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LA CENA
El hombre del tiempo no se había equivocado. La negra borrasca llevaba
dos días encima de nosotros, descargando su furia en forma de viento y lluvia
incesantes. El fluido eléctrico se extinguió a media tarde, sobre las seis y media, y
no se había restablecido aún cuando cayó la noche y nos dispusimos a cenar.
Padre, madre, mi hermano pequeño y yo. Todos estábamos alrededor de la mesa,
iluminados tenebrosamente por la luz de las velas que siempre utilizábamos en
estos casos. Nuestras deformes sombras, inquietas ante la luz trémula, se
proyectaban débilmente sobre las paredes del salón, distantes en esta oscuridad
no acostumbrada.
No había nada que decir. Cenábamos en sepulcral silencio, sesgado
solamente por el ruido de cubiertos y las enérgicas embestidas del temporal contra
la persiana a medio bajar. Sabíamos que poco después de la cena nos
retiraríamos a descansar. No resulta agradable estar sentado entre tinieblas
durante mucho tiempo.
Todavía quedaba carne en mi plato cuando escuchamos el sonido que nos
heló la sangre en las venas. Provenía de la puerta principal de casa. Sí, era el
inconfundible sonido de una llave intentando acertar en el hueco de la cerradura.
La fuerza de la costumbre nos había otorgado la capacidad de identificar a quien
entraba con sólo escuchar la forma de abrir la puerta. Mi madre me miró con ojos
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desorbitados y una sonrisa de estupor petrificada en su rostro, pues sabía que lo
que estaba ocurriendo era imposible que ocurriera, porque todos estábamos
alrededor de la mesa. ¡Nadie podía estar entrando en casa! Pero la llave entró, y
giró dentro de la cerradura. En los ojos de mi madre brilló el terror. ¡Estaba
ocurriendo! ¡estaba ocurriendo realmente! La puerta se abrió con un chirrido y dos
pasos chapoteantes retumbaron sobre el suelo de baldosas. Acto seguido, un
brutal portazo hizo temblar las paredes violentamente.
-¡Ya estoy aquí! –gritó una voz gutural apenas comprensible.
El horror había llegado.
Cuentos de terror de Luis Bermer