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USTEDES, ¿QUIÉN DICEN QUE SOY YO?

1. INTRODUCCIÓN

Jesús, antes de explicarnos quién es Él, primero nos pide la opinión de la gente sobre su persona.
Dijéramos que hace como una encuesta para saber qué conceptos o qué imagen se tiene de Él.

Prestemos atención a esta Palabra de Dios:

"Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dice la gente que
soy yo?’. Ellos dijeron: ‘Unos dicen que eres Juan Bautista; otros dicen que Elías; otros, que Jeremías o
alguno de los profetas’. Jesús les preguntó: ‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?". Simón contestó: ‘Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo’. Jesús le respondió: ‘Feliz eres, Simón Bar-Joná, porque no te lo
enseñó la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora, yo te digo: Tú eres Pedro,
o sea Piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las fuerzas del infierno no la podrán vencer. Yo
te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en el Cielo, y lo que
desates en la tierra será desatado en los Cielos" ( Mt 16, 13 - 20).

En este pasaje, Jesús hace dos preguntas a sus discípulos. La primera sobre la Religión de la gente:
¿Quién es para la gente el Hijo del Hombre, Jesús, el Mesías? La gente ¿a quién considera como Hijo
de Dios, enviado a los hombres para su salvación?

Se trata de una pregunta general sobre la fe, y cuyas respuestas pueden ser muy variadas, tanto como
la Religión de cada quien (Mahoma, Buda, Confucio, Moisés…), e incluso habría que poner como
primera respuesta la de aquellos que NO creen en Dios, que no pertenecen a ninguna religión, y la de
aquellos que ni siquiera les preocupa la religión ni Dios. Los primeros son los ateos; los segundos los
indiferentes.

Y también habría que poner entre las respuestas a esta primera pregunta las de las Sectas y
Movimientos Religiosos que ponen por delante de todo la persona de su fundador o dirigente actual,
como los Testigos de Jehová, los Mormones, los de Monte María excomulgados por el Obispo, etc…

La segunda pregunta de Jesús es más particular y directa porque va dirigida a cada uno y se refiere a
nuestra fe en Jesucristo: "Según ustedes, ¿quién soy yo?"

Esta sí es una pregunta fundamental y de suma importancia. Podemos platicar sobre lo que la gente
cree, o en dónde pone la gente su bien, su felicidad y salvación, o incluso sobre qué dicen otros de
Jesucristo. Pero lo realmente importante es que veamos QUIÉN ES JESUCRISTO PARA NOSOTROS.

Somos discípulos de Él, somos sus seguidores; por eso importa mucho que tengamos ideas claras
sobre Él, que le conozcamos cada vez mejor y que le amemos muy sinceramente, para así seguir sus
enseñanzas y vivir conforme a ellas.

Estas dos preguntas se completan con otra: Y Jesucristo ¿quién dice que es Él? Porque se trata no
nada más de lo que nosotros creemos, sino de checar si eso es lo que debemos creer realmente, pues
muchas veces nuestra fe puede tener puntos incorrectos o equivocados y debiéramos purificarla y
liberarla de esos errores.

Esperamos que este tema nos ayude a descubrir posibles errores sobre nuestra fe en Jesucristo, para
rechazarlos y para que vivamos más cerca y unidos a Él.

Y ustedes, ¿quiendicen que soy yo? La confesion de Pedro.

Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? —Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente —afirmó Simón Pedro. —Dichoso tú,
Simón, hijo de Jonás —le dijo Jesús—, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo.
(Mateo 16:15-17) Nueva Versión Internacional
De seguro, en algún momento, a todos se nos ha planteado alguna pregunta incomoda. La verdad es, a veces,
también incomoda.

En esta crucial pregunta de Jesús, que menciona Mateo capitulo 16, Marcos 8 y Lucas 9, y en la respuesta que demos
cada cual, descansa nuestra concepción de la fe y nuestra postura hacia la esperanza.

Notemos que Jesús comienza preguntando a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”
(Vs.13) NVI Ellos le proveen de distintas opciones que la gente opina, como: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o uno de
los profetas. Sin embargo, el interés de Jesús en la esencia de la respuesta era otra. Da la impresión que a Él le
interesaba más la propia opinión de ellos, sus discípulos. Lo significativo del interrogante radica en la cuestión
personal, en lo que cada uno responda con honestidad a: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? En verdad una
pregunta que cala en lo más profundo del ser humano. Puede modificar vidas, maneras de pensar, y corazones.

El cristianismo no se basa en un concepto filosófico, como bien pudiera suceder en el caso de otras creencias. Estas
pudieran ser muy interesantes, pero el cristianismo se basa en la persona de Cristo, en su identidad y en todo lo que
ello representa. Eso suministra verdadera base para la fe y todo un estilo de vida. Por lo tanto, cada ser se expone a
confesar quien piensa que Jesús es.

Pedro tuvo a bien confesar, sin reparos, sin vergüenzas, sin coacción, que Jesús era mucho más que un hombre. Le
dejo bien en claro que creía que el titulo Cristo le correspondía a Su Maestro. Según Mateo la repuesta de Pedro fue:
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Según Marcos fue esta: “Tú eres el Cristo”. Según Lucas fue: “El Cristo de
Dios”. Si, era evidente que Pedro tenía fe en Jesús como lo que la palabra Cristo significa: ungido. Para Pedro, Jesús
tenía un nombre, pero mucho más relevante le era el título: ungido de Dios.

Lo misma cuestión se nos plantea a cada uno. ¿Le responderemos a Jesús su interrogante? ¿Tomaremos una
decisión personal sobre su identidad para luego de allí en más edificar una vida acorde a nuestra confesión?

Muchos hemos heredado una fe que en realidad no es nuestra, fue moldeada, fue prestada, o fue vendida. Puede
que la hayamos incorporado como una forma de cultura, pero quizás jamás nos hemos enfrentado cara a cara con la
pregunta de Jesús: ´quien dices tú que soy yo´. Cuando todo aquello que nos formo desapareció, con ello puede que
también se haya escurrido eso que creíamos creer, puede que no quede ya nada, solo la raíz. De allí lo imperioso de
enfrentar personalmente la cuestión y resolverla en nuestras mentes y corazones. No temamos, Jesucristo no nos
intimidara, ni presionara, ni manipulara hacia una respuesta. Su libertad nos engrandece. La oportunidad es toda
nuestra. Que el ambiente para la respuesta sea el más propicio para investigar, meditar, reflexionar, mas aun en
estos días que se avecinan, donde más se recuerda el gran acto de amor del Padre y su Hijo.

Finalmente, Jesús llamo “dichoso” a Pedro por su confesión, pues no había llegado a esta por incidencia humana, por
fruto del intelecto. Por el contrario, Jesús halago a Pedro con la declaración: “eso no te lo reveló ningún mortal, sino
mi Padre que está en el cielo.

Que ningún mortal intente revelar lo que el Padre está sumamente interesado en revelarnos a cada uno, la
verdadera identidad de Su Hijo. Nosotros podemos ser uno más con Pedro y su confesión. Que no resulte jamás ser
una pregunta incomoda, por el contrario, que represente ser de primera importancia.




“Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus
discípulos: – ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?…. Ellos dijeron: –
Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o alguno de los
profetas. Les dice Jesús: – Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?… “ (Mateo 16, 13-15)
Asumamos esta pregunta como si Jesús nos la hiciera personalmente a cada uno, hoy y aquí, y nos
apremiara a responderle.
Desglosémosla un poco para que nos sea más fácil contestarla, y también para que lo hagamos con
más precisión y con más conciencia.


  ¿Quién es Jesús para mí?… ¿Qué representa en mi vida?…
 ¿Qué lugar ocupa en mi corazón y en mis pensamientos?…
 ¿Lo conozco personalmente?… ¿Lo busco?….
 ¿Tengo trato con él?… ¿Cómo es ese trato?…
 ¿Siento que lo necesito?… ¿Por qué?… ¿Para qué?…
Las preguntas nos ayudan a concretar nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Pero
tenemos que responderlas con sinceridad y hacerlo ahora mismo. ¡Ya! No vale aplazarlas por
ningún motivo.


De las respuestas que demos dependen muchas cosas. La primera de todas: nuestra misma vida,
porque Jesús es quien le da a la vida humana su verdadero y más profundo sentido.


Busquemos un tiempo y un lugar especiales para sentarnos a pensar.


Hagámoslo en tono de oración.


Procuremos no dar respuestas rápidas, sin fundamentación. Que toda respuesta tenga su base, su
razón de ser, su explicación.


Y al final, añadámosle otra pregunta no menos importante y decisiva:


  ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Jesús?…
 ¿Hasta dónde soy capaz de llegar por él?…
Es una exigencia de nuestro ser de cristianos, tener ideas claras a este respecto. Porque ser
discípulo de Jesús es más, mucho más, que haber recibido el Bautismo, ir a Misa cada domingo, y
rezar una novena o un rosario cuando tenemos una necesidad urgente.

******************


“De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndolo
andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un
fantasma. Jesús les dijo enseguida: Ánimo, soy yo. ¡No tengan miedo!” ( Mateo 14,
24-27)
La fe, cuando es verdadera, nos aleja del miedo, y nos da alas para volar muy alto.


Porque la verdadera fe, la fe que Jesús quiere que nosotros tengamos, es búsqueda constante, es
riesgo, es novedad, es anhelo insaciable de Dios.
Imposible imaginar una fe verdadera que sea a la vez cómoda; que se contente con lo que es, con lo
que cree y con lo que sabe.


Imposible imaginar una fe verdadera que sea pasiva, que se mantenga quieta, que no motive a
buscar algo más, a ir cada vez más allá, que no mueva a una vida cada vez más comprometida con
aquello que cree.


Está fuera de toda duda. Cuando creemos de verdad queremos saber más de aquello que es el
objeto de nuestra fe; penetrar más profundamente en lo que creemos; entregarnos más a la verdad
que conocemos y aceptamos; confiar más en el Dios que motiva nuestra fe.


Los discípulos creían en Jesús, pero su fe era muy débil e insuficiente, porque tan pronto vieron
algo a lo que no era “normal”, algo que se salía de lo que hasta entonces habían visto, algo que iba
contra lo lógico y razonable, contra lo sabido y experimentado, perdieron la confianza, la seguridad
que su Maestro les daba, y apareció en ellos el miedo.


Pero no se trata sólo de milagros, de hechos extraordinarios, inusitados, como en este caso. Es en
los hechos cotidianos en los que debemos fijarnos, porque son los más frecuentes para nosotros,
los que constituyen nuesrta cotidianidad.


Es fácil creer cuando nuestra vida se desarrolla dentro de lo esperado, dentro de lo que
consideramos normal. Cuando todo nos sale bien. Cuando tenemos un adecuado control sobre las
personas y los acontecimientos. Pero es difícil seguir haciéndolo cuando las circunstancias se
complican y nos sobreviene algo que no esperábamos, o aparece alguien que nos hace daño. Y es
precisamente      aquí     cuando      nuestra      fe      necesita   ser      más      firme
y segura.


La fe es un don de Dios, pero se puede perder si no lo cuidamos, si no la cultivamos, si no hacemos
nada para profundizarla y fortalecerla. Por eso hay que orar pidiendo que sepamos creer cada día
con una fe más firme, más informada, más madura. Una fe que nos permita ser lo que tenemos
que ser, en este mundo y en este tiempo que nos tocó vivir, tan difíciles para la fe, pero también tan
necesitados de ella. Porque la fe, cuando es verdadera, da pleno sentido a nuestra vida.


No nos conformemos con creer lo que creemos con los ojos cerrados. La fe ciega es una fe limitada
y muy pobre. Intentemos ir más allá; procurems informar nuestra fe con conocimientos nuevos.
Sin miedo. Si nuestra intención es recta, Dios mismo se encargará de cuidar nuestra fe, con gracias
abundantes.


El que ama de verdad quiere saber cada vez más sobre el ser amado.


****************
Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice
la gente que soy yo?”. Respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o
Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?”
Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le replicó: “Feliz eres, Simón Bar
Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos”. (Mateo 16, 13-17)
¿Quién es Jesús para mí?…


Aunque suene repetido decirlo, Jesús es para mí el mejor de los Amigos; el único que nunca me ha
fallado, y que, con absoluta certeza, nunca me fallará, aunque yo le falle a él una y mil veces.


Jesús es mi Hermano, el que me enseñó a decirle a Dios “Padre”, y a poner en él toda mi
confianza. El que me cuida y acompaña cada día, a lo largo de mi vida.


Jesús es mi Maestro y mi Guía. El mejor de los maestros, porque todo lo que me enseña, él lo vivió
en carne propia, de tal manera que no tengo más que mirarlo para ver qué debo hacer y qué debo
evitar.


Jesús es mi Modelo, porque su pensamiento y su vida son para mí el espejo en el que debo
mirarme, la imagen que debo reflejar, mientras estoy aquí, en este mundo.


Jesús es para mí la Luz que ilumina las noches oscuras y tormentosas, que de tiempo en tiempo
aparecen en mi vida. Siempre que lo invoco viene a mí. Lo sé, aunque no pueda verlo con mis ojos,
ni tocarlo con mis manos. Lo siento en mi corazón, y eso me tranquiliza.


Jesús es para mí el Agua Viva que calma mi sed. Cuando lo busco para estar con él, en la oración, él
se me hace presente y con su amor colma todos mis anhelos.


Jesús es para mí la Fuerza que necesito para realizar cada día mis labores, para enfrentar mis
miedos, para superar mis debilidades, para vencer en todas mis batallas. Y es también mi descanso
cada noche, cuando acudo a él fatigada; su corazón es como un lecho mullido en el que puedo
recostarme y dormir tranquila.


Jesús es la Fuente de todas mis alegrías, y a la vez, mi mayor alegría. Pensar en él, invocarlo,
sentirlo en mi corazón, renueva mi fe y me llena de esperanza y de paz.


Jesús es el Pan que me alimenta cada día y el Vino que me inspira. Cuando lo recibo en la
Eucaristía, me comunica su Vida que es la misma Vida de Dios, y en ella y con ella me hace una
persona nueva.


Jesús es mi gran Libertador. Desata las ataduras del pecado, que me hace esclava de mi misma, y
me salva de la muerte definitiva.
Jesús es Dios y Dios es amor. Jesús me ama como nadie me ha amado y como nadie me amará, y
con su amor me enseña a amar a todas las personas que se cruzan en mi camino, aunque confieso
humildemente, que no he sido la discípula aventajada que él quiere que yo sea.


Jesús es mi Amigo, mi Hermano, mi Maestro y Modelo, mi Luz, mi Fuerza, mi Libertador; el Agua
que calma mi sed de eternidad, la Fuente de mi alegría, el Pan que me alimenta, el Vino que me
inspira. Jesús es el Amor que me ama, la Vida que me hace vivir, el Camino que me conduce a la
Vida eterna. Jesús es mi Dueño y Señor, mi Dios y mi todo.


Cuando pienso qué sería de mí si un día no me hubiera encontrado con Jesús, si no creyera en él, si
no pudiera amarlo, la vista se me nubla y el corazón se me encoge en el pecho. Sin Jesús y su
Evangelio, mi vida estaría completamente vacía, y muy seguramente perdería las ganas de seguir
viviendo. Por eso trato de crecer cada día en su conocimiento y en su amor.


*************


“Desde entonces, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándolo aparte Pedro, se puso a
reprenderlo diciendo: “¡Lejos de tí, Señor! ¡De ningún modo te sucederá Eso!”. Pero
él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para
mí, porque tus pensamientos no son los de Dios!” (Mateo 16, 22-23).
Todos somos como Pedro: el sufrimiento nos asusta, nos repugna; nuestro propio sufrimiento y el
sufrimiento de las personas que amamos; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual


Sin embargo es ley de la vida, todos tenemos que sufrir; el sufrimiento físico y el sufrimiento
espiritual hacen parte de nuestra condición humana, frágil y limitada; son propios de nuestro ser
de criaturas.


Todos los seres humanos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, malos y buenos, tenemos que sufrir;
todos sufrimos de una u otra manera, en una u otra etapa de nuestra vida, por una u otra
circunstancia.


Nadie, sea quien sea, puede escapar al sufrimiento; ni siquiera Jesús, que siendo Dios, se hizo
verdadero hombre como nosotros. Su vida en el mundo tuvo una gran dosis de sufrimiento, tanto
físico como espiritual, no solo en la hora de su Pasión y de su Muerte, sino también en todo su
desarrollo; basta leer los evangelios con un poco de atención para constatarlo.


Pero el sufrimiento recibido y vivido con fe, como lo recibió y lo vivió Jesús, tiene un gran valor
espiritual: nos ayuda a crecer espiritualmente, a madurar sicológicamente, a ser mejores personas.
El sufrimiento recibido y vivido con fe, nos lleva a comprender a los demás, y a acercarnos a ellos
con sencillez y humildad, para compadecernos de sus sufrimientos y ayudarles a superarlos y a ser
mejores.


En su infinita sabiduría, Dios Padre quiso que Jesús se hiciera nuestro Salvador en el sufrimiento y
por el sufrimiento, y Jesús aceptó su Voluntad con gran generosidad, resistiendo a la tentación de
Satanás, que quería desviarlo de su camino: primero en el desierto, después de su Bautismo en el
Jordán, y en esta ocasión, valiéndose de Pedro.


Gracias a la fe valiente y decidida de Jesús, a su humildad y su confianza en el amor del Padre,
nuestros sufrimientos fisicos y espirituales tienen un sentido y un valor especiales. Ya no sufrimos
simplemente porque “nos toca”, porque “no hay más remedio”, sino que podemos unir todos
nuestros dolores físicos y todos nuestros dolores espirituales a los suyos, y alcanzar con ello gracias
especiales de Dios para nosotros mismos, para nuestra familia, y para todos los hombres y mujeres
del mundo.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, podemos sobrellevarlos
más fácilmente, porque la fe y la humildad les dan un sentido y un valor que no tienen en sí
mismos, pero que pueden adquirir.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nuestra vida humana
trasciende, es decir, va más allá de lo que ella misma es, se eleva hasta el infinito, y sin dejar de ser
humana se hace divina.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nos unimos a Jesús que
sufre por amor y amándonos, y así nos hacemos partícipes de la salvación que él consiguió para
nosotros, no sólo como personas que somos “salvadas”, sino también como personas que se hacen
“salvadoras” de los demás.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, y los vivimos con
paciencia y dignidad, hacemos presente a Jesús Crucificado en el mundo, en medio de nuestra
familia, con todo lo que ello significa para quienes están cerca de nosotros.


******************


“Pedro se acercó a Jesús y le dijo: – Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar las
ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?… Le dice Jesús: – No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21-22)
El amor y el perdón son dos caras de una misma moneda. Quien ama de verdad debe también
perdonar de verdad, con el corazón; y quien perdona de corazón, es porque ama mucho y bien.


El perdón no tiene límites, como no los tiene el amor; porque el amor verdadero está siempre en
contínuo crecimiento y en contínua profundización.
Cuando amamos de verdad, como tenemos que amar siempre, nada es “mucho”, y así, el amor da
origen al perdón, que nace de él como un hijo, como una necesidad absoluita e inaplazable.


Aunque digamos mil veces que amamos profundamente a alguien, los seres humanos somos, en
general, malos “amadores” o malos “amantes”, porque siempre estamos haciendo cuentas de
“hasta dónde” debemos o podemos llegar con nuestro amor, para no parecer tontos, o para no
salirnos de lo que es “razonable”. Y lo mismo nos sucede con el perdón.


Pero ni el amor ni el perdón tienen medida, como no los tiene Dios, en quien se fundamentan.
Nadie puede decir “hasta aquí amo”, o “hasta aquí perdono”, y si lo hace, ni su amor puede
llamarse “amor” en el pleno sentido de la palabra, ni su perdón puede llamarse “perdón”.


Siempre podemos amar más y mejor. Siempre podemos perdonar más efectivamente, con más
generosidad, con un perdón más radical, más profundo, más amplio, más constructivo.


Ni el amor ni el perdón se pueden calificar con adverbios de cantidad como: “demasiado”,
“bastante”, “suficiente”, palabras que son tan abundantes en nuestro lenguaje actual y cotidiano.


Nunca podemos decir que ya amamos lo que teníamos que amar, o que ya perdonamos lo que
teníamos que perdonar, y que lo demás “se lo dejamos a Dios”. Todo lo contrario. Dios mismo
quiere que cada uno de nosotros sea en el mundo, expresión clara de su amor y de su perdón
infinitos y generosos siempre.


El amor y el perdón son una tarea nunca concluída. Tenemos que amar y perdonar cada día, cada
instante, todos los días de nuestra vida, en todas sus circunstancias, a todas las personas.


El amor y el perdón son una misión inaplazable e intransferible. Tenemos que amar y perdonar ya,
ahora mismo, cada uno a las personas que tiene cerca, a aquellos con quienes comparte su vida.


El amor y el perdón son un regalo de Dios que no podemos rechazar, porque al hacerlo estaríamos
rechazando a Dios mismo que nos amó primero, y que puso en nuestro corazón la capacidad de
amar y de perdonar, como una participación en su propio ser.


“Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus
discípulos: – ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?…. Ellos dijeron: –
Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o alguno de los
profetas. Les dice Jesús: – Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?… “ (Mateo 16, 13-15)
Asumamos esta pregunta como si Jesús nos la hiciera personalmente a cada uno, hoy y aquí, y nos
apremiara a responderle.


Desglosémosla un poco para que nos sea más fácil contestarla, y también para que lo hagamos con
más precisión y con más conciencia.
   ¿Quién es Jesús para mí?… ¿Qué representa en mi vida?…
   ¿Qué lugar ocupa en mi corazón y en mis pensamientos?…
  ¿Lo conozco personalmente?… ¿Lo busco?….
 ¿Tengo trato con él?… ¿Cómo es ese trato?…
 ¿Siento que lo necesito?… ¿Por qué?… ¿Para qué?…
Las preguntas nos ayudan a concretar nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Pero
tenemos que responderlas con sinceridad y hacerlo ahora mismo. ¡Ya! No vale aplazarlas por
ningún motivo.


De las respuestas que demos dependen muchas cosas. La primera de todas: nuestra misma vida,
porque Jesús es quien le da a la vida humana su verdadero y más profundo sentido.


Busquemos un tiempo y un lugar especiales para sentarnos a pensar.


Hagámoslo en tono de oración.


Procuremos no dar respuestas rápidas, sin fundamentación. Que toda respuesta tenga su base, su
razón de ser, su explicación.


Y al final, añadámosle otra pregunta no menos importante y decisiva:


  ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Jesús?…
 ¿Hasta dónde soy capaz de llegar por él?…
Es una exigencia de nuestro ser de cristianos, tener ideas claras a este respecto. Porque ser
discípulo de Jesús es más, mucho más, que haber recibido el Bautismo, ir a Misa cada domingo, y
rezar una novena o un rosario cuando tenemos una necesidad urgente.


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“De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndolo
andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un
fantasma. Jesús les dijo enseguida: Ánimo, soy yo. ¡No tengan miedo!” ( Mateo 14,
24-27)
La fe, cuando es verdadera, nos aleja del miedo, y nos da alas para volar muy alto.


Porque la verdadera fe, la fe que Jesús quiere que nosotros tengamos, es búsqueda constante, es
riesgo, es novedad, es anhelo insaciable de Dios.


Imposible imaginar una fe verdadera que sea a la vez cómoda; que se contente con lo que es, con lo
que cree y con lo que sabe.
Imposible imaginar una fe verdadera que sea pasiva, que se mantenga quieta, que no motive a
buscar algo más, a ir cada vez más allá, que no mueva a una vida cada vez más comprometida con
aquello que cree.


Está fuera de toda duda. Cuando creemos de verdad queremos saber más de aquello que es el
objeto de nuestra fe; penetrar más profundamente en lo que creemos; entregarnos más a la verdad
que conocemos y aceptamos; confiar más en el Dios que motiva nuestra fe.


Los discípulos creían en Jesús, pero su fe era muy débil e insuficiente, porque tan pronto vieron
algo a lo que no era “normal”, algo que se salía de lo que hasta entonces habían visto, algo que iba
contra lo lógico y razonable, contra lo sabido y experimentado, perdieron la confianza, la seguridad
que su Maestro les daba, y apareció en ellos el miedo.


Pero no se trata sólo de milagros, de hechos extraordinarios, inusitados, como en este caso. Es en
los hechos cotidianos en los que debemos fijarnos, porque son los más frecuentes para nosotros,
los que constituyen nuesrta cotidianidad.


Es fácil creer cuando nuestra vida se desarrolla dentro de lo esperado, dentro de lo que
consideramos normal. Cuando todo nos sale bien. Cuando tenemos un adecuado control sobre las
personas y los acontecimientos. Pero es difícil seguir haciéndolo cuando las circunstancias se
complican y nos sobreviene algo que no esperábamos, o aparece alguien que nos hace daño. Y es
precisamente      aquí     cuando      nuestra      fe      necesita   ser      más      firme
y segura.


La fe es un don de Dios, pero se puede perder si no lo cuidamos, si no la cultivamos, si no hacemos
nada para profundizarla y fortalecerla. Por eso hay que orar pidiendo que sepamos creer cada día
con una fe más firme, más informada, más madura. Una fe que nos permita ser lo que tenemos
que ser, en este mundo y en este tiempo que nos tocó vivir, tan difíciles para la fe, pero también tan
necesitados de ella. Porque la fe, cuando es verdadera, da pleno sentido a nuestra vida.

No nos conformemos con creer lo que creemos con los ojos cerrados. La fe ciega es una fe limitada
y muy pobre. Intentemos ir más allá; procurems informar nuestra fe con conocimientos nuevos.
Sin miedo. Si nuestra intención es recta, Dios mismo se encargará de cuidar nuestra fe, con gracias
abundantes.


El que ama de verdad quiere saber cada vez más sobre el ser amado.


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Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice
la gente que soy yo?”. Respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o
Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?”
Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le replicó: “Feliz eres, Simón Bar
Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos”. (Mateo 16, 13-17)
¿Quién es Jesús para mí?…


Aunque suene repetido decirlo, Jesús es para mí el mejor de los Amigos; el único que nunca me ha
fallado, y que, con absoluta certeza, nunca me fallará, aunque yo le falle a él una y mil veces.


Jesús es mi Hermano, el que me enseñó a decirle a Dios “Padre”, y a poner en él toda mi
confianza. El que me cuida y acompaña cada día, a lo largo de mi vida.


Jesús es mi Maestro y mi Guía. El mejor de los maestros, porque todo lo que me enseña, él lo vivió
en carne propia, de tal manera que no tengo más que mirarlo para ver qué debo hacer y qué debo
evitar.


Jesús es mi Modelo, porque su pensamiento y su vida son para mí el espejo en el que debo
mirarme, la imagen que debo reflejar, mientras estoy aquí, en este mundo.


Jesús es para mí la Luz que ilumina las noches oscuras y tormentosas, que de tiempo en tiempo
aparecen en mi vida. Siempre que lo invoco viene a mí. Lo sé, aunque no pueda verlo con mis ojos,
ni tocarlo con mis manos. Lo siento en mi corazón, y eso me tranquiliza.


Jesús es para mí el Agua Viva que calma mi sed. Cuando lo busco para estar con él, en la oración, él
se me hace presente y con su amor colma todos mis anhelos.


Jesús es para mí la Fuerza que necesito para realizar cada día mis labores, para enfrentar mis
miedos, para superar mis debilidades, para vencer en todas mis batallas. Y es también mi descanso
cada noche, cuando acudo a él fatigada; su corazón es como un lecho mullido en el que puedo
recostarme y dormir tranquila.

Jesús es la Fuente de todas mis alegrías, y a la vez, mi mayor alegría. Pensar en él, invocarlo,
sentirlo en mi corazón, renueva mi fe y me llena de esperanza y de paz.


Jesús es el Pan que me alimenta cada día y el Vino que me inspira. Cuando lo recibo en la
Eucaristía, me comunica su Vida que es la misma Vida de Dios, y en ella y con ella me hace una
persona nueva.


Jesús es mi gran Libertador. Desata las ataduras del pecado, que me hace esclava de mi misma, y
me salva de la muerte definitiva.
Jesús es Dios y Dios es amor. Jesús me ama como nadie me ha amado y como nadie me amará, y
con su amor me enseña a amar a todas las personas que se cruzan en mi camino, aunque confieso
humildemente, que no he sido la discípula aventajada que él quiere que yo sea.


Jesús es mi Amigo, mi Hermano, mi Maestro y Modelo, mi Luz, mi Fuerza, mi Libertador; el Agua
que calma mi sed de eternidad, la Fuente de mi alegría, el Pan que me alimenta, el Vino que me
inspira. Jesús es el Amor que me ama, la Vida que me hace vivir, el Camino que me conduce a la
Vida eterna. Jesús es mi Dueño y Señor, mi Dios y mi todo.


Cuando pienso qué sería de mí si un día no me hubiera encontrado con Jesús, si no creyera en él, si
no pudiera amarlo, la vista se me nubla y el corazón se me encoge en el pecho. Sin Jesús y su
Evangelio, mi vida estaría completamente vacía, y muy seguramente perdería las ganas de seguir
viviendo. Por eso trato de crecer cada día en su conocimiento y en su amor.


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“Desde entonces, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándolo aparte Pedro, se puso a
reprenderlo diciendo: “¡Lejos de tí, Señor! ¡De ningún modo te sucederá Eso!”. Pero
él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para
mí, porque tus pensamientos no son los de Dios!” (Mateo 16, 22-23).
Todos somos como Pedro: el sufrimiento nos asusta, nos repugna; nuestro propio sufrimiento y el
sufrimiento de las personas que amamos; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual


Sin embargo es ley de la vida, todos tenemos que sufrir; el sufrimiento físico y el sufrimiento
espiritual hacen parte de nuestra condición humana, frágil y limitada; son propios de nuestro ser
de criaturas.


Todos los seres humanos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, malos y buenos, tenemos que sufrir;
todos sufrimos de una u otra manera, en una u otra etapa de nuestra vida, por una u otra
circunstancia.


Nadie, sea quien sea, puede escapar al sufrimiento; ni siquiera Jesús, que siendo Dios, se hizo
verdadero hombre como nosotros. Su vida en el mundo tuvo una gran dosis de sufrimiento, tanto
físico como espiritual, no solo en la hora de su Pasión y de su Muerte, sino también en todo su
desarrollo; basta leer los evangelios con un poco de atención para constatarlo.


Pero el sufrimiento recibido y vivido con fe, como lo recibió y lo vivió Jesús, tiene un gran valor
espiritual: nos ayuda a crecer espiritualmente, a madurar sicológicamente, a ser mejores personas.
El sufrimiento recibido y vivido con fe, nos lleva a comprender a los demás, y a acercarnos a ellos
con sencillez y humildad, para compadecernos de sus sufrimientos y ayudarles a superarlos y a ser
mejores.


En su infinita sabiduría, Dios Padre quiso que Jesús se hiciera nuestro Salvador en el sufrimiento y
por el sufrimiento, y Jesús aceptó su Voluntad con gran generosidad, resistiendo a la tentación de
Satanás, que quería desviarlo de su camino: primero en el desierto, después de su Bautismo en el
Jordán, y en esta ocasión, valiéndose de Pedro.


Gracias a la fe valiente y decidida de Jesús, a su humildad y su confianza en el amor del Padre,
nuestros sufrimientos fisicos y espirituales tienen un sentido y un valor especiales. Ya no sufrimos
simplemente porque “nos toca”, porque “no hay más remedio”, sino que podemos unir todos
nuestros dolores físicos y todos nuestros dolores espirituales a los suyos, y alcanzar con ello gracias
especiales de Dios para nosotros mismos, para nuestra familia, y para todos los hombres y mujeres
del mundo.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, podemos sobrellevarlos
más fácilmente, porque la fe y la humildad les dan un sentido y un valor que no tienen en sí
mismos, pero que pueden adquirir.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nuestra vida humana
trasciende, es decir, va más allá de lo que ella misma es, se eleva hasta el infinito, y sin dejar de ser
humana se hace divina.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nos unimos a Jesús que
sufre por amor y amándonos, y así nos hacemos partícipes de la salvación que él consiguió para
nosotros, no sólo como personas que somos “salvadas”, sino también como personas que se hacen
“salvadoras” de los demás.


Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, y los vivimos con
paciencia y dignidad, hacemos presente a Jesús Crucificado en el mundo, en medio de nuestra
familia, con todo lo que ello significa para quienes están cerca de nosotros.


******************


“Pedro se acercó a Jesús y le dijo: – Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar las
ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?… Le dice Jesús: – No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21-22)
El amor y el perdón son dos caras de una misma moneda. Quien ama de verdad debe también
perdonar de verdad, con el corazón; y quien perdona de corazón, es porque ama mucho y bien.


El perdón no tiene límites, como no los tiene el amor; porque el amor verdadero está siempre en
contínuo crecimiento y en contínua profundización.
Cuando amamos de verdad, como tenemos que amar siempre, nada es “mucho”, y así, el amor da
origen al perdón, que nace de él como un hijo, como una necesidad absoluita e inaplazable.


Aunque digamos mil veces que amamos profundamente a alguien, los seres humanos somos, en
general, malos “amadores” o malos “amantes”, porque siempre estamos haciendo cuentas de
“hasta dónde” debemos o podemos llegar con nuestro amor, para no parecer tontos, o para no
salirnos de lo que es “razonable”. Y lo mismo nos sucede con el perdón.


Pero ni el amor ni el perdón tienen medida, como no los tiene Dios, en quien se fundamentan.
Nadie puede decir “hasta aquí amo”, o “hasta aquí perdono”, y si lo hace, ni su amor puede
llamarse “amor” en el pleno sentido de la palabra, ni su perdón puede llamarse “perdón”.


Siempre podemos amar más y mejor. Siempre podemos perdonar más efectivamente, con más
generosidad, con un perdón más radical, más profundo, más amplio, más constructivo.


Ni el amor ni el perdón se pueden calificar con adverbios de cantidad como: “demasiado”,
“bastante”, “suficiente”, palabras que son tan abundantes en nuestro lenguaje actual y cotidiano.


Nunca podemos decir que ya amamos lo que teníamos que amar, o que ya perdonamos lo que
teníamos que perdonar, y que lo demás “se lo dejamos a Dios”. Todo lo contrario. Dios mismo
quiere que cada uno de nosotros sea en el mundo, expresión clara de su amor y de su perdón
infinitos y generosos siempre.


El amor y el perdón son una tarea nunca concluída. Tenemos que amar y perdonar cada día, cada
instante, todos los días de nuestra vida, en todas sus circunstancias, a todas las personas.


El amor y el perdón son una misión inaplazable e intransferible. Tenemos que amar y perdonar ya,
ahora mismo, cada uno a las personas que tiene cerca, a aquellos con quienes comparte su vida.


El amor y el perdón son un regalo de Dios que no podemos rechazar, porque al hacerlo estaríamos
rechazando a Dios mismo que nos amó primero, y que puso en nuestro corazón la capacidad de
amar y de perdonar, como una participación en su propio ser.

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Ustedes que dicen quien soy yo

  • 1. USTEDES, ¿QUIÉN DICEN QUE SOY YO? 1. INTRODUCCIÓN Jesús, antes de explicarnos quién es Él, primero nos pide la opinión de la gente sobre su persona. Dijéramos que hace como una encuesta para saber qué conceptos o qué imagen se tiene de Él. Prestemos atención a esta Palabra de Dios: "Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dice la gente que soy yo?’. Ellos dijeron: ‘Unos dicen que eres Juan Bautista; otros dicen que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas’. Jesús les preguntó: ‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?". Simón contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo’. Jesús le respondió: ‘Feliz eres, Simón Bar-Joná, porque no te lo enseñó la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora, yo te digo: Tú eres Pedro, o sea Piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las fuerzas del infierno no la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en los Cielos" ( Mt 16, 13 - 20). En este pasaje, Jesús hace dos preguntas a sus discípulos. La primera sobre la Religión de la gente: ¿Quién es para la gente el Hijo del Hombre, Jesús, el Mesías? La gente ¿a quién considera como Hijo de Dios, enviado a los hombres para su salvación? Se trata de una pregunta general sobre la fe, y cuyas respuestas pueden ser muy variadas, tanto como la Religión de cada quien (Mahoma, Buda, Confucio, Moisés…), e incluso habría que poner como primera respuesta la de aquellos que NO creen en Dios, que no pertenecen a ninguna religión, y la de aquellos que ni siquiera les preocupa la religión ni Dios. Los primeros son los ateos; los segundos los indiferentes. Y también habría que poner entre las respuestas a esta primera pregunta las de las Sectas y Movimientos Religiosos que ponen por delante de todo la persona de su fundador o dirigente actual, como los Testigos de Jehová, los Mormones, los de Monte María excomulgados por el Obispo, etc… La segunda pregunta de Jesús es más particular y directa porque va dirigida a cada uno y se refiere a nuestra fe en Jesucristo: "Según ustedes, ¿quién soy yo?" Esta sí es una pregunta fundamental y de suma importancia. Podemos platicar sobre lo que la gente cree, o en dónde pone la gente su bien, su felicidad y salvación, o incluso sobre qué dicen otros de Jesucristo. Pero lo realmente importante es que veamos QUIÉN ES JESUCRISTO PARA NOSOTROS. Somos discípulos de Él, somos sus seguidores; por eso importa mucho que tengamos ideas claras sobre Él, que le conozcamos cada vez mejor y que le amemos muy sinceramente, para así seguir sus enseñanzas y vivir conforme a ellas. Estas dos preguntas se completan con otra: Y Jesucristo ¿quién dice que es Él? Porque se trata no nada más de lo que nosotros creemos, sino de checar si eso es lo que debemos creer realmente, pues muchas veces nuestra fe puede tener puntos incorrectos o equivocados y debiéramos purificarla y liberarla de esos errores. Esperamos que este tema nos ayude a descubrir posibles errores sobre nuestra fe en Jesucristo, para rechazarlos y para que vivamos más cerca y unidos a Él. Y ustedes, ¿quiendicen que soy yo? La confesion de Pedro. Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? —Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente —afirmó Simón Pedro. —Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás —le dijo Jesús—, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo. (Mateo 16:15-17) Nueva Versión Internacional
  • 2. De seguro, en algún momento, a todos se nos ha planteado alguna pregunta incomoda. La verdad es, a veces, también incomoda. En esta crucial pregunta de Jesús, que menciona Mateo capitulo 16, Marcos 8 y Lucas 9, y en la respuesta que demos cada cual, descansa nuestra concepción de la fe y nuestra postura hacia la esperanza. Notemos que Jesús comienza preguntando a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Vs.13) NVI Ellos le proveen de distintas opciones que la gente opina, como: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o uno de los profetas. Sin embargo, el interés de Jesús en la esencia de la respuesta era otra. Da la impresión que a Él le interesaba más la propia opinión de ellos, sus discípulos. Lo significativo del interrogante radica en la cuestión personal, en lo que cada uno responda con honestidad a: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? En verdad una pregunta que cala en lo más profundo del ser humano. Puede modificar vidas, maneras de pensar, y corazones. El cristianismo no se basa en un concepto filosófico, como bien pudiera suceder en el caso de otras creencias. Estas pudieran ser muy interesantes, pero el cristianismo se basa en la persona de Cristo, en su identidad y en todo lo que ello representa. Eso suministra verdadera base para la fe y todo un estilo de vida. Por lo tanto, cada ser se expone a confesar quien piensa que Jesús es. Pedro tuvo a bien confesar, sin reparos, sin vergüenzas, sin coacción, que Jesús era mucho más que un hombre. Le dejo bien en claro que creía que el titulo Cristo le correspondía a Su Maestro. Según Mateo la repuesta de Pedro fue: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Según Marcos fue esta: “Tú eres el Cristo”. Según Lucas fue: “El Cristo de Dios”. Si, era evidente que Pedro tenía fe en Jesús como lo que la palabra Cristo significa: ungido. Para Pedro, Jesús tenía un nombre, pero mucho más relevante le era el título: ungido de Dios. Lo misma cuestión se nos plantea a cada uno. ¿Le responderemos a Jesús su interrogante? ¿Tomaremos una decisión personal sobre su identidad para luego de allí en más edificar una vida acorde a nuestra confesión? Muchos hemos heredado una fe que en realidad no es nuestra, fue moldeada, fue prestada, o fue vendida. Puede que la hayamos incorporado como una forma de cultura, pero quizás jamás nos hemos enfrentado cara a cara con la pregunta de Jesús: ´quien dices tú que soy yo´. Cuando todo aquello que nos formo desapareció, con ello puede que también se haya escurrido eso que creíamos creer, puede que no quede ya nada, solo la raíz. De allí lo imperioso de enfrentar personalmente la cuestión y resolverla en nuestras mentes y corazones. No temamos, Jesucristo no nos intimidara, ni presionara, ni manipulara hacia una respuesta. Su libertad nos engrandece. La oportunidad es toda nuestra. Que el ambiente para la respuesta sea el más propicio para investigar, meditar, reflexionar, mas aun en estos días que se avecinan, donde más se recuerda el gran acto de amor del Padre y su Hijo. Finalmente, Jesús llamo “dichoso” a Pedro por su confesión, pues no había llegado a esta por incidencia humana, por fruto del intelecto. Por el contrario, Jesús halago a Pedro con la declaración: “eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo. Que ningún mortal intente revelar lo que el Padre está sumamente interesado en revelarnos a cada uno, la verdadera identidad de Su Hijo. Nosotros podemos ser uno más con Pedro y su confesión. Que no resulte jamás ser una pregunta incomoda, por el contrario, que represente ser de primera importancia. “Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: – ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?…. Ellos dijeron: – Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o alguno de los profetas. Les dice Jesús: – Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?… “ (Mateo 16, 13-15) Asumamos esta pregunta como si Jesús nos la hiciera personalmente a cada uno, hoy y aquí, y nos apremiara a responderle.
  • 3. Desglosémosla un poco para que nos sea más fácil contestarla, y también para que lo hagamos con más precisión y con más conciencia.  ¿Quién es Jesús para mí?… ¿Qué representa en mi vida?…  ¿Qué lugar ocupa en mi corazón y en mis pensamientos?…  ¿Lo conozco personalmente?… ¿Lo busco?….  ¿Tengo trato con él?… ¿Cómo es ese trato?…  ¿Siento que lo necesito?… ¿Por qué?… ¿Para qué?… Las preguntas nos ayudan a concretar nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Pero tenemos que responderlas con sinceridad y hacerlo ahora mismo. ¡Ya! No vale aplazarlas por ningún motivo. De las respuestas que demos dependen muchas cosas. La primera de todas: nuestra misma vida, porque Jesús es quien le da a la vida humana su verdadero y más profundo sentido. Busquemos un tiempo y un lugar especiales para sentarnos a pensar. Hagámoslo en tono de oración. Procuremos no dar respuestas rápidas, sin fundamentación. Que toda respuesta tenga su base, su razón de ser, su explicación. Y al final, añadámosle otra pregunta no menos importante y decisiva:  ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Jesús?…  ¿Hasta dónde soy capaz de llegar por él?… Es una exigencia de nuestro ser de cristianos, tener ideas claras a este respecto. Porque ser discípulo de Jesús es más, mucho más, que haber recibido el Bautismo, ir a Misa cada domingo, y rezar una novena o un rosario cuando tenemos una necesidad urgente. ****************** “De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndolo andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: Ánimo, soy yo. ¡No tengan miedo!” ( Mateo 14, 24-27) La fe, cuando es verdadera, nos aleja del miedo, y nos da alas para volar muy alto. Porque la verdadera fe, la fe que Jesús quiere que nosotros tengamos, es búsqueda constante, es riesgo, es novedad, es anhelo insaciable de Dios.
  • 4. Imposible imaginar una fe verdadera que sea a la vez cómoda; que se contente con lo que es, con lo que cree y con lo que sabe. Imposible imaginar una fe verdadera que sea pasiva, que se mantenga quieta, que no motive a buscar algo más, a ir cada vez más allá, que no mueva a una vida cada vez más comprometida con aquello que cree. Está fuera de toda duda. Cuando creemos de verdad queremos saber más de aquello que es el objeto de nuestra fe; penetrar más profundamente en lo que creemos; entregarnos más a la verdad que conocemos y aceptamos; confiar más en el Dios que motiva nuestra fe. Los discípulos creían en Jesús, pero su fe era muy débil e insuficiente, porque tan pronto vieron algo a lo que no era “normal”, algo que se salía de lo que hasta entonces habían visto, algo que iba contra lo lógico y razonable, contra lo sabido y experimentado, perdieron la confianza, la seguridad que su Maestro les daba, y apareció en ellos el miedo. Pero no se trata sólo de milagros, de hechos extraordinarios, inusitados, como en este caso. Es en los hechos cotidianos en los que debemos fijarnos, porque son los más frecuentes para nosotros, los que constituyen nuesrta cotidianidad. Es fácil creer cuando nuestra vida se desarrolla dentro de lo esperado, dentro de lo que consideramos normal. Cuando todo nos sale bien. Cuando tenemos un adecuado control sobre las personas y los acontecimientos. Pero es difícil seguir haciéndolo cuando las circunstancias se complican y nos sobreviene algo que no esperábamos, o aparece alguien que nos hace daño. Y es precisamente aquí cuando nuestra fe necesita ser más firme y segura. La fe es un don de Dios, pero se puede perder si no lo cuidamos, si no la cultivamos, si no hacemos nada para profundizarla y fortalecerla. Por eso hay que orar pidiendo que sepamos creer cada día con una fe más firme, más informada, más madura. Una fe que nos permita ser lo que tenemos que ser, en este mundo y en este tiempo que nos tocó vivir, tan difíciles para la fe, pero también tan necesitados de ella. Porque la fe, cuando es verdadera, da pleno sentido a nuestra vida. No nos conformemos con creer lo que creemos con los ojos cerrados. La fe ciega es una fe limitada y muy pobre. Intentemos ir más allá; procurems informar nuestra fe con conocimientos nuevos. Sin miedo. Si nuestra intención es recta, Dios mismo se encargará de cuidar nuestra fe, con gracias abundantes. El que ama de verdad quiere saber cada vez más sobre el ser amado. ****************
  • 5. Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?” Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le replicó: “Feliz eres, Simón Bar Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. (Mateo 16, 13-17) ¿Quién es Jesús para mí?… Aunque suene repetido decirlo, Jesús es para mí el mejor de los Amigos; el único que nunca me ha fallado, y que, con absoluta certeza, nunca me fallará, aunque yo le falle a él una y mil veces. Jesús es mi Hermano, el que me enseñó a decirle a Dios “Padre”, y a poner en él toda mi confianza. El que me cuida y acompaña cada día, a lo largo de mi vida. Jesús es mi Maestro y mi Guía. El mejor de los maestros, porque todo lo que me enseña, él lo vivió en carne propia, de tal manera que no tengo más que mirarlo para ver qué debo hacer y qué debo evitar. Jesús es mi Modelo, porque su pensamiento y su vida son para mí el espejo en el que debo mirarme, la imagen que debo reflejar, mientras estoy aquí, en este mundo. Jesús es para mí la Luz que ilumina las noches oscuras y tormentosas, que de tiempo en tiempo aparecen en mi vida. Siempre que lo invoco viene a mí. Lo sé, aunque no pueda verlo con mis ojos, ni tocarlo con mis manos. Lo siento en mi corazón, y eso me tranquiliza. Jesús es para mí el Agua Viva que calma mi sed. Cuando lo busco para estar con él, en la oración, él se me hace presente y con su amor colma todos mis anhelos. Jesús es para mí la Fuerza que necesito para realizar cada día mis labores, para enfrentar mis miedos, para superar mis debilidades, para vencer en todas mis batallas. Y es también mi descanso cada noche, cuando acudo a él fatigada; su corazón es como un lecho mullido en el que puedo recostarme y dormir tranquila. Jesús es la Fuente de todas mis alegrías, y a la vez, mi mayor alegría. Pensar en él, invocarlo, sentirlo en mi corazón, renueva mi fe y me llena de esperanza y de paz. Jesús es el Pan que me alimenta cada día y el Vino que me inspira. Cuando lo recibo en la Eucaristía, me comunica su Vida que es la misma Vida de Dios, y en ella y con ella me hace una persona nueva. Jesús es mi gran Libertador. Desata las ataduras del pecado, que me hace esclava de mi misma, y me salva de la muerte definitiva.
  • 6. Jesús es Dios y Dios es amor. Jesús me ama como nadie me ha amado y como nadie me amará, y con su amor me enseña a amar a todas las personas que se cruzan en mi camino, aunque confieso humildemente, que no he sido la discípula aventajada que él quiere que yo sea. Jesús es mi Amigo, mi Hermano, mi Maestro y Modelo, mi Luz, mi Fuerza, mi Libertador; el Agua que calma mi sed de eternidad, la Fuente de mi alegría, el Pan que me alimenta, el Vino que me inspira. Jesús es el Amor que me ama, la Vida que me hace vivir, el Camino que me conduce a la Vida eterna. Jesús es mi Dueño y Señor, mi Dios y mi todo. Cuando pienso qué sería de mí si un día no me hubiera encontrado con Jesús, si no creyera en él, si no pudiera amarlo, la vista se me nubla y el corazón se me encoge en el pecho. Sin Jesús y su Evangelio, mi vida estaría completamente vacía, y muy seguramente perdería las ganas de seguir viviendo. Por eso trato de crecer cada día en su conocimiento y en su amor. ************* “Desde entonces, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándolo aparte Pedro, se puso a reprenderlo diciendo: “¡Lejos de tí, Señor! ¡De ningún modo te sucederá Eso!”. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios!” (Mateo 16, 22-23). Todos somos como Pedro: el sufrimiento nos asusta, nos repugna; nuestro propio sufrimiento y el sufrimiento de las personas que amamos; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual Sin embargo es ley de la vida, todos tenemos que sufrir; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual hacen parte de nuestra condición humana, frágil y limitada; son propios de nuestro ser de criaturas. Todos los seres humanos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, malos y buenos, tenemos que sufrir; todos sufrimos de una u otra manera, en una u otra etapa de nuestra vida, por una u otra circunstancia. Nadie, sea quien sea, puede escapar al sufrimiento; ni siquiera Jesús, que siendo Dios, se hizo verdadero hombre como nosotros. Su vida en el mundo tuvo una gran dosis de sufrimiento, tanto físico como espiritual, no solo en la hora de su Pasión y de su Muerte, sino también en todo su desarrollo; basta leer los evangelios con un poco de atención para constatarlo. Pero el sufrimiento recibido y vivido con fe, como lo recibió y lo vivió Jesús, tiene un gran valor espiritual: nos ayuda a crecer espiritualmente, a madurar sicológicamente, a ser mejores personas. El sufrimiento recibido y vivido con fe, nos lleva a comprender a los demás, y a acercarnos a ellos
  • 7. con sencillez y humildad, para compadecernos de sus sufrimientos y ayudarles a superarlos y a ser mejores. En su infinita sabiduría, Dios Padre quiso que Jesús se hiciera nuestro Salvador en el sufrimiento y por el sufrimiento, y Jesús aceptó su Voluntad con gran generosidad, resistiendo a la tentación de Satanás, que quería desviarlo de su camino: primero en el desierto, después de su Bautismo en el Jordán, y en esta ocasión, valiéndose de Pedro. Gracias a la fe valiente y decidida de Jesús, a su humildad y su confianza en el amor del Padre, nuestros sufrimientos fisicos y espirituales tienen un sentido y un valor especiales. Ya no sufrimos simplemente porque “nos toca”, porque “no hay más remedio”, sino que podemos unir todos nuestros dolores físicos y todos nuestros dolores espirituales a los suyos, y alcanzar con ello gracias especiales de Dios para nosotros mismos, para nuestra familia, y para todos los hombres y mujeres del mundo. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, podemos sobrellevarlos más fácilmente, porque la fe y la humildad les dan un sentido y un valor que no tienen en sí mismos, pero que pueden adquirir. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nuestra vida humana trasciende, es decir, va más allá de lo que ella misma es, se eleva hasta el infinito, y sin dejar de ser humana se hace divina. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nos unimos a Jesús que sufre por amor y amándonos, y así nos hacemos partícipes de la salvación que él consiguió para nosotros, no sólo como personas que somos “salvadas”, sino también como personas que se hacen “salvadoras” de los demás. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, y los vivimos con paciencia y dignidad, hacemos presente a Jesús Crucificado en el mundo, en medio de nuestra familia, con todo lo que ello significa para quienes están cerca de nosotros. ****************** “Pedro se acercó a Jesús y le dijo: – Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?… Le dice Jesús: – No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21-22) El amor y el perdón son dos caras de una misma moneda. Quien ama de verdad debe también perdonar de verdad, con el corazón; y quien perdona de corazón, es porque ama mucho y bien. El perdón no tiene límites, como no los tiene el amor; porque el amor verdadero está siempre en contínuo crecimiento y en contínua profundización.
  • 8. Cuando amamos de verdad, como tenemos que amar siempre, nada es “mucho”, y así, el amor da origen al perdón, que nace de él como un hijo, como una necesidad absoluita e inaplazable. Aunque digamos mil veces que amamos profundamente a alguien, los seres humanos somos, en general, malos “amadores” o malos “amantes”, porque siempre estamos haciendo cuentas de “hasta dónde” debemos o podemos llegar con nuestro amor, para no parecer tontos, o para no salirnos de lo que es “razonable”. Y lo mismo nos sucede con el perdón. Pero ni el amor ni el perdón tienen medida, como no los tiene Dios, en quien se fundamentan. Nadie puede decir “hasta aquí amo”, o “hasta aquí perdono”, y si lo hace, ni su amor puede llamarse “amor” en el pleno sentido de la palabra, ni su perdón puede llamarse “perdón”. Siempre podemos amar más y mejor. Siempre podemos perdonar más efectivamente, con más generosidad, con un perdón más radical, más profundo, más amplio, más constructivo. Ni el amor ni el perdón se pueden calificar con adverbios de cantidad como: “demasiado”, “bastante”, “suficiente”, palabras que son tan abundantes en nuestro lenguaje actual y cotidiano. Nunca podemos decir que ya amamos lo que teníamos que amar, o que ya perdonamos lo que teníamos que perdonar, y que lo demás “se lo dejamos a Dios”. Todo lo contrario. Dios mismo quiere que cada uno de nosotros sea en el mundo, expresión clara de su amor y de su perdón infinitos y generosos siempre. El amor y el perdón son una tarea nunca concluída. Tenemos que amar y perdonar cada día, cada instante, todos los días de nuestra vida, en todas sus circunstancias, a todas las personas. El amor y el perdón son una misión inaplazable e intransferible. Tenemos que amar y perdonar ya, ahora mismo, cada uno a las personas que tiene cerca, a aquellos con quienes comparte su vida. El amor y el perdón son un regalo de Dios que no podemos rechazar, porque al hacerlo estaríamos rechazando a Dios mismo que nos amó primero, y que puso en nuestro corazón la capacidad de amar y de perdonar, como una participación en su propio ser. “Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: – ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?…. Ellos dijeron: – Unos, que Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o alguno de los profetas. Les dice Jesús: – Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?… “ (Mateo 16, 13-15) Asumamos esta pregunta como si Jesús nos la hiciera personalmente a cada uno, hoy y aquí, y nos apremiara a responderle. Desglosémosla un poco para que nos sea más fácil contestarla, y también para que lo hagamos con más precisión y con más conciencia.
  • 9. ¿Quién es Jesús para mí?… ¿Qué representa en mi vida?…  ¿Qué lugar ocupa en mi corazón y en mis pensamientos?…  ¿Lo conozco personalmente?… ¿Lo busco?….  ¿Tengo trato con él?… ¿Cómo es ese trato?…  ¿Siento que lo necesito?… ¿Por qué?… ¿Para qué?… Las preguntas nos ayudan a concretar nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Pero tenemos que responderlas con sinceridad y hacerlo ahora mismo. ¡Ya! No vale aplazarlas por ningún motivo. De las respuestas que demos dependen muchas cosas. La primera de todas: nuestra misma vida, porque Jesús es quien le da a la vida humana su verdadero y más profundo sentido. Busquemos un tiempo y un lugar especiales para sentarnos a pensar. Hagámoslo en tono de oración. Procuremos no dar respuestas rápidas, sin fundamentación. Que toda respuesta tenga su base, su razón de ser, su explicación. Y al final, añadámosle otra pregunta no menos importante y decisiva:  ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Jesús?…  ¿Hasta dónde soy capaz de llegar por él?… Es una exigencia de nuestro ser de cristianos, tener ideas claras a este respecto. Porque ser discípulo de Jesús es más, mucho más, que haber recibido el Bautismo, ir a Misa cada domingo, y rezar una novena o un rosario cuando tenemos una necesidad urgente. ****************** “De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndolo andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: Ánimo, soy yo. ¡No tengan miedo!” ( Mateo 14, 24-27) La fe, cuando es verdadera, nos aleja del miedo, y nos da alas para volar muy alto. Porque la verdadera fe, la fe que Jesús quiere que nosotros tengamos, es búsqueda constante, es riesgo, es novedad, es anhelo insaciable de Dios. Imposible imaginar una fe verdadera que sea a la vez cómoda; que se contente con lo que es, con lo que cree y con lo que sabe.
  • 10. Imposible imaginar una fe verdadera que sea pasiva, que se mantenga quieta, que no motive a buscar algo más, a ir cada vez más allá, que no mueva a una vida cada vez más comprometida con aquello que cree. Está fuera de toda duda. Cuando creemos de verdad queremos saber más de aquello que es el objeto de nuestra fe; penetrar más profundamente en lo que creemos; entregarnos más a la verdad que conocemos y aceptamos; confiar más en el Dios que motiva nuestra fe. Los discípulos creían en Jesús, pero su fe era muy débil e insuficiente, porque tan pronto vieron algo a lo que no era “normal”, algo que se salía de lo que hasta entonces habían visto, algo que iba contra lo lógico y razonable, contra lo sabido y experimentado, perdieron la confianza, la seguridad que su Maestro les daba, y apareció en ellos el miedo. Pero no se trata sólo de milagros, de hechos extraordinarios, inusitados, como en este caso. Es en los hechos cotidianos en los que debemos fijarnos, porque son los más frecuentes para nosotros, los que constituyen nuesrta cotidianidad. Es fácil creer cuando nuestra vida se desarrolla dentro de lo esperado, dentro de lo que consideramos normal. Cuando todo nos sale bien. Cuando tenemos un adecuado control sobre las personas y los acontecimientos. Pero es difícil seguir haciéndolo cuando las circunstancias se complican y nos sobreviene algo que no esperábamos, o aparece alguien que nos hace daño. Y es precisamente aquí cuando nuestra fe necesita ser más firme y segura. La fe es un don de Dios, pero se puede perder si no lo cuidamos, si no la cultivamos, si no hacemos nada para profundizarla y fortalecerla. Por eso hay que orar pidiendo que sepamos creer cada día con una fe más firme, más informada, más madura. Una fe que nos permita ser lo que tenemos que ser, en este mundo y en este tiempo que nos tocó vivir, tan difíciles para la fe, pero también tan necesitados de ella. Porque la fe, cuando es verdadera, da pleno sentido a nuestra vida. No nos conformemos con creer lo que creemos con los ojos cerrados. La fe ciega es una fe limitada y muy pobre. Intentemos ir más allá; procurems informar nuestra fe con conocimientos nuevos. Sin miedo. Si nuestra intención es recta, Dios mismo se encargará de cuidar nuestra fe, con gracias abundantes. El que ama de verdad quiere saber cada vez más sobre el ser amado. **************** Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o Jeremías, o alguno de los profetas”. Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?”
  • 11. Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le replicó: “Feliz eres, Simón Bar Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. (Mateo 16, 13-17) ¿Quién es Jesús para mí?… Aunque suene repetido decirlo, Jesús es para mí el mejor de los Amigos; el único que nunca me ha fallado, y que, con absoluta certeza, nunca me fallará, aunque yo le falle a él una y mil veces. Jesús es mi Hermano, el que me enseñó a decirle a Dios “Padre”, y a poner en él toda mi confianza. El que me cuida y acompaña cada día, a lo largo de mi vida. Jesús es mi Maestro y mi Guía. El mejor de los maestros, porque todo lo que me enseña, él lo vivió en carne propia, de tal manera que no tengo más que mirarlo para ver qué debo hacer y qué debo evitar. Jesús es mi Modelo, porque su pensamiento y su vida son para mí el espejo en el que debo mirarme, la imagen que debo reflejar, mientras estoy aquí, en este mundo. Jesús es para mí la Luz que ilumina las noches oscuras y tormentosas, que de tiempo en tiempo aparecen en mi vida. Siempre que lo invoco viene a mí. Lo sé, aunque no pueda verlo con mis ojos, ni tocarlo con mis manos. Lo siento en mi corazón, y eso me tranquiliza. Jesús es para mí el Agua Viva que calma mi sed. Cuando lo busco para estar con él, en la oración, él se me hace presente y con su amor colma todos mis anhelos. Jesús es para mí la Fuerza que necesito para realizar cada día mis labores, para enfrentar mis miedos, para superar mis debilidades, para vencer en todas mis batallas. Y es también mi descanso cada noche, cuando acudo a él fatigada; su corazón es como un lecho mullido en el que puedo recostarme y dormir tranquila. Jesús es la Fuente de todas mis alegrías, y a la vez, mi mayor alegría. Pensar en él, invocarlo, sentirlo en mi corazón, renueva mi fe y me llena de esperanza y de paz. Jesús es el Pan que me alimenta cada día y el Vino que me inspira. Cuando lo recibo en la Eucaristía, me comunica su Vida que es la misma Vida de Dios, y en ella y con ella me hace una persona nueva. Jesús es mi gran Libertador. Desata las ataduras del pecado, que me hace esclava de mi misma, y me salva de la muerte definitiva.
  • 12. Jesús es Dios y Dios es amor. Jesús me ama como nadie me ha amado y como nadie me amará, y con su amor me enseña a amar a todas las personas que se cruzan en mi camino, aunque confieso humildemente, que no he sido la discípula aventajada que él quiere que yo sea. Jesús es mi Amigo, mi Hermano, mi Maestro y Modelo, mi Luz, mi Fuerza, mi Libertador; el Agua que calma mi sed de eternidad, la Fuente de mi alegría, el Pan que me alimenta, el Vino que me inspira. Jesús es el Amor que me ama, la Vida que me hace vivir, el Camino que me conduce a la Vida eterna. Jesús es mi Dueño y Señor, mi Dios y mi todo. Cuando pienso qué sería de mí si un día no me hubiera encontrado con Jesús, si no creyera en él, si no pudiera amarlo, la vista se me nubla y el corazón se me encoge en el pecho. Sin Jesús y su Evangelio, mi vida estaría completamente vacía, y muy seguramente perdería las ganas de seguir viviendo. Por eso trato de crecer cada día en su conocimiento y en su amor. ************* “Desde entonces, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándolo aparte Pedro, se puso a reprenderlo diciendo: “¡Lejos de tí, Señor! ¡De ningún modo te sucederá Eso!”. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios!” (Mateo 16, 22-23). Todos somos como Pedro: el sufrimiento nos asusta, nos repugna; nuestro propio sufrimiento y el sufrimiento de las personas que amamos; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual Sin embargo es ley de la vida, todos tenemos que sufrir; el sufrimiento físico y el sufrimiento espiritual hacen parte de nuestra condición humana, frágil y limitada; son propios de nuestro ser de criaturas. Todos los seres humanos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, malos y buenos, tenemos que sufrir; todos sufrimos de una u otra manera, en una u otra etapa de nuestra vida, por una u otra circunstancia. Nadie, sea quien sea, puede escapar al sufrimiento; ni siquiera Jesús, que siendo Dios, se hizo verdadero hombre como nosotros. Su vida en el mundo tuvo una gran dosis de sufrimiento, tanto físico como espiritual, no solo en la hora de su Pasión y de su Muerte, sino también en todo su desarrollo; basta leer los evangelios con un poco de atención para constatarlo. Pero el sufrimiento recibido y vivido con fe, como lo recibió y lo vivió Jesús, tiene un gran valor espiritual: nos ayuda a crecer espiritualmente, a madurar sicológicamente, a ser mejores personas. El sufrimiento recibido y vivido con fe, nos lleva a comprender a los demás, y a acercarnos a ellos
  • 13. con sencillez y humildad, para compadecernos de sus sufrimientos y ayudarles a superarlos y a ser mejores. En su infinita sabiduría, Dios Padre quiso que Jesús se hiciera nuestro Salvador en el sufrimiento y por el sufrimiento, y Jesús aceptó su Voluntad con gran generosidad, resistiendo a la tentación de Satanás, que quería desviarlo de su camino: primero en el desierto, después de su Bautismo en el Jordán, y en esta ocasión, valiéndose de Pedro. Gracias a la fe valiente y decidida de Jesús, a su humildad y su confianza en el amor del Padre, nuestros sufrimientos fisicos y espirituales tienen un sentido y un valor especiales. Ya no sufrimos simplemente porque “nos toca”, porque “no hay más remedio”, sino que podemos unir todos nuestros dolores físicos y todos nuestros dolores espirituales a los suyos, y alcanzar con ello gracias especiales de Dios para nosotros mismos, para nuestra familia, y para todos los hombres y mujeres del mundo. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, podemos sobrellevarlos más fácilmente, porque la fe y la humildad les dan un sentido y un valor que no tienen en sí mismos, pero que pueden adquirir. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nuestra vida humana trasciende, es decir, va más allá de lo que ella misma es, se eleva hasta el infinito, y sin dejar de ser humana se hace divina. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, nos unimos a Jesús que sufre por amor y amándonos, y así nos hacemos partícipes de la salvación que él consiguió para nosotros, no sólo como personas que somos “salvadas”, sino también como personas que se hacen “salvadoras” de los demás. Cuando aceptamos nuestros sufrimientos con corazón humilde y ferviente, y los vivimos con paciencia y dignidad, hacemos presente a Jesús Crucificado en el mundo, en medio de nuestra familia, con todo lo que ello significa para quienes están cerca de nosotros. ****************** “Pedro se acercó a Jesús y le dijo: – Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?… Le dice Jesús: – No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21-22) El amor y el perdón son dos caras de una misma moneda. Quien ama de verdad debe también perdonar de verdad, con el corazón; y quien perdona de corazón, es porque ama mucho y bien. El perdón no tiene límites, como no los tiene el amor; porque el amor verdadero está siempre en contínuo crecimiento y en contínua profundización.
  • 14. Cuando amamos de verdad, como tenemos que amar siempre, nada es “mucho”, y así, el amor da origen al perdón, que nace de él como un hijo, como una necesidad absoluita e inaplazable. Aunque digamos mil veces que amamos profundamente a alguien, los seres humanos somos, en general, malos “amadores” o malos “amantes”, porque siempre estamos haciendo cuentas de “hasta dónde” debemos o podemos llegar con nuestro amor, para no parecer tontos, o para no salirnos de lo que es “razonable”. Y lo mismo nos sucede con el perdón. Pero ni el amor ni el perdón tienen medida, como no los tiene Dios, en quien se fundamentan. Nadie puede decir “hasta aquí amo”, o “hasta aquí perdono”, y si lo hace, ni su amor puede llamarse “amor” en el pleno sentido de la palabra, ni su perdón puede llamarse “perdón”. Siempre podemos amar más y mejor. Siempre podemos perdonar más efectivamente, con más generosidad, con un perdón más radical, más profundo, más amplio, más constructivo. Ni el amor ni el perdón se pueden calificar con adverbios de cantidad como: “demasiado”, “bastante”, “suficiente”, palabras que son tan abundantes en nuestro lenguaje actual y cotidiano. Nunca podemos decir que ya amamos lo que teníamos que amar, o que ya perdonamos lo que teníamos que perdonar, y que lo demás “se lo dejamos a Dios”. Todo lo contrario. Dios mismo quiere que cada uno de nosotros sea en el mundo, expresión clara de su amor y de su perdón infinitos y generosos siempre. El amor y el perdón son una tarea nunca concluída. Tenemos que amar y perdonar cada día, cada instante, todos los días de nuestra vida, en todas sus circunstancias, a todas las personas. El amor y el perdón son una misión inaplazable e intransferible. Tenemos que amar y perdonar ya, ahora mismo, cada uno a las personas que tiene cerca, a aquellos con quienes comparte su vida. El amor y el perdón son un regalo de Dios que no podemos rechazar, porque al hacerlo estaríamos rechazando a Dios mismo que nos amó primero, y que puso en nuestro corazón la capacidad de amar y de perdonar, como una participación en su propio ser.