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   INDELEBLE
     Y OTROS RELATOS
 DEL MILITARISMO GENOCIDA
    Y LA ESCLAVIZACIÓN
     LATINOAMERICANA




GUILLERMO AMILCAR VERGARA
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                          A Monseñor Enrique Angelelli
Y todos aquellos, que abonaron con su sangre generosa,
 el venerable sueño de una América, con amor y libertad




             17/06/1923 – 4/08/1976
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             LAS BÚSQUEDA DE LA VERDAD ES UN CAMINO
              EL TRIUNFO DE LA VERDAD, UNA ESTRATEGIA

Nuestra Argentina ha vivido, a través de su frondosa historia, holocaustos de
barbarie, donde los responsables, individual ó colectivamente, jamás se
arrepintieron, no tuvieron, atisbos de remordimiento, la mínima autocrítica, ni
una pizca de pena ó tristeza por tantas vidas tronchadas, en honor a la nada.
“Indeleble” es una falacia acerca del arrepentimiento de un conocido general,
defendiéndose de los embates de su propia conciencia.
“Noctiluca” es la añoranza de la lejana niñez, siempre tan grabada en lo más
recóndito de nosotros.
“Pienso, luego existo”, es una paradoja que intenta transitar los límites sutiles,
casi inexistentes, entre las presuntas realidades de nuestra estancia.
Quizás el espíritu humano tiene sellos inmanentes que lo amalgaman a
realidades donde no se respetan las libertades individuales, y la “democracia”
(¿cuál democracia?) es un burdo disfraz que mimetiza la megalomanía, las
ambiciones, la fiebre del poder, por el poder mismo. “El Secuestro” intenta
narrar otro eventual camino, en la búsqueda de la verdad.
“Mi alumno” es la incógnita del sentido de la vida al enfrentar el cataclismo,
inevitable, de la muerte. Sólo el conocimiento superador promoverá una
aproximación a la verdad.
“Francotirador” es un relato que concluye posibilidades de superación de los
dramas vivenciales y psicológicos que perturban nuestra vida
Trabajando en el desierto de La Rioja me detuve, muchas veces, en algún
ranchito, a pedir agua fresca, ó sentarme con los llanistos a tomar algún
matecito. Era tan mezquina y precaria la vida de estos viejitos, a los que sus
hijos, todos emigrados a las urbes, les traen sus nietos “para que los críen”.
“Larga sed de María” pretendió ser un cuento ortodoxo, con planteo, trámite y
desenlace, plagiando un poco la genial técnica de Horacio Quiroga (con el
universo de saber y dolor que nos separan). Pretendía ser una fantasía, y
terminó, graciosamente, esbozando un fiel correlato de la vida de tantos
riojanos pobres.
 “Futuro imperfecto” es un ensayo sobre un mundo que se auto fagocita, que ya
no se soporta a sí mismo...Nuestro mundo.
  “Cuchiyo del mishmo palo” es una fugaz ingresión a la marginalidad, su
antítesis de vida, y la carencia de salidas posibles ante la normalidad de la
barbarie. La existencia es un tormento, y la muerte, en espirales de violencia,
sólo un lógico desenlace.
Hurgando el arcón de los recuerdos surgió “Maikel”, uno de esos incidentes de
la incipiente juventud, tan remota que parece ajena, que, no obstante, nos
marcan para siempre. Un jovencito y un anciano conviven parajes de ensueño
y pesadilla.
“Ignota muerte de Ernesto Rojas, un montonero” un breve enfoque a la derrota
del Chacho, en Caucete, las desbandada y la muerte del aguerrido ejército
riojano.
“Caída libre” es un grotesco, pequeñas digresiones que ofrece la estancia.
“Los del 60” inicia una serie de relatos, con los tres siguientes, que permite
conocer, desde mi humilde punto de vista, la historia del calvario de una
generación, lúcida e irreverente, de nuestra, hoy, devaluada, Argentina.
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“Pérdida de la Santidad” relata una modesta experiencia, que señala un rumbo
eventual hacia una comunidad organizada.
 “Juramento Hipocrático” intenta llevarnos a una situación límite, la relación
entre el torturador y su víctima. La necesidad de satisfacer patologías sádicas
El eventual triunfo de la fuerza, de quien se sabe carente de la verdad, sobre
quien la detenta.
 “Contrainteligencia” relata la vida de los presos políticos, hostigados, hasta el
hartazgo, por los agentes encubiertos, de los servicios de inteligencia, de la
dictadura militar.
“Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!” es una crónica del patético mundo
de los avaros. Muchas veces nos preguntamos cómo gente tan despreciable
pueden acuñar inmensas fortunas. Es sencillo: son miserables.
Laberinto intenta descubrir las interacciones entra las culturas incaicas y
calchaquíes, la conquista de los metales, y la explotación imperialista para la
sóla satisfacción de poseer el oro. Todo ello en una realidad con la barbarie al
acecho.
Aurelio del Pehuén es una fantasía, casi real, de la zaga defensiva de la
Nación Araucana ante la autodenominada “conquista del desierto”.
“No hay enemigos pequeños” pretende interpretar la súbita desaparición de los
culturas militaristas genocidas (Mayas y Toltecas), precursoras de la decadente
barbarie Azteca.
                                                 Guillermo Amilcar Vergara/2010.
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                                  INDELEBLE

  Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José Hernández.

Siempre lo habían exasperado los preparativos para las fiestas de gala. Se
sumaban la lentitud crónica de su esposa, para acicalarse, a la ridiculez que
siempre sentía al vestir el atuendo militar ciudadano. La única indumentaria
digna y cómoda, para su concepto profesionalista, era el equipo de sarga verde
oliva – de combate - ; que le hacían sentir holgado, cómodo, y con facilidad
para cargar las armas y correajes de guerrero. Afortunadamente, era un
hombre meticuloso, ordenado hasta el hartazgo; para satisfacción personal y
engorro de quienes lo rodeaban. Tomó la funda de cuerina, abrió el cierre, y
extrajo con cuidado la chaqueta de hilo blanco, con brillantes botones dorados.
A pesar de haber superado – con holgura – los sesenta, el entalle ceñía su
cintura como veinte años atrás. Buscó sus medallas en una caja de caoba y
enfrentó el espejo para acomodar sus distinciones laborales. ¡Tantos honores y
ningún combate¡ - comentó esa vocecita impertinente que, últimamente,
opinaba con total libertad sobre todos sus asuntos -. Repentinamente, con
horror, advirtió una impactante mancha bermellón en la pechera izquierda de la
prenda. Era un círculo rojizo, de aproximadamente cinco centímetros de
diámetro, de aspecto rezumante. Apoyó un dedo en la mancha y la percibió
tibia y mojada. Su índice quedó enrojecido.
No quiso indagar la causa de la anomalía, sólo le preocupaba, de momento,
tener una chaqueta en condiciones para concurrir al casamiento de la hija de
su camarada Pérez Battaglia. Con firmeza y precisión cepilló la irregularidad,
usando agua tibia y jabón. Por fin quedó sólo una tenue aureola rosada, casi
imperceptible. Llamó a la mucama, requiriendo que, prestamente, la repase con
la plancha. En contados minutos le fue reintegrada, todavía humeante y con el
agradable aroma a vapor y aprestos.
Calzó la prenda con impaciencia, no exenta de una creciente dosis de
inexplicable angustia. Enfrentó, nuevamente, al espejo, sintiendo el corazón
galopar, descontrolado, en su pecho. Si, no era ilusión, la mancha había
reaparecido y parecía latir, sanguinolenta, burlona y desafiante, al compás de
su aterrado ritmo cardíaco. Cayó, derrumbado, sobre su amplio sillón de pana
verde; a los manotazos se arrancó la chaquetilla, y, con un sordo ronquido,
llamó a su mujer:
    - Clara
    - ¿Qué necesitas? Ingresó, presta, elegante en su largo vestido negro,
con esa distinción característica de las “mejores familias”. Recordó el lejano
diálogo con su difunto suegro: “Sos un triste hijo de inmigrantes, con mi dinero
y prestigio tendrás una brillante carrera militar. Una sola condición te impongo,
no quiero que hagas infeliz a mi hija, sé que sos mujeriego, por lo tanto tu vida
deberá ser en lo público, un ejemplo, o irás a la ruina...”.
    - No puedo concurrir al casamiento, hazlo en nombre de los dos, y
discúlpame por una indisposición pasajera.
    - Pero, realmente, ¿qué te sucede...?
    - Mejor mañana conversamos...
    Algunas noches parecen eternas, y ésta la fue. En meticulosa requisa de su
amplio placard comprobó que todos sus sacos, camisas, cardigan y pulloveres
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habían adquirido la mancha roja. ¡Es sangre!, repetía en forma monótona la
vocecita punzante.
   - Cállate, por favor, es imposible, no puede ser sangre...
   - Está bien, seamos lógicos y busquemos una salida a este problemita.
       Hagamos memoria y escarbemos en el pasado.
   - De acuerdo, concedió, impotente de contradecir a este fantasma
       engorroso y vocinglero.
   - ¿Te acuerdas, en 1976, en el Batallón de Arsenales...?
   - ¡Cómo no hacerlo!, era gobernador y jefe militar en la Provincia...
   - ¿Recuerdas las órdenes del Comando del III Cuerpo, sobre ejecución
       de detenidos, donde se estableció el código de sangre y de silencio, por
       el cual, los jefes máximos siempre apretaban primero el gatillo?
   - Tengo todo presente, pero no sé, adonde pretendes llegar...
   - Había una detenida, una rubita, estudiante del primer año de Medicina.
   - Si, recuerdo que le encontramos un póster del Che Guevara.
   - Si, era peligrosísima...
   - Bueno, no para tanto, era sólo una “zurdita” no encuadrada. Pero con el
       tiempo llegarían a lavarle el cerebro a nuestra juventud.
   - Seguro que vos serías mejor referente para los jóvenes. Al menos el
       Che cayó en combate...
   - No advierto que todo esto tenga alguna relación con mi problema.
   - Veremos... ¿Recordás que esta chica, en una sesión de tortura, a la que
       concurriste, rogaba por favor, que la maten, pero que no la violen más...
       ¿ y los comentarios que te hicieron los integrantes del grupo de tareas?
       (“era una virgencita cuando llegó...”).
   - Yo jamás violé a una detenida.
   - Pero consentiste que lo hicieran, siendo el jefe máximo, da lo mismo...
   - Ahora te empeñas en transformarme en el Anticristo...
   - Si no querés aclarar las cosas, irá sólo en tu perjuicio...
   - Prosigamos, ya no me quedan alternativas; todos mis caminos, mal o
       bien, ya fueron recorridos...
   - Era una noche de otoño, había órdenes, del Comando, de ejecutar a
       diecisiete detenidos; y, tal como era costumbre, tú debías iniciar el ritual
       con el primer fusilamiento. Debes recordar, nítidamente, cuando al
       inclinar hacia delante la nuca de la detenida, por el borde trasero de la
       capucha asomaba su cabello rubio pajizo. Pensaste unos segundos
       ¿por qué esta criatura? ¿qué hizo para que la matemos...?. Pero debías
       dar el puntapié inicial, apoyaste el caño de la 9 milímetro sobre la nuca,
       y apretaste el gatillo. Un buen soldado no piensa, sólo obedece. Ingresó
       a tu mente la figura de su madre, durante una audiencia que, a las
       cansadas, le otorgaste en el Comando; “por favor General, devuélvame
       a mi hija” sollozaba la pobre mujer de rodillas... Y tus respuestas eran
       los lugares comunes,”su hija jamás ha sido detenida por el Ejército”...
       “Quizás se la llevaron sus compañeros de la subversión...” “Nada sé de
       su hija...”. Te retirabas, tratando de disimular un incipiente malestar,
       cuando te detuvo el Cabo Primero, el correntino...
   - Mi general, ¿me permite?
   - ¿Qué le pasa, Ramírez?
   - Su chaqueta está manchada de sangre...
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Y miraste, y tocaste, un enorme lamparón rojo en tu pechera izquierda. Y te
quitaste el blusón verde oliva y se lo entregaste al “zumbo”.
- Por favor, quémelo...
- Como usted ordene, mi General.
Mientras conducías el Falcon verde, recorriendo el breve tramo entre el
campo de detenidos y tu residencia, algo te carcomía el cerebro. Toda tu
experiencia en balística indicaba, que era imposible que la sangre salpique,
con tal intensidad, en contra del sentido del impacto del plomo. Por la
mañana, el Cabo Primero se presentó al comando, solicitando verte. “¡Qué
impertinencia!”, pensaste, ordenando que”no se te moleste...”. Es que
parecía retumbar en tu mente la explosión del disparo y el seco crujido de
los huesos del cráneo al reventar...”es mi única hija... se lo ruego, General”.
A primera hora de la tarde, tu asistente, el Mayor Gruber, te informó:
- Se suicidó el correntino Ramírez, colgándose con su cinto de una viga, y
dejó una carta para usted, mi General. Depositó un sobre blanco con tu
nombre sobre el vidrio impecable, brillante, del escritorio. Lo abriste a solas.
Era un trozo de sarga, manchada con sangre, aún fresca. Los bordes de la
tela parecían chamuscados. Una breve esquela decía: “Mi General, la tela
manchada parece incombustible, la impregné con kerosén, pero no se
quiere quemar. Dios me perdone”. Desde tu helicóptero personal, a una
altitud de varios miles de metros sobre la selva, arrojaste el trocito de tela
manchada. Y todo quedó olvidado, hasta hoy.
- ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora?
- Ignoro esas respuestas, son sólo patrimonios de Dios...
- Pero, acaso ¿tú no eres Dios?... ¿Quién eres, entonces...?
- Infeliz, ¿crees que Él se rebajaría hablando un instante con alguien
     como tú?
Y las carcajadas, impertinentes, retumbaron en las paredes de su alcoba.
El amanecer, en su claridad, parece alejarnos del dolor de las sombras y el
oprobio de tantos recuerdos horribles. Con delicadeza cortó un trozo de tela
enrojecida de una vieja, casi inservible, camisa blanca. Buscó en la guía
telefónica un laboratorio bioquímico, cualquiera, al azar, y llevó la muestra,
solicitando la analicen:
- ¿Qué quiere usted saber Señor...?
- González – mintió- por favor, necesito saber grupo sanguíneo y Rh, le
     dejaré pagado por anticipado, así, simplemente, indago el resultado
     telefónicamente.
- Llame después de las 18 horas, repuso el sorprendido facultativo.
No quiso regresar a su casa, era imposible ofrecer explicaciones sobre lo
insondable. Caminó toda la tarde por la ciudad, recorrió los bosques de
Palermo, admirado y extasiado por el juego de los niños y el abrazo
amoroso de los adolescentes. Algunas chicas eran rubias “¿qué hizo para
que la matemos?”. Se hicieron las seis de la tarde, y del teléfono público de
un bar, llamó al Laboratorio. El bioquímico, estupefacto, lo indagó:
- ¿Qué me trajo usted, Señor González?
- ¿Por qué me lo pregunta, acaso no es sangre...?
- Mejor diría son sangre, es una mezcla de todos los grupos sanguíneos y
     Rh posibles. Cada vez que repito el análisis, da resultados diferentes.
     Como broma, es de muy mal gusto.
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Cortó la llamada, temeroso de dar explicaciones incoherentes, impotente de
penetrar, -aún más si cabe- en el tenebroso misterio que invadía,
abruptamente, su existencia. Regresó a su casa, e inmediatamente se
encerró, con doble cerrojo, en el estudio. Monologaba.
- ¿Dónde estás,... por qué no vuelves? Por favor, necesito hablar
    contigo...
Pero nada respondía a sus desesperadas súplicas. Repentinamente, en un
rincón del cielorraso fue surgiendo una mancha roja, y más allá otra, y otra
más... Y las gotas escarlatas caían sobre el parquet, sobre los acolchados y
los muebles. Las gotas de sangre también caían sobre el rostro dolido y
aterrado del General. Abrió el secreter en la consola de su cómoda, y sacó
su vieja nueve milímetros. Era una hermosa Browning, cromada, con
cachas de nácar. Una joya que muchos le envidiaron. Una perla con triste
historial. ...Remontó la pistola, introdujo el caño en su boca, apoyó el
extremo en su paladar, y, sin dudarlo, disparó.
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                                   NOCTILUCA
Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una tenue
brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que guarda la gran
panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era esquiva, si
teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos primos, gran
ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para querernos y para
pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es bueno resistir, cuando
se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En una noche cualquiera,
algún primo te tapaba la boca, mientras dormías. “Despertate, boludo”, te
susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos en la esquina, descalzos,
cuchicheando los secretos de nuestro placer clandestino. Corríamos como
desaforados las tres cuadras que nos separaban de la playa. Ella nos
esperaba impaciente, como una virgen seductora de niños. Sabía que
vendríamos, y podría acariciarnos las tersas pieles, y adherirse a nosotros, y
correr por la playa, y rodar por los médanos. Una cuadra antes de la costa ya
veíamos el mar brillante. Si, allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba
con su manto de plata, para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin
luna. Aullando como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos
en el mar, hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores,
seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su milagro,
nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la ribera. “A los
médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos rodábamos
feroces como demonios, complacientes como querubines, intolerantes como
adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y volvíamos a zambullirnos
entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra exclusiva familia, de nuestro
exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en la costa, a recibir mantos de
sombras, con los cuerpos cubiertos por miríadas de algas fluorescentes.
Éramos semidioses que brillaban en la oscuridad. Sabíamos que estaban
formadas por organismos microscópicos, que eran plural, pero siempre le
decíamos “ella”. Por las mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas,
reclamaban “¿por qué no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan
bañarse desnudas”. “A ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil,
porque queremos” ¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las
excluían? “Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a
pillar alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante
horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un ritual
digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la cabeza.
“Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena merienda, con
pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se quejó a la policía,
llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y presentarse a declarar
Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los viejos recorría la bahía “¿Qué
podía responderme cuando le preguntaba qué delito era mear a las ovejas?”.
Noctiluca era el alga, nuestra hermosa niñez perdida, el mar y los médanos.
Cosas de chicos.
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                        PIENSO…¿LUEGO EXISTO?

 Conducir de noche ejerce, en mi, un magnetismo especial,. Esta circunstancia
se potencia si tiene lugar por carretera montañosa. Siempre he observado, con
insistencia, a otros conductores, así puedo clasificarlos en dos grandes grupos:
los estructurados y los instintivos. Los primeros realizan la tarea de una forma
“racional”, en la que hasta los mínimos movimientos semejan una sesión
ininterrumpida de actos “pensantes” en relación a los estímulos “causa-efecto”
que les plantea el problema.
        Así establecen condiciones de prudencia esquemática sobre
velocidades, ángulos de giro, estado del pavimento, en fin, todas y cada una de
las variables que impone el sistema. En esa realidad la conducción se realiza
con el cerebro, las manos y los pies.
        El segundo estilo de manejo es el “instintivo” donde el gobierno del
automotor esta sujeto al mandato de todo nuestro sistema orgánico y las
eventuales órdenes cerebrales son imperceptibles. Así, las condiciones de
gobernabilidad del rodado están monitoreadas por los músculos dorsales, de
acuerdo a su percepción de intensidad relativa de fuerzas centrífugas y
centrípetas. Esta sensación es transmitida a manos y pies con una fugaz, casi
indetectable, participación cerebral.
        Bajo estas circunstancias, nuestro sistema nervioso central es, mas un
eslabón de tránsito, que un procesador de acciones.
        Los instintivos jamás racionalizamos nuestra conducción, no nos
interesan los ángulos ni peraltes de las curvas. El cuerpo, sólo ira resolviendo
los problemas, mas, no obstante, un acto tan escasamente intelectual abre un
amplio abanico de dudas sobre su realismo, son tan sutiles los límites entre
paradoja y fantasía.
        Bajábamos, transitando desde la Puna de Salta, cuando, a la altura de
Santa Rosa de Tastil, Enrique, mi ocasional copiloto, increpó.
        -¿No te parece que tomaste demasiado rápido esa curva?
        Mis sistemas ingresaron en una veloz disfunción ante lo inesperado de la
circunstancia, puesto que mi cerebro estaba profundamente comprometido en
dos tareas:
          - Reflexionar sobre todos y cada uno de los pormenores del último
          viaje, ordenando y sopesando la información recibida.
          - Conversar nimiedades con Enrique, reprimiendo las eventuales
          disputas entre mis dos hijos menores, que ocupan el asiento trasero.
En ese instante percibí, con horror, que mi yo consciente no estaba
participando en absoluto del control del automotor que, rugiendo raudo,
recorría, eufórico, la difícil cuesta.
        Entonces ¿quien era el responsable de las vidas de los cuatro ocupantes
de esa cápsula de metales, plástico y cristal que, eventualmente, nos
trasladaba?
        Respondí, cauto, “quédate tranquilo hermano, todo esta bajo control...”
        Comencé a reflexionar, si el patrón de velocidad-estabilidad del rodado
estaba gobernado por las masas musculares localizadas entre los hombros y el
hueco lumbar; y estas “ordenaban” las diversas acciones a brazos y piernas...
¿no estaban, acaso, asumiendo un rol “cerebral” oportunamente delegado por
el contenido de nuestra caja craneana? Después de todo, muchos dinosaurios
tenían un hemicerebro por ensanchamiento de la médula en la zona lumbar.
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       Pero este “cerebro alternativo” no tiene facultades intelectuales, solo
recibe estímulos y emite órdenes. Es inhábil para responderle a Enrique que la
velocidad imprimida era la adecuada. Imbuido del placer lúdico de las
circunstancias paradojales comencé a explicarle, a mi circunstancial
interlocutor, una nueva dimensión posible acerca de la ambigua traslación por
carretera entre dos puntos, eventualmente, identificables del espacio.
       Las luces del automóvil dibujan una cúpula luminosa en la negrura
ominosa de la noche. A través de esa mágica semiesfera fluye la cinta de
asfalto por nuestros ojos, invadiendo nuestro cerebro con sensaciones de
traslación y movilidad. Todo esto es ilusorio, porque, en realidad, estamos
inmóviles, en un grado de estanqueidad rotunda y absoluta. Los centros
neuronales, entonces, absorben esta emisión perpetua, transmitida por la
cúpula lumínica, donde transcurre la ondulada cinta asfáltica. Las sinapsis
sensitivas, entonces, generan nuestro sueño de traslación desde la Puna a
Salta. En realidad, jamás hemos estado en la altiplanicie, y nunca llegaremos
al Valle de Lerma. Estos lugares no existen, nosotros tampoco, y nuestros
cuerpos son meras falacias.             Quizás sólo seamos ordenadores
interconectados, donde, los jugadores supremos, insertan discos compactos de
ilusiones, plagados de cúmulos de sensaciones que otorgan credibilidad a
estas fantasías...
       Enrique, incapaz de soportar por mas tiempo tanto, aparente, desatino,
me interrumpió, esgrimió un trozo de lava basáltica y alegó.
       “Tengo en mis manos la prueba de que estuvimos en el volcán, puedes
sentir su aspereza, su peso,...”
       “Estimado colega”, le espeté, “quien puede crear la ilusión de vida
encontrará un juego de niños poner en tus manos pruebas que te convenzan
que eres algo mas que un disco rígido. Si tuviéramos, tan pretendido albedrío
¿en qué consistiría el juego?”.
       Así como ignoramos la esencia y propósito de la movilidad, las razones
de nuestra circunstancial esencia y la proximidad de nuestro eventual fin,
¿podemos concebir, en tanto orden, la contingencia del azar? ¿Podrá ser
aleatorio el encuentro de dos “existencias” para promover un resultado
conjunto?
       Mientras tanto, ante cada alternativa de eventual elección, imaginemos,
aunque solo sea un instante, qué respuesta será la trascendente. Quizás, más
allá de las semiesferas lumínicas y las cintas asfálticas, nos dejen entrever
algunos someros atisbos de realidad.
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                               EL SECUESTRO

Era una reunión “muy importante” convocada por la plana mayor. Mi hastío,
aún antes de comenzar, ya era insostenible. Volver a escuchar las mismas
pavadas de las bocas de los figurones de turno, y reprimir mi insana y
patológica necesidad de interrumpirlos con mis, a veces ingeniosos,
sarcasmos. “No sé para que m… te invitamos, siempre salís cargándonos a
todos”. Debía ser porque me necesitaban, ¡que angustiante percibir que tantos
te necesitan, sin poder confiar en ninguno! Comenzó a hablar Roberto, bueno,
se hacía llamar Roberto, y mantenía la falacia, a pesar de que sabíamos que
era, simplemente, “el flaco Marcelo”. Una vez le pregunté por qué su alias, y
me dijo que era de apariencia formal; “peor vos que nadie puede identificarte,
ni nosotros, ni los negros malos, ni aún las autoridades con quienes
negociás…”. “Decime la verdad flaco, no será que marcelito te parece algo
afeminado para lo que querés representar en esta comedia, de violento
supermacho implacable”. Siempre terminaban mal nuestras charlas, por
exclusiva culpa mía, pero tengo la certidumbre que ocupaba un lugar de
privilegio en el rango de sus escasos afectos, lo que, ciertamente, no era poco.
Las palabras del dirigente me llegaban como desde neblinosas penumbras,
mientras distraía mi vista en la detallada observación de los lujosos muebles,
de madera tallada, que ornamentaban el recinto.                  Eran de roble
norteamericano, en un estilo eo-escandinavo. Siempre me enorgulleció mi
sapiencia sobre las maderas, a pesar de no haberlas estudiado (mi vida fueron
las rocas), disfrutaba observando sus tonos, texturas, bandeado y nudos. El
disertante describía el malestar de los negros malos por nuestros supuestos
abusos, apañando las erróneas decisiones de la burocracia. Estábamos junto a
un amplio ventanal, en el primer piso, que daba un perfecto panorama del
parque, los canteros y las sofisticadas fuentes. Sólo el lejano alambrado
olímpico, electrificado, me recordaba el clima de beligerancia donde estábamos
inmersos. “Mirá, flaco”, le dije, “los negros de malos no tienen nada, hace años
que soportan consumir lo que le damos, viviendo en condiciones de “menores
recursos”, viendo pasar nuestros BMW.”(Siempre disfruté con la exageración
de la falaz demagogia barata) Una mirada de reojo me hizo percibir que, en el
parque, se movían en carrera, ágil y zigzagueante, varios centenares de negros
malos. “Zás”, grité, “cagaron todas nuestra defensas, redujeron nuestra guardia
periférica de élite” No entendí cómo superaron la cerca electrizada. Nada tenía
sentido hasta que la palabra “traición” aulló en mi cerebro. “Todos al suelo”
vociferé, “no ofrezcan resistencia”. Nada más oportuno, hubiera sido una
verdadera masacre, y, quizás el objetivo primigenio de la mejicaneada. Alguno
de los nuestros, un resentidito, seguramente, nos prefería muertos para ganar
alguna pulseada de poder interno. Son inescrutables los caminos del Señor.
Entraron al salón como una oleada oscura y abyecta, todos con sus Uzzi
moviéndose en abanico para derrumbar cualquier acto sospechoso. Tenían el
pasamontañas negro bajado, salvo el “comandante gordo” que operaba a cara
descubierta. Su sonrisa blanca e impecable desbordaba la felicidad de
tenernos, por única vez en su vida, a su merced. Se acercó y me tocó con la
punta de su botín, recién lustrado. Su blusón de combate, verde oliva, regalo
mío en su último cumpleaños, estaba impecable de tan lavado y planchado, sin
manchas de tuco ni de vino tinto. “Vos parate, pelao”, me dijo. Señaló a seis de
los participantes, integrantes de la mesa chica, “espósenlos a esos, van con
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nosotros”. “Gordo” le dije débilmente, “esto es grave, es como un golpe de
Estado…”. Nuestra férrea organización sociopolítica, estable en medio de su
volatilidad, tenía un parlamento donde, equitativamente estaban representados
los negros malos, dominantes territoriales y militares de los asentamientos de
emergencia, las autoridades, ejercidas por la burocracia política y la OES
(organización para el equilibrio social), representante de la clase media, más ó
menos ilustrada, con sólida conformación político-militar y responsable de la
seguridad, la justicia, la educación, la salud pública, la organización productiva
y el equilibrio entre las otras partes. Cada sector tiene treinta representantes en
el parlamento, elegidos democráticamente, por sus pares, cada cuatro años, y,
sin posibilidad alguna de reelección, ni discontinua, ni alternadamente. La
autoridad gobernaba a su antojo el núcleo urbano (en la realidad, porque en los
papeles regía a todo el territorio) donde habitaba la burocracia y el comercio
(interior y exterior). Por su parte, los negros malos intercambiaban servicios y
prestaciones con los capitanes de la industria y los administradores de los
fundos agropecuarios. Nosotros proveíamos la convivencia, nos identificaba el
cóndor de oro bordado en la indumentaria y la desembozada ostentación de
armamento. Éramos inimputables hasta por la ejecución misma de quien
interpretáramos ponía en riesgo la paz social. La burocracia se sustentaba con
el comercio interior y exterior. Los negros malos de la producción
agroindustrial, hasta los niveles medios, aún cuando subsistieron al fuego
revolucionario grandes fundos agropecuarios y multinacionales de la industria
que empleaban como mano de obra negros malos, en condiciones más ó
menos decorosas. Estos capitanes de la industria y el agro tributaban a la
burocracia, y con ella entendían las condiciones de comercialización y/o
exportación del producido. En numerosas ocasiones financiaban nuestros
proyectos para autogestión de los negros malos. Nosotros vivíamos de la gran
minería, la tecnología nuclear y electrónica de punta, desde celulares hasta
aviones de combate, el petróleo y la generación energética. La pequeña y
mediana minería (materiales de construcción, refractarios, bentonita, baritina,
etc.) era potestad de los negros malos. La salud y educación de los negros
malos eran nuestra responsabilidad. La burocracia tenía su propio sistema
educativo, del que estaban excluidas la ciencia y la técnica. La infraestructura
vial y ferroviaria, y los medios de transporte eran actividades consensuadas en
el parlamento. La burocracia comprendía entre el 20 y el 30% de la población,
nosotros no podíamos exceder el 1%, y los negros malos, que jamás aceptaron
estas pautas, se reproducían como conejos, para trastorno del conjunto.
Nuestros cuadros se seleccionaban de los negros malos, entre los mejores del
ciclo primario, empero se sometían a un duro aculturamiento, incluyendo
capacitación hasta posgrado, para insertarse, orgánicamente, luego de los 35
años.
“Estamos hartos, hermano”, dijo el gordo, “tus jerarcas y la burocracia cada vez
viven mejor, y nuestra gente, literalmente, come mierda…”.
Me llevaron a un Jeep negro blindado con tres guardias, cargando a Roberto y
los demás “responsables” en la caja de un furgón azul. Estaban graciosos
apilados como cigarrillos en un paquete…
Cuando llegamos a la portería el espectáculo era dantesco, todos nuestros
guardias férreamente atados con precintos de fibra y encapuchados. Allí nos
esperaba el gordo “¿Qué hacés, animal?” le recriminé, “si nos matás rompés tu
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inserción al sistema, te convertís en un paria con graves perjuicios para los
tuyos”
El gordo rió, estruendosamente “la única vida que no tocaré es la tuya, si pude
tomar tu cuartel general, ¿qué no podría hacerle a la autoridad?” “Una sola
pregunta ¿cómo entraron?”. El gordo infeliz seguía riendo “con gas paralizante
que me vendió un ruso, ex KGB”. Indicó a los guardias “llévenlo a su casa, y
esperen con él, es nuestro garante” y luego, dirigiéndose a mí “¿puedo contar
con que no dañarás a mis muchachos?”. “Los conozco desde que nacieron…”.
El Jeep vivoreaba en el intenso tráfico vespertino, era un excelente conductor,
acostumbrado a la difícil subsistencia de los asentamientos, donde un celular
vale más que una vida. Yo iba sentado atrás, entre los nerviosos guardias.
Llevaban al poder sobre todo, al padre que los alimentaba, al único que velaba
por sus derechos. Hay tabúes que no pueden violarse, éste era uno de ellos.
Desconecté cinco minutos las alarmas, y transcurrimos la calzada de piedra
que llevaba a la cima de la colina, donde estaba mi refugio. Ningún negro malo,
jamás, pisó mi propiedad, sentía particular afecto por ellos, pero, cada quien en
su lugar. Cuando se abrió la puerta blindada, tras mi identificación retinal, el
ordenador vociferó “los tres extraños no deben entrar”. “Está bien madre, los
autorizo…” La máquina pensó casi diez segundos, y respondió “su proceder es
inusual… ¿no habrá ingerido algún tóxico?” “Estoy bien, es largo de explicar,
ya informaré cuanto corresponda”.
Mi habitáculo es un círculo de vidrio, blindado y polarizado, con disimulados
paneles corredizos que conectan con sanitarios, dormitorio y cocina comedor.
Una vivienda inteligente, funcional y segura, carente de lujos innecesarios.
Conecté el panel de la TV, en los canales de las noticias ocupábamos los
primeros planos. Mis custodios guardaban un tenaz silencio, apagué las
noticias que nada nuevo aportarían para mí, me senté al piano y los obsequié
con las versiones de jazz moderno de Para Elisa, Naranjo en Flor y Concierto
de Aranjuez. Durante el, por mi pergeñado, proceso de asimilación cultural de
los negros malos corroboré la importancia que tiene la música en sus vidas, y,
persistentemente exploté esa tendencia para desarrollarles un sentido artístico
de la existencia. Esta premisa los transmutó hacia un buen gusto global en la
arquitectura, el diseño urbano y la prevención permanente de todo tipo de
contaminación. Sus asentamientos eran fiel reflejo de una visión colorida y
dinámica de la vida, contrastando con los grises edificios de los burócratas y
las parquizadas residencias nuestras, donde cada quien tiene un diseño
arquetípico personal, regido por mimetización con los ancestros (colonial,
morisco, francés, etc.). Cuando terminé de tocar, copiosas lágrimas brotaban
de los ojos de mis guardianes, y empecé a hablar. “Nuestra sociedad es justa,
con resabios de privilegios, pero abiertamente participativa. Hace pocas
décadas ustedes eran parias, que comían poco y mal, estaban desvastados
por la droga y el alcohol. Hoy son hombres libres, con salud, educación, y
hasta los autorizamos a portar las armas, para defenderse de los parias, las
mismas con que hoy me amenazan. Sé que toda obra humana es imperfecta,
pero si hay alguna verdad es que siempre tuve gran preferencia por los negros
malos y notorio desprecio por los políticos. Antes que Dios me castigara con
esta horrorosa enfermedad (diabetes) pasaba noches enteras, con tinto,
gruyere y aceitunas, coloquiando con el gordo para el mejoramiento de las
condiciones de subsistencia, la gestión de financiaciones de obras y el misterio
mismo del sentido de la existencia. Hoy los negros malos son quienes tiene
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vida más saludable, vuestros asentamientos suburbanos y subrurales están
entre granjas modelo, trabajan en contacto directo con la naturaleza,
consumen los alimentos más sanos y frescos, producen en sistemas
cooperativos de autogestión, privilegiados con fenomenales impuestos que
sustraemos al bolsillo de los burócratas. Ustedes son transgresores, no
controlan la natalidad, y luego se quejan de falta de celeridad en la generación
de empleo. Siempre termino sacándoles las castañas del fuego. Hoy mis hijos
dilectos me apresan como un paria. Sé que muchos jerarcas de la autoridad y
la OES distan mucho de la perfección, pero ustedes saben que el poder tiene
un oculto accionar degradante. El gordo, sin ir más lejos, vive como un jeque
árabe”. Mi parloteo incesante los fue relajando, y, consecuentemente, bajaron
sus defensas. De un panel oculto, bajo el teclado del piano, saqué mi espada
de cromo-níquel, y arremetí contra ellos. “Uydió”, se quejó el más joven, “ahora
nos mata…” Marcos, el oficial a cargo, cuyo padre era gran amigo personal
mío, desenfundó veloz su Browning 9 mm, me apuntó y gatilló. Hubo un
chasquido seco de bala fallada, y no tuvo más tiempo, de un planazo su arma
voló por los aires. Los tres se arrojaron al piso: “No nos mate maestro, sólo
obedecimos órdenes”. Marcos puteaba descontrolado contra el gordo y la
corrupción imperante que favorecía que los fondos de los recambio de balas
terminen en el bolsillo de sus jefes. Fue la única vez que salvé mi vida por
acciones ilícitas ajenas. “Las culpas las tienen ustedes y las autoridades, de
quienes copiamos tanto accionar indebido”, protestaba, El absurdo en medio de
tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo mismo
pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con liga sintética
las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos de menos de
veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de apertura en cinco
horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi vehículo había quedado en
nuestro cuartel general, ahora en poder de los negros malos, el Jeep corroboré
tenía GPS blindado, por lo que siempre traicionaría mi posición. Debía,
entonces huir a pié. Introduje a los dos jóvenes en su vehículo, calcé unos
botines trekking y emprendimos con Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro
raid al burgo. Portada una discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja,
trescientos tiros en bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor
audiovisual GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y
agua. Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera
recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino porque
en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a tirar los
hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el territorio de la
OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por desconocidos
totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la cima de la pirámide a
través de complejas redes celulares. No había peatones, y los escasos
automotores pasaban raudos e indiferentes. No podía esperar ayuda posible.
Ignoraba las raíces del complot, quien lo promovía, contra quien era, si me
quedaban amigos, donde estaban mis noveles oponentes. Alguien dispuso
guardarme inactivo en mi casa, entonces, inicialmente, no tenían intención de
matarme, pero estas circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca
se sabe. Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas
en las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo
averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron
suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían leales. .En
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una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su típico traje
gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un pase, colgando
del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para estar en nuestro
territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un trasmisor, que terminó
aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente, seguro que su vida no valía,
en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo maestro” me dijo Marcos al oído,
“es lo más seguro...”. Le hice abrazar un árbol, sunché juntas sus manos, y,
descubriéndole su brazo le inyecté concentrado de LSD con morfina. Cuando
despertara, en unas 12 horas, habría tenido tantos delirios que jamás
recordaría qué había pasado. “Probable que era un buchón, maestro, siempre
es mejor matarlos”. “No importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo
sinfónico…” En la OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva
gris para acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a
alguien, para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era
caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un poco
más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en un par de
horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y luminoso, que me
recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al linde cuando el
crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del territorio, el burgo
oponía su bullicio enmarañado. Una pizzería llena de comensales me tentó,
tenía hambre y la ansiedad la potenciaba. Mis raciones, si bien nutritivas,
tenían un soberano gusto a bosta. Cuando entramos se hizo un silencio
sepulcral, presurosos todos nos abrieron paso. “Una especial y dos cervezas,
para llevar”, le pedí al cajero, quien se negó a cobrarme y presto nos trajo el
pedido. Mientras caminábamos, estirando los hilos de la muzzarella, Marcos
me recriminó “Maestro, está jodiendo su dieta…”. “Callate huevón, que entre la
adrenalina que me hicieron segregar ustedes y la caminata, estoy realmente
hipoglucémico”. Consultamos qué nos llevaría a destino y un canillita nos dijo
“el 23, para en la esquina…” En pocos instantes ascendíamos al bus, para
terror de su conductor distraído, quien al verme, informó a los gritos “Este
vehículo ha sido interdicto por la OES, nadie puede bajarse hasta que se lo
disponga”, y, dirigiéndose a mí “¿adónde lo llevo, maestro?”. “A Lacroze,
urgente”, fue mi lacónica respuesta. Nos sentamos en el primer asiento,
mientras los burócratas se apretujaron, aterrorizados, en el tercio final del
vehículo Giré la cabeza, y entre todos los rostros blanquecinos y mustios por el
encierro, distinguí una rubita de ojos glaucos, con alguna chispa de perspicacia
en la mirada. La señalé “Señora, por favor, acérquese”.. El 23 bramaba
acelerado, esquivando vehículos, por lo que su paso fue tambaleante y penoso,
tomándose de los asientos en cada paso. Le indiqué que se sentara frente mío,
en un asiento pasillo por medio, y, apuntando su TV portátil, sugerí: “Por favor,
cuénteme las últimas noticias”. “¿No me hará daño, maestro?” “¿Por qué debía
hacerlo?”. “Se dicen tantas cosas…” “Efectivamente, se dicen tantas cosas…
ahora me cuenta las noticias”. Lo único que difundían los canales, dijo,
mientras llovían translúcidas trenzas de lágrimas por sus mejillas, es la trágica
muerte de seis jerarcas de la OES en manos desconocidas, sus cuerpos
habían sido tirados en la Costanera, mutilados totalmente por la tortura. Le
agradecí y le indiqué que volviera con los suyos. Sentí gran dolor por el flaco,
un payaso demagogo, pero honesto y bien intencionado. La muerte era cosa
de todos los días, pero la tortura ¿para qué? ¿Qué necesitaba conocer el gordo
de nosotros, que ya no supiera? Era muy probable que la movida sea
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desmantelar nuestra organización y apropiarse de nuestros bienes (Fábricas y
Plantas con Tecnología de Punta, electrónica, energética, nuclear y bélica).
Evidentemente, no conocían ¿cómo podrían? nuestros sistema de anticuerpos.
En el fondo era una pendejada insensata, los jefes asesinados no sabían nada,
nuestro patrimonio operativo eran los diez mil mandos medios,
estratégicamente distribuidos, con autoridad suficiente para emerger en cada
hipótesis de conflicto y masacrar todo a su paso. Éramos los maestros de la
muerte, erigidos en salvaguarda de la paz. Poco tiempo después llegamos a
Lacroze, el conductor nos abrió la puerta delantera, y, antes de descender
fotografié, ostensiblemente, su número de identificación personal (impreso en
la camisa) y le advertí “Nadie baja antes de diez minutos”. “Si señor, así se
hará”. Era ya noche oscura, y una pertinaz llovizna protegió nuestro anonimato,
en medio de una marejada de peatones que volvían a sus casas. Envuelto en
una capa negra para agua, era como cualquier otro del rebaño. Recorrimos dos
cuadras, y llegamos a nuestro bunker, un edificio con frentes de granito negro y
un solo portón de acero blindado, donde brillaba, con luz verde el codificador
de alarma. Tranquilo, porque no había habido violaciones al sistema, marqué
los cuatro números y seis letras de mi código, y emergió un periscopio
identificador de retinas, mientras la máquina, por un oculto parlante, me
ordenaba someterme a la prueba. Luego la puerta se abrió sin ruido, dejando
salir un tenue haz de luz, cerrándose prestamente, tras nuestro. “¿Quién es su
prisionero?” Indagó el ordenador. “Un negro malo que debo interrogar”. “Apoye
su mano derecha en la pantalla”. Se abrió, entonces la segunda puerta, y
accedimos a un largo pasillo que finalizaba en una rampa. Al fin de la misma
había otra puerta, y, al pulsar el botón “open”, el ordenador emitió nuevas
instrucciones “Espose y engrille al detenido con piezas de metal, para
seguridad de todos”. Así lo hice, pues éstas emiten una señal codificada que
jamás le permitirán salir sólo, con vida, del edificio. En el panel general de
nuestro mega-ordenador pedí acceso a la sala de interrogatorios. La máquina
requirió motivo de la encuesta. Detallé, sucintamente, referente a homicidio de
seis agentes jerárquicos de nuestra organización. La pantalla me ofreció
información original, detallando acciones de represalias preventivas. La primera
fue en un enclave de los negros malos, donde un misil térmico quemó un
asentamiento industrial completo, incluyendo urbanización periférica,
destacando mortandad efectiva superior a los tres mil individuos. En el burgo
burocrático un cohete transformó en cenizas al Ministerio del Interior, en su
hora pico de trabajo, con más de diez mil muertes. Los anticuerpos estaban
ferozmente activados. Indagué responsabilidades del ataque contra nosotros, y
me informó que “fueron negros malos con apoyo de burócratas”. A la pregunta
“¿Quiénes de los nuestros estaban en la conjura?” Sólo una insulsa “sin
información disponible”. Enfermo de impotencia, informé a Madre que estaba a
cargo y ordené suspender toda represalia hasta obtener información detallada
y objetiva, preventivamente sólo salvaguardar la vida de parlamentarios e
integrantes del ejecutivo. Como siempre, sería muy difícil conocer quién tiró la
piedra y escondió la mano. Pedí acceso a la sala de interrogatorios, y me fue
concedida, a través de un ascensor de acero blindado, que me condujo hasta
algún profundo subsuelo. Constaba de una mesa redonda con sillas
acolchadas a la vuelta, paneles corredizos que comunicaban con sanitario y
kitchenette, y un gran armario metálico repleto de drogas de todos tipo y
variados modelos de jeringas. Apretando botones se desplegarían cómodas
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cuchetas. El habitáculo estaba preparado para subsistir meses sin necesidad
de comunicación al exterior. El acceso al mismo también estaría vedado, hasta
que yo decida retirarme. “Bueno, Marquitos, lo primero es lo primero, debemos
alimentarnos y descansar, por lo menos, dos horas… ¿Te gustan las pastas?”.
Calenté una lasaña hipocalórica al microondas y abrí un jugo de frutas.
Comimos en silencio, cada uno absorto en sus dramas y ansiedades. “Maestro,
si me tiene que matar, hágalo, por más que me torture no voy a hablar, usted
me programó...” “Hijo, no te voy a matar ni mucho menos quemarte los sesos
con estas falopas demoníacas, vamos a conversar de qué nos conviene, sólo
te traje para poder circular tranquilo por vuestros asentamientos…Tu seguridad
será la mía, y viceversa…” Arrojé los desechos al incinerador, e, instalados en
nuestras mullidas adormideras, nos dispusimos a descansar. Conecté los
auriculares en alguna radio burócrata, son tan aburridas e imbéciles sus
mentiras, que enseguida conseguí abrazar a Morfeo. Soñé con Roberto,
mientras pescábamos dorados en algún lugar del Paraná. Tenía puesto su
raído panamá de paja toquilla; y, como siempre, estaba enojado conmigo por
alguna burla con que lo victimaba. Freud se hubiera hecho un banquete con el
significado subconsciente de mis bromas. Bueno, somos lo que somos…A las
dos horas sonó la alarma (Para Elisa, ¡qué cursi que soy!), y noté las mejillas
todavía húmedas por las lágrimas; nunca pensé que pudiera sentir tanto afecto
por algunas personas…Claro está, él era mi imagen y semejanza, buena parte
de mi historia se fue con él, si es que vamos a algún lugar, evento más que
discutible. Cargué el termo en el dispenser, lo engañé con ciclamato, y
encendí, ansioso, un cigarrillo, que saboreé con deleite antes de despertar a
Marcos. Los primeros mates saben a gloria, y los sorbimos en silencio. Mi
interrogatorio no se hizo esperar: “¿Por qué no me mataron?”. “Porque
necesitábamos una garantía de continuidad de lo bueno del sistema” “¿Qué
tenían de malo los muchachos?” “Su aburguesamiento era tal que ya no
servían a nadie, más que a sus estúpidos intereses, algunos tenían hasta tres
amantes, cuentas en Suiza, actuaban como autoridades, zafaron del mundo
real…”. “¿Por qué mataron a las dos compañeras del grupo de los seis? Eran
personas correctas…”Estaban en el lugar equivocado…” “¿Y Roberto?” grité,
“¿Por qué Roberto?”. “Para que entiendas que va en serio, que aquí no hay
joda, que no es un reclamo más”. “Entonces todo esto es para mí... ¿Qué
carajos es lo que debo entender?” “Que el sistema no da para más, que alguna
vez iba a reventar” “Tenemos un parlamento, donde ustedes tienen
participación igualitaria, las cosas se plantean allí, todo es perfectible” “No
tenemos mayoría propia, a pesar de representar el 70% de la población, y las
autoridades, a cambio de que se toleren sus corruptelas, votan
sistemáticamente por ustedes, los cagados somos siempre nosotros…” “¿de
qué te recibiste en la Universidad?” “Ciencias Políticas”. “Hijo, la política es el
arte del buen gobierno, no de los golpes de estado, aunque ustedes, para
masturbación mental lo disfracen de revolución ¿o no?” “Bueno…si, algo de
eso hay…” “Te voy a preguntar un solo nombre, nada más, ¿Cuál de los míos
está con esto?” Marcos me miró con cara de vaca triste, y clavó los ojos en el
piso brillante. Apreté un botón y gruesos flejes de acero lo ciñeron a su asiento.
Los dos sabíamos que un segundo botón ajustaría más las sujeciones, y que el
quinto era la muerte luego de transformar su esqueleto en papilla de bebé,
mediante un proceso lento de hasta un día de duración. Caminé en silencio,
como un tigre enjaulado. Cada cinco minutos imprecaba, “el nombre, Marcos,
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el nombre…, sólo así pararemos la masacre, nos pondremos a conversar,…
todo va a salir bien, si no tengo la salida no puedo parar la contrainsurgencia…
¡el nombre de ese mal nacido!!!” Por fin, Marcos, musitó “¿Qué garantías
tenemos de poder negociar?”. “Te aseguro la vida del gordo y treinta días de
autocrítica conjunta para hallar la salida satisfactoria” “Seguramente los negros
malos pagaremos el pato por lo de Roberto” “La vida del traidor será suficiente,
aunque supondrás que no pienso matarlo…” Marcos no pudo evitar un
estremecimiento de horror de sólo pensar lo que pudiera llegar a ser la
subsistencia de ese infeliz en un programa de veinte años de reeducación. En
nuestra sociedad, casi sin crímenes, los OES éramos policías y jueces. Ese
poder sobre la vida y la muerte garantizaba la subordinación a la condena, su
carácter de inapelable y lo innecesario de estructuras carcelarias. Robos,
asesinatos y violaciones ameritaban la muerte. Cualquier forma de corrupción
ó sedición conllevaba procesos de reeducación en campos auto sustentables
de trabajos forzados. Daños menores, lesiones en riña, infracciones de tránsito
se penaban con trabajos comunitarios. Los interrogatorios se ejecutaban en
recintos con ordenadores conectados a Madre, se investigaban los
antecedentes familiares, educacionales y la inserción social de los imputados
Las máquinas decidían sobre el valor de las pruebas y emitían la condena. Los
delitos flagrantes los reprimíamos según la coyuntura, si los reos estaban
armados, lo más probable es que terminen muertos. Los menores de 21 años
siempre eran reeducados, circunstancia que, acorde a la severidad del delito,
se hacía extensiva a padres y hermanos. En nuestro modelo estructuralista era
prioritario detectar las fallas del sistema para promover su investigación
superadora. Si el trauma era familiar, tenía sus tratamientos, si era social,
también.”¿Que edad tenés, Marquitos?”. “Treinta” “¿Hijos?” “Tres” “Decime la
verdad, soberano pelotudo… ¿Pensás que nuestros archivos son en joda?”
“Bueno, cinco”. “Sos consciente que el número máximo sugerido son dos,
óptimo uno, sos un dirigente, un hombre culto, ¿ves la mierda que es lidiar con
ustedes? Son”Light”, hacen lo que se les ocurre. Naciste con la revolución, sos
uno de sus hijos dilectos, tus viejos eran de una villa de Matanza y vos sos
ahora un profesional calificado, especializado en La Sorbona, según veo…
Estuvimos seis meses para redactar los estatutos, dos mil representantes,
electos democráticamente, firmaron el acuerdo. Ustedes transgredieron
siempre el compromiso básico de estacionar la población para ponerla en
consonancia con la posibilidad productiva, como premisa básica para derrotar
a la miseria…” “Maestro, ¿cuantos hijos tuvo usted?” “Cinco”, repuse, y un
nudo en la garganta ahogó mis penas reprimidas ¿Dónde estarían? ¿Cómo
serían mis nietos? ¿Alguna vez cabalgarían en mis rodillas? Tantas cosas
quedaron en el camino de los sueños, en esta burla grotesca que fue mi vida,
mi delirio de un mundo mejor, para tener una existencia alienada, sólo y sin
poder confiar más que en mi sombra. Sin saber quién es ni qué hace, ni tan
siquiera mi vecino, un colorado silencioso al que sorprendí, algunos
atardeceres, sentado a la sombra de un sauce, quizás escuchando el repique
de algún jilguero. Una soledad densa, pesada y viscosa, comparada a la de un
monje benedictino, el que, por lo menos, se hace pajas mentales creyendo
haber encontrado el camino a Dios. Nuestra jornada de doce horas de trabajo
emitiendo y recibiendo instrucciones de Madre, dos horas de interacción con
los contactos inferiores y superiores, dos horas de ejercicios y entrenamiento
con armas y el resto de esparcimiento solitario frente al panel (películas,
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deportes, noticias); a veces los dioses me permitían dormir un poco. Madre
controlaba mi sueño, interrumpiéndolo en mis frecuentes pesadillas; por la
mañana me preguntaba “¿Qué pasó ahora?” “Los muertos no dejan de
molestarme”. Mi terapeuta, y única amiga confiable era una máquina.
“Marquitos”, volví a la carga “tenés que hablar, sólo un nombre y en un mes
estás en tu casa, no le debés fidelidad a un extraño que, ni siquiera es de los
tuyos. Pensá que el traidor es inconfiable, hoy me traiciona a mi, mañana a
vos…Me gustaría saber algo más, ¿ustedes lo apresaron y torturaron?” “No
Maestro, el concurrió espontáneamente a ofrecernos su plan.”. Mil conjeturas
se revolvían en mi cerebro:
     - Era amigo de los negros malos y había mutua confianza.
     -   El Gordo le tenía tanto respeto que se jugó el culo en una patriada muy
        difícil.
     - Tenía contactos fluídos con la burocracia.
     - Manejaba mucha información interna de la organización.
  En medio de las nebulosas fue apareciendo claro el rostro de Hans –el
alemán- que, a pesar de nuestras reservas, insistió, pertinaz, y consiguió
autorización para radicar su refugio en un asentamiento de los negros malos.
De esto hacía más de diez años, una década de conspiración ininterrumpida.
Tenía un primo Secretario de Estado en la autoridad. Las evidencias lo
condenaban. Escarbé mis recuerdos sobre su origen…ciertamente no era de la
primera hora, fue de los muchos que se arrimaron luego de que tomamos el
poder. “Advenedizos” al decir de Roberto. Era doctor en Física, especializado
en energía nuclear. Tuvo dos proyectos en que lo compliqué, el primero era
una planta de Torio, energética, sobre el Paraná, que mereció mi encarnizado
repudio, a pesar de sus garantías de diseño ultra-confiable.”Si, tan confiable
como el de los rusos en Chernobyl” comenté al auditorio en medio de las
carcajadas unánimes. El segundo fue, lo que ahora interpreto, configuró una
agresión encubierta de su parte. Sabiendo que estábamos desarrollando
tecnología bélica efectiva, de bajo costo, presentó un proyecto sobre Torio en
bruto. Hacía dos años que estudiábamos yacimientos de Cesio para fabricar
“bombas blancas”, sin productos radiactivos peligrosos para la vida. Su
principio tan sencillo: el Cs en contacto con el Oxígeno de la atmósfera arde
espontáneamente, con residuos alcalinos inocuos, le dio prioridad a nuestra
ponencia, y construimos centenares de misiles que vendimos con gran
beneficio en todo el planeta. Si, tenía algunos motivos para odiarme, yo
también lo odiaba, porque tengo la certidumbre que alemanes, eslavos y rusos
se creen los reyes de los bananas y sólo son unos giles esquemáticos,
carentes de humor y creatividad. Venía a las reuniones del consejo tecnológico
con su camisa planchada, el cabello bien peinado, y se sentaba derecho en su
silla. ¿A quién quería impresionar? ¿A los que vivaqueábamos en las selvas,
soportando el barro, las víboras y los mosquitos? ¿A los que trepábamos el
Ande, buscando minerales? Presenté, cierta vez, un proyecto para radicar un
secundario tecnológico sobre usufructo de la piedra en La Toma, San Luis,
aprovechando la abundancia de ónix y mármoles de la zona. El bastardito pidió
copia y tres días para analizarlo, a fin de emitir dictamen. ¿Tres días para
entender cuarenta páginas de mierda, y, cuya factibilidad caía por su propio
peso? En la nueva reunión informó que nuestro proyecto pecaba de “muy
imaginativo”. “¿No será de lo que vos carecés, teutón, cuadrado y soberano
pelotudo?” Grité mientras, saltando entre los bancos, me aproximé hasta
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ponerle la Browning en el cuello. Ríos de transpiración corrían por sus sienes
empalidecidas. Debí matarlo en ese momento, hoy Roberto seguiría vivo…Fui
severamente amonestado, y postergaron mi proyecto por seis meses. Los
pobres puntanos perdieron, gratuitamente, por mi descontrolada torpeza.
Javier, compañero de tantas lides, me tranquilizó “No te calentés, hermano, por
este pejerto ni vale la pena…”. Introduje los códigos reservados en madre, y el
rostro de Hans ocupó toda la pantalla. Marcos estaba atónito, mirando con ojos
desorbitados. “Si sospechaba en forma fehaciente, ¿para qué me interrogó?”.
“Necesitaba saber si podía confiar en vos, ahora sé que no. ¿Qué les habrá
prometido esta rubia sanguijuela, que sea más importante que nuestra
amistad, la historia y toda una vida trabajando para ustedes? Necesito
procesar, debo llevarte a tu celda, la máquina te brindará comida y agua por
varios meses. Cuando envíe una señal de microonda se abrirá una puerta,
hacia un pasillo largo y oscuro, luego de días u horas de caminata, ¿Quién
sabe?, llegarás a un embarcadero a orillas del río color de león, habrá una
lancha a motor, con combustible suficiente para llegar a Montevideo, en la
guantera hallarás algunos dólares y un cuchillo. Si erraras el camino al norte,
morirás como un perro, en medio de la nada. Si intentas volver, tu puta vida no
valdría una mierda”. “Pero Maestro, es el exilio...” “Te dejo sin patria, sin
familia, sin amigos y sin pueblo, tu identidad ya no existe. Para los tuyos
habrás muerto, como un héroe, en combate, sólo madre y yo sabremos la
verdad. No estás muerto, simplemente, por el amor que me inspira tu familia”
“Prefiero la muerte, Maestro” “La muerte nos libera del dolor y la culpa.
Tendrás toda tu vida para reflexionar sobre la lealtad y la traición. Nunca
podrás saber cuánto tiempo estuviste recluído, sin noches ni días. Varias horas
por jornada Madre te leerá tratados de ética y moral. Si hay un Dios, que él te
perdone…” Madre abrió un panel hacia un ascensor, donde introduje a Marcos.
La máquina sabría cómo llevarlo a su patético destino. “Madre” indagué
“¿tendrá algún beneficio, videos, radio, TV?” “Ninguno” respondió. Abrí el
expediente de Hans, imprimiendo los datos de sus contactos y sus
movimientos de los últimos noventa días. Entre tantos, morirían ciento
veintisiete integrantes de la organización, sólo por haber hablado,
recientemente, con él. Contacté la guardia pretoriana de los anticuerpos,
mandé por mail la información con una posdata “A Hans lo quiero vivo” Solicité
a Madre actualizar información sobre el conflicto, paradero del gordo y
vinculación con personas en la última semana, a excepción de su familia.
“Acciones bélicas paralizadas según instrucciones, gordo con ubicación
desconocida”. Abrí la carpeta del gordo y repliqué el pedido de informes, que
reenvié a los anticuerpos, solicitando eliminación de los contactos y detener al
gordo totalmente ileso. El ordenador informó “según lo pautado, en pocas
horas habrá seiscientas treinta y cuatro ejecuciones sumarias”. Abrí la carpeta
del funcionario pariente de Hans, Jesús Schoederer, seleccioné el listado de
sus subordinados, directores incluidos, y el del ministro que lo conducía, y
requerí su eliminación. Ni los peores psicópatas de la historia mataron tantas
personas, en menos de cuatro horas. Hasta el kiosquero donde el gordo se
proveía de cigarros, resultó ajusticiado. Nuestras cámaras y archivo todo lo
ven, conservan y procesan... Oprimí el botón que me abrió una cucheta,
encendí un cigarro mirando el oscuro cielorraso a través de las azules volutas
de humo, y me dormí pensando en los rostros difusos de mis nietos
desconocidos. Un par de horas después, Madre me despertó con una
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grabación mía de Los mareados, informando: “Javier está en la entrada, trae
detenidos a Hans y el gordo, corroboré identidades por todos los medios” “Que
entre Javier con los insurrectos, y aloja a los milicianos en un área de
esparcimiento.” Madre se encarnizó con Hans, le hizo poner cadenas por todos
lados, mientras que el negro malo traía sólo las reglamentarias. El gordo
lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate, estúpido”, le grité “seguro
que te reías cuando trituraste a Roberto” “No, maestro, sólo los entregué a un
grupo de tareas de la autoridad” “Vos rubito, ¿estuviste cuando los mataron?”
“No tuve nada que ver con nada, no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás
por todo este abuso…” “Ya veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos
en un fuerte abrazo, le agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al
oído “Hay que limpiar al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las
circunstancias...” Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte.
Senté al gordo y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor
permanente sin daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD,
cafeína y suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y
deseosos de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el
gordo me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que
hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera del
bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en vida, nada
nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra no hay
triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme tristeza, ofendimos
la vida, tronchamos historia, privamos de futuro… ¿Acaso tenemos un perdón
posible?
Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto las
falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías mejor que
yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con tus sarcasmos,
tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con la tuya!” “¿No era
preferible que limes tus resentimientos conmigo discutiéndolo personalmente ó,
en todo caso matándome. ó muriendo en el intento? Hubiera habido un solo
muerto, no más de quince mil como ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las
confesiones remitidas por los anticuerpos, donde tus difuntos cómplices
narraron en detalle toda la planificación del golpe para adueñarse de la OES.
Este es un problema de ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las
jodas imbéciles que a veces puedan molestar a alguno. No analicemos los
errores míos y de Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción
con vos mismo. Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar
era exitoso en la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los
treinta hombres que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una
mansión edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador
principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto
congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos prestigio y
honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el presidente?” “El
futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón “uno” de los sunchos,
para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los gritos, durante largos
minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo, y, fundamentalmente por
mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis manos, y las percibí rojas de
tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios inmolados por el absurdo!…Madre me
ordenó acostarme en una litera, sentí un pinchazo en el muslo, un fuego
invadió mi cuerpo y me envió al salvador país de los sueños.
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                                 MI ALUMNO

       Todo fue idea de quien, en aquel entonces, oficiaba como mi novia. Yo
debía trabajar, para “ahorrar para nuestro casamiento”.
       Con mi carrera técnica avanzada, y muy jugado por los horarios de
prácticos y teóricas, era impensable alguna tarea con relación de dependencia,
por lo que lo único factible era la autogestión.
       Entonces decidí dar clases particulares a alumnos primarios y
secundarios. A tal fin puse cartelitos en el almacén, la panadería y el kiosco
del barrio.
         La decisión, para mi madre, era incongruente (hoy así también lo
reconozco), mi situación personal era de clase media acomodada, teníamos
renta de alquiler de propiedades y ella era modista de señoras burguesas. Yo
podía, tranquilamente, estudiar sin trabajar, mi vida era razonablemente buena,
tenía la carrera más que al día y mi promedio era distinguido.
       Al poco tiempo llamó a mi puerta el padre de mi alumno. “Necesito que
lo apuntale dos ó tres horas por día”... Convenimos una retribución. Pensando
que, por tratarse de un niño de primaria, si necesitaba tanto apoyo, debía tener
problemas de aprendizaje, mis aranceles superaron lo razonable.
         El educando resultó un niño de diez años, con ojos marrones,
expresivos, inteligentes y, a la vez, profundos. Me tomó media hora de
interrogatorio, con sus carpetas como patrón, para corroborar que el jovencito
no requería apoyo de ningún tipo. “¿Cómo son tus notas?” lo indagué,
sabiendo las respuesta de antemano. “Todas excelentes”. Fue su respuesta.
Telefoneé al padre, manifestándole que “estaba tirando su dinero”. Me
contestó que “su esposa estaba muriendo de cáncer, y necesitaba al niño
fuera de casa esas dos horas, porque los efectos del tratamiento eran muy
penosos”.
         Media hora diaria dediqué a sus obligaciones escolares, otro tanto a
perfeccionar su estilo de lectura, y el resto a comentar textos. Al poco tiempo
comprobé que estaba en presencia de una mente privilegiada. La fugaz lectura
de un párrafo era suficiente, no sólo para su comprensión sino para una
síntesis conceptual que, por lejos, excedía la madurez eventual de su corta
edad.
         Decidí, entonces, ingresarlo al mundo mágico de los iniciados. Eludí a
Poe y Quiroga, por su obstinada obsesión por la muerte, por razones obvias.
Recorrimos Dostoievski, Chejov, Borges, Bioy Casares, Bradbury, Ballard,
Asimov, Sábato, Marechal y Cortázar, cuento a cuento. El párvulo comenzó a
sentir una imperiosa necesidad de más y más lectura, entonces modifiqué
algunas pautas: leeríamos cuentos en nuestras clases, reservando novelas
para que lo haga en su casa.
         En nuestro análisis no dejábamos temas sin discutir; en esas instancias
mis impresiones eran las de departir con un adulto, con mayor ductilidad y
aprehensión que la mayoría de mis conocidos.
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         Su única ignorancia, lógica por cierto, eran la ciencia y la técnica. Una
vez me contó que a su madre le estaban aplicando “inyecciones de oro”. ¿Será
por el precio?, le pregunté. “No”, respondió, “son de oro”. ¿Quién lo dice? “Mi
padre...”. Le contesté que era una obvia alusión a su costo, y un comentario
poco feliz hacia el sufrimiento de un ser querido. Me llevó, graciosamente,
hacia su terreno: “¿Usted piensa que la curarán a mi madre?” Eludí, la
comprometida respuesta con lugares comunes, “es cosa de los médicos”...”por
algo se las aplicarán...” etc. Él insistió “¿Usted, qué piensa?” Pienso que me
gustaría que se curase, a pesar de no conocerla, pero que, por lo poco que
sabía, era muy difícil. “Mamá es una buena persona”... comenzó, “está
sufriendo mucho, se le cayó todo el pelo, y quedó piel y huesos... ¿Por qué?”,
indagó. Me tomé mi tiempo para intentar elaborar razones para lo ininteligible,
expuse que quizás yo no fuera el protagonista ideal para disquisiciones
teológicas, por mi eventual ateísmo, pero comencé a dar explicaciones que,
aún hoy, ignoro de qué recónditas fuentes de mi conciencia procedían.
Muchas vidas son como aerolitos, brillan mucho y perduran poco. En su corta
estancia brindaron amor, perfeccionismo, creación; tomemos como ejemplo
Cristo, el “Che”, Mozart. Interesa saber para qué vivimos, más que cuánto
vivimos. Hay tantas existencias prolongadas inútiles, dañinas y perniciosas,
que disfrutan éxitos rotundos en este sistema. Le expliqué que nuestro medio
premia a los mediocres, a los deshonestos, a los obsecuentes, y, de cualquier
forma, inexorablemente, castiga a los idealistas y creativos. En síntesis, tener
conciencia es una desgracia que permite descubrir, como pústulas, las
imperfecciones del universo. Ahora, meditemos un poco, si Dios existiera,
¿sería tan grande su despropósito de brindarle una existencia tan horrorosa a
los trascendentes...?. Una reiterada explicación de Sábato es que el universo
(así como las cargas de un átomo) se divide en mitades positivas y negativas.
Unas manejadas por Dios y otras por el demonio. Que la nuestra la maneja
éste último que es tan astuto, que se hace pasar por Dios, para
desacreditarlo... ”Entonces, usted cree en Dios”, dijo. En todo caso, no creo en
las religiones, respondí. Transitamos juntos, mi alumno y yo, durante varios
meses, el áspero camino al conocimiento cabal de cuántas y cuán difíciles de
resolver eran nuestras dudas, de las falacias, de la verdad, de la luz y las
tinieblas. Dios, si existe, puso fin a las agonías de su madre. Pocos días
después vino a despedirse, su mano, pequeña y firme, estrechó la mía, “quiero
agradecerle todo lo que me enseñó”. “Tal vez, algún día, me odies por eso”.
“No lo creo”, afirmó, “maneje quien maneje la cosa, no es lo mismo conocer
que ignorar”. Me quedé viendo como se marchaba, entre las oleadas doradas
de las hojas de plátanos, arremolinadas en la ventisca del otoño.
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                                  FRANCOTIRADOR

Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos, que
terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este tormento de
matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban de su pérdida
más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me integré a ningún
equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la política, ó se retiraban, ó
morían en algún asilo para dementes, ó eran asesinados por alguien como yo.
Que más daba. Me indicaban algún blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios
períodos de paz, tan irreales como muestra la historia. Somos belicosos e
intolerantes. Siempre hay a quien ejecutar para el poder, ó para que siempre
esté en las mismas manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal,
tenía menos sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A
veces los frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me
negué a un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte
días en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio.
Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran doce,
ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo dulzona) y
desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi oficina. Mi jefe, sin
poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó:
    ¿Cómo estás?
    Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la
    pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20 gramos
    de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros, podía haberle
    pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía de dos años,
    mientras el veneno le destruía pulmones, riñones, hígado…?.
  Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente,
aburrido.
   ¿Te gusta tu trabajo?
   ¿Adónde quiere llegar?
   Si disfrutas con lo que haces.
   Jamás, de ninguna manera…odio matar.
   ¿Por qué lo haces?
    Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un
    capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo, y
    aquí estoy. No sé hacer otra cosa.
   ¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico?
   Manejar un camión.
   ¿Por qué?
   Me gusta estar solo…
Y aquí estaba, solo, en la punta de un peñón. Ubicación estratégica para vigilar
los tres pasos, en medio de aguzados paredones, por donde,
indefectiblemente, debía pasar el enemigo. El refugio era una torre blindada,
con cristales polarizados, resistentes al impacto de un obús. La energía estaba
provista por una turbina eólica y paneles solares, ambos delicadamente
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encapsulados en acero blindado, inaccesibles desde el exterior. La dotación de
agua era un sofisticado sistema de captación de la humedad atmosférica, por
cierto abundante en esta escarpada ladera del Himalaya. Los alimentos
deshidratados me proveerían sustento por más de dos años. Tenía, asimismo,
cinco mil tiros de reserva y cien cohetes teleguiados.
    Háblame de tu niñez
    Mi padre se fue de casa cuando tenía cinco años, a partir de allí nos
    sustentábamos con el trabajo de mi madre, como modista, y mis pequeñas
    colaboraciones vendiendo diarios, repartiendo pan en bicileta. Con muchas
    limitaciones, subsistíamos.
   ¿Hasta donde llegaron tus estudios?
    Terminé el secundario en una escuela técnica noctuna, en el tiempo normal
    necesario para el caso.
   ¿Qué materia te gustaba?
   Matemáticas, siempre tuve muy buenas notas, me resultaba fácil encerrarme
    en las ecuaciones, jugar con las posibilidades, resolverlas…
  ¿Qué pensás de tu padre?
    Fue un desgraciado. Una vez me interpuse cuando le quiso pegar a mi
    madre, y me reventó de una trompada contra la pared, luego la dejó tirada
    en el piso, en un charco de sangre.
   ¿Qué opinás de los políticos?
   Son una porquería mentirosa.
   ¿Por qué?
    Se llenan la boca hablando de ética y moral, sin tener contemplaciones en
   destruir, matar a quien sea, con tal de satisfacer sus ansias de poder ó
   beneficios económicos.
   ¿Y tus jefes?
   Para llegar a la cúspide de los servicios especiales hay que producir tanta
   basura moral que no se concibe un infierno coherente para tanto escarnio.
Mi misión era sencilla, tenía sensores infrarrojos cubriendo tres portezuelos,
pasos obligados para el enemigo. Éstos se ubicaban a 1.800, 1.050 y 600
metros de distancia. Si alguien pasaba el primero, lo bajaba en el segundo. Si
se rebasaba el tercero, estaba en problemas…Los rifles eran ultra sofisticados,
delicadas máquinas de matar, con miras GPS, infrarrojas-telemétricas, y
corrección automática al viento y la temperatura. Los sensores térmicos
estaban conectados a alarmas, que me despertaban, si era el caso, y a
monitores guiados por GPS, con precisión (ó rango de error) de un centímetro,
para los objetivos más distantes. Por seguridad, las balas para los 1,8 Km.
tenían una carga de 0,5 cm3 de digitalina, en una microcápsula explosiva,
puesto que, de no ser mortal la herida, el blanco quedaba igual asegurado. Los
árabes atacaban envueltos en túnicas de lana rojinegras, y brindaban una
visión privilegiada en la nieve y el hielo de los glaciares. Podía más su
fanatismo que una razonable mimetización. Quizás, en el fondo, creyeran ir al
paraíso. Los cohetes se reservaban para grupos de más de cinco.
      ¿Por qué no seguiste estudiando?, veo en el expediente que tus notas
      eran muy buenas…
      Mi madre enfermó de un cáncer fulminante durante mi último año del
      secundario. Luego me enrolé en el ejército, y, aquí estoy.
      Entonces podrías haber sido algo más que un camionero.
      Y…si, algo en matemáticas, pero no tuve suerte.
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     El sistema tampoco te fue favorable.
     Ni la fortuna, ni el sistema…
     ¿Cuál fue tu peor enemigo dentro del sistema?
     Obvio, mi padre
No sé por qué la soledad, en esta torre aislada del mundo y la vida, me
removía todas las conversaciones con mi terapeuta del servicio. Quizás este
encuentro, conmigo mismo fuera conducente para el replanteo de una vida
poco satisfactoria, sólo matando ilustres desconocidos, en nombre de la
democracia, y quién sabe qué otros falaces valores…Tenía un cajón de vodka
entre mis pertenencias, no para el frío, pues mi habitáculo era climatizado
(afuera, el termómetro marcaba entre -15 y -24ºC) sino, como me dijo un
comandante, me serviría para matar algunos de los fantasmas, inevitables, que
irían apareciendo. Cuando maté mi víctima número 500, en el primer
portezuelo, abrí una botella, y me serví medio vaso. No para brindar por
tamaño estropicio, sino en honor a tantos valientes que escalaron esta
inexpugnable cordillera, sólo amparados en valores e ideales. Nunca quise a
los árabes, e influyó en ello la prédica de Louis, mi instructor francés, veterano
de Argelia. Las barbaridades que me contó de su inhumanidad y ferocidad en
guerra, las fui corroborando, poco a poco, durante mi vida. Sólo en algunas
tribus africanas advertí tan poco apego a la vida, acompañado por execrable
crueldad. Siempre tuve la certeza que era mil veces preferible morir a caer en
sus manos. No obstante les envidiaba su irrestricta fe religiosa. Ni mi madre ni
yo, jamás entramos a un templo. Creo que la vida nos parecía tan dura y
despiadada, como para confiar en la bondad de un ser supremo. No obstante,
morir por nada, ó creer hacerlo siguiendo un mandato místico, lógicamente
debe tener alguna diferencia.
El paso del tiempo, y la terapia con alcohol, me condujeron al descuido, y, una
noche, pasaron doce indemnes el primer portezuelo (“collado”, según los
tibetanos). Por su movilidad y organización supe que ya no eran cazadores
solitarios, sino un grupo comando. Sus aviones espía comenzaron a sobrevolar
el área, buscando mi refugio, alentados por su primer éxito eventual. El
mimetismo con que fue concebido mi mangrullo, excavado en la roca de una
ladera escarpada, hizo fracasar esta tarea. Pude bajar los aviones, tripulados ó
no, de un cohetazo, pero sabía que todo lo filmaban y retransmitían, con grave
riesgo a mi seguridad. Esperé paciente la llegada del pelotón al segundo paso.
Venían en fila india, separados por cinco metros entre sí. Me forzaron a gastar
dos valiosos cohetes en serie. Ninguno quedó para contarlo. No tenía a quien
relatar la proeza, por razones de indetección no había radio ni comunicaciones
de ninguna índole. Grabé con detalle el incidente, los árabes habían demorado
sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo, a más de cinco
mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos mínimos previos de
quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en marcha rápida. Fueron
verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio espíritu de combate a pesar
del caos funcional.de su propia existencia. Arreciaron los sobrevuelos audaces
de aviones, algunos pasaban muy cerca, pero, al no impactarme ningún misil
nuclear, supe que todo seguía bien. Agradecí a los chinos por su delicada
eficiencia, recordando las prolongadas sesiones de entrenamiento a que me
sometió un comandante y su equipo, responsables del proyecto.
        Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro
        territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
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        acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con tropas
        de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado nuestro en
        estas circunstancias, nos facilitó sus tareas especializadas, por su
        aptitud en el manejo de este armamento, su habilidad para subsistencia
        solitaria y conocimiento fehaciente del enemigo.
 Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las reparaciones y
el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser operada con eficiencia.
Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera amistad,
fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis jefes. En una
práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10 cm. El comandante,
gratamente sorprendido, me dijo:
        Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros para
        instructor de nuestros soldados?
        Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con la
        muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes, trabajar
        como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre normal. Entre
        los míos jamás me permitirían serlo.
        Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en
        combate….
Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi trabajo.
El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red organizada
de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el otoño, en grupos ó
aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que llegaron cinco al tercer
collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más de treinta horas, buscando
algún descuido de mi parte. Escudado tras tres termos de café los esperé,
paciente. Corrían juntos, veloces como antílopes, pero tenían la desventaja de
la longitud que atravesaban en descampado, superior a los trescientos metros.
No habían hecho la tercera parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que
ni tan siquiera llegan a escuchar el silbido del cohete cortando el aire.
El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver
películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para
nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo, algunos
atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su nuevo
Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios chinos con
ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores
desestabilizaciones. China tiene un problema (entre tantos) y es la extensión
de sus fronteras, que las transforma en áreas vulnerables. Es un país difícil de
defender, y, por ello procura buenas relaciones con sus vecinos. El Tibet, por
ser víctima de la invasión china, garantizó a los árabes la neutralidad, ó secreto
apoyo, de su población a cambio de la futura libertad. Me divertía la ingenuidad
de los tibetanos, pensando que los árabes conquistarían las mayores reservas
de agua dulce del planeta, para luego cederlas, graciosamente. Nada menos
que ellos, que han pasado milenios sobreviviendo entre bocanadas de arena
del desierto. Las presas chinas en el Himalaya proveen agua para sustento
(potable y de riego) de más de cien millones de pobladores. Volarlas por el aire
era el sueño celestial del cualquier fundamentalista. Y los creía capaces de
ello, y mucho más. Louis me narraba que, durante su experiencia en Argelia,
primero como ingeniero en petróleo y luego como comandante del ejército
francés, los colonos sembraron naranjos a la vera de todos los caminos, para
proveer de frutos y sombra al viajero. Se regaban por goteo, con la escasa
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agua disponible, muy bien administrada. Una vez se cruzó con un beduino, que
se detuvo ante un esbelto naranjo de diez años, con su orgulloso tronco de
cinco centímetros de diámetro. Sacó su cuchilla, y de dos tajos lo cortó al ras y
le eliminó la copa, “creando” un bastón.
        Lo dejé alejarse unos diez metros, saqué mi pistola y le di un solo tiro en
la nuca… ¿entiendes por qué?
        Para vos la vida de un árabe vale menos que un árbol en el desierto.
No sólo eso, que es éticamente discutible, sino que se me hizo la luz sobre que
todo cuanto construyamos de buenas obras, ejemplos de vida y trabajo,
respeto entre los hombres, mejoría del medio ambiente, será, inexorablemente,
blanco de destrucción para estos dementes que quieren vivir como hace
quince siglos. Que dicen ser los elegidos de Alá para conquistarnos, de
cualquier forma y a cualquier precio. En Argel había un solo hotel, y, en la
mañana del domingo, las mujeres e hijos de colonos y soldados franceses,
luego de la misa, concurrían a tomar un refresco, en su “café”, al filo del
mediodía. Cercaron el establecimiento con gelamón, y lo redujeron a
escombros, matando, entre mujeres y niños, más de doscientos. ¿Entiendes
ahora por qué perdimos la guerra? No fue por inferioridad militar, ni falta de
valor. Simplemente por límites éticos. Nosotros, cuna de la cultura de
occidente, no podíamos hacer lo mismo que estos salvajes…
Las lágrimas cubrían el rostro de mi amigo, mientras me mostraba la foto de su
hija, que, al morir, tenía sólo diez años.
Las nevadas fueron intensas, y más de cinco metros de espesor cubría las
ásperas laderas, impidiendo todo tránsito humano. Sólo cabras y antílopes de
la montaña, eran mis ocasionales vecinos; en tanto que un guepardo de las
nieves, intentaba, infructuosamente, cobrar alguna pieza para alimentar a su
cría. El invierno fue mi bien ganado descanso. Puede ver películas, canales de
noticias, algo de deportes; en fin, descargar mi agobiado sistema biológico de
todas las tensiones de los últimos siete meses. Entre los archivos de la CPU
los chinos grabaron un curso de matemáticas completo, desde la elemental
hasta especializaciones de posgrado. Ese invierno fue el más provechoso de
mi vida, puesto que avancé mis conocimientos hasta el nivel medio habitual de
un graduado universitario en exactas. Algo me hacía feliz, en los últimos veinte
años. Comprendí que no podría seguir siendo un especialista en matar, si
quería conservar algún atisbo de lucidez, sólo un poco de humanidad, un
mínimo acceso a una vida, cuanto menos, razonable.
Con el deshielo de primavera comenzó mi trabajo. Las noticias no eran
demasiado explícitas, pero sugerían un notable estancamiento por parte de las
hordas invasoras. Hice un balance de mis reservas, conté treinta y ocho
cohetes y casi dos mil proyectiles. Debía modificar mi estrategia, por lo que
cambié mi rifle de larga distancia, de alta precisión, por un automático de hasta
tres tiros por segundo, reservando las balas explosivas con veneno para el
tercer, y último, collado. Nada más oportuno, comenzaron a llegar en grupos de
tres a doce, y, nuevamente, ninguno superó el segundo portezuelo. Había
alcanzado los mil blancos en el verano, cuando, en los primeros fríos del otoño,
enviaron una compañía completa. Trescientos arremetieron el primer paso,
setenta y seis el segundo, donde gasté mis últimos misiles, y un comando
solitario sobrepasó el tercero. Desde la torre era invisible la abrupta ladera
rocosa adyacente que debía superar el enemigo, para alcanzar mi posición.
Una carga de explosivo plástico, colocada por expertos (y éste seguramente lo
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era), destruiría, al menos funcionalmente, mi refugio. Debía salir a su
encuentro, y el terreno, tan irregular, impedía el uso razonable de rifles. Cargué
una browning 9 mm con doscientos proyectiles, mi cuchillo especial de la I.M. y
tres libras de chocolate, para mitigar el frío. Era él o yo, en este último combate.
Blindé el acceso al refugio con su codificación, cargué en un bolsillo de la parca
una cápsula de cianuro (no me tomaría con vida) y comencé el lento y
cauteloso descenso del peñascal que revestía la empinada falda montañosa.
Desde la punta de una roca estudié con mis prismáticos, en detalle, todo al
faldeo, durante horas, y no pude ver nada. Era un experto, como yo, avanzaría
lenta y despaciosamente, arrastrándose cual una serpiente, por la nieve.
Ambos sabíamos que la única posibilidad de subsistencia era la invisibilidad
total. Un mínimo descuido marcará la diferencia entre la vida y la muerte.
Esperé, totalmente enterrado en la nieve, durante horas interminables. Sólo el
lente del anteojo cateando el terreno. El mordisco ardiente de un balazo me
atenazó el brazo izquierdo. Me había visto, seguramente el vapor producido por
la respiración, en el frío ambiental, había delatado mi presencia. Lo ubiqué cien
metros más abajo, y comenzó la balacera. Tuve la buena fortuna de acertarle
el hombro derecho, emparejando la partida. Siguió disparando como
endemoniado, hasta que quedó sin proyectiles. Arrojó tres inútiles granadas
que hicieron ruido, veinte metros más abajo de mi posición. Gasté mis últimos
tiros sin poder acertarle, y lo esperé, en un pequeño plano entre las peñas.
Llegó puntual a su cita, nos miramos con curiosidad, no exenta de genuina
admiración. En lugar de su rostro, vi el detestado de mi padre. Portaba un
temiblemente filoso sable corvo, yo esgrimía mi gran cuchilla. Arremetí con
furia suicida, y recibí un profundo tajo en mi pierna, pero nada me detuvo, y
levanté a mi oponente por el aire, cuando lo ensarté en el estómago, en una
herida fatal. Cayó al suelo entre espasmos y estertores, y, piadosamente, lo
degollé, para poner fin a su agonía. Estaba a mis pies, en un charco de sangre,
y volví a mirar sus facciones, que ya no eran las de mi padre, sino un hombre
delgado de tez mate, de más ó menos mi edad. Supe, con inmensa tristeza,
que había matado el mal recuerdo de mi progenitor, y comprendí que ninguna
muerte, real ó ficticia, soluciona nada. Que a nadie debía culpar por el
despropósito de mi vida. Que había sido mi propio artífice, para bien ó para
mal. Regresé, en penoso ascenso, al refugio. Curé mis heridas. Por fortuna el
proyectil atravesó limpio el brazo, sin tocar el hueso. El tajo en el muslo, si bien
sangró en abundancia, no interesó la arteria femoral, y pude restañar la
hemorragia con compresas e inyecciones de coagulante. Cosí la pierna,
prolijamente, entre vómitos y mareos, ingerí una fuerte dosis de antibióticos y
morfina, y caí desmayado, no se durante cuántas horas ó días. Al despertar
estaba mejor, me animé con un jarro de café con generosa ración de vodka, e
impaciente, consulté el monitor. Nadie más había ingresado al área bajo
control, y habían pasado tres días. Un mes después, sin novedades, un
mensaje apareció en la pantalla: “abandone su posición y regrese, todo bien”.
Las noticias difundían la retirada de los árabes del Tibet, y su rendición
incondicional. Dos mil cuatrocientos treinta y siete de ellos quedaron en mis
portezuelos. Cargué mi mochila con vituallas e introduje la codificación que
permitió que gruesos paneles de roca cubran totalmente el refugio. Comencé
el difícil descenso en medio de una ventisca, la primera del otoño. Todo era
grato, exultante, aún en medio del intenso frío imperante. Soñaba despierto que
conducía mi camión, por una verde campiña en una tarde soleada, o leía
32

nuevos tratados de álgebra, que me irían develando sus secretos. Si, había
una vida, que merecía ser vivida.

                                LARGA SED DE MARÍA

            La oprobiosa sinrazón del hambre atenazaba sus huecas vísceras.
  Nada ofrecía la vileza del desierto. Tierra roja, greda estéril cuarteada por la
sequía. Las chacras sólo un derrumbe parduzco crujiente, muerto sin fructificar.
Las pocas cabras, espectros huesudos que, por debilidad abortaban, ó por falta
 de leche, dejaban morir de hambre, a sus crías. El aire, hirviente, ascendía en
  terrosos remolinos; y las matas espinosas rodaban, sin rumbo, por el mustio
barreal, que otrora fue su huerta. Las acequias de riego se colmaban de arena
 por el empuje de los médanos. Las vertientes, lloronas de agua cantarina con
    dulce frescor, al fin callaron, agotadas sus ignotas fuentes del enigmático
    subsuelo. El sol fundía plomo, en un cielo azul rabioso, sin nubes; glauca
                    tristeza de la seca, muerte azul, sedienta...
       Por años de hábito al trabajo, día tras día desobturaba los canales,
             en muda súplica, ó críptico mensaje, al agua inexistente.
           Desahuciado ó escéptico, su mirada jamás recorría el cielo,
                            que había olvidado al hombre.
                 Repentinamente, el viento se tornó más fresco,
                       más no quiso contemplar, ni ilusionarse,
                   con el gris crepuscular de los eventuales nubarrones.
                        Dios, al que tanto había rogado, seguramente,
                                    era otra falacia del curita.
                Pobre crédulo, en este universo, donde el amor no recala.
                   Un vendaval, ahora casi frío, levantó nubes de polvo.
               Su mirada, indiferente, seguía clavada en el filo de la azada,
                           cavando zanjas de muertas esperanzas.
                 Un grueso goterón cayó en su cuello –ó así lo percibió-;
                                    luego otro, y otro más...
                            Sus oídos se ocluyeron, para no captar
                 los truenos retumbantes en el extenso páramo del erial.
                         Nada era cierto, sólo demonios impostores,
                             jugando a ser dioses; una estafa más.
                    Hubo una última esperanza, que levantó su rostro,
                               y su piel, agrietada y polvorienta,
                          reía al ser surcada por la magia del agua.
                                ¿Serían, tan sólo, sus lágrimas?
                        Corrió hasta la casa, gritando: “María... llueve,
                                   mira mujer, por fin llueve...”
                         Y vio la cruz, en la loma, donde yacía María,
                                 muerta tras troces privaciones.
                               Y recordó a sus hijos, emigrando.
                     “”Vamos, padre” -dijo el menor- “huyamos de aquí,
                                   esta sequía no tiene fin...”
                        Evocó todos esos meses de oscura soledad,
                                 y un puñal le aserró el pecho;
                       su débil corazón, colmado se sufrir, dijo basta…
                            Seguía impasible, el cielo azul, burlón,
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  • 2. 2 INDELEBLE Y OTROS RELATOS DEL MILITARISMO GENOCIDA Y LA ESCLAVIZACIÓN LATINOAMERICANA GUILLERMO AMILCAR VERGARA
  • 3. 3 A Monseñor Enrique Angelelli Y todos aquellos, que abonaron con su sangre generosa, el venerable sueño de una América, con amor y libertad 17/06/1923 – 4/08/1976
  • 4. 4 LAS BÚSQUEDA DE LA VERDAD ES UN CAMINO EL TRIUNFO DE LA VERDAD, UNA ESTRATEGIA Nuestra Argentina ha vivido, a través de su frondosa historia, holocaustos de barbarie, donde los responsables, individual ó colectivamente, jamás se arrepintieron, no tuvieron, atisbos de remordimiento, la mínima autocrítica, ni una pizca de pena ó tristeza por tantas vidas tronchadas, en honor a la nada. “Indeleble” es una falacia acerca del arrepentimiento de un conocido general, defendiéndose de los embates de su propia conciencia. “Noctiluca” es la añoranza de la lejana niñez, siempre tan grabada en lo más recóndito de nosotros. “Pienso, luego existo”, es una paradoja que intenta transitar los límites sutiles, casi inexistentes, entre las presuntas realidades de nuestra estancia. Quizás el espíritu humano tiene sellos inmanentes que lo amalgaman a realidades donde no se respetan las libertades individuales, y la “democracia” (¿cuál democracia?) es un burdo disfraz que mimetiza la megalomanía, las ambiciones, la fiebre del poder, por el poder mismo. “El Secuestro” intenta narrar otro eventual camino, en la búsqueda de la verdad. “Mi alumno” es la incógnita del sentido de la vida al enfrentar el cataclismo, inevitable, de la muerte. Sólo el conocimiento superador promoverá una aproximación a la verdad. “Francotirador” es un relato que concluye posibilidades de superación de los dramas vivenciales y psicológicos que perturban nuestra vida Trabajando en el desierto de La Rioja me detuve, muchas veces, en algún ranchito, a pedir agua fresca, ó sentarme con los llanistos a tomar algún matecito. Era tan mezquina y precaria la vida de estos viejitos, a los que sus hijos, todos emigrados a las urbes, les traen sus nietos “para que los críen”. “Larga sed de María” pretendió ser un cuento ortodoxo, con planteo, trámite y desenlace, plagiando un poco la genial técnica de Horacio Quiroga (con el universo de saber y dolor que nos separan). Pretendía ser una fantasía, y terminó, graciosamente, esbozando un fiel correlato de la vida de tantos riojanos pobres. “Futuro imperfecto” es un ensayo sobre un mundo que se auto fagocita, que ya no se soporta a sí mismo...Nuestro mundo. “Cuchiyo del mishmo palo” es una fugaz ingresión a la marginalidad, su antítesis de vida, y la carencia de salidas posibles ante la normalidad de la barbarie. La existencia es un tormento, y la muerte, en espirales de violencia, sólo un lógico desenlace. Hurgando el arcón de los recuerdos surgió “Maikel”, uno de esos incidentes de la incipiente juventud, tan remota que parece ajena, que, no obstante, nos marcan para siempre. Un jovencito y un anciano conviven parajes de ensueño y pesadilla. “Ignota muerte de Ernesto Rojas, un montonero” un breve enfoque a la derrota del Chacho, en Caucete, las desbandada y la muerte del aguerrido ejército riojano. “Caída libre” es un grotesco, pequeñas digresiones que ofrece la estancia. “Los del 60” inicia una serie de relatos, con los tres siguientes, que permite conocer, desde mi humilde punto de vista, la historia del calvario de una generación, lúcida e irreverente, de nuestra, hoy, devaluada, Argentina.
  • 5. 5 “Pérdida de la Santidad” relata una modesta experiencia, que señala un rumbo eventual hacia una comunidad organizada. “Juramento Hipocrático” intenta llevarnos a una situación límite, la relación entre el torturador y su víctima. La necesidad de satisfacer patologías sádicas El eventual triunfo de la fuerza, de quien se sabe carente de la verdad, sobre quien la detenta. “Contrainteligencia” relata la vida de los presos políticos, hostigados, hasta el hartazgo, por los agentes encubiertos, de los servicios de inteligencia, de la dictadura militar. “Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!” es una crónica del patético mundo de los avaros. Muchas veces nos preguntamos cómo gente tan despreciable pueden acuñar inmensas fortunas. Es sencillo: son miserables. Laberinto intenta descubrir las interacciones entra las culturas incaicas y calchaquíes, la conquista de los metales, y la explotación imperialista para la sóla satisfacción de poseer el oro. Todo ello en una realidad con la barbarie al acecho. Aurelio del Pehuén es una fantasía, casi real, de la zaga defensiva de la Nación Araucana ante la autodenominada “conquista del desierto”. “No hay enemigos pequeños” pretende interpretar la súbita desaparición de los culturas militaristas genocidas (Mayas y Toltecas), precursoras de la decadente barbarie Azteca. Guillermo Amilcar Vergara/2010.
  • 6. 6 INDELEBLE Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José Hernández. Siempre lo habían exasperado los preparativos para las fiestas de gala. Se sumaban la lentitud crónica de su esposa, para acicalarse, a la ridiculez que siempre sentía al vestir el atuendo militar ciudadano. La única indumentaria digna y cómoda, para su concepto profesionalista, era el equipo de sarga verde oliva – de combate - ; que le hacían sentir holgado, cómodo, y con facilidad para cargar las armas y correajes de guerrero. Afortunadamente, era un hombre meticuloso, ordenado hasta el hartazgo; para satisfacción personal y engorro de quienes lo rodeaban. Tomó la funda de cuerina, abrió el cierre, y extrajo con cuidado la chaqueta de hilo blanco, con brillantes botones dorados. A pesar de haber superado – con holgura – los sesenta, el entalle ceñía su cintura como veinte años atrás. Buscó sus medallas en una caja de caoba y enfrentó el espejo para acomodar sus distinciones laborales. ¡Tantos honores y ningún combate¡ - comentó esa vocecita impertinente que, últimamente, opinaba con total libertad sobre todos sus asuntos -. Repentinamente, con horror, advirtió una impactante mancha bermellón en la pechera izquierda de la prenda. Era un círculo rojizo, de aproximadamente cinco centímetros de diámetro, de aspecto rezumante. Apoyó un dedo en la mancha y la percibió tibia y mojada. Su índice quedó enrojecido. No quiso indagar la causa de la anomalía, sólo le preocupaba, de momento, tener una chaqueta en condiciones para concurrir al casamiento de la hija de su camarada Pérez Battaglia. Con firmeza y precisión cepilló la irregularidad, usando agua tibia y jabón. Por fin quedó sólo una tenue aureola rosada, casi imperceptible. Llamó a la mucama, requiriendo que, prestamente, la repase con la plancha. En contados minutos le fue reintegrada, todavía humeante y con el agradable aroma a vapor y aprestos. Calzó la prenda con impaciencia, no exenta de una creciente dosis de inexplicable angustia. Enfrentó, nuevamente, al espejo, sintiendo el corazón galopar, descontrolado, en su pecho. Si, no era ilusión, la mancha había reaparecido y parecía latir, sanguinolenta, burlona y desafiante, al compás de su aterrado ritmo cardíaco. Cayó, derrumbado, sobre su amplio sillón de pana verde; a los manotazos se arrancó la chaquetilla, y, con un sordo ronquido, llamó a su mujer: - Clara - ¿Qué necesitas? Ingresó, presta, elegante en su largo vestido negro, con esa distinción característica de las “mejores familias”. Recordó el lejano diálogo con su difunto suegro: “Sos un triste hijo de inmigrantes, con mi dinero y prestigio tendrás una brillante carrera militar. Una sola condición te impongo, no quiero que hagas infeliz a mi hija, sé que sos mujeriego, por lo tanto tu vida deberá ser en lo público, un ejemplo, o irás a la ruina...”. - No puedo concurrir al casamiento, hazlo en nombre de los dos, y discúlpame por una indisposición pasajera. - Pero, realmente, ¿qué te sucede...? - Mejor mañana conversamos... Algunas noches parecen eternas, y ésta la fue. En meticulosa requisa de su amplio placard comprobó que todos sus sacos, camisas, cardigan y pulloveres
  • 7. 7 habían adquirido la mancha roja. ¡Es sangre!, repetía en forma monótona la vocecita punzante. - Cállate, por favor, es imposible, no puede ser sangre... - Está bien, seamos lógicos y busquemos una salida a este problemita. Hagamos memoria y escarbemos en el pasado. - De acuerdo, concedió, impotente de contradecir a este fantasma engorroso y vocinglero. - ¿Te acuerdas, en 1976, en el Batallón de Arsenales...? - ¡Cómo no hacerlo!, era gobernador y jefe militar en la Provincia... - ¿Recuerdas las órdenes del Comando del III Cuerpo, sobre ejecución de detenidos, donde se estableció el código de sangre y de silencio, por el cual, los jefes máximos siempre apretaban primero el gatillo? - Tengo todo presente, pero no sé, adonde pretendes llegar... - Había una detenida, una rubita, estudiante del primer año de Medicina. - Si, recuerdo que le encontramos un póster del Che Guevara. - Si, era peligrosísima... - Bueno, no para tanto, era sólo una “zurdita” no encuadrada. Pero con el tiempo llegarían a lavarle el cerebro a nuestra juventud. - Seguro que vos serías mejor referente para los jóvenes. Al menos el Che cayó en combate... - No advierto que todo esto tenga alguna relación con mi problema. - Veremos... ¿Recordás que esta chica, en una sesión de tortura, a la que concurriste, rogaba por favor, que la maten, pero que no la violen más... ¿ y los comentarios que te hicieron los integrantes del grupo de tareas? (“era una virgencita cuando llegó...”). - Yo jamás violé a una detenida. - Pero consentiste que lo hicieran, siendo el jefe máximo, da lo mismo... - Ahora te empeñas en transformarme en el Anticristo... - Si no querés aclarar las cosas, irá sólo en tu perjuicio... - Prosigamos, ya no me quedan alternativas; todos mis caminos, mal o bien, ya fueron recorridos... - Era una noche de otoño, había órdenes, del Comando, de ejecutar a diecisiete detenidos; y, tal como era costumbre, tú debías iniciar el ritual con el primer fusilamiento. Debes recordar, nítidamente, cuando al inclinar hacia delante la nuca de la detenida, por el borde trasero de la capucha asomaba su cabello rubio pajizo. Pensaste unos segundos ¿por qué esta criatura? ¿qué hizo para que la matemos...?. Pero debías dar el puntapié inicial, apoyaste el caño de la 9 milímetro sobre la nuca, y apretaste el gatillo. Un buen soldado no piensa, sólo obedece. Ingresó a tu mente la figura de su madre, durante una audiencia que, a las cansadas, le otorgaste en el Comando; “por favor General, devuélvame a mi hija” sollozaba la pobre mujer de rodillas... Y tus respuestas eran los lugares comunes,”su hija jamás ha sido detenida por el Ejército”... “Quizás se la llevaron sus compañeros de la subversión...” “Nada sé de su hija...”. Te retirabas, tratando de disimular un incipiente malestar, cuando te detuvo el Cabo Primero, el correntino... - Mi general, ¿me permite? - ¿Qué le pasa, Ramírez? - Su chaqueta está manchada de sangre...
  • 8. 8 Y miraste, y tocaste, un enorme lamparón rojo en tu pechera izquierda. Y te quitaste el blusón verde oliva y se lo entregaste al “zumbo”. - Por favor, quémelo... - Como usted ordene, mi General. Mientras conducías el Falcon verde, recorriendo el breve tramo entre el campo de detenidos y tu residencia, algo te carcomía el cerebro. Toda tu experiencia en balística indicaba, que era imposible que la sangre salpique, con tal intensidad, en contra del sentido del impacto del plomo. Por la mañana, el Cabo Primero se presentó al comando, solicitando verte. “¡Qué impertinencia!”, pensaste, ordenando que”no se te moleste...”. Es que parecía retumbar en tu mente la explosión del disparo y el seco crujido de los huesos del cráneo al reventar...”es mi única hija... se lo ruego, General”. A primera hora de la tarde, tu asistente, el Mayor Gruber, te informó: - Se suicidó el correntino Ramírez, colgándose con su cinto de una viga, y dejó una carta para usted, mi General. Depositó un sobre blanco con tu nombre sobre el vidrio impecable, brillante, del escritorio. Lo abriste a solas. Era un trozo de sarga, manchada con sangre, aún fresca. Los bordes de la tela parecían chamuscados. Una breve esquela decía: “Mi General, la tela manchada parece incombustible, la impregné con kerosén, pero no se quiere quemar. Dios me perdone”. Desde tu helicóptero personal, a una altitud de varios miles de metros sobre la selva, arrojaste el trocito de tela manchada. Y todo quedó olvidado, hasta hoy. - ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora? - Ignoro esas respuestas, son sólo patrimonios de Dios... - Pero, acaso ¿tú no eres Dios?... ¿Quién eres, entonces...? - Infeliz, ¿crees que Él se rebajaría hablando un instante con alguien como tú? Y las carcajadas, impertinentes, retumbaron en las paredes de su alcoba. El amanecer, en su claridad, parece alejarnos del dolor de las sombras y el oprobio de tantos recuerdos horribles. Con delicadeza cortó un trozo de tela enrojecida de una vieja, casi inservible, camisa blanca. Buscó en la guía telefónica un laboratorio bioquímico, cualquiera, al azar, y llevó la muestra, solicitando la analicen: - ¿Qué quiere usted saber Señor...? - González – mintió- por favor, necesito saber grupo sanguíneo y Rh, le dejaré pagado por anticipado, así, simplemente, indago el resultado telefónicamente. - Llame después de las 18 horas, repuso el sorprendido facultativo. No quiso regresar a su casa, era imposible ofrecer explicaciones sobre lo insondable. Caminó toda la tarde por la ciudad, recorrió los bosques de Palermo, admirado y extasiado por el juego de los niños y el abrazo amoroso de los adolescentes. Algunas chicas eran rubias “¿qué hizo para que la matemos?”. Se hicieron las seis de la tarde, y del teléfono público de un bar, llamó al Laboratorio. El bioquímico, estupefacto, lo indagó: - ¿Qué me trajo usted, Señor González? - ¿Por qué me lo pregunta, acaso no es sangre...? - Mejor diría son sangre, es una mezcla de todos los grupos sanguíneos y Rh posibles. Cada vez que repito el análisis, da resultados diferentes. Como broma, es de muy mal gusto.
  • 9. 9 Cortó la llamada, temeroso de dar explicaciones incoherentes, impotente de penetrar, -aún más si cabe- en el tenebroso misterio que invadía, abruptamente, su existencia. Regresó a su casa, e inmediatamente se encerró, con doble cerrojo, en el estudio. Monologaba. - ¿Dónde estás,... por qué no vuelves? Por favor, necesito hablar contigo... Pero nada respondía a sus desesperadas súplicas. Repentinamente, en un rincón del cielorraso fue surgiendo una mancha roja, y más allá otra, y otra más... Y las gotas escarlatas caían sobre el parquet, sobre los acolchados y los muebles. Las gotas de sangre también caían sobre el rostro dolido y aterrado del General. Abrió el secreter en la consola de su cómoda, y sacó su vieja nueve milímetros. Era una hermosa Browning, cromada, con cachas de nácar. Una joya que muchos le envidiaron. Una perla con triste historial. ...Remontó la pistola, introdujo el caño en su boca, apoyó el extremo en su paladar, y, sin dudarlo, disparó.
  • 10. 10 NOCTILUCA Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una tenue brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que guarda la gran panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era esquiva, si teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos primos, gran ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para querernos y para pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es bueno resistir, cuando se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En una noche cualquiera, algún primo te tapaba la boca, mientras dormías. “Despertate, boludo”, te susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos en la esquina, descalzos, cuchicheando los secretos de nuestro placer clandestino. Corríamos como desaforados las tres cuadras que nos separaban de la playa. Ella nos esperaba impaciente, como una virgen seductora de niños. Sabía que vendríamos, y podría acariciarnos las tersas pieles, y adherirse a nosotros, y correr por la playa, y rodar por los médanos. Una cuadra antes de la costa ya veíamos el mar brillante. Si, allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba con su manto de plata, para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin luna. Aullando como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos en el mar, hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores, seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su milagro, nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la ribera. “A los médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos rodábamos feroces como demonios, complacientes como querubines, intolerantes como adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y volvíamos a zambullirnos entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra exclusiva familia, de nuestro exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en la costa, a recibir mantos de sombras, con los cuerpos cubiertos por miríadas de algas fluorescentes. Éramos semidioses que brillaban en la oscuridad. Sabíamos que estaban formadas por organismos microscópicos, que eran plural, pero siempre le decíamos “ella”. Por las mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas, reclamaban “¿por qué no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan bañarse desnudas”. “A ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil, porque queremos” ¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las excluían? “Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a pillar alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un ritual digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la cabeza. “Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena merienda, con pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se quejó a la policía, llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y presentarse a declarar Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los viejos recorría la bahía “¿Qué podía responderme cuando le preguntaba qué delito era mear a las ovejas?”. Noctiluca era el alga, nuestra hermosa niñez perdida, el mar y los médanos. Cosas de chicos.
  • 11. 11 PIENSO…¿LUEGO EXISTO? Conducir de noche ejerce, en mi, un magnetismo especial,. Esta circunstancia se potencia si tiene lugar por carretera montañosa. Siempre he observado, con insistencia, a otros conductores, así puedo clasificarlos en dos grandes grupos: los estructurados y los instintivos. Los primeros realizan la tarea de una forma “racional”, en la que hasta los mínimos movimientos semejan una sesión ininterrumpida de actos “pensantes” en relación a los estímulos “causa-efecto” que les plantea el problema. Así establecen condiciones de prudencia esquemática sobre velocidades, ángulos de giro, estado del pavimento, en fin, todas y cada una de las variables que impone el sistema. En esa realidad la conducción se realiza con el cerebro, las manos y los pies. El segundo estilo de manejo es el “instintivo” donde el gobierno del automotor esta sujeto al mandato de todo nuestro sistema orgánico y las eventuales órdenes cerebrales son imperceptibles. Así, las condiciones de gobernabilidad del rodado están monitoreadas por los músculos dorsales, de acuerdo a su percepción de intensidad relativa de fuerzas centrífugas y centrípetas. Esta sensación es transmitida a manos y pies con una fugaz, casi indetectable, participación cerebral. Bajo estas circunstancias, nuestro sistema nervioso central es, mas un eslabón de tránsito, que un procesador de acciones. Los instintivos jamás racionalizamos nuestra conducción, no nos interesan los ángulos ni peraltes de las curvas. El cuerpo, sólo ira resolviendo los problemas, mas, no obstante, un acto tan escasamente intelectual abre un amplio abanico de dudas sobre su realismo, son tan sutiles los límites entre paradoja y fantasía. Bajábamos, transitando desde la Puna de Salta, cuando, a la altura de Santa Rosa de Tastil, Enrique, mi ocasional copiloto, increpó. -¿No te parece que tomaste demasiado rápido esa curva? Mis sistemas ingresaron en una veloz disfunción ante lo inesperado de la circunstancia, puesto que mi cerebro estaba profundamente comprometido en dos tareas: - Reflexionar sobre todos y cada uno de los pormenores del último viaje, ordenando y sopesando la información recibida. - Conversar nimiedades con Enrique, reprimiendo las eventuales disputas entre mis dos hijos menores, que ocupan el asiento trasero. En ese instante percibí, con horror, que mi yo consciente no estaba participando en absoluto del control del automotor que, rugiendo raudo, recorría, eufórico, la difícil cuesta. Entonces ¿quien era el responsable de las vidas de los cuatro ocupantes de esa cápsula de metales, plástico y cristal que, eventualmente, nos trasladaba? Respondí, cauto, “quédate tranquilo hermano, todo esta bajo control...” Comencé a reflexionar, si el patrón de velocidad-estabilidad del rodado estaba gobernado por las masas musculares localizadas entre los hombros y el hueco lumbar; y estas “ordenaban” las diversas acciones a brazos y piernas... ¿no estaban, acaso, asumiendo un rol “cerebral” oportunamente delegado por el contenido de nuestra caja craneana? Después de todo, muchos dinosaurios tenían un hemicerebro por ensanchamiento de la médula en la zona lumbar.
  • 12. 12 Pero este “cerebro alternativo” no tiene facultades intelectuales, solo recibe estímulos y emite órdenes. Es inhábil para responderle a Enrique que la velocidad imprimida era la adecuada. Imbuido del placer lúdico de las circunstancias paradojales comencé a explicarle, a mi circunstancial interlocutor, una nueva dimensión posible acerca de la ambigua traslación por carretera entre dos puntos, eventualmente, identificables del espacio. Las luces del automóvil dibujan una cúpula luminosa en la negrura ominosa de la noche. A través de esa mágica semiesfera fluye la cinta de asfalto por nuestros ojos, invadiendo nuestro cerebro con sensaciones de traslación y movilidad. Todo esto es ilusorio, porque, en realidad, estamos inmóviles, en un grado de estanqueidad rotunda y absoluta. Los centros neuronales, entonces, absorben esta emisión perpetua, transmitida por la cúpula lumínica, donde transcurre la ondulada cinta asfáltica. Las sinapsis sensitivas, entonces, generan nuestro sueño de traslación desde la Puna a Salta. En realidad, jamás hemos estado en la altiplanicie, y nunca llegaremos al Valle de Lerma. Estos lugares no existen, nosotros tampoco, y nuestros cuerpos son meras falacias. Quizás sólo seamos ordenadores interconectados, donde, los jugadores supremos, insertan discos compactos de ilusiones, plagados de cúmulos de sensaciones que otorgan credibilidad a estas fantasías... Enrique, incapaz de soportar por mas tiempo tanto, aparente, desatino, me interrumpió, esgrimió un trozo de lava basáltica y alegó. “Tengo en mis manos la prueba de que estuvimos en el volcán, puedes sentir su aspereza, su peso,...” “Estimado colega”, le espeté, “quien puede crear la ilusión de vida encontrará un juego de niños poner en tus manos pruebas que te convenzan que eres algo mas que un disco rígido. Si tuviéramos, tan pretendido albedrío ¿en qué consistiría el juego?”. Así como ignoramos la esencia y propósito de la movilidad, las razones de nuestra circunstancial esencia y la proximidad de nuestro eventual fin, ¿podemos concebir, en tanto orden, la contingencia del azar? ¿Podrá ser aleatorio el encuentro de dos “existencias” para promover un resultado conjunto? Mientras tanto, ante cada alternativa de eventual elección, imaginemos, aunque solo sea un instante, qué respuesta será la trascendente. Quizás, más allá de las semiesferas lumínicas y las cintas asfálticas, nos dejen entrever algunos someros atisbos de realidad.
  • 13. 13 EL SECUESTRO Era una reunión “muy importante” convocada por la plana mayor. Mi hastío, aún antes de comenzar, ya era insostenible. Volver a escuchar las mismas pavadas de las bocas de los figurones de turno, y reprimir mi insana y patológica necesidad de interrumpirlos con mis, a veces ingeniosos, sarcasmos. “No sé para que m… te invitamos, siempre salís cargándonos a todos”. Debía ser porque me necesitaban, ¡que angustiante percibir que tantos te necesitan, sin poder confiar en ninguno! Comenzó a hablar Roberto, bueno, se hacía llamar Roberto, y mantenía la falacia, a pesar de que sabíamos que era, simplemente, “el flaco Marcelo”. Una vez le pregunté por qué su alias, y me dijo que era de apariencia formal; “peor vos que nadie puede identificarte, ni nosotros, ni los negros malos, ni aún las autoridades con quienes negociás…”. “Decime la verdad flaco, no será que marcelito te parece algo afeminado para lo que querés representar en esta comedia, de violento supermacho implacable”. Siempre terminaban mal nuestras charlas, por exclusiva culpa mía, pero tengo la certidumbre que ocupaba un lugar de privilegio en el rango de sus escasos afectos, lo que, ciertamente, no era poco. Las palabras del dirigente me llegaban como desde neblinosas penumbras, mientras distraía mi vista en la detallada observación de los lujosos muebles, de madera tallada, que ornamentaban el recinto. Eran de roble norteamericano, en un estilo eo-escandinavo. Siempre me enorgulleció mi sapiencia sobre las maderas, a pesar de no haberlas estudiado (mi vida fueron las rocas), disfrutaba observando sus tonos, texturas, bandeado y nudos. El disertante describía el malestar de los negros malos por nuestros supuestos abusos, apañando las erróneas decisiones de la burocracia. Estábamos junto a un amplio ventanal, en el primer piso, que daba un perfecto panorama del parque, los canteros y las sofisticadas fuentes. Sólo el lejano alambrado olímpico, electrificado, me recordaba el clima de beligerancia donde estábamos inmersos. “Mirá, flaco”, le dije, “los negros de malos no tienen nada, hace años que soportan consumir lo que le damos, viviendo en condiciones de “menores recursos”, viendo pasar nuestros BMW.”(Siempre disfruté con la exageración de la falaz demagogia barata) Una mirada de reojo me hizo percibir que, en el parque, se movían en carrera, ágil y zigzagueante, varios centenares de negros malos. “Zás”, grité, “cagaron todas nuestra defensas, redujeron nuestra guardia periférica de élite” No entendí cómo superaron la cerca electrizada. Nada tenía sentido hasta que la palabra “traición” aulló en mi cerebro. “Todos al suelo” vociferé, “no ofrezcan resistencia”. Nada más oportuno, hubiera sido una verdadera masacre, y, quizás el objetivo primigenio de la mejicaneada. Alguno de los nuestros, un resentidito, seguramente, nos prefería muertos para ganar alguna pulseada de poder interno. Son inescrutables los caminos del Señor. Entraron al salón como una oleada oscura y abyecta, todos con sus Uzzi moviéndose en abanico para derrumbar cualquier acto sospechoso. Tenían el pasamontañas negro bajado, salvo el “comandante gordo” que operaba a cara descubierta. Su sonrisa blanca e impecable desbordaba la felicidad de tenernos, por única vez en su vida, a su merced. Se acercó y me tocó con la punta de su botín, recién lustrado. Su blusón de combate, verde oliva, regalo mío en su último cumpleaños, estaba impecable de tan lavado y planchado, sin manchas de tuco ni de vino tinto. “Vos parate, pelao”, me dijo. Señaló a seis de los participantes, integrantes de la mesa chica, “espósenlos a esos, van con
  • 14. 14 nosotros”. “Gordo” le dije débilmente, “esto es grave, es como un golpe de Estado…”. Nuestra férrea organización sociopolítica, estable en medio de su volatilidad, tenía un parlamento donde, equitativamente estaban representados los negros malos, dominantes territoriales y militares de los asentamientos de emergencia, las autoridades, ejercidas por la burocracia política y la OES (organización para el equilibrio social), representante de la clase media, más ó menos ilustrada, con sólida conformación político-militar y responsable de la seguridad, la justicia, la educación, la salud pública, la organización productiva y el equilibrio entre las otras partes. Cada sector tiene treinta representantes en el parlamento, elegidos democráticamente, por sus pares, cada cuatro años, y, sin posibilidad alguna de reelección, ni discontinua, ni alternadamente. La autoridad gobernaba a su antojo el núcleo urbano (en la realidad, porque en los papeles regía a todo el territorio) donde habitaba la burocracia y el comercio (interior y exterior). Por su parte, los negros malos intercambiaban servicios y prestaciones con los capitanes de la industria y los administradores de los fundos agropecuarios. Nosotros proveíamos la convivencia, nos identificaba el cóndor de oro bordado en la indumentaria y la desembozada ostentación de armamento. Éramos inimputables hasta por la ejecución misma de quien interpretáramos ponía en riesgo la paz social. La burocracia se sustentaba con el comercio interior y exterior. Los negros malos de la producción agroindustrial, hasta los niveles medios, aún cuando subsistieron al fuego revolucionario grandes fundos agropecuarios y multinacionales de la industria que empleaban como mano de obra negros malos, en condiciones más ó menos decorosas. Estos capitanes de la industria y el agro tributaban a la burocracia, y con ella entendían las condiciones de comercialización y/o exportación del producido. En numerosas ocasiones financiaban nuestros proyectos para autogestión de los negros malos. Nosotros vivíamos de la gran minería, la tecnología nuclear y electrónica de punta, desde celulares hasta aviones de combate, el petróleo y la generación energética. La pequeña y mediana minería (materiales de construcción, refractarios, bentonita, baritina, etc.) era potestad de los negros malos. La salud y educación de los negros malos eran nuestra responsabilidad. La burocracia tenía su propio sistema educativo, del que estaban excluidas la ciencia y la técnica. La infraestructura vial y ferroviaria, y los medios de transporte eran actividades consensuadas en el parlamento. La burocracia comprendía entre el 20 y el 30% de la población, nosotros no podíamos exceder el 1%, y los negros malos, que jamás aceptaron estas pautas, se reproducían como conejos, para trastorno del conjunto. Nuestros cuadros se seleccionaban de los negros malos, entre los mejores del ciclo primario, empero se sometían a un duro aculturamiento, incluyendo capacitación hasta posgrado, para insertarse, orgánicamente, luego de los 35 años. “Estamos hartos, hermano”, dijo el gordo, “tus jerarcas y la burocracia cada vez viven mejor, y nuestra gente, literalmente, come mierda…”. Me llevaron a un Jeep negro blindado con tres guardias, cargando a Roberto y los demás “responsables” en la caja de un furgón azul. Estaban graciosos apilados como cigarrillos en un paquete… Cuando llegamos a la portería el espectáculo era dantesco, todos nuestros guardias férreamente atados con precintos de fibra y encapuchados. Allí nos esperaba el gordo “¿Qué hacés, animal?” le recriminé, “si nos matás rompés tu
  • 15. 15 inserción al sistema, te convertís en un paria con graves perjuicios para los tuyos” El gordo rió, estruendosamente “la única vida que no tocaré es la tuya, si pude tomar tu cuartel general, ¿qué no podría hacerle a la autoridad?” “Una sola pregunta ¿cómo entraron?”. El gordo infeliz seguía riendo “con gas paralizante que me vendió un ruso, ex KGB”. Indicó a los guardias “llévenlo a su casa, y esperen con él, es nuestro garante” y luego, dirigiéndose a mí “¿puedo contar con que no dañarás a mis muchachos?”. “Los conozco desde que nacieron…”. El Jeep vivoreaba en el intenso tráfico vespertino, era un excelente conductor, acostumbrado a la difícil subsistencia de los asentamientos, donde un celular vale más que una vida. Yo iba sentado atrás, entre los nerviosos guardias. Llevaban al poder sobre todo, al padre que los alimentaba, al único que velaba por sus derechos. Hay tabúes que no pueden violarse, éste era uno de ellos. Desconecté cinco minutos las alarmas, y transcurrimos la calzada de piedra que llevaba a la cima de la colina, donde estaba mi refugio. Ningún negro malo, jamás, pisó mi propiedad, sentía particular afecto por ellos, pero, cada quien en su lugar. Cuando se abrió la puerta blindada, tras mi identificación retinal, el ordenador vociferó “los tres extraños no deben entrar”. “Está bien madre, los autorizo…” La máquina pensó casi diez segundos, y respondió “su proceder es inusual… ¿no habrá ingerido algún tóxico?” “Estoy bien, es largo de explicar, ya informaré cuanto corresponda”. Mi habitáculo es un círculo de vidrio, blindado y polarizado, con disimulados paneles corredizos que conectan con sanitarios, dormitorio y cocina comedor. Una vivienda inteligente, funcional y segura, carente de lujos innecesarios. Conecté el panel de la TV, en los canales de las noticias ocupábamos los primeros planos. Mis custodios guardaban un tenaz silencio, apagué las noticias que nada nuevo aportarían para mí, me senté al piano y los obsequié con las versiones de jazz moderno de Para Elisa, Naranjo en Flor y Concierto de Aranjuez. Durante el, por mi pergeñado, proceso de asimilación cultural de los negros malos corroboré la importancia que tiene la música en sus vidas, y, persistentemente exploté esa tendencia para desarrollarles un sentido artístico de la existencia. Esta premisa los transmutó hacia un buen gusto global en la arquitectura, el diseño urbano y la prevención permanente de todo tipo de contaminación. Sus asentamientos eran fiel reflejo de una visión colorida y dinámica de la vida, contrastando con los grises edificios de los burócratas y las parquizadas residencias nuestras, donde cada quien tiene un diseño arquetípico personal, regido por mimetización con los ancestros (colonial, morisco, francés, etc.). Cuando terminé de tocar, copiosas lágrimas brotaban de los ojos de mis guardianes, y empecé a hablar. “Nuestra sociedad es justa, con resabios de privilegios, pero abiertamente participativa. Hace pocas décadas ustedes eran parias, que comían poco y mal, estaban desvastados por la droga y el alcohol. Hoy son hombres libres, con salud, educación, y hasta los autorizamos a portar las armas, para defenderse de los parias, las mismas con que hoy me amenazan. Sé que toda obra humana es imperfecta, pero si hay alguna verdad es que siempre tuve gran preferencia por los negros malos y notorio desprecio por los políticos. Antes que Dios me castigara con esta horrorosa enfermedad (diabetes) pasaba noches enteras, con tinto, gruyere y aceitunas, coloquiando con el gordo para el mejoramiento de las condiciones de subsistencia, la gestión de financiaciones de obras y el misterio mismo del sentido de la existencia. Hoy los negros malos son quienes tiene
  • 16. 16 vida más saludable, vuestros asentamientos suburbanos y subrurales están entre granjas modelo, trabajan en contacto directo con la naturaleza, consumen los alimentos más sanos y frescos, producen en sistemas cooperativos de autogestión, privilegiados con fenomenales impuestos que sustraemos al bolsillo de los burócratas. Ustedes son transgresores, no controlan la natalidad, y luego se quejan de falta de celeridad en la generación de empleo. Siempre termino sacándoles las castañas del fuego. Hoy mis hijos dilectos me apresan como un paria. Sé que muchos jerarcas de la autoridad y la OES distan mucho de la perfección, pero ustedes saben que el poder tiene un oculto accionar degradante. El gordo, sin ir más lejos, vive como un jeque árabe”. Mi parloteo incesante los fue relajando, y, consecuentemente, bajaron sus defensas. De un panel oculto, bajo el teclado del piano, saqué mi espada de cromo-níquel, y arremetí contra ellos. “Uydió”, se quejó el más joven, “ahora nos mata…” Marcos, el oficial a cargo, cuyo padre era gran amigo personal mío, desenfundó veloz su Browning 9 mm, me apuntó y gatilló. Hubo un chasquido seco de bala fallada, y no tuvo más tiempo, de un planazo su arma voló por los aires. Los tres se arrojaron al piso: “No nos mate maestro, sólo obedecimos órdenes”. Marcos puteaba descontrolado contra el gordo y la corrupción imperante que favorecía que los fondos de los recambio de balas terminen en el bolsillo de sus jefes. Fue la única vez que salvé mi vida por acciones ilícitas ajenas. “Las culpas las tienen ustedes y las autoridades, de quienes copiamos tanto accionar indebido”, protestaba, El absurdo en medio de tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo mismo pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con liga sintética las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos de menos de veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de apertura en cinco horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi vehículo había quedado en nuestro cuartel general, ahora en poder de los negros malos, el Jeep corroboré tenía GPS blindado, por lo que siempre traicionaría mi posición. Debía, entonces huir a pié. Introduje a los dos jóvenes en su vehículo, calcé unos botines trekking y emprendimos con Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro raid al burgo. Portada una discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja, trescientos tiros en bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor audiovisual GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y agua. Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino porque en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a tirar los hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el territorio de la OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por desconocidos totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la cima de la pirámide a través de complejas redes celulares. No había peatones, y los escasos automotores pasaban raudos e indiferentes. No podía esperar ayuda posible. Ignoraba las raíces del complot, quien lo promovía, contra quien era, si me quedaban amigos, donde estaban mis noveles oponentes. Alguien dispuso guardarme inactivo en mi casa, entonces, inicialmente, no tenían intención de matarme, pero estas circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca se sabe. Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas en las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían leales. .En
  • 17. 17 una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su típico traje gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un pase, colgando del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para estar en nuestro territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un trasmisor, que terminó aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente, seguro que su vida no valía, en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo maestro” me dijo Marcos al oído, “es lo más seguro...”. Le hice abrazar un árbol, sunché juntas sus manos, y, descubriéndole su brazo le inyecté concentrado de LSD con morfina. Cuando despertara, en unas 12 horas, habría tenido tantos delirios que jamás recordaría qué había pasado. “Probable que era un buchón, maestro, siempre es mejor matarlos”. “No importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo sinfónico…” En la OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva gris para acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a alguien, para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un poco más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en un par de horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y luminoso, que me recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al linde cuando el crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del territorio, el burgo oponía su bullicio enmarañado. Una pizzería llena de comensales me tentó, tenía hambre y la ansiedad la potenciaba. Mis raciones, si bien nutritivas, tenían un soberano gusto a bosta. Cuando entramos se hizo un silencio sepulcral, presurosos todos nos abrieron paso. “Una especial y dos cervezas, para llevar”, le pedí al cajero, quien se negó a cobrarme y presto nos trajo el pedido. Mientras caminábamos, estirando los hilos de la muzzarella, Marcos me recriminó “Maestro, está jodiendo su dieta…”. “Callate huevón, que entre la adrenalina que me hicieron segregar ustedes y la caminata, estoy realmente hipoglucémico”. Consultamos qué nos llevaría a destino y un canillita nos dijo “el 23, para en la esquina…” En pocos instantes ascendíamos al bus, para terror de su conductor distraído, quien al verme, informó a los gritos “Este vehículo ha sido interdicto por la OES, nadie puede bajarse hasta que se lo disponga”, y, dirigiéndose a mí “¿adónde lo llevo, maestro?”. “A Lacroze, urgente”, fue mi lacónica respuesta. Nos sentamos en el primer asiento, mientras los burócratas se apretujaron, aterrorizados, en el tercio final del vehículo Giré la cabeza, y entre todos los rostros blanquecinos y mustios por el encierro, distinguí una rubita de ojos glaucos, con alguna chispa de perspicacia en la mirada. La señalé “Señora, por favor, acérquese”.. El 23 bramaba acelerado, esquivando vehículos, por lo que su paso fue tambaleante y penoso, tomándose de los asientos en cada paso. Le indiqué que se sentara frente mío, en un asiento pasillo por medio, y, apuntando su TV portátil, sugerí: “Por favor, cuénteme las últimas noticias”. “¿No me hará daño, maestro?” “¿Por qué debía hacerlo?”. “Se dicen tantas cosas…” “Efectivamente, se dicen tantas cosas… ahora me cuenta las noticias”. Lo único que difundían los canales, dijo, mientras llovían translúcidas trenzas de lágrimas por sus mejillas, es la trágica muerte de seis jerarcas de la OES en manos desconocidas, sus cuerpos habían sido tirados en la Costanera, mutilados totalmente por la tortura. Le agradecí y le indiqué que volviera con los suyos. Sentí gran dolor por el flaco, un payaso demagogo, pero honesto y bien intencionado. La muerte era cosa de todos los días, pero la tortura ¿para qué? ¿Qué necesitaba conocer el gordo de nosotros, que ya no supiera? Era muy probable que la movida sea
  • 18. 18 desmantelar nuestra organización y apropiarse de nuestros bienes (Fábricas y Plantas con Tecnología de Punta, electrónica, energética, nuclear y bélica). Evidentemente, no conocían ¿cómo podrían? nuestros sistema de anticuerpos. En el fondo era una pendejada insensata, los jefes asesinados no sabían nada, nuestro patrimonio operativo eran los diez mil mandos medios, estratégicamente distribuidos, con autoridad suficiente para emerger en cada hipótesis de conflicto y masacrar todo a su paso. Éramos los maestros de la muerte, erigidos en salvaguarda de la paz. Poco tiempo después llegamos a Lacroze, el conductor nos abrió la puerta delantera, y, antes de descender fotografié, ostensiblemente, su número de identificación personal (impreso en la camisa) y le advertí “Nadie baja antes de diez minutos”. “Si señor, así se hará”. Era ya noche oscura, y una pertinaz llovizna protegió nuestro anonimato, en medio de una marejada de peatones que volvían a sus casas. Envuelto en una capa negra para agua, era como cualquier otro del rebaño. Recorrimos dos cuadras, y llegamos a nuestro bunker, un edificio con frentes de granito negro y un solo portón de acero blindado, donde brillaba, con luz verde el codificador de alarma. Tranquilo, porque no había habido violaciones al sistema, marqué los cuatro números y seis letras de mi código, y emergió un periscopio identificador de retinas, mientras la máquina, por un oculto parlante, me ordenaba someterme a la prueba. Luego la puerta se abrió sin ruido, dejando salir un tenue haz de luz, cerrándose prestamente, tras nuestro. “¿Quién es su prisionero?” Indagó el ordenador. “Un negro malo que debo interrogar”. “Apoye su mano derecha en la pantalla”. Se abrió, entonces la segunda puerta, y accedimos a un largo pasillo que finalizaba en una rampa. Al fin de la misma había otra puerta, y, al pulsar el botón “open”, el ordenador emitió nuevas instrucciones “Espose y engrille al detenido con piezas de metal, para seguridad de todos”. Así lo hice, pues éstas emiten una señal codificada que jamás le permitirán salir sólo, con vida, del edificio. En el panel general de nuestro mega-ordenador pedí acceso a la sala de interrogatorios. La máquina requirió motivo de la encuesta. Detallé, sucintamente, referente a homicidio de seis agentes jerárquicos de nuestra organización. La pantalla me ofreció información original, detallando acciones de represalias preventivas. La primera fue en un enclave de los negros malos, donde un misil térmico quemó un asentamiento industrial completo, incluyendo urbanización periférica, destacando mortandad efectiva superior a los tres mil individuos. En el burgo burocrático un cohete transformó en cenizas al Ministerio del Interior, en su hora pico de trabajo, con más de diez mil muertes. Los anticuerpos estaban ferozmente activados. Indagué responsabilidades del ataque contra nosotros, y me informó que “fueron negros malos con apoyo de burócratas”. A la pregunta “¿Quiénes de los nuestros estaban en la conjura?” Sólo una insulsa “sin información disponible”. Enfermo de impotencia, informé a Madre que estaba a cargo y ordené suspender toda represalia hasta obtener información detallada y objetiva, preventivamente sólo salvaguardar la vida de parlamentarios e integrantes del ejecutivo. Como siempre, sería muy difícil conocer quién tiró la piedra y escondió la mano. Pedí acceso a la sala de interrogatorios, y me fue concedida, a través de un ascensor de acero blindado, que me condujo hasta algún profundo subsuelo. Constaba de una mesa redonda con sillas acolchadas a la vuelta, paneles corredizos que comunicaban con sanitario y kitchenette, y un gran armario metálico repleto de drogas de todos tipo y variados modelos de jeringas. Apretando botones se desplegarían cómodas
  • 19. 19 cuchetas. El habitáculo estaba preparado para subsistir meses sin necesidad de comunicación al exterior. El acceso al mismo también estaría vedado, hasta que yo decida retirarme. “Bueno, Marquitos, lo primero es lo primero, debemos alimentarnos y descansar, por lo menos, dos horas… ¿Te gustan las pastas?”. Calenté una lasaña hipocalórica al microondas y abrí un jugo de frutas. Comimos en silencio, cada uno absorto en sus dramas y ansiedades. “Maestro, si me tiene que matar, hágalo, por más que me torture no voy a hablar, usted me programó...” “Hijo, no te voy a matar ni mucho menos quemarte los sesos con estas falopas demoníacas, vamos a conversar de qué nos conviene, sólo te traje para poder circular tranquilo por vuestros asentamientos…Tu seguridad será la mía, y viceversa…” Arrojé los desechos al incinerador, e, instalados en nuestras mullidas adormideras, nos dispusimos a descansar. Conecté los auriculares en alguna radio burócrata, son tan aburridas e imbéciles sus mentiras, que enseguida conseguí abrazar a Morfeo. Soñé con Roberto, mientras pescábamos dorados en algún lugar del Paraná. Tenía puesto su raído panamá de paja toquilla; y, como siempre, estaba enojado conmigo por alguna burla con que lo victimaba. Freud se hubiera hecho un banquete con el significado subconsciente de mis bromas. Bueno, somos lo que somos…A las dos horas sonó la alarma (Para Elisa, ¡qué cursi que soy!), y noté las mejillas todavía húmedas por las lágrimas; nunca pensé que pudiera sentir tanto afecto por algunas personas…Claro está, él era mi imagen y semejanza, buena parte de mi historia se fue con él, si es que vamos a algún lugar, evento más que discutible. Cargué el termo en el dispenser, lo engañé con ciclamato, y encendí, ansioso, un cigarrillo, que saboreé con deleite antes de despertar a Marcos. Los primeros mates saben a gloria, y los sorbimos en silencio. Mi interrogatorio no se hizo esperar: “¿Por qué no me mataron?”. “Porque necesitábamos una garantía de continuidad de lo bueno del sistema” “¿Qué tenían de malo los muchachos?” “Su aburguesamiento era tal que ya no servían a nadie, más que a sus estúpidos intereses, algunos tenían hasta tres amantes, cuentas en Suiza, actuaban como autoridades, zafaron del mundo real…”. “¿Por qué mataron a las dos compañeras del grupo de los seis? Eran personas correctas…”Estaban en el lugar equivocado…” “¿Y Roberto?” grité, “¿Por qué Roberto?”. “Para que entiendas que va en serio, que aquí no hay joda, que no es un reclamo más”. “Entonces todo esto es para mí... ¿Qué carajos es lo que debo entender?” “Que el sistema no da para más, que alguna vez iba a reventar” “Tenemos un parlamento, donde ustedes tienen participación igualitaria, las cosas se plantean allí, todo es perfectible” “No tenemos mayoría propia, a pesar de representar el 70% de la población, y las autoridades, a cambio de que se toleren sus corruptelas, votan sistemáticamente por ustedes, los cagados somos siempre nosotros…” “¿de qué te recibiste en la Universidad?” “Ciencias Políticas”. “Hijo, la política es el arte del buen gobierno, no de los golpes de estado, aunque ustedes, para masturbación mental lo disfracen de revolución ¿o no?” “Bueno…si, algo de eso hay…” “Te voy a preguntar un solo nombre, nada más, ¿Cuál de los míos está con esto?” Marcos me miró con cara de vaca triste, y clavó los ojos en el piso brillante. Apreté un botón y gruesos flejes de acero lo ciñeron a su asiento. Los dos sabíamos que un segundo botón ajustaría más las sujeciones, y que el quinto era la muerte luego de transformar su esqueleto en papilla de bebé, mediante un proceso lento de hasta un día de duración. Caminé en silencio, como un tigre enjaulado. Cada cinco minutos imprecaba, “el nombre, Marcos,
  • 20. 20 el nombre…, sólo así pararemos la masacre, nos pondremos a conversar,… todo va a salir bien, si no tengo la salida no puedo parar la contrainsurgencia… ¡el nombre de ese mal nacido!!!” Por fin, Marcos, musitó “¿Qué garantías tenemos de poder negociar?”. “Te aseguro la vida del gordo y treinta días de autocrítica conjunta para hallar la salida satisfactoria” “Seguramente los negros malos pagaremos el pato por lo de Roberto” “La vida del traidor será suficiente, aunque supondrás que no pienso matarlo…” Marcos no pudo evitar un estremecimiento de horror de sólo pensar lo que pudiera llegar a ser la subsistencia de ese infeliz en un programa de veinte años de reeducación. En nuestra sociedad, casi sin crímenes, los OES éramos policías y jueces. Ese poder sobre la vida y la muerte garantizaba la subordinación a la condena, su carácter de inapelable y lo innecesario de estructuras carcelarias. Robos, asesinatos y violaciones ameritaban la muerte. Cualquier forma de corrupción ó sedición conllevaba procesos de reeducación en campos auto sustentables de trabajos forzados. Daños menores, lesiones en riña, infracciones de tránsito se penaban con trabajos comunitarios. Los interrogatorios se ejecutaban en recintos con ordenadores conectados a Madre, se investigaban los antecedentes familiares, educacionales y la inserción social de los imputados Las máquinas decidían sobre el valor de las pruebas y emitían la condena. Los delitos flagrantes los reprimíamos según la coyuntura, si los reos estaban armados, lo más probable es que terminen muertos. Los menores de 21 años siempre eran reeducados, circunstancia que, acorde a la severidad del delito, se hacía extensiva a padres y hermanos. En nuestro modelo estructuralista era prioritario detectar las fallas del sistema para promover su investigación superadora. Si el trauma era familiar, tenía sus tratamientos, si era social, también.”¿Que edad tenés, Marquitos?”. “Treinta” “¿Hijos?” “Tres” “Decime la verdad, soberano pelotudo… ¿Pensás que nuestros archivos son en joda?” “Bueno, cinco”. “Sos consciente que el número máximo sugerido son dos, óptimo uno, sos un dirigente, un hombre culto, ¿ves la mierda que es lidiar con ustedes? Son”Light”, hacen lo que se les ocurre. Naciste con la revolución, sos uno de sus hijos dilectos, tus viejos eran de una villa de Matanza y vos sos ahora un profesional calificado, especializado en La Sorbona, según veo… Estuvimos seis meses para redactar los estatutos, dos mil representantes, electos democráticamente, firmaron el acuerdo. Ustedes transgredieron siempre el compromiso básico de estacionar la población para ponerla en consonancia con la posibilidad productiva, como premisa básica para derrotar a la miseria…” “Maestro, ¿cuantos hijos tuvo usted?” “Cinco”, repuse, y un nudo en la garganta ahogó mis penas reprimidas ¿Dónde estarían? ¿Cómo serían mis nietos? ¿Alguna vez cabalgarían en mis rodillas? Tantas cosas quedaron en el camino de los sueños, en esta burla grotesca que fue mi vida, mi delirio de un mundo mejor, para tener una existencia alienada, sólo y sin poder confiar más que en mi sombra. Sin saber quién es ni qué hace, ni tan siquiera mi vecino, un colorado silencioso al que sorprendí, algunos atardeceres, sentado a la sombra de un sauce, quizás escuchando el repique de algún jilguero. Una soledad densa, pesada y viscosa, comparada a la de un monje benedictino, el que, por lo menos, se hace pajas mentales creyendo haber encontrado el camino a Dios. Nuestra jornada de doce horas de trabajo emitiendo y recibiendo instrucciones de Madre, dos horas de interacción con los contactos inferiores y superiores, dos horas de ejercicios y entrenamiento con armas y el resto de esparcimiento solitario frente al panel (películas,
  • 21. 21 deportes, noticias); a veces los dioses me permitían dormir un poco. Madre controlaba mi sueño, interrumpiéndolo en mis frecuentes pesadillas; por la mañana me preguntaba “¿Qué pasó ahora?” “Los muertos no dejan de molestarme”. Mi terapeuta, y única amiga confiable era una máquina. “Marquitos”, volví a la carga “tenés que hablar, sólo un nombre y en un mes estás en tu casa, no le debés fidelidad a un extraño que, ni siquiera es de los tuyos. Pensá que el traidor es inconfiable, hoy me traiciona a mi, mañana a vos…Me gustaría saber algo más, ¿ustedes lo apresaron y torturaron?” “No Maestro, el concurrió espontáneamente a ofrecernos su plan.”. Mil conjeturas se revolvían en mi cerebro: - Era amigo de los negros malos y había mutua confianza. - El Gordo le tenía tanto respeto que se jugó el culo en una patriada muy difícil. - Tenía contactos fluídos con la burocracia. - Manejaba mucha información interna de la organización. En medio de las nebulosas fue apareciendo claro el rostro de Hans –el alemán- que, a pesar de nuestras reservas, insistió, pertinaz, y consiguió autorización para radicar su refugio en un asentamiento de los negros malos. De esto hacía más de diez años, una década de conspiración ininterrumpida. Tenía un primo Secretario de Estado en la autoridad. Las evidencias lo condenaban. Escarbé mis recuerdos sobre su origen…ciertamente no era de la primera hora, fue de los muchos que se arrimaron luego de que tomamos el poder. “Advenedizos” al decir de Roberto. Era doctor en Física, especializado en energía nuclear. Tuvo dos proyectos en que lo compliqué, el primero era una planta de Torio, energética, sobre el Paraná, que mereció mi encarnizado repudio, a pesar de sus garantías de diseño ultra-confiable.”Si, tan confiable como el de los rusos en Chernobyl” comenté al auditorio en medio de las carcajadas unánimes. El segundo fue, lo que ahora interpreto, configuró una agresión encubierta de su parte. Sabiendo que estábamos desarrollando tecnología bélica efectiva, de bajo costo, presentó un proyecto sobre Torio en bruto. Hacía dos años que estudiábamos yacimientos de Cesio para fabricar “bombas blancas”, sin productos radiactivos peligrosos para la vida. Su principio tan sencillo: el Cs en contacto con el Oxígeno de la atmósfera arde espontáneamente, con residuos alcalinos inocuos, le dio prioridad a nuestra ponencia, y construimos centenares de misiles que vendimos con gran beneficio en todo el planeta. Si, tenía algunos motivos para odiarme, yo también lo odiaba, porque tengo la certidumbre que alemanes, eslavos y rusos se creen los reyes de los bananas y sólo son unos giles esquemáticos, carentes de humor y creatividad. Venía a las reuniones del consejo tecnológico con su camisa planchada, el cabello bien peinado, y se sentaba derecho en su silla. ¿A quién quería impresionar? ¿A los que vivaqueábamos en las selvas, soportando el barro, las víboras y los mosquitos? ¿A los que trepábamos el Ande, buscando minerales? Presenté, cierta vez, un proyecto para radicar un secundario tecnológico sobre usufructo de la piedra en La Toma, San Luis, aprovechando la abundancia de ónix y mármoles de la zona. El bastardito pidió copia y tres días para analizarlo, a fin de emitir dictamen. ¿Tres días para entender cuarenta páginas de mierda, y, cuya factibilidad caía por su propio peso? En la nueva reunión informó que nuestro proyecto pecaba de “muy imaginativo”. “¿No será de lo que vos carecés, teutón, cuadrado y soberano pelotudo?” Grité mientras, saltando entre los bancos, me aproximé hasta
  • 22. 22 ponerle la Browning en el cuello. Ríos de transpiración corrían por sus sienes empalidecidas. Debí matarlo en ese momento, hoy Roberto seguiría vivo…Fui severamente amonestado, y postergaron mi proyecto por seis meses. Los pobres puntanos perdieron, gratuitamente, por mi descontrolada torpeza. Javier, compañero de tantas lides, me tranquilizó “No te calentés, hermano, por este pejerto ni vale la pena…”. Introduje los códigos reservados en madre, y el rostro de Hans ocupó toda la pantalla. Marcos estaba atónito, mirando con ojos desorbitados. “Si sospechaba en forma fehaciente, ¿para qué me interrogó?”. “Necesitaba saber si podía confiar en vos, ahora sé que no. ¿Qué les habrá prometido esta rubia sanguijuela, que sea más importante que nuestra amistad, la historia y toda una vida trabajando para ustedes? Necesito procesar, debo llevarte a tu celda, la máquina te brindará comida y agua por varios meses. Cuando envíe una señal de microonda se abrirá una puerta, hacia un pasillo largo y oscuro, luego de días u horas de caminata, ¿Quién sabe?, llegarás a un embarcadero a orillas del río color de león, habrá una lancha a motor, con combustible suficiente para llegar a Montevideo, en la guantera hallarás algunos dólares y un cuchillo. Si erraras el camino al norte, morirás como un perro, en medio de la nada. Si intentas volver, tu puta vida no valdría una mierda”. “Pero Maestro, es el exilio...” “Te dejo sin patria, sin familia, sin amigos y sin pueblo, tu identidad ya no existe. Para los tuyos habrás muerto, como un héroe, en combate, sólo madre y yo sabremos la verdad. No estás muerto, simplemente, por el amor que me inspira tu familia” “Prefiero la muerte, Maestro” “La muerte nos libera del dolor y la culpa. Tendrás toda tu vida para reflexionar sobre la lealtad y la traición. Nunca podrás saber cuánto tiempo estuviste recluído, sin noches ni días. Varias horas por jornada Madre te leerá tratados de ética y moral. Si hay un Dios, que él te perdone…” Madre abrió un panel hacia un ascensor, donde introduje a Marcos. La máquina sabría cómo llevarlo a su patético destino. “Madre” indagué “¿tendrá algún beneficio, videos, radio, TV?” “Ninguno” respondió. Abrí el expediente de Hans, imprimiendo los datos de sus contactos y sus movimientos de los últimos noventa días. Entre tantos, morirían ciento veintisiete integrantes de la organización, sólo por haber hablado, recientemente, con él. Contacté la guardia pretoriana de los anticuerpos, mandé por mail la información con una posdata “A Hans lo quiero vivo” Solicité a Madre actualizar información sobre el conflicto, paradero del gordo y vinculación con personas en la última semana, a excepción de su familia. “Acciones bélicas paralizadas según instrucciones, gordo con ubicación desconocida”. Abrí la carpeta del gordo y repliqué el pedido de informes, que reenvié a los anticuerpos, solicitando eliminación de los contactos y detener al gordo totalmente ileso. El ordenador informó “según lo pautado, en pocas horas habrá seiscientas treinta y cuatro ejecuciones sumarias”. Abrí la carpeta del funcionario pariente de Hans, Jesús Schoederer, seleccioné el listado de sus subordinados, directores incluidos, y el del ministro que lo conducía, y requerí su eliminación. Ni los peores psicópatas de la historia mataron tantas personas, en menos de cuatro horas. Hasta el kiosquero donde el gordo se proveía de cigarros, resultó ajusticiado. Nuestras cámaras y archivo todo lo ven, conservan y procesan... Oprimí el botón que me abrió una cucheta, encendí un cigarro mirando el oscuro cielorraso a través de las azules volutas de humo, y me dormí pensando en los rostros difusos de mis nietos desconocidos. Un par de horas después, Madre me despertó con una
  • 23. 23 grabación mía de Los mareados, informando: “Javier está en la entrada, trae detenidos a Hans y el gordo, corroboré identidades por todos los medios” “Que entre Javier con los insurrectos, y aloja a los milicianos en un área de esparcimiento.” Madre se encarnizó con Hans, le hizo poner cadenas por todos lados, mientras que el negro malo traía sólo las reglamentarias. El gordo lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate, estúpido”, le grité “seguro que te reías cuando trituraste a Roberto” “No, maestro, sólo los entregué a un grupo de tareas de la autoridad” “Vos rubito, ¿estuviste cuando los mataron?” “No tuve nada que ver con nada, no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás por todo este abuso…” “Ya veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos en un fuerte abrazo, le agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al oído “Hay que limpiar al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las circunstancias...” Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte. Senté al gordo y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor permanente sin daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD, cafeína y suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y deseosos de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el gordo me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera del bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en vida, nada nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra no hay triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme tristeza, ofendimos la vida, tronchamos historia, privamos de futuro… ¿Acaso tenemos un perdón posible? Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto las falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías mejor que yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con tus sarcasmos, tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con la tuya!” “¿No era preferible que limes tus resentimientos conmigo discutiéndolo personalmente ó, en todo caso matándome. ó muriendo en el intento? Hubiera habido un solo muerto, no más de quince mil como ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las confesiones remitidas por los anticuerpos, donde tus difuntos cómplices narraron en detalle toda la planificación del golpe para adueñarse de la OES. Este es un problema de ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las jodas imbéciles que a veces puedan molestar a alguno. No analicemos los errores míos y de Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción con vos mismo. Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar era exitoso en la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los treinta hombres que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una mansión edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos prestigio y honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el presidente?” “El futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón “uno” de los sunchos, para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los gritos, durante largos minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo, y, fundamentalmente por mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis manos, y las percibí rojas de tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios inmolados por el absurdo!…Madre me ordenó acostarme en una litera, sentí un pinchazo en el muslo, un fuego invadió mi cuerpo y me envió al salvador país de los sueños.
  • 24. 24 MI ALUMNO Todo fue idea de quien, en aquel entonces, oficiaba como mi novia. Yo debía trabajar, para “ahorrar para nuestro casamiento”. Con mi carrera técnica avanzada, y muy jugado por los horarios de prácticos y teóricas, era impensable alguna tarea con relación de dependencia, por lo que lo único factible era la autogestión. Entonces decidí dar clases particulares a alumnos primarios y secundarios. A tal fin puse cartelitos en el almacén, la panadería y el kiosco del barrio. La decisión, para mi madre, era incongruente (hoy así también lo reconozco), mi situación personal era de clase media acomodada, teníamos renta de alquiler de propiedades y ella era modista de señoras burguesas. Yo podía, tranquilamente, estudiar sin trabajar, mi vida era razonablemente buena, tenía la carrera más que al día y mi promedio era distinguido. Al poco tiempo llamó a mi puerta el padre de mi alumno. “Necesito que lo apuntale dos ó tres horas por día”... Convenimos una retribución. Pensando que, por tratarse de un niño de primaria, si necesitaba tanto apoyo, debía tener problemas de aprendizaje, mis aranceles superaron lo razonable. El educando resultó un niño de diez años, con ojos marrones, expresivos, inteligentes y, a la vez, profundos. Me tomó media hora de interrogatorio, con sus carpetas como patrón, para corroborar que el jovencito no requería apoyo de ningún tipo. “¿Cómo son tus notas?” lo indagué, sabiendo las respuesta de antemano. “Todas excelentes”. Fue su respuesta. Telefoneé al padre, manifestándole que “estaba tirando su dinero”. Me contestó que “su esposa estaba muriendo de cáncer, y necesitaba al niño fuera de casa esas dos horas, porque los efectos del tratamiento eran muy penosos”. Media hora diaria dediqué a sus obligaciones escolares, otro tanto a perfeccionar su estilo de lectura, y el resto a comentar textos. Al poco tiempo comprobé que estaba en presencia de una mente privilegiada. La fugaz lectura de un párrafo era suficiente, no sólo para su comprensión sino para una síntesis conceptual que, por lejos, excedía la madurez eventual de su corta edad. Decidí, entonces, ingresarlo al mundo mágico de los iniciados. Eludí a Poe y Quiroga, por su obstinada obsesión por la muerte, por razones obvias. Recorrimos Dostoievski, Chejov, Borges, Bioy Casares, Bradbury, Ballard, Asimov, Sábato, Marechal y Cortázar, cuento a cuento. El párvulo comenzó a sentir una imperiosa necesidad de más y más lectura, entonces modifiqué algunas pautas: leeríamos cuentos en nuestras clases, reservando novelas para que lo haga en su casa. En nuestro análisis no dejábamos temas sin discutir; en esas instancias mis impresiones eran las de departir con un adulto, con mayor ductilidad y aprehensión que la mayoría de mis conocidos.
  • 25. 25 Su única ignorancia, lógica por cierto, eran la ciencia y la técnica. Una vez me contó que a su madre le estaban aplicando “inyecciones de oro”. ¿Será por el precio?, le pregunté. “No”, respondió, “son de oro”. ¿Quién lo dice? “Mi padre...”. Le contesté que era una obvia alusión a su costo, y un comentario poco feliz hacia el sufrimiento de un ser querido. Me llevó, graciosamente, hacia su terreno: “¿Usted piensa que la curarán a mi madre?” Eludí, la comprometida respuesta con lugares comunes, “es cosa de los médicos”...”por algo se las aplicarán...” etc. Él insistió “¿Usted, qué piensa?” Pienso que me gustaría que se curase, a pesar de no conocerla, pero que, por lo poco que sabía, era muy difícil. “Mamá es una buena persona”... comenzó, “está sufriendo mucho, se le cayó todo el pelo, y quedó piel y huesos... ¿Por qué?”, indagó. Me tomé mi tiempo para intentar elaborar razones para lo ininteligible, expuse que quizás yo no fuera el protagonista ideal para disquisiciones teológicas, por mi eventual ateísmo, pero comencé a dar explicaciones que, aún hoy, ignoro de qué recónditas fuentes de mi conciencia procedían. Muchas vidas son como aerolitos, brillan mucho y perduran poco. En su corta estancia brindaron amor, perfeccionismo, creación; tomemos como ejemplo Cristo, el “Che”, Mozart. Interesa saber para qué vivimos, más que cuánto vivimos. Hay tantas existencias prolongadas inútiles, dañinas y perniciosas, que disfrutan éxitos rotundos en este sistema. Le expliqué que nuestro medio premia a los mediocres, a los deshonestos, a los obsecuentes, y, de cualquier forma, inexorablemente, castiga a los idealistas y creativos. En síntesis, tener conciencia es una desgracia que permite descubrir, como pústulas, las imperfecciones del universo. Ahora, meditemos un poco, si Dios existiera, ¿sería tan grande su despropósito de brindarle una existencia tan horrorosa a los trascendentes...?. Una reiterada explicación de Sábato es que el universo (así como las cargas de un átomo) se divide en mitades positivas y negativas. Unas manejadas por Dios y otras por el demonio. Que la nuestra la maneja éste último que es tan astuto, que se hace pasar por Dios, para desacreditarlo... ”Entonces, usted cree en Dios”, dijo. En todo caso, no creo en las religiones, respondí. Transitamos juntos, mi alumno y yo, durante varios meses, el áspero camino al conocimiento cabal de cuántas y cuán difíciles de resolver eran nuestras dudas, de las falacias, de la verdad, de la luz y las tinieblas. Dios, si existe, puso fin a las agonías de su madre. Pocos días después vino a despedirse, su mano, pequeña y firme, estrechó la mía, “quiero agradecerle todo lo que me enseñó”. “Tal vez, algún día, me odies por eso”. “No lo creo”, afirmó, “maneje quien maneje la cosa, no es lo mismo conocer que ignorar”. Me quedé viendo como se marchaba, entre las oleadas doradas de las hojas de plátanos, arremolinadas en la ventisca del otoño.
  • 26. 26 FRANCOTIRADOR Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos, que terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este tormento de matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban de su pérdida más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me integré a ningún equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la política, ó se retiraban, ó morían en algún asilo para dementes, ó eran asesinados por alguien como yo. Que más daba. Me indicaban algún blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios períodos de paz, tan irreales como muestra la historia. Somos belicosos e intolerantes. Siempre hay a quien ejecutar para el poder, ó para que siempre esté en las mismas manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal, tenía menos sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A veces los frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me negué a un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte días en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio. Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran doce, ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo dulzona) y desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi oficina. Mi jefe, sin poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó: ¿Cómo estás? Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20 gramos de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros, podía haberle pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía de dos años, mientras el veneno le destruía pulmones, riñones, hígado…?. Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente, aburrido. ¿Te gusta tu trabajo? ¿Adónde quiere llegar? Si disfrutas con lo que haces. Jamás, de ninguna manera…odio matar. ¿Por qué lo haces? Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo, y aquí estoy. No sé hacer otra cosa. ¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico? Manejar un camión. ¿Por qué? Me gusta estar solo… Y aquí estaba, solo, en la punta de un peñón. Ubicación estratégica para vigilar los tres pasos, en medio de aguzados paredones, por donde, indefectiblemente, debía pasar el enemigo. El refugio era una torre blindada, con cristales polarizados, resistentes al impacto de un obús. La energía estaba provista por una turbina eólica y paneles solares, ambos delicadamente
  • 27. 27 encapsulados en acero blindado, inaccesibles desde el exterior. La dotación de agua era un sofisticado sistema de captación de la humedad atmosférica, por cierto abundante en esta escarpada ladera del Himalaya. Los alimentos deshidratados me proveerían sustento por más de dos años. Tenía, asimismo, cinco mil tiros de reserva y cien cohetes teleguiados. Háblame de tu niñez Mi padre se fue de casa cuando tenía cinco años, a partir de allí nos sustentábamos con el trabajo de mi madre, como modista, y mis pequeñas colaboraciones vendiendo diarios, repartiendo pan en bicileta. Con muchas limitaciones, subsistíamos. ¿Hasta donde llegaron tus estudios? Terminé el secundario en una escuela técnica noctuna, en el tiempo normal necesario para el caso. ¿Qué materia te gustaba? Matemáticas, siempre tuve muy buenas notas, me resultaba fácil encerrarme en las ecuaciones, jugar con las posibilidades, resolverlas… ¿Qué pensás de tu padre? Fue un desgraciado. Una vez me interpuse cuando le quiso pegar a mi madre, y me reventó de una trompada contra la pared, luego la dejó tirada en el piso, en un charco de sangre. ¿Qué opinás de los políticos? Son una porquería mentirosa. ¿Por qué? Se llenan la boca hablando de ética y moral, sin tener contemplaciones en destruir, matar a quien sea, con tal de satisfacer sus ansias de poder ó beneficios económicos. ¿Y tus jefes? Para llegar a la cúspide de los servicios especiales hay que producir tanta basura moral que no se concibe un infierno coherente para tanto escarnio. Mi misión era sencilla, tenía sensores infrarrojos cubriendo tres portezuelos, pasos obligados para el enemigo. Éstos se ubicaban a 1.800, 1.050 y 600 metros de distancia. Si alguien pasaba el primero, lo bajaba en el segundo. Si se rebasaba el tercero, estaba en problemas…Los rifles eran ultra sofisticados, delicadas máquinas de matar, con miras GPS, infrarrojas-telemétricas, y corrección automática al viento y la temperatura. Los sensores térmicos estaban conectados a alarmas, que me despertaban, si era el caso, y a monitores guiados por GPS, con precisión (ó rango de error) de un centímetro, para los objetivos más distantes. Por seguridad, las balas para los 1,8 Km. tenían una carga de 0,5 cm3 de digitalina, en una microcápsula explosiva, puesto que, de no ser mortal la herida, el blanco quedaba igual asegurado. Los árabes atacaban envueltos en túnicas de lana rojinegras, y brindaban una visión privilegiada en la nieve y el hielo de los glaciares. Podía más su fanatismo que una razonable mimetización. Quizás, en el fondo, creyeran ir al paraíso. Los cohetes se reservaban para grupos de más de cinco. ¿Por qué no seguiste estudiando?, veo en el expediente que tus notas eran muy buenas… Mi madre enfermó de un cáncer fulminante durante mi último año del secundario. Luego me enrolé en el ejército, y, aquí estoy. Entonces podrías haber sido algo más que un camionero. Y…si, algo en matemáticas, pero no tuve suerte.
  • 28. 28 El sistema tampoco te fue favorable. Ni la fortuna, ni el sistema… ¿Cuál fue tu peor enemigo dentro del sistema? Obvio, mi padre No sé por qué la soledad, en esta torre aislada del mundo y la vida, me removía todas las conversaciones con mi terapeuta del servicio. Quizás este encuentro, conmigo mismo fuera conducente para el replanteo de una vida poco satisfactoria, sólo matando ilustres desconocidos, en nombre de la democracia, y quién sabe qué otros falaces valores…Tenía un cajón de vodka entre mis pertenencias, no para el frío, pues mi habitáculo era climatizado (afuera, el termómetro marcaba entre -15 y -24ºC) sino, como me dijo un comandante, me serviría para matar algunos de los fantasmas, inevitables, que irían apareciendo. Cuando maté mi víctima número 500, en el primer portezuelo, abrí una botella, y me serví medio vaso. No para brindar por tamaño estropicio, sino en honor a tantos valientes que escalaron esta inexpugnable cordillera, sólo amparados en valores e ideales. Nunca quise a los árabes, e influyó en ello la prédica de Louis, mi instructor francés, veterano de Argelia. Las barbaridades que me contó de su inhumanidad y ferocidad en guerra, las fui corroborando, poco a poco, durante mi vida. Sólo en algunas tribus africanas advertí tan poco apego a la vida, acompañado por execrable crueldad. Siempre tuve la certeza que era mil veces preferible morir a caer en sus manos. No obstante les envidiaba su irrestricta fe religiosa. Ni mi madre ni yo, jamás entramos a un templo. Creo que la vida nos parecía tan dura y despiadada, como para confiar en la bondad de un ser supremo. No obstante, morir por nada, ó creer hacerlo siguiendo un mandato místico, lógicamente debe tener alguna diferencia. El paso del tiempo, y la terapia con alcohol, me condujeron al descuido, y, una noche, pasaron doce indemnes el primer portezuelo (“collado”, según los tibetanos). Por su movilidad y organización supe que ya no eran cazadores solitarios, sino un grupo comando. Sus aviones espía comenzaron a sobrevolar el área, buscando mi refugio, alentados por su primer éxito eventual. El mimetismo con que fue concebido mi mangrullo, excavado en la roca de una ladera escarpada, hizo fracasar esta tarea. Pude bajar los aviones, tripulados ó no, de un cohetazo, pero sabía que todo lo filmaban y retransmitían, con grave riesgo a mi seguridad. Esperé paciente la llegada del pelotón al segundo paso. Venían en fila india, separados por cinco metros entre sí. Me forzaron a gastar dos valiosos cohetes en serie. Ninguno quedó para contarlo. No tenía a quien relatar la proeza, por razones de indetección no había radio ni comunicaciones de ninguna índole. Grabé con detalle el incidente, los árabes habían demorado sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo, a más de cinco mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos mínimos previos de quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en marcha rápida. Fueron verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio espíritu de combate a pesar del caos funcional.de su propia existencia. Arreciaron los sobrevuelos audaces de aviones, algunos pasaban muy cerca, pero, al no impactarme ningún misil nuclear, supe que todo seguía bien. Agradecí a los chinos por su delicada eficiencia, recordando las prolongadas sesiones de entrenamiento a que me sometió un comandante y su equipo, responsables del proyecto. Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
  • 29. 29 acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con tropas de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado nuestro en estas circunstancias, nos facilitó sus tareas especializadas, por su aptitud en el manejo de este armamento, su habilidad para subsistencia solitaria y conocimiento fehaciente del enemigo. Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las reparaciones y el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser operada con eficiencia. Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera amistad, fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis jefes. En una práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10 cm. El comandante, gratamente sorprendido, me dijo: Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros para instructor de nuestros soldados? Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con la muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes, trabajar como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre normal. Entre los míos jamás me permitirían serlo. Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en combate…. Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi trabajo. El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red organizada de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el otoño, en grupos ó aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que llegaron cinco al tercer collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más de treinta horas, buscando algún descuido de mi parte. Escudado tras tres termos de café los esperé, paciente. Corrían juntos, veloces como antílopes, pero tenían la desventaja de la longitud que atravesaban en descampado, superior a los trescientos metros. No habían hecho la tercera parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que ni tan siquiera llegan a escuchar el silbido del cohete cortando el aire. El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo, algunos atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su nuevo Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios chinos con ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores desestabilizaciones. China tiene un problema (entre tantos) y es la extensión de sus fronteras, que las transforma en áreas vulnerables. Es un país difícil de defender, y, por ello procura buenas relaciones con sus vecinos. El Tibet, por ser víctima de la invasión china, garantizó a los árabes la neutralidad, ó secreto apoyo, de su población a cambio de la futura libertad. Me divertía la ingenuidad de los tibetanos, pensando que los árabes conquistarían las mayores reservas de agua dulce del planeta, para luego cederlas, graciosamente. Nada menos que ellos, que han pasado milenios sobreviviendo entre bocanadas de arena del desierto. Las presas chinas en el Himalaya proveen agua para sustento (potable y de riego) de más de cien millones de pobladores. Volarlas por el aire era el sueño celestial del cualquier fundamentalista. Y los creía capaces de ello, y mucho más. Louis me narraba que, durante su experiencia en Argelia, primero como ingeniero en petróleo y luego como comandante del ejército francés, los colonos sembraron naranjos a la vera de todos los caminos, para proveer de frutos y sombra al viajero. Se regaban por goteo, con la escasa
  • 30. 30 agua disponible, muy bien administrada. Una vez se cruzó con un beduino, que se detuvo ante un esbelto naranjo de diez años, con su orgulloso tronco de cinco centímetros de diámetro. Sacó su cuchilla, y de dos tajos lo cortó al ras y le eliminó la copa, “creando” un bastón. Lo dejé alejarse unos diez metros, saqué mi pistola y le di un solo tiro en la nuca… ¿entiendes por qué? Para vos la vida de un árabe vale menos que un árbol en el desierto. No sólo eso, que es éticamente discutible, sino que se me hizo la luz sobre que todo cuanto construyamos de buenas obras, ejemplos de vida y trabajo, respeto entre los hombres, mejoría del medio ambiente, será, inexorablemente, blanco de destrucción para estos dementes que quieren vivir como hace quince siglos. Que dicen ser los elegidos de Alá para conquistarnos, de cualquier forma y a cualquier precio. En Argel había un solo hotel, y, en la mañana del domingo, las mujeres e hijos de colonos y soldados franceses, luego de la misa, concurrían a tomar un refresco, en su “café”, al filo del mediodía. Cercaron el establecimiento con gelamón, y lo redujeron a escombros, matando, entre mujeres y niños, más de doscientos. ¿Entiendes ahora por qué perdimos la guerra? No fue por inferioridad militar, ni falta de valor. Simplemente por límites éticos. Nosotros, cuna de la cultura de occidente, no podíamos hacer lo mismo que estos salvajes… Las lágrimas cubrían el rostro de mi amigo, mientras me mostraba la foto de su hija, que, al morir, tenía sólo diez años. Las nevadas fueron intensas, y más de cinco metros de espesor cubría las ásperas laderas, impidiendo todo tránsito humano. Sólo cabras y antílopes de la montaña, eran mis ocasionales vecinos; en tanto que un guepardo de las nieves, intentaba, infructuosamente, cobrar alguna pieza para alimentar a su cría. El invierno fue mi bien ganado descanso. Puede ver películas, canales de noticias, algo de deportes; en fin, descargar mi agobiado sistema biológico de todas las tensiones de los últimos siete meses. Entre los archivos de la CPU los chinos grabaron un curso de matemáticas completo, desde la elemental hasta especializaciones de posgrado. Ese invierno fue el más provechoso de mi vida, puesto que avancé mis conocimientos hasta el nivel medio habitual de un graduado universitario en exactas. Algo me hacía feliz, en los últimos veinte años. Comprendí que no podría seguir siendo un especialista en matar, si quería conservar algún atisbo de lucidez, sólo un poco de humanidad, un mínimo acceso a una vida, cuanto menos, razonable. Con el deshielo de primavera comenzó mi trabajo. Las noticias no eran demasiado explícitas, pero sugerían un notable estancamiento por parte de las hordas invasoras. Hice un balance de mis reservas, conté treinta y ocho cohetes y casi dos mil proyectiles. Debía modificar mi estrategia, por lo que cambié mi rifle de larga distancia, de alta precisión, por un automático de hasta tres tiros por segundo, reservando las balas explosivas con veneno para el tercer, y último, collado. Nada más oportuno, comenzaron a llegar en grupos de tres a doce, y, nuevamente, ninguno superó el segundo portezuelo. Había alcanzado los mil blancos en el verano, cuando, en los primeros fríos del otoño, enviaron una compañía completa. Trescientos arremetieron el primer paso, setenta y seis el segundo, donde gasté mis últimos misiles, y un comando solitario sobrepasó el tercero. Desde la torre era invisible la abrupta ladera rocosa adyacente que debía superar el enemigo, para alcanzar mi posición. Una carga de explosivo plástico, colocada por expertos (y éste seguramente lo
  • 31. 31 era), destruiría, al menos funcionalmente, mi refugio. Debía salir a su encuentro, y el terreno, tan irregular, impedía el uso razonable de rifles. Cargué una browning 9 mm con doscientos proyectiles, mi cuchillo especial de la I.M. y tres libras de chocolate, para mitigar el frío. Era él o yo, en este último combate. Blindé el acceso al refugio con su codificación, cargué en un bolsillo de la parca una cápsula de cianuro (no me tomaría con vida) y comencé el lento y cauteloso descenso del peñascal que revestía la empinada falda montañosa. Desde la punta de una roca estudié con mis prismáticos, en detalle, todo al faldeo, durante horas, y no pude ver nada. Era un experto, como yo, avanzaría lenta y despaciosamente, arrastrándose cual una serpiente, por la nieve. Ambos sabíamos que la única posibilidad de subsistencia era la invisibilidad total. Un mínimo descuido marcará la diferencia entre la vida y la muerte. Esperé, totalmente enterrado en la nieve, durante horas interminables. Sólo el lente del anteojo cateando el terreno. El mordisco ardiente de un balazo me atenazó el brazo izquierdo. Me había visto, seguramente el vapor producido por la respiración, en el frío ambiental, había delatado mi presencia. Lo ubiqué cien metros más abajo, y comenzó la balacera. Tuve la buena fortuna de acertarle el hombro derecho, emparejando la partida. Siguió disparando como endemoniado, hasta que quedó sin proyectiles. Arrojó tres inútiles granadas que hicieron ruido, veinte metros más abajo de mi posición. Gasté mis últimos tiros sin poder acertarle, y lo esperé, en un pequeño plano entre las peñas. Llegó puntual a su cita, nos miramos con curiosidad, no exenta de genuina admiración. En lugar de su rostro, vi el detestado de mi padre. Portaba un temiblemente filoso sable corvo, yo esgrimía mi gran cuchilla. Arremetí con furia suicida, y recibí un profundo tajo en mi pierna, pero nada me detuvo, y levanté a mi oponente por el aire, cuando lo ensarté en el estómago, en una herida fatal. Cayó al suelo entre espasmos y estertores, y, piadosamente, lo degollé, para poner fin a su agonía. Estaba a mis pies, en un charco de sangre, y volví a mirar sus facciones, que ya no eran las de mi padre, sino un hombre delgado de tez mate, de más ó menos mi edad. Supe, con inmensa tristeza, que había matado el mal recuerdo de mi progenitor, y comprendí que ninguna muerte, real ó ficticia, soluciona nada. Que a nadie debía culpar por el despropósito de mi vida. Que había sido mi propio artífice, para bien ó para mal. Regresé, en penoso ascenso, al refugio. Curé mis heridas. Por fortuna el proyectil atravesó limpio el brazo, sin tocar el hueso. El tajo en el muslo, si bien sangró en abundancia, no interesó la arteria femoral, y pude restañar la hemorragia con compresas e inyecciones de coagulante. Cosí la pierna, prolijamente, entre vómitos y mareos, ingerí una fuerte dosis de antibióticos y morfina, y caí desmayado, no se durante cuántas horas ó días. Al despertar estaba mejor, me animé con un jarro de café con generosa ración de vodka, e impaciente, consulté el monitor. Nadie más había ingresado al área bajo control, y habían pasado tres días. Un mes después, sin novedades, un mensaje apareció en la pantalla: “abandone su posición y regrese, todo bien”. Las noticias difundían la retirada de los árabes del Tibet, y su rendición incondicional. Dos mil cuatrocientos treinta y siete de ellos quedaron en mis portezuelos. Cargué mi mochila con vituallas e introduje la codificación que permitió que gruesos paneles de roca cubran totalmente el refugio. Comencé el difícil descenso en medio de una ventisca, la primera del otoño. Todo era grato, exultante, aún en medio del intenso frío imperante. Soñaba despierto que conducía mi camión, por una verde campiña en una tarde soleada, o leía
  • 32. 32 nuevos tratados de álgebra, que me irían develando sus secretos. Si, había una vida, que merecía ser vivida. LARGA SED DE MARÍA La oprobiosa sinrazón del hambre atenazaba sus huecas vísceras. Nada ofrecía la vileza del desierto. Tierra roja, greda estéril cuarteada por la sequía. Las chacras sólo un derrumbe parduzco crujiente, muerto sin fructificar. Las pocas cabras, espectros huesudos que, por debilidad abortaban, ó por falta de leche, dejaban morir de hambre, a sus crías. El aire, hirviente, ascendía en terrosos remolinos; y las matas espinosas rodaban, sin rumbo, por el mustio barreal, que otrora fue su huerta. Las acequias de riego se colmaban de arena por el empuje de los médanos. Las vertientes, lloronas de agua cantarina con dulce frescor, al fin callaron, agotadas sus ignotas fuentes del enigmático subsuelo. El sol fundía plomo, en un cielo azul rabioso, sin nubes; glauca tristeza de la seca, muerte azul, sedienta... Por años de hábito al trabajo, día tras día desobturaba los canales, en muda súplica, ó críptico mensaje, al agua inexistente. Desahuciado ó escéptico, su mirada jamás recorría el cielo, que había olvidado al hombre. Repentinamente, el viento se tornó más fresco, más no quiso contemplar, ni ilusionarse, con el gris crepuscular de los eventuales nubarrones. Dios, al que tanto había rogado, seguramente, era otra falacia del curita. Pobre crédulo, en este universo, donde el amor no recala. Un vendaval, ahora casi frío, levantó nubes de polvo. Su mirada, indiferente, seguía clavada en el filo de la azada, cavando zanjas de muertas esperanzas. Un grueso goterón cayó en su cuello –ó así lo percibió-; luego otro, y otro más... Sus oídos se ocluyeron, para no captar los truenos retumbantes en el extenso páramo del erial. Nada era cierto, sólo demonios impostores, jugando a ser dioses; una estafa más. Hubo una última esperanza, que levantó su rostro, y su piel, agrietada y polvorienta, reía al ser surcada por la magia del agua. ¿Serían, tan sólo, sus lágrimas? Corrió hasta la casa, gritando: “María... llueve, mira mujer, por fin llueve...” Y vio la cruz, en la loma, donde yacía María, muerta tras troces privaciones. Y recordó a sus hijos, emigrando. “”Vamos, padre” -dijo el menor- “huyamos de aquí, esta sequía no tiene fin...” Evocó todos esos meses de oscura soledad, y un puñal le aserró el pecho; su débil corazón, colmado se sufrir, dijo basta… Seguía impasible, el cielo azul, burlón,