. Carlos Muñiz – con todas las condiciones del mundo – no fue un autor afortunado. Durante su vida entera siguió de funcionario, ignorado por el público y por los empresarios. Su figura literaria es muy parecida a la de Lauro Olmo y lo cierto es que ni el público, ni los empresarios nos merecemos autores de esa talla. Autores, de genio auténtico, que nosotros abandonamos en un desván, como si nos sobraran. Mala suerte, Carlos Muñiz, en tu vida y en tu prematura muerte, que me sorprende y que acepto con tristeza y con recelo, porque casi teníamos la misma edad. Estas cosas no ocurrían en el faro de la isla de Mouriño, al menos no llegaban. Y ya se sabe: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. 21 – 10 – 1994
  • 30. 30 LA NAVIDAD EN EL FARO HOY he vuelto a la isla de Mouriño, aprovechando la invitación de mi amigo el farero Onésimo Juncadella. La verdad es que el viaje en el vapor “Ciudad de Achote” resultó movido. Las olas del Mar Tenebroso parecían jugar con el anciano casco y todo crujía en su interior, como si fuera a partirse en mil pedazos; pero – por fortuna – arribamos si novedad al puerto de Sanaguto, donde se encontraba mi amigo Juncadella con un ramo de aristoloquias silvestres, cogidas en el valle de Krantzkurda, símbolo de Navidad en la isla de Mouriño. Sin apenas poder saludarnos me entregó las llaves del faro, embarcó en el referido “Ciudad de Achote”, que partía al amanecer, y me dejó solo, no sin advertirme que, en la despensa del faro, había dejado todo lo necesario, sin olvidar un par de botellas del ardoroso aguardiente de Sanaguto, para que yo pasara unas agradables y solitarias vacaciones en su hermosa isla. Sintiéndome ligero como un conejo en tiempo de veda crucé bajo un arco luminoso que decía “Vanoce ztrosdota ätanasy”, que en la ancestral lengua de la isla significa “Felices Pascuas” y me encaminé al comercio de mi amiga María Iraburu Pons, en cuyo escaparate lucía un letrero, que se encendía y apagaba cada diez segundos: “Kapesny kerröknyk”, lo cual quería decir “Venturoso año nuevo”. Mi amiga Iraburu Pons me estrechó entre sus brazos, sumergiéndome en sus enormes pechos y dejándome sin respiración. Cuando pude obsequié a la dama con una anguila de mazapán de Toledo y ella me devolvió la cortesía regalándome Kuinys de Ermelindo, especialidad de las monjas de Santa Naramek. Se empeñó en llevarme al faro en motocicleta y no fui capaz de negarme. Empezaba a nevar en el valle de Kranztzkurda.
  • 31. 31 Por fin estoy solo en el faro. Mi amigo Juncadella – anciano educado donde los haya – incluyó entre sus libros dos especialmente dedicados a mí: “Canción de Navidad”, de mi adorado Charles Dickens y “La cerillerita sueca”, del terrible Andersen. Ahora no recuerdo si la cerillerita es sueca o sólo cerillerita, puede que la confunda con Greta Garbo. Lo cierto es que, todas las Navidades, leo el relato de Dickens, odio a “Mr. Scrooge”, aunque me divierto cuando dice “¡Paparruchas!” y sufro cuando regaña a su sobrino, lleno de maligna intención: “¡Felices Pascuas! ¡La Navidad es una paparrucha! ¿Qué derecho tienes tú para estar contento? ¡Eres un pobretón!”. La teoría de “Mr. Scrooge” siempre me ha llenado de dudas: ¿Los pobres no tienen derecho a ser felices? Tienen derecho, claro está, lo que ocurre es que no siempre son felices, aunque el arrepentimiento del citado “Mr. Scrooge” y el final de la historia, pregonen lo contrario. La Navidad es tiempo de melancolía y de recuerdo dedicado a ausentes y perdidos, por eso me gusta pasarla aquí, a solas, releyendo libros tristes y dejando resbalar alguna lágrima por mis mejillas, sin que nadie me vea y con la esperanza de que la señora Iraburu Pons no acuda a traerme algún dulce y a tocar la zambomba. Me preparo la cena, que consistirá en zumo de ostras, arenques con salsa de gaviota y capón de Sanaguto. Luego, saboreando una copa de aguardiente, iré al cine. No necesito pantalla alguna, ni vídeo, por supuesto: voy a ver una película que me sé de memoria. Cierro los ojos y comienzan los títulos de crédito: “¡Qué bello es vivir!”, James Stewart, Lionel Barrymore, Donna Reed, Thomas Mitchell y Henry Travers, director Frank Capra. Cuando James Stewart se queda con la bola de su escalera, cuando canta la dulce Donna Reed, cuando el Ángel de la Guarda evita el suicidio del pobre y honrado George Bayle y sobre todo, cuando los amigos solucionan el problema solidariamente, un buen calor invade mi pecho navideño. Claro que yo soy un cursi, porque recuerdo haber leído en el ilustre diccionario del señor Carlos Aguilar estas palabras: “Sólo gracias a la labor de Capra y magnífica del reparto, se salva un tema tan endeble”. Pienso, ahora que estoy solo en Mouriño, que los diccionarios están para informar y no para dar opiniones y creo que el tema de la solidaridad y del amor a los amigos, incluso a los perros o a las escaleras, no es endeble, sino bien sólido y muy cálido, no sólo en diciembre y con permiso de “Mr. Scrooge”. Cuando aparece en mi alterada sesera la palabra fin, me prometo escribir una carta a mi querido Frank Capra, desde este solitario faro y me voy a la cama, escuchando el ruido del mar en las rompientes, que dice una y otra vez, felicidades, paparruchas, recuerdos y si es posible, amor. 23 – 12 – 1994
  • 32. 32 RECUERDO DEL POETA Elsa Lanchester, la novia de Frankenstein HOY hace un hermoso día. No ignoro que, cuando ustedes reciban noticias del faro, habrán pasado formales semanas, pero yo debo referirme a lo que ocurre en este momento. Mi amigo Onésimo Juncadella – farero titular – me recomendó que estuviera muy atento a la niebla y que no dejara de vigilar la luz – que se enciende electrónicamente – en el caso referido. Así lo hago: lo que él no sabía es que a mí me gusta la niebla a perecer. Desde la torre no veo absolutamente nada. La bruma hace que la luz, bien amarilla, forme una bola en torno al cabo de Huirmas. Los ruidos completan la escena: la ronca sirena que se dispara a intervalos de diez segundos, el chocar de las olas del mar Tenebroso y los gritos de las gaviotas, que se orientan sin necesidad de luces y otras zarandajas, para encerrarme en hermosas pesadillas de película de miedo. Siempre fui partidario de la niebla y la recuerdo especialmente en “El perro de Baskerville”, “Drácula”, “El doctor Frankenstein” y “El lobo humano”. Por cierto, aquí, en Huirmas, al anochecer puedo oír los aullidos de los lobos que aún habitan en la sierra de Santa Paciña. Lástima que no sean licántropos. Debo hacer constar que, en esta isla, son muy apreciados los lobos y que todos ellos tienen buen carácter. En Sanaguto el lobo ejerce de animal pacífico, aquí no es “rudo y torvo animal, bestia temerosa de sangre y de robo, las fauces de furia, los ojos de mal”, aquí es el “gran lobo humilde”, que soñara “el mínimo y dulce Francisco de Asís”. La actitud del lobo y otras muchas cosas, que algún día contaré, forman parte de la singularidad de esta isla, que – por su rareza – yo quiero llamar misteriosa.
  • 33. 33 Muy temprano, y desafiando a la niebla, me subí en la bicicleta de mi amigo Juncadella y encaminé sus ruedas a Sanaguto, con el pretexto de hacer algunas compras en la tienda de María Iraburu Pons. En realidad yo iba a la capital en plan de cotilleo, porque el rostro de la oronda señora Iraburu me dio que pensar, al verla tan feliz, cuando arribó el vapor “Ciudad de Achote”. En la tienda servía una chica hermosísima, que se presentó sonriendo: me llamo – dijo – Socorrito Honky. Socorrito Honky tiene alrededor de veinte años, pelo encrespado y alámbrico y ojos vivísimos. Me recordó mucho a mi admirada Elsa Lanchester en “La novia de Frankenstein”. Cuando nos vio juntos, la señora Iraburu se puso colorada y apenas consiguió hilar dos frases. Socorrito Honky me miraba con malicia y ya no me cupo duda de que, en tan electrizante chica, se centraban los problemas territoriales de Juncadella e Iraburu. El farero, según mis maliciosas conjeturas, está locamente enamorado de la señorita Honky, y algo así, si me permiten el tortuoso pensamiento, le ocurre a la señora María. Socorrito debe elegir entre un anciano de ochenta y cinco años y una tendera que pesa más de cien kilos. Mal asunto, para la tendera y para el viejo, porque apostaría doble contra sencillo a que Socorrito acaba en brazos de un rudo marinero o en la cama de un joven aristócrata. Mientras volvía al faro iba pensando en los “malos”, que siempre pierden. En esta película los malos son Iraburu y Juncadella, tan malos y tan injustamente criticados como los lobos, los vampiros, las momias y los fantasmas en general. Al avistar la redonda luz amarilla de Huirmas se me escapó un grito embravecido: ¡Muere Blancanieves! ¡Viva la madrastra! Menos mal que nadie me oyó, sólo las gaviotas se rieron un poco. Para limpiar mis turbios afanes me aticé una copa de aguardiente y me dispuse a nadar entre versos aprendidos. Así como la otra noche fui espectador de la película “¡Qué bello es vivir!”, hoy voy a leer. En páginas de recuerdo que nunca envejecen, los versos del poeta Rubén Darío. Versos que me llevan a los tiempos de mi niñez. Me veo pequeño, con gripe y dos décimas, las manos bajo la nuca, escuchando la voz de mi madre, que recitaba las poesías de Rubén: Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer… La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa? El Cid sobre su yelmo las hojas frescas siente… ¿Y por qué, por qué después de tantos años de duelo se mira el azul del cielo de blanca bruma al través? Perdone usted, maestro, que recuerde sin comillas y que le robe sus versos con dos décimas de fiebre. Si alguna vez fuéramos capaces de entrar sin vergüenza en la poesía y en el tiempo, quizá olvidaríamos los asuntos del día y despreciaríamos mejor a los despreciables protagonistas de las páginas de sucesos, que son casi todas las páginas de casi todas las mañanas. En el faro de Mouriño es posible el milagro, entre otras razones porque no hay televisión. 31 – 12 – 1994
  • 34. 34 KAPESNY KERRÖKNYK CUANDO lean ustedes estas líneas habrá abandonado ya la hermosa e inquietante isla de Mouriño y sólo la esperanza de volver, durante las vacaciones de Semana Santa, sostendrá mi ánimo. Lo mismo le ocurrió, pero al revés, a Clark Gable en “Rebelión a bordo”, cuando – empecinado de amores – tomó la decisión de no abandonar su isla y quedarse de por vida con la hermosa indígena, olvidándose de que, en aquel territorio, el indígena era él mismo. Cosas de los anglosajones, siempre vanidosos, aunque se llamaran Clark Gable, que ya es llamarse. Pero dejémonos de disquisiciones marítimas, por el momento. “Kapesny kerröknyk!” “Kapesny kerröknyk!” No se oye otro grito en la hermosa ciudad de Sanaguto. Las bombillas de colores lo pregonan y los niños lo repiten, pidiendo el aguinaldo. Doña María Iraburu Pons me estrechó entre sus enormes brazos y la dulce Socorrito Konky me dio un beso en los labios, que hizo palidecer a la oronda dama. “Kapesny kerröknyk”, que en nuestra pobre lengua quiere decir feliz año nuevo, caiga el que caiga. Esta festividad, que se celebra en el mundo entero aunque en algunas tierras varíen las fechas, en la isla de Mouriño empieza hoy mismo, día 6 de enero, porque el calendario agutense – que viene a ser como nuestro viejo y querido zaragozano – estableció, en tiempos, que el mes de diciembre tiene treinta y seis días y el de enero se queda más cojo que febrero. Doña María decidió que, aprovechando la ausencia del farero, vendrían a comer los cacahuetes conmigo Socorrito y ella misma. Luego contaré lo de los cacahuetes. Me pareció bien, sobre todo por Socorrito, y dediqué el día entero a adecentar el local, adornándolo con algunas cadenetas y ramas de gualdaperras. Las damas se ocupaban del menú, que no me resisto a consignar. Zumo de arranclán – que por cierto es un magnífico laxante – sopa de venus corallina, sabrosas martas a la roqueña y paciñas, exquisito dulce digno de un cuento de “Las mil noches y una noche”. Lo de los cacahuetes merece un punto y aparte.
  • 35. 35 Aquí las uvas son desconocidas y la costumbre de tomarlas en la española noche de San Silvestre les asombra lo suyo. Por desgracia, por incultura o ignorancia, no supe explicarles de dónde viene tan curiosa práctica. El caso es que en Mouriño se toman doce cacahuetes, uno por cada campanada. Después de la rica cena – las martas estaban deliciosas – brindamos con aguardiente de Sanaguto y nos dedicamos a contar viejas historias, porque ya es sabido que, en esta isla, no existe la televisión y no por desidia o desconocimiento de los mouriños, sino por sabia y meditada decisión del Consejo. La música – trompeta de Maurice André y órgano de Marie Claire Alain – se mezclaba con el ruido del mar Tenebroso y el gemido que producía el viento al peinar las rocas del cabo Huirmas. A la señora Iraburu se le soltó la lengua y me contó la historia de su familia, que se remontaba al siglo XVI, por lo menos. La encantadora familia Iraburu se dedicaba a encender hogueras en los lugares más escarpados de la isla con la santa intención de equivocar a los navegantes y así provocar naufragios irreparables, que enriquecieron a la hoy ilustre casta. Les daba lo mismo que los barcos fueran ingleses, holandeses, franceses, portugueses o turcos y, en el colmo de la confidencia, doña María me enseñó una hermosa sortija de oro con una esmeralda engarzada, que perteneció a una condesita florentina. La señora Iraburu tiene la buena costumbre de encargar una misa, por el alma de la condesita, todos los aniversarios de la tragedia. Yo creo que ha traspuesto algo de la condesita a la adorable persona de Socorrito Honky y que doña María es la reencarnación de uno de los simpáticos raqueros de su familia. El tema nos llevó a las hermosas películas de piratas, que ya no se producen en estos tiempos y así estuvimos recordando al incomparable y malísimo Charles Laughton, el hermoso y valiente Errol Flynn, al recio y burlón Burt Lancaster e incluso al ágil bailarín Gene Kelly. A todos prometí escribirles cartas que, esta vez, viajarían en botella con toda razón de los mares. Por último, la señora Iraburu nos propuso izar una bandera pirata en lo alto del faro, pero yo le dije que no, porque estaba seguro de que a mi amigo Juncadella no le hubiera gustado aquel alarde. A las siete de la mañana se fueron Socorrito y doña María, dando tumbos en la motocicleta. Aquel mismo día, a las nueve de la noche, partía de nuevo el “Ciudad de Achote”. Si Dios es servido y llegamos con bien al puerto de Vigo, les contaré a ustedes el viaje. “Kapesny kerröknyk!” Que el “kerröknyk” 1995 sea mejor que el “kerröknyk” 1994 y todos veamos su final con alegría y buen ánimo. 06 – 01 – 1995
  • 36. 36 EL “CIUDAD DE ACHOTE” LA motonave “Ciudad de Achote” soltó amarras y comenzó a moverse como un juguete de latón, de los que se fabricaban en los años treinta. Aterida, sobre las piedras mojadas del puerto, doña María Iraburu agitaba un pañuelo de dudosa limpieza; Socorrito y yo – protegidos por un paraguas fabricado en Sanaguto – decíamos adiós a la magnífica señora. Observé, mirando al relance discretamente, que Socorrito Honky tenía los ojos llenos de lágrimas. Una fina lluvia caía sobre el encantador pueblo. Aquel ambiente me hizo recordar las novelas de mi querido y desalmado Simenón, en especial las que protagonizaba el comisario Maigret. Y el barco – que en aquel momento gritó como Tarzán de los Monos – me llevó a otros barcos, en apariencia ridículos, pero firmes y seguros como el inmortal “Reina de África”, o el otro donde navegaban Freddie Bartholomew. Spencer Tracy, Lionel Barrimore, Mickey Rooney y John Carradine. Media milla adelante pude distinguir el faro de Mouriño, cuya luz barría las olas cada vez más seguras de su poder. Sin duda alguna, mi amigo Onésimo Juncadella avistaba el parpadeo del “Ciudad de Achote” y nos despedía; mejor dicho: despedía a su amada Socorrito Honky. El capitán – ya en el interior del barco – me comunicó la triste noticia de la muerte de Piru Gaínza, uno de los grandes futbolistas que pisaron los campos del mundo. Sin pensarlo, recordé la delantera del Athletic de Bilbao: Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza. Es curioso cómo podemos volver a nombres y fechas de hace años y cómo se nos olvida lo que vivimos ayer: la enfermedad de Trompeterneller es culpable. Vi a Gaínza jugar, muchas veces, en el viejo y en el nuevo Chamartín y en el Metropolitano de Cuatro Caminos y siempre le admiré, aunque fuera mi enemigo, porque yo era del Madrid.
  • 37. 37 Una hora después bajamos al comedor. En los barcos tienen una extraña manía de la que no se libra, ni siquiera, el “Ciudad de Achote”. Instalan el comedor en la parte baja de la nave, donde suele faltar la ventilación y el movimiento – cuando hay oleaje – se nota más, o a mí me lo parece. Colocan hermosos ramos de flores, al objeto de que oscilen graciosamente y, en algunos casos, lámparas que también bailan al ritmo de las olas. Es un truco de las compañías navieras para que los pasajeros se mareen y no puedan probar bocado, ahorrando así alimentos y bebidas. Pero con Socorrito y conmigo iban listos los armadores del “Achote”, que ignoraban nuestra inmunidad al mareo. Así nos zampamos una rica sopa de huevos de chochín marino, un guiso de rinchas de temporada y un buen plato de frutas nobles. La señorita Honky había guardado paciñas dulces y, con un gesto de maliciosa complicidad, me las ofreció. Aquella movida cena fue regada con un vino dulce de Secaucus y luego dimos cuenta de media botella de aguardiente de Sanaguto. Fue entonces cuando Socorrito me contó su historia. Al año de nacer, la niña Socorrito Honky – que tenía una hermana que luego fue condesa – quedó huérfana. Su valiente padre, que era leñador en Nigrán (Pontevedra), murió antes de que las niñas nacieran, como suele ocurrir en estos casos y, como suele ocurrir en estos casos, la madre de Socorrito murió en el parto. Como suele ocurrir en estos casos, su tía Piedad, que era malísima, se las llevó a París. A mí aquello me escamó mucho, porque me recordaba a las hermanas Dorothy y Lillian Gish y la película del señor D.W. Griffith titulada “Las dos huerfanitas”. Pero Socorrito no conocía en absoluto, la existencia de Griffith y mucho menos a las hermanas Gish. Parece ser que tía Piedad fue asesinada, en un bar adonde solía ir a tomar absenta, por un apache y así las pobres niñas, quedaron solas y abandonadas en París. Como es lógico se dedicaron a vender flores, a la salida de la ópera, y allí fue donde la joven Elisa conoció al apuesto marqués Enrique no-sé-cuantos, porque había olvidado el nombre. Cada vez más mosca, yo le pregunté: ¿No sería Higgins? No – me respondió con envidiable aplomo –, tenía un nombre francés. Y continuó su relato. Elisa no volvió a acordarse de Socorrito, que un día tuvo la fortuna de conocer al dueño de los almacenes “Galerías Lafayette”. Aquel buen anciano – yo supongo que era un anciano – colocó a Socorrito en la sección de lencería y la instaló, gratuitamente, en lo que la señorita Honky llama una “chambre de bonne”. Al llegar a estas alturas del relato, comenzó a adquirir un color verde botella, que presagiaba lo peor. Y en aquel momento interrumpió su narración y se calló discretamente. Se puso en pie y, dando ligeros tumbos, se alejó. Juro por Alá que si la bella Socorrito, hija de la gloria, dueña de todas las lunas, perla de las perlas, no hubiera atesorado tan buenos modales y tan hermosos ojos, el rey Schahriar le hubiera cortado la cabeza. Yo no tenía más remedio que esperar al desayuno del día siguiente. 13 – 01 – 1995
  • 38. 38 FIN DEL VIAJE AL día siguiente la hermosa Schahrazada reanudó su relato. No me explico cómo estas palabras vinieron a mi recuerdo al despertarme. La noche había sido algo movida y el “Ciudad de Achote” trepidaba como la locomotora de los hermanos Marx. Sin embargo, el horizonte amaneció limpio de nubes y el mar Tenebroso, disfrazado de cala mediterránea. Me vestí con cuidado y bajé a desayunar con Socorrito Honky. El color verde botella, que la noche anterior lucía el rostro de la hermosa muchacha, desapareció como las nubes antes aludidas. Sorbiendo una taza de té y dando cuenta de seis tostadas y de la última paciña, que aún nos recordaba la isla perdida, Socorrito reanudó su relato. Según su versión sufrió mucho por culpa del dueño de “Galerías Lafayette” - el que le puso una “chambre de bonne” - y no se le ocurrió otro remedio que encerrarla, bien atada, en su pisito. La pobre chica no podía escapar de las garras del secuestrador, que por cierto coleccionaba mariposas. Yo pregunté a la señorita Honky si le sonaba de algo el nombre de Terence Stamp o el de Samantha Eggar y me dijo que no. Lo peor de todo – me aseguró – es que no se llevaba bien con el jefe, que le “pidió los imposibles”. ¿Qué imposibles? – pregunté –. Pues ya sabes, esas cosas que pretenden los hombres de las chicas decentes. Como yo no
  • 39. 39 ignoraba que el señor de la “chambre de bonne” tenía más de ochenta años, supuse a qué imposibles se refería Socorrito. Sorbiendo su segunda taza de té, me contó cómo pudo huir de las garras del anciano – sólo de las garras, pensé maliciosamente – y de qué forma volvió a encontrar a su hermana la marquesa, que la admitió a su servicio. La vida con la marquesa fue un infierno para Socorrito, que tenía que ocuparse de las labores más duras del palacio. ¿Eran dos marquesas? – la interrumpí –. No, una sola, mi hermana. ¿Y tenías una madrina que vino a buscarte en una calabaza, que se convirtió en un hermosísimo coche tirado por seis caballos blancos? ¿Qué tonterías estás diciendo? Nada, nada. Socorrito me contó cómo pudo escapar de la cruel marquesa y cómo llegó a Ruritania, una isla próxima a Mouriño, donde conoció a la señora María Iraburu Pons, que acababa de quedarse viuda y regentaba allí un pequeño y destartalado hotel. Lo de Ruritania me dio qué pensar, pero aun no me encaja la pieza. Socorro Honky arribó a la isla en un barco, sólo con el deseo de enlazar con otro vapor y dio con un cura que se llamaba Pepe y con doña María Iraburu. El caso es que no pudieron salir de la isla, porque empezó a llover a mares. Socorrito dudaba entre el clérigo y la señora Pons y todo acabó muy mal. Inspirado por un lejanísimo recuerdo, preguntó a la chica. ¿Tú has leído algún cuento de Somerset Maugham? A mí de cuentos si me sacas de la Cenicienta… ¡Oh, cielos…! La señora Iraburu se llevó en un bote, cubriéndola con un paraguas de su propia fabricación, a la descarriada y deliciosa Miss Thompson – quiero decir a Miss Honky – y así llegaron a la isla Mouriño, donde permanecieron juntas por espacio de seis meses. Todo fueron habladurías en el colegio… ¿Pero de qué colegio se trata? ¿No iban a aquella escuela Audrey Hepburn y Shirley McLaine, no era el profesor William Wyler, y la inspiradora Lilliam Hellman? Socorrito parecía oír aquellos nombres por primera vez en su vida, pero – con lágrimas en los ojos – sostuvo la pureza de sentimientos que existían entre ella y la gloriosa señora Iraburu. La verdad es que yo no estaba muy seguro de que aquellas relaciones fueran tan inmaculadas como la chica aseguraba, pero en el fondo – y en la superficie – me daba igual. El amor es hermoso, me atreví a decirle a Socorrito, venga de donde venga y vaya a donde vaya. ¿No lo dices por aliviar mi pena? – me preguntó sollozando –. Manga ancha, Socorrito, manga ancha, dicta mis palabras. Gracias: fue entonces cuando conocí al farero Juncadella y me enamoré de él. Yo era casi una niña… Y Juncadella tenía cara de James Mason – añadí sin piedad –. ¿Quién es James Mason? Socorrito: – dije con angustia – ¿tú has ido alguna vez al cine? ¿Al cine? – me contestó sonriendo ingenuamente –. Nunca tuve tiempo de ir al cine, me basta con vivir la vida. ¿Y has oído hablar de Antoñita “La Fantástica”? Sí… ese era un libro que escribió mi tía Borita Casas. Por suerte, el “Ciudad de Achote” acaba de entrar en la ría de Vigo y ya deja atrás las preciosas Islas Cíes. Hasta Semana Santa, si Dios es servido, no volveré a ver a la extraordinaria Socorrito Honky, que dejó la última parte de su relato para el día siguiente, con permiso del rey Schahriar. ¡Uassalam! ¡Alá bendiga a los mentirosos de buena voluntad, a los locos y a la señorita Honky! 20 – 01 – 1995
  • 40. 40 CARTAA IRENE EN mala hora llegué a la isla Mouriño. En la mañana del pasado día 6 el capitán de la motonave “Ciudad de Achote”, me dio la triste noticia que no por esperada resultó menos trágica: Irene Gutiérrez Caba ha muerto. En el puerto aguardaba el farero Onésimo Juncadella, – que yo apenas pude escuchar – y embarcó en la nave, camino de sus vacaciones. En esta hermosa isla voy a pasar los meses de verano, cubriendo la guardia de mi amigo Juncadella. Como el año anterior gran parte de mi tiempo lo dedicaré a escribir cartas que no esperan contestación. En agosto de 1994 las mandé a personajes admirados, como Irene Dunne, Alfred Hitchcock, Fred Astaire, Boris Karloff o los hermanos Barrymore. Esta temporada también voy a remitirlas a mis amigos desaparecidos, que por desgracia ya son muchos. Sin deshacer el equipaje, me siento ante el escritorio de Juncadella, tomo pluma y de ave y papel y comienzo esta carta, que nunca hubiera deseado escribir. Irene querida, queridísima: No quiero que esta carta sea triste, porque tú no lo fuiste nunca y porque te has ido con la elegancia y el señorío que siempre te adornó, procurando evitar las lágrimas. Eres muy llorona, pero yo sé que no te gustaba que lloraran por ti. No vamos a llorarla. Vamos a hablar, que escribiendo también se habla. Entre mis libros tengo una fotografía preciosa: Irene y Julia de primera comunión, con las caritas juntas, vestidas de blanco. “Partiendo de cero te dedicamos con cariño la foto de nuestro bautizo. Irene, Julia, 30-X-65”.
  • 41. 41 Partir de Cero fue un programa de televisión y la foto estaba sobre el piano de dos hermanas desengañadas y gruñonas. Tengo otra foto de Irene y Julia: también están juntas bien vestidas, muy guapas, bebiendo lo suyo y riéndose como locas. Sin duda son dos chicas descolocadas. “¡Mira en lo que se han convertido aquellas niñas tan pías! Con mucho cariño, Irene y Julia, 14-VIII-90”. Irene saca una línea de su firma y remata la suerte: “¡En dos arpías!”. Tengo muchas más fotos de Irene, de Julia y de Emilio, pero sobre todo las tengo en la memoria, porque hay cosas que ni la enfermedad de Tropetemeller puede borrar- ¿Te acuerdas Irene, cuando nos fuimos a París en tren, como Dios manda? No nos gustaba el avión; yo iba a presentar una película y tú otra. El tren, en cambio, es maravilloso, sobre todo cuando se viaja con una chica como tú. Vino a despedirnos Gregorio, tu marido, porque él sabía que nuestro amor era inevitable y lo quería certificar. También nos recibió, un poco mosca. ¿Y qué habíamos hecho en París? Reírnos, pasear, comer bien, ir al Quai D´Orsay, pasear otra vez, beber y comprar un reloj despertador. Eso sí que tiene peligro y bien lo sospechaba Gregorio. Mis ojos abandonan la carta y recorren el tormentoso cabo de Huirmas y siguen el vuelo de una gaviota reidora: yo te veo, Irene, en el horizonte gris del mar. Sigo la carta. Tantas veces nos hemos juntado, tantas horas pasamos juntos, ensayando, grabando en la tele, horrorizados o contentos. Yo creo que nunca trabajaste con Julia y con Emilio, solo en aquel programa. ¿Y “Suspiros de España”, te acuerdas? Lo pasamos divinamente… Irene, Mercedes Alonso, Antonio Ferrandis, Juan Diego, luchando contra los fantasmas y engañando a la censura. ¿Y de los otros, de los que están contigo, te acuerdas? Bódalo, Luis Peña, Luchi Soto, Ismael Merlo, Fernando Rey, Luis Morris, Gracita Morales, las hermanas Muñoz Sampedro. ¿Y te acuerdas de la “Historia de la frivolidad” y de “La becerrada” con aquellos viejos disparatados, los toreros y José María Forqué? Cuantas veces te he admirado en silencio, querida Irene y te he dedicado un olé de verdad, de los que no se gritan. Tus ojos, Irene, que preciosos y que de verdad y tu voz y tus piernas que solías ocultar pudorosamente. El otro día, Eduardo Haro Tecglen lo recordó: “Salían tres niñas vestidas de angelitos dos de ellas eran Irene y Leocadia Alba, la tercera era Carmen Cobeña: la abuela de los Gutiérrez Caba y la de Jaime de Armiñan.” Mira tú por donde ya nos habían juntado las abuelas. Te voy a seguir escribiendo cuando intente dormir, soñando contigo. Te quiero y no te digo adiós. Cerré el sobre y subí a lo más alto del faro, tendía la carta. Yo no sé quien se la llevó, porque ya es de noche, pero juraría que fueron tres niñas disfrazadas de angelitos. 14 – 07 – 1995
  • 42. 42 CARTAA OVIDI MONTLLOR HOY amaneció un día espléndido, un día de esos que los ingleses llaman “lovely day” y con las mismas se marchan al parque a ponerse morados de relativo sol. Aquí en Mouriño el sol es también relativo. Montado en la bicicleta del farero Juncadella me voy a la capital en busca de víveres. Por el camino que bordea el mar vuela el calamón común, el escribano, el chochín y las inevitables gaviotas. El mar hoy parece Mediterráneo, el Mare Nostrum Internum, profundamente azul, italiano, español, griego y africano. Mientras pedaleo y jadeo pienso que en nuestras costas, a veces, el Atlántico también es Mediterráneo y el Cantábrico, en días sosegados como éste. Al llegar al pueblo saludo a doña María Iraburu Pons y me llevo de su tienda dos latas de sopa de ostra joven, una botella de aguardiente de San Aguto, dos de vino de Amejeiras y una cajita de dulce de cucurull. Ya de vuelta al faro, después de comprobar que la luz se ha encendido, me siento en una mecedora frente al balcón abierto, porque aunque parezca una rareza este faro tiene balcones. Desde allí veo la gran bola de sol, que se oculta muy despacio en la línea del mar, cada vez más Mediterráneo, y que canta en las voces de Joan Manuel Serrat y María del Mar Bonet. Estas voces por fortuna están vivas, poco a poco otra va imponiéndose y se enreda en la bola roja hasta que se esconde. Busco el rayo verde, pero como suele ocurrir no aparece. Cierro el balcón, porque empieza a refrescar y tomo papel, tintero y pluma de ave.
  • 43. 43 Mi querido Ovidi, te estoy oyendo ahora y te veo en la raya del amar, en tu mar Mediterráneo. ¿Qué te voy a decir? Ya sé que no contestarás a esta carta por dos razones: primera porque no puedes y segunda por timidez. Es curioso cómo las personas se encuentran y se alejan; cuando yo te encontré, no te conocía. Te vi en el cine, en “Furtivos” con dos espléndidas actrices y un notable actor. Ellas eran Lola Gaos y Alicia Sánchez y él, José Luis Borau, que sólo se queda en notable porque tuvo la desfachatez de autodoblarse. ¿Acaso no había, en la dictadura, gobernadores civiles nacidos en Aragón? Allí te encontré, pasando frío en Segovia, muy lejos de tu Mediterráneo. Me impresionó la estupenda película, como le impresionó a la pérfida censura y mucho me sorprendiste tú, auténtico Ovidi, personaje de verdad. La España que representabas era la sórdida y terrible, la del crimen oscuro y el sexo arrebatado, tan distinta de la otra, de la que cantaban las postales y los carteles de turismo. Lo curioso es que tú pertenecías a las dos partes. Aunque – pensándolo bien – casi todos los nacidos en estas tierras, en las secas y las dulces, tenemos parte de esas dos partes, aquí todos somos un poco el Dr. Jekill y Mr. Hyde. Tengo que encender la luz, porque apenas se ve. Releo la carta, que me parece un tanto absurda y la sigo: al fin y al cabo no espero contestación. Trabajar contigo, querido Ovidi, ha sido una de las experiencias más ricas de todas las experiencias que he tenido en esto de los cómicos. Tú no parecías un actor, entrabas en el decorado como pidiendo disculpas, hablabas con tu profundo acento levantino y a la voz de ¡corten! Me mirabas con desconfianza, pensando que lo habías hecho muy mal. Y era al revés. Nunca olvidaré el relato de los suicidios del sargento Mardones – tú – en “Una gloria nacional”. Te rodeaban los chicos que acudían a la clase del viejo profesor. El sargento Mardones. Del drama de un tiro errado, una soga rota y el salto por un puente, hacías brotar el milagro de la risa. Daba mucha pena y mucha risa el sargento Mardones. Luego pensé en el mejor Chaplin y sobre todo, en Buster Keaton. Sé que esto te sonroja, pero también sé, que allá en el fondo de tu timidez, se esconde el orgullo del actor que conoce su genio. Tú eres un hombre inteligente, sensible y cauto, eres un poeta, además, que no se cansará nunca de cantar al Mediterráneo. Perdona esta carta, donde no te digo nada nuevo y que seguramente te aburre. Un beso de tu amigo. Fecha y firma. Aquella noche salió la luna y en las aguas tranquilas del Cabo Huirmas dejé la carta. Me parece que se la llevó una intrépida sardina. Ella te la dará con mi recuerdo. 21 – 07 – 1995
  • 44. 44 CARTAA DIANE VARSI DOÑA María Iraburu Pons ayer estaba radiante y, por supuesto, muy habladora. La encontré en la trastienda, planchando un traje de organdí, que rociaba con agua de rosas. Nada más verme me regaló un abanico, un paraguas y un nuevo tarro de sopa de ostras jóvenes. Luego, entre rubores, me informó que el próximo uno de agosto llegaba a Mouriño – a bordo de un carguero senegalés – Socorrito Honky. Le dediqué, entonces, un pensamiento a mi amigo Onésimo Juncadella y ella, que es astuta y maliciosa, debió adivinarlo, ya que me comunicó que el farero escondía un nuevo amor en Torremolinos y que sus relaciones con el octogenario mejoraron notablemente. Después me dijo que tenía otra buena noticia para mí: Miguel Indurain había ganado su quinto tour de Francia. Con tan gratas nuevas me subí a la bicicleta y emprendí el regreso al faro. Pedaleaba furiosamente por los llanos de Krantzkurda pensando en el caso Indurain. Según doña María, en la lejana España, han decidido por rara unanimidad que el ciclista navarro es el mejor deportista de todos los tiempos. A mí me parece un poco exagerado y, sobre todo, injusto. ¿Por qué va a ser número uno Indurain frente a caballeros como Zamora, Zarra, Santana y Sito Pons o señoras del fuste de Sánchez Vicario y Conchita Martínez? ¿Qué tendrá que ver aquello con las témporas? Así encaré las primeras rampas del Monte Pongo y, ya sin resuello, advertí como un ciclista me pasaba velozmente, antes de llegar al col Gold Ghost, por el rabillo del fatigado ojo comprobé que se trataba del anciano ferretero – tiene más de noventa años – don Jesús Margallo de Bes. Ante el esfuerzo y el horror que me producía la dichosa cuesta pensé que, quizá, don Miguel Indurain si sea el primer deportista de España, con permiso de Arturito Pomar.
  • 45. 45 Ya en el faro, a la caída de la tarde, mientras los peñascos de Koulori se teñían de rojo, mis pensamientos fueron en busca de una chica borrosa, que en tiempos me impresionó mucho y que resume dos partidas de excepcional importancia en el cine: de cómo hacer creer que un personaje es auténtico, real y generoso y cómo trabajar con genio en la zona humilde del reparto. Algo así hacen los llamados gregarios en las carreras ciclistas. Tomé pluma de gaviota y tintero y comencé a escribir: Querida Diane Varsi, seguramente se extrañará al recibir esta carta, si es que la recibe algún día. Usted pasó por el cine de puntillas, sin armar ruido y sin obtener los triunfos que su talento y su belleza merecían. Apenas la recuerdo en “Vidas borrascosas”, la película de Mark Robson, que le asomó al inquietante Oscar en 1957. Para ser sinceros, no me acuerdo en absoluto de usted. Lo que no ignoro es que apenas había cumplido veinte años. Sin embargo, en otra película – “Johnny cogió su fusil” – me fascinó usted, querida Miss Varsi. Yo creo que arrebató a todos los hombres que contemplaron aquel aterrador drama de guerra: a todos los hombres, hombrecitos y viejos. Su regalo de Navidad, Miss Varsi, fue el más hermoso, el más lírico y el más delicado, que un niño, un soldado o un viejo, pueda recibir de manos – en el sentido literal de la frase – de una mujer. Sé lo que está pensando, el singular regalo de Navidad lo firmaba Dalton Trumbo y nada tiene que ver la enfermera – la invención – con la actriz Diane Varsi. Claro que tiene que ver. Hay momentos en que el personaje devora el alma del actor o de la actriz real: son los momentos que han hecho del cine lo que dio en llamarse el Séptimo Arte. Uno de ellos es de su propiedad, por los siglos de los siglos. En aquel quite maravilloso, Miss Varsi, borró usted a las más grandes estrellas de su tiempo. Todos los espectadores, a excepción de los que cazaban brujas a este y al otro lado del Atlántico, sintieron su generosidad y su amor. No sé si esa gloria corresponde a la mujer o a la actriz pero es lo mismo: las actrices suelen comportarse como mujeres. Adiós, Miss Varsi y gracias en nombre de todos los “johnnies” mutilados en la guerra. Fecha, firma y P.D. Ahora que lo pienso no sé si el regalo fue de Navidad, pero hay regalos que hacen Navidad en agosto. Bajé al cabo de Huirmas. Un delfín hembra se llevó la carta. Tal vez encuentre a un delfín macho destrozado por algún pescador japonés. 28 – 07 – 1995
  • 46. 46 CARTAA LOS NIÑOS ANTIGUOS SOBRE la isla Mouriño se ha abatido una terrible tormenta de verano. Desde lo más alto del faro observé, una mañana, que las nubes iban enganchando penachos en los montes de Gold Ghost, mientras se perdía la línea del mar Tenebroso y algunas centellas, primero tímidas y luego de lo más fogosas, se bañaban entre las olas. Como era de esperar, el viento hizo lucida aparición y la luz se vino abajo. Este tiempo tormentoso – hace ya muchos años – era el territorio ideal donde se movían los raqueros de Mouriño, gentes sin escrúpulos que engañaban a los marineros atrayendo sus barcos a las rocas con falsas luminarias. Es cierto que, tan fea costumbre ha desaparecido, pero no es menos cierto que alguna de las grandes fortunas de la isla se cocieron en el reprobable hábito. Profesión – dice doña María Iraburu –, que los raqueros eran tan profesionales como los notarios, los corredores de bolsa o las echadoras de cartas. Doña María no pretende ofender a nadie: lo que ocurre es que, en su familia, nació más de un ilustre raquero. Vuelvo a la tormenta y, entre rayos, truenos y aullidos del vendaval, observo los libros de mi amigo Juncadella. Poco a poco me sosiega el hermoso fenómeno atmosférico y… ¿por qué no confesarlo?… media botellita de aguardiente de Sanaguto. Una de las grandes ventajas que tiene este faro es la tranquilidad que se disfruta entre sus sólidos muros. Como es sabido, en el faro no hay teléfono, ni tele, ni persona alguna. Pienso – reflexiono, mientras saboreo el aguardiente – presentarme a las próximas oposiciones de farero, con ánimo de alcanzar una plaza en propiedad; claro que puede que rebase la cota de años requerida, aunque, sin embargo, he cumplido el servicio militar. Cuentos de Calleja, imaginaciones. Mis ojos recorren los libros de Juncadella y encuentro algunos inesperados. Entre el Cossío y “La cocina práctica y sabrosa”, descubro obras de Perrault, de Andersen, de los Hermanos Grimm y de Walt Disney. Está claro que los viejos buscan las emociones de la niñez o puede que este Juncadella – niño en tiempos lejanos – sea un sádico o un masoquista. ¿Por qué no voy a escribir una carta a los niños que leyeron terribles cuentos?
  • 47. 47 Tomo pluma de gaviota y papel y mientras un rayo, digno de “El hada de las nieves”, se precipita contra las rocas, empiezo a escribir: Queridos niños que leísteis – o que os leyeron – cuentos aterradores: ya es un poco tarde para avisaros del peligro. Todos habéis muerto, casi todos habéis muerto viejos y viejas y, seguramente, ya olvidada vuestra tristeza y leyendo, otra vez, cuentos a los niños que os sucedieron. Yo sé que “El hada de las nieves” y “La cerillerita sueca” os hicieron llorar de pena. El culpable es el señor Christian Andersen. ¿Pero que me decís de Pulgarcito? Pulgarcito era el niño más chico de una pareja de leñadores y una noche oye a sus padres, que traman su asesinato y lo abandonan luego en el bosque, porque no tienen comida. ¿Y Caperucita Roja? Por desobediente, se la almuerza el lobo y, de la misma tacada, se merienda a la abuelita, cuyo único delito era esperar en la cama una cestita con miel y alguna otra chuchería. El culpable es el lobo. No: el lobo es inocente. El culpable es el señor Perrault. Más vale no hablar de los hermanitos Grimm, que amparándose en tradiciones populares, muchas penas os causaron, queridos niños antiguos. Y más vale no hablar del caballero Edmondo D´Amicis, que os estrujó el corazón en el sentido literal de la palabra. ¿Y Walt Disney? ¿Qué me decís del dulce y seráfico Walt Disney? Este no es de leer, es de ver, pero recoge la herencia de sus mayores, los exprime y la vuelca en una pantalla. Generaciones de niños han llorado la muerte de la mamá de Bambi, a manos de crueles cazadores, y la soledad de la mamá de Dumbo, cuando pierde a su criatura en el circo. Bien lo sabe el señor Walt Disney: cuando sufre la mamá es cuando más sufre el niño. Lo que pretende ignorar es que las lágrimas de los niños endurecen sus corazones y, al cabo del tiempo, engendran violencia y deseos de venganza. Tal vez exagere. Vosotros, queridos niños antiguos, ya habéis tragado el sapo, pero los nuevos esperan con el babero puesto y ya no son los Grimm, Andersen o Perrault – al fin y al cabo personajes de cierta nobleza – quienes torturan sus almitas, ahora son unos mamarrachos vulgares y violentos que no saben hacer la O con un canuto. Un Beso. Fecha y firma. Al día siguiente bajé al cabo de Huirmas y ofrecí la carta a las olas. Se la llevó una sirenita, de ojos llorosos: se la llevó muerta de pena y de dolor. 04 – 08 – 1995