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CARTAA LOS PRECURSORES
Famosa carta-manifiesto o proclama, escrita probablemente en 1791 por Juan Pablo Viscardo
y Guzmán (1748-1798) (V.), jesuita peruano expulsado por la Real Cédula del rey Carlos III en
1767, y considerado como uno de los precursores de la Emancipación americana.
La histórica “Carta” de Viscardo puede considerarse como la primera proclama de la
Emancipación hispanoamericana. No se sabe a ciencia cierta en qué idioma fue originalmente
redactado el texto, puesto que la lengua materna de Viscardo era el castellano pero el único
manuscrito de su letra que se conserva está en francés.
Tuvo difusión universal gracias a sus oportunas ediciones en francés, inglés y castellano. La
primera edición de la “Carta” fue en francés, impresa en Londres y editada con sello falso de
Filadelfia en 1799 por el prócer venezolano Francisco de Miranda. En 1801 el mismo Miranda
hace imprimir una edición en castellano que circula ampliamente en la América española, so-
bre todo en las Antillas y el Caribe. En 1808 se publica una traducción al inglés, dentro de la 2ª
edición del libro de William Burke Additional Reasons for our Inmediately Emancipating Spa-
nish America.
En su “Carta” Viscardo presenta el cuadro de la expoliación del indio y del criollo en las
colonias españolas de América y le opone el sentimiento de patria que se ha fortalecido: “El
nuevo mundo es nuestra Patria, su historia es la nuestra, y es en ella que todos nuestros
deberes esenciales, nuestros más caros intereses, nos obligan a examinar y a considerar
atentamente el estado de nuestra presente situación”. Señala la injusticia con que se
discrimina a los “españoles americanos”, contrariando los principios derecho natural y de la
libertad y seguridad de las personas: “[el gobierno de España] siempre nos ha tratado y
considerado de manera tan diferente a los españoles europeos, y (...) esta diferencia sólo nos
ha aportado una ignominiosa esclavitud”. Por otra parte, sostiene, “la naturaleza nos ha
separado de España por medio de inmensos mares”, lo que “proclama nuestra independencia
natural”; en consecuencia, “cualquiera sea el aspecto bajo el cual consideráramos nuestra
dependencia de España, encontraremos que nuestros más grandes deberes nos obligan a
acabar con ella”.
Las recientes publicaciones de su obra completa confirman la visión y la perspectiva
ideológica de Viscardo, pues además de su “Carta” tan elogiada, existen otras nuestras de su
capacidad de juicio con el alcance universal propio de un pensador y analista de los fenómenos
históricos y culturales.
Juan Pablo Viscardo y Guzmán [1] (1792) La inmediación al cuarto siglo del establecimiento de nuestros
antepasados en el Nuevo Mundo, es una ocurrencia sumamente notable para que deje de interesar nuestra
atención. El descubrimiento de una parte tan grande de la tierra, es y será siempre, para el género humano, el
acontecimiento más memorable de sus anales. Mas para nosotros que somos sus habitantes, y para nuestros
descendientes, es un objeto de la más grande importancia. El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia
es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a
tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de nuestros sucesores. Aunque
nuestra historia de tres siglos acá, relativamente a las causas y efectos más dignos de nuestra atención, sea tan
uniforme y tan notoria que se podría reducir a estas cuatro palabras: ingratitud, injusticia, servidumbre y
desolación, conviene, sin embargo, que la consideremos aquí con un poco de lentitud. Cuando nuestros
antepasados se retiraron a una distancia inmensa de su país natal, renunciando no solamente al alimento,
sino también a la protección civil que allí les pertenecía y que no podía alcanzarlos a tan grandes distancias,
se expusieron a costa propia, a procurarse una subsistencia nueva, con las fatigas más enormes y con los más
grandes peligros. El gran suceso que coronó los esfuerzos de los conquistadores de América, les daba, al
parecer, un derecho que aunque no era el más justo, era a lo menos mejor que el que tenían los antiguos
godos de España, para apropiarse el fruto de su valor y de sus trabajos. Pero la inclinación natural a su país
nativo les condujo a hacerle el más generoso homenaje de sus inmensas adquisiciones; no pudiendo dudar
que un servicio gratuito tan importante dejase de merecerles un reconocimiento proporcionado, según la
costumbre de aquel siglo de recompensar a los que habían contribuido a extender los dominios de la nación.
Aunque estas legítimas esperanzas han sido frustradas, sus descendientes y los de los otros españoles que
sucesivamente han pasado a la América, aunque no conozcamos otra patria que ésta en la cual está fundada
nuestra subsistencia y la de nuestra posteridad, hemos sin embargo respetado, conservado y amado
cordialmente el apego de nuestros padres a su primera patria. A ella hemos sacrificado riquezas infinitas de
toda especie, prodigado nuestro sudor y derramado por ella con gusto nuestra sangre. Guiados de un
entusiasmo ciego, no hemos considerado que tanto empeño en favor de un país que nos es extranjero, a
quien nada debemos, de quien no dependemos y del cual nada podemos esperar, sea una traición cruel
contra aquél en donde somos nacidos y que nos suministra el alimento necesario para nosotros y nuestros
hijos; y q ue nuestra veneración a los sentimientos afectuosos de nuestros padres por su primera patria es la
prueba más decisiva de la preferencia que debemos a la nuestra. Todo lo que hemos prodigado a la España
ha sido pues usurpado sobre nosotros y nuestros hijos; siendo tanta nuestra simpleza, que nos hemos dejado
encadenar con unos hierros que si no rompemos a tiempo, no nos quedará otro recurso que el de soportar
pacientemente esta ignominiosa esclavitud. Si como es triste nuestra condición actual fuese irremediable,
será un acto de compasión el ocultarla a nuestros ojos; pero teniendo en nuestro poder su más seguro
remedio, descubramos este horroroso cuadro para considerarle a la luz de la verdad. Esta nos enseña que
toda ley que se opone al bien universal de aquellos para quienes está hecha, es un acto de tiranía, y que el
exigir su observancia es forzar a la esclavitud; que una ley que se dirigiese a destruir directamente las bases de
la prosperidad de un pueblo sería una monstruosidad superior a toda expresión; es evidente también que un
pueblo a quien se despojase de la libertad personal y de la disposición de sus bienes, cuando todas las otras
naciones, en iguales circunstancias, ponen su más grande interés en extenderla, se hallaría en un estado de
esclavitud mayor que el que puede imponer un enemigo en la embriaguez de la victoria. Supuestos estos
principios incontestables, veamos cómo se adaptan a nuestra situación recíproca con la España. Un imperio
inmenso, unos tesoros que exceden toda imaginación, una gloria y un poder superiores a todo lo que la
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antigüedad conoció: he aquí nuestros títulos al agradecimiento y a la más distinguida protección de la
España y de su gobierno. Pero nuestra recompensa ha sido tal, que la justicia más severa apenas nos habría
aplicado castigo semejante si hubiésemos sido reos de los más grandes delitos.
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  • 2. Juan Pablo Viscardo y Guzmán [1] (1792) La inmediación al cuarto siglo del establecimiento de nuestros antepasados en el Nuevo Mundo, es una ocurrencia sumamente notable para que deje de interesar nuestra atención. El descubrimiento de una parte tan grande de la tierra, es y será siempre, para el género humano, el acontecimiento más memorable de sus anales. Mas para nosotros que somos sus habitantes, y para nuestros descendientes, es un objeto de la más grande importancia. El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de nuestros sucesores. Aunque nuestra historia de tres siglos acá, relativamente a las causas y efectos más dignos de nuestra atención, sea tan uniforme y tan notoria que se podría reducir a estas cuatro palabras: ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación, conviene, sin embargo, que la consideremos aquí con un poco de lentitud. Cuando nuestros antepasados se retiraron a una distancia inmensa de su país natal, renunciando no solamente al alimento, sino también a la protección civil que allí les pertenecía y que no podía alcanzarlos a tan grandes distancias, se expusieron a costa propia, a procurarse una subsistencia nueva, con las fatigas más enormes y con los más grandes peligros. El gran suceso que coronó los esfuerzos de los conquistadores de América, les daba, al parecer, un derecho que aunque no era el más justo, era a lo menos mejor que el que tenían los antiguos godos de España, para apropiarse el fruto de su valor y de sus trabajos. Pero la inclinación natural a su país nativo les condujo a hacerle el más generoso homenaje de sus inmensas adquisiciones; no pudiendo dudar que un servicio gratuito tan importante dejase de merecerles un reconocimiento proporcionado, según la costumbre de aquel siglo de recompensar a los que habían contribuido a extender los dominios de la nación. Aunque estas legítimas esperanzas han sido frustradas, sus descendientes y los de los otros españoles que sucesivamente han pasado a la América, aunque no conozcamos otra patria que ésta en la cual está fundada nuestra subsistencia y la de nuestra posteridad, hemos sin embargo respetado, conservado y amado cordialmente el apego de nuestros padres a su primera patria. A ella hemos sacrificado riquezas infinitas de toda especie, prodigado nuestro sudor y derramado por ella con gusto nuestra sangre. Guiados de un entusiasmo ciego, no hemos considerado que tanto empeño en favor de un país que nos es extranjero, a quien nada debemos, de quien no dependemos y del cual nada podemos esperar, sea una traición cruel contra aquél en donde somos nacidos y que nos suministra el alimento necesario para nosotros y nuestros hijos; y q ue nuestra veneración a los sentimientos afectuosos de nuestros padres por su primera patria es la prueba más decisiva de la preferencia que debemos a la nuestra. Todo lo que hemos prodigado a la España ha sido pues usurpado sobre nosotros y nuestros hijos; siendo tanta nuestra simpleza, que nos hemos dejado encadenar con unos hierros que si no rompemos a tiempo, no nos quedará otro recurso que el de soportar pacientemente esta ignominiosa esclavitud. Si como es triste nuestra condición actual fuese irremediable, será un acto de compasión el ocultarla a nuestros ojos; pero teniendo en nuestro poder su más seguro remedio, descubramos este horroroso cuadro para considerarle a la luz de la verdad. Esta nos enseña que toda ley que se opone al bien universal de aquellos para quienes está hecha, es un acto de tiranía, y que el exigir su observancia es forzar a la esclavitud; que una ley que se dirigiese a destruir directamente las bases de la prosperidad de un pueblo sería una monstruosidad superior a toda expresión; es evidente también que un pueblo a quien se despojase de la libertad personal y de la disposición de sus bienes, cuando todas las otras naciones, en iguales circunstancias, ponen su más grande interés en extenderla, se hallaría en un estado de esclavitud mayor que el que puede imponer un enemigo en la embriaguez de la victoria. Supuestos estos principios incontestables, veamos cómo se adaptan a nuestra situación recíproca con la España. Un imperio inmenso, unos tesoros que exceden toda imaginación, una gloria y un poder superiores a todo lo que la 2
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