2. CAZADORES
DE SOMBRAS:
RENACIMIENTO
LA REINA DEL AIRE
Y LA OSCURIDAD
Cassandra Clare
Traducción de Patricia Nunes
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4. 11
1
LA MUERTE MIRA HACIA ABAJO
Había sangre sobre el estrado del Consejo, sangre sobre los esca
lones, sangre en las paredes, el suelo y los restos destrozados de la
Espada Mortal. Más tarde, Emma lo recordaría como una especie de
neblina roja. Unos versos le daban vueltas en la cabeza, algo sobre no
ser capaz de imaginar que la gente tuviera tanta sangre.
Se decía que la impresión amortiguaba los grandes golpes, pero
Emma no sentía ninguna amortiguación. Podía verlo y oírlo todo: el
Salón del Consejo lleno de guardias, los gritos. Intentó abrirse paso
hasta Julian. Los guardias se iban alzando ante ella como una ola.
Oyó más gritos: «¡Emma Carstairs ha roto la Espada Mortal! ¡Ha
destrozado un Instrumento Mortal! ¡Arrestadla!».
No le importaba lo que le hicieran; tenía que llegar hasta Julian.
Este seguía en el suelo con Livvy en brazos, resistiéndose a todos los
esfuerzos de los guardias por arrebatarle el cadáver de la pequeña.
—Dejadme pasar —insistía Emma—. Soy su parabatai, dejadme
pasar.
—Dame la espada. —Era la voz de la Cónsul—. Dame a Cortana,
Emma, y podrás ayudar a Julian.
Ella ahogó un grito y notó el sabor de la sangre en la boca. Alec
se hallaba en el estrado, arrodillado ante el cadáver de su padre. El
salón era una masa de gente que corría de un lado a otro; entre ellos,
Emma vislumbró a Mark, que sacaba de la sala a un inconsciente Ty,
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empujando a los otros nefilim para abrirse paso. Parecía más serio de
lo que Emma lo había visto nunca. Kit iba con él. ¿Dónde estaba
Dru? Allí, sola en el suelo. No, Diana estaba con ella, abrazándola y
llorando, y luego estaba Helen, que luchaba por llegar al estrado.
Emma dio un paso atrás y casi se cayó. El suelo de madera estaba
resbaladizo por la sangre. La Cónsul Jia Penhallow seguía ante ella,
con la delicada mano tendida hacia Cortana. Cortana. La espada era
parte de la familia de Emma, había estado en su vida desde que tenía
uso de razón. Aún recordaba a Julian poniéndosela entre los brazos
después de la muerte de sus padres, y de cómo la había aferrado
contra sí como si fuera un niño, sin importarle el profundo corte que
la hoja le dejaba en el brazo.
Jia le estaba pidiendo que le entregara una parte de sí misma.
Pero Julian estaba allí, solo, vencido por el dolor, empapado en
sangre. Y él era aún más parte de ella que la propia Cortana. Emma
rindió la espada; y al notar que se la sacaban de la mano se le tensó
todo el cuerpo. Casi le pareció oír gritar a Cortana al ser separada de
ella.
—Ve —dijo Jia. Emma oyó otras voces, incluida la de Horace
Dearborn, que se alzaban exigiendo que la detuvieran, que la des
trucción de la Espada Mortal y la desaparición de Annabel Black
thorn no debían quedar sin castigo. Jia lanzaba secas órdenes a los
guardias, diciéndoles que sacaran a todo el mundo del salón: ese era
un momento para el dolor, no para la venganza; encontrarían a An
nabel... «Sal con dignidad, Horace, o haré que te echen. Ahora no es
el momento.» Aline ayudaba a Dru y a Diana a ponerse en pie, las
ayudaba a salir de la estancia...
Emma se dejó caer de rodillas junto a Julian. El olor metálico de
la sangre lo llenaba todo. Livvy era una forma desmadejada entre
sus brazos; su piel tenía el color de la leche desnatada. Julian había
dejado de llamarla y pedirle que regresara, y la estaba meciendo
como si fuera un bebé, con la barbilla apoyada en la coronilla de la
niña.
—Jules —susurró Emma, pero la palabra le supo amarga en la
boca: ese era el nombre que le había dado de pequeños, y él ya era un
adulto, sufriendo por un familiar. Livvy no solo había sido su her
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mana; durante años la había criado como a una hija—. Julian. —Le
acarició la fría mejilla y luego la de Livvy, aún más fría—. Julian,
amor, por favor, déjame ayudarte...
Lentamente, él alzó la cabeza. Parecía que alguien le hubiera tira
do un cubo de sangre por encima. Le cubría el pecho y el cuello, y le
salpicaba la barbilla y las mejillas.
—Emma. —Su voz no era más que un susurro—. Emma, he di
bujado tantos iratzes...
Pero Livvy ya había muerto antes de tocar el suelo de madera del
estrado. Ninguna runa ni iratze hubiera podido ayudarla.
—¡Jules! —Por fin Helen se había colado entre los guardias; se
dejó caer junto a Emma y Julian, sin pensar en la sangre. Emma ob
servó anonadada a Helen arrancar el trozo roto de la Espada Mortal
del cuerpo de Livvy y dejarlo en el suelo. Le manchó las manos de
sangre. Con los labios blancos por el pesar, rodeó a Julian y a Livvy
con los brazos, mientras susurraba palabras tranquilizadoras.
El salón se vaciaba a su alrededor. Magnus había entrado; estaba
muy pálido y caminaba lentamente. Subió al estrado, y Alec, al ver
lo, se levantó y se tiró a sus brazos. Se abrazaron en silencio mientras
cuatro Hermanos se arrodillaban y alzaban el cadáver de Robert
Lightwood. Le habían colocado las manos sobre el pecho y cerrado
los ojos. Suaves murmullos de «ave atque vale, Robert Lightwood»
fueron resonando tras él mientras los Hermanos lo sacaban del
salón.
La Cónsul se acercó a Julian, acompañada de varios guardias.
Los Hermanos Silenciosos flotaron tras ellos, como fantasmas; for
mas apergaminadas.
—Tienes que dejarla ir, Jules —dijo Helen con voz muy tierna—.
Tienen que llevarla a la Ciudad Silenciosa.
Julian miró a Emma. Sus ojos eran tan duros como un cielo de
verano, pero Emma supo leerlos.
—Dejadle que lo haga él —pidió Emma—. Quiere ser la última
persona que transporte a Livvy.
Helen acarició el pelo a su hermano y lo besó en la frente antes de
alzarse.
—Jia, por favor —suplicó.
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La Cónsul asintió. Julian se puso en pie lentamente con Livvy
entre los brazos, y avanzó hacia la escalera que descendía del estra
do; Helen iba a su lado y los seguían los Hermanos Silenciosos, pero
cuando Emma también se levantó, Jia alzó la mano para detenerla.
—Solo la familia, Emma —le dijo.
«Soy de la familia. Déjame ir con ellos. Déjame ir con Livvy»,
gritó Emma en silencio, pero mantuvo la boca cerrada con fuerza: no
podía añadir su propia pena al horror existente. Y las reglas de la
Ciudad Silenciosa eran inamovibles. La Ley es dura, pero es la Ley.
La pequeña procesión iba hacia la puerta. La Cohorte se había
marchado, pero aún quedaban algunos guardias y otros cazadores
de sombras por la estancia: un suave coro de «ave atque vale, Livia
Blackthorn» la fue siguiendo.
La Cónsul se volvió, con Cortana destellándole en la mano, bajó
los escalones y se acercó a Aline, que había estado observando cómo
se llevaban a Livvy. Emma comenzó a temblar, un temblor que le
llegaba desde lo más profundo. Nunca se había sentido tan sola: Ju
lian se alejaba de ella, y los otros Blackthorn parecían estar a millones
de kilómetros de distancia, como estrellas lejanas. Deseó tener a sus
padres junto a ella con un dolorosa intensidad que casi le resultaba
humillante, y quería ver a Jem y quería volver a tener a Cortana entre
las manos y quería olvidar a Livvy sangrando y muriendo, desma
dejada como una muñeca rota, mientras el ventanal del Salón del
Consejo estallaba y la corona rota se llevaba a Annabel. ¿Lo habría
visto alguien, aparte de ella?
—Emma. —Unos brazos la rodearon, familiares y cariñosos, al
zándola del suelo. Era Cristina, que debía de haber estado esperán
dola en medio de todo el caos, que había permanecido obstinada
mente en el salón mientras los guardias gritaban que salieran todos,
que se había quedado para estar junto a Emma—. Emma, ven conmi
go, no te quedes aquí. Yo me ocuparé de ti. Sé adónde podemos ir.
Emma. Corazoncita. Ven conmigo.
Emma dejó que Cristina la levantase. Magnus y Alec iban hacia
ellas. Este último tenía el rostro tenso y los ojos rojos. Emma, con su
mano en la de Cristina, recorrió el salón con la mirada, y le pareció
un lugar totalmente diferente de aquel al que habían llegado hacía
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unas horas. Quizá porque antes brillaba el sol, pensó Emma, mien
tras oía vagamente que Magnus y Alec hablaban con Cristina sobre
llevarla a una casa que habían reservado para los Blackthorn. Tal vez
fuera porque el salón se había oscurecido y las sombras en los rinco
nes eran tan espesas como capas de pintura.
O podría ser porque todo había cambiado. Quizá porque nada
volvería a ser como antes.
—¿Dru? —Helen golpeó suavemente la puerta cerrada de la ha
bitación—. Dru, ¿puedo hablar contigo?
Estaba bastante segura de que era la habitación de Dru. La casa
del canal, junto a la residencia de la Cónsul, en la calle Princewater,
se había preparado para los Blackthorn antes de la reunión, ya que
todos habían supuesto que pasarían varias noches en Idris. A Helen
y Aline se la había enseñado Diana antes, y Helen se había fijado en
que el toque de las cariñosas manos de ella se notaba por todas par
tes. Había flores en la cocina, y las habitaciones tenían los nombres
pegados en la puerta: la de las dos camas pequeñas para los mellizos,
y la de Tavvy, llena de libros y juguetes, que Diana había llevado allí
desde su propia casa, encima de la tienda de armas.
Helen se había detenido en una pequeña habitación con las pare
des forradas de papel de flores.
—Para Dru, ¿no? —preguntó—. Es bonita.
Diana no le había parecido muy convencida.
—Oh, Dru no es así —replicó—. Quizá si el papel tuviera mur
ciélagos, o esqueletos...
Helen hizo una mueca.
Aline le cogió la mano.
—No te preocupes —le susurró—. No tardarás en volver a recu
perar su cariño. Será coser y cantar.
Y tal vez lo hubiera sido, pensó Helen, mirando la puerta donde
ponía Drusilla. Quizá, si todo hubiera ido bien. Una punzada de
dolor le atravesó el pecho; se sentía como imaginaba que lo haría un
pez atrapado en un anzuelo, retorciéndose y sacudiéndose para ale
jarse del intenso dolor que se le clavaba en la carne.
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Recordó el dolor por la muerte de su padre, cuando solo la idea
de que tendría que hacerse cargo de la familia, de que tenía que cui
dar de los niños, consiguió que siguiera adelante. En ese momento
estaba tratando de hacer lo mismo, pero era evidente que los niños
(y lo cierto era que ya tampoco podía llamarlos niños; solo Tavvy
seguía siendo un niño, y este se hallaba en la casa del Inquisidor, y
por suerte se había perdido todo el horror del Salón del Consejo) se
sentían incómodos con ella. Como si fuera una desconocida.
Esto solo acrecentaba el dolor que sentía en el pecho. Deseó que
Aline se hallara con ella, pero se había ido para estar unas horas con
sus padres.
—Dru —insistió Helen, mientras llamaba con más fuerza—. Por
favor, déjame entrar.
La puerta se abrió de golpe y Helen tuvo que echar rápidamente
la mano hacia atrás para no golpear a Dru en el hombro. Su hermana
se hallaba frente a ella, mirándola enfadada con su atuendo para la
reunión, negro y demasiado estrecho en las caderas y el pecho. Te
nía los ojos tan rojos que parecía haberse pintado los párpados con
carmín.
—Ya sé que quizá quieras estar sola —comenzó Helen—, pero
tengo que saber si estás...
—¿Bien? —completó Dru, bastante seca. La insinuación era evi
dente: «¿Cómo voy a estar bien?».
—Sobreviviendo.
Por un momento, Dru miró hacia otro lado; los labios, muy apre
tados, le temblaban. Helen deseaba con todas sus fuerzas abrazar a
su hermana, acurrucarla contra sí como había hecho años atrás cuan
do Dru era un bebé obstinado.
—Quiero saber cómo está Ty.
—Dormido —contestó Helen—. Los Hermanos Silenciosos le
han dado una poción sedante, y Mark está con él. ¿Quieres ir con él
tú también?
—Yo... —Dru vaciló, mientras que Helen deseaba que se le ocu
rriera algo tranquilizador que decirle de Ty. La aterrorizaba pensar
en lo que pasaría cuando este despertara. Se había desmayado en el
Salón del Consejo, y Mark lo había llevado a los Hermanos, que ya se
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hallaban en el Gard. Lo habían examinado en un silencio ominoso
afirmando que psicológicamente estaba bien, pero que le iban a dar
unas hierbas que lo mantendrían dormido. Que, a veces, la mente
sabía cuándo necesitaba desconectar para prepararse para sanar.
Aunque Helen no acababa de comprender cómo una noche de sue
ño, o incluso un año entero, iba a preparar a Ty para afrontar la
muerte de su melliza.
—Quiero que venga Jules —dijo Dru finalmente—. ¿Está aquí?
—No —contestó Helen—. Sigue con Livvy. En la Ciudad Silen
ciosa. —Hubiera querido decirle que estaría de vuelta en cualquier
momento, porque Aline le había dicho que la ceremonia de colocar a
alguien en la Ciudad como preparación para la cremación era corta,
pero no quería decirle nada a Dru que pudiera resultar falso.
—¿Y Emma? —Dru hablaba con cortesía, pero el mensaje era
claro: «Quiero a la gente que conozco, no a ti».
—Iré a buscarla —repuso Helen.
Casi ni había dado la espalda a la puerta cuando esta se cerró tras
ella con un clic muy contundente. Helen parpadeó para contener las
lágrimas, y vio a Mark en el pasillo, a unos cuantos pasos de ella. Se le
había acercado con tanto sigilo que no lo había oído. Llevaba un trozo
de papel arrugado en la mano, que parecía ser un mensaje de fuego.
—Helen —dijo, y su voz era áspera. Después de los años pasados
en la Cacería, ¿sufriría como sufrían las hadas? Parecía desmadeja
do, cansado: tenía unas arrugas muy humanas bajo los ojos y en la
comisura de la boca—. Ty no está solo; Diana y Kit están con él, y
además, sigue durmiendo. Tengo que hablar contigo.
—Tengo que ir a buscar a Emma —respondió Helen—. Dru quie
re que vaya.
—Su habitación está justo aquí ; podemos ir a buscarla antes de
irnos —dijo Mark, mientras señalaba al otro extremo del pasillo. La
casa tenía paneles de madera color miel en las paredes y había luces
mágicas que la iluminaban con calidez; cualquier otro día habría
sido un lugar bonito.
—¿Irnos? —preguntó Helen, confusa.
—He recibido un mensaje de Magnus y Alec desde la casa del
Inquisidor. Debo ir a buscar a Tavvy y decirle que nuestra hermana
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ha muerto. —Mark le tendió la mano, con el rostro transido de do
lor—. Por favor, Helen, ven conmigo.
Cuando Diana era joven, había visitado un museo en Londres en
el que la principal atracción era una Bella Durmiente de cera. Tenía
la piel como sebo blanco, y el pecho le subía y bajaba al «respirar»
con la ayuda de un pequeño motor implantado en el cuerpo.
Algo en la inmovilidad y la palidez de Ty le recordaban a esa
chica de cera. Ty yacía parcialmente cubierto por las mantas de la
cama, su único movimiento era el de la respiración. Las manos le
colgaban abiertas a los lados; Diana deseaba con todas sus fuerzas
verle mover los dedos, jugueteando con una de las creaciones de
Julian o con el cable de sus cascos.
—¿Se va a poner bien? —preguntó Kit medio susurrando. La
habitación estaba empapelada de un alegre amarillo, y ambas camas
estaban cubiertas con edredones de patchwork. Kit podría haberse
sentado en la cama vacía, preparada para Livvy, pero no lo había
hecho. Estaba acurrucado en un rincón del cuarto, con la espalda
apoyada en la pared y las piernas dobladas. Miraba a Ty.
Diana le puso a Ty la mano en la frente; la tenía fría.
—Está bien, Kit —le contestó. Arropó mejor al muchacho; este se
removió y murmuró algo mientras se volvía a destapar. Las venta
nas estaban abiertas; habían pensado que el aire le iría bien a Ty,
pero ahora Diana se apresuró a cerrarlas. A su madre siempre la
había obsesionado la idea de pillar un resfriado, y al parecer uno
nunca olvidaba lo que le decían los padres.
Al otro lado de la ventana podía ver la ciudad, recortada contra
las primeras luces del alba y la luna creciente. Pensó en un jinete ca
balgando por el vasto cielo. Se preguntó si Gwyn tendría conoci
miento de lo ocurrido esa tarde, o si debería enviarle un mensaje. ¿Y
qué haría o diría cuando lo recibiera? Ya una vez había acudido a su
lado cuando Livvy, Ty y Kit se hallaban en peligro, pero entonces
había sido Mark el que se lo había exigido. Diana aún no estaba se
gura de si lo había hecho porque les tenía cariño a los niños o si
simplemente estaba pagando una deuda.
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Por un momento se quedó pensando, con las manos en la cortina
de la ventana. Lo cierto era que sabía muy poco de Gwyn. Como lí
der de la Cacería Salvaje, era casi más mítico que humano. Se pre
guntó cómo sentirían las emociones las gentes tan poderosas y anti
guas que ya se habían convertido en parte de las historias y los mitos.
Dada la amplitud de su experiencia, ¿podría realmente importarle la
mísera vida de cualquier humano?
Y sin embargo, la había abrazado y la había consolado en su an
tiguo dormitorio, después de que ella le explicara lo que solo sabían
Catarina y sus padres, y sus padres ya estaban muertos. Gwyn había
sido muy amable, ¿no?
«Déjalo.»
Se volvió hacia la habitación; no era el momento de pensar en
Gwyn, incluso si, de algún modo, esperaba que apareciera y volviera
a consolarla. Pero no mientras Ty pudiera despertar en cualquier
instante a un mundo de dolor nuevo y terrible. No mientras Kit se
acurrucara contra la pared como si hubiera arribado a alguna playa
solitaria después de un desastre en el mar.
Estaba a punto de ponerle la mano a Kit en el hombro cuando él
alzó la mirada hacia ella. No tenía rastros de lágrimas en el rostro.
Recordó que tampoco lo había visto llorar después de la muerte de
su padre, cuando había abierto la puerta del Instituto por primera
vez y se había dado cuenta de que era un cazador de sombras.
—A Ty le gustan las cosas que le resultan familiares —dijo Kit—.
Cuando se despierte, no va a saber dónde está. Tenemos que asegu
rarnos de que su bolsa esté aquí, y también cualquier cosa que haya
traído de Londres.
—Está allí. —Diana señaló debajo de la cama que debería haber
sido la de Livvy, donde habían metido la bolsa de Ty.
Sin mirarla, Kit se puso en pie y fue hacia allí. Abrió la cremallera
de la bolsa y sacó un grueso libro con una encuadernación antigua.
En silencio, lo colocó en la cama, al lado de la mano izquierda abier
ta de Ty. Diana captó de un vistazo el título grabado en pan de oro
de la cubierta y se dio cuenta de que hasta su corazón adormecido
podía saltar de dolor.
El regreso de Sherlock Holmes.
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La luna había comenzado a alzarse, y las torres de los demonios
de Alacante brillaban con su propia luz.
Habían pasado muchos años desde la última vez que Mark había
estado en la ciudad. La Cacería Salvaje la había sobrevolado, y recor
daba ver la tierra de Idris extendiéndose bajo él mientras los otros
miembros de la Cacería aullaban y gritaban, divertidos de pasar so
bre la tierra de los nefilim. Pero el corazón de Mark siempre se acele
raba al ver el hogar de los cazadores de sombras; la brillante moneda
de plata del lago Lyn, el verde bosque de Brocelind, las señoriales
casas de piedra del campo y el fulgor de Alacante sobre la colina. Y
Kieran, a su lado, pensativo, contemplando a Mark mientras con
templaba Idris.
«Mi lugar. Mi gente. Mi hogar», pensaba siempre. Pero desde el
suelo, la ciudad resultaba más prosaica, cargada del olor del agua
del canal durante el verano; las calles iluminadas por la dura luz
mágica. La casa del Inquisidor no quedaba lejos, pero caminaban
lentamente. Pasaron varios minutos antes de que Helen hablara.
—Viste a nuestra tía en la Tierra de las Hadas —comentó—.
Nene. Solo a Nene, ¿verdad?
—Estaba en la corte seelie —afirmó Mark, contento de que el si
lencio se hubiera roto—. ¿Cuántas hermanas tenía nuestra madre?
—Seis o siete, me parece —contestó Helen—. Nene es la única
amable.
—Creía que no sabías dónde se hallaba Nene.
—Nunca me habló de su localización, pero se ha comunicado
conmigo en más de una ocasión desde que me enviaron a la isla de
Wrangel —explicó Helen—. Creo que, en su corazón, se compadecía
de mí.
—Nos ayudó a escondernos y curó a Kieran —dijo Mark—. Me
habló de nuestros nombres feéricos. —Miró alrededor. Habían llega
do a la casa del Inquisidor, la más grande en ese lado de calle, con
balcones al canal—. Nunca pensé que volvería aquí. A Alacante, y
menos como cazador de sombras.
Helen le apretó el hombro y juntos se acercaron a la puerta; ella
llamó, y un preocupado Simon Lewis les abrió la puerta. Mark hacía
años que no lo veía, y lo encontró mayor: tenía los hombros más
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anchos, el cabello castaño más largo, y una barba incipiente en el
mentón.
Obsequió a Helen con una sonrisa de medio lado.
—La última vez que tú y yo estuvimos aquí, yo estaba borracho
y gritaba bajo la ventana de Isabelle. —Se volvió hacia Mark—. Y la
última vez que te vi a ti, estaba metido en una jaula en Feéra.
Mark lo recordó: Simon mirándolo a través de los barrotes de
una jaula hecha por las hadas. Y él diciéndole: «No soy un hada. Soy
Mark Blackthorn, del Instituto de Los Ángeles. No importa lo que
digan o lo que me hagan. Sigo recordando quién soy».
—Sí —contestó Mark—. Me hablaste de mis hermanos y herma
nas, del matrimonio de Helen. Me sentí agradecido. —Hizo una pe
queña reverencia, por la costumbre, y se dio cuenta de que Helen lo
miraba sorprendido.
—Ojalá hubiera podido contarte más —repuso Simon con voz
más seria—. Lo siento muchísimo. Lo de Livvy. Aquí también la llo
ramos.
Simon abrió la puerta de par en par. Mark vio una lujosa entrada,
con una gran lámpara de cristal colgando del techo; hacia la izquier
da se hallaba la sala de la familia, donde Rafe, Max y Tavvy estaban
sentados ante una chimenea vacía, jugando con un montoncito de
muñecos. Isabelle y Alec ocupaban el sofá; ella le rodeaba el cuello
con los brazos y sollozaba en silencio sobre su pecho. Gemidos gra
ves y desesperados que despertaron en Mark un eco en lo más pro
fundo del corazón, un acorde de pérdida.
—Por favor, diles a Isabelle y Alec que sentimos la muerte de su
padre —dijo Helen—. No queremos molestar. Hemos venido aquí a
buscar a Octavian.
En ese momento, Magnus apareció en el vestíbulo. Les hizo un
gesto de asentimiento, fue hacia los chicos y cogió a Tavvy en brazos.
Aunque Tavvy ya era mayor para cogerlo en brazos, pensó Mark, en
muchos sentidos era muy niño para su edad, como si un pesar tem
prano lo hubiera hecho ser más infantil. Mientras Magnus se acerca
ba a ellos, Helen comenzó a levantar las manos, pero Tavvy tendió
los brazos hacia Mark. Con cierta sorpresa, Mark recibió el peso de
su hermano pequeño. Tavvy se removió, cansado pero alerta.
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—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Todos están llorando.
Magnus se pasó la mano por el cabello. Se lo veía extremada
mente cansado.
—No le hemos dicho nada —les dijo—. Hemos pensado que os
correspondía hacerlo a vosotros.
Mark se alejó unos pasos de la puerta y Helen lo siguió. Se para
ron en el cuadrado de la entrada iluminado por la luz de la calle.
Mark dejó a Tavvy en el suelo. Así era como los seres mágicos daban
las malas noticias: cara a cara.
—Livvy se ha ido —dijo.
Tavvy lo miró confuso.
—¿Ido adónde?
—Ha pasado a las Tierras de las Sombras —contestó Mark. Le
faltaban las palabras; la muerte en Feéra era algo muy diferente que
entre los humanos.
Los ojos verde azul Blackthorn de Tavvy se abrieron mucho.
—Entonces, podemos rescatarla —replicó—. Podemos ir a bus
carla, ¿verdad? Como fuimos a buscarte a Feéra. Como fuiste a buscar
a Kieran.
Helen hizo un ruidito.
—Oh, Octavian —exclamó.
—Está muerta —repuso Mark, sin saber qué más hacer, y vio que
Tavvy arrugaba la cara, negándose a oír sus palabras—. Las vidas
mortales son cortas y... y frágiles ante la eternidad.
Los ojos de Tavvy se llenaron de lágrimas.
—Mark —dijo Helen; se arrodilló en el suelo y le tendió los bra
zos a Tavvy—. Murió como una valiente —explicó—. Estaba defen
diendo a Julian y a Emma. Nuestra hermana... tenía mucho coraje.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Tavvy.
—¿Dónde está Julian? —preguntó—. ¿Adónde ha ido?
Helen dejó caer las manos.
—Está con Livvy en la Ciudad Silenciosa; volverá pronto. Vamos
a casa, junto al canal...
—¿Casa? —replicó Tavvy con desprecio—. Aquí nada es casa.
Mark notó que Simon se había agachado a su lado.
—Dios, pobre chico —exclamó—. Mira, Mark...
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—Octavian. —Era la voz de Magnus. Se hallaba en la puerta,
mirando al muchacho lloroso. Se le veía el agotamiento en los ojos,
pero también una gran compasión: la clase de compasión que daba
haber vivido tantos años.
Parecía ir a decir algo más, pero Rafe y Max se habían acercado a
él. En silencio, bajaron la escalera hasta la calle y fueron hacia Tavvy.
Rafe era casi tan alto como él, aunque solo tenía cinco años. Abrazó
a Tavvy, y Max también lo hizo; y Mark se quedó sorprendido al ver
que Tavvy parecía relajarse un poco. Permitía que lo abrazaran y
asintió cuando Max le dijo algo en voz baja.
Helen se puso en pie, y Mark se preguntó si su propio rostro
tendría la misma expresión que el de ella, de pena y vergüenza. Ver
güenza por no poder hacer nada más para consolar a su hermano
pequeño, que casi no los conocía.
—No pasa nada —dijo Simon—. Lo habéis intentado.
—Pero no lo hemos logrado —repuso Mark.
—No podéis arreglar el dolor —afirmó Simon—. Un rabino me
dijo eso cuando murió mi padre. Lo único que arregla el dolor es el
tiempo y el amor de la gente que te quiere, y Tavvy tiene todo eso.
—Le dio un breve apretón a Mark en el hombro—. Cuídate —conti
nuó—. Shelo ted’u od tza’ar, Mark Blackthorn.
—¿Qué significa? —preguntó Mark.
—Es una bendición —contestó Simon—. Algo que también me
enseñó el rabino: «Ojalá no encuentres más pesares en el futuro».
Mark inclinó la cabeza agradecido; las hadas conocían el valor de
una bendición otorgada de forma voluntaria. Pero siguió sintiendo
un peso en el pecho. No podía imaginarse que las penas de su fami
lia fueran a acabar pronto.
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