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numerosos conocedores de la lengua inglesa. Y que quienes lo agasa-
jaron con esas langostas a la thermidor -¡que hasta debieron de
haberle trastornado la digestión!- no lo hicieron como señal de ad-
miración a uno de los más significativos novelistas modernos, ni si-
quiera como una obligación de caballerosidad, sino simple y vulgar-
mente para hacer creer a Mr. Isherwood que aquí en Colombia todos
los campesinos -inclusive los que escribimos para los periódicos- se
alimentan de suculentas y apetitosas langostas a la thermidor. Es és-
ta la interpretación que hemos querido dar a la inelegante alusión de la
comilona, porque en ningún caso quisiéramos pensar lo que, en rigor,
trata de sugerir el periodista capitalino. Es decir, que tales langostas
no pretendieron ser sino un soborno para que Isherwood -por agra-
decimiento aparente- no dijera las verdades que están consumiendo
y aniquilando a nuestra población rural.
Sin embargo, a fin de cuentas, lo único que se puede sacar en claro
de este desagradable incidente, es que Isherwood, con sólo permane-
cer quince días en Colombia se saturó de nuestros problemas sociales
mucho más que algunos periodistas de la capital de la república, en
toda su vida. Esto sí -por vergonzoso- lo calló discretamente el au-
tor de El Cóndor y las Vacas. Quizá por lo de las conferencias en inglés
y lo de las langostas a la thermidor
SÓLO PARA CABALLEROS
Berta Beatriz es una astuta y saludable pitonisa que, según tratan de
demostrarlo ahora sus presuntas víctimas ante los estrados judiciales,
2. se dedicaba al suculento oficio de conseguir maridos por métodos ca-
balísticos. Sin tener en cuenta que la misma Berta Beatriz es. una sol-
terona de solemnidad, viva negación de la sentencia según la cual la
ley debería entrar por la misma casa del legislador, algunas cándidas
damas a quienes dejó plantadas en los andenes de la estación otoñal
ese renombrado y calumniado ferrocarril de la oportunidad conyugal,
se presentaron donde la pitonisa con el firme y optimista propósito de
conseguir maridos, listos y a la medida. No aspiraban, sin embargo, a
que fueran maridos, secamente, sino caballeros inermes, indefensos,
susceptibles de llevar con todo el decoro necesario las obligaciones im-
puestas por el séptimo mandamiento.
El despacho de Berta Beatriz no podía menos que producir a las consul-
tantes una saludable y adolescente sensación de optimismo. Después
de que ellas habían ensayado todos los métodos que recomienda la
farmacopea cabalística para hacer efectiva la terapéutica del amor re-
tardado; después de haber empleado infinidad de veces el método
clásico de disecar un picaflor; moler los huesos, triturarlos, ato-
mizarlos, y endulzar con el polvillo resultante el café del cauto y ma-
trimoniable visitante, las damas que llegaban al espectacular despacho
de Berta Beatriz se decían para sus adentros que ahí sí acabarían to-
das las penas y hasta sentían un poco de tristeza por el lamentable
estado en que quedarían esos santos que por tanto tiempo habían ves-
tido y desvestido en el altar doméstico... Detrás de una cortina deco-
rada con misteriosos y dorados signos astrológicos, la pitonisa iniciaba
sus ritos en presencia de la futura desposada, con todos los requisitos
que exigen los tramoyistas de las películas mexicanas. Cuando la con-
sultante salía del mágico despacho, se había iniciado ya en su psicolo-
3. gía un benéfico proceso de rejuvenecimiento, cuya víctima inmediata
era el San Antonio del hogar para quien desde ese día no habría más
velas de a cinco centavos, ni más ramilletes de claveles con cinta rosa-
da. Después de muchos años de espera, las artes y oficios de Berta
Beatriz iban a realizar el dramático milagro.
Sin embargo, algo debió fallar en el sistema. El tiempo pasó, y con el
tiempo la paciente estación de la espera. Las optimistas damas empe-
zaron a desconfiar, empezaron a descubrir que había demasiado cobre
en los símbolos astrológicos que al principio relumbraban como oro le-
gítimo en el despacho de Berta Beatriz. En sala plena, resolvieron acu-
dir a otra pitonisa que les dijera si realmente la primera estaba en ca-
pacidad de conseguirles marido o si no era más que una charlatana
con turbante y túnica estrellada. Es posible que la nueva pitonisa, por
ética profesional, tuviera la elegancia de guardar un prudente silencio
con respecto a la capacidad de su distinguida colega. Pero las damas
no guardaron silencio sino que se fueron al juzgado más próximo y
entablaron demanda contra Berta Beatriz por incumplimiento del con-
trato. He aquí una historia, con moraleja y todo.
Gabriel García Márquez