Gregorio Samsa despierta una mañana transformado en un monstruoso insecto. Aunque intenta ir a trabajar, ya no puede y pierde su empleo. Su familia lo rechaza y comienza a verlo como una carga. Con el tiempo, Gregorio es abandonado y muere solo en su habitación.
1. La metamorfosis
Resumen:
Una mañana, después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó transformado en
un monstruoso insecto. Tenía muchas patitas que se movían sin que él pueda controlarlas y
todo indicaba que no se trataba de un sueño: el reloj indicaba las seis y media y el tren salía a
las cinco. No podía comprender cómo pudo quedarse dormido si el despertador sonaba todos
los días a las cuatro de la mañana, y tan fuerte que hasta hacía vibrar los muebles. Pero no era
momento de lamentarse, debía levantarse o perdería su trabajo. Si bien había perdido el tren
de las cinco podía alcanzar el de las siete si se daba prisa. Pero no era posible salir de la cama,
se balanceaba sobre su enorme caparazón y aun así no lograba llegar ni al borde. Su mamá
llamó a la puerta:
―Gregorio ―dijo ella― van a ser las siete, ¿te pasa algo malo?
También llamó su padre y hasta escuchó la voz de su hermana Grete, pero intentó calmarlos
diciéndoles que no pasaba nada y que enseguida estaría con ellos. Pero no podía levantarse
aunque lo intentaba. Quiso rendirse, decir que estaba enfermo y descansar un día. Pero no era
tan fácil, vendría su jefe a buscarlo, traería a un médico (el que se daría cuenta que Gregorio
no estaba enfermo) y lo botarían de su empleo por perezoso. Y Gregorio no podía perder su
trabajo, por lo menos ahora no, en cinco años podía ser, cuando termine de pagar la deuda de
su padre, pero ahora no, su familia lo necesitaba.
Miró una vez más el reloj: eran las siete, había perdido el segundo tren, definitivamente estaba
en problemas. En ese momento oyó que tocaban a la puerta y que alguien decía: “Buenos días,
¿está Gregorio en casa?” Era la voz del gerente, ya no era tiempo de estar jugando o perdería
su trabajo. Giró con todas sus fuerzas y cayó de la cama a la alfombra. Sus patas se
acomodaron perfectamente al piso y se acercó a la puerta. Tocaron a la puerta, el gerente le
increpó su actitud:
―No lo puedo creer, señor Samsa, yo había confiado en usted y usted ni siquiera quiere ir a
trabajar. Además, es muy sospechoso que ayer usted tenía que hacer unas cobranzas y hoy,
en vez de llevar el dinero, se queda en casa.
Muy sospechoso, señor Samsa, muy sospechoso.
Gregorio estaba disgustado, ¿por qué lo trataba así?, él sería incapaz de robarle a sus patrones,
además tenía años de un trabajo impecable. Pero ni eso valoraba el gerente.
―Un momento por favor, ―dijo Gregorio― ya me levanto, me he sentido mal por la mañana
pero ya estoy bien y voy a trabajar, así que no se preocupen.
Al otro lado de la puerta, el gerente y la familia de Gregorio no había escuchado palabras, sino
sonidos monstruosos, silbidos, gruñidos y resoplidos. Grete fue a buscar a un médico y la criada
corrió a buscar a un cerrajero para forzar la puerta y saber que estaba pasando dentro de esa
habitación. Pero Gregorio logró abrir la puerta antes. Usó su mandíbula sin dientes y se hizo
bastante daño, pero giró la manija de la puerta. “Al fin”, exclamó el gerente y entró antes que
los demás a la habitación. Cuando vio al insecto se quedó estático y mudo, la madre cayó
desmayada y el padre amenazó a Gregorio con el puño para que no se acerque. El único que
mantuvo la calma fue el insecto.
―No se preocupen ―dijo Gregorio― cualquiera tiene una indisposición, pero ya estoy bien, en
un minuto me cambio y voy a trabajar. Además, voy a trabajar el doble para compensar mi
tardanza, pero no piensen que soy un perezoso.
2. Nuevamente lo que oyeron todos no fueron palabras sino balbuceos monstruosos. El gerente
huyó casi a la carrera, Gregorio fue tras él pues temía perder su trabajo y como estaba apoyado
en la puerta pudo pasar su ancho caparazón de lado. Pero cuando quiso regresar a su
habitación, no podía pasar por la estrecha puerta. Su padre había salido a detenerlo pensando
que atacaría al gerente, y con la rabia que sentía no se fijó que Gregorio tenía el caparazón
incrustado en el marco de la puerta y de un empujón lo envió al fondo del cuarto. El caparazón
se hirió y de las llagas salía un líquido verdoso.
El resto de ese día Gregorio lo pasó durmiendo. Cuando despertó encontró una bandeja con su
alimento preferido: leche, y en ella nadaban pedacitos de pan. Al instante supo que su hermana
había puesto ahí la comida. Se acercó, emocionado, a comer pero al primer sorbo sintió asco y
se sorprendió pues nunca la leche le había causado esa sensación. Intentó de nuevo, pero era
imposible, asqueroso. Así que se arrinconó debajo del sofá y pasó durmiendo y con hambre la
primera noche de insecto.
En la mañana, su hermana entró al cuarto, y al ver que Gregorio no había comido, como
adivinando sus pensamientos, sacó el plato con leche y a cambio le trajo varios alimentos
descompuestos: vegetales, restos de comida, un queso mohoso; y dejó solo a Gregorio que
sólo entonces pudo comer y esta vez también se sorprendió pues lo que antes habría sido
repulsivo para él, entonces era delicioso. Terminó y volvió a esconderse bajo el sofá. Más tarde,
Grete limpió todo mientras el insecto estaba escondido bajo el sofá, pero la muchacha podía
ver el bulto tenebroso debajo del mueble y aunque evitaba mirarlo, sentía su presencia y eso
incomodaba a ambos. Y aunque la única que se encargaba de cuidar a Gregorio era ella, la
situación se hizo cada vez más tensa: Grete abría de par en par las ventanas de la habitación
cada vez que entraba para que escape el hedor del insecto, pero eso mortificaba a Gregor io
que habría preferido que las ventanas no solo estén cerradas sino que también estén corridas
las cortinas.
Una noche, Gregorio escuchó la conversación de su familia (la puerta de su cuarto daba al
comedor). Las conversaciones en casa ya no eran alegres ni joviales, casi no se hablaban, todo
había entrado en un estado de petrificación. La criada se había ido y habían contratado otra
bastante mayor. Y aunque solo Grete se encargaba de Gregorio, continuamente su madre
declaraba su intención de ver a su hijo y conocer su estado; pero su padre y su hija se lo
impedían. Gregorio estaba de acuerdo con ellos, no quería que su madre, ni su hermana (ni
nadie) pase malos momentos por su culpa. Así que, aunque demoró cuatro horas, arrastró la
sábana de su cama y la llevó bajo el sofá, donde se tapó con ella y evitaba que su hermana se
aterrorice cada vez que entraba a limpiar la habitación.
Por ese entonces, Gregorio había encontrado un pasatiempo: había descubierto que sus patas
viscosas se adherían a las paredes y que podía caminar por ellas, incluso podía pasear por el
techo. Su hermana lo había notado pues quedaban las huellas de sus patas. Se le ocurrió
entonces que si su hermano quería pasear por las paredes y por el techo, lo más sensato sería
quitarle todos los obstáculos que pueda encontrar: los muebles, el escritorio, la cama. En ese
momento no tenía quién la ayude en la labor, y como la única en casa era la madre, tuvo que
pedírselo a ella. Gregorio se escondió bajo la sábana y las dos mujeres comenzaron la labor.
Sin embargo, él no quería que desalojen sus cosas, no quería sentirse un animal, no quería que
le quiten lo último que le deba una apariencia humana a su habitación. “Es ahora o nunca”,
pensó, y salió de debajo de la sábana y se apoyó sobre un cuadro, pegando su vientre viscoso
al cristal del retrato.
Cuando volvió la madre al cuarto, vio al insecto pegado al vidrio y se desmayó por el espanto.
Grete intentó auxiliarla y le desabrochó la blusa para que pueda respirar mejor, mientras
amenazaba al insecto con la mirada. Gregorio, asustado, se despegó como pudo del vidrio y
huyó hacia el comedor y trepó por las paredes y el techo. Pero su nerviosismo lo traicionó: se
3. despegó del techo y cayó pesadamente sobre la mesa. En ese momento llegó el padre del
trabajo. Cuando vio la expresión de susto de su hija, lo adivinó todo.
―Gregorio se ha escapado ―dijo ella abrazándose al pecho del padre―, mamá lo ha visto y
se ha desmayado, pero ya está mejor.
El padre no quiso escuchar más, tiró la gorra sobre el sofá y empezó a perseguir al insecto.
Gregorio huía, pero pronto se dio cuenta que era preferible dejar de escapar y dirigirse al cuarto
para demostrar que tenía la intención de encerrarse por sí mismo. Pero el padre no entendió y
empezó a arrojarle manzanas, una de las cuales se encajó en el caparazón del insecto, quien
se cruzó con su madre que corría espantada para detener a su esposo y pedirle llorando que
por favor no mate a su hijo.
A partir de entonces, la relación con Gregorio cambió drásticamente. Todos en casa debieron
buscar un empleo: el padre era mensajero, la madre costurera y la hermana encontró trabajo
en una tienda. Además tuvieron que despedir a la criada y contrataron una asistenta que venía
por unas horas para limpiar la casa. Grete atendía a Gregorio con desdén: le arrojaba la comida
y ya no limpiaba su cuarto, pronto abandonó su cuidado y se lo encargaron a la asistenta, quien,
a diferencia de todos, no le tenía el menor temor al insecto: lo insultaba, le picaba el caparazón
con la escoba y ponía todas las cosas de sobra en su cuarto. En poco tiempo Gregorio tenía un
estado deplorable: estaba cubierto de polvo, viviendo entre los desechos, con restos de basura
y comida adherida a su cuerpo y sin nadie que lo atienda de verdad.
Por esos días los padres decidieron recibir inquilinos en casa para tener un ingreso adicional.
Recibieron a tres amigos a los que trataban con demasiada sumisión (ni siquiera se sentaban
en su sofá si los inquilinos estaban cerca) pues nunca habían tenido huéspedes e n casa y
querían tratarlos de la mejor manera para que no se vayan. Una noche, mientras cenaban, Grete
tocó el violín en la cocina; los inquilinos se sintieron conmovidos por la música y le pidieron que
toque para ellos y que a cambio le darían una propina. La muchacha lo hizo, el padre colocó el
pentagrama y ella empezó a tocar.
Cuando Gregorio oyó la música, se sintió conmovido. Recordó que soñaba con ahorrar dinero
para enviar a su hermana al conservatorio y pensó que la música habría enternecido a todos
tanto como a él así que se atrevió a salir del cuarto y asomarse al comedor (la asistenta había
olvidado cerrar la puerta). Uno de los inquilinos vio al insecto pero mantuvo la calma.
―Señor Samsa ―dijo uno de los inquilinos―, ¿qué es eso? ―y señaló a Gregorio.
El padre, espantado por el suceso, en lugar de meter a Gregorio en su cuarto, empujó
frenéticamente a los huéspedes al suyo sin darles una explicación. Grete soltó el violín y corrió
al cuarto de los huéspedes donde arregló las camas antes que ellos ingresen. Entonces,
cansados de tantos empujones los inquilinos se detuvieron en seco.
―Señor Samsa, debo decirle que me siento ofendido por el trato que se nos ha dado ―dijo uno
de ellos―. Así que nos vamos de su casa sin pagarle ni un centavo, a l contrario creo que les
voy a pedir una indemnización.
Los dos compañeros de este, asintieron con la cabeza y se encerraron en su cuarto.
El padre se dejó caer en el sillón, la madre y la hermana lloraban y Gregorio, por la falta de
fuerzas que le ocasionaba el hambre, no podía moverse de regreso a su cuarto. No lograba
entender como su buena intención se había convertido en una maldición para los demás.
―Debemos deshacernos de él ―gritó la hermana―. Yo ya no aguanto más. Esa cosa nos va
a matar a todos. Nuestro error ha sido creer que eso es Gregorio, y no lo es. Echémoslo de
casa, suficiente tortura es que todos nosotros trabajemos y que aparte debamos encargarnos
de ese insecto. ¡Papá! ―dijo con un débil chillido y corrió a esconderse detrás de él―, a hí
viene.
Pero Gregorio no iba hacia ella, sino que daba la vuelta para regresar a su encierro. Estaba tan
débil que demoró mucho en llegar, pero cuando cruzó el umbral, Grete cerró la puerta
4. violentamente y la aseguró con llave. Toda esa noche Gregorio la pasó despierto, convencido
(aún más que su hermana) de que debía morir. Cuando el reloj de la iglesia dio las tres de la
madrugada, Gregorio encogió su cabeza y murió.
A la mañana siguiente fue la asistenta la que notó la muerte del insecto. “Al fin est iró la pata”, le
dijo a la familia que no le prestó atención. Intentó explicarles lo que tenía planeado para el
cadáver, pero tampoco fue tomada en cuenta. Hasta que ella misma arrastró el cadáver con la
escoba para que ellos lo vean.
―Demos gracias a Dios ―dijo el padre.
En ese momento salieron los inquilinos, quienes pidieron el desayuno y fueron sorprendidos por
la asistenta que les mostró el insecto muerto. El padre, enojado, se paró frente a ellos y los botó
duramente de su casa. También la criada salió muy enojada pues nadie tomaba atención a sus
planes sobre qué hacer con el insecto.
La familia se tomó el día libre de sus trabajos, sacaron sus cuentas y vieron que lo que ganaban
entre los tres les alcanzaba para vivir y hasta sobraba un poco para ahorrarlo, así que sintieron
un alivio por la carga que se les quitaba con la muerte de Gregorio. Decidieron salir, pasear,
como hace meses no lo hacían; y, mientras viajaban en el tranvía, los padres notaban la belleza
de Grete, que ya estaba en condiciones de tomar un buen marido.