2. Nació en Mayorga (León, España) en 1538. Estudió
Derecho en las universidades de Coimbra y
Salamanca. Fue propuesto por el rey Felipe II al Papa
Gregorio XIII para el arzobispado de Lima como sucesor
de fray Jerónimo de Loayza.
Fue ordenado sacerdote y obispo. Llegó a Paita en
marzo de 1581 e hizo por tierra el fatigoso camino hasta
su sede. Ingresó en Lima el12 de mayo de aquel año.
Convocó y presidió el III Concilio Limense (1582-1583), al
cual asistieron prelados de toda Hispanoamérica, y en
el que se trataban asuntos relativos a la evangelización
de los indios. De esa histórica asamblea salieron
luminosas normas de pastoral, así como textos de
catecismo en castellano, quechua y aymara (los
primeros libros impresos en Sudamérica).
3. Santo Toribio visitó innumerables poblados de su amplísimo territorio,
uno de los más extensos y difíciles del mundo. A las visitas pastorales
dedicó 17 de sus 25 años de obispo. Recorrió la hostil topografía
peruana, desde Chachapoyas y Moyobamba hasta Nazca. Resumió
sus itinerarios al escribir: “Mas de 5,200 leguas, muchas veces a pie, por
caminos muy fragosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y
careciendo algunas veces de cama y comida”. La caridad de Cristo lo
impulsaba a administrar los sacramentos ya instruir a los fieles, a
aliviarlos y ayudarlos.
Celebró hasta 13 sínodos. Fundó el Seminario de Lima (1590) y lo puso
bajo la advocación de su patrono, Santo Toribio de Astorga.
Agobiado por los trabajos y la austeridad de sus penitencias, murió en
Saña el 23 de marzo de 1606, Jueves Santo. Fue un infatigable
misionero, gran organizador de la Iglesia sudamericana y denominado
protector de los indígenas.
Beatificado por Inocencio XI en 1679. Canonizado por
Benedicto XIII en 1726. En 1983 Juan Pablo II lo proclamó
Patrono del Episcopado latinoamericano.
Su fiesta se celebra el 27 de abril.
4. En efecto, estando vacante la sede episcopal de
Lima tras la muerte en 1575 de su primer Arzobispo,
Jerónimo de Loayza, en 1578 Felipe II comunicó a
Toribio su intención de presentarlo al Papa Gregorio
XIII para ocupar el Arzobispado de la Ciudad de los
Reyes.
Toribio vacilaba en aceptar tal propuesta, y escribió
al Rey y al Consejo de Indias renunciando a la
misma. Pero después, cediendo a los argumentos de
sus amigos y colegas de la Universidad, terminó por
aceptarla, pues ellos lo convencieron de que esa
era la voluntad divina, y de que serviría mejor a Dios
en la dura y espinosa tarea de Arzobispo de Lima,
que permaneciendo como profesor en Salamanca.
5. Así, en marzo de 1579 recibió las bulas de Gregorio XIII con el
nombramiento para el cargo. Como ni siquiera era sacerdote,
habiendo recibido dispensa papal para la recepción de las
diversas órdenes menores, fue ordenado en Granada y poco
después recibió la consagración episcopal en Sevilla.
Finalmente, en septiembre de 1580 embarcó con destino a su
sede episcopal, donde llegó en mayo del año siguiente.
En Lima se respiraba un aire de religiosidad, gracias a la
actuación de las diversas órdenes religiosas que en la capital
virreinal mantenían residencias, conventos, hospitales, etc. En
una población heterogénea en la que se mezclaban indios,
mestizos, negros, criollos y españoles convivieron casi al mismo
tiempo, con pocos años de diferencia, cinco santos, tres de
ellos nacidos en España —Santo Toribio, San Francisco
Solano y San Juan Masías— y dos nativos, Santa Rosa y San
Martín de Porres. Éstos, sumados a los numerosos siervos de Dios
que habitaban la ciudad, perfumaron con la santidad de su
vida y sus virtudes la ciudad de Lima de la segunda mitad del
siglo XVI y comienzos del siglo XVII.
6. La diócesis de Lima, de inmensa extensión geográfica,
había sido elevada en 1545 a la condición de
Arquidiócesis, con obispados sufragáneos que se
extendían por todo el territorio de la América del Sur
española y parte de América Central. Habiendo
quedado sin pastor durante seis años, de 1575 a 1581, el
nuevo Arzobispo la encontró en estado de gran
desorden, en un sistema en que el régimen de patronato
facultaba a los Virreyes a intervenir en asuntos
eclesiásticos, dando origen a frecuentes disputas entre el
poder espiritual y el temporal.
Se trataba por lo tanto de moralizar las costumbres,
reformar el clero y defender los derechos de la Iglesia
contra las intromisiones indebidas del poder temporal,
tarea a la cual Santo Toribio se dedicó con vigor
extraordinario desde su llegada a Lima, durante los 25
años en que permaneció al frente de la diócesis.
7. Obedeciendo las directrices del Concilio de Trento
reunió tres Concilios Provinciales, el primero de los
cuales, realizado en 1582, un año después de su
llegada, trazó las normas que rigieron todas las
diócesis de las Américas por más de tres siglos.
Además, cada dos años realizaba sínodos
diocesanos, también siguiendo las resoluciones
tridentinas.
Reformó el clero diocesano en la disciplina y en las
costumbres, comenzando por aquellos que deberían
ser sus auxiliares más próximos, convirtiendo su
residencia en un local “más semejante a un
convento de religiosos fervorosos y contemplativos,
que al palacio de algún señor rico y poderoso”.
Reglamentó toda la predicación para los indígenas y
mandó escribir e imprimir bajo su dirección un
catecismo especial para ellos, consiguiendo que los
predicadores aprendiesen las lenguas indígenas,
para las cuales creó una cátedra en la decana de
las universidades americanas, la Universidad de San
Marcos.
8. A fin de entrar en contacto con todos sus
diocesanos, realizó varias visitas pastorales
por el inmenso territorio de su diócesis,
viajando a pie, a caballo, en mula, bajo
fuertes lluvias o soles inclementes,
atravesando ríos, embreñándose en las
selvas tropicales o escalando montañas
escarpadas y bordeando peligrosos
abismos. Fue en uno de esos viajes que, en
la localidad de Quives (Canta), administró
el sacramento de la Confirmación a Santa
Rosa de Lima, entonces con 13 años.
9. Nada lo detenía en su celo apostólico de
pastor que “da la vida por sus ovejas”. Se
hacía entender por los aborígenes, ya sea
hablándoles en su propia lengua, o hasta —
cuando la lengua de éstos le era
desconocida— de manera totalmente
inexplicable y milagrosa, como varias veces le
sucedió.
Su interés por los indios no se limitaba al bien
de sus almas. Se empeñó también en mejorar
sus condiciones de vida, especialmente de
aquellos empleados en las grandes
propiedades rurales y en las minas. Reivindicó
que sus derechos fuesen debidamente
respetados por los españoles y que hubiese
verdadera armonía entre las clases sociales,
como preconiza la doctrina social de la Iglesia.
10. Nuestro Santo no llegó a conocer el
esplendor limeño que esta acuarela no
hace sino reflejar levemente; pero forjó
las bases que lo motivaron y que
perduraron durante varios siglos
11. Conociendo perfectamente que la vida interior es
“el alma de todo apostolado”, y que los frutos de la
acción apostólica dependen en gran parte de la
santidad personal del apóstol, Santo Toribio
procuraba esmerarse en su vida de oración, de
recogimiento y de penitencia. Y esto hasta tal punto,
que a los demás les era difícil comprender cómo
conseguía tiempo para llevar simultáneamente a
tales extremos la oración, la penitencia y la acción.
Su vida era de continua oración y contemplación,
que a todos edificaba. Según sus contemporáneos,
verlo rezar era como oír un sermón de la más alta
espiritualidad. Dedicaba a la meditación varias
horas al día, hecho inexplicable en medio de las
múltiples ocupaciones que su cargo exigía.
12. Las penitencias que se imponía eran de tres clases: en el
sueño, en la alimentación y en la mortificación del
cuerpo. No se acostaba en la cama a la noche, sino en
una tabla o en una almohada.
En materia de alimentación, los rigores del sacrificio iban
hasta extremos inimaginables. Según testigos de la
época, nunca se lo vio ingerir aves, huevos, mantequilla,
leche, tortas y dulces. No comía por las mañanas, y su
cena consistía en pan, agua y una manzana verde. En los
días de abstinencia, también ayunaba, mientras que en
las Cuaresmas pasaba semanas enteras sin comer,
ingiriendo solamente un poco de pan seco y agua
cuando se sentía en el límite de su resistencia.
Se infligía castigos corporales desde sus tiempos de
estudiante. Además del uso del cilicio, se flagelaba con
tanta frecuencia que producía graves y extensas heridas
en sus espaldas y hombros. Tales actitudes, en
circunstancias corrientes, no son para ser imitadas; lo que
no excluye que puedan serlo en otras excepcionales.
13. Como un gran guerrero que muere en pleno combate, la muerte lo
sorprendió en el curso de su último viaje apostólico, en marzo de 1606.
Hallábase en la ciudad de Saña (Lambayeque), donde pretendía
celebrar los oficios de Semana Santa, cuando se sintió muy mal, y
percibió que su fin estaba próximo, previsión que le fue confirmada por
los médicos que lo atendieron. La noticia, lejos de causarle
preocupación o tristeza, le dio gran alegría, hasta el punto de exclamar
con el Salmista: Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domo Domini
ibimus — “Yo me alegré con las cosas que me fueron dichas: iremos a
la casa del Señor”. Pidió entonces que lo lleven a la iglesia parroquial y
allí recibir los últimos sacramentos, habiendo distribuido sus pocos
haberes entre los criados, indígenas y pobres de la ciudad. Volviendo a
la casa donde se hospedaba consoló a los que se encontraban con él
y pidió que se entonase el salmo “In te, Domine, speravi” (Señor, en ti
esperé). Cuando se cantaba el versículo “In manos tuas...”, entregó el
alma al Creador con la alegría y la confianza de aquellos que saben
haber combatido el buen combate, terminado la carrera y alcanzado
el premio de la gloria. Eran las tres y media de la tarde de Jueves Santo,
23 de marzo de 1606.
14. Su cuerpo fue embalsamado y sepultado en la
iglesia local, siendo trasladado a Lima algunos meses
después. A lo largo de todo el trayecto acudían las
poblaciones indígenas y campesinas para prestar su
último homenaje a quien calificaban, con razón,
como su padre santo. En la capital, sus despojos
fueron recibidos con todos los honores por las
autoridades eclesiásticas, civiles, militares y por la
población en general, glorificando la figura de un
hombre al que ya todos tenían por santo.
Fue entonces sepultado con toda pompa y
solemnidad en la Catedral, donde se encuentra
hasta hoy para veneración de los fieles. Su proceso
de canonización fue iniciado de inmediato, con el
reconocimiento de sus virtudes heroicas, siendo
beatificado por el Papa Inocencio XI en 1679 e
inscrito en el catálogo de los Santos por Benedicto
XIII, el 10 de diciembre de 1726.