1. R
uperto era el torito enamorado más
inquieto y juguetón en el peligroso
redil de los toros de lidia.
Mientras sus primos y tíos se ejercitaban
del modo más brutal y salvaje —yéndose de
cuernos contra cuernos— para el día que les
tocara salir al ruedo y enfrentarse a las banderillas, al torero, a la espada y a la posible muerte,
eso a Ruperto no le inquietaba.
A él sólo le preocupaba el arte, la poesía,
las flores. Y estaba enamorado de Nora, la más
linda becerrita del valle de los toros de lidia.
Por ella soñaba ser músico —saxofonista
para dedicarle algún día una bella composición,
pero no tenía ese lindo instrumento—; por ella
hacía poemas.
Y por ella, Ruperto el torito, sabía que
había nacido para poeta y saxofonista, en el más
amplio sentido del arte y de la vida.
2. Imaginaba a Nora, olía una flor y se le
inflaba el pecho y casi casi se elevaba como un
globo hinchado de felicidad.
Y se decía: «¿Cuándo tendré un saxofón
para interpretarle a Nora mi Pequeña flor?».
Y por Nora amaba todo lo que veían sus
ojos: el mundo, el bosque de pinos y queñuales,
las cascadas; y, ahí, la laguna de los peces; y ahí,
la vida, ¡el canto de las aves! ¡Y Nora! ¡Nora!,
cuando veía caer las hojas.
Y aunque era muy corta su edad, ya tenía
una filosofía.
Cuando estaba solo, Ruperto el torito,
pensaba: «Yo no entiendo por qué la gente odia
gratuitamente y se mata», sin hallar una explicación que lo contentase: «¡No entiendo por
qué a la gente le gusta la violencia!». Y en otro
momento, mientras abrevaba al pie de la cascada,
contemplando el espejo del agua en la laguna de
los peces: «¿No será que al mundo tal
vez le falte poesía? ¡Eso es! ¡Amor,
ternura, poesía!».
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Por eso sería que, cuando apenas azulaba
el alba, mientras iba y venía corriendo encabritado y loquito como un remolino entre hojas
y pétalos, de una colina a otra, de una flor a
otra, persiguiendo a las mariposas, saltando y
tratando de jugar con el vuelo de una libélula,
siempre se decía: «¡Ah, vida! ¡Vida! Pues, si al
mundo le falta poesía: yo seré el poeta y le escribiré poemas. Y me dedicaré al arte de amar, de
vivir. ¡Y amar a Nora!».
Pero cuando le dijo a su abuelo Fermín:
«Quiero ser poeta»; el toro abuelo, muy serio,
rascándose la barba y acomodándose en sus viejas cicatrices en el lomo, le dijo:
—¡Hum, hijo! Eso no está bueno.
—¿Por qué, abuelo? ¿Qué de malo tiene
que yo sea poeta?
—Hijo —le respondió el enorme y viejo
toro, sin saber cómo reprimir la pesadumbre—
… porque has nacido para morir en el ruedo.
—¿En el ruedo?
—Sí, tal como murió tu padre. Dignamente, como debe morir un toro de lidia. Con
coraje y amor por su arte.
—¿Su arte? —no entendió Ruperto, aspirando un geranio en una de sus manos—. ¡Yo
sólo quiero ser poeta! Tocar el saxofón y amar a
Nora. Amar la vida. ¡Y vivir libre! ¡No quisiera
morir, y menos contra una espada!
—No, hijo. Tienes que aceptar tu destino.
Naciste para la lidia y para morir en un ruedo.
Valiente y hermoso, luciendo tus banderillas.
Luchando contra una espada final. Y sería mejor
que te vayas preparando.
—Pero, abuelo, amo la poesía. No amo los
ruedos. No me gustaría luchar. Ni hacerle daño a
un torero. Tampoco ir contra las banderillas. Ni
contra un caballo. Menos contra una espada.
—¡Pues, así tendrá que ser! ¡Esa debe ser tu
filosofía, amar el arte de los toros de lidia!
—¿Como amó mi padre?
—Sí, como tu padre amó.
—Y, él… ¿murió en el ruedo, traspasado
por una espada?
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—Murió como un héroe. Se le veía como
a un dios. Chorreando sangre, embanderillado. Lo oí decir de su dueño. Entregándose a
la capa, sin importarle la vida, el riesgo. Sólo
el arte de sus cuernos y fortaleza. Envistiendo
como montaña. Enfrentándose a ese hombre
de lucientes espejuelos y oros, quien también
trató de lucir su valía y arte. Apostando por su
destino, la alegría del triunfo de la vida… ante
la muerte. ¡Algún día, cuando te enfrentes a tu
destino, ya lo sabrás!
—Pero, abuelo, yo…
El abuelo se fue sin esperar otra inquietud del torito Ruperto. Acaso temeroso por
la falta de valor y coraje de Ruperto, tan
necesarios para aquel día, cuando le tocara
enfrentarse a un torero, allá en el coso de
Acho, en Lima.
Entre tanto, esa mañana, Ruperto, decidido a explorar otros linderos —como todo niño
travieso—, cruzó como pudo el cerco y, detrás de
un arroyo, se encontró con un espantapájaros:
—Hola, amigo —le dijo el espantapájaros—, qué bien que no me tengas miedo.
—No te tengo miedo —dijo Ruperto,
orgulloso—. Los toros de lidia no le tenemos
miedo a nada, amigo.
—Aunque sería bueno que le tengas miedo
a ciertas cosas —le dijo el espantapájaros—.
Pero, si tampoco me tienes miedo a mí, ¡qué bien!
—¿Y por qué te debería tener miedo?
—no pudo dejar de preguntar Ruperto.
El espantapájaros demoró mucho en responder:
—Tal vez… porque los seres solitarios
causamos mucho temor. ¡Y porque sólo visto
harapos! ¿No me ves? Todos le temen a los
espantapájaros, aunque yo amo a todos.
—Qué bueno —dijo Ruperto—. Parece
que tenemos la misma filosofía de vida. Me
gusta también amar las flores como amo la vida.
Y vivo enamorado.
—Hum… —dijo el espantapájaros—.
¡Poeta!
—Sí, soy poeta —dijo Ruperto—. ¿Cómo
lo sabías?
—Porque yo también amo las flores como
amo la vida —dijo el espantapájaros—. Sólo
que a mí los pájaros no me quieren.
Y entonces, ambos, felices, rieron y se dieron un abrazo. Y, así, el espantapájaros, dándole
un instrumento musical, le dijo:
—Pues, en señal de mi amistad, te obsequio este saxofón.
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—¿Un saxofón? —exclamó Ruperto—.
¡Yo siempre quise tener uno!
—Y yo siempre lo quise tocar
y no he podido. Tal vez tú sí puedas
disfrutarlo —le dijo el espantapájaros—; sólo prueba. Quiero oír cómo tocas.
Y cuando el torito sopló el saxofón,
el mundo pareció transformarse.
Las melodías le salieron
maravillosas. Tan bellas que empezaron a rodearlos millares de
pájaros, mariposas y libélulas.
De gusto apareció un arco iris
espléndido. Y hasta el aire y las
flores parecieron alegrarse de oír
al torito Ruperto.
Cercados de seres alados,
el mundo pareció más bello que
nunca. Hasta los pájaros y las
mariposas ahora parecían amar
y no temer al espantapájaros.