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“Esta elegíaca reflexión sobre la imposibilidad del amor resulta estremece-
   dora, pero el mayor logro de Murakami radica en el humor y la lucidez.”
                                                          The New Yorker




TOK O
BLUES   NORWEG AN WOOD




       HARUk
      MURAKAM

                         1
tok o blues
  NORWEG AN WOOD




haruk MURAKAM




  Traducido del japonés por Lourdes Porta.




                     2
ND CE


Por muchas festividades
Me qui omnis sum et moditatume sitatur
Asim eos vid modita dolecto dolupti
Sintus eaque cusdae net te alitatque
Sam que magnima niantorum etur alis
Picatium laccatur?




                             3
1. PARA MUCHAS FEST V DADES


  Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bor-
do de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el
descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se dis-
ponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo bandera que
se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas
que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una
melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez
en Alemania!», pensé. Tras completarse el aterrizaje, se apaga-
ron las señales de «Prohibido fumar» y por los altavoces del
techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpre-
tación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melo-
día me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó;
me produjo una emoción mucho más violenta que de costum-
bre. Para que no me estallara la cabeza, me encorvé, me cubrí
la cara con las manos y permanecí inmóvil. Al poco se acer-
có a mí una azafata alemana y me preguntó si me encontraba
mal. Le respondí que no, que se trataba de un ligero mareo.
  —¿Seguro que está usted bien?
  —Sí, gracias —dije.
  La azafata me sonrió y se fue. La música cambió a una mlo-
día de Billy Joel. Alcé la cabeza, contemplé las nubes oscuras


1 Una especie de gramínea (N de la T)
                                        4
que cubrían el Mar del Norte, pensé en la infinidad de cosas
que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiem-
po perdido, en las personas que habían muerto, en las que me
habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían.
Seguí pensando en aquel prado hasta que el avión se detuvo y
los pasajeros se desabrocharon los cinturones y empezaron a
sacar sus bolsas y chaquetas de los portaequipajes. Olí la hier-
ba, sentí el viento en la piel, oí el canto de los pájaros. Corría
el otoño de 1969, y yo estaba a punto de cumplir veinte años.
  Volvió a acercarse la misma azafata de antes, que se
sentó a mi lado y me preguntó si me encontraba mejor.
  —Estoy bien, gracias. De pronto me he sen-
tido triste. Es sólo eso —dije, y sonreí.
  —También a mí me sucede a veces. Le comprendo muy bien —
contestó ella. Irguió la cabeza, se levantó del asiento y me regaló una
sonrisa resplandeciente—. Le deseo un buen viaje. Auf Wiedersehen!
  —Auf Wiedersehen! —repetí....
   Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado
en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillan-
te de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y perti-
naz barría el polvo acumulado durante el verano. Recuerdo las
espigas de susuki1 balanceándose al compás del viento de oc-
tubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules,
como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que



                                  5
si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que
silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atrave-
saba el bosque. Las hojas de las copas de los arboles susurraban
y, en la lejanía, se oía ladrar un perro. Era un ladrido tan tenue
y apagado que parecía proceder de otro mundo. No se oía nada
más. Ningún otro ruido llegaba a nuestros oídos. No nos ha-
bíamos cruzado con nadie. La única presencia, dos pájaros ro-
jos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por
algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko
me hablaba de un pozo. La memoria es algo extraño. Mientras
estuve allí, apenas La memoria es algo extraño. Mientras es-
tuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que
tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, die-
ciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños
detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba
muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mu-
jer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego
volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo
que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al
final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de par-
tida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había
conducido a una situación extremadamente complicada. No,
no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.
 Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi
memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gé-



                                6
lido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es
lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impre-
sión de que, si alargara la mano, podría ubicarlos, uno tras otro,
con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay na-
die. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adonde hemos ido?», pienso.
«¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía
tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo—
¿adonde ha ido a parar?». Lo cierto es que ya no recuerdo el
rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes. Aun-
que, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen.
Sus manos pequeñas y frías, su pelo liso, tan bonito y agradable
al tacto; los lóbulos de sus orejas, suaves y carnosos, y el lunar
que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que solía
llevar en invierno; su costumbre de mirar fijamente a los ojos
cuando hacía una pregunta; el ligero temblor que, por una u
otra razón, vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo
alto de una colina barrida por un fuerte viento). Al sobreponer
estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se dibuja
su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al
lado del otro. Por eso el perfil es lo que primero emerge en mi
recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe, ladea la
cabeza, me habla yz me mira fijamente a los ojos. Tal vez es-
peraba ver en ellos el rastro de un pececillo que cruzaba, veloz
como una centella, el fondo de un manantial de aguas cristalinas.
  Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando



                                7
Mientras aterriza en un aeropuerto europeo, Toru Watanabe, un ejecutivo de 37 años, es-
cucha una vieja canción de los Beatles que le hace retroceder a su juventud, al turbulento To-
kio de los años sesenta. Con una mezcla de melancolía y desasosiego, Toru recuerda entonces
a la inestable y misteriosa Naoko, la novia de su mejor y único amigo de la adolescencia, Kizu-
ki. El suicidio de éste distanció a Toru y a Naoko durante un año, hasta que se reencontraron
e iniciaron una relación íntima. Sin embargo, la aparición de otra mujer en la vida de Toru le
lleva a experimentar el deslumbramiento y el desengaño allí donde todo debería cobrar sen-
tido: el sexo, el amor y la muerte. Y ningún de los personajes parece capaz de alcanzar el frá-
gil equilibrio entre las esperanzas juveniles y la necesidad de encontrar un lugar en el mundo.




    Haruki Murakami (Kioto, 1949) estudió literatura
en la Universidad de Waseda y regentó durante varios años
un club de jazz. Es, en la actualidad, el autor japonés más
prestigioso y reconocido en todo el mundo, merecedor de
premios como el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz
Kafka o el Jerusalem Prize. En España, ha recibido el Pre-
mio Arcebispo Juan de San Clemente, concedido por estu-
diantes gallegos, así como la Orden de las Artes y las Letras      Haruki Murakami
del Gobierno español y el Premi Internacional Catalunya
2011. Tusquets Editores ha publicado ocho novelas de este
autor, así como su libro de relatos Sauce ciego, mujer dor-
mida (II Premio Frank O’Connor) y la personalísima obra
De qué hablo cuando hablo de correr. Escrita inmediata-
mente después de Tokio blues. Norwegian Wood, la nove-
la Baila, baila, bailaalterna la intriga, el sexo y el rock and
roll con los densos y poéticos silencios del mejor Murakami.




ISBN 978-84-8383-504-3




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  • 2. tok o blues NORWEG AN WOOD haruk MURAKAM Traducido del japonés por Lourdes Porta. 2
  • 3. ND CE Por muchas festividades Me qui omnis sum et moditatume sitatur Asim eos vid modita dolecto dolupti Sintus eaque cusdae net te alitatque Sam que magnima niantorum etur alis Picatium laccatur? 3
  • 4. 1. PARA MUCHAS FEST V DADES Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bor- do de un Boeing 747. El gigantesco avión había iniciado el descenso atravesando unos espesos nubarrones y ahora se dis- ponía a aterrizar en el aeropuerto de Hamburgo bandera que se erguían sobre los bajos edificios del aeropuerto, las vallas que anunciaban los BMW, todo, se asemejara al fondo de una melancólica pintura de la escuela flamenca. «¡Vaya! ¡Otra vez en Alemania!», pensé. Tras completarse el aterrizaje, se apaga- ron las señales de «Prohibido fumar» y por los altavoces del techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpre- tación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melo- día me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costum- bre. Para que no me estallara la cabeza, me encorvé, me cubrí la cara con las manos y permanecí inmóvil. Al poco se acer- có a mí una azafata alemana y me preguntó si me encontraba mal. Le respondí que no, que se trataba de un ligero mareo. —¿Seguro que está usted bien? —Sí, gracias —dije. La azafata me sonrió y se fue. La música cambió a una mlo- día de Billy Joel. Alcé la cabeza, contemplé las nubes oscuras 1 Una especie de gramínea (N de la T) 4
  • 5. que cubrían el Mar del Norte, pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiem- po perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían. Seguí pensando en aquel prado hasta que el avión se detuvo y los pasajeros se desabrocharon los cinturones y empezaron a sacar sus bolsas y chaquetas de los portaequipajes. Olí la hier- ba, sentí el viento en la piel, oí el canto de los pájaros. Corría el otoño de 1969, y yo estaba a punto de cumplir veinte años. Volvió a acercarse la misma azafata de antes, que se sentó a mi lado y me preguntó si me encontraba mejor. —Estoy bien, gracias. De pronto me he sen- tido triste. Es sólo eso —dije, y sonreí. —También a mí me sucede a veces. Le comprendo muy bien — contestó ella. Irguió la cabeza, se levantó del asiento y me regaló una sonrisa resplandeciente—. Le deseo un buen viaje. Auf Wiedersehen! —Auf Wiedersehen! —repetí.... Incluso ahora, dieciocho años después, recuerdo aquel prado en sus pequeños detalles. Recuerdo el verde profundo y brillan- te de las laderas de la montaña, donde una lluvia fina y perti- naz barría el polvo acumulado durante el verano. Recuerdo las espigas de susuki1 balanceándose al compás del viento de oc- tubre, las nubes largas y estrechas coronando las cimas azules, como congeladas, de las montañas. El cielo estaba tan alto que 5
  • 6. si alguien lo miraba fijamente le dolían los ojos. El viento que silbaba en aquel prado agitaba suavemente sus cabellos, atrave- saba el bosque. Las hojas de las copas de los arboles susurraban y, en la lejanía, se oía ladrar un perro. Era un ladrido tan tenue y apagado que parecía proceder de otro mundo. No se oía nada más. Ningún otro ruido llegaba a nuestros oídos. No nos ha- bíamos cruzado con nadie. La única presencia, dos pájaros ro- jos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko me hablaba de un pozo. La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas La memoria es algo extraño. Mientras es- tuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, die- ciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mu- jer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de par- tida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba. Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gé- 6
  • 7. lido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impre- sión de que, si alargara la mano, podría ubicarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay na- die. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adonde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo— ¿adonde ha ido a parar?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes. Aun- que, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen. Sus manos pequeñas y frías, su pelo liso, tan bonito y agradable al tacto; los lóbulos de sus orejas, suaves y carnosos, y el lunar que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que solía llevar en invierno; su costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta; el ligero temblor que, por una u otra razón, vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo alto de una colina barrida por un fuerte viento). Al sobreponer estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se dibuja su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al lado del otro. Por eso el perfil es lo que primero emerge en mi recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe, ladea la cabeza, me habla yz me mira fijamente a los ojos. Tal vez es- peraba ver en ellos el rastro de un pececillo que cruzaba, veloz como una centella, el fondo de un manantial de aguas cristalinas. Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando 7
  • 8. Mientras aterriza en un aeropuerto europeo, Toru Watanabe, un ejecutivo de 37 años, es- cucha una vieja canción de los Beatles que le hace retroceder a su juventud, al turbulento To- kio de los años sesenta. Con una mezcla de melancolía y desasosiego, Toru recuerda entonces a la inestable y misteriosa Naoko, la novia de su mejor y único amigo de la adolescencia, Kizu- ki. El suicidio de éste distanció a Toru y a Naoko durante un año, hasta que se reencontraron e iniciaron una relación íntima. Sin embargo, la aparición de otra mujer en la vida de Toru le lleva a experimentar el deslumbramiento y el desengaño allí donde todo debería cobrar sen- tido: el sexo, el amor y la muerte. Y ningún de los personajes parece capaz de alcanzar el frá- gil equilibrio entre las esperanzas juveniles y la necesidad de encontrar un lugar en el mundo. Haruki Murakami (Kioto, 1949) estudió literatura en la Universidad de Waseda y regentó durante varios años un club de jazz. Es, en la actualidad, el autor japonés más prestigioso y reconocido en todo el mundo, merecedor de premios como el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize. En España, ha recibido el Pre- mio Arcebispo Juan de San Clemente, concedido por estu- diantes gallegos, así como la Orden de las Artes y las Letras Haruki Murakami del Gobierno español y el Premi Internacional Catalunya 2011. Tusquets Editores ha publicado ocho novelas de este autor, así como su libro de relatos Sauce ciego, mujer dor- mida (II Premio Frank O’Connor) y la personalísima obra De qué hablo cuando hablo de correr. Escrita inmediata- mente después de Tokio blues. Norwegian Wood, la nove- la Baila, baila, bailaalterna la intriga, el sexo y el rock and roll con los densos y poéticos silencios del mejor Murakami. ISBN 978-84-8383-504-3 8