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JesúsGuridi
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JESÚS GURIDI, LA ARTESANÍA BIEN ENTENDIDA
Jesús Guridi murió el 7 de abril de 1961 en Madrid, unos meses antes de
cumplir los 75 años de edad. Para esas fechas medulares del siglo XX, las
neovanguardias nacidas tras la Segunda Guerra Mundial habían arrincona-
do ya definitivamente la vieja figura del artista artesano,si se permite el jue-
go de palabras.
En breve entrevista publicada en un diario bilbaíno con motivo del centena-
rio de su nacimiento,allá por 1886,relataba una de sus hijas detalles de su vi-
da privada y de su quehacer cotidiano. De ella se deduce que sus días trans-
currían en medio de una sencillez en las antípodas del artista-aventurero de
corte romántico,a la vez que retrata a un Guridi familiar de carácter templa-
do, hombre sin conflictos interiores ni exteriores, de creencias firmes y afi-
ciones llanas. Una de sus últimas fotografías, tomada en 1959, abunda en esta
imagen.Ya anciano, aparece el maestro en primer plano literalmente encor-
vado sobre el teclado del órgano –su instrumento de siempre, fiel compañe-
3
ro, con el que en un tiempo se ganó el pan, y del que fue consumado intér-
prete e imaginativo improvisador– en actitud concentrada, ensimismada, pero
de una humildad que nada en ella nos hace pensar en la pose, no ya del divo
exhibicionista o del artista altivo consciente de su genio y orgulloso de su ar-
te, sino simplemente del instrumentista virtuoso. Con la muerte de Guridi,
puede decirse que desaparecía además ese viejo concepto artesanal de la mú-
sica que antepone la obra bien hecha a la voluntad de afirmación de la perso-
nalidad propia como única e irrepetible.
Había nacido enVitoria el 25 de septiembre de 1886, aunque muy pronto se
trasladó con su familia a Bilbao, la ciudad a la que más ligado estaría durante
casi toda su vida.Tuvo allí sus primeras experiencias musicales,recibió allí tam-
bién su formación inicial y desarrolló entre sus lindes buena parte de su tra-
bajo profesional.Trabajo que además de la creación, se desdoblaba en la do-
cencia y en la interpretación,bien en el órgano,bien en la dirección de coros.
Entre sus antepasados se cuenta a Nicolás Ledesma, bisabuelo materno, un
compositor de obra principalmente religiosa, hoy en el olvido. Ocupó, en-
tre otros, el puesto de maestro de capilla de la catedral de Bilbao, y hasta
hace no muchos años los coros de la región cantaban de él con cierta asi-
4
duidad un hermoso Stabat Mater.Más músicos en la familia:la propia hija de
don Nicolás, de nombre Celestina, que además de ser profesora de piano,
se dedicó también a la composición; su marido, Luis Bidaola, organista, y su
yerno y padre de nuestro músico, Lorenzo Guridi, que practicaba, al pare-
cer con tino, el violín.
Así que el pequeño Guridi presentó desde su más tierna infancia una pre-
disposición excepcional para la música, que cristalizó en una temprana de-
dicación al piano y a la composición.Apenas había cumplido los doce años
de existencia cuando dio a conocer sus primeros escarceos compositivos,
al tiempo que ofrecía recitales pianísticos en público. Unos y otros llama-
ron la atención del ambiente musical del Bilbao finisecular, lo que le valió
buenos apoyos, utilísimos a la hora de completar sus estudios tanto en la
ciudad, como más tarde en París.
Allí, en la capital francesa, se instaló a partir de 1903 para trabajar princi-
palmente conVincent d’Indy en su célebre Schola Cantorum. Circunstancia
ésta que hay quien ha criticado con severidad, porque ha querido ver en
ella la responsable del talante “conservador” que tantas veces se ha atri-
5
buido a Guridi. Sea como fuere, no puede negarse que quien penetraba sus
beneméritos muros salía con una formación técnica, con un oficio, impeca-
bles.Además de d’Indy, Grovlez, Decaux y Sérieux serían allí sus maestros.
Joseph Jongen y Otto Neitzel –discípulo de Liszt–, por su parte, lo serían
también en Lieja y en Colonia,ciudades que constituyeron las siguientes es-
taciones en su periplo formativo europeo. No duró mucho este periplo,
puesto que para 1908 Guridi estaba ya de vuelta en la villa del Nervión no
sólo con un sólido bagaje técnico a sus espaldas, sino también con un co-
nocimiento cabal y bien asimilado de la música que más sonaba en la Euro-
pa de aquellos momentos –Liszt,Wagner, Franck, los rusos–, como de las
corrientes renovadoras que propugnaban los compositores más inquietos
en activo –Debussy, Richard Strauss–.
De todos estos años quedan varias decenas de partituras breves que, aun-
que llegaron a estrenarse en su mayoría,no han pasado a la posteridad.Una
de ellas, sin embargo, fue editada por la prestigiosa casa alemana Breitkopf
& Härtel con el título de Quatorze morceaux pour piano, lo que demuestra
la buena consideración que llegó a alcanzar como estudiante destacado.Pe-
ro la obra que abre verdaderamente su catálogo es una joyita que respon-
6
de al título de Así cantan los chicos, para coro infantil y piano, u orquesta,
que es en tal versión como más se interpreta. Fue redactada en Bilbao en
1908, y se dice que Falla la tenía en gran estima, cosa que no es de extra-
ñar porque Guridi acierta de pleno en ella al dar con una sencillez expre-
siva que desarma.
Inmediatamente después, seguramente estimulado por el éxito de esta pie-
za, el maestro comenzó una serie de cuatro poemas sinfónicos cuya com-
posición le tendría ocupado varios años. Le reportaron premios y recono-
cimiento en el panorama musical hispano de aquel presente.Del primero de
ellos, Égloga, no debe de conservarse hoy ni siquiera la partitura, extraviada.
El segundo, Leyenda vasca, se pone en atriles alguna que otra vez, y presenta
ya al Guridi nacionalista, al creador comprometido con el canto popular de
su tierra vasca, que papel tan decisivo iba a jugar en el espíritu –y en la le-
tra– de mucha de su música posterior. Pero Una aventura de don Quijote
(1915) y En un barco fenicio (1925), de unos años para acá van conociendo
cierta difusión, toda vez que ya pertenecen al repertorio de casi todas las
orquestas españolas. Justísma difusión, desde luego, porque aunque la in-
fluencia de los famosos tondichtungen straussianos sea manifiesta –influencia
7
que se extendería también a la ambiciosa Sinfonía pirenaica, de 1946–, sus
pentagramas están escritos con la soltura y la pulcritud de un verdadero ma-
estro; son hábiles en sus transformaciones temáticas, ingeniosos en su cre-
ación melódica, y Guridi demuestra en ellos tenerle bien cogido el pulso a
eso de los pesos y las medidas de los timbres.
La voluntad de crear una música específicamente nacional siguiendo el mo-
delo que los países de la periferia europea venían practicando desde déca-
das atrás fundamentándose en el canto popular, era la preocupación que
traía de cabeza a los compositores vascos de los primeros años del siglo
XX, casi sin excepción.Y la máxima aspiración de toda música nacional, se
sabe,es la consecución de una ópera nacional,naturalmente cantada en len-
gua vernácula. Bajo estas premisas nacieron las dos obras maestras del ca-
tálogo escénico de nuestro músico.Primeramente,Mirentxu,en 1909,y pos-
teriormente, en 1920, Amaya. Si la primera es una de las partituras más fi-
nas salidas de su pluma, la segunda constituye sencillamente uno de los
grandes pilares del teatro cantado español de todos los tiempos. No ha te-
nido la presencia adecuada en los escenarios, quizá debido a la endeblez de
un libreto en exceso tópico y lineal, que bascula entre lo épico, lo lírico y
8
lo dramático sin decisión ni verdadera voluntad de síntesis. La partitura se
impone a él con holgura sobrada, gracias a una música viva, sólida, bien tra-
zada, con oficio y con recursos.
Mirentxu no sólo reportó al maestro su primer éxito sonado, con su consi-
guiente reconocimiento profesional y social, sino que gracias a ella se estre-
charon sus relaciones con la Sociedad Coral de Bilbao –institución que se la
había encargado– de tal modo, que no mucho después fue nombrado su di-
rector. Es un hecho importante en su carrera, porque unido este trabajo al de
organista titular en la catedral del Señor Santiago –la misma en la que su bisa-
buelo había oficiado de maestro de capilla–, conseguiría garantizar unos ingre-
sos con los que poder afrontar la siempre inestable, económicamente hablan-
do,profesión de compositor.Entre las naves del gran templo gótico,los locales
de ensayo del coro y las cuatro paredes de su estudio –posteriormente, tam-
bién las de aulas del conservatorio vizcaíno, donde ocupó las titularidades de
Armonía y de Órgano– trascurrieron los años bilbaínos del maestro.
Antes de su traslado definitivo a Madrid, que no se produjo hasta finali-
zada la Guerra Civil, su catálago ya rondaba el centenar de títulos. Si bien
9
es verdad que la mayor parte de ellos responden a pretensiones meno-
res o meramente funcionales, sea como armonizaciones y adaptaciones
de melodías del folclore, sea como piezas breves de inspiración religio-
sa, destaca el que sin duda más fama le ha reportado: El caserío, que es
una comedia lírica con unos números musicales de admirable frescura.
Fama popular, a nivel de calle, puesto que hasta hace pocas generaciones
no había un solo habitante de la comunidad vasca que no tararease algu-
no de sus fragmentos más pegadizos.Y destaca sobre todo el primero de
los cuartetos de cuerda, escrito en la tonalidad de Sol mayor, en el que
–al igual que con su hermano en La menor, que había de componer unos
años después– alcanza la mayor cota de su arte, tanto por la perfección
formal como por el estilo que subsume lo vasco en el color modal, quin-
taesenciándolo.
La vida que le esperaba en el Madrid de la posguerra no iba a ser sus-
tancialmente diferente de la que vivió en la capital vizcaína. Ni él pre-
tendió que lo fuera. Siguió tocando el órgano, como titular de la iglesia
de San Manuel y San Benito, ganó por oposición las cátedras de Armo-
nía y de Órgano del conservatorio –del que llegó a ser director–, e ini-
10
ció una importante labor como compositor cinematográfico colaboran-
do con los realizadores más en boga de aquel entonces: los Rafael Gil,
Benito Perojo, José Antonio Nieves Conde... Pero sobre todo nos legó
un importante corpus creativo que recoge lo más maduro de su pro-
ducción. No puede decirse que la estética de Guridi sufriera grandes
transformaciones, ni de pensamiento ni de gramática, a lo largo de su ca-
rrera, porque el maestro se mantuvo fiel a unos principios estilísticos
que son los mismos prácticamente desde la primera a la última de sus
obras. Cosa que no quiere decir necesariamente que éstas no sufrieran
evolución. Bien queda de manifiesto en la sabia solidez arquitectónica y
en la serena hondura expresiva que con el paso de los años van poco a
poco adquiriendo.
Las famosas Diez melodías vascas de 1941,por ejemplo,suponen un sutil avan-
ce conceptual en su relación con el folclore,puesto que ya no es utilizado co-
mo medio sino como fin en sí mismo. La labor del compositor no consiste
aquí en erigir un edificio sonoro tomando como pretexto materiales del acer-
vo popular, sino en propiciarles a éstos un acomodo en la orquesta, un ropa-
je armónico y tímbrico derivado de sí mismos donde puedan expresarse en
11
toda su pureza.Y algo similar podría decirse de las Seis canciones castellanas
(1939),la tercera colección de oro de la canción española,junto con las apor-
taciones de Granados y Falla.
En su etapa madrileña, Guridi trabajó profusamente para el cine, como
ha quedado dicho, pero también para el teatro, dando forma a un buen
número de proyectos de diferente enjundia que hoy no se representan:
Peñamariana, El cansancio del hombre, Jardín Negro, Un sombrero de paja de
Italia... No mostró con ello ínfula alguna de lograr la obra de arte total,
sino que sencillamente se limitó a aplicar a las comedias de moda una
música funcional, realizada con gusto e intachable solvencia, intentando
equilibrar la simple labor alimenticia con el banco de pruebas en donde
experimentar con ritmos, armonías, timbres y texturas antes de ser apli-
cados a las obras, llamémoslas, serias. No estaría de más revisar esas par-
tituras, porque –seguro– íbamos a llevarnos alguna que otra sorpresa.
Así, en Déjame soñar, un sainete lírico escrito en 1943, coquetea nada
menos que con el jazz y los ritmos del musical americano. Experiencias
que, estilizadas, iba a trasladar posteriormente a la deliciosa fantasía Ho-
menaje a Walt Disney (1952) para piano y orquesta. A esa misma época
12
postrera corresponde la página más decisiva que dedicó a su querido
instrumento, el órgano, como si se resistiese a culminar su carrera sin
haberle consagrado lo mejor de sus esfuerzos creativos. El Tríptico del
Buen Pastor supone una magistral explotación de sus posibilidades en
atrevido torrente de sonoridades, ritmos y timbres sobre el que no se
ha llamado convenientemente la atención.
¿Por qué no es tan conocida la obra de Jesús Guridi como su calidad deman-
da? Porque, para nuestra vergüenza –y como ocurre con tantos de nuestros
clásicos–, casi medio siglo después de su muerte, y a pesar del lugar de pri-
macía que ocupa en la música española del siglo XX, muchas de sus partitu-
ras –y aún alguna de las más trascendentales– aguardan todavía ser puestas
en edición para poder acceder a los atriles.
CarlosVillasol
13
CATÁLOGO DE OBRAS (SELECCIÓN)
Música escénica
Mirentxu, idilio vasco (1909)
Amaya, drama lírico (1920)
El caserío, comedia lírica (1926)
La meiga, zarzuela (1928)
Mandolinata, comedia lírica (1934)
Mari-Eli, zarzuela (1936)
Déjame soñar, sainete lírico (1943)
Peñamariana, zarzuela (1944)
Acuarelas vascas, estampas líricas (1948)
La condesa de la aguja y el dedal, zarzuela (1950)
Música sinfónica
Égloga, poema sinfónico (1909)
Leyenda vasca, poema sinfónico (1915)
Una aventura de don Quijote, poema sinfónico (1915)
En un barco fenicio, poema sinfónico (1925)
Diez melodías vascas (1941)
14
Sinfonía pirenaica (1946)
Homenaje aWalt Disney, fantasía para piano y orquesta (1956)
Han cobrado difusión algunos fragmentos orquestales de obras escénicas co-
mo el Preludio de Mirentxu, Plenilunio y Espatadantza de Amaya, Preludio del
segundo acto de El caserío o el Interludio de La meiga.
Música de cámara
Elegía, para violín y piano (u orquesta) (1907)
Dos bocetos, para violín y piano (u orquesta) (1931)
Cuarteto nº 1 en Sol mayor (1933)
Cuarteto nº 2 en La menor (1949)
Música instrumental
Vasconia, para piano (1924)
Danzas viejas, para piano (1939)
Variaciones sobre un tema vasco, para órgano (1948)
Escuela española de órgano (1951)
Tríptico del Buen Pastor, para órgano (1953)
Ocho apuntes, para piano (1964)
Viejo zortziko, para arpa (1960)
15
Música vocal
Seis canciones castellanas, para canto y piano (1939)
Seis canciones infantiles, para canto y piano (1946)
Veintidós canciones del folklore vasco, para canto y piano
Música coral
Así cantan los chicos, para coro infantil y piano (u orquesta) (1909)
Misa de Réquiem,para coro masculino y órgano (o cuarteto de cuerda) (1918)
Misa en honor de san Ignacio de Loyola, para coro masculino y órgano (1922)
Eusko irudiak [Cuadros vascos], para coro y orquesta (1922)
Misa en honor del Arcángel san Gabriel, para coro masculino y órgano (1955)
Armonizaciones, arreglos y adaptaciones de decenas de melodías populares
españolas de diversas regiones, principalmente del PaísVasco, para diferentes
combinaciones corales, entre las que se han hecho célebres Boga, boga, Ator,
ator, Aldapeko, Akerra ikusi degu, Txeru...
Música cinematográfica
La malquerida, filme de José López Rubio (1940)
Marianela, filme de Benito Perojo (1941)
16
Senda ignorada, filme de José Antonio Nieves Conde (1946)
Angustia, filme de José Antonio Nieves Conde (1948)
La gran mentira, filme de Rafael Gil (1956)
Viva lo imposible, filme de Rafael Gil (1957)
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Jesus guridi

  • 2.
  • 3. JESÚS GURIDI, LA ARTESANÍA BIEN ENTENDIDA Jesús Guridi murió el 7 de abril de 1961 en Madrid, unos meses antes de cumplir los 75 años de edad. Para esas fechas medulares del siglo XX, las neovanguardias nacidas tras la Segunda Guerra Mundial habían arrincona- do ya definitivamente la vieja figura del artista artesano,si se permite el jue- go de palabras. En breve entrevista publicada en un diario bilbaíno con motivo del centena- rio de su nacimiento,allá por 1886,relataba una de sus hijas detalles de su vi- da privada y de su quehacer cotidiano. De ella se deduce que sus días trans- currían en medio de una sencillez en las antípodas del artista-aventurero de corte romántico,a la vez que retrata a un Guridi familiar de carácter templa- do, hombre sin conflictos interiores ni exteriores, de creencias firmes y afi- ciones llanas. Una de sus últimas fotografías, tomada en 1959, abunda en esta imagen.Ya anciano, aparece el maestro en primer plano literalmente encor- vado sobre el teclado del órgano –su instrumento de siempre, fiel compañe- 3
  • 4. ro, con el que en un tiempo se ganó el pan, y del que fue consumado intér- prete e imaginativo improvisador– en actitud concentrada, ensimismada, pero de una humildad que nada en ella nos hace pensar en la pose, no ya del divo exhibicionista o del artista altivo consciente de su genio y orgulloso de su ar- te, sino simplemente del instrumentista virtuoso. Con la muerte de Guridi, puede decirse que desaparecía además ese viejo concepto artesanal de la mú- sica que antepone la obra bien hecha a la voluntad de afirmación de la perso- nalidad propia como única e irrepetible. Había nacido enVitoria el 25 de septiembre de 1886, aunque muy pronto se trasladó con su familia a Bilbao, la ciudad a la que más ligado estaría durante casi toda su vida.Tuvo allí sus primeras experiencias musicales,recibió allí tam- bién su formación inicial y desarrolló entre sus lindes buena parte de su tra- bajo profesional.Trabajo que además de la creación, se desdoblaba en la do- cencia y en la interpretación,bien en el órgano,bien en la dirección de coros. Entre sus antepasados se cuenta a Nicolás Ledesma, bisabuelo materno, un compositor de obra principalmente religiosa, hoy en el olvido. Ocupó, en- tre otros, el puesto de maestro de capilla de la catedral de Bilbao, y hasta hace no muchos años los coros de la región cantaban de él con cierta asi- 4
  • 5. duidad un hermoso Stabat Mater.Más músicos en la familia:la propia hija de don Nicolás, de nombre Celestina, que además de ser profesora de piano, se dedicó también a la composición; su marido, Luis Bidaola, organista, y su yerno y padre de nuestro músico, Lorenzo Guridi, que practicaba, al pare- cer con tino, el violín. Así que el pequeño Guridi presentó desde su más tierna infancia una pre- disposición excepcional para la música, que cristalizó en una temprana de- dicación al piano y a la composición.Apenas había cumplido los doce años de existencia cuando dio a conocer sus primeros escarceos compositivos, al tiempo que ofrecía recitales pianísticos en público. Unos y otros llama- ron la atención del ambiente musical del Bilbao finisecular, lo que le valió buenos apoyos, utilísimos a la hora de completar sus estudios tanto en la ciudad, como más tarde en París. Allí, en la capital francesa, se instaló a partir de 1903 para trabajar princi- palmente conVincent d’Indy en su célebre Schola Cantorum. Circunstancia ésta que hay quien ha criticado con severidad, porque ha querido ver en ella la responsable del talante “conservador” que tantas veces se ha atri- 5
  • 6. buido a Guridi. Sea como fuere, no puede negarse que quien penetraba sus beneméritos muros salía con una formación técnica, con un oficio, impeca- bles.Además de d’Indy, Grovlez, Decaux y Sérieux serían allí sus maestros. Joseph Jongen y Otto Neitzel –discípulo de Liszt–, por su parte, lo serían también en Lieja y en Colonia,ciudades que constituyeron las siguientes es- taciones en su periplo formativo europeo. No duró mucho este periplo, puesto que para 1908 Guridi estaba ya de vuelta en la villa del Nervión no sólo con un sólido bagaje técnico a sus espaldas, sino también con un co- nocimiento cabal y bien asimilado de la música que más sonaba en la Euro- pa de aquellos momentos –Liszt,Wagner, Franck, los rusos–, como de las corrientes renovadoras que propugnaban los compositores más inquietos en activo –Debussy, Richard Strauss–. De todos estos años quedan varias decenas de partituras breves que, aun- que llegaron a estrenarse en su mayoría,no han pasado a la posteridad.Una de ellas, sin embargo, fue editada por la prestigiosa casa alemana Breitkopf & Härtel con el título de Quatorze morceaux pour piano, lo que demuestra la buena consideración que llegó a alcanzar como estudiante destacado.Pe- ro la obra que abre verdaderamente su catálogo es una joyita que respon- 6
  • 7. de al título de Así cantan los chicos, para coro infantil y piano, u orquesta, que es en tal versión como más se interpreta. Fue redactada en Bilbao en 1908, y se dice que Falla la tenía en gran estima, cosa que no es de extra- ñar porque Guridi acierta de pleno en ella al dar con una sencillez expre- siva que desarma. Inmediatamente después, seguramente estimulado por el éxito de esta pie- za, el maestro comenzó una serie de cuatro poemas sinfónicos cuya com- posición le tendría ocupado varios años. Le reportaron premios y recono- cimiento en el panorama musical hispano de aquel presente.Del primero de ellos, Égloga, no debe de conservarse hoy ni siquiera la partitura, extraviada. El segundo, Leyenda vasca, se pone en atriles alguna que otra vez, y presenta ya al Guridi nacionalista, al creador comprometido con el canto popular de su tierra vasca, que papel tan decisivo iba a jugar en el espíritu –y en la le- tra– de mucha de su música posterior. Pero Una aventura de don Quijote (1915) y En un barco fenicio (1925), de unos años para acá van conociendo cierta difusión, toda vez que ya pertenecen al repertorio de casi todas las orquestas españolas. Justísma difusión, desde luego, porque aunque la in- fluencia de los famosos tondichtungen straussianos sea manifiesta –influencia 7
  • 8. que se extendería también a la ambiciosa Sinfonía pirenaica, de 1946–, sus pentagramas están escritos con la soltura y la pulcritud de un verdadero ma- estro; son hábiles en sus transformaciones temáticas, ingeniosos en su cre- ación melódica, y Guridi demuestra en ellos tenerle bien cogido el pulso a eso de los pesos y las medidas de los timbres. La voluntad de crear una música específicamente nacional siguiendo el mo- delo que los países de la periferia europea venían practicando desde déca- das atrás fundamentándose en el canto popular, era la preocupación que traía de cabeza a los compositores vascos de los primeros años del siglo XX, casi sin excepción.Y la máxima aspiración de toda música nacional, se sabe,es la consecución de una ópera nacional,naturalmente cantada en len- gua vernácula. Bajo estas premisas nacieron las dos obras maestras del ca- tálogo escénico de nuestro músico.Primeramente,Mirentxu,en 1909,y pos- teriormente, en 1920, Amaya. Si la primera es una de las partituras más fi- nas salidas de su pluma, la segunda constituye sencillamente uno de los grandes pilares del teatro cantado español de todos los tiempos. No ha te- nido la presencia adecuada en los escenarios, quizá debido a la endeblez de un libreto en exceso tópico y lineal, que bascula entre lo épico, lo lírico y 8
  • 9. lo dramático sin decisión ni verdadera voluntad de síntesis. La partitura se impone a él con holgura sobrada, gracias a una música viva, sólida, bien tra- zada, con oficio y con recursos. Mirentxu no sólo reportó al maestro su primer éxito sonado, con su consi- guiente reconocimiento profesional y social, sino que gracias a ella se estre- charon sus relaciones con la Sociedad Coral de Bilbao –institución que se la había encargado– de tal modo, que no mucho después fue nombrado su di- rector. Es un hecho importante en su carrera, porque unido este trabajo al de organista titular en la catedral del Señor Santiago –la misma en la que su bisa- buelo había oficiado de maestro de capilla–, conseguiría garantizar unos ingre- sos con los que poder afrontar la siempre inestable, económicamente hablan- do,profesión de compositor.Entre las naves del gran templo gótico,los locales de ensayo del coro y las cuatro paredes de su estudio –posteriormente, tam- bién las de aulas del conservatorio vizcaíno, donde ocupó las titularidades de Armonía y de Órgano– trascurrieron los años bilbaínos del maestro. Antes de su traslado definitivo a Madrid, que no se produjo hasta finali- zada la Guerra Civil, su catálago ya rondaba el centenar de títulos. Si bien 9
  • 10. es verdad que la mayor parte de ellos responden a pretensiones meno- res o meramente funcionales, sea como armonizaciones y adaptaciones de melodías del folclore, sea como piezas breves de inspiración religio- sa, destaca el que sin duda más fama le ha reportado: El caserío, que es una comedia lírica con unos números musicales de admirable frescura. Fama popular, a nivel de calle, puesto que hasta hace pocas generaciones no había un solo habitante de la comunidad vasca que no tararease algu- no de sus fragmentos más pegadizos.Y destaca sobre todo el primero de los cuartetos de cuerda, escrito en la tonalidad de Sol mayor, en el que –al igual que con su hermano en La menor, que había de componer unos años después– alcanza la mayor cota de su arte, tanto por la perfección formal como por el estilo que subsume lo vasco en el color modal, quin- taesenciándolo. La vida que le esperaba en el Madrid de la posguerra no iba a ser sus- tancialmente diferente de la que vivió en la capital vizcaína. Ni él pre- tendió que lo fuera. Siguió tocando el órgano, como titular de la iglesia de San Manuel y San Benito, ganó por oposición las cátedras de Armo- nía y de Órgano del conservatorio –del que llegó a ser director–, e ini- 10
  • 11. ció una importante labor como compositor cinematográfico colaboran- do con los realizadores más en boga de aquel entonces: los Rafael Gil, Benito Perojo, José Antonio Nieves Conde... Pero sobre todo nos legó un importante corpus creativo que recoge lo más maduro de su pro- ducción. No puede decirse que la estética de Guridi sufriera grandes transformaciones, ni de pensamiento ni de gramática, a lo largo de su ca- rrera, porque el maestro se mantuvo fiel a unos principios estilísticos que son los mismos prácticamente desde la primera a la última de sus obras. Cosa que no quiere decir necesariamente que éstas no sufrieran evolución. Bien queda de manifiesto en la sabia solidez arquitectónica y en la serena hondura expresiva que con el paso de los años van poco a poco adquiriendo. Las famosas Diez melodías vascas de 1941,por ejemplo,suponen un sutil avan- ce conceptual en su relación con el folclore,puesto que ya no es utilizado co- mo medio sino como fin en sí mismo. La labor del compositor no consiste aquí en erigir un edificio sonoro tomando como pretexto materiales del acer- vo popular, sino en propiciarles a éstos un acomodo en la orquesta, un ropa- je armónico y tímbrico derivado de sí mismos donde puedan expresarse en 11
  • 12. toda su pureza.Y algo similar podría decirse de las Seis canciones castellanas (1939),la tercera colección de oro de la canción española,junto con las apor- taciones de Granados y Falla. En su etapa madrileña, Guridi trabajó profusamente para el cine, como ha quedado dicho, pero también para el teatro, dando forma a un buen número de proyectos de diferente enjundia que hoy no se representan: Peñamariana, El cansancio del hombre, Jardín Negro, Un sombrero de paja de Italia... No mostró con ello ínfula alguna de lograr la obra de arte total, sino que sencillamente se limitó a aplicar a las comedias de moda una música funcional, realizada con gusto e intachable solvencia, intentando equilibrar la simple labor alimenticia con el banco de pruebas en donde experimentar con ritmos, armonías, timbres y texturas antes de ser apli- cados a las obras, llamémoslas, serias. No estaría de más revisar esas par- tituras, porque –seguro– íbamos a llevarnos alguna que otra sorpresa. Así, en Déjame soñar, un sainete lírico escrito en 1943, coquetea nada menos que con el jazz y los ritmos del musical americano. Experiencias que, estilizadas, iba a trasladar posteriormente a la deliciosa fantasía Ho- menaje a Walt Disney (1952) para piano y orquesta. A esa misma época 12
  • 13. postrera corresponde la página más decisiva que dedicó a su querido instrumento, el órgano, como si se resistiese a culminar su carrera sin haberle consagrado lo mejor de sus esfuerzos creativos. El Tríptico del Buen Pastor supone una magistral explotación de sus posibilidades en atrevido torrente de sonoridades, ritmos y timbres sobre el que no se ha llamado convenientemente la atención. ¿Por qué no es tan conocida la obra de Jesús Guridi como su calidad deman- da? Porque, para nuestra vergüenza –y como ocurre con tantos de nuestros clásicos–, casi medio siglo después de su muerte, y a pesar del lugar de pri- macía que ocupa en la música española del siglo XX, muchas de sus partitu- ras –y aún alguna de las más trascendentales– aguardan todavía ser puestas en edición para poder acceder a los atriles. CarlosVillasol 13
  • 14. CATÁLOGO DE OBRAS (SELECCIÓN) Música escénica Mirentxu, idilio vasco (1909) Amaya, drama lírico (1920) El caserío, comedia lírica (1926) La meiga, zarzuela (1928) Mandolinata, comedia lírica (1934) Mari-Eli, zarzuela (1936) Déjame soñar, sainete lírico (1943) Peñamariana, zarzuela (1944) Acuarelas vascas, estampas líricas (1948) La condesa de la aguja y el dedal, zarzuela (1950) Música sinfónica Égloga, poema sinfónico (1909) Leyenda vasca, poema sinfónico (1915) Una aventura de don Quijote, poema sinfónico (1915) En un barco fenicio, poema sinfónico (1925) Diez melodías vascas (1941) 14
  • 15. Sinfonía pirenaica (1946) Homenaje aWalt Disney, fantasía para piano y orquesta (1956) Han cobrado difusión algunos fragmentos orquestales de obras escénicas co- mo el Preludio de Mirentxu, Plenilunio y Espatadantza de Amaya, Preludio del segundo acto de El caserío o el Interludio de La meiga. Música de cámara Elegía, para violín y piano (u orquesta) (1907) Dos bocetos, para violín y piano (u orquesta) (1931) Cuarteto nº 1 en Sol mayor (1933) Cuarteto nº 2 en La menor (1949) Música instrumental Vasconia, para piano (1924) Danzas viejas, para piano (1939) Variaciones sobre un tema vasco, para órgano (1948) Escuela española de órgano (1951) Tríptico del Buen Pastor, para órgano (1953) Ocho apuntes, para piano (1964) Viejo zortziko, para arpa (1960) 15
  • 16. Música vocal Seis canciones castellanas, para canto y piano (1939) Seis canciones infantiles, para canto y piano (1946) Veintidós canciones del folklore vasco, para canto y piano Música coral Así cantan los chicos, para coro infantil y piano (u orquesta) (1909) Misa de Réquiem,para coro masculino y órgano (o cuarteto de cuerda) (1918) Misa en honor de san Ignacio de Loyola, para coro masculino y órgano (1922) Eusko irudiak [Cuadros vascos], para coro y orquesta (1922) Misa en honor del Arcángel san Gabriel, para coro masculino y órgano (1955) Armonizaciones, arreglos y adaptaciones de decenas de melodías populares españolas de diversas regiones, principalmente del PaísVasco, para diferentes combinaciones corales, entre las que se han hecho célebres Boga, boga, Ator, ator, Aldapeko, Akerra ikusi degu, Txeru... Música cinematográfica La malquerida, filme de José López Rubio (1940) Marianela, filme de Benito Perojo (1941) 16
  • 17. Senda ignorada, filme de José Antonio Nieves Conde (1946) Angustia, filme de José Antonio Nieves Conde (1948) La gran mentira, filme de Rafael Gil (1956) Viva lo imposible, filme de Rafael Gil (1957) 17