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ROBERT FISK - 07/02/2005
                                  El arte de documentar la historia
LOS CUADERNOS DE NOTAS y crónicas por télex se han convertido en un archivo que da cuenta de
sufrimientos, torturas y desesperación

          El ordenador portátil, indudablemente, ha hecho estragos. He dedicado el último año, entre otras
cosas, a escribir una historia de Oriente Medio. Esta tarea me ha convencido fehacientemente de que el
ordenador -y conste que en este caso no lo asocio en absoluto a la locura humana- no ha representado
necesariamente un factor de ayuda a nuestra escritura e indagación en los pecados de nuestros padres...
          Siendo un periodista que aún se resiste a emplear el e-mail -obligando a la gente a escribir cartas
de verdad, reduciendo de paso el número de mensajes que recibo, faltos de toda gramática y a menudo
desagradables hasta la prepotencia o la impertinencia-, no dejo, no obstante, de preguntarme: ¿no debería
emplearlo? De todos modos, y en unión con dos investigadores, me he sumergido laboriosamente en un
total de 338.000 documentos en mi biblioteca para preparar mi libro -mis cuadernos de notas de
corresponsal, periódicos, revistas, recortes de prensa, declaraciones gubernamentales, cartas, fotocopias
de documentos de los archivos de la Primera Guerra Mundial y fotografías-, y no puedo dejar de constatar
que el portátil ha contribuido a la destrucción de mis archivos, mis recuerdos y -por cierto- mi letra.
          Las frases de mis cuadernos de notas de la guerra civil de Líbano, a finales de los años setenta,
están redactadas en letra elegante y clara, en tinta azul de estilográfica, que atraviesa la página de forma
majestuosa.
          Mis notas de la invasión norteamericana de Iraq en el 2003 son ilegibles -salvo para mí mismo-,
pues soy incapaz de ir a la velocidad habitual al escribir en el portátil.He caído en la cuenta de que ya no
escribo palabras. Hago más bien una representación de ellas; es decir, pergeño su parecido que en rigor no
puedo leer pero que debo interpretar a la hora de transcribirlas... Debo añadir inmediatamente que escribo
este mismísimo artículo a bordo de un vuelo de Air France procedente de Beirut y que incluso ahora -y
mientras escribo- noto que me salto letras, palabras y expresiones porque sé lo que quiero decir...
prescindiendo ya de ponerlo sobre el papel.
          ¡Qué solaz, volver a echar una ojeada a mis crónicas sobre la invasión soviética de Afganistán
(1979-1980)! Se encaminaban a su destino taladradas en los télex, esos deliciosos cacharros que
perforaban cintas incesantemente, aunque debo confesar que ahora ese papel finísimo como el barquillo
se me deshace entre los dedos. Recuerdo a un funcionario de Correos en Kabul que soldaba la letra h que
se había desprendido de su máquina de télex -Conor O´Clery, de The Irish Times, es testigo de ello-, pero
debo consignar que conservo todas las notas, informes y crónicas que envié a mis jefes de entonces en
The Times.
          Hoy día usamos el teléfono -o e-mails que podemos hacer desaparecer con facilidad-, pero mis
mensajes enviados por télex a Londres en aquellos terribles años de guerra, igual que los de la guerra
Irán-Iraq (1980-1988), son sobradamente explícitos. Mientras recientemente me hallaba enfrascado
archivando crónicas de El Cairo o Riad, caí asimismo en la cuenta de que en aquellos tiempos un
corresponsal extranjero podía perdonar fácilmente una metedura de pata de un redactor jefe de
Internacional como, por ejemplo, la supresión de un párrafo final o un título más bien torpe. Recuerdo los
días pasados en Fao (Irán) -armas, fuego graneado y cadáveres-, cuando estaba convencido de que
suprimir una sola coma equivalía prácticamente a defraudar a The Times.Pobres, el jefe de Internacional
y el corresponsal...
          Naturalmente, también asoman momentos e instantes ridículos o absurdos en esta histórica
búsqueda de la verdad .Mis dos colaboradores, después de tan sólo tres días de labor, no podían
comprender por qué les asaltaba el apetito a media mañana, hasta que comprobamos que entre 1976 y
1990 sólo clasifiqué mis vuelos en Oriente Medio consignando el destino y la fecha del viaje en los
menús de la compañía aérea. Tres días de foie-gras, caviar y champán eran demasiado para mis valientes
colegas. Por lo que a mí respecta, no entendí el origen ni las causas de la intensa aflicción y pesar que
indefectiblemente y durante muchas semanas me acompañaron al irme a dormir o al despertarme.
          La respuesta es muy sencilla: los cuadernos de notas y crónicas por télex se han convertido en un
archivo que da cuenta de muchos sufrimientos, torturas y desesperación. Como periodista, puedo ordenar
y clasificar diariamente el material que recojo, volver al hotel, olvidarlo y comenzar de nuevo el día
siguiente. Pero cuando agrupo sobre la mesa las cintas de télex y los cuadernos de notas se convierten al
instante en una espantosa prueba de convicción de la inhumanidad.
          Las crónicas de télex desaparecen de mis archivos a finales de los años ochenta para verse
reemplezadas rápidamente por crónicas de ordenador. Sin embargo, encuentro que no funcionan. Aunque
siempre he conservado una copia impresa en papel de mis crónicas para The Independent,di un día por
sentado que el bendito internet conservaría la prosa que se supone procedí a forjar trabajosamente en el
yunque de la literatura... Pues no. Muchos sitios en internet contienen únicamente las fiskerías mías
aprobadas por quienes eran o son sus propietarios; otros, aunque sin infringir ley ni norma alguna, omiten
simplemente los textos que estiman desprovistos o carentes de tensión emotiva. Siempre me ha hecho
gracia el gran número de instituciones o entidades que me piden cada semana por teléfono que les ayude a
comprobar citas, fechas o hechos. Google no les soluciona el problema, de modo que tales instituciones
dan por hecho que la que llamaré Fisk Memorial Library (atención, ¡toda ella en papel!) puede. Y tienen
razón.
          Naturalmente, he descubierto otros hechos igualmente -digámoslo así- dudosos. Sin embargo,
durante años no he dejado de comentar por ejemplo el encuentro de Tony Clifton, del Newsweek,con
Saddam Hussein a finales de los años setenta, en cuyo curso Saddam, después de advertirle que tal vez a
algunos iraquíes no les entusiasmaba precisamente el gran líder, le condujo personalmente hasta el centro
de Bagdad. "Pregúntele a cualquier iraquí -dijo Saddam a Clifton- si ama a su presidente". Consta en mis
crónicas, que guardo archivadas, publicadas en The Independent.

Ahora bien, el propio Clifton me dijo el año pasado que esta historia no es del todo fiel. Clifton
entrevistó, efectivamente, a Saddam Hussein, pero el presidente iraquí se limitó a reír mientras Clifton
hacía sus preguntas y le dijo que hablara con todos los iraquíes que quisiera. Y, además, nunca le condujo
al centro de la ciudad. ¡Ay...!
         El primer procónsul de Estados Unidos en Iraq -el general jubilado Jay Garner- invirtió mucho
tiempo y esfuerzos en mofarse de Saddam Hussein. Pero mis colegas investigadores han desenterrado una
entrevista que le hice a Garner cuando era el protector de los kurdos del norte de Iraq en 1991 en la que
subrayó reiteradamente que Occidente debía respetar el gobierno de Saddam y la soberanía territorial de
Iraq. Los intentos de mis colegas para dar con esta notable historia en Google han fracasado. Doy gracias
a Dios por las notas que tomé.

No soy un ludita enemigo del progreso. Me acuerdo perfectamente de cómo martilleaba enérgicamente
una prosa churchilliana en la cinta de télex en uno de los lujosos salones del Sheraton de Damasco
-completado con un estanque interior- tras una cumbre árabe capaz de marear a cualquiera. Y recuerdo
también cómo en un momento dado mi cinta perforada se puso a navegar plácidamente esa noche por la
tranquila superficie del mismo lago artificial del hotel...
          Los e-mails, se nos dice, mantendrán vivos el arte y la pericia del historiador. Lo dudo. Es muy
fácil borrar e-mails y siempre y cuando los gobiernos sean tan generosos como para conservarlos para el
placer de los archiveros, los historiadores necesitarán un ejército de bien pagados investigadores para
nadar en ese océano... En otras palabras, los historiadores habrán de ser gente acomodada para poder
escribir.
          En lo que a mí respecta, poseo ARCHIVO las instantáneas que tomó mi padre de la Primera
Guerra Mundial, tomadas por él mismo, así como la última súplica del joven soldado australiano (de 19
años, como mi padre) al que le ordenaron ejecutar por asesinato. Poseo, además, la declaración de mi
padre, fallecido hace mucho tiempo, en la que explica que se negó a disparar al jove australiano -la firma
que consta en el informe del pelotón de fusilamiento no es la del subteniente William Fisk-, así como la fe
de la sanción impuesta a Bill Fisk: desenterrar los cadáveres de los soldados británicos en el frente
occidental para depositarlos acto seguido en sus sepulturas bélicas oficiales. De todo ello queda
constancia. Si se hubiera tratado de un e-mail, ¿quién sabe quién lo habría borrado?

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Robert fisk el_arte_de_documentar_la_historia

  • 1. ROBERT FISK - 07/02/2005 El arte de documentar la historia LOS CUADERNOS DE NOTAS y crónicas por télex se han convertido en un archivo que da cuenta de sufrimientos, torturas y desesperación El ordenador portátil, indudablemente, ha hecho estragos. He dedicado el último año, entre otras cosas, a escribir una historia de Oriente Medio. Esta tarea me ha convencido fehacientemente de que el ordenador -y conste que en este caso no lo asocio en absoluto a la locura humana- no ha representado necesariamente un factor de ayuda a nuestra escritura e indagación en los pecados de nuestros padres... Siendo un periodista que aún se resiste a emplear el e-mail -obligando a la gente a escribir cartas de verdad, reduciendo de paso el número de mensajes que recibo, faltos de toda gramática y a menudo desagradables hasta la prepotencia o la impertinencia-, no dejo, no obstante, de preguntarme: ¿no debería emplearlo? De todos modos, y en unión con dos investigadores, me he sumergido laboriosamente en un total de 338.000 documentos en mi biblioteca para preparar mi libro -mis cuadernos de notas de corresponsal, periódicos, revistas, recortes de prensa, declaraciones gubernamentales, cartas, fotocopias de documentos de los archivos de la Primera Guerra Mundial y fotografías-, y no puedo dejar de constatar que el portátil ha contribuido a la destrucción de mis archivos, mis recuerdos y -por cierto- mi letra. Las frases de mis cuadernos de notas de la guerra civil de Líbano, a finales de los años setenta, están redactadas en letra elegante y clara, en tinta azul de estilográfica, que atraviesa la página de forma majestuosa. Mis notas de la invasión norteamericana de Iraq en el 2003 son ilegibles -salvo para mí mismo-, pues soy incapaz de ir a la velocidad habitual al escribir en el portátil.He caído en la cuenta de que ya no escribo palabras. Hago más bien una representación de ellas; es decir, pergeño su parecido que en rigor no puedo leer pero que debo interpretar a la hora de transcribirlas... Debo añadir inmediatamente que escribo este mismísimo artículo a bordo de un vuelo de Air France procedente de Beirut y que incluso ahora -y mientras escribo- noto que me salto letras, palabras y expresiones porque sé lo que quiero decir... prescindiendo ya de ponerlo sobre el papel. ¡Qué solaz, volver a echar una ojeada a mis crónicas sobre la invasión soviética de Afganistán (1979-1980)! Se encaminaban a su destino taladradas en los télex, esos deliciosos cacharros que perforaban cintas incesantemente, aunque debo confesar que ahora ese papel finísimo como el barquillo se me deshace entre los dedos. Recuerdo a un funcionario de Correos en Kabul que soldaba la letra h que se había desprendido de su máquina de télex -Conor O´Clery, de The Irish Times, es testigo de ello-, pero debo consignar que conservo todas las notas, informes y crónicas que envié a mis jefes de entonces en The Times. Hoy día usamos el teléfono -o e-mails que podemos hacer desaparecer con facilidad-, pero mis mensajes enviados por télex a Londres en aquellos terribles años de guerra, igual que los de la guerra Irán-Iraq (1980-1988), son sobradamente explícitos. Mientras recientemente me hallaba enfrascado archivando crónicas de El Cairo o Riad, caí asimismo en la cuenta de que en aquellos tiempos un corresponsal extranjero podía perdonar fácilmente una metedura de pata de un redactor jefe de Internacional como, por ejemplo, la supresión de un párrafo final o un título más bien torpe. Recuerdo los días pasados en Fao (Irán) -armas, fuego graneado y cadáveres-, cuando estaba convencido de que suprimir una sola coma equivalía prácticamente a defraudar a The Times.Pobres, el jefe de Internacional y el corresponsal... Naturalmente, también asoman momentos e instantes ridículos o absurdos en esta histórica búsqueda de la verdad .Mis dos colaboradores, después de tan sólo tres días de labor, no podían comprender por qué les asaltaba el apetito a media mañana, hasta que comprobamos que entre 1976 y 1990 sólo clasifiqué mis vuelos en Oriente Medio consignando el destino y la fecha del viaje en los menús de la compañía aérea. Tres días de foie-gras, caviar y champán eran demasiado para mis valientes colegas. Por lo que a mí respecta, no entendí el origen ni las causas de la intensa aflicción y pesar que indefectiblemente y durante muchas semanas me acompañaron al irme a dormir o al despertarme. La respuesta es muy sencilla: los cuadernos de notas y crónicas por télex se han convertido en un archivo que da cuenta de muchos sufrimientos, torturas y desesperación. Como periodista, puedo ordenar y clasificar diariamente el material que recojo, volver al hotel, olvidarlo y comenzar de nuevo el día siguiente. Pero cuando agrupo sobre la mesa las cintas de télex y los cuadernos de notas se convierten al instante en una espantosa prueba de convicción de la inhumanidad. Las crónicas de télex desaparecen de mis archivos a finales de los años ochenta para verse reemplezadas rápidamente por crónicas de ordenador. Sin embargo, encuentro que no funcionan. Aunque siempre he conservado una copia impresa en papel de mis crónicas para The Independent,di un día por
  • 2. sentado que el bendito internet conservaría la prosa que se supone procedí a forjar trabajosamente en el yunque de la literatura... Pues no. Muchos sitios en internet contienen únicamente las fiskerías mías aprobadas por quienes eran o son sus propietarios; otros, aunque sin infringir ley ni norma alguna, omiten simplemente los textos que estiman desprovistos o carentes de tensión emotiva. Siempre me ha hecho gracia el gran número de instituciones o entidades que me piden cada semana por teléfono que les ayude a comprobar citas, fechas o hechos. Google no les soluciona el problema, de modo que tales instituciones dan por hecho que la que llamaré Fisk Memorial Library (atención, ¡toda ella en papel!) puede. Y tienen razón. Naturalmente, he descubierto otros hechos igualmente -digámoslo así- dudosos. Sin embargo, durante años no he dejado de comentar por ejemplo el encuentro de Tony Clifton, del Newsweek,con Saddam Hussein a finales de los años setenta, en cuyo curso Saddam, después de advertirle que tal vez a algunos iraquíes no les entusiasmaba precisamente el gran líder, le condujo personalmente hasta el centro de Bagdad. "Pregúntele a cualquier iraquí -dijo Saddam a Clifton- si ama a su presidente". Consta en mis crónicas, que guardo archivadas, publicadas en The Independent. Ahora bien, el propio Clifton me dijo el año pasado que esta historia no es del todo fiel. Clifton entrevistó, efectivamente, a Saddam Hussein, pero el presidente iraquí se limitó a reír mientras Clifton hacía sus preguntas y le dijo que hablara con todos los iraquíes que quisiera. Y, además, nunca le condujo al centro de la ciudad. ¡Ay...! El primer procónsul de Estados Unidos en Iraq -el general jubilado Jay Garner- invirtió mucho tiempo y esfuerzos en mofarse de Saddam Hussein. Pero mis colegas investigadores han desenterrado una entrevista que le hice a Garner cuando era el protector de los kurdos del norte de Iraq en 1991 en la que subrayó reiteradamente que Occidente debía respetar el gobierno de Saddam y la soberanía territorial de Iraq. Los intentos de mis colegas para dar con esta notable historia en Google han fracasado. Doy gracias a Dios por las notas que tomé. No soy un ludita enemigo del progreso. Me acuerdo perfectamente de cómo martilleaba enérgicamente una prosa churchilliana en la cinta de télex en uno de los lujosos salones del Sheraton de Damasco -completado con un estanque interior- tras una cumbre árabe capaz de marear a cualquiera. Y recuerdo también cómo en un momento dado mi cinta perforada se puso a navegar plácidamente esa noche por la tranquila superficie del mismo lago artificial del hotel... Los e-mails, se nos dice, mantendrán vivos el arte y la pericia del historiador. Lo dudo. Es muy fácil borrar e-mails y siempre y cuando los gobiernos sean tan generosos como para conservarlos para el placer de los archiveros, los historiadores necesitarán un ejército de bien pagados investigadores para nadar en ese océano... En otras palabras, los historiadores habrán de ser gente acomodada para poder escribir. En lo que a mí respecta, poseo ARCHIVO las instantáneas que tomó mi padre de la Primera Guerra Mundial, tomadas por él mismo, así como la última súplica del joven soldado australiano (de 19 años, como mi padre) al que le ordenaron ejecutar por asesinato. Poseo, además, la declaración de mi padre, fallecido hace mucho tiempo, en la que explica que se negó a disparar al jove australiano -la firma que consta en el informe del pelotón de fusilamiento no es la del subteniente William Fisk-, así como la fe de la sanción impuesta a Bill Fisk: desenterrar los cadáveres de los soldados británicos en el frente occidental para depositarlos acto seguido en sus sepulturas bélicas oficiales. De todo ello queda constancia. Si se hubiera tratado de un e-mail, ¿quién sabe quién lo habría borrado?