1. la vuelta al mundo en 80 días autor julio verne
Gustav
1. Si supieras todo lo que aquella mañana iba a acontecerle a Gustav estoy seguro de que no
atravesarías el arco que separa la casa de la calle. Él no lo sabía, esto lo sabemos porque en lo que
he tardado en escribir estas líneas Gustav ya había llegado a la altura del mercado.
Él solía ir a comprar todas las mañanas, seguía manteniendo aquella manía heredada de su madre de
comprar la fruta y verdura del día; lo podríamos considerar un poco maniático en lo que a la comida
se refiere.
¿Creéis en el destino? Estamos obligados; si su madre no le hubiese enseñado a respetar de
aquella manera tan extrema su alimentación (aunque las zanahorias solo representaban el postre)
quizás Gustav seguiría siendo el mismo que se levantaba a las 10 para ir a comprar.
Un par de tomates y tres zanahorias. Gustav defendía vehemente su teoría de comer una zanahoria
en cada comida.
A veces nos encontrábamos con una situación un tanto ridícula, y es que Gustav solía volver a casa
mordisqueando a pequeños bocados una de sus zanahorias.
Gustav vivía en Berri; es más, nació allí. No tenía un nombre común para el sitio en el que vivía,
pero eso no le suponía un problema, no tenía amigos. Vivía solo y su vida era bastante rutinaria.
No sé a vosotros, pero a mí lo poco que conozco de Gustav me llama la atención; digamos
que me cae bien. Solitario, caprichoso, introvertido...algunos veréis al típico asesino de noticias de
sobremesa que se carga a su vecino, otros diréis que tiene nombre de típico huracán que arrasa la
costa este de Estados Unidos, pero yo veo a una persona entrañable.
No conocemos su físico. Yo me lo imagino sin pelo en la cabeza, aunque con perilla; con gafas de
lejos y la nariz grande. Me lo imagino volviendo del mercado con la espalda encorvada y con las
bolsas golpeándole el muslo, sin saludar a nadie, ya que por no tener no tiene ni conocidos, y eso
que lleva toda su vida viviendo allí, en el mismo barrio, en la misma casa.
Puede sonar raro el hecho de que no tenga conocidos, pero realmente era así; no hablaba ni con el
frutero a la hora de comprar sus apreciados manjares.
Treinta y cinco años son los que lleva en esa casa, los mismos que han pasado desde que
nació. De sus padres no se sabe nada, se fueron para no volver y allí lo dejaron con dieciocho años
recién cumplidos. No había móviles, no había rastro, un muchacho con principio de alopecia con el
único sustento de su autosuficiencia y un taller de taxidermia heredado de su padre. Se puede decir
que era el único talento de Gustav; se manejaba de maravilla en el noble arte de la taxidermia,
siempre rodeado de retratos de animales en relieve.
¿Por qué se fueron? Aun no sabemos lo que aconteció a Gustav aquella mañana, no veo necesidad
de retrasar acontecimientos.
Aun no había entrado en el mercado cuando empezó a notar que aquella no era una mañana
cualquiera, una más en su rutinaria vida. Una vida cuya máxima ocupación era la de construir esas
extrañas esculturas; Gustav era habilidoso con las manos, además de muy cuidadoso. Lo llevaba
todo al milímetro, y la verdad es que era bastante bueno en lo que hacía; era una de las pocas cosas
que se le daba bien a este extravagante ser.
Había convertido su casa en una especie de taller de escultura, algo que parecía bastante siniestro, y
es que a la casa no es que le sobrara iluminación precisamente.
En el mercado no había nadie, como de costumbre, pero el frutero cumplía mañana tras
mañana con su obligación y abría su pequeño puesto de fruta y verdura; quizás el frutero sí que
conocía a Gustav, algo que a este ni le iba ni le venía.
− ¿Lo de siempre caballero?
− Por favor, un par de tomates y tres zanahorias.
− Pues eso, lo de siempre...
2. Gustav siempre se iba sin despedirse. El único acto que lo diferenciaba del resto de
mobiliario urbano era el de coger una de las zanahorias y echársela a la boca de vuelta a casa.
¿Creéis que Gustav miraba al frutero a los ojos? Yo me lo imagino mirando al suelo esperando lo
que venía buscando, sin fórmulas de cortesía, sin atisbo alguno de hipocresía urbana.
Creo recordar que Gustav no solía comerse los tomates, sino que los utilizaba para sus
esplendorosas esculturas.
Diecisiete años de ausencia de actividad social, solo sus esculturas, las zanahorias y Gustav.
Precisamente se encontraba Gustav pensando en una de sus próximas obras de arte cuando
una fatalidad, un capricho del destino, un alineamiento indebido de planetas o ambas cosas a la vez,
quiso que el escultor tropezara, con tan mala fortuna que la bolsa en la que llevaba sus dos
zanahorias, ya que una ya se la estaba comiendo, y los dos tomates, cayeran al suelo. El azar
dictaminó que solo uno de los tomates se salvara, por lo que Gustav, al que no aparentemente no se
le vio señal alguna de enfado, tuvo que volver al mercado. Gustav era así con todo, siempre, se
resignaba y volvía a empezar, ya fuese con una de sus obras o para volver al mercado a por su
tomate perdido.
Día tras día y año tras año no fallaba a su cita con el vendedor siempre con el mismo recado; dos
tomates y tres zanahorias, pero nunca en diecisiete años había vuelto a por nada, nunca olvidaba su
pedido.
− Por favor, un tomate.
− Permítame que le pregunte algo, ¿por qué siempre lo mismo, todos los días, dos tomates y
tres zanahorias y nunca tiene ni la decencia de despedirse? Un simple hasta luego, gracias,
no sé, llámeme marqués.
− Por favor, un tomate.
− Oiga, ¿me está tomando el pelo?
− Por favor, un tomate.
− ¿Y si no me da la gana de venderle nada?
Hasta este punto lo único que recuerdo es un charco de sangre acercándose a la suela del
zapato izquierdo de Gustav. Así fue como acabó con la vida del único habitante con vida que
quedaba en Berri.
Gustav llevaba mucho tiempo reprimiendo sus ganas de matar, aunque esto significara la
posibilidad de construir esculturas nuevas; lo hacía por una sencilla razón, y es que no quería
renunciar a los tomates en las figuras que construía.
Gustav cambiaba la forma en que conectaba los miembros de sus víctimas en sus esculturas: ponía
un pie izquierdo encima de una cabeza, entrelazaba un par de brazos derechos y ponía en los
extremos un gran seno, dibujaba una cara encima de un torso, a la que incluía un par de tomates a
modo de ojos...había desarrollado su imaginación de tal manera que ya hacía casi dos meses que no
mataba; sencillamente porque no quedaba nadie más en el pueblo, aparte del frutero, a quien
descuartizar.
Berri no era una ciudad precisamente pequeña, pero diecisiete años dan para mucho, y en
ese tiempo a Gustav le dio tiempo de acabar con la vida de sus habitantes uno a uno, sin que nadie
se percatara de nada; con una precisión tal que ni los propios familiares echaban de menos a nadie.
A decir verdad, Gustav solía organizarse por familias, para evitar búsquedas y escándalos varios.
Uno de los peores momentos fue cuando tuvo que acabar con la policía, y es que siempre solían
desplazarse por parejas. Era todo un experto, su única preocupación era la posibilidad de que no le
cupieran más cuerpos en la casa, vivía entre un enjambre de extremidades.
3. Como habéis visto ni el frutero se estaba dando cuenta de lo que pasaba, aunque en casi dos
meses nadie, aparte de Gustav, había vuelto a entrar en el mercado.
Pero esta no era una muerte más para Gustav. Ya no más tomates ni zanahorias, se acabó eso de ir a
las 10 de la mañana al mercado, ya no habría nada. Ni siquiera tenía una mínima idea de la
procedencia de la fruta que el frutero vendía, tampoco conocía las complejas artes de la agricultura;
lo único que había aprendido desde que mató a sus padres, sus primeras víctimas, era a construir
macabras figuras.
Todo esto suponía un enorme drama para Gustav, una persona con una vida demasiado estructurada,
con un esquema vital que no permitía cambio alguno. Dos tomates y tres zanahorias, eso era todo lo
que le bastaba, ¿en qué momento tuvo que cambiar el rumbo de la conversación el frutero? Quizás
siempre pensó en preguntárselo, pero cuando volvía al día siguiente no se acordaba de hacerlo;
quizás se extrañó de que volviese a por otro tomate, nunca volvía, esto pudo descuadrar algo en la
cabeza del malogrado frutero, que tenía previsto clausurar el local al día siguiente. Caprichoso
destino.
En el fondo Gustav sabía que algún día esto iba a suceder, pero eso no significaba que
pudiera asimilarlo fácilmente.
Allí se encontraba, frente al cuerpo inmóvil del vendedor de fruta, percibiendo como el mundo que
conocía se desmoronaba, aunque desde que se deshizo del penúltimo y se vio obligado a calmar su
ardor interior dejó de ser plenamente feliz. Se conformaba con alterar las formas y los entramados
que había creado en estos años. Al menos respetó el empleo de tomates.
Más de uno se habrá preguntado de qué se alimentaba si lo único que compraba para comer
eran zanahorias. Gustav era algo exquisito para el postre, un apasionado del sabor y de la textura
crujiente que aporta la zanahoria, pero por respeto a estómagos sensibles obviaremos el menú.
Espero que no me hayáis hecho mucho caso cuando mencioné que me parecía una persona
entrañable; no debemos creernos todo lo que leemos, todo lo que nos cuentan. Por otro lado, puede
que existan asesinos entrañables; lo cortés no quita lo valiente.
Gustav volvió a casa como solía hacerlo, arqueando la espalda y mirando en diagonal hacia
el suelo; lo hacía solo con un tomate. Cuando llegó no entendía nada, aunque llevaba sin
comprender mucho tiempo; ya ni se acordaba de por qué lo hacía. La costumbre que su arte suponía
iba estrechamente ligado a la compra de tomates y zanahorias, ¿para qué pensar en razones?
Cuando dejó de intentar pensar se postró frente a los cuerpos disecados durante algo más de una
hora. Después, y en un arrebato propio de una persona con lucidez, se dirigió hacia el sofá,
encendió el televisor y echó mano de un cigarro.
Berri había acabado con él, y él con Berri.