SlideShare una empresa de Scribd logo
1 de 64
Descargar para leer sin conexión
Carlos Patiño
LA HUELLA DE LOS QUILMES
novela




         Ediciones A Poncho
           Buenos Aires, Argentina
Edición electrónica, en formato .PDF, realizada exclusivamente para
acompañar el multimedia documental Quilmes, de Amílcar Romero.
Quedan todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción por cualquier medio y con fines comerciales.
Es obligatoria las citas de la fuente.




© Carlos Patiño, para la actual y cualquier otra edición, como así su
utilización bajo otros formatos.

Ciudad de la Santa María de los Buenos Ayres, Provincias Unidas del Sud,
mayo del 2008
CARLOS PATIÑO


LA HUELLA DE LOS QUILMES




     Ediciones A Poncho
    Buenos Aires, Argentina, Sudamérica
PROLOGO INEXORABLE*
                   MARCELO MARCOLIN




*
  El autor es poeta y escritor. Como subsecretario de Cultura del
Municipio de Quilmes, a principios de este siglo acompañó a una
delegación de la comunidad a una muestra etnográfica sobre
indigenismo americano realizada en París. Durante el largo viaje tuvo
ocasión de compenetrarse profundamente con el sentir y el pensar de
esta comunidad, que todavía lucha para que le sean devueltas las
fortificaciones y demás construcciones de las Ciudad Sagrada en los
valles calchaquíes de Tucumán, en poder del gobierno de esta
provincia, que intenta que siga siendo un rentable lugar turístico
controlado por las autoridades provinciales y no devolverlas a sus
legítimos dueños, como ya lo estableció incluso una cédula real en
1750.


                                 5
Tragedia de los indios quilmes: uno de los secretos mejor
guardados en la historia de América. En el muro de la actual
catedral quilmeña un cartel de la Junta de Estudios Históricos
de Quilmes reza: “Aquí se construyó la primera iglesia de nuestro
partido. En su derredor se amontonaron las humildes viviendas de los
indios”. Ese cartel miente a sabiendas. Esa primera iglesia fue
construida por los indios quilmes, obligadamente, y sus
“humildes viviendas” se amontonaron en derredor de la iglesia
porque así lo ordenó el conquistador. No fue la madre que
cobijó bajo sus protectoras alas a los ateridos pollitos, como da a
entender el cartel, sino que los pollitos trabajaron duramente y a
látigo cierto para construirla. Tal vez éste sea el famoso misterio
del huevo de Colón...
      Si esta verdad permanece casi ignorada en los libros de
historia –y cuántas tragedias como ésta permanecen en la
bruma- fue tal vez debido a que ocurrió casi siglo y medio
después de la llegada de Colón a nuestro continente, cuando el
polvo del gran genocidio americano se estaba asentando tras la
feroz invasión española. Ya había sido celebrado el Concilio de
Trento, que recomendaba un trato más humano hacia los
indígenas, y ya España había sido muy criticada por su
brutalidad en los Congresos mundiales. De allí nace la metáfora
de la gallina y los friolentos pollitos. Una mentira que dura
desde hace más de 300 años.
     Los quilmes –se ignora el verdadero nombre de esta nación;
quilmes o kilmes fueron denominaciones españolas– son originarios
del sur del Perú, de donde huyeron para escapar a la conquista
de los Señores del Cusco. Peregrinaron por el Norte Chico de
Chile, por regiones del norte argentino y acabaron asentándose
en los valles Calchaquíes -así denominados en honor a un
cacique autóctono, jamás vencido y que murió de viejo– en lo
que hoy es la provincia argentina de Tucumán. Allí vivieron
durante décadas doce tribus denominadas diaguitas y allí
estaban cuando arribó el depredador.



                                6
América, por supuesto, no fue conquistada de una sola vez.
Desde el arribo de Colón dilatados rincones de nuestro
continente permanecieron ajenos a este arribo hasta muchos
años –y hasta siglos -después de consumado, especialmente en
Sudamérica. Entre estos territorios interiores se hallaban los
valles calchaquíes. Hacia 1600 comienzan a llegar los primeros
españoles, descendiendo desde el Virreinato del Perú y
ascendiendo desde las regiones ocupadas por Juan de Garay y
sucesores, donde hoy está Buenos Aires.
    Los valles calchaquíes constituyen una región privilegiada;
fértil, bien protegida de tormentas y vientos huracanados, buena
piedra para construir, laderas feraces, tierra que con riego
apropiado produce cualquier cosa; poco tardaron los españoles
en codiciar semejante riqueza. En especial, cuando
“descubrieron” no sólo las fortificaciones de los indios, sino la
habilidad con que estos –los quilmes fundamentalmente–
construyeron acequias y métodos de riego que hacían producir
esa tierra, a su Pachamama, como ellos la denominaban.
   La conquista duró muchos años, aunque la mayoría de las
tribus fueron vencidas rápidamente. Pero dos naciones, la
acaliana y la quilmes, no fueron presa fácil. Décadas debieron
batallar los soldados españoles para conquistarlas. La derrota de
los Quilmes motivó una carta de regocijo del gobernador
victorioso, Alonso de Mercado y Villacorta, dirigida al Rey
Carlos II (luego conocido como El Hechizado) en la cual da
cuenta de esta “victoria”:
«A 21 de diciembre pasado de 64 (como he dado el aviso) tomé segunda
vez a mi cargo el gobierno de ésta Provincia. A 23 de enero siguiente
informé de la buena suerte con que corrían las prevenciones de las
armas para disponer con ellas la pacificación y conquista de los indios
rebeldes de Calchaquí a cuya confianza vine enviado. Y a 26 de
Octubre del mismo di noticia de estar conseguido en tan corto tiempo
un negocio de tan antigua y concebida dificultad, y de lo que quedaba
por hacer en la contingencia, de desnaturalizar el gentío a que
precisamente había de necesitar la importancia de asegurar una paz


                                 7
permanente y todo el fundamento de la enseñanza cristiana y política,
lo cual, discurrido con uniforme sentir del Consejo, como también la
conveniencia de que se encaminase el caso sin arriesgar, haciendo
violencia a los indios; lo favorable del estado presente se dispuso con
igual fortuna inclinando con mañosos medios su incapaz y corta
naturaleza a tan favorable particular y a admitirle con voluntarias
diligencias y prevenciones no quedando parcialidad que al ejemplar de
la primera no ocurriese a la proposición, y que en todo Noviembre no
estuviese fuera del valle con su chusma y familias dirigidas a la parte
de las fronteras que mejor se pudo por entonces llegar a convenir. Era
todo el gentío según los padrones que se formaron con cincuenta
gandules y hasta quinientas piezas apresadas, mil y doscientos indios
de guerra y al pie de cinco mil almas en todo. Y como quiera que si
quedara tanto cuerpo de gente recién reducida a las faldas de las
cordilleras de esta ciudad y fuerte de San Pedro de Andalgalá donde
tomó su primer asiento (y vista) la conveniencia adquirida de la paz
pública; puesta la empeño nada pendiente a la contingencia y a dar
satisfacción a la distribución de estos indios a diferentes fundamentos
de la causa común motivados en el dictamen de su conquista se resolvió
apartar de la vecindad de las serranías las más numerosas parcialidades
para lo cual luego que llegó al ejército el aviso, que se quedó esperando
en el valle de haber bajado sin desdén los pueblos remitidos que fue a
primeros de diciembre se dispuso la retirada y el encargar la acción a
los tercios moviendo la marcha cada vez por su frontera en donde
desarmados los indios vieron de ceder a tan dura disposición de su
natural, poniéndose en viaje hasta setecientas y sesenta familias; las
doscientas y sesenta enviadas a Córdoba para pasar la mayor parte al
servicio de las fortificaciones de Buenos Ayres como estaba propuesto
por el presidente de aquella Real Audiencia; las trescientas y cincuenta
de la ciudad de La Rioja y valle de Catamarca por capitulada
composición para el beneficio de las viñas y algodonales de que
abastecen la provincia. Y las ciento y cincuenta restantes a la ciudad de
Esteco necesitada tanto de ésta asistencia para defensa propia y para
fomento de la población de algunos españoles con que dar alivio a las
postradas fuerzas en que se halla. Y aunque no pudo conseguirse tan
bien pensado intento sin descomodidad de los indios por lo riguroso de

                                  8
los calores que a la sazón corrían y estar poco acostumbrada su chusma
a las marchas, tuvo sin embargo seguro efecto la disposición restando
sólo a la fecha desta poner en viaje luego que descansen los indios y se
ajuste mejor el caso en la conferencia del puerto el mayor número que
se pudiere remitir, cuyo envío no parece que tendrá dificultad
hallándose por este medio de haber apartado este gentío de las fronteras
asegurada su conveniencia espiritual y la utilidad pública, de quedar
sin nueva contingencia la conquista de Calchaquí, cuyo valle desierto
de la idolatría bárbara de sus agitadores se entrará a correr a tiempos
este primer año para no dejar tomar pie en él a ningunas familias de las
reducidas que pretendieren restituirse en su primera libertad y libre
fiereza.»
   Don Alonso Mercado y Villacorta hace, pues, gala de lenguaje
racista y de engolada prosa para disimular su orgullo y
proclama la victoria de la Gran España sobre un puñado de
indios pacíficos, agricultores y alfareros en su mayoría, pero
nada dispuestos a ser humillados. Y tal vez esta sea la lección
que nos trasmiten los indios quilmes, la de jamás rendirse al
conquistador, cualesquiera fuere, preferir la muerte a la
humillación y la libertad a la propia vida. En nuestro mundo
globalizado y decepcionado, esta determinación parece locura.
Pero, es de preguntarse, ¿no es mayor locura ceder mansamente
a la fuerza del conquistador, no es mayor locura perder la
identidad y los fundamentos de una nación?
    A lo largo de la historia cientos de pueblos lucharon hasta la
muerte para mantener su condición de tales. Y por eso existe la
diversidad de pueblos y naciones que enriquecen la cultura
humana. Creo que merece rescatarse esta gesta heroica de
indígenas americanos, que muy poco se conoce.
    Carlos Patiño, poeta, escritor, Premio Casa de las Américas
(Poesía, 1990) ha intentado plasmar el martirio y la tragedia de
quilmes y acalianes. Con lenguaje original y compacto lirismo
nos trasmite el sentir de cada uno de ellos ante el avasallamiento
del invasor. Es la conquista vista desde el vencido, es el dolor
ante la pérdida de la identidad y del ser nación. Es de destacarse


                                  9
el diálogo surrealista si se quiere que sostienen el Cacique y el
Cura Doctrinario a lo largo de la novela, un diálogo que jamás
se llevó a cabo, para desgracia de ambos. Nunca el conquistador
intentó dialogar con el conquistado. Sin embargo, ese diálogo de
los diferentes hubiera enriquecido la cultura de ambos y
especialmente hubiera evitado muchas muertes inútiles. No se
entienden, claro, pero ambos tienen sólidas razones para que se
advierta una sinrazón que sólo puede verificarse desde la
codicia.
      Pero la historia, que a veces gusta de ser irónica, dio al
partido de Quilmes el nombre de los vencidos. Tal vez Quilmes
debería llamarse Santa Cruz –nombre original de la Reducción–
o Cornelio Saavedra, Presidente de la Primera Junta Patria, uno
de nuestros próceres, nieto de don Juan del Pozo y Silva, el
dueño de las tierras en donde asentaron a los extrañados, o de
cualquier otra manera. No obstante, por alguna misteriosa
razón Quilmes es Quilmes. No podemos desconocer el hecho
de que existen numerosas localidades que conservan nombres
indígenas. Pero porque sus primeros habitantes fueron ellos.
Quilmes, hasta donde es posible rastrearlo, es la única localidad
que evoca el nombre de quienes no fueron nativos de la región
sino enviados por la fuerza a virtuales campos de concentración.
Tal vez sea un homenaje involuntario a una nación indómita y
ejemplar, de esas que tanto necesitamos para que latinoamérica
sea lo que debe ser.




                              10
“No era limpia la conducta del Gobernador Torres, ni la de su sobrino,
ni la de Juan del Pozo, ni la de Don Amador Rojas de Acevedo, ni, en
fin, la de la verdadera sociedad en comandita que, bajo su dirección y
protección, violenta si era necesario, lucraba a costa de los intereses de
la Real Hacienda con el provechoso negocio del contrabando con
holandeses y portugueses, desentendiéndose de toda traba moral y de
todo miramiento por el bienestar y progresos comunes.”

       ACTAS DEL CABILDO ECLESIASTICO DE BUENOS AIRES, 1680




TEMORES


                               11
Mateo sintió el frío del pasto húmedo pero no por eso se
incorporó. Llevaba largo tiempo echado allí, asombrado y
preocupado por el ronco repicar de la campana, que no paraba
de sonar. Incluso Bernardo había desaparecido, tal vez retenido
por sus padres debido al acontecimiento. Él andaba de merodeo
cuando empezó todo y por eso estaba allí, lejos, casi en el borde
de lo permitido.
     Ahora Mateo se aplasta aún más contra el pasto al oler, más
que oír o ver, la presencia del cura. El cacique cristiano venía
presuroso por el sendero marcado por el uso en el pasto ralo y
amarillento; siempre de largo vestido negro, ya terroso por el
polvo y el sudor. Llevaba un pañuelo rojo bien sucio en la mano
derecha y con él se secaba la transpiración que le recorría frente y
cuello. Hablaba fuerte y con grandes ademanes redondos
mientras se acercaba a la gente, exigiendo que apuren su venida.
Olía horrible. Como siempre. Hacerse cristiano te hace oler muy
mal, ratificó una vez más Mateo. No quería saber nada con crecer
y acristianarse. Y encima pagar tasa. Y oler así de feo. No, nada
de acristianarse…
     Mateo levantó un poco la cabeza, arriesgando ser
descubierto y seguramente castigado. Vio a toda su gente y
además a la gente acaliana reuniéndose en torno al cura y a uno
de los guardianes cristianos, que tenía puesto su uniforme de
pelea. Recordó los relatos de los ancianos y se dijo que nada
bueno pasaría si ese mandón tenía puesta tal clase de ropa.
     Sabía que el estar escondido no lo protegería de lo que fuera
a ocurrir, porque notarían su falta y lo buscarían y rápidamente
lo hallarían. No había muchos sitios donde esconderse en ese
campo ralo. Habría que irse sin permiso, como dicen que hizo el
tío Xptoual. El cura hablaba muy mal de Xptoual y los
guardianes cristianos enrojecían cuando se lo nombraba, por eso
Mateo imaginaba que su tío había hecho algo bueno. ¿Nomás
porque fastidió a los caciques cristianos?. Sí, nomás porque
fastidió a los caciques cristianos, sonrió Mateo de sus propias


                               12
palabras. Pero, dónde andaría Bernardo, volvió a preguntarse,
hasta que de pronto le pareció verlo allá entre la gente acaliana,
vestido con su ropa de ceremonias. Ningún Jefe podría ser tan
bajo como Bernardo, que incluso era menor que él. ¿Cuántos
años tendría? ¿Nueve, diez, once?. Y de pronto esto lo preocupó
más todavía, porque el cacique cristiano estaba con ropa de jefe y
Bernardo, el cacique acaliano, estaba con las suyas y nomás
faltaría que don Francisco se pusiera las mismas para... Se detuvo
de pronto, con el corazón paralizado, al ver, allá a lo lejos, a don
Francisco Pallamay, su Jefe, el Gran Padre Quilme, ataviado con
su ropa de ceremonias, dirigiéndose hasta donde estaba el cura
cristiano. Definitivamente, se dijo Mateo, algo serio estaba
ocurriendo o por ocurrir, aunque no podía siquiera imaginar qué
sería eso.
     Dio un brinco al sentir una mano en su espalda. Giró avizor
como un hurón y vio la carita cobriza, hermosa, pícara y sucia de
Zebrián, que le hacía señas de que callara. Zebrián era el más
simpático de los chicos, siempre sonriente y dispuesto a
acompañar cualquier travesura, por absurda que pareciera.
-Zebri, casi me matas del susto.
-Callate -dijo Zebrián-Si nos ven nos obligarán a estar allá.
-Ya lo sé, pero: ¿qué pasa allá?
-No sé.
-¿Y entonces?
-Entonces nada. Está el cura.
-Ya lo vi... ¿y qué hay con eso?
-Enojado está…
-No está enojado, está sucio nomás. Huele mal. Pero enojado no
está. Movedizo sí.
-¿Qué diferencia hay? De todos modos la va a tomar con
nosotros.
-No lo sabes...
-Sí lo sé...
-No lo sabes... Callate.



                               13
Los dos muchachos se aplastaron contra el pasto, cada uno
pensando en qué castigo les darían cuando los encontraran. Y ya
era tarde para cambiar las cosas. Mateo oía claramente a su
madre llamándolo y no tardaría en oír a la madre de Zebrián. O
peor, al padre de Zebrián. O, peor aún, a su padre. Miró hacia
atrás, hasta donde la vista se hundía en el horizonte. Era algo
que siempre hacía, para tranquilizarse: mirar hacia la lejanía,
perderse en la llanura solitaria y eterna, con algunos árboles a lo
lejos, muy pequeños de ver, y un vaho que comenzaba a
levantarse por el calor, distorsionando el paisaje a ras del suelo.
Era todo cuanto conocía y amaba en su vida breve. El repicar de
la campana lo inquietaba. Su nervudo cuerpo, veteado por tierra,
sudor y verde, apenas cubierto por algo parecido a un pantalón
incapaz de contener sus partes, que ya crecidas se le escapaban a
cada rato, era uno con el suelo. Sólo su cabeza, alzada como
pájaro hambriento, denunciaba que creía el aire atestado de
presagios.
     Para Zebrián la cosa era diferente. Pese a sus palabras, no
estaba inquieto, ni preocupado ni alerta. Allá en el fondo lo
desasosegaba el posible castigo, pero le había ocurrido tantas
veces que no era siquiera importante. No, en realidad no estaba
turbado. Al contrario de Mateo, se divertía mucho con el sonar
interminable de la campana, el relumbrón de los uniformes, el
parloteo de la gente al reunirse y especialmente con la inquietud
de su amigo, incomprensible para Zebrián. Para él era día de
fiesta, porque algo distinto de siempre ocurría, algo fuera de
todos los días, algo más que treparse a un árbol o perseguir
gatos, sapos, peces o cotorras.
-Echate – le ordenó Mateo – Ahí viene un cristiano. Y callate vos
ahora.
     Un soldado a caballo se dirigía hacia donde ellos estaban.
Venía al trote, la transpiración brillando en su cara dorada y
mofletuda. También, así vestido, con casco y armadura en
tiempos del calor... No parecía muy contento, el soldado. Venía
con la expresión de quien cumple con un deber, le guste o no. Y


                               14
esto no era bueno para nadie, porque alguien pagaría por su
fastidio. Siempre algún hereje, claro. A medida que la figura del
soldado se agrandaba, crecía también el temor de Mateo.
Primero se dijo que no venía hacia ellos. Ahora no estaba muy
seguro. Poco a poco se le fue secando el sudor sobre el cuerpo.
Cuando tuvo la certeza de que venía a buscarlos, se hizo el
invierno en su piel.
    Hosca la expresión, el soldado se detuvo ante los muchachos,
hizo caracolear la cabalgadura, desenvainó su espadón y con un
ademán les ordenó ponerse de pie. No obstante, los ojos
desmentían su fiereza. Acuosos, azules como el cielo, había en
ellos una especie de risa. Tal vez porque lejos de encontrarse con
rebeldes o con ñandúes, como temía, sólo había topado con niños
traviesos, lo cual simplificaba su tarea. Y por más que esto no le
daba oportunidad de ganar honores, seguramente pensó que era
mejor así. Revoleando su espada, les indicó que debían dirigirse
hacia donde estaba su gente. Egregio, señaló con su arma hacia el
caserío, y los conminó a ponerse en marcha. Nada dijo. Era de
pocas palabras. Pero aunque fuera de muchas, de nada le
servirían, porque los idólatras no entienden el cristiano. Ni él
entiende su cháchara.
-Te dije que te echaras – rezongó Mateo mientras caminaban,
escoltados por el milico. Zebrían sonrió por toda respuesta.
Siguieron en silencio por un rato. Mateo llevaba atravesado en el
cuerpo su mayor tesoro, su mayor orgullo: un aro de madera,
que había tallado él mismo, como vio a los mayores tallar sus
flechas, aro que empujaba incansablemente por los senderos
abiertos entre el pasto por ushutas viajeras. Para empujarlo, su
ingenio le había provisto de una rama aún verde, arqueada en la
punta, que encajaba adecuadamente en el grueso del aro. Iba y
venía por esos caminos, noche o día, con sol o lluvia, nadie sabía
cómo, empujando su aro. Cada vez más suelto, cada vez más
rápido, cada vez más lejos.
     La campana no cesaba de repicar y su ronca voz ya tenía a
todos hartos. De pronto, calló. Justo cuando Mateo alcanzaba a


                              15
sus padres. Su madre lo miró de reojo y por los pelos lo colocó
junto a ellos. Estaba enojada. Zebrián corría con otros niños y
Mateo pensó en que había una gran ventaja en ser más pequeño.
     Miró hacia donde estaban los cristianos, muy serios y
diligentes ordenando sus cosas, y esto no lo calmó. Demasiadas
veces había oído a los ancianos relatar cómo los alinearon
también para extrañarlos de los valles, y no podía dejar de
preguntarse si esto era lo que harían ahora, si una vez más se
disponían a llevarlos lejos y adónde sería. Mateo no quería irse.
Este era el único lugar que conocía y pensó que le sería imposible
vivir lejos del río, lejos del horizonte y de ese cielo imponente de
estrellas. Estaban, claro, los mosquitos. El calor no le preocupaba.
Lo hacía feliz, porque se pasaba el día chapoteando en el arroyo,
con los demás chicos, o en el río, que también tenía horizonte
perdido a lo lejos, como a él le gustaba. Claro que estaba el
terrible frío de los inviernos, que dejaba blancos los pastos antes
que el Padre Sol los bendijera y el agua del arroyo helada y
bañarse era un martirio, pero el invierno también tenía su
encanto, por quedarse entre las mantas hasta tarde, por la luz de
las hogueras y por los relatos de los ancianos y por poder correr
horas sin cansarse. También había el fastidio de las misas
cristianas, invierno y verano, pero hasta eso tenía su lado bueno,
porque después podía irse a corretear con su aro el tiempo que
quisiera. Por eso el Mateo pidió a Viracocha que no los juntaran
para extrañarlos. Por las dudas, también se lo pidió al Dios
cristiano. Vio a Zebrián persiguiendo a una comadreja y corrió
tras él. Aunque la escuchaba todavía en sus oídos, el sonar de la
campana parecía haber quedado ya muy lejos en el tiempo, junto
con su miedo.




EL CENSO


                               16
-Vosotros, calianes, por aquí... Vosotros, quilmes, de este lado.
Haced una hilera y esperad.. -gritaba con su voz aflautada, mientras
secaba el sudor de su frente y cuello, don Melchor de Izarra, fiel y
abnegado servidor de Cristo y de Su Majestad. El bueno de don
Melchor iba y venía entre sus salvajes como pastor que era, atento y
vigilante. Estaban inquietos los naturales, por más que casi todos ya
sabían qué era un censo. Pero, desconfiados, no querían estar seguros
de que para eso los convocaban. Daban vueltas en torno a las mesas en
donde los escribas acomodaban sus papeles, revoloteaban como
pájaros que perdieron sus nidos y eso, desde luego, les abría el apetito.
Sabiéndolo, don Melchor dispuso que se asaran algunas reses para que
se tranquilizaran y entendieran que el padrón era una fiesta. El aire
poco a poco se impregnaba con el humo del asado y el dulzón olor del
maíz y el zapallo hervidos. Varios niños corrían excitados por el
acontecimiento, perseguidos por sus madres. Se diría que había
verbena.
     Los más ancianos entendían un poco más y estaban serenos
esperando ser llamados, como la vez anterior. Aquella vez sí que fue
difícil, pensó don Melchor mientras se acercaba al Alférez don
Clemente Rodríguez, Protector de Naturales por designio de su Rey,
quien, erguido y marcial, parecía una estatua del palacio real.
Empavesado, se dijo el cura, riendo para sus adentros al imaginarlo
como una carabela de noche y en alta mar... Por su parte, el otro
Clemente ya estaba listo, con su pluma y su papelería, lo mismo que
don Manuel. Iba a ser una larga y ajetreada mañana, ésa.
-Pero María, por amor de Dios, quédate en tu lugar, ya vendrá Mateo...
No vamos a comenzar jamás, mujer. -volvió a decir don Melchor,
aunque sabía que María no entendía una palabra de lo que hablaba.
Pero él también estaba excitado.
         Varios soldados comenzaron a presionar a los naturales para
que permanecieran en sus sitios, mientras otros salían a recorrer las
inmediaciones en busca de rezagados, por lo general los más


                               17
pequeños. Ahora: nadie podía negar que estos salvajes estaban un
poco más civilizados. Permanecían en la reducción sin hacer
escándalos y parecían haber entendido la razón por la cual se
encontraban allí. Tenían muchos resabios idólatras -el diablo no
descansa -pero en general iban por el buen camino. Los más ancianos,
por lo menos, mientras los jóvenes... bueno, ya sabemos lo que son los
jóvenes.
. Venga, señor Alférez, que ya debemos comenzar…
      El Alférez Santiago de Bernilla, natural de Málaga, Capitán de
Arcabuceros de su Magestad, hastiado y sudoroso debajo de su
uniforme de gala -maldita sea la hora en que decidieron venir los
fatuos de Buenos Ayres, obligándolo a lucirlo, pensó, sin saber que en
similar predicamento estaba su igual, el Protector de Naturales, quien
también bufaba bajo su aderezo -le echó una mirada malsana. Ya lo
tenía hasta aquí el “señor cura” y por si eso fuera poco, lo tenían aún
hasta más arriba los salvajes. Y la Reducción. Y el dulzón, eterno, olor
del maíz. Y el Nuevo Continente. Y la puñeta que lo trajo. Miró hacia
la llanura, inmensa y desolada, y una vez más la comparó con el mar,
ese mar que acunó sus sueños de oro y riquezas en las tierras de Colón
y que pasados dos años lo único que le brindaba eran humedad y
mosquitos por arrobas. Para colmo, le parecía una iniquidad eso de
que el cura les brindara a los salvajes nada menos que cinco reses, con
la poca vitualla que había. -Que está bien, don Melchor -dijo no
obstante -tengo tantos deseos de terminar con esto como Vos y ni un
minuto más. Pero no voy a andar otra vez cogiendo salvajes por esos
caminos, que no y que no. No va con mi dignidad. Diga usted a los
caciques que se encarguen...
-Que ya se los he dicho, don Santiago, pero sabe que ellos...
-Son como usted los hizo, don Melchor, ni más ni menos; que al fin
quien los ha civilizado no soy yo precisamente. Si fuera yo, ya estaría
terminada esta faramalla, con vuestro perdón.
-Y vuelta la burra al trigo... No muela otra vez con ello, don Santiago.
Hoy dejémoslo por la paz - dijo don Melchor. Fastidiaba mucho al cura
la sorna del Alférez, y su constante manera de aludir al pleito sobre
quién tenía la máxima autoridad espiritual sobre los naturales. Ya Su


                              18
Majestad el Rey había tomado una decisión y no era muy propio que
un oscuro soldado colonial la pusiera en dudas. Y mientras más
pensaba en ello, más se enojaba el cura y más colorado y resoplón se
ponía y más sudaba dentro de su umbría sotana.
-Bueno: ¿empezaremos o no empezaremos? -La voz grave y profunda
de don Tomás Gayoso se dejó oír, sonando como un órgano de iglesia.
A todos maravillaba la melodiosa voz de don Tomás, zapatero
vergonzante, por otra parte. Pocas cosas gustaban tanto al escribano
como remendar botas y procrear nuevas. No sin suspirar
profundamente se aliaba con papeles y anotaciones, que en último
caso eran nada menos que su sustento. Sin contar con que muchos le
habían dicho que con semejante voz debería ser cantante. No, pues no,
eso no era para él. Lo suyo estaba más abajo.
-Ya vamos a comenzar, don Tomás. No corráis prisa.
         La campana cesó en su tañer tan abruptamente como lo había
iniciado hacía ya un par de horas. Y en efecto, la trabajosa tarea censal
comenzaba de una vez. Uno a uno, por delante los caciques y alcaldes,
quilmes y acalianes dieron sus nombres, su estado civil, su edad y su
condición. Muchos, prácticamente todos, debieron repetir sus nombres
varias veces porque los escribas no llegaban a entender muy bien sus
palabras. Entre la excitación que se había hecho dueña de todos, el
alboroto de los niños, el revolotear de gaviotas y cotorras y el ladrido
de los perros, también excitados, el lugar era una baraúnda.
        Durante horas desfilaron las más de doscientas familias que
componían la Reducción de la Santa Cruz. La tarea sólo se interrumpió
para almorzar, cuando los pequeños prácticamente tomaron por asalto
el círculo en donde se cocinaba y al cura no le quedó otra salida que
dar órdenes para que se sirviera la comida. No era demasiada, en
verdad, para tanta gente, y los más lentos sólo alcanzaron algún hueso
con magra carne o debieron conformarse con escaso maíz hervido
como toda vitualla. Perros y pájaros de toda laya, además, arrebataban
cuanto podían y más de un llanto de niño denunciaba trapisondas de
estos convidados de piedra. Terminado el almuerzo, mientras perros y
pájaros rezagados, y especialmente niños, hurgaban ollas de barro y
cuanto recipiente hubiere en busca de más alimento, se reanudó el


                               19
padrón. El sol del crepúsculo doraba las copas de los árboles cuando, a
la luz de velas y candiles, los escribas presentaron su trabajo para que
las autoridades presentes firmaran su conformidad. Pero antes el
protocolo indicaba que se debía leer el documento emitido por SSa. el
Gobernador con relación a este evento. Desde luego, la armoniosa voz
de don Tomás Gayoso fue la cantante:
         «En la Ciudad de la Trinidad Puerto de Buenos Aires a veinte y
nueve días del mes de abril de mil y seiscientos y ochenta años SSr. Maestre de
Campo don Joseph de Garro, Caballero de la Orden de Santiago, Gobernador y
Capitán General destas Provincias del Río de la Plata por Su Magnificencia y
que Dios Guarde, dijo que por cuanto los indios de nación quilme y acalianes
que tributan a la corona de Su Magestad que vinieron a este puerto
desnaturalizados del valle de Calchaquí de la Provincia de Tucumán que están
situados en la Reducción y Pueblo de Santa Cruz jurisdicción de esta ciudad,
a tiempo de cinco años no se han visitado dichos indios ni hecho padrón de
ellos y para que se haga de acuerdo a ordenanzas y cobren los tributos que
pertenecen a Su Magestad mandó se vaya a hacer y se haga el dicho padrón y
visita de la dicha Reducción y Pueblo de Santa Cruz de los Quilmes = Y
atento a que de presente SSa. se halla muy ocupado en negocios del servicio de
Su Magestad y defensa de este puerto y por ésta razón no poder hacer ausencia
desta ciudad y ser precisa su asistencia en ella, comete dicha visita al Capitán
Don Miguel Castellanos, Contador Juez Oficial de la Real Hacienda destas
Provincias a quien ordena que como tal y de parte de SSr. y en su nombre
vaya personalmente llevando en su compañía al Protector General de los
Naturales, en cuya presencia y la del Corregidor y Doctrinante de los indios y
ante el presente escribano haga la visita y padrón de indios con toda claridad y
distinción de manera que se consiga inteligencia bastante para la cobranza de
los tributos y tasas que deban pagar; inquiriendo de los indios y sus caciques
si han sido doctrinados en nuestra fe, si han recibido o reciben malos
tratamientos o agravios de alguna persona o personas; si se les debe algún
interés de sus trabajos y servicio personal o por otra causa o razón y
últimamente si se les ha cobrado más tasa de la que legítimamente deben y les
está señalada y todo lo que resultare y obrare dicho Contador Juez y Oficial
Real lo pondrá por escrito para que conste, que para todo lo inferido y lo
incidente de ello se le da por este Gobierno la facultad necesaria y este Auto se
noticia al susodicho y al Protector y lo firmo en este papel común en que se

                                  20
despacha por falta del sellado. Don Joseph de Garro (su firma) ante mi Tomás
Gayoso, Escribano de Gobierno (su firma).»
          Alguna tos ocultó una cierta emoción producida por la lectura
del solemne documento. Ahora sí en el Nuevo Mundo las cosas se
hacían como Dios manda, ahora nadie podría acusar a España de
salvajismos varios, como malévolamente lo hicieron y hacen países,
reinos y principados envidiosos de la grandeza de Su Magestad, el más
noble y benévolo de todos los Reyes. Y, especialmente, porque
ninguno de los presentes estaba en condiciones de dejar sentado abuso
de autoridad alguno, denunciar malos tratos o deudas con los indios y
mucho menos agravios personales contra ellos, faltaba más.
          Más tarde, sentados a la mesa, muertos de hambre y de sed,
ignorando la nube de mosquitos y bichos nocturnos que revoloteaban
en torno a velas y candiles y denodadamente se empeñaban en
beberles la sangre o en estrellarse contra sus cuerpos, con sus copas
rebosantes del sorprendente vino de la costa que supo añejar
sabiamente don Melchor Maciel, los funcionarios quedaron de pronto
en total silencio. Entonces alguien propuso un brindis por Su Majestad
y todos a una se pusieron de pie, alzaron sus copas y con estentórea
voz vivaron a su Rey, Carlos II, más tarde llamado “El hechizado” -
aunque por entonces lo más probable es que estuviera durmiendo sus
sueños de niño de cinco años, sin la más mínima noción de futuro -
vivaron a España y vivaron a don Joseph de Garro.
        Pero la ceremonia no había concluido. Todavía faltaba la lectura
del acta que acompañaba al padrón y que todos los dignatarios debían
rubricar al pie de esa interminable lista de extraños nombres,
minuciosamente discriminados y asentados por los escribas. Y
nuevamente la profunda, grave voz de don Tomás Gayoso fue la
encargada de hacerlo:
“Con lo cual se acabó de hacer este padrón y registro de los indios, indias
muchachas y muchachos de este pueblo y Reducción a quienes por el dicho
Señor Contador a cada uno de por sí, y a todos juntos se les hizo saber y
encargo la obligación que tienen de asistir en él y acudir a la satisfacción de la
paga de sus tasas los que deben y cumplir con lo demás que por ordenanzas
reales son obligados y en especial a la enseñanza y continuación de la doctrina


                                   21
cristiana. Y habiendo oído y entendido dichos indios e indias de ser los más
ladinos en lengua castellana y en presencia de su protector, doctrinante y
corregidor respondieron cumplirán y acudirán a lo que son obligados y se les
ha advertido y manda ==== y estando en este estado y presente Su Merced de
dicho Su Señor Contador don Miguel Castellanos, el Protector, corregidor y
todos los indios que este padrón contiene, el Doctor Melchor de Izarra, cura
doctrinante deste dicho pueblo y Reducción, dijo proponía y hacía saber a Su
Merced de dicho SSr. Contador y al Señor Gobernador y Capitán General de
estas provincias y Puerto de Buenos Ayres, primeramente que necesita de
alguna ayuda de costa para la que le hace y causa la cera y vino que gasta en el
culto divino, respecto de ser su estipendio corto y debérsele señalar para este
efecto según se acostumbra en todos los pueblos de indios de las provincias del
Perú, Tucumán y Paraguay. == Asimismo propuso será muy conveniente al
servicio que las indias y muchachas huérfanas se saquen deste pueblo y se
lleven a la ciudad repartiéndolas en las casas recogidas donde sirvan y que por
ésta razón granjeen para vestirse y aprender la doctrina cristiana con más
brevedad, pues con ser como son tales huérfanas se hallan de presente casi
desnudas sin saber forma de conseguir ni adquirir para dicho vestuario y que
asimismo será conveniente que algunas indias solteras que se hallan con edad
suficiente para tomar estado, aunque tengan padres o madres, se saquen de
este pueblo para dicho efecto de llevarlas a la ciudad de lo cual resultará
excusarse de algunas ofensas de Dios con los indios solteros, como le consta
por evidencia, pues en algunas ocasiones que teniendo noticia se determinó a
salir de noche a rondar este dicho pueblo halló dos indios con sus mancebas,
los cuales dentro de breves días amonestó y casó y estando como refiere fuera
de este pueblo las indias solteras con facilidad y brevedad se conseguirán
muchos matrimonios y excusarán dichas ofensas y por el consiguiente no las
pervertirán con sus supersticiones los indios e indias muy ancianos que se
hallan en ésta Reducción. ==== Asimismo propuso que será conveniente
respecto de no haber en este pueblo de los indios reservados ninguno
inteligente y activo como se requiere para fiscal, se nombren dos, uno de la
nación quilme y otro de la caliana para que aunque el uno haga ausencia por
cualquier causa o razón, venga a quedar de asistencia en él el otro. === Y por
último que será muy conveniente que ésta Reducción se ciña alrededor de su
Iglesia y plaza, pues hay sitios vacíos y bastantes para el efecto, con que se
excusaran los abusos que se conciben de las casas de los difuntos, pues luego

                                  22
que fallecen algunos en ellas las desamparan totalmente sus deudos y se alejan
a otros sitios distantes de la Iglesia y habitación del que esto propone, siendo
por ésta causa casi imposible de acudirles con los sacramentos de noche y los
muchachos y las muchachas no están prontos para la doctrina y educación por
la distancia. ============ Y en ésta forma se acabó de hacer dicha
propuesta y padrón de indios y dicho SSr. Contador recibió juramento en
forma de derecho de dicho cura doctrinante, Corregidor, curacas y alcaldes de
dicho pueblo de cada uno de por sí y habiendo jurado y prometido decir verdad
se les preguntó por su merced si faltaba algún indio, india, muchacho o
muchacha pertenecientes a ésta Reducción que no se haya manifestado y
empadronado de presente o si no tienen noticia de algunos que estén ausentes
en alguna parte y todos unánimes dijeron que so cargo de juramento que
tienen hecho no hay más que los que contiene este padrón en este pueblo ni
fuera de él. Lo firmaron con su merced dicho doctrinante, protector y dicho
corregidor dijo no saber firmar, y va en este papel común en que se despacha
por falta del sellado ====== Testado
   Miguel Castellanos                  Don Melchor de Izarra
     (una rúbrica)                   (una rúbrica)
               Clemente Rodríguez
                   (una rúbrica)
               Ante Mí: Tomás Gayoso
                   (una rúbrica)

      Y ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ya lejos de las
miradas de los naturales, se sirvió la cena de festejo, compuesta de
aves de todo tipo y la mejor carne de res, magníficas ensaladas y el
todo regado con abundante licor provisto por don Melchor Maciel, y
algunas burbujeantes botellas de vino de Francia que había enviado de
obsequio el SSr. Gobernador. Sirvieron esta cena, naturalmente, la
mayoría de indias huérfanas y solteras a que había hecho alusión el
Cura Doctrinante, incluso aquellas que casi no tenían ropas -aunque tal
no importaba en esta calurosa noche -sin que faltase alguna mano
deslizándose por las nalgas de las doncellas ni miradas de complicidad
y entendimiento con aquellas que ya estaban amancebadas. Tampoco
faltó quien se excusó de tener que apartarse para hacer sus
necesidades, aunque no las predecibles, porque misteriosamente
                                  23
algunas doncellas no estuvieron disponibles para servir. Ni quienes se
derrumbaran entre los pastizales dejando buena parte de la cena y del
vino fecundando la tierra. O quienes, como el Cura Doctrinero, se
descabezaron un sueñecito más o menos prolongado y roncador sobre
su silla, olvidando por un momento su celo vigilante de la moral y las
buenas costumbres.
           Ya era más de medianoche cuando don Manuel hurgó entre
sus pertenencias y extrajo una mandolina, su más preciado tesoro,
canjeada alguna vez a un marinero borracho en los arrabales del Reino
de Nápoles por dos tragos de apestoso licor, la templó y puso a punto
y el dulce, tembloroso sonido de tan exótico instrumento pintó de
nostalgia los árboles, el aire, la noche de la Reducción. Y en una
ocasión hasta la grave voz de don Tomás Gayoso entonó una melodía
de su tierra natal, que -quién diría -parecía llevarse muy bien con el
extranjero punteo de la mandolina. Desde sus chozas, los indios aún
despiertos se preguntaban qué instrumento sería ése, que con tan
dulce resonancia acunaba su dormidera. Cuando don Manuel se dijo
que ya era bastante y cesó de tocar, una suave brisa regaba la pampa y
refrescaba el aire. Poco a poco fueron quedándose dormidos por
cualquier parte dignatarios y funcionarios. El Señor Cura despertó de
pronto, ojos abotagados; dibujando eses no muy ortodoxas, errándole
al sendero pero no a la meta, se dirigió a la Iglesia; acabó
derrumbándose sobre la tierra apisonada y fresca justo frente al atrio,
bajo el amparo de la dorada figura de Nuestro Señor. Algún gallo
lejano y despistado creyó que amanecía, batió sus alas y lanzó el aviso.
Nadie lo escuchó. No volvió a alborotar, tal vez avergonzado. El
silencio cubrió todo, menos el cercano rumor del río en su eterno ir y
venir sin meta ni sosiego. Así eran las cosas en estas salvajes tierras
dominadas por el Demonio y tan simples anécdotas no impidieron que
ésta fuera una histórica y memorable jornada para honra y loor del
puntilloso Reino de España.
         Algo que no quedó asentado en las actas y que nadie dijo a los
reducidos es que desde ese día el pago por sus trabajos al servicio de la
Corona quedaba reducido de los dos reales diarios establecidos en un
principio a un real y medio. Ellos vinieron a enterarse mucho después,


                               24
aunque no cuando les pagaban sino cuando les hacían las cuentas de
los jornales que les adeudaban. Los dedos de Diego Ysayán echaban
fuego al demostrar que la deuda era mayor, de acuerdo a lo sabido;
pero no hubo caso: real y medio o latigazos. La palabra del cristiano no
se la lleva el pampero, sino que sobra con cualquier brisa veraniega.
Esto decía, al menos, el Alcalde Josephe Baltos.




LA NOCHE DE LA MEMORIA

      Que fuera don Josephe Baltos o don José Baldos es algo que
nunca quedó aclarado del todo porque en verdad era ambos y no era
ninguno. Esos patronímicos se los habían impuesto sin consultarlo

                              25
desde antes del Gran Viaje. Sus nombres reales se hundían en algún
impreciso sitio al sur de tierra de Incas, desde donde los quilmes,
eludiendo el vasallaje a que querían someterlos los señores del Cuzco,
de quienes no obstante acabaron tomando parte de su lengua, sin
olvidar la cacana con que nacieron, pasaron - cuentan los ancianos de
hoy de haberlo oído de los ancianos de ayer y estos de otros ancianos -
a territorio araucano, se maravillaron con el mar y su inmensidad y allí
se hubieran quedado, aunque los dioses alertaran sobre serios peligros.
Es que la gente araucana no era más amistosa que los señores del
Cuzco y los quilmes se vieron obligados a seguir su peregrinar,
cruzaron vaya a saber cómo las Grandes Montañas, el inaccesible
Ritisuyo, y quienes pudieron llegaron a tierras riojanas. Pero no
quisieron ser de esas tierras (algunos ancianos afirman que pensaron
que Mamacocha allí no los amamantaría porque tenía tetas secas y
polvosas, pero otros juran que volvieron a alertar los dioses y que esta
vez fueron escuchados) y emigraron nuevamente, hasta llegar al lugar
que algunos decían eran antiguos dominios del cacique Calchaquí.
         De esta tierra sí quisieron ser y buscaron sitio en el ancho valle,
en donde vivieron desde entonces sin otras guerras que las guerras
habituales (siempre victoriosas) contra enemigos de su mismo tamaño.
Guerras por hembras o por espacio, guerras por enconos que estallan
con o sin razón visible, que así es la gente, de dejar hervir su sangre y
de derramarla como castigo, juicio o expiación. Pero la quilme no era
nación conquistadora, sino labradora y campesina. Algunos ancianos
todavía eran capaces de hacer relato de aquellos tremendos viajes a
través de Ritisuyo, de esas montañas muy ancianas, por su melena
siempre blanca, y piedras como casas y aluden con devoción a
Mamacocha, Diosa Azul de la Enorme Furia, más grande -dicen -que
aquellas aguas en donde el Padre Sol empezó las naciones.
        Allí estaban cuando entraron los españoles, también dispuestos
a someterlos, con furia de caballos, armas que escupen fuego y piedras
y su implacable dios. Generaciones de diaguitas, todos sus pequeños
pueblos unidos, pelearon contra el invasor, que alguna vez les impuso
nombres salpicados con agua y palabras incomprensibles. Los
cristianos, sin embargo, una y otra vez fueron rechazados por su


                                26
nación, aunque esos nombres nunca pudieron ser quitados. Hasta que
en jornadas sangrientas y nefastas para los quilmes el invasor los
sometió por hambre, destruyó sus sembradíos de algorrobas y maíz,
derrumbó sus canales, dispersó su ganado y los sitió en sus montañas
en la batalla final.
       Esto lo tenía bien presente don Josephe Baltos o José Baldos,
porque estuvo a un pulgar de perder su vida en esta batalla. Algo no
hacía falta decir: todos sabían que la quilme era nación orgullosa y
libre y que su actual cautiverio era una más de las tantas lides por su
libertad que debieron librar desde tiempos remotos. Una batalla
perdida no significó jamás para los quilmes perder la guerra.
        De todo esto hablaba a los chicos Don Josephe o don José,
Alcalde de la Reducción, mientras también remontaba su linaje. Era de
sangre noble y real; por sus venas corría la de aquellos caciques que
alzaron su pueblo y le enseñaron a no querer dueños. El mismo era
cacique de Pueblo Nuevo cuando los cristianos lanzaron su ofensiva
definitiva. Y como cada cacique de cada uno de los once pueblos que
componían la nación de los quilmes, respondía al cacique principal,
don Martín Iquín, el de más noble sangre, el Señor de Señores, el
descendiente más en línea recta de Viracocha.
        Estamos en noche de ritos y ofrendas y de dar aliento a la
memoria, eso que tanto necesitan quienes nos continúan para saber de
qué son. Nadie recuerda muy bien por qué en esta noche. Algunos
ancianos dicen que memora la muerte de Guanacapa, Inca colérico y
mandón, y que era el tiempo de contentarlo, siendo donoso sacrificarle
muchos chicos para que nos devuelva sus favores y nos permita la
libertad. El tiempo, el modo de los quilmes, poco sangrientos, el nuevo
Dios y en especial los soldados españoles hicieron que ya no se
estimaran sacrificios, que se cambiara la noche de la sangre por la
noche de la memoria, que se reunieran igual los jóvenes, pero para el
recuerdo y el festejo y no para el olvido, y que los mayores hicieran
fiesta -prohibida por pagana e inmoral por los cristianos -en donde en
otros tiempos la Pachamama quedaba enrojecida y palpitante. Tal vez
porque son tan pocos los motivos de alegría que tienen los quilmes
ahora casi todos los ritos se volvieran festejo. Y nadie sabe por qué los


                               27
soldados cristianos se hacen mula esa noche, no entran a la Reducción,
aunque deambulan con su mano crispada en la empuñadura de sus
látigos y arcabuces, debido al mucho ruido, griterío, alabanza y
desorden. El Señor Cura jamás aparecía.
           Mientras decenas de niños y adolescentes, tanto de nación
quilme como acaliana -que ya casi no había distingos -formaban
semicírculo de cara a don Josephe, las mujeres atendían los fuegos y
los varones hacían silencioso montón más allá, como esperando.
Sentado sobre los restos de una vieja carreta, con el resplandor de los
fuegos bailando en su arrugado rostro, rodeado de figuras sagradas
talladas en piedra por los artesanos, de singular forma, iba Don
Josephe, Illallahua en mano, nombrando a Catuilla, el gigante que
habita el cielo y que con su honda desata las furias de las tormentas,
nombrando a Collca, Urcuchillay, Machacuay, Chuquichinchay,
estrellas que dominaban el andar de los hombres y eran veneradas por
los quilmes. Mientras hablaba, se daba cuenta el Alcalde que los niños
lo escuchaban con interés, pero más por la pompa de la ceremonia que
por las enseñanzas que les trasmitía. Ellos ya eran más sensibles al
simplificado cosmos de los cristianos que al amplio, colorido y
complejo universo de la tradición inca, en donde cada acontecimiento
tenía su guaca, como todo cuanto diera el Padre Sol.
         Esa noche los chicos se sentían importantes porque eran el
centro de toda atención. Sus madres los habían acicalado con esmero,
les habían dibujado en el cuerpo los símbolos sagrados y habían sido
eximidos de lavar los utensilios de la cena. La noche de la memoria era
noche de noches para los quilmes. Uno de los momentos más solemnes
de la jornada era cuando se hablaba de las glorias pasadas, de cuando
los quilmes solían derrotar siempre a sus enemigos. Pocas eran las
historias que se habían podido rescatar, trasmitidas de boca en boca,
generación tras generación. Muchos de los ancianos que guardaban
estas historias como una herencia preciosa murieron durante el Gran
Viaje y con ellos murieron también las historias. No es trabajo fácil
preparar sucesores. Menos, cuando el conquistador les roba la
Pachamama y los obliga a peregrinar miserablemente como ellos
peregrinaron. Y si Josephe Baltos o José Baltos había sido elegido como


                              28
La Voz, era porque su prodigiosa memoria le permitía recordar dichos
y hechos con sólo haberlos escuchado un par de veces. En especial,
fascinaba a todos, grandes y chicos, la visión del vencido ocasional que
algún anónimo cantor había imaginado quién sabe cuándo. Todas las
ceremonias que tenían por Voz a don Josehpe finalizaban con este
canto, que nadie imaginó alguna vez serviría también para que los
quilmes se vieran a sí mismos desde la suerte de otros. Esta noche no
sería la excepción y todos se prepararon cuando el Alcalde se puso de
pie y, tras pedirles que reflexionaran sobre la banalidad de triunfos y
derrotas, que ayer pueden ser ajenas y mañana nuestras, dijo, con voz
profunda y lenta, mientras la quena desandaba su camino de nostalgia
y la caja golpeteaba rítmicamente y su figura oscilaba de acuerdo al
vaivén de los fuegos, el viejo canto:

Escapan deshechos.
Huyen en derrota.
Huyen y se quiebran en pedazos.
Huyen. Uno va solo.
Otros escapan de a dos,
otros en grupos de tres,
en parejas de esposos, en grupo de padre e hijo.
Se dispersan dominados por el estupor,
cada uno por su lado, ignorantes de lo que piensan los otros.
Huyen, tienen miedo de ellos mismos.
Están enloquecidos.
Huyen, golpeando el vacío en las tinieblas.
Huyen y piensan en las frases de sus ancianos,
en las primeras palabras
al principio de todo.
Eran palabras que se decían
palabras fuertes, dominadoras, palabras fáciles
que se elevaban hasta los dioses.
La Voz que se escucha habla para enorgullecerse,
se eleva a sí mismo,
deshace lo que está hecho,
deshace a quien habla tímidamente,

                                  29
al que se mantiene calmo.
Huyen, disputan, buscan golpearse.
Huyen y se hacen preguntas.
Van y observan.
Huyen y se avisan.
Huyen y preguntan, agitados.
Huyen y buscan de dónde viene la furia.
Huyen y sus palabras se apresuran amargas.
Huyen abatidos y malos.
Piensan con tristeza en su nación.

        Un alarido, de fuerza y de triunfo, de orgullo y desafío,
proveniente de la fila de los hombres, alarido ancestral, perdido en la
memoria de los quilmes, trasmitido de padres a hijos a lo largo de
incontables generaciones, rompió el clima ritual y fue como una señal
para que los niños salieran huyendo. Ya sabían que cuando el Alcalde
terminaba su canto, para ellos la noche de la memoria había concluido.
Ya habían sido instruidos por sus padres para que se alejaran de
inmediato de la guaca de Baltos nomás oyeran el alarido de los
machos, porque estarían en peligro si no lo hacían. La noche de la
memoria terminaba en su aspecto educativo y se daba inicio a los ritos
sagrados, algunos violentos, de la fecundación, de la vida, de la
muerte, de la guerra y de la venganza. En torno a la hoguera
comenzaron rápidamente a reunirse hombres y mujeres, adultos y
ancianos, mientras cuencos repletos de chicha y vino de la costa -
robado al Señor Cura cuando éste había ido al Fuerte y que a alguien le
costaría muy caro -pasaban de mano en mano y una de ellas, la más
bella y colorida, se diría que volaba hasta llegar a la Voz, al dueño de
la memoria, a don Josephe Baltos quien, erguido sobre los restos de la
carreta, rojizo por la llama de las hogueras que lo rodeaban, ahora
alimentadas con más leños, mantenía sus brazos en alto, directo a
Viracocha, el Señor de todos los Señores, el Hacedor del Sol, de la
Luna, de los vientos, del agua y el trueno y de todo cuanto existía
sobre la tierra. Nadie comería ni bebería hasta que la Voz lo ordenara,
hasta que Josephe Baltos convirtiera en sagrado el licor y los alimentos.


                               30
Quenas y tambores dibujaban frenéticos ritmos y allá, a lo lejos, fuera
de la Reducción, soldados españoles cargaban metralla en sus
mosquetes, preparaban el cañón -el único cañón que les había provisto
Su Majestad el Rey a través del Consejo de Indias; para qué más, si se
trataba de “cuatro indios de mala muerte” -y, algo inquietos,
mantenían su mano apoyada en la empuñadura de la espada.
         Las mujeres ya tenían preparada esta cena especial. Los
cazadores habían reunido toda clase de presas arrancadas a los
bosques costeros: liebres, perdices, gallinas, venados, puercos, grandes
trozos de vaca, patos, gansos y todo animal comestible, hasta peludos,
cuyas caparazones serían luego convertidas en música. De las grandes
ollas escapaba el vapor de los alimentos y sobre todos los olores
predominaba el olor del choclo, el olor “del trigo de los indios”, como
decía el Señor Cura. Quilmes y acalianes se acuclillaron en grandes
ruedas en derredor de cada hoguera, esperando que las doncellas,
como marcaba el rito, les alcanzaran su cuenco repleto de comida
cuando la Voz mandara. Todos sabían que quizás no volverían a
comer mañana y tal vez más allá de mañana, ni a beber en muchas,
largas lunas, porque aquí se consumía toda reserva. Pero esta noche
era esta noche.
Poco a poco la chicha, el vino, el dolor y la impotencia del vencido se
trasformaron en desafío, potenciado con el alcohol. Los alaridos eran
cada vez más frecuentes, las invocaciones a Viracocha y Pachacamac
atronaban el aire y los danzantes se disponían a danzar sus ritos.
Hombres y mujeres, vestidos con sus túnicas sagradas, de vivos
colores, el rostro serio y rojo por los tatuajes, el calor, el esfuerzo, la
responsabilidad, la chicha y el vino; descalzos, luciendo sus gorros
tejidos también multicolores -pensados para otra Pachamama, ahora
muy lejana -sus collares, incluso en derredor de sus tobillos, y sus
cinturones trenzados, comenzaron a oscilar en sus sitios. La quena, el
tambor y las cajas cambiaron su música, que se hizo lenta y
quejumbrosa.
       Después la quena y la caja apuraron su ritmo y la danza se
volvió frenética; los danzarines armaban sus figuras, primero hombres
frente a hembras, luego rondas de cada quien. Para alguien de fuera,


                                31
serían caprichosas, pero los quilmes simbolizaban en cada movimiento
los motivos de guerra. Los hombres mataban enemigos con lanzas
invisibles y sus flechas surcaban el aire sin surcarlo. Las hembras
repetían sus figuras de combate, se reunían en un sitio, lanzaban sus
dardos, deshacían ese círculo y volvían a armarlo unos metros más
allá. Jamás dejaban de mover sus piernas, de arriba abajo, el cuerpo
inclinado, irguiéndose y encorvándose, homenajeando de ese modo
simultáneamente al Padre Sol y a la Pachamama. Luego todos
formaron un solo círculo: giraban uno tras otro tamborileando sobre la
tierra esperando que la Pachamama mostrara su gusto y su contento.
El tambor golpeaba enardecido, la quena parecía enloquecer, el
volumen de las hogueras aumentaba y el calor también; los alaridos
podían escucharse desde muy lejos, pero demasiado cerca para los
soldados que, inquietos, se mantenían alerta y tensos dentro de sus
uniformes de batalla.
          Una de las doncellas, la elegida de esa noche elegida, se trepó
a la carreta desde donde José Baltos había dicho su palabra sagrada, se
despojó de su túnica y, desnuda, sólo su rostro oculto por una máscara
cruzada con vigorosos trazos en los que predominaba el amarillo,
dibujado en su cuerpo todo el misterio de Viracocha -y todo su poder -
danzó el rito de su ofrecimiento, el halago a la voluntad y el poder de
Pachacamac.
         Antes, allá en los valles, habría sido inmolada a los dioses,
habría sido hendida en su corazón por el cuchillo sagrado del Hombre
Sagrado y su sangre se habría vertido hasta la última gota, alegrando a
la Pachamama. Pero ahora este sacrificio estaba prohibido, era
severamente castigado con muerte vil para quien lo llevara a cabo y
veinte latigazos para cada participante; salvo a los caciques, intocables
para cualquiera. Eso ocurrió la primera vez que practicaron el rito y allí
perdieron su vida la acaliana Anastasia Yuttayán, sacrificada a su
ruego en honor a Viracocha, y el quilme Andrés Chapuma, poseedor
del cuchillo sagrado y mensajero de los Más Altos, luego fusilado por
los soldados cristianos. Y todos quienes fueron vistos en ese rito
recibieron veinte latigazos feroces. Allí adquirió su andar encorvado



                               32
don Lorenzo Sargento y su tos macabra doña María Uncalla, entre
otras desdichas.
        Desde entonces los caciques y ancianos se reunieron y no
deseando más muertes ni desgracias para su pueblo, prometieron al
Cura que no donarían más doncellas a Viracocha si les dejaban,
aunque fuera una vez cada doscientas lunas, rendirle los demás
homenajes. Sin sacrificios. El Cura dijo que no, que todos esos ritos
quedaban prohibidos, que eran obra de Satanás y que igualmente
serían castigados si hacían eso nuevamente, aunque a nadie mataran.
Pero los indios siguieron haciéndolo, recibiendo latigazos y horas de
misa extra en la Iglesia después. Con el tiempo, la misma miseria y
pobreza de la Reducción hizo muy costosa la represalia y por tan
disparatado asunto quilmes y acalianes acabaron por poder llevar a
cabo su Noche de la Memoria mientras el Señor Cura, Corregidores,
Administradores y Protectores se hacían los que no veían y sólo
aprestaban, lejos, soldados; por eso de las dudas. No hubo más
sacrificios de doncellas. Es que pocas quedaban. El cristiano mismo se
encargaba de sacrificarlas, a su modo. El cementerio tenía más
doncellas y niños que ancianos. Por todo esto el rito del sacrificio pasó,
lentamente, a ser lo que ahora era: la Noche de la Memoria. Y el
sacrificio dejó su lugar al rito de la fecundación, que era otro, en otra
fecha, pero en algún momento pasó a ésta.
        Nada de toda esta historia seguramente pasaba por la cabeza de
la doncella desnuda meciéndose a la luz de las hogueras, acompañada
del rítmico compás de la caja, la queja de la quena y el canto como
letanía de los presentes. Había sido elegida por las ancianas en base a
sus propias virtudes: fuerza, salud, carácter, entereza. Musitaba
mientras danzaba con sus ojos cerrados las palabras rituales, mezcla de
voces cacanas y quechuas que le habían trasmitido las ancianas y de
las que ignoraba su significado; su cabeza volaba por paisajes celestes,
lagos como espejos y montañas ancianas que se inclinaban para
saludarla. Que jamás había visto. Pero sí los veía a través de Viracocha,
como veía a Viracocha mismo acercarse a ella, rozarla con sus dedos
de fuego, girar por el aire acompañando su danza; la doncella de
pronto era vicuña, luego llama, más tarde puma. Y la Voz, don Josephe


                               33
Baltos, sangre noble de caciques, se acercaba a ella y cuando puma y
como puma la poseía, hendiéndola no con su cuchillo sino con su
virilidad, porque él era Viracocha, Pachacamac, el Padre Sol y la
doncella era la Pachamama y si los quilmes querían que sus dones les
fueran concedidos, la tierra debía ser fecundada por quien descendiera
de los dioses mismos.
      Este era el único rito inmutable desde el fin de los tiempos, el rito
del cual los quilmes jamás abdicaron. Luego la doncella sería aislada
hasta saber si había sido fecundada y el fruto de ese rito sería curador,
sanador, instruido por los ancianos curadores y sanadores, dueños de
vida y muerte, si era macho; y si era hembra, sería una de las Señoras
de los sembradíos, encargada de los ritos sagrados que provocaban el
fruto directo de la Pachamama, la encargada de alimentarla, de cavar
el hoyo en donde enterrarían alimentos y cosas bellas que ella misma
habría hecho. Esto quería decir que los dioses habían hablado a través
de ella. Y gran desgracia auguraba a los quilmes el que la doncella no
resultara fecundada. Significaba que los dioses y la madre tierra les
negaban sus dones, significaba un período de grandes calamidades
para ellos hasta el próximo rito. La de esta noche tenía una expectativa
especial, porque restaba una sola Señora de los sembradíos y estaba
enferma y los quilmes no podían quedar sin su sacerdotisa de la Tierra,
sin la sagrada encargada de alimentar a su Pachamama. Rogaban por
una hembra, esa noche, los quilmes.
       Cuando el acto quedó cumplido, un alarido estremeció el aire
caliente de la Reducción. Arreciaban las maldiciones hacia los
cristianos, era cada vez más evidente el desafío de los machos,
blandiendo arcos, macanas, lanzas, piedras, grandes huesos pelados de
vacas y cuanto objeto contundente encontraron para blandir. Y luego
machos y hembras se fecundaban entre sí, para convencer a los dioses
de que eso era lo que todos deseaban y esperaban de ellos: la
fecundación. Y cuando el Padre Sol dibujaba sus primeros colores,
decenas de indios e indias quilmes y acalianes se dirigían al
cementerio, a honrar a sus ancestros, a llevarles su comida y su bebida
y a darles la buena nueva de que el rito había sido satisfecho una vez
más. No todos lograban hacerlo. Porque para llegar al cementerio


                                34
debían pasar frente a la mísera Iglesia cristiana y jamás faltaba quien o
quienes, ebrios de licor, humillación y coraje, intentara arremeter
contra ella. Y este era el punto en el cual los soldados lanzaban sus
cabalgaduras contra ellos y revoleaban espadas sobre sus cabezas para
disuadirlos, y lanzaban al aire disparos de mosquete, repartían
latigazos a mansalva y apresaban a quien podían apresar y
encarcelaban a los apresados. Veinte latigazos a cada varón era el
castigo. Dos días a pan y agua para las hembras. Pero esto a nadie le
importaba. Sólo rogaban que cuando fuera el tiempo, de la panza de la
doncella llegara el augurio de los dioses, el buen augurio que les daría
fuerza para seguir viviendo y esperanza de volver a los valles.




COMPARAR DIOSES




                               35
Jamás hubiera imaginado don Melchor de Izarra, designado
en el año del Señor de 1678 como Cura Doctrinero de la
Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes, dependiente
directamente del Rey de España, que seria un testigo
privilegiado de los misteriosos caminos de Dios, tantas veces
mencionados pero pocas atestiguados. Ni que esos misteriosos
caminos enriquecerían los años en que, en medio de una
miseria creciente, los caminos del ingenio y de la hermandad
aparentemente imposible estarían despejados por hechos de
los cuales no sólo no tenia memoria que hubieren existido,
sino que dudaba que volviesen a ser posibles.
    Tampoco se atrevería a confesarlo a sus pares, pero uno de
los escasos momentos plenos de su vida era cuando, en mitad
de la noche, a la luz de una fogata, comparaba dioses, como
decían, con don Francisco Pallamay, cacique de los quilmes. Al
hacerlo, don Melchor -si alguien se lo señalara en estos
términos pondría cara de asombro -practicaba el
reconocimiento de las diferencias culturales, algo nada común
en esa época y en estas tierras, en que las diferencias -de éste o
cualquier tipo -se dirimían mosquete en mano. Pero era algo
que hacía a escondidillas, algo que no debía saberse. Estas
charlas tenían sabor a pecado y el sacerdote conocía ese
gustillo, esa excitación de sentirse haciendo travesuras; pero
estaba convencidísimo de que el buen Dios nada reprobable
vería en esos convivios, desde el momento en que se hicieron
posibles debido a su propia intervención. Al menos, en lo que
creía don Melchor, quien, además, se decía que si estaba bien
cuando lo practicaban sus primos jesuitas, entonces: ¿por qué
lo vería mal si quien hacía eso era un cura?.
    Bien que el Altísimo había intervenido seguramente para
ayudar a la tarea evangelizadora que debía emprenderse;
pero, sin dejar ni por un momento de cumplir con tan alto
mandato, don Melchor despuntaba como al pasar su vicio
predilecto, su curiosidad innata por entender el modo de
pensar y de sentir de otros hombres. Y por eso estos nocturnos


                               36
y furtivos encuentros tenían ese regosto. En ello pensaba don
Melchor mientras se dirigía hacia el aislado sitio en donde don
Francisco atizaba el fuego; completando su picardía, el Mentor
de la cristiandad llevaba uno de sus más preciados tesoros:
vino de la costa, néctar sin el cual la lengua de don Francisco
permanecería inmóvil y clausurada. Y tal vez la suya también.
De paso pensó en que andaba escaso de vino; su tocayo Maciel
tendría que proveerle más.
    Estos encuentros habían comenzado cierta vez en que el
Padre Cura se horrorizó al asistir al castigo impuesto por el
entonces Corregidor a un natural, casi un niño, que se había
negado a asistirlo en su almuerzo sin dar razones. Es que
circulaban algunas versiones non sanctas sobre la conducta de
este Corregidor -de fugaz paso por la Reducción -con respecto
a los servidores que seleccionaba, siempre poco menos que
niños. El caso es que, por esa negativa, el muchachito fue
condenado a la barbaridad de cincuenta latigazos, de los
cuales recibió solamente siete u ocho, debido a la intervención
casi simultánea de don Melchor y del cacique quilmes,
quienes, como si se hubieran puesto de acuerdo -no lo habían
hecho -estaban allí porque desconfiaban y detuvieron la mano
del soldado que efectuaba el castigo, sin que el Corregidor,
presente en el acto, hiciera otra cosa que dar media vuelta y
desaparecer. Al comentar este innoble acto, el cura doctrinero
y el cacique quilmes se encontraron con una sorpresa: ni uno
ni otro conocía la lengua de cada quien, pero se entendían
como si hablaran un mismo idioma. “Milagro”, dijo don
Melchor; “cristianos asesinos”, dijo don Francisco. Y ambos
supieron lo que dijo uno y otro. No obstante, así quedaron las
cosas un buen tiempo, como si hubiese habido una casualidad
que no merecía mayores profundizaciones. Hasta que en otra
ocasión advirtieron que hablaban entre sí: la travesura quedó
sellada.
   Para don Francisco Pallamay estas charlas no tenían ese
sabor; sin duda que se había sorprendido al comprender, sin


                              37
saber su lengua, las palabras del cura cuando el incidente del
muchacho. Pero no habían cruzado dicho desde entonces
hasta aquella vez en que su Petrona enfermó y vino el Padre
Cura a interesarse por su salud y sin saber cómo ni cuándo se
encontró esa noche con el cristiano a campo abierto hablando
de dioses y destinos. En ésas acabaron con el vino de misa y
hasta con la noche. “Milagro” volvió a decir don Melchor. “Es
cosa de dioses”, confirmó don Francisco. Porque habían
comprobado que ni el cura podía entenderse con otro indio ni
el cacique con otro cristiano. Sólo entre ellos podían. Se hizo
costumbre desde entonces. Pero el flamante cacique de los
quilmes, don Martín Iquín, su padre, había muerto nomás de
aquella peste de la cual parecía haberse salvado -se decía que,
dioses o no dioses, antes que nada, don Melchor Gaspar era
hombre sagrado de sus enemigos y él guardaba un profundo
rencor hacia quienes habían quitado a su nación su más
preciado tesoro: la libertad. Claro que muy en el fondo de su
rencor debía reconocer que estos encuentros tenían su encanto
y que él también gozaba con estas charlas que le revelaban
mundos desconocidos, mundos que nunca imaginó existieran
en alguna parte. Y comprendió que podían servirle para ganar
al sacerdote cristiano hacia la piedad para con su pueblo, que
sufría y se anegaba en la miseria y el abandono.
   De lejos vio la figura oscura de don Melchor, cabeza
erguida mirando las estrellas, desandando presurosa el
camino de hormigas que lo llevaría hasta él. Con su calma
habitual continuó atizando el fuego, preparándolo para una
larga noche, mientras -no podía ocultarlo -por su garganta
trepaba la sed, que sólo calmaría el bendito licor de los
cristianos.
-Ave María, don Francisco.
-Sin pecado, padrecito.-El saludo cristiano era de rigor. Don
Francisco siempre se sentía mal por ello, pero debía tener
templanza: era uno de los amargos sabores de la derrota. Más
allá de eso, no sentía rencor personal hacia don Melchor; no


                              38
sólo había refrendado y apoyado ante el Gobernador y el
Corregidor el que los ancianos lo hubieran designado cacique,
sino que realmente pensaba que era un buen hombre, que no
tenía claridad sobre el daño que transportaba. El cacique
cristiano estaba convencido de que arrimaba el bien, la
salvación, a estas naciones dejadas de la mano de Dios, como
siempre decía. Por otra parte, era el único entre todos ellos que
se avenía a hablar de dioses sin arcabuces o latigazos de por
medio. Y esto no era poco.
-Hará calor mañana -dijo Don Melchor, mientras acercaba un
tronco para sentarse.
-Tal vez , dijo Francisco, escrutando el horizonte
        El silencio se apoderó de ambos caciques. El cristiano
miró hacia la lejanía, allá en donde un tibio resplandor
conservaba la huella del sol en el horizonte. La noche
amenazaba con ser muy oscura. No se veía luna por ninguna
parte. El fuego dijo yo también estoy derrumbando un leño en
un mar de chispas. Mecánicamente, don Francisco hurgó la
fogata con su vara. La luz de la hoguera mostraba a dos
hombres de muy cercana edad entre ellos, unos cuarenta años,
rostros surcados por demasiadas arrugas. Redondo,
rubicundo, barbado, con una mezcla de pelos castaños y grises
el del cristiano; olivácea la piel, abundante, lacia, oscura
cabellera la del quilme. Se respetaban. Don Melchor sabía que
don Francisco, pese a ser casi un niño entonces, había
combatido con bravura allá en el Tucumán y don Francisco
sabía que don Melchor no estaba de acuerdo con muchas cosas
que hacían los soldados españoles. Este tácito reconocimiento
era otro puente que los unía.
-Está quieta la pampa.
-Está. -Silencio. Honraron con un primer acercamiento la bota
de vino de la costa.
-Mi Petra se muere -dijo Francisco. Su voz sonaba hueca,
perdida -no falta mucho para que inicie su viaje a las estrellas.
Hay dolor en mi corazón.


                               39
-Entiendo tu dolor.
-También tengo alegría, porque ella acabará con sus males y
verá a Viracocha y estará con El.
-Ay, Francisco, eres incorregible. Te niegas al Altísimo,
persistes en tus idolatrías. ¿Qué haré contigo?
-Lo mismo que yo con vos: nada. Cada quien cree en aquello
que debe creer, de acuerdo a sus mayores. Al fin, Señor Cura,
piensa en esto: nadie ha vuelto desde las tinieblas. Entonces,
tanto vale aquello que tú crees como esto que creemos
nosotros. Es un misterio la muerte, es desconocida; entonces
cada quien pone en ella cuanto le parece. Eso ocurre con lo
desconocido: que para todo mentor sirve. Claro que si en esas
tinieblas mora Viracocha o tu Dios, para mi Petra será igual. A
ambos se ha encomendado, por las dudas. Así hacen las
hembras. Son precavidas. Pero creo que ves muy corto, don
Melchor.-Don Melchor dijo que Don Francisco era quien veía
muy corto y que además se hacia el desmemoriado, porque ya
le había explicado hasta el cansancio que Jesús había vuelto
de esas tinieblas para revelar a los hombres el Reino de Dios...
-No me consta, se obstinó Francisco.
-La Biblia lo dice -explotó el cura, golpeando su libro sagrado.
-No me consta -insistió el cacique. Melchor hizo un gesto
como quien dice “es inútil” y tomó otro camino:
-Ese modo -idólatra, claro, si no, no serías vosotros -que tiene
tu Petra y algunos de vosotros de incorporar a Dios
mixturándolo impíamente con vuestras fantasías diabólicas, y
que nos perdone el Señor por invocar su nombre en vano, te
digo no es nada nuevo ni lo inventaron vosotros. Fíjate que en
la Biblia relata San Pablo haber hallado en Atenas, (esto es en
Grecia, una nación muy lejana de aquí) un altar dedicado a un
Ignoto Deo, que quiere decir, te ilustro, Dios Desconocido, al
que adoraban estos gentiles. San Pablo les dijo: “al que
vosotros veneráis sin conocerlo, ése es el que yo os predico”. -
Francisco lo miró sin demostrar entendimiento -¿No lo
adviertes...?.¿De qué ríes, desdichado?


                              40
-De lo veloces que son los cristianos para engañar. Ese hombre
sagrado tuyo vio la oportunidad y...
-Ninguna oportunidad. Sois un demonio frívolo. Dios ya se les
había revelado aunque ellos lo ignoraban; aunque, precavidos,
le habían erigido su altar...
-Petra es precavida, también. Acabo de decírtelo. Pero, Padre
Cura, vos sabes que esos griegos que dices serían muy
ingenuos si aceptaron así nomás que un extranjero se colara
por ese agujero y les dijera que ese dios desconocido es el Dios
que él predica. Sería cosa de guaguas el creerlo.
-¿Guaguas? La civilización griega es la madre de nuestras
civilizaciones, cuna de grandes hombres, de grandes
pensadores como Platón, Aristóteles, Sócrates, Homero
...aunque nunca falten Heráclitos ni Aristófanes... El caso es
que ellos tenían un atisbo de la Verdad Divina... atisbo que tú
ni atisbas -rió don Melchor de su propia broma -y su gran
inteligencia les empujó a adorarlo aún sin saber su nombre
verdadero. Creo que eso se llama agudeza. En cambio, tú...
-Creo que estás en error. Esas gentes que dices ya lo tenían, era
uno de sus dioses. Nosotros no. Fueron ustedes quienes nos
obligaron a tener el vuestro.
-Ya sé que Dios no se os ha revelado aún -se irritó Melchor -
hablo del modo. No importa si lo tuvieran o no. Muchos de
vosotros usáis el mismo modo cuando sabéis de él, eso digo.
Que el demonio usa iguales trucos para su dominio.
-Puede ser -dijo Francisco, no muy convencido. Con un
autoritario ademán del cacique que era -o tal vez irritado a su
vez por la irritación del sacerdote cristiano -exigió que le
pasara la bota con vino. Melchor, sin pensarlo, obedeció y al
momento tuvo arrepentimiento y mantuvo la bota en el aire,
haciendo un gesto de advertencia, como diciendo “quién
manda aquí”. Francisco lo miró con picardía: ---No deberías
enojarte conmigo. No olvides que vives de nuestro sudor…
-Malamente, en verdad -se ablandó el cura, que era blando sin
esfuerzo -y nada más necesito. Los curas tenemos voto de


                               41
pobreza. Aunque es justo que sufraguéis a quien porta vuestra
salvación, algo que no entra en vuestras entendederas.
-Mientras traigas tu bota...
-No te iguales… Debería hacerte castigar por insolente.
-Algo que no harás, Don Melchor, porque sos una buena
gente.
-Y tú abusas de la bondad del Señor.
-De la tuya, Don Melchor, de la tuya, que tu Dios no ha sido
muy bondadoso con nosotros -El cura hizo un vago ademán,
como quien reafirma “es inútil hablar contigo”.
     Habiendo demostrado su autoridad, pasó el recipiente al
cacique. Callaron ambos, mientras la bota pasaba de uno al
otro. Bebían a pequeños sorbos el licor preciado y escaso,
hermanando labios, mientras hundían su vista en el infinito.
Estaban en el borde de un pequeño monte, al amparo de un
fuego amenazando trocarse en sólo brasas. Y la noche se fue
entre comparaciones y desacuerdos, entre dioses buenos y
dioses malos, entre griegos y tubichamines, entre paraísos e
infiernos. Ya el rocío hacía brillar el pasto algo amarillento y
ralo en esa parte cuando los compinches se sintieron algo
cansados. Muy pronto amanecería, muy pronto cubriría ese
pasto el delicado rosa del amanecer. Es allí cuando la pampa
más que nunca se parece al mar.




EL PAMPERO

   Seco, impetuoso, el viento que mandaba el Padre Sol desde su
morada bajo el horizonte inclinaba las copas de los árboles, doblaba los


                              42
arbustos hasta hacerlos gatear, se llevaba en su furia todo aquello que
no tuviera amarras. Ya iban dos lunas en que el viento despeinaba las
chozas, ya eran dos lunas en que las guaguas no podían salir siquiera a
vaciar sus entrañas porque el viento las arrastraba como si ellas fueran
también hojas; ya eran dos las lunas en que la furia del Padre Sol
desarmó y esparció por todas partes chozas que no estaban bien
aseguradas. Como jamás habían visto ni sufrido algo semejante. El
Consejo de Ancianos y los caciques quilmes y acalianes decidieron
reunirse para estudiar el camino a tomar y desanudar razones que
expliquen el fenómeno. Se saludaban en la choza de Nicolás Caliuá, el
quilme que tuvo la fortuna de alzarla (sin saber, sólo buscando
sombra) cerca de un gigantesco álamo que vino a resistir sin inmutarse
cualquier tipo de viento, rayo o lluvia y protegía, como otro padre, la
vivienda del Nicolás y la María Iquicho.
      Los reducidos no se habían anoticiado nunca de que tal viento
fuese posible. Allá, en el valle lejano, no sólo los vientos eran menos
intensos y menos durables, sino que las montañas se encargaban de
domeñarlos. Pero algo así, algo como un castigo que amenazaba con
llevarse todo a su paso y que aparentaba no amainar, debía ser cosa de
dioses, de dioses que ellos desconocían; no el dios de los cristianos sino
de dioses de estos sitios, tal vez furiosos porque ellos usurpaban a su
Pachamama. Al menos, eso decía el Juan Anchila, voz de respeto entre
los ancianos porque era uno de quienes leyeron en las piedras del valle
la sangre y la muerte que vinieron.
      De a poco, agachados y nunca de a uno, tomados del brazo o por
la cintura, como amantes primerizos, fueron llegando los convocados.
Rostros serios, ninguna broma, pocas palabras. El momento no daba
para fiestas. Los únicos que tenían su rostro algo más distendido que el
resto eran precisamente los dueños de casa. Se podía decir que hasta
alegres estaban. Pero ni el Nicolás ni la María estaban como felices por
tener la única casa que de ninguna manera se llevaría este viento -
vanidad tonta sería -sino que lo estaban porque en su casa, en su casa
de ellos, mascando la poca coca que les quedaba y la aún menos chicha
que tenían, en casa de ellos, gente del común, indio de mita él y
sembradora ella, honraban su suelo y su sombra, sus duraznos y


                               43
zarzamoras, caciques y ancianos que descendían de la más pura sangre
de la historia. Y junto con ellos entraba a la choza del Nicolás y la
María, en la estampa y figura de don Martín Iquín, cacique de los
quilmes, Pachacamac mismo, el Hijo del Sol, de quienes todos
descendían.
        Hasta en su muerte, ocurrida no mucho después, con la primera
maldición que acabó con sus vidas, las de sus hijos y de unos cuarenta
hermanos más; esa maldición que empurpuraba y ennegrecía la piel y
metía las sombras desde afuera y se llevaba el aliento, entre
retortijones, echando espuma por la boca como perro maldito; hasta en
su muerte atroz, el Nicolás Caliuá recordaría esa tarde en que los
ancianos se reunieron en su hogar para porfiar cosas del viento. Más
aún: en el delirio de su fiebre final, el Nicolás reconstruía el cónclave y
ésa era la imagen que quería llevar en su viaje a las estrellas, porque
sabía que esa vez Pachacamac lo había elegido y El nunca olvidaba a
quien una vez eligió. Pero no había que ir tan lejos. Decenas de veces
desde aquella tarde el Nicolás y la María debieron relatar a sus
hermanos hasta los detalles menos relevantes de esa reunión histórica.
Y una vez y otra ya el Nicolás, ya la María, sentados en cuclillas en
medio de una ronda de hermanos, como en esta tarde en que el calor y
la humedad sofocaban tanto que nadie podía ni dar un paso,
desgranaban su relato. Y decía el Nicolás: “quien primero habló fue el
Juan Anchila, porque había sido encomendado para estudiar los
vientos. Y dijo que había recorrido muchos caminos hasta encontrar,
cerca del Gran Río, piedras para poder hurgar en el destino. Y dijo
también que no eran piedras nobles, como las del valle, hijas de la
montaña y el techo del mundo, sino piedras blancuzcas y quebradizas,
piedras hembra, decía, que no eran confiables...”. “No dijo confiables -
interrumpió la María, tal vez molesta por la comparación -dijo
adecuadas”. “Confiables o adecuadas, da igual para el caso -prosiguió el
Nicolás, sin molestarse por la interrupción -porque el Juan Anchila
quería decir que en esas piedras no había podido leer bien el destino. Y
que su parecer era que ese viento les traía un mensaje que la gente no
sabía descubrir -y que él, con esas piedras, tampoco -y que por eso,
hasta que lo descubrieran e hicieran lo que este dios esperaba de ellos,


                                44
el viento no iba a parar. Que era un dios, eso sí lo había podido leer sin
duda alguna”. Y el Nicolás y la María seguían relatando que después
de las palabras del Juan Anchila sobrevino un gran silencio, cuyo
marco temible era el ulular del viento en el álamo.
-¿Y entonces? -preguntó Bernabé Anchoca, el cacique acalián. -
Entonces -dijo el Juan Anchila -habrá que ver. -Dices que has leído las
piedras y sólo te dijeron que era un dios. ¿Cuál dios? -No dijeron -
contestó el Juan.-Ujú -dijo Martín Iquín, acariciando su propio cuello.
Don Luis Quilimtay daba vueltas y vueltas a su guaca, la pezuña de
una llama que alguna vez lo salvó de morir y que cuando ella a su vez
murió él cortó esa pezuña, la bruñó y la alisó y le cruzó una cuerda
para llevarla en la cintura como sagrada que era.-Es dios iracundo -dijo
bajito -y como tal debe ser tratado.-Lo es -convino el Juan. Lorenzo
Atampa recordó que alguna vez, allá en el valle, enfrentaron a otro
dios iracundo y desconocido y que después resultó ser el Dios
cristiano. “¿No sería también éste...?” -No -dijo rotundo el Juan -éste es
pampero, es de la pampa. No es dios de montaña ni de mares. Es dios
de estas tierras. Y está enojado, tal vez porque armamos casas sin su
permiso -Con nosotros no será el enojo. Nosotros fuimos traídos.
Estará enojado con los cristianos, que nos acarrearon hasta acá -
sentenció Marcos Sacansay.-Da igual -argumentó Martín Iquín. La voz
del cacique quilme venía desde lo profundo de su garganta; parecía un
ronroneo de tigre -Es lo mismo... O peor. Ya vimos que los cristianos
no saben nada de dioses. Si hasta casa les hacen: creen que pueden
tenerlos encerrados entre cuatro paredes... No, aunque este dios esté
rabioso con los cristianos, ellos nada harán. Nosotros somos quienes... -
Entonces, lo primero, es saber qué quiere -dijo Marcos Chafa -Tal vez
quiera que nos vayamos. Pero no podemos y eso un dios tiene que
saberlo. -O quiere que se vayan los cristianos, porque de final ellos son
más extranjeros que nosotros -opinó Diego Alive. -Puede -dijo el
Marcos.
         Y aquí el Nicolás y la María contaban que por largo rato
discutieron los ancianos y caciques sobre este dios y sus impenetrables
exigencias y cada uno sugirió lo que a su parecer debía hacerse, hasta
que el Juan Anchila, quien mejor sabía leer en todas las cosas, dijo que


                               45
había leído los árboles y las plantas y que estos, cuando salía el Padre
Sol, siempre estaban inclinados hacia su aparición y que tal vez este
dios iracundo no era otro que el Padre Sol, enojado con ellos porque,
entre Reducciones y misas, poco se acordaban de reverenciarlo y les
enviaba esta señal para que ellos hicieran lo mismo que árboles y
plantas. No obstante, el hecho de que no hubiera memoria de que el
Padre Sol se expresara de ese modo con ellos ponía muchas dudas en
muchas cabezas. Por eso varios se inclinaban hacia que era otro dios.
La cosa quedó zanjada cuando Luis Quillimtay expuso lo evidente: -
¿Qué quieren los dioses, todos los dioses? Reconocimiento,
reverencias, sumisión, obediencia. Ignorantes como son, los cristianos
no harían nada de eso con este dios”. Tocaba a ellos hacerle el sacrificio
que demandaba. Fuera el Padre Sol u otro dios desconocido, don Luis
estaba dispuesto a apostar su cuello a que con un sacrificio como
prueba de sumisión y obediencia, fuese quien fuese, este dios se
suavizaría. “No dijo suavizaría -corrigió otra vez la María-dijo
calmaría”. -Calmaría, suavizaría, es igual -dijo el Nicolás, esta vez
amoscado por la nueva aclaración de su mujer.
        Y aquí sí ya todos recordaban la mañana que siguió a esta
memorable reunión cumbre, porque todos fueron protagonistas. Era
noche cerrada aún cuando caciques y ancianos, quilmes y acalianes,
despertaron a todos los integrantes de la Reducción. A todos, adultos y
niños, machos y hembras, tullidos y enfermos, guaguas de pecho y
agonizantes. Cientos de naturales, ante el asombro y la inquietud de
curas, administradores y soldados, que aprestaron sus armas y
cabalgaduras, salieron de sus chozas desafiando el feroz viento que
cruzaba la Reducción de oeste a este. Como podían, estas criaturas del
demonio comenzaron a caminar hacia el lado del río hasta una
barranca, inclinadas para ofrecer menos resistencia al huracán que sin
embargo las empujaba con tal fuerza que hizo rodar a más de cuatro
por la escarcha un tanto prematura para esa época. Las estrellas
comenzaron a opacarse cuando el tinte rosado del alba despuntó sobre
el río. Ya todos, quilmes y acalianes, se habían arrodillado de cara al
Padre Sol, que amenazaba con herir el cielo con su luz en muy poco
tiempo. De pronto, una quena dejó oír su largo lamento y poco a poco


                               46
cientos de voces iniciaron una especie de ulule que crecía y crecía a
medida que la luz se intensificaba. Delante de todos ellos, don Martín
Iquín, el cacique quilme, el Nicolás Caliuá, lector, y don Bernabé
Anchoca, el cacique acalián, domeñaban un ternero que, tal vez
olisqueando su destino, como que gritaba que lo dejen en paz.
             Y cuando el Padre Sol asomó su penacho, Martín Iquín
hendió su cuchillo de afilada y fina madera en la garganta del animal,
que con un lastimero quejido dejó escapar su sangre, que regó la
escarcha y puede decirse voló literalmente, empujada por el viento,
hacia donde, esplendoroso, el Padre Sol iniciaba su eterno camino
hacia la noche. La quena parecía rogar y el viento enloquecer y el
ulular de los gentiles tapaba cualquier sonido posible. Entonces
caciques y lector se agacharon hacia el Padre Sol -o vaya a saber cuál
dios, pensó más de uno -los dos pueblos completos que estaban allí
imitaron y fue el momento en que árboles, plantas y humanos, todos a
una, homenajearon al rosado amanecer con una reverencia que tenía
por destino aplacar su furia y pedir su merced.
Después de esta ceremonia, al modo que pudieran, con el viento en la
cara que los hendía como toro dañino, quilmes y acalianes regresaron
cada quien a su choza. No habría mita, sembrados, ni baños, ni
alfarería. Imposible con este demonio surcando los aires.
          Cerca del mediodía, cuando hervían las ollas con el oloroso
zapallo, el maíz, las redondas papas y la poca carne que quedaba, de
pronto vino algo así como un sosiego. Todos se asomaron y pudieron
ver que los árboles se enderezaban con pereza. Y al llegar el Padre Sol
al punto más alto de su viaje,los árboles se irguieron por completo; ya
no había ni una leve brisa. Sobrevino una calma que hería los oídos
con el silencio.
-Por fin acabó este ventarrón de mil demonios -comentó el cura. -Así es
esta tierra -sentenció el señor Corregidor. -Ahora podemos hacer
trabajar a estos holgazanes, que ya bastante la llevaron con la excusa
del vientecillo -dijo el Alférez.
-Ni que lo diga usted, ni que lo diga...




                              47
MALICIAS

       Uno con los árboles de la costa, Pedro Barrigón atisbó la
inmensa negrura del Gran Río y sintió seca la boca. No porque se le
antojara un poco de tanta agua, ni porque se le hiciera agua por las


                             48
hojas de coca que lo esperaban, sino porque había adivinado la silueta
de alguien a caballo, que no podía ser otro que soldado cristiano. Muy
lejos sintió voces y risas y eso lo tranquilizó. Quien fuera, andaba
ligero, sin enojo. Pedro no podía con sus ansias. Escrutó el invisible
horizonte tratando de descubrir la señal, pero nada vio. Lo único que
le llegaba era ese pesado olor a pez y plantas viciadas. Estaba alto el
río. E inquieto. Batía contra la barranca como queriendo subirla y poco
faltaba para que lo hiciera. Con las crecientes muchos sufrían pero
otros holgaban. Si todo salía bien, mañana holgarían varios en la Santa
Cruz. Él, en especial. Pero todavía había que andar mucho camino
lleno de peligros. Hacía frío, un frío que trizaba la piel. Para
ahuyentarlo, zapateó y se golpeó el cuerpo con las manos, como
queriendo volar. Y pensó en su Juana. Porque si eso no le daba calor,
nada lo daría. Así estuvo, con su Juana, un buen rato, y hasta reía solo
y quien solo ríe de sus picardías se acuerda y Pedro se acordaba de
muchas, pero muchas, porque las había hecho grandes el Pedro
Barrigón. Algo brillante en el río lo interrumpió y el corazón se le
quería escapar porque pensaba que eran. Pero no eran y entonces
volvió a su Juana, a sus recuerdos y a su volar en el mismo sitio. Miró
otra vez cómo brillaba Chuquichinchay allá en lo alto, junto a un
pedazo de luna que apenas si plateaba la escarcha, y otra vez se dijo
que ésa era una buena señal y Pedro le pidió otra vez que le diera el
sigilo, la fuerza y la astucia del puma, que bien la necesitaría. Y
después se dio a sentir en la garganta el sabor de la chicha y en la boca
el gusto de la coca y en el paladar el de la sal; no puede compararse el
alimento con sal que sin sal. Y qué contenta se pondría la Juana con sal
para adobarlo.
           De su faja liberó una vara, que tenía enredado el cordel; esa
vara era su salvoconducto: si lo sorprendían, pues había venido a cazar
peces. Demás está decir que él sabía y los soldados sabían que los
quilme no cazaban peces, que los orgullosos ancianos decían que era
ofender a la Pachamama, que los quilmes eran de la Pachamama y que
ella se bastaba para alimentarlos y que si comían esos bichos la
Pachamama castigaría el insulto volviéndose polvo seco para siempre
y negando sus dones. Pero todos conocían bien a Pedro Barrigón y


                               49
sabían del poco caso que hacía de los ancianos y de sus leyes, que
muchas veces se había burlado de ellos y les decía que se habían
quedado en el valle cuando ya no había valle y que las costumbres y
los ritos estaban bien cuando llenaban la panza pero de nada servían
cuando obligaban a la barriga a cantar de hambre. Y que los peces no
serían como el maíz o como la papa pero agasajaban muy bien el
estómago y que él los cazaría cuando tuviera hambre y su Juana
tuviera hambre y sus hijos tuvieran hambre y que no creía que la
Pachamama se enojara si lo hacía, porque la Pachamama se ponía
contenta cuando sus hijos estaban contentos y tener bien la panza era
estar contento. Y que no era único quilme que lo hacía, no; por eso, si
lo sorprendían de noche junto al río, todos creerían que en verdad
había venido a cazar peces para su Juana. Y muchos soldados hasta
reirían de ello y más de uno pensaría que estaba bien eso que hacía
Pedro y que, por raro que parezca, debían reconocer que al menos
había un indio con cerebro.
             Claro que la vara y el cordel que Pedro desenredaba
prolijamente no sólo servía para cazar peces; también era útil para
atrapar los bultos que flotarían en cualquier momento sobre las
barrosas aguas, junto a las plantas como arañas -que de tan grandes
solían ocultar los bultos y a veces hasta los hundían -y las enormes
ramas y los peces muertos y las serpientes que siempre trae la
creciente; bultos que debía recoger uno a uno, llevarlos hasta la mula
que rumiaba dulcemente los pastos al borde del monte, acomodar esa
carga y transportarla como tres leguas, esquivando las guardias, hasta
entregarla a cristianos a quienes jamás vio la cara pero cristianos eran.
Por el olor. Nunca supo ni quiso saber qué contenían esos bultos; le
habían hecho entender que si abría o perdía uno de ellos el castigo
sería atroz. A cambio de su tarea, le daban una pinta de chicha o de
cualquier otro licor y una pequeña saca que contenía hojas de coca y la
maravillosa sal. Casi siempre amanecía cuando iba llegando a la
Reducción, con las ushutas enmugradas, los cueros con que peleaba al
frío hechos un asco y los pies hinchados; destrozando la escarcha,
cansado pero feliz. Pedro había visto más de un hermano, aunque



                               50
ignoraba de qué nación serían, hacer el mismo trabajo por la misma
paga.
          Pero en nada de esto pensaba Pedro mientras dejaba libre el
bramante; atisbaba la oscuridad olorosa del río y escuchaba atento los
sonidos del monte. En realidad pensaba en que todo eso lo tenía por
haberse decidido a cazar peces; haciendo eso lo vieron y alguien que
hablaba su lengua, a quien jamás volvió a ver, le propuso el trato y sus
obligaciones. No lo consideró demasiado tiempo; pocos minutos
bastaron, en realidad, para cerrarlo. Nada tenía que perder, salvo su
vida, y su vida no valía nada. Entonces se dijo que debía tratar de
cazar algún pez mientras esperaba, no fuera que vinieran esos
soldados que andaban con la velocidad del ñandú y lo sorprendieran
no más mirando.
Desenredado el cordel, Pedro se sentó al borde del río y arrojó su
torzal, en cuyo extremo tenía sólidamente atado un anzuelo de rama
tallado por sus manos. Ni carnada. ¿Para qué? Acomodó sus cueros a
la espalda y entonces se puso a pensar en la Juana otra vez. Como
cuando casó con ella al modo cristiano, porque el cura decía que vivían
en pecado así como estaban; recordó que la Juana lo había mirado raro,
porque ellos ya se habían casado como debían, como se habían casado
sus padres y los padres de sus padres y la Juana no entendía por qué
debían casarse de nuevo si ya lo estaban. Pero Pedro le dijo que era
mejor tener contento al cura y que en todo caso no había nada que
perder sino que ganar o que sería como un juego y que habría una
fiesta y que siempre era buena una fiesta. La Juana le dijo que sí por
complacerlo nomás pero le advirtió que esa manera de casarse a ella
no le importaba porque ya estaban casados bien.
      Salió de sus recuerdos cuando una ola batió con fuerza contra la
barranca. Y después otra. Y otra. Alerta quedó con todo el cuerpo,
porque eso sólo podía ser lo que esperaba; ahora sí vio a lo lejos una
lucecita que se mecía y se olvidó de la Juana y se olvidó de todo.
Acomodó los cueros en la orilla, para que estuvieran secos, y vara en
mano, cubierto sólo con la sobada túnica de alpaca que había heredado
de su padre, penetró al río helado tratando de distinguir los bultos que
no tardarían en flotar hasta él. Eran cuatro, según le advirtieron


                              51
meciendo los dedos, y todos tenían que llegar o ya sabía. Apartó una
enorme planta, de esas que vienen con la crecida, cuidando que no
llevara víbora, y esperó; la negrura era interminable y el silencio,
apenas ajado por el ondear del agua, le partía la cabeza. Cabeceando,
vio acercarse algo que debía ser parte de lo esperado; avanzó hacia el
bulto, el agua al pecho, y sin necesidad de pescarlo, lo atrajo hacia sí;
de un empujón lo envió hacia la orilla, esperando por otro. Durante
una media hora Pedro Barrigón anduvo en esa industria, hurgando el
río, helado, con el agua al pecho o más alto todavía. Temblaba y, si
pudiera verse, se vería azul de piel. El último fue el de más trabajo;
tuvo que hurgar plantas, esquivar troncos y asustarse a morir hasta
que dio con él, casi oculto bajo las raíces de un árbol moribundo,
inclinado hacia su destino ineluctable. Mucho trabajo le costó
desenredarlo y cuando pudo volvió a la costa. Reunió los bultos y
trepó como gato por la barranca pantanosa; allí volvió a tomar su
cordel, que para eso lo trajo, los cazó uno por uno y los dejó en lo seco.
Tomaba aire en el momento en que la pequeña luna llegaba a su cenit,
soltando una luz que antes le hubiera ayudado pero ahora pasaba a ser
enemiga. Por los soldados.
        La mula pacía mansamente, sin el menor interés por el resto del
mundo. Protestó un poco y se resistió cuando Pedro la tomó de la soga
y la llevó hacia donde había dejado su carga -esa carga que, fuera lo
que fuere, para él significaba chicha, coca y sal -pero obedeció. En
verdad, pastaba por pastar, porque en su colgante barriga ya ni un
pelo entraba. Con mucho cuidado y maña Pedro acomodó los bultos y
cuando estuvo satisfecho trepó al animal, acomodó los viejos cueros
sobre su piel aterida por las heladas aguas del río y partió; iba atento al
menor sonido, bordeando el bosque, antes de salir a campo abierto,
lejos de los soldados. Con cada paso del animal su corazón pasaba del
galope alocado de antes a imitar el manso andar de la mula; por fin,
encaró el camino que sólo él conocía y ya en paz se dirigió hacia el sitio
en donde entregaría carga y mula. Le nacieron ganas de cantar y
bailar, pero apenas si un brillo en sus ojos -si alguien pudiera
advertirlo -denunciaba su alegría. Pero el contento se le hizo agrio
cuando creyó escuchar, amplificado por la noche, el ruido de


                                52
cabalgaduras. Los soldados cristianos, ningún otro. Contuvo la
respiración, pero ni siquiera frenó su mula; más lento de lo que iba era
imposible que fuera. Al fin, ya estaba lejos. Miró a Chuquichinchay y a
ella se encomendó. Por delante, el camino se mostraba infinito.
-“Ahí va Pedro Barrigón. Cuida que no pierda alguna saca. No es indio
de fiar”. “Como ordene, Capitán”, susurró uno de los cristianos que
Pedro había como olfateado. El soldado puso su caballo al paso tras la
mula de Pedro, cuya silueta se esbozaba en el horizonte a la tenue luz
de la luna; miraba atento al frente y a los costados. Si veía o encontraba
algo raro o si veía restos del contenido de las sacas, indicador de que
habían sido hurgadas, o si el quilme se detenía demasiado o hablaba
con alguien, Pedro Barrigón era indio muerto.




LEYENDAS




                               53
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq
Lahuelladelosq

Más contenido relacionado

La actualidad más candente

Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos Quiñones
Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos QuiñonesLos Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos Quiñones
Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos QuiñonesMario Burga
 
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de México
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de MéxicoObra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de México
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de MéxicoAlfredo Ramírez
 
Discurso del General Juan Domingo Perón- 12 de octubre de 1947
Discurso del General Juan Domingo Perón-  12 de octubre de 1947Discurso del General Juan Domingo Perón-  12 de octubre de 1947
Discurso del General Juan Domingo Perón- 12 de octubre de 1947Ramón Copa
 
Alonso de ercilla y zúñiga la araucana
Alonso de ercilla y zúñiga   la araucanaAlonso de ercilla y zúñiga   la araucana
Alonso de ercilla y zúñiga la araucanaInal Tara
 
Las aventuras del capitán Alatriste
Las aventuras del capitán AlatristeLas aventuras del capitán Alatriste
Las aventuras del capitán Alatristeratita_rakel
 
Capitán Alatriste
Capitán AlatristeCapitán Alatriste
Capitán AlatristeAndrea99leon
 
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...Soipuerta Soy-puerta
 
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZ
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZSITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZ
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZjulio2102lopez
 

La actualidad más candente (18)

DOCENTE
DOCENTEDOCENTE
DOCENTE
 
Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos Quiñones
Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos QuiñonesLos Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos Quiñones
Los Cacicazgos de Lambayeque - Jorge Zevallos Quiñones
 
Mis abuelos
Mis abuelosMis abuelos
Mis abuelos
 
El alma de america vista en un calabazo
El alma de america vista en un calabazoEl alma de america vista en un calabazo
El alma de america vista en un calabazo
 
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de México
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de MéxicoObra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de México
Obra de teatro Descubrimiento de América y Conquista de México
 
Discurso del General Juan Domingo Perón- 12 de octubre de 1947
Discurso del General Juan Domingo Perón-  12 de octubre de 1947Discurso del General Juan Domingo Perón-  12 de octubre de 1947
Discurso del General Juan Domingo Perón- 12 de octubre de 1947
 
Alonso de ercilla y zúñiga la araucana
Alonso de ercilla y zúñiga   la araucanaAlonso de ercilla y zúñiga   la araucana
Alonso de ercilla y zúñiga la araucana
 
Uncharted 3
Uncharted 3Uncharted 3
Uncharted 3
 
Las aventuras del capitán Alatriste
Las aventuras del capitán AlatristeLas aventuras del capitán Alatriste
Las aventuras del capitán Alatriste
 
009 obra de teatro
009 obra de teatro009 obra de teatro
009 obra de teatro
 
Payro
PayroPayro
Payro
 
Doc. 12 de octubre
Doc. 12 de octubreDoc. 12 de octubre
Doc. 12 de octubre
 
Capitán Alatriste
Capitán AlatristeCapitán Alatriste
Capitán Alatriste
 
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...
LA MINERIA ESPAÑOLA EN LA OBRA IMPRESSIONS OF SPAIN DE ALBERT F. CALVERT MARÍ...
 
¿Quiénes fueron los hidalgos
¿Quiénes fueron los hidalgos ¿Quiénes fueron los hidalgos
¿Quiénes fueron los hidalgos
 
Conquita colomabia1
Conquita colomabia1Conquita colomabia1
Conquita colomabia1
 
Atahualpa
AtahualpaAtahualpa
Atahualpa
 
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZ
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZSITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZ
SITUACION PROBLEMA FINAL 4°AÑO PROFR. JULIO C. LOPEZ
 

Destacado

Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008
Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008
Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008gjbarbie
 
How to manage plesk 11
How to manage plesk 11How to manage plesk 11
How to manage plesk 11laonap166
 
No Te Borres Vecino De Quilmes
No Te Borres Vecino De QuilmesNo Te Borres Vecino De Quilmes
No Te Borres Vecino De Quilmesgjbarbie
 
La contaminación
La contaminaciónLa contaminación
La contaminacióngueste688b4
 
Trabajo de Río
Trabajo de RíoTrabajo de Río
Trabajo de Ríopm02ar
 
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedras
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedrasPerspectivas C.T.S: El arroyo las piedras
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedrasNora Marchese
 
Presentación Quilmes
Presentación QuilmesPresentación Quilmes
Presentación Quilmespm02ar
 
pejerrey acuicultura
pejerrey acuiculturapejerrey acuicultura
pejerrey acuiculturaarielpantera
 
enfoque del CTS para la enseñanza de la ciencia
enfoque del CTS para la enseñanza de la cienciaenfoque del CTS para la enseñanza de la ciencia
enfoque del CTS para la enseñanza de la cienciamjgp12109595
 
Riachuelo, 200 años de contaminación
Riachuelo, 200 años de contaminaciónRiachuelo, 200 años de contaminación
Riachuelo, 200 años de contaminaciónJaume Satorra
 
Aplicación de marcos normativos a análisis de casos
Aplicación de marcos normativos a análisis de casosAplicación de marcos normativos a análisis de casos
Aplicación de marcos normativos a análisis de casosCalizAngel21
 

Destacado (13)

Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008
Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008
Autazo Por El Plan Urbano Ambiental 30 De Agosto 2008
 
Hno. Daniel Coco Romanin
Hno. Daniel Coco RomaninHno. Daniel Coco Romanin
Hno. Daniel Coco Romanin
 
How to manage plesk 11
How to manage plesk 11How to manage plesk 11
How to manage plesk 11
 
No Te Borres Vecino De Quilmes
No Te Borres Vecino De QuilmesNo Te Borres Vecino De Quilmes
No Te Borres Vecino De Quilmes
 
La contaminación
La contaminaciónLa contaminación
La contaminación
 
Trabajo de Río
Trabajo de RíoTrabajo de Río
Trabajo de Río
 
El Rio
El RioEl Rio
El Rio
 
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedras
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedrasPerspectivas C.T.S: El arroyo las piedras
Perspectivas C.T.S: El arroyo las piedras
 
Presentación Quilmes
Presentación QuilmesPresentación Quilmes
Presentación Quilmes
 
pejerrey acuicultura
pejerrey acuiculturapejerrey acuicultura
pejerrey acuicultura
 
enfoque del CTS para la enseñanza de la ciencia
enfoque del CTS para la enseñanza de la cienciaenfoque del CTS para la enseñanza de la ciencia
enfoque del CTS para la enseñanza de la ciencia
 
Riachuelo, 200 años de contaminación
Riachuelo, 200 años de contaminaciónRiachuelo, 200 años de contaminación
Riachuelo, 200 años de contaminación
 
Aplicación de marcos normativos a análisis de casos
Aplicación de marcos normativos a análisis de casosAplicación de marcos normativos a análisis de casos
Aplicación de marcos normativos a análisis de casos
 

Similar a Lahuelladelosq

Fundaciones de ciudades
Fundaciones de ciudadesFundaciones de ciudades
Fundaciones de ciudadesphill till
 
El imperio civilización del incário
El imperio civilización del incárioEl imperio civilización del incário
El imperio civilización del incárioLuis Bados Ramirez
 
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...Jhonny Antelo Films
 
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereira
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereiraHistorias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereira
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereiraVictoria Monsalve
 
Campañas al desierto 1810 - 1879
Campañas al desierto 1810 -  1879Campañas al desierto 1810 -  1879
Campañas al desierto 1810 - 1879Elizabeth Rando
 
Periodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaPeriodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaAzarias Soto
 
Periodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaPeriodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaAzarias Soto
 
La mejor gente del mundo.
La mejor gente del mundo. La mejor gente del mundo.
La mejor gente del mundo. phill till
 
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo Pereira
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo PereiraHistorias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo Pereira
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo PereiraVictoria Monsalve
 
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docx
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docxNOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docx
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docxXochilsalazar
 
Conquista de chile
Conquista de chileConquista de chile
Conquista de chiletatyxxxx
 
Trabajo final américa nuestra
Trabajo final américa nuestraTrabajo final américa nuestra
Trabajo final américa nuestrarojascapac
 
La guerra de los wiracochas de juan José Vega
La guerra de los wiracochas de juan José VegaLa guerra de los wiracochas de juan José Vega
La guerra de los wiracochas de juan José VegaPEDRO OCAS TAPIA
 

Similar a Lahuelladelosq (20)

Fundaciones de ciudades
Fundaciones de ciudadesFundaciones de ciudades
Fundaciones de ciudades
 
El imperio civilización del incário
El imperio civilización del incárioEl imperio civilización del incário
El imperio civilización del incário
 
El alma de america vista en un calabazo
El alma de america vista en un calabazoEl alma de america vista en un calabazo
El alma de america vista en un calabazo
 
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...
Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. ...
 
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereira
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereiraHistorias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereira
Historias del paraiso Libro tercero - Gustavo pereira
 
Campañas al desierto 1810 - 1879
Campañas al desierto 1810 -  1879Campañas al desierto 1810 -  1879
Campañas al desierto 1810 - 1879
 
Periodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaPeriodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubrica
 
Periodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubricaPeriodo colonial y rubrica
Periodo colonial y rubrica
 
La mejor gente del mundo.
La mejor gente del mundo. La mejor gente del mundo.
La mejor gente del mundo.
 
Criollo
CriolloCriollo
Criollo
 
MPCortes.ppt
MPCortes.pptMPCortes.ppt
MPCortes.ppt
 
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo Pereira
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo PereiraHistorias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo Pereira
Historias del Paraiso Libro Segundo - Gustavo Pereira
 
Etno uniambiental
Etno uniambientalEtno uniambiental
Etno uniambiental
 
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docx
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docxNOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docx
NOSTALGIA PELEADORA DE TUPAC AMARU.docx
 
La Hora de los Mameyes
La Hora de los MameyesLa Hora de los Mameyes
La Hora de los Mameyes
 
210513
210513210513
210513
 
Conquista de chile
Conquista de chileConquista de chile
Conquista de chile
 
Trabajo final américa nuestra
Trabajo final américa nuestraTrabajo final américa nuestra
Trabajo final américa nuestra
 
Carta de jamaica
Carta de jamaicaCarta de jamaica
Carta de jamaica
 
La guerra de los wiracochas de juan José Vega
La guerra de los wiracochas de juan José VegaLa guerra de los wiracochas de juan José Vega
La guerra de los wiracochas de juan José Vega
 

Último

RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIARAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIACarlos Campaña Montenegro
 
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...fcastellanos3
 
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALVOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALEDUCCUniversidadCatl
 
La Función tecnológica del tutor.pptx
La  Función  tecnológica  del tutor.pptxLa  Función  tecnológica  del tutor.pptx
La Función tecnológica del tutor.pptxJunkotantik
 
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024IES Vicent Andres Estelles
 
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxLINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxdanalikcruz2000
 
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfMapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfvictorbeltuce
 
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxProcesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxMapyMerma1
 
periodico mural y sus partes y caracteristicas
periodico mural y sus partes y caracteristicasperiodico mural y sus partes y caracteristicas
periodico mural y sus partes y caracteristicas123yudy
 
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdad
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdadLecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdad
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdadAlejandrino Halire Ccahuana
 
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativa
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativaplan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativa
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativafiorelachuctaya2
 
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptx
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptxOLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptx
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptxjosetrinidadchavez
 
codigos HTML para blogs y paginas web Karina
codigos HTML para blogs y paginas web Karinacodigos HTML para blogs y paginas web Karina
codigos HTML para blogs y paginas web Karinavergarakarina022
 
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdf
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdfTarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdf
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdfCarol Andrea Eraso Guerrero
 
Identificación de componentes Hardware del PC
Identificación de componentes Hardware del PCIdentificación de componentes Hardware del PC
Identificación de componentes Hardware del PCCesarFernandez937857
 
Introducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
Introducción:Los objetivos de Desarrollo SostenibleIntroducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
Introducción:Los objetivos de Desarrollo SostenibleJonathanCovena1
 

Último (20)

Defendamos la verdad. La defensa es importante.
Defendamos la verdad. La defensa es importante.Defendamos la verdad. La defensa es importante.
Defendamos la verdad. La defensa es importante.
 
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIARAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
 
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
 
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALVOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
 
La Función tecnológica del tutor.pptx
La  Función  tecnológica  del tutor.pptxLa  Función  tecnológica  del tutor.pptx
La Función tecnológica del tutor.pptx
 
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024
Metabolismo 3: Anabolismo y Fotosíntesis 2024
 
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxLINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
 
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfMapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
 
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxProcesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
 
periodico mural y sus partes y caracteristicas
periodico mural y sus partes y caracteristicasperiodico mural y sus partes y caracteristicas
periodico mural y sus partes y caracteristicas
 
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdad
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdadLecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdad
Lecciones 04 Esc. Sabática. Defendamos la verdad
 
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativa
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativaplan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativa
plan-de-trabajo-colegiado en una institucion educativa
 
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptx
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptxOLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptx
OLIMPIADA DEL CONOCIMIENTO INFANTIL 2024.pptx
 
Repaso Pruebas CRECE PR 2024. Ciencia General
Repaso Pruebas CRECE PR 2024. Ciencia GeneralRepaso Pruebas CRECE PR 2024. Ciencia General
Repaso Pruebas CRECE PR 2024. Ciencia General
 
codigos HTML para blogs y paginas web Karina
codigos HTML para blogs y paginas web Karinacodigos HTML para blogs y paginas web Karina
codigos HTML para blogs y paginas web Karina
 
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdf
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdfTarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdf
Tarea 5-Selección de herramientas digitales-Carol Eraso.pdf
 
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdfTema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
 
Identificación de componentes Hardware del PC
Identificación de componentes Hardware del PCIdentificación de componentes Hardware del PC
Identificación de componentes Hardware del PC
 
Introducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
Introducción:Los objetivos de Desarrollo SostenibleIntroducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
Introducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
 
Sesión de clase: Defendamos la verdad.pdf
Sesión de clase: Defendamos la verdad.pdfSesión de clase: Defendamos la verdad.pdf
Sesión de clase: Defendamos la verdad.pdf
 

Lahuelladelosq

  • 1. Carlos Patiño LA HUELLA DE LOS QUILMES novela Ediciones A Poncho Buenos Aires, Argentina
  • 2. Edición electrónica, en formato .PDF, realizada exclusivamente para acompañar el multimedia documental Quilmes, de Amílcar Romero. Quedan todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción por cualquier medio y con fines comerciales. Es obligatoria las citas de la fuente. © Carlos Patiño, para la actual y cualquier otra edición, como así su utilización bajo otros formatos. Ciudad de la Santa María de los Buenos Ayres, Provincias Unidas del Sud, mayo del 2008
  • 3. CARLOS PATIÑO LA HUELLA DE LOS QUILMES Ediciones A Poncho Buenos Aires, Argentina, Sudamérica
  • 4.
  • 5. PROLOGO INEXORABLE* MARCELO MARCOLIN * El autor es poeta y escritor. Como subsecretario de Cultura del Municipio de Quilmes, a principios de este siglo acompañó a una delegación de la comunidad a una muestra etnográfica sobre indigenismo americano realizada en París. Durante el largo viaje tuvo ocasión de compenetrarse profundamente con el sentir y el pensar de esta comunidad, que todavía lucha para que le sean devueltas las fortificaciones y demás construcciones de las Ciudad Sagrada en los valles calchaquíes de Tucumán, en poder del gobierno de esta provincia, que intenta que siga siendo un rentable lugar turístico controlado por las autoridades provinciales y no devolverlas a sus legítimos dueños, como ya lo estableció incluso una cédula real en 1750. 5
  • 6. Tragedia de los indios quilmes: uno de los secretos mejor guardados en la historia de América. En el muro de la actual catedral quilmeña un cartel de la Junta de Estudios Históricos de Quilmes reza: “Aquí se construyó la primera iglesia de nuestro partido. En su derredor se amontonaron las humildes viviendas de los indios”. Ese cartel miente a sabiendas. Esa primera iglesia fue construida por los indios quilmes, obligadamente, y sus “humildes viviendas” se amontonaron en derredor de la iglesia porque así lo ordenó el conquistador. No fue la madre que cobijó bajo sus protectoras alas a los ateridos pollitos, como da a entender el cartel, sino que los pollitos trabajaron duramente y a látigo cierto para construirla. Tal vez éste sea el famoso misterio del huevo de Colón... Si esta verdad permanece casi ignorada en los libros de historia –y cuántas tragedias como ésta permanecen en la bruma- fue tal vez debido a que ocurrió casi siglo y medio después de la llegada de Colón a nuestro continente, cuando el polvo del gran genocidio americano se estaba asentando tras la feroz invasión española. Ya había sido celebrado el Concilio de Trento, que recomendaba un trato más humano hacia los indígenas, y ya España había sido muy criticada por su brutalidad en los Congresos mundiales. De allí nace la metáfora de la gallina y los friolentos pollitos. Una mentira que dura desde hace más de 300 años. Los quilmes –se ignora el verdadero nombre de esta nación; quilmes o kilmes fueron denominaciones españolas– son originarios del sur del Perú, de donde huyeron para escapar a la conquista de los Señores del Cusco. Peregrinaron por el Norte Chico de Chile, por regiones del norte argentino y acabaron asentándose en los valles Calchaquíes -así denominados en honor a un cacique autóctono, jamás vencido y que murió de viejo– en lo que hoy es la provincia argentina de Tucumán. Allí vivieron durante décadas doce tribus denominadas diaguitas y allí estaban cuando arribó el depredador. 6
  • 7. América, por supuesto, no fue conquistada de una sola vez. Desde el arribo de Colón dilatados rincones de nuestro continente permanecieron ajenos a este arribo hasta muchos años –y hasta siglos -después de consumado, especialmente en Sudamérica. Entre estos territorios interiores se hallaban los valles calchaquíes. Hacia 1600 comienzan a llegar los primeros españoles, descendiendo desde el Virreinato del Perú y ascendiendo desde las regiones ocupadas por Juan de Garay y sucesores, donde hoy está Buenos Aires. Los valles calchaquíes constituyen una región privilegiada; fértil, bien protegida de tormentas y vientos huracanados, buena piedra para construir, laderas feraces, tierra que con riego apropiado produce cualquier cosa; poco tardaron los españoles en codiciar semejante riqueza. En especial, cuando “descubrieron” no sólo las fortificaciones de los indios, sino la habilidad con que estos –los quilmes fundamentalmente– construyeron acequias y métodos de riego que hacían producir esa tierra, a su Pachamama, como ellos la denominaban. La conquista duró muchos años, aunque la mayoría de las tribus fueron vencidas rápidamente. Pero dos naciones, la acaliana y la quilmes, no fueron presa fácil. Décadas debieron batallar los soldados españoles para conquistarlas. La derrota de los Quilmes motivó una carta de regocijo del gobernador victorioso, Alonso de Mercado y Villacorta, dirigida al Rey Carlos II (luego conocido como El Hechizado) en la cual da cuenta de esta “victoria”: «A 21 de diciembre pasado de 64 (como he dado el aviso) tomé segunda vez a mi cargo el gobierno de ésta Provincia. A 23 de enero siguiente informé de la buena suerte con que corrían las prevenciones de las armas para disponer con ellas la pacificación y conquista de los indios rebeldes de Calchaquí a cuya confianza vine enviado. Y a 26 de Octubre del mismo di noticia de estar conseguido en tan corto tiempo un negocio de tan antigua y concebida dificultad, y de lo que quedaba por hacer en la contingencia, de desnaturalizar el gentío a que precisamente había de necesitar la importancia de asegurar una paz 7
  • 8. permanente y todo el fundamento de la enseñanza cristiana y política, lo cual, discurrido con uniforme sentir del Consejo, como también la conveniencia de que se encaminase el caso sin arriesgar, haciendo violencia a los indios; lo favorable del estado presente se dispuso con igual fortuna inclinando con mañosos medios su incapaz y corta naturaleza a tan favorable particular y a admitirle con voluntarias diligencias y prevenciones no quedando parcialidad que al ejemplar de la primera no ocurriese a la proposición, y que en todo Noviembre no estuviese fuera del valle con su chusma y familias dirigidas a la parte de las fronteras que mejor se pudo por entonces llegar a convenir. Era todo el gentío según los padrones que se formaron con cincuenta gandules y hasta quinientas piezas apresadas, mil y doscientos indios de guerra y al pie de cinco mil almas en todo. Y como quiera que si quedara tanto cuerpo de gente recién reducida a las faldas de las cordilleras de esta ciudad y fuerte de San Pedro de Andalgalá donde tomó su primer asiento (y vista) la conveniencia adquirida de la paz pública; puesta la empeño nada pendiente a la contingencia y a dar satisfacción a la distribución de estos indios a diferentes fundamentos de la causa común motivados en el dictamen de su conquista se resolvió apartar de la vecindad de las serranías las más numerosas parcialidades para lo cual luego que llegó al ejército el aviso, que se quedó esperando en el valle de haber bajado sin desdén los pueblos remitidos que fue a primeros de diciembre se dispuso la retirada y el encargar la acción a los tercios moviendo la marcha cada vez por su frontera en donde desarmados los indios vieron de ceder a tan dura disposición de su natural, poniéndose en viaje hasta setecientas y sesenta familias; las doscientas y sesenta enviadas a Córdoba para pasar la mayor parte al servicio de las fortificaciones de Buenos Ayres como estaba propuesto por el presidente de aquella Real Audiencia; las trescientas y cincuenta de la ciudad de La Rioja y valle de Catamarca por capitulada composición para el beneficio de las viñas y algodonales de que abastecen la provincia. Y las ciento y cincuenta restantes a la ciudad de Esteco necesitada tanto de ésta asistencia para defensa propia y para fomento de la población de algunos españoles con que dar alivio a las postradas fuerzas en que se halla. Y aunque no pudo conseguirse tan bien pensado intento sin descomodidad de los indios por lo riguroso de 8
  • 9. los calores que a la sazón corrían y estar poco acostumbrada su chusma a las marchas, tuvo sin embargo seguro efecto la disposición restando sólo a la fecha desta poner en viaje luego que descansen los indios y se ajuste mejor el caso en la conferencia del puerto el mayor número que se pudiere remitir, cuyo envío no parece que tendrá dificultad hallándose por este medio de haber apartado este gentío de las fronteras asegurada su conveniencia espiritual y la utilidad pública, de quedar sin nueva contingencia la conquista de Calchaquí, cuyo valle desierto de la idolatría bárbara de sus agitadores se entrará a correr a tiempos este primer año para no dejar tomar pie en él a ningunas familias de las reducidas que pretendieren restituirse en su primera libertad y libre fiereza.» Don Alonso Mercado y Villacorta hace, pues, gala de lenguaje racista y de engolada prosa para disimular su orgullo y proclama la victoria de la Gran España sobre un puñado de indios pacíficos, agricultores y alfareros en su mayoría, pero nada dispuestos a ser humillados. Y tal vez esta sea la lección que nos trasmiten los indios quilmes, la de jamás rendirse al conquistador, cualesquiera fuere, preferir la muerte a la humillación y la libertad a la propia vida. En nuestro mundo globalizado y decepcionado, esta determinación parece locura. Pero, es de preguntarse, ¿no es mayor locura ceder mansamente a la fuerza del conquistador, no es mayor locura perder la identidad y los fundamentos de una nación? A lo largo de la historia cientos de pueblos lucharon hasta la muerte para mantener su condición de tales. Y por eso existe la diversidad de pueblos y naciones que enriquecen la cultura humana. Creo que merece rescatarse esta gesta heroica de indígenas americanos, que muy poco se conoce. Carlos Patiño, poeta, escritor, Premio Casa de las Américas (Poesía, 1990) ha intentado plasmar el martirio y la tragedia de quilmes y acalianes. Con lenguaje original y compacto lirismo nos trasmite el sentir de cada uno de ellos ante el avasallamiento del invasor. Es la conquista vista desde el vencido, es el dolor ante la pérdida de la identidad y del ser nación. Es de destacarse 9
  • 10. el diálogo surrealista si se quiere que sostienen el Cacique y el Cura Doctrinario a lo largo de la novela, un diálogo que jamás se llevó a cabo, para desgracia de ambos. Nunca el conquistador intentó dialogar con el conquistado. Sin embargo, ese diálogo de los diferentes hubiera enriquecido la cultura de ambos y especialmente hubiera evitado muchas muertes inútiles. No se entienden, claro, pero ambos tienen sólidas razones para que se advierta una sinrazón que sólo puede verificarse desde la codicia. Pero la historia, que a veces gusta de ser irónica, dio al partido de Quilmes el nombre de los vencidos. Tal vez Quilmes debería llamarse Santa Cruz –nombre original de la Reducción– o Cornelio Saavedra, Presidente de la Primera Junta Patria, uno de nuestros próceres, nieto de don Juan del Pozo y Silva, el dueño de las tierras en donde asentaron a los extrañados, o de cualquier otra manera. No obstante, por alguna misteriosa razón Quilmes es Quilmes. No podemos desconocer el hecho de que existen numerosas localidades que conservan nombres indígenas. Pero porque sus primeros habitantes fueron ellos. Quilmes, hasta donde es posible rastrearlo, es la única localidad que evoca el nombre de quienes no fueron nativos de la región sino enviados por la fuerza a virtuales campos de concentración. Tal vez sea un homenaje involuntario a una nación indómita y ejemplar, de esas que tanto necesitamos para que latinoamérica sea lo que debe ser. 10
  • 11. “No era limpia la conducta del Gobernador Torres, ni la de su sobrino, ni la de Juan del Pozo, ni la de Don Amador Rojas de Acevedo, ni, en fin, la de la verdadera sociedad en comandita que, bajo su dirección y protección, violenta si era necesario, lucraba a costa de los intereses de la Real Hacienda con el provechoso negocio del contrabando con holandeses y portugueses, desentendiéndose de toda traba moral y de todo miramiento por el bienestar y progresos comunes.” ACTAS DEL CABILDO ECLESIASTICO DE BUENOS AIRES, 1680 TEMORES 11
  • 12. Mateo sintió el frío del pasto húmedo pero no por eso se incorporó. Llevaba largo tiempo echado allí, asombrado y preocupado por el ronco repicar de la campana, que no paraba de sonar. Incluso Bernardo había desaparecido, tal vez retenido por sus padres debido al acontecimiento. Él andaba de merodeo cuando empezó todo y por eso estaba allí, lejos, casi en el borde de lo permitido. Ahora Mateo se aplasta aún más contra el pasto al oler, más que oír o ver, la presencia del cura. El cacique cristiano venía presuroso por el sendero marcado por el uso en el pasto ralo y amarillento; siempre de largo vestido negro, ya terroso por el polvo y el sudor. Llevaba un pañuelo rojo bien sucio en la mano derecha y con él se secaba la transpiración que le recorría frente y cuello. Hablaba fuerte y con grandes ademanes redondos mientras se acercaba a la gente, exigiendo que apuren su venida. Olía horrible. Como siempre. Hacerse cristiano te hace oler muy mal, ratificó una vez más Mateo. No quería saber nada con crecer y acristianarse. Y encima pagar tasa. Y oler así de feo. No, nada de acristianarse… Mateo levantó un poco la cabeza, arriesgando ser descubierto y seguramente castigado. Vio a toda su gente y además a la gente acaliana reuniéndose en torno al cura y a uno de los guardianes cristianos, que tenía puesto su uniforme de pelea. Recordó los relatos de los ancianos y se dijo que nada bueno pasaría si ese mandón tenía puesta tal clase de ropa. Sabía que el estar escondido no lo protegería de lo que fuera a ocurrir, porque notarían su falta y lo buscarían y rápidamente lo hallarían. No había muchos sitios donde esconderse en ese campo ralo. Habría que irse sin permiso, como dicen que hizo el tío Xptoual. El cura hablaba muy mal de Xptoual y los guardianes cristianos enrojecían cuando se lo nombraba, por eso Mateo imaginaba que su tío había hecho algo bueno. ¿Nomás porque fastidió a los caciques cristianos?. Sí, nomás porque fastidió a los caciques cristianos, sonrió Mateo de sus propias 12
  • 13. palabras. Pero, dónde andaría Bernardo, volvió a preguntarse, hasta que de pronto le pareció verlo allá entre la gente acaliana, vestido con su ropa de ceremonias. Ningún Jefe podría ser tan bajo como Bernardo, que incluso era menor que él. ¿Cuántos años tendría? ¿Nueve, diez, once?. Y de pronto esto lo preocupó más todavía, porque el cacique cristiano estaba con ropa de jefe y Bernardo, el cacique acaliano, estaba con las suyas y nomás faltaría que don Francisco se pusiera las mismas para... Se detuvo de pronto, con el corazón paralizado, al ver, allá a lo lejos, a don Francisco Pallamay, su Jefe, el Gran Padre Quilme, ataviado con su ropa de ceremonias, dirigiéndose hasta donde estaba el cura cristiano. Definitivamente, se dijo Mateo, algo serio estaba ocurriendo o por ocurrir, aunque no podía siquiera imaginar qué sería eso. Dio un brinco al sentir una mano en su espalda. Giró avizor como un hurón y vio la carita cobriza, hermosa, pícara y sucia de Zebrián, que le hacía señas de que callara. Zebrián era el más simpático de los chicos, siempre sonriente y dispuesto a acompañar cualquier travesura, por absurda que pareciera. -Zebri, casi me matas del susto. -Callate -dijo Zebrián-Si nos ven nos obligarán a estar allá. -Ya lo sé, pero: ¿qué pasa allá? -No sé. -¿Y entonces? -Entonces nada. Está el cura. -Ya lo vi... ¿y qué hay con eso? -Enojado está… -No está enojado, está sucio nomás. Huele mal. Pero enojado no está. Movedizo sí. -¿Qué diferencia hay? De todos modos la va a tomar con nosotros. -No lo sabes... -Sí lo sé... -No lo sabes... Callate. 13
  • 14. Los dos muchachos se aplastaron contra el pasto, cada uno pensando en qué castigo les darían cuando los encontraran. Y ya era tarde para cambiar las cosas. Mateo oía claramente a su madre llamándolo y no tardaría en oír a la madre de Zebrián. O peor, al padre de Zebrián. O, peor aún, a su padre. Miró hacia atrás, hasta donde la vista se hundía en el horizonte. Era algo que siempre hacía, para tranquilizarse: mirar hacia la lejanía, perderse en la llanura solitaria y eterna, con algunos árboles a lo lejos, muy pequeños de ver, y un vaho que comenzaba a levantarse por el calor, distorsionando el paisaje a ras del suelo. Era todo cuanto conocía y amaba en su vida breve. El repicar de la campana lo inquietaba. Su nervudo cuerpo, veteado por tierra, sudor y verde, apenas cubierto por algo parecido a un pantalón incapaz de contener sus partes, que ya crecidas se le escapaban a cada rato, era uno con el suelo. Sólo su cabeza, alzada como pájaro hambriento, denunciaba que creía el aire atestado de presagios. Para Zebrián la cosa era diferente. Pese a sus palabras, no estaba inquieto, ni preocupado ni alerta. Allá en el fondo lo desasosegaba el posible castigo, pero le había ocurrido tantas veces que no era siquiera importante. No, en realidad no estaba turbado. Al contrario de Mateo, se divertía mucho con el sonar interminable de la campana, el relumbrón de los uniformes, el parloteo de la gente al reunirse y especialmente con la inquietud de su amigo, incomprensible para Zebrián. Para él era día de fiesta, porque algo distinto de siempre ocurría, algo fuera de todos los días, algo más que treparse a un árbol o perseguir gatos, sapos, peces o cotorras. -Echate – le ordenó Mateo – Ahí viene un cristiano. Y callate vos ahora. Un soldado a caballo se dirigía hacia donde ellos estaban. Venía al trote, la transpiración brillando en su cara dorada y mofletuda. También, así vestido, con casco y armadura en tiempos del calor... No parecía muy contento, el soldado. Venía con la expresión de quien cumple con un deber, le guste o no. Y 14
  • 15. esto no era bueno para nadie, porque alguien pagaría por su fastidio. Siempre algún hereje, claro. A medida que la figura del soldado se agrandaba, crecía también el temor de Mateo. Primero se dijo que no venía hacia ellos. Ahora no estaba muy seguro. Poco a poco se le fue secando el sudor sobre el cuerpo. Cuando tuvo la certeza de que venía a buscarlos, se hizo el invierno en su piel. Hosca la expresión, el soldado se detuvo ante los muchachos, hizo caracolear la cabalgadura, desenvainó su espadón y con un ademán les ordenó ponerse de pie. No obstante, los ojos desmentían su fiereza. Acuosos, azules como el cielo, había en ellos una especie de risa. Tal vez porque lejos de encontrarse con rebeldes o con ñandúes, como temía, sólo había topado con niños traviesos, lo cual simplificaba su tarea. Y por más que esto no le daba oportunidad de ganar honores, seguramente pensó que era mejor así. Revoleando su espada, les indicó que debían dirigirse hacia donde estaba su gente. Egregio, señaló con su arma hacia el caserío, y los conminó a ponerse en marcha. Nada dijo. Era de pocas palabras. Pero aunque fuera de muchas, de nada le servirían, porque los idólatras no entienden el cristiano. Ni él entiende su cháchara. -Te dije que te echaras – rezongó Mateo mientras caminaban, escoltados por el milico. Zebrían sonrió por toda respuesta. Siguieron en silencio por un rato. Mateo llevaba atravesado en el cuerpo su mayor tesoro, su mayor orgullo: un aro de madera, que había tallado él mismo, como vio a los mayores tallar sus flechas, aro que empujaba incansablemente por los senderos abiertos entre el pasto por ushutas viajeras. Para empujarlo, su ingenio le había provisto de una rama aún verde, arqueada en la punta, que encajaba adecuadamente en el grueso del aro. Iba y venía por esos caminos, noche o día, con sol o lluvia, nadie sabía cómo, empujando su aro. Cada vez más suelto, cada vez más rápido, cada vez más lejos. La campana no cesaba de repicar y su ronca voz ya tenía a todos hartos. De pronto, calló. Justo cuando Mateo alcanzaba a 15
  • 16. sus padres. Su madre lo miró de reojo y por los pelos lo colocó junto a ellos. Estaba enojada. Zebrián corría con otros niños y Mateo pensó en que había una gran ventaja en ser más pequeño. Miró hacia donde estaban los cristianos, muy serios y diligentes ordenando sus cosas, y esto no lo calmó. Demasiadas veces había oído a los ancianos relatar cómo los alinearon también para extrañarlos de los valles, y no podía dejar de preguntarse si esto era lo que harían ahora, si una vez más se disponían a llevarlos lejos y adónde sería. Mateo no quería irse. Este era el único lugar que conocía y pensó que le sería imposible vivir lejos del río, lejos del horizonte y de ese cielo imponente de estrellas. Estaban, claro, los mosquitos. El calor no le preocupaba. Lo hacía feliz, porque se pasaba el día chapoteando en el arroyo, con los demás chicos, o en el río, que también tenía horizonte perdido a lo lejos, como a él le gustaba. Claro que estaba el terrible frío de los inviernos, que dejaba blancos los pastos antes que el Padre Sol los bendijera y el agua del arroyo helada y bañarse era un martirio, pero el invierno también tenía su encanto, por quedarse entre las mantas hasta tarde, por la luz de las hogueras y por los relatos de los ancianos y por poder correr horas sin cansarse. También había el fastidio de las misas cristianas, invierno y verano, pero hasta eso tenía su lado bueno, porque después podía irse a corretear con su aro el tiempo que quisiera. Por eso el Mateo pidió a Viracocha que no los juntaran para extrañarlos. Por las dudas, también se lo pidió al Dios cristiano. Vio a Zebrián persiguiendo a una comadreja y corrió tras él. Aunque la escuchaba todavía en sus oídos, el sonar de la campana parecía haber quedado ya muy lejos en el tiempo, junto con su miedo. EL CENSO 16
  • 17. -Vosotros, calianes, por aquí... Vosotros, quilmes, de este lado. Haced una hilera y esperad.. -gritaba con su voz aflautada, mientras secaba el sudor de su frente y cuello, don Melchor de Izarra, fiel y abnegado servidor de Cristo y de Su Majestad. El bueno de don Melchor iba y venía entre sus salvajes como pastor que era, atento y vigilante. Estaban inquietos los naturales, por más que casi todos ya sabían qué era un censo. Pero, desconfiados, no querían estar seguros de que para eso los convocaban. Daban vueltas en torno a las mesas en donde los escribas acomodaban sus papeles, revoloteaban como pájaros que perdieron sus nidos y eso, desde luego, les abría el apetito. Sabiéndolo, don Melchor dispuso que se asaran algunas reses para que se tranquilizaran y entendieran que el padrón era una fiesta. El aire poco a poco se impregnaba con el humo del asado y el dulzón olor del maíz y el zapallo hervidos. Varios niños corrían excitados por el acontecimiento, perseguidos por sus madres. Se diría que había verbena. Los más ancianos entendían un poco más y estaban serenos esperando ser llamados, como la vez anterior. Aquella vez sí que fue difícil, pensó don Melchor mientras se acercaba al Alférez don Clemente Rodríguez, Protector de Naturales por designio de su Rey, quien, erguido y marcial, parecía una estatua del palacio real. Empavesado, se dijo el cura, riendo para sus adentros al imaginarlo como una carabela de noche y en alta mar... Por su parte, el otro Clemente ya estaba listo, con su pluma y su papelería, lo mismo que don Manuel. Iba a ser una larga y ajetreada mañana, ésa. -Pero María, por amor de Dios, quédate en tu lugar, ya vendrá Mateo... No vamos a comenzar jamás, mujer. -volvió a decir don Melchor, aunque sabía que María no entendía una palabra de lo que hablaba. Pero él también estaba excitado. Varios soldados comenzaron a presionar a los naturales para que permanecieran en sus sitios, mientras otros salían a recorrer las inmediaciones en busca de rezagados, por lo general los más 17
  • 18. pequeños. Ahora: nadie podía negar que estos salvajes estaban un poco más civilizados. Permanecían en la reducción sin hacer escándalos y parecían haber entendido la razón por la cual se encontraban allí. Tenían muchos resabios idólatras -el diablo no descansa -pero en general iban por el buen camino. Los más ancianos, por lo menos, mientras los jóvenes... bueno, ya sabemos lo que son los jóvenes. . Venga, señor Alférez, que ya debemos comenzar… El Alférez Santiago de Bernilla, natural de Málaga, Capitán de Arcabuceros de su Magestad, hastiado y sudoroso debajo de su uniforme de gala -maldita sea la hora en que decidieron venir los fatuos de Buenos Ayres, obligándolo a lucirlo, pensó, sin saber que en similar predicamento estaba su igual, el Protector de Naturales, quien también bufaba bajo su aderezo -le echó una mirada malsana. Ya lo tenía hasta aquí el “señor cura” y por si eso fuera poco, lo tenían aún hasta más arriba los salvajes. Y la Reducción. Y el dulzón, eterno, olor del maíz. Y el Nuevo Continente. Y la puñeta que lo trajo. Miró hacia la llanura, inmensa y desolada, y una vez más la comparó con el mar, ese mar que acunó sus sueños de oro y riquezas en las tierras de Colón y que pasados dos años lo único que le brindaba eran humedad y mosquitos por arrobas. Para colmo, le parecía una iniquidad eso de que el cura les brindara a los salvajes nada menos que cinco reses, con la poca vitualla que había. -Que está bien, don Melchor -dijo no obstante -tengo tantos deseos de terminar con esto como Vos y ni un minuto más. Pero no voy a andar otra vez cogiendo salvajes por esos caminos, que no y que no. No va con mi dignidad. Diga usted a los caciques que se encarguen... -Que ya se los he dicho, don Santiago, pero sabe que ellos... -Son como usted los hizo, don Melchor, ni más ni menos; que al fin quien los ha civilizado no soy yo precisamente. Si fuera yo, ya estaría terminada esta faramalla, con vuestro perdón. -Y vuelta la burra al trigo... No muela otra vez con ello, don Santiago. Hoy dejémoslo por la paz - dijo don Melchor. Fastidiaba mucho al cura la sorna del Alférez, y su constante manera de aludir al pleito sobre quién tenía la máxima autoridad espiritual sobre los naturales. Ya Su 18
  • 19. Majestad el Rey había tomado una decisión y no era muy propio que un oscuro soldado colonial la pusiera en dudas. Y mientras más pensaba en ello, más se enojaba el cura y más colorado y resoplón se ponía y más sudaba dentro de su umbría sotana. -Bueno: ¿empezaremos o no empezaremos? -La voz grave y profunda de don Tomás Gayoso se dejó oír, sonando como un órgano de iglesia. A todos maravillaba la melodiosa voz de don Tomás, zapatero vergonzante, por otra parte. Pocas cosas gustaban tanto al escribano como remendar botas y procrear nuevas. No sin suspirar profundamente se aliaba con papeles y anotaciones, que en último caso eran nada menos que su sustento. Sin contar con que muchos le habían dicho que con semejante voz debería ser cantante. No, pues no, eso no era para él. Lo suyo estaba más abajo. -Ya vamos a comenzar, don Tomás. No corráis prisa. La campana cesó en su tañer tan abruptamente como lo había iniciado hacía ya un par de horas. Y en efecto, la trabajosa tarea censal comenzaba de una vez. Uno a uno, por delante los caciques y alcaldes, quilmes y acalianes dieron sus nombres, su estado civil, su edad y su condición. Muchos, prácticamente todos, debieron repetir sus nombres varias veces porque los escribas no llegaban a entender muy bien sus palabras. Entre la excitación que se había hecho dueña de todos, el alboroto de los niños, el revolotear de gaviotas y cotorras y el ladrido de los perros, también excitados, el lugar era una baraúnda. Durante horas desfilaron las más de doscientas familias que componían la Reducción de la Santa Cruz. La tarea sólo se interrumpió para almorzar, cuando los pequeños prácticamente tomaron por asalto el círculo en donde se cocinaba y al cura no le quedó otra salida que dar órdenes para que se sirviera la comida. No era demasiada, en verdad, para tanta gente, y los más lentos sólo alcanzaron algún hueso con magra carne o debieron conformarse con escaso maíz hervido como toda vitualla. Perros y pájaros de toda laya, además, arrebataban cuanto podían y más de un llanto de niño denunciaba trapisondas de estos convidados de piedra. Terminado el almuerzo, mientras perros y pájaros rezagados, y especialmente niños, hurgaban ollas de barro y cuanto recipiente hubiere en busca de más alimento, se reanudó el 19
  • 20. padrón. El sol del crepúsculo doraba las copas de los árboles cuando, a la luz de velas y candiles, los escribas presentaron su trabajo para que las autoridades presentes firmaran su conformidad. Pero antes el protocolo indicaba que se debía leer el documento emitido por SSa. el Gobernador con relación a este evento. Desde luego, la armoniosa voz de don Tomás Gayoso fue la cantante: «En la Ciudad de la Trinidad Puerto de Buenos Aires a veinte y nueve días del mes de abril de mil y seiscientos y ochenta años SSr. Maestre de Campo don Joseph de Garro, Caballero de la Orden de Santiago, Gobernador y Capitán General destas Provincias del Río de la Plata por Su Magnificencia y que Dios Guarde, dijo que por cuanto los indios de nación quilme y acalianes que tributan a la corona de Su Magestad que vinieron a este puerto desnaturalizados del valle de Calchaquí de la Provincia de Tucumán que están situados en la Reducción y Pueblo de Santa Cruz jurisdicción de esta ciudad, a tiempo de cinco años no se han visitado dichos indios ni hecho padrón de ellos y para que se haga de acuerdo a ordenanzas y cobren los tributos que pertenecen a Su Magestad mandó se vaya a hacer y se haga el dicho padrón y visita de la dicha Reducción y Pueblo de Santa Cruz de los Quilmes = Y atento a que de presente SSa. se halla muy ocupado en negocios del servicio de Su Magestad y defensa de este puerto y por ésta razón no poder hacer ausencia desta ciudad y ser precisa su asistencia en ella, comete dicha visita al Capitán Don Miguel Castellanos, Contador Juez Oficial de la Real Hacienda destas Provincias a quien ordena que como tal y de parte de SSr. y en su nombre vaya personalmente llevando en su compañía al Protector General de los Naturales, en cuya presencia y la del Corregidor y Doctrinante de los indios y ante el presente escribano haga la visita y padrón de indios con toda claridad y distinción de manera que se consiga inteligencia bastante para la cobranza de los tributos y tasas que deban pagar; inquiriendo de los indios y sus caciques si han sido doctrinados en nuestra fe, si han recibido o reciben malos tratamientos o agravios de alguna persona o personas; si se les debe algún interés de sus trabajos y servicio personal o por otra causa o razón y últimamente si se les ha cobrado más tasa de la que legítimamente deben y les está señalada y todo lo que resultare y obrare dicho Contador Juez y Oficial Real lo pondrá por escrito para que conste, que para todo lo inferido y lo incidente de ello se le da por este Gobierno la facultad necesaria y este Auto se noticia al susodicho y al Protector y lo firmo en este papel común en que se 20
  • 21. despacha por falta del sellado. Don Joseph de Garro (su firma) ante mi Tomás Gayoso, Escribano de Gobierno (su firma).» Alguna tos ocultó una cierta emoción producida por la lectura del solemne documento. Ahora sí en el Nuevo Mundo las cosas se hacían como Dios manda, ahora nadie podría acusar a España de salvajismos varios, como malévolamente lo hicieron y hacen países, reinos y principados envidiosos de la grandeza de Su Magestad, el más noble y benévolo de todos los Reyes. Y, especialmente, porque ninguno de los presentes estaba en condiciones de dejar sentado abuso de autoridad alguno, denunciar malos tratos o deudas con los indios y mucho menos agravios personales contra ellos, faltaba más. Más tarde, sentados a la mesa, muertos de hambre y de sed, ignorando la nube de mosquitos y bichos nocturnos que revoloteaban en torno a velas y candiles y denodadamente se empeñaban en beberles la sangre o en estrellarse contra sus cuerpos, con sus copas rebosantes del sorprendente vino de la costa que supo añejar sabiamente don Melchor Maciel, los funcionarios quedaron de pronto en total silencio. Entonces alguien propuso un brindis por Su Majestad y todos a una se pusieron de pie, alzaron sus copas y con estentórea voz vivaron a su Rey, Carlos II, más tarde llamado “El hechizado” - aunque por entonces lo más probable es que estuviera durmiendo sus sueños de niño de cinco años, sin la más mínima noción de futuro - vivaron a España y vivaron a don Joseph de Garro. Pero la ceremonia no había concluido. Todavía faltaba la lectura del acta que acompañaba al padrón y que todos los dignatarios debían rubricar al pie de esa interminable lista de extraños nombres, minuciosamente discriminados y asentados por los escribas. Y nuevamente la profunda, grave voz de don Tomás Gayoso fue la encargada de hacerlo: “Con lo cual se acabó de hacer este padrón y registro de los indios, indias muchachas y muchachos de este pueblo y Reducción a quienes por el dicho Señor Contador a cada uno de por sí, y a todos juntos se les hizo saber y encargo la obligación que tienen de asistir en él y acudir a la satisfacción de la paga de sus tasas los que deben y cumplir con lo demás que por ordenanzas reales son obligados y en especial a la enseñanza y continuación de la doctrina 21
  • 22. cristiana. Y habiendo oído y entendido dichos indios e indias de ser los más ladinos en lengua castellana y en presencia de su protector, doctrinante y corregidor respondieron cumplirán y acudirán a lo que son obligados y se les ha advertido y manda ==== y estando en este estado y presente Su Merced de dicho Su Señor Contador don Miguel Castellanos, el Protector, corregidor y todos los indios que este padrón contiene, el Doctor Melchor de Izarra, cura doctrinante deste dicho pueblo y Reducción, dijo proponía y hacía saber a Su Merced de dicho SSr. Contador y al Señor Gobernador y Capitán General de estas provincias y Puerto de Buenos Ayres, primeramente que necesita de alguna ayuda de costa para la que le hace y causa la cera y vino que gasta en el culto divino, respecto de ser su estipendio corto y debérsele señalar para este efecto según se acostumbra en todos los pueblos de indios de las provincias del Perú, Tucumán y Paraguay. == Asimismo propuso será muy conveniente al servicio que las indias y muchachas huérfanas se saquen deste pueblo y se lleven a la ciudad repartiéndolas en las casas recogidas donde sirvan y que por ésta razón granjeen para vestirse y aprender la doctrina cristiana con más brevedad, pues con ser como son tales huérfanas se hallan de presente casi desnudas sin saber forma de conseguir ni adquirir para dicho vestuario y que asimismo será conveniente que algunas indias solteras que se hallan con edad suficiente para tomar estado, aunque tengan padres o madres, se saquen de este pueblo para dicho efecto de llevarlas a la ciudad de lo cual resultará excusarse de algunas ofensas de Dios con los indios solteros, como le consta por evidencia, pues en algunas ocasiones que teniendo noticia se determinó a salir de noche a rondar este dicho pueblo halló dos indios con sus mancebas, los cuales dentro de breves días amonestó y casó y estando como refiere fuera de este pueblo las indias solteras con facilidad y brevedad se conseguirán muchos matrimonios y excusarán dichas ofensas y por el consiguiente no las pervertirán con sus supersticiones los indios e indias muy ancianos que se hallan en ésta Reducción. ==== Asimismo propuso que será conveniente respecto de no haber en este pueblo de los indios reservados ninguno inteligente y activo como se requiere para fiscal, se nombren dos, uno de la nación quilme y otro de la caliana para que aunque el uno haga ausencia por cualquier causa o razón, venga a quedar de asistencia en él el otro. === Y por último que será muy conveniente que ésta Reducción se ciña alrededor de su Iglesia y plaza, pues hay sitios vacíos y bastantes para el efecto, con que se excusaran los abusos que se conciben de las casas de los difuntos, pues luego 22
  • 23. que fallecen algunos en ellas las desamparan totalmente sus deudos y se alejan a otros sitios distantes de la Iglesia y habitación del que esto propone, siendo por ésta causa casi imposible de acudirles con los sacramentos de noche y los muchachos y las muchachas no están prontos para la doctrina y educación por la distancia. ============ Y en ésta forma se acabó de hacer dicha propuesta y padrón de indios y dicho SSr. Contador recibió juramento en forma de derecho de dicho cura doctrinante, Corregidor, curacas y alcaldes de dicho pueblo de cada uno de por sí y habiendo jurado y prometido decir verdad se les preguntó por su merced si faltaba algún indio, india, muchacho o muchacha pertenecientes a ésta Reducción que no se haya manifestado y empadronado de presente o si no tienen noticia de algunos que estén ausentes en alguna parte y todos unánimes dijeron que so cargo de juramento que tienen hecho no hay más que los que contiene este padrón en este pueblo ni fuera de él. Lo firmaron con su merced dicho doctrinante, protector y dicho corregidor dijo no saber firmar, y va en este papel común en que se despacha por falta del sellado ====== Testado Miguel Castellanos Don Melchor de Izarra (una rúbrica) (una rúbrica) Clemente Rodríguez (una rúbrica) Ante Mí: Tomás Gayoso (una rúbrica) Y ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ya lejos de las miradas de los naturales, se sirvió la cena de festejo, compuesta de aves de todo tipo y la mejor carne de res, magníficas ensaladas y el todo regado con abundante licor provisto por don Melchor Maciel, y algunas burbujeantes botellas de vino de Francia que había enviado de obsequio el SSr. Gobernador. Sirvieron esta cena, naturalmente, la mayoría de indias huérfanas y solteras a que había hecho alusión el Cura Doctrinante, incluso aquellas que casi no tenían ropas -aunque tal no importaba en esta calurosa noche -sin que faltase alguna mano deslizándose por las nalgas de las doncellas ni miradas de complicidad y entendimiento con aquellas que ya estaban amancebadas. Tampoco faltó quien se excusó de tener que apartarse para hacer sus necesidades, aunque no las predecibles, porque misteriosamente 23
  • 24. algunas doncellas no estuvieron disponibles para servir. Ni quienes se derrumbaran entre los pastizales dejando buena parte de la cena y del vino fecundando la tierra. O quienes, como el Cura Doctrinero, se descabezaron un sueñecito más o menos prolongado y roncador sobre su silla, olvidando por un momento su celo vigilante de la moral y las buenas costumbres. Ya era más de medianoche cuando don Manuel hurgó entre sus pertenencias y extrajo una mandolina, su más preciado tesoro, canjeada alguna vez a un marinero borracho en los arrabales del Reino de Nápoles por dos tragos de apestoso licor, la templó y puso a punto y el dulce, tembloroso sonido de tan exótico instrumento pintó de nostalgia los árboles, el aire, la noche de la Reducción. Y en una ocasión hasta la grave voz de don Tomás Gayoso entonó una melodía de su tierra natal, que -quién diría -parecía llevarse muy bien con el extranjero punteo de la mandolina. Desde sus chozas, los indios aún despiertos se preguntaban qué instrumento sería ése, que con tan dulce resonancia acunaba su dormidera. Cuando don Manuel se dijo que ya era bastante y cesó de tocar, una suave brisa regaba la pampa y refrescaba el aire. Poco a poco fueron quedándose dormidos por cualquier parte dignatarios y funcionarios. El Señor Cura despertó de pronto, ojos abotagados; dibujando eses no muy ortodoxas, errándole al sendero pero no a la meta, se dirigió a la Iglesia; acabó derrumbándose sobre la tierra apisonada y fresca justo frente al atrio, bajo el amparo de la dorada figura de Nuestro Señor. Algún gallo lejano y despistado creyó que amanecía, batió sus alas y lanzó el aviso. Nadie lo escuchó. No volvió a alborotar, tal vez avergonzado. El silencio cubrió todo, menos el cercano rumor del río en su eterno ir y venir sin meta ni sosiego. Así eran las cosas en estas salvajes tierras dominadas por el Demonio y tan simples anécdotas no impidieron que ésta fuera una histórica y memorable jornada para honra y loor del puntilloso Reino de España. Algo que no quedó asentado en las actas y que nadie dijo a los reducidos es que desde ese día el pago por sus trabajos al servicio de la Corona quedaba reducido de los dos reales diarios establecidos en un principio a un real y medio. Ellos vinieron a enterarse mucho después, 24
  • 25. aunque no cuando les pagaban sino cuando les hacían las cuentas de los jornales que les adeudaban. Los dedos de Diego Ysayán echaban fuego al demostrar que la deuda era mayor, de acuerdo a lo sabido; pero no hubo caso: real y medio o latigazos. La palabra del cristiano no se la lleva el pampero, sino que sobra con cualquier brisa veraniega. Esto decía, al menos, el Alcalde Josephe Baltos. LA NOCHE DE LA MEMORIA Que fuera don Josephe Baltos o don José Baldos es algo que nunca quedó aclarado del todo porque en verdad era ambos y no era ninguno. Esos patronímicos se los habían impuesto sin consultarlo 25
  • 26. desde antes del Gran Viaje. Sus nombres reales se hundían en algún impreciso sitio al sur de tierra de Incas, desde donde los quilmes, eludiendo el vasallaje a que querían someterlos los señores del Cuzco, de quienes no obstante acabaron tomando parte de su lengua, sin olvidar la cacana con que nacieron, pasaron - cuentan los ancianos de hoy de haberlo oído de los ancianos de ayer y estos de otros ancianos - a territorio araucano, se maravillaron con el mar y su inmensidad y allí se hubieran quedado, aunque los dioses alertaran sobre serios peligros. Es que la gente araucana no era más amistosa que los señores del Cuzco y los quilmes se vieron obligados a seguir su peregrinar, cruzaron vaya a saber cómo las Grandes Montañas, el inaccesible Ritisuyo, y quienes pudieron llegaron a tierras riojanas. Pero no quisieron ser de esas tierras (algunos ancianos afirman que pensaron que Mamacocha allí no los amamantaría porque tenía tetas secas y polvosas, pero otros juran que volvieron a alertar los dioses y que esta vez fueron escuchados) y emigraron nuevamente, hasta llegar al lugar que algunos decían eran antiguos dominios del cacique Calchaquí. De esta tierra sí quisieron ser y buscaron sitio en el ancho valle, en donde vivieron desde entonces sin otras guerras que las guerras habituales (siempre victoriosas) contra enemigos de su mismo tamaño. Guerras por hembras o por espacio, guerras por enconos que estallan con o sin razón visible, que así es la gente, de dejar hervir su sangre y de derramarla como castigo, juicio o expiación. Pero la quilme no era nación conquistadora, sino labradora y campesina. Algunos ancianos todavía eran capaces de hacer relato de aquellos tremendos viajes a través de Ritisuyo, de esas montañas muy ancianas, por su melena siempre blanca, y piedras como casas y aluden con devoción a Mamacocha, Diosa Azul de la Enorme Furia, más grande -dicen -que aquellas aguas en donde el Padre Sol empezó las naciones. Allí estaban cuando entraron los españoles, también dispuestos a someterlos, con furia de caballos, armas que escupen fuego y piedras y su implacable dios. Generaciones de diaguitas, todos sus pequeños pueblos unidos, pelearon contra el invasor, que alguna vez les impuso nombres salpicados con agua y palabras incomprensibles. Los cristianos, sin embargo, una y otra vez fueron rechazados por su 26
  • 27. nación, aunque esos nombres nunca pudieron ser quitados. Hasta que en jornadas sangrientas y nefastas para los quilmes el invasor los sometió por hambre, destruyó sus sembradíos de algorrobas y maíz, derrumbó sus canales, dispersó su ganado y los sitió en sus montañas en la batalla final. Esto lo tenía bien presente don Josephe Baltos o José Baldos, porque estuvo a un pulgar de perder su vida en esta batalla. Algo no hacía falta decir: todos sabían que la quilme era nación orgullosa y libre y que su actual cautiverio era una más de las tantas lides por su libertad que debieron librar desde tiempos remotos. Una batalla perdida no significó jamás para los quilmes perder la guerra. De todo esto hablaba a los chicos Don Josephe o don José, Alcalde de la Reducción, mientras también remontaba su linaje. Era de sangre noble y real; por sus venas corría la de aquellos caciques que alzaron su pueblo y le enseñaron a no querer dueños. El mismo era cacique de Pueblo Nuevo cuando los cristianos lanzaron su ofensiva definitiva. Y como cada cacique de cada uno de los once pueblos que componían la nación de los quilmes, respondía al cacique principal, don Martín Iquín, el de más noble sangre, el Señor de Señores, el descendiente más en línea recta de Viracocha. Estamos en noche de ritos y ofrendas y de dar aliento a la memoria, eso que tanto necesitan quienes nos continúan para saber de qué son. Nadie recuerda muy bien por qué en esta noche. Algunos ancianos dicen que memora la muerte de Guanacapa, Inca colérico y mandón, y que era el tiempo de contentarlo, siendo donoso sacrificarle muchos chicos para que nos devuelva sus favores y nos permita la libertad. El tiempo, el modo de los quilmes, poco sangrientos, el nuevo Dios y en especial los soldados españoles hicieron que ya no se estimaran sacrificios, que se cambiara la noche de la sangre por la noche de la memoria, que se reunieran igual los jóvenes, pero para el recuerdo y el festejo y no para el olvido, y que los mayores hicieran fiesta -prohibida por pagana e inmoral por los cristianos -en donde en otros tiempos la Pachamama quedaba enrojecida y palpitante. Tal vez porque son tan pocos los motivos de alegría que tienen los quilmes ahora casi todos los ritos se volvieran festejo. Y nadie sabe por qué los 27
  • 28. soldados cristianos se hacen mula esa noche, no entran a la Reducción, aunque deambulan con su mano crispada en la empuñadura de sus látigos y arcabuces, debido al mucho ruido, griterío, alabanza y desorden. El Señor Cura jamás aparecía. Mientras decenas de niños y adolescentes, tanto de nación quilme como acaliana -que ya casi no había distingos -formaban semicírculo de cara a don Josephe, las mujeres atendían los fuegos y los varones hacían silencioso montón más allá, como esperando. Sentado sobre los restos de una vieja carreta, con el resplandor de los fuegos bailando en su arrugado rostro, rodeado de figuras sagradas talladas en piedra por los artesanos, de singular forma, iba Don Josephe, Illallahua en mano, nombrando a Catuilla, el gigante que habita el cielo y que con su honda desata las furias de las tormentas, nombrando a Collca, Urcuchillay, Machacuay, Chuquichinchay, estrellas que dominaban el andar de los hombres y eran veneradas por los quilmes. Mientras hablaba, se daba cuenta el Alcalde que los niños lo escuchaban con interés, pero más por la pompa de la ceremonia que por las enseñanzas que les trasmitía. Ellos ya eran más sensibles al simplificado cosmos de los cristianos que al amplio, colorido y complejo universo de la tradición inca, en donde cada acontecimiento tenía su guaca, como todo cuanto diera el Padre Sol. Esa noche los chicos se sentían importantes porque eran el centro de toda atención. Sus madres los habían acicalado con esmero, les habían dibujado en el cuerpo los símbolos sagrados y habían sido eximidos de lavar los utensilios de la cena. La noche de la memoria era noche de noches para los quilmes. Uno de los momentos más solemnes de la jornada era cuando se hablaba de las glorias pasadas, de cuando los quilmes solían derrotar siempre a sus enemigos. Pocas eran las historias que se habían podido rescatar, trasmitidas de boca en boca, generación tras generación. Muchos de los ancianos que guardaban estas historias como una herencia preciosa murieron durante el Gran Viaje y con ellos murieron también las historias. No es trabajo fácil preparar sucesores. Menos, cuando el conquistador les roba la Pachamama y los obliga a peregrinar miserablemente como ellos peregrinaron. Y si Josephe Baltos o José Baltos había sido elegido como 28
  • 29. La Voz, era porque su prodigiosa memoria le permitía recordar dichos y hechos con sólo haberlos escuchado un par de veces. En especial, fascinaba a todos, grandes y chicos, la visión del vencido ocasional que algún anónimo cantor había imaginado quién sabe cuándo. Todas las ceremonias que tenían por Voz a don Josehpe finalizaban con este canto, que nadie imaginó alguna vez serviría también para que los quilmes se vieran a sí mismos desde la suerte de otros. Esta noche no sería la excepción y todos se prepararon cuando el Alcalde se puso de pie y, tras pedirles que reflexionaran sobre la banalidad de triunfos y derrotas, que ayer pueden ser ajenas y mañana nuestras, dijo, con voz profunda y lenta, mientras la quena desandaba su camino de nostalgia y la caja golpeteaba rítmicamente y su figura oscilaba de acuerdo al vaivén de los fuegos, el viejo canto: Escapan deshechos. Huyen en derrota. Huyen y se quiebran en pedazos. Huyen. Uno va solo. Otros escapan de a dos, otros en grupos de tres, en parejas de esposos, en grupo de padre e hijo. Se dispersan dominados por el estupor, cada uno por su lado, ignorantes de lo que piensan los otros. Huyen, tienen miedo de ellos mismos. Están enloquecidos. Huyen, golpeando el vacío en las tinieblas. Huyen y piensan en las frases de sus ancianos, en las primeras palabras al principio de todo. Eran palabras que se decían palabras fuertes, dominadoras, palabras fáciles que se elevaban hasta los dioses. La Voz que se escucha habla para enorgullecerse, se eleva a sí mismo, deshace lo que está hecho, deshace a quien habla tímidamente, 29
  • 30. al que se mantiene calmo. Huyen, disputan, buscan golpearse. Huyen y se hacen preguntas. Van y observan. Huyen y se avisan. Huyen y preguntan, agitados. Huyen y buscan de dónde viene la furia. Huyen y sus palabras se apresuran amargas. Huyen abatidos y malos. Piensan con tristeza en su nación. Un alarido, de fuerza y de triunfo, de orgullo y desafío, proveniente de la fila de los hombres, alarido ancestral, perdido en la memoria de los quilmes, trasmitido de padres a hijos a lo largo de incontables generaciones, rompió el clima ritual y fue como una señal para que los niños salieran huyendo. Ya sabían que cuando el Alcalde terminaba su canto, para ellos la noche de la memoria había concluido. Ya habían sido instruidos por sus padres para que se alejaran de inmediato de la guaca de Baltos nomás oyeran el alarido de los machos, porque estarían en peligro si no lo hacían. La noche de la memoria terminaba en su aspecto educativo y se daba inicio a los ritos sagrados, algunos violentos, de la fecundación, de la vida, de la muerte, de la guerra y de la venganza. En torno a la hoguera comenzaron rápidamente a reunirse hombres y mujeres, adultos y ancianos, mientras cuencos repletos de chicha y vino de la costa - robado al Señor Cura cuando éste había ido al Fuerte y que a alguien le costaría muy caro -pasaban de mano en mano y una de ellas, la más bella y colorida, se diría que volaba hasta llegar a la Voz, al dueño de la memoria, a don Josephe Baltos quien, erguido sobre los restos de la carreta, rojizo por la llama de las hogueras que lo rodeaban, ahora alimentadas con más leños, mantenía sus brazos en alto, directo a Viracocha, el Señor de todos los Señores, el Hacedor del Sol, de la Luna, de los vientos, del agua y el trueno y de todo cuanto existía sobre la tierra. Nadie comería ni bebería hasta que la Voz lo ordenara, hasta que Josephe Baltos convirtiera en sagrado el licor y los alimentos. 30
  • 31. Quenas y tambores dibujaban frenéticos ritmos y allá, a lo lejos, fuera de la Reducción, soldados españoles cargaban metralla en sus mosquetes, preparaban el cañón -el único cañón que les había provisto Su Majestad el Rey a través del Consejo de Indias; para qué más, si se trataba de “cuatro indios de mala muerte” -y, algo inquietos, mantenían su mano apoyada en la empuñadura de la espada. Las mujeres ya tenían preparada esta cena especial. Los cazadores habían reunido toda clase de presas arrancadas a los bosques costeros: liebres, perdices, gallinas, venados, puercos, grandes trozos de vaca, patos, gansos y todo animal comestible, hasta peludos, cuyas caparazones serían luego convertidas en música. De las grandes ollas escapaba el vapor de los alimentos y sobre todos los olores predominaba el olor del choclo, el olor “del trigo de los indios”, como decía el Señor Cura. Quilmes y acalianes se acuclillaron en grandes ruedas en derredor de cada hoguera, esperando que las doncellas, como marcaba el rito, les alcanzaran su cuenco repleto de comida cuando la Voz mandara. Todos sabían que quizás no volverían a comer mañana y tal vez más allá de mañana, ni a beber en muchas, largas lunas, porque aquí se consumía toda reserva. Pero esta noche era esta noche. Poco a poco la chicha, el vino, el dolor y la impotencia del vencido se trasformaron en desafío, potenciado con el alcohol. Los alaridos eran cada vez más frecuentes, las invocaciones a Viracocha y Pachacamac atronaban el aire y los danzantes se disponían a danzar sus ritos. Hombres y mujeres, vestidos con sus túnicas sagradas, de vivos colores, el rostro serio y rojo por los tatuajes, el calor, el esfuerzo, la responsabilidad, la chicha y el vino; descalzos, luciendo sus gorros tejidos también multicolores -pensados para otra Pachamama, ahora muy lejana -sus collares, incluso en derredor de sus tobillos, y sus cinturones trenzados, comenzaron a oscilar en sus sitios. La quena, el tambor y las cajas cambiaron su música, que se hizo lenta y quejumbrosa. Después la quena y la caja apuraron su ritmo y la danza se volvió frenética; los danzarines armaban sus figuras, primero hombres frente a hembras, luego rondas de cada quien. Para alguien de fuera, 31
  • 32. serían caprichosas, pero los quilmes simbolizaban en cada movimiento los motivos de guerra. Los hombres mataban enemigos con lanzas invisibles y sus flechas surcaban el aire sin surcarlo. Las hembras repetían sus figuras de combate, se reunían en un sitio, lanzaban sus dardos, deshacían ese círculo y volvían a armarlo unos metros más allá. Jamás dejaban de mover sus piernas, de arriba abajo, el cuerpo inclinado, irguiéndose y encorvándose, homenajeando de ese modo simultáneamente al Padre Sol y a la Pachamama. Luego todos formaron un solo círculo: giraban uno tras otro tamborileando sobre la tierra esperando que la Pachamama mostrara su gusto y su contento. El tambor golpeaba enardecido, la quena parecía enloquecer, el volumen de las hogueras aumentaba y el calor también; los alaridos podían escucharse desde muy lejos, pero demasiado cerca para los soldados que, inquietos, se mantenían alerta y tensos dentro de sus uniformes de batalla. Una de las doncellas, la elegida de esa noche elegida, se trepó a la carreta desde donde José Baltos había dicho su palabra sagrada, se despojó de su túnica y, desnuda, sólo su rostro oculto por una máscara cruzada con vigorosos trazos en los que predominaba el amarillo, dibujado en su cuerpo todo el misterio de Viracocha -y todo su poder - danzó el rito de su ofrecimiento, el halago a la voluntad y el poder de Pachacamac. Antes, allá en los valles, habría sido inmolada a los dioses, habría sido hendida en su corazón por el cuchillo sagrado del Hombre Sagrado y su sangre se habría vertido hasta la última gota, alegrando a la Pachamama. Pero ahora este sacrificio estaba prohibido, era severamente castigado con muerte vil para quien lo llevara a cabo y veinte latigazos para cada participante; salvo a los caciques, intocables para cualquiera. Eso ocurrió la primera vez que practicaron el rito y allí perdieron su vida la acaliana Anastasia Yuttayán, sacrificada a su ruego en honor a Viracocha, y el quilme Andrés Chapuma, poseedor del cuchillo sagrado y mensajero de los Más Altos, luego fusilado por los soldados cristianos. Y todos quienes fueron vistos en ese rito recibieron veinte latigazos feroces. Allí adquirió su andar encorvado 32
  • 33. don Lorenzo Sargento y su tos macabra doña María Uncalla, entre otras desdichas. Desde entonces los caciques y ancianos se reunieron y no deseando más muertes ni desgracias para su pueblo, prometieron al Cura que no donarían más doncellas a Viracocha si les dejaban, aunque fuera una vez cada doscientas lunas, rendirle los demás homenajes. Sin sacrificios. El Cura dijo que no, que todos esos ritos quedaban prohibidos, que eran obra de Satanás y que igualmente serían castigados si hacían eso nuevamente, aunque a nadie mataran. Pero los indios siguieron haciéndolo, recibiendo latigazos y horas de misa extra en la Iglesia después. Con el tiempo, la misma miseria y pobreza de la Reducción hizo muy costosa la represalia y por tan disparatado asunto quilmes y acalianes acabaron por poder llevar a cabo su Noche de la Memoria mientras el Señor Cura, Corregidores, Administradores y Protectores se hacían los que no veían y sólo aprestaban, lejos, soldados; por eso de las dudas. No hubo más sacrificios de doncellas. Es que pocas quedaban. El cristiano mismo se encargaba de sacrificarlas, a su modo. El cementerio tenía más doncellas y niños que ancianos. Por todo esto el rito del sacrificio pasó, lentamente, a ser lo que ahora era: la Noche de la Memoria. Y el sacrificio dejó su lugar al rito de la fecundación, que era otro, en otra fecha, pero en algún momento pasó a ésta. Nada de toda esta historia seguramente pasaba por la cabeza de la doncella desnuda meciéndose a la luz de las hogueras, acompañada del rítmico compás de la caja, la queja de la quena y el canto como letanía de los presentes. Había sido elegida por las ancianas en base a sus propias virtudes: fuerza, salud, carácter, entereza. Musitaba mientras danzaba con sus ojos cerrados las palabras rituales, mezcla de voces cacanas y quechuas que le habían trasmitido las ancianas y de las que ignoraba su significado; su cabeza volaba por paisajes celestes, lagos como espejos y montañas ancianas que se inclinaban para saludarla. Que jamás había visto. Pero sí los veía a través de Viracocha, como veía a Viracocha mismo acercarse a ella, rozarla con sus dedos de fuego, girar por el aire acompañando su danza; la doncella de pronto era vicuña, luego llama, más tarde puma. Y la Voz, don Josephe 33
  • 34. Baltos, sangre noble de caciques, se acercaba a ella y cuando puma y como puma la poseía, hendiéndola no con su cuchillo sino con su virilidad, porque él era Viracocha, Pachacamac, el Padre Sol y la doncella era la Pachamama y si los quilmes querían que sus dones les fueran concedidos, la tierra debía ser fecundada por quien descendiera de los dioses mismos. Este era el único rito inmutable desde el fin de los tiempos, el rito del cual los quilmes jamás abdicaron. Luego la doncella sería aislada hasta saber si había sido fecundada y el fruto de ese rito sería curador, sanador, instruido por los ancianos curadores y sanadores, dueños de vida y muerte, si era macho; y si era hembra, sería una de las Señoras de los sembradíos, encargada de los ritos sagrados que provocaban el fruto directo de la Pachamama, la encargada de alimentarla, de cavar el hoyo en donde enterrarían alimentos y cosas bellas que ella misma habría hecho. Esto quería decir que los dioses habían hablado a través de ella. Y gran desgracia auguraba a los quilmes el que la doncella no resultara fecundada. Significaba que los dioses y la madre tierra les negaban sus dones, significaba un período de grandes calamidades para ellos hasta el próximo rito. La de esta noche tenía una expectativa especial, porque restaba una sola Señora de los sembradíos y estaba enferma y los quilmes no podían quedar sin su sacerdotisa de la Tierra, sin la sagrada encargada de alimentar a su Pachamama. Rogaban por una hembra, esa noche, los quilmes. Cuando el acto quedó cumplido, un alarido estremeció el aire caliente de la Reducción. Arreciaban las maldiciones hacia los cristianos, era cada vez más evidente el desafío de los machos, blandiendo arcos, macanas, lanzas, piedras, grandes huesos pelados de vacas y cuanto objeto contundente encontraron para blandir. Y luego machos y hembras se fecundaban entre sí, para convencer a los dioses de que eso era lo que todos deseaban y esperaban de ellos: la fecundación. Y cuando el Padre Sol dibujaba sus primeros colores, decenas de indios e indias quilmes y acalianes se dirigían al cementerio, a honrar a sus ancestros, a llevarles su comida y su bebida y a darles la buena nueva de que el rito había sido satisfecho una vez más. No todos lograban hacerlo. Porque para llegar al cementerio 34
  • 35. debían pasar frente a la mísera Iglesia cristiana y jamás faltaba quien o quienes, ebrios de licor, humillación y coraje, intentara arremeter contra ella. Y este era el punto en el cual los soldados lanzaban sus cabalgaduras contra ellos y revoleaban espadas sobre sus cabezas para disuadirlos, y lanzaban al aire disparos de mosquete, repartían latigazos a mansalva y apresaban a quien podían apresar y encarcelaban a los apresados. Veinte latigazos a cada varón era el castigo. Dos días a pan y agua para las hembras. Pero esto a nadie le importaba. Sólo rogaban que cuando fuera el tiempo, de la panza de la doncella llegara el augurio de los dioses, el buen augurio que les daría fuerza para seguir viviendo y esperanza de volver a los valles. COMPARAR DIOSES 35
  • 36. Jamás hubiera imaginado don Melchor de Izarra, designado en el año del Señor de 1678 como Cura Doctrinero de la Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes, dependiente directamente del Rey de España, que seria un testigo privilegiado de los misteriosos caminos de Dios, tantas veces mencionados pero pocas atestiguados. Ni que esos misteriosos caminos enriquecerían los años en que, en medio de una miseria creciente, los caminos del ingenio y de la hermandad aparentemente imposible estarían despejados por hechos de los cuales no sólo no tenia memoria que hubieren existido, sino que dudaba que volviesen a ser posibles. Tampoco se atrevería a confesarlo a sus pares, pero uno de los escasos momentos plenos de su vida era cuando, en mitad de la noche, a la luz de una fogata, comparaba dioses, como decían, con don Francisco Pallamay, cacique de los quilmes. Al hacerlo, don Melchor -si alguien se lo señalara en estos términos pondría cara de asombro -practicaba el reconocimiento de las diferencias culturales, algo nada común en esa época y en estas tierras, en que las diferencias -de éste o cualquier tipo -se dirimían mosquete en mano. Pero era algo que hacía a escondidillas, algo que no debía saberse. Estas charlas tenían sabor a pecado y el sacerdote conocía ese gustillo, esa excitación de sentirse haciendo travesuras; pero estaba convencidísimo de que el buen Dios nada reprobable vería en esos convivios, desde el momento en que se hicieron posibles debido a su propia intervención. Al menos, en lo que creía don Melchor, quien, además, se decía que si estaba bien cuando lo practicaban sus primos jesuitas, entonces: ¿por qué lo vería mal si quien hacía eso era un cura?. Bien que el Altísimo había intervenido seguramente para ayudar a la tarea evangelizadora que debía emprenderse; pero, sin dejar ni por un momento de cumplir con tan alto mandato, don Melchor despuntaba como al pasar su vicio predilecto, su curiosidad innata por entender el modo de pensar y de sentir de otros hombres. Y por eso estos nocturnos 36
  • 37. y furtivos encuentros tenían ese regosto. En ello pensaba don Melchor mientras se dirigía hacia el aislado sitio en donde don Francisco atizaba el fuego; completando su picardía, el Mentor de la cristiandad llevaba uno de sus más preciados tesoros: vino de la costa, néctar sin el cual la lengua de don Francisco permanecería inmóvil y clausurada. Y tal vez la suya también. De paso pensó en que andaba escaso de vino; su tocayo Maciel tendría que proveerle más. Estos encuentros habían comenzado cierta vez en que el Padre Cura se horrorizó al asistir al castigo impuesto por el entonces Corregidor a un natural, casi un niño, que se había negado a asistirlo en su almuerzo sin dar razones. Es que circulaban algunas versiones non sanctas sobre la conducta de este Corregidor -de fugaz paso por la Reducción -con respecto a los servidores que seleccionaba, siempre poco menos que niños. El caso es que, por esa negativa, el muchachito fue condenado a la barbaridad de cincuenta latigazos, de los cuales recibió solamente siete u ocho, debido a la intervención casi simultánea de don Melchor y del cacique quilmes, quienes, como si se hubieran puesto de acuerdo -no lo habían hecho -estaban allí porque desconfiaban y detuvieron la mano del soldado que efectuaba el castigo, sin que el Corregidor, presente en el acto, hiciera otra cosa que dar media vuelta y desaparecer. Al comentar este innoble acto, el cura doctrinero y el cacique quilmes se encontraron con una sorpresa: ni uno ni otro conocía la lengua de cada quien, pero se entendían como si hablaran un mismo idioma. “Milagro”, dijo don Melchor; “cristianos asesinos”, dijo don Francisco. Y ambos supieron lo que dijo uno y otro. No obstante, así quedaron las cosas un buen tiempo, como si hubiese habido una casualidad que no merecía mayores profundizaciones. Hasta que en otra ocasión advirtieron que hablaban entre sí: la travesura quedó sellada. Para don Francisco Pallamay estas charlas no tenían ese sabor; sin duda que se había sorprendido al comprender, sin 37
  • 38. saber su lengua, las palabras del cura cuando el incidente del muchacho. Pero no habían cruzado dicho desde entonces hasta aquella vez en que su Petrona enfermó y vino el Padre Cura a interesarse por su salud y sin saber cómo ni cuándo se encontró esa noche con el cristiano a campo abierto hablando de dioses y destinos. En ésas acabaron con el vino de misa y hasta con la noche. “Milagro” volvió a decir don Melchor. “Es cosa de dioses”, confirmó don Francisco. Porque habían comprobado que ni el cura podía entenderse con otro indio ni el cacique con otro cristiano. Sólo entre ellos podían. Se hizo costumbre desde entonces. Pero el flamante cacique de los quilmes, don Martín Iquín, su padre, había muerto nomás de aquella peste de la cual parecía haberse salvado -se decía que, dioses o no dioses, antes que nada, don Melchor Gaspar era hombre sagrado de sus enemigos y él guardaba un profundo rencor hacia quienes habían quitado a su nación su más preciado tesoro: la libertad. Claro que muy en el fondo de su rencor debía reconocer que estos encuentros tenían su encanto y que él también gozaba con estas charlas que le revelaban mundos desconocidos, mundos que nunca imaginó existieran en alguna parte. Y comprendió que podían servirle para ganar al sacerdote cristiano hacia la piedad para con su pueblo, que sufría y se anegaba en la miseria y el abandono. De lejos vio la figura oscura de don Melchor, cabeza erguida mirando las estrellas, desandando presurosa el camino de hormigas que lo llevaría hasta él. Con su calma habitual continuó atizando el fuego, preparándolo para una larga noche, mientras -no podía ocultarlo -por su garganta trepaba la sed, que sólo calmaría el bendito licor de los cristianos. -Ave María, don Francisco. -Sin pecado, padrecito.-El saludo cristiano era de rigor. Don Francisco siempre se sentía mal por ello, pero debía tener templanza: era uno de los amargos sabores de la derrota. Más allá de eso, no sentía rencor personal hacia don Melchor; no 38
  • 39. sólo había refrendado y apoyado ante el Gobernador y el Corregidor el que los ancianos lo hubieran designado cacique, sino que realmente pensaba que era un buen hombre, que no tenía claridad sobre el daño que transportaba. El cacique cristiano estaba convencido de que arrimaba el bien, la salvación, a estas naciones dejadas de la mano de Dios, como siempre decía. Por otra parte, era el único entre todos ellos que se avenía a hablar de dioses sin arcabuces o latigazos de por medio. Y esto no era poco. -Hará calor mañana -dijo Don Melchor, mientras acercaba un tronco para sentarse. -Tal vez , dijo Francisco, escrutando el horizonte El silencio se apoderó de ambos caciques. El cristiano miró hacia la lejanía, allá en donde un tibio resplandor conservaba la huella del sol en el horizonte. La noche amenazaba con ser muy oscura. No se veía luna por ninguna parte. El fuego dijo yo también estoy derrumbando un leño en un mar de chispas. Mecánicamente, don Francisco hurgó la fogata con su vara. La luz de la hoguera mostraba a dos hombres de muy cercana edad entre ellos, unos cuarenta años, rostros surcados por demasiadas arrugas. Redondo, rubicundo, barbado, con una mezcla de pelos castaños y grises el del cristiano; olivácea la piel, abundante, lacia, oscura cabellera la del quilme. Se respetaban. Don Melchor sabía que don Francisco, pese a ser casi un niño entonces, había combatido con bravura allá en el Tucumán y don Francisco sabía que don Melchor no estaba de acuerdo con muchas cosas que hacían los soldados españoles. Este tácito reconocimiento era otro puente que los unía. -Está quieta la pampa. -Está. -Silencio. Honraron con un primer acercamiento la bota de vino de la costa. -Mi Petra se muere -dijo Francisco. Su voz sonaba hueca, perdida -no falta mucho para que inicie su viaje a las estrellas. Hay dolor en mi corazón. 39
  • 40. -Entiendo tu dolor. -También tengo alegría, porque ella acabará con sus males y verá a Viracocha y estará con El. -Ay, Francisco, eres incorregible. Te niegas al Altísimo, persistes en tus idolatrías. ¿Qué haré contigo? -Lo mismo que yo con vos: nada. Cada quien cree en aquello que debe creer, de acuerdo a sus mayores. Al fin, Señor Cura, piensa en esto: nadie ha vuelto desde las tinieblas. Entonces, tanto vale aquello que tú crees como esto que creemos nosotros. Es un misterio la muerte, es desconocida; entonces cada quien pone en ella cuanto le parece. Eso ocurre con lo desconocido: que para todo mentor sirve. Claro que si en esas tinieblas mora Viracocha o tu Dios, para mi Petra será igual. A ambos se ha encomendado, por las dudas. Así hacen las hembras. Son precavidas. Pero creo que ves muy corto, don Melchor.-Don Melchor dijo que Don Francisco era quien veía muy corto y que además se hacia el desmemoriado, porque ya le había explicado hasta el cansancio que Jesús había vuelto de esas tinieblas para revelar a los hombres el Reino de Dios... -No me consta, se obstinó Francisco. -La Biblia lo dice -explotó el cura, golpeando su libro sagrado. -No me consta -insistió el cacique. Melchor hizo un gesto como quien dice “es inútil” y tomó otro camino: -Ese modo -idólatra, claro, si no, no serías vosotros -que tiene tu Petra y algunos de vosotros de incorporar a Dios mixturándolo impíamente con vuestras fantasías diabólicas, y que nos perdone el Señor por invocar su nombre en vano, te digo no es nada nuevo ni lo inventaron vosotros. Fíjate que en la Biblia relata San Pablo haber hallado en Atenas, (esto es en Grecia, una nación muy lejana de aquí) un altar dedicado a un Ignoto Deo, que quiere decir, te ilustro, Dios Desconocido, al que adoraban estos gentiles. San Pablo les dijo: “al que vosotros veneráis sin conocerlo, ése es el que yo os predico”. - Francisco lo miró sin demostrar entendimiento -¿No lo adviertes...?.¿De qué ríes, desdichado? 40
  • 41. -De lo veloces que son los cristianos para engañar. Ese hombre sagrado tuyo vio la oportunidad y... -Ninguna oportunidad. Sois un demonio frívolo. Dios ya se les había revelado aunque ellos lo ignoraban; aunque, precavidos, le habían erigido su altar... -Petra es precavida, también. Acabo de decírtelo. Pero, Padre Cura, vos sabes que esos griegos que dices serían muy ingenuos si aceptaron así nomás que un extranjero se colara por ese agujero y les dijera que ese dios desconocido es el Dios que él predica. Sería cosa de guaguas el creerlo. -¿Guaguas? La civilización griega es la madre de nuestras civilizaciones, cuna de grandes hombres, de grandes pensadores como Platón, Aristóteles, Sócrates, Homero ...aunque nunca falten Heráclitos ni Aristófanes... El caso es que ellos tenían un atisbo de la Verdad Divina... atisbo que tú ni atisbas -rió don Melchor de su propia broma -y su gran inteligencia les empujó a adorarlo aún sin saber su nombre verdadero. Creo que eso se llama agudeza. En cambio, tú... -Creo que estás en error. Esas gentes que dices ya lo tenían, era uno de sus dioses. Nosotros no. Fueron ustedes quienes nos obligaron a tener el vuestro. -Ya sé que Dios no se os ha revelado aún -se irritó Melchor - hablo del modo. No importa si lo tuvieran o no. Muchos de vosotros usáis el mismo modo cuando sabéis de él, eso digo. Que el demonio usa iguales trucos para su dominio. -Puede ser -dijo Francisco, no muy convencido. Con un autoritario ademán del cacique que era -o tal vez irritado a su vez por la irritación del sacerdote cristiano -exigió que le pasara la bota con vino. Melchor, sin pensarlo, obedeció y al momento tuvo arrepentimiento y mantuvo la bota en el aire, haciendo un gesto de advertencia, como diciendo “quién manda aquí”. Francisco lo miró con picardía: ---No deberías enojarte conmigo. No olvides que vives de nuestro sudor… -Malamente, en verdad -se ablandó el cura, que era blando sin esfuerzo -y nada más necesito. Los curas tenemos voto de 41
  • 42. pobreza. Aunque es justo que sufraguéis a quien porta vuestra salvación, algo que no entra en vuestras entendederas. -Mientras traigas tu bota... -No te iguales… Debería hacerte castigar por insolente. -Algo que no harás, Don Melchor, porque sos una buena gente. -Y tú abusas de la bondad del Señor. -De la tuya, Don Melchor, de la tuya, que tu Dios no ha sido muy bondadoso con nosotros -El cura hizo un vago ademán, como quien reafirma “es inútil hablar contigo”. Habiendo demostrado su autoridad, pasó el recipiente al cacique. Callaron ambos, mientras la bota pasaba de uno al otro. Bebían a pequeños sorbos el licor preciado y escaso, hermanando labios, mientras hundían su vista en el infinito. Estaban en el borde de un pequeño monte, al amparo de un fuego amenazando trocarse en sólo brasas. Y la noche se fue entre comparaciones y desacuerdos, entre dioses buenos y dioses malos, entre griegos y tubichamines, entre paraísos e infiernos. Ya el rocío hacía brillar el pasto algo amarillento y ralo en esa parte cuando los compinches se sintieron algo cansados. Muy pronto amanecería, muy pronto cubriría ese pasto el delicado rosa del amanecer. Es allí cuando la pampa más que nunca se parece al mar. EL PAMPERO Seco, impetuoso, el viento que mandaba el Padre Sol desde su morada bajo el horizonte inclinaba las copas de los árboles, doblaba los 42
  • 43. arbustos hasta hacerlos gatear, se llevaba en su furia todo aquello que no tuviera amarras. Ya iban dos lunas en que el viento despeinaba las chozas, ya eran dos lunas en que las guaguas no podían salir siquiera a vaciar sus entrañas porque el viento las arrastraba como si ellas fueran también hojas; ya eran dos las lunas en que la furia del Padre Sol desarmó y esparció por todas partes chozas que no estaban bien aseguradas. Como jamás habían visto ni sufrido algo semejante. El Consejo de Ancianos y los caciques quilmes y acalianes decidieron reunirse para estudiar el camino a tomar y desanudar razones que expliquen el fenómeno. Se saludaban en la choza de Nicolás Caliuá, el quilme que tuvo la fortuna de alzarla (sin saber, sólo buscando sombra) cerca de un gigantesco álamo que vino a resistir sin inmutarse cualquier tipo de viento, rayo o lluvia y protegía, como otro padre, la vivienda del Nicolás y la María Iquicho. Los reducidos no se habían anoticiado nunca de que tal viento fuese posible. Allá, en el valle lejano, no sólo los vientos eran menos intensos y menos durables, sino que las montañas se encargaban de domeñarlos. Pero algo así, algo como un castigo que amenazaba con llevarse todo a su paso y que aparentaba no amainar, debía ser cosa de dioses, de dioses que ellos desconocían; no el dios de los cristianos sino de dioses de estos sitios, tal vez furiosos porque ellos usurpaban a su Pachamama. Al menos, eso decía el Juan Anchila, voz de respeto entre los ancianos porque era uno de quienes leyeron en las piedras del valle la sangre y la muerte que vinieron. De a poco, agachados y nunca de a uno, tomados del brazo o por la cintura, como amantes primerizos, fueron llegando los convocados. Rostros serios, ninguna broma, pocas palabras. El momento no daba para fiestas. Los únicos que tenían su rostro algo más distendido que el resto eran precisamente los dueños de casa. Se podía decir que hasta alegres estaban. Pero ni el Nicolás ni la María estaban como felices por tener la única casa que de ninguna manera se llevaría este viento - vanidad tonta sería -sino que lo estaban porque en su casa, en su casa de ellos, mascando la poca coca que les quedaba y la aún menos chicha que tenían, en casa de ellos, gente del común, indio de mita él y sembradora ella, honraban su suelo y su sombra, sus duraznos y 43
  • 44. zarzamoras, caciques y ancianos que descendían de la más pura sangre de la historia. Y junto con ellos entraba a la choza del Nicolás y la María, en la estampa y figura de don Martín Iquín, cacique de los quilmes, Pachacamac mismo, el Hijo del Sol, de quienes todos descendían. Hasta en su muerte, ocurrida no mucho después, con la primera maldición que acabó con sus vidas, las de sus hijos y de unos cuarenta hermanos más; esa maldición que empurpuraba y ennegrecía la piel y metía las sombras desde afuera y se llevaba el aliento, entre retortijones, echando espuma por la boca como perro maldito; hasta en su muerte atroz, el Nicolás Caliuá recordaría esa tarde en que los ancianos se reunieron en su hogar para porfiar cosas del viento. Más aún: en el delirio de su fiebre final, el Nicolás reconstruía el cónclave y ésa era la imagen que quería llevar en su viaje a las estrellas, porque sabía que esa vez Pachacamac lo había elegido y El nunca olvidaba a quien una vez eligió. Pero no había que ir tan lejos. Decenas de veces desde aquella tarde el Nicolás y la María debieron relatar a sus hermanos hasta los detalles menos relevantes de esa reunión histórica. Y una vez y otra ya el Nicolás, ya la María, sentados en cuclillas en medio de una ronda de hermanos, como en esta tarde en que el calor y la humedad sofocaban tanto que nadie podía ni dar un paso, desgranaban su relato. Y decía el Nicolás: “quien primero habló fue el Juan Anchila, porque había sido encomendado para estudiar los vientos. Y dijo que había recorrido muchos caminos hasta encontrar, cerca del Gran Río, piedras para poder hurgar en el destino. Y dijo también que no eran piedras nobles, como las del valle, hijas de la montaña y el techo del mundo, sino piedras blancuzcas y quebradizas, piedras hembra, decía, que no eran confiables...”. “No dijo confiables - interrumpió la María, tal vez molesta por la comparación -dijo adecuadas”. “Confiables o adecuadas, da igual para el caso -prosiguió el Nicolás, sin molestarse por la interrupción -porque el Juan Anchila quería decir que en esas piedras no había podido leer bien el destino. Y que su parecer era que ese viento les traía un mensaje que la gente no sabía descubrir -y que él, con esas piedras, tampoco -y que por eso, hasta que lo descubrieran e hicieran lo que este dios esperaba de ellos, 44
  • 45. el viento no iba a parar. Que era un dios, eso sí lo había podido leer sin duda alguna”. Y el Nicolás y la María seguían relatando que después de las palabras del Juan Anchila sobrevino un gran silencio, cuyo marco temible era el ulular del viento en el álamo. -¿Y entonces? -preguntó Bernabé Anchoca, el cacique acalián. - Entonces -dijo el Juan Anchila -habrá que ver. -Dices que has leído las piedras y sólo te dijeron que era un dios. ¿Cuál dios? -No dijeron - contestó el Juan.-Ujú -dijo Martín Iquín, acariciando su propio cuello. Don Luis Quilimtay daba vueltas y vueltas a su guaca, la pezuña de una llama que alguna vez lo salvó de morir y que cuando ella a su vez murió él cortó esa pezuña, la bruñó y la alisó y le cruzó una cuerda para llevarla en la cintura como sagrada que era.-Es dios iracundo -dijo bajito -y como tal debe ser tratado.-Lo es -convino el Juan. Lorenzo Atampa recordó que alguna vez, allá en el valle, enfrentaron a otro dios iracundo y desconocido y que después resultó ser el Dios cristiano. “¿No sería también éste...?” -No -dijo rotundo el Juan -éste es pampero, es de la pampa. No es dios de montaña ni de mares. Es dios de estas tierras. Y está enojado, tal vez porque armamos casas sin su permiso -Con nosotros no será el enojo. Nosotros fuimos traídos. Estará enojado con los cristianos, que nos acarrearon hasta acá - sentenció Marcos Sacansay.-Da igual -argumentó Martín Iquín. La voz del cacique quilme venía desde lo profundo de su garganta; parecía un ronroneo de tigre -Es lo mismo... O peor. Ya vimos que los cristianos no saben nada de dioses. Si hasta casa les hacen: creen que pueden tenerlos encerrados entre cuatro paredes... No, aunque este dios esté rabioso con los cristianos, ellos nada harán. Nosotros somos quienes... - Entonces, lo primero, es saber qué quiere -dijo Marcos Chafa -Tal vez quiera que nos vayamos. Pero no podemos y eso un dios tiene que saberlo. -O quiere que se vayan los cristianos, porque de final ellos son más extranjeros que nosotros -opinó Diego Alive. -Puede -dijo el Marcos. Y aquí el Nicolás y la María contaban que por largo rato discutieron los ancianos y caciques sobre este dios y sus impenetrables exigencias y cada uno sugirió lo que a su parecer debía hacerse, hasta que el Juan Anchila, quien mejor sabía leer en todas las cosas, dijo que 45
  • 46. había leído los árboles y las plantas y que estos, cuando salía el Padre Sol, siempre estaban inclinados hacia su aparición y que tal vez este dios iracundo no era otro que el Padre Sol, enojado con ellos porque, entre Reducciones y misas, poco se acordaban de reverenciarlo y les enviaba esta señal para que ellos hicieran lo mismo que árboles y plantas. No obstante, el hecho de que no hubiera memoria de que el Padre Sol se expresara de ese modo con ellos ponía muchas dudas en muchas cabezas. Por eso varios se inclinaban hacia que era otro dios. La cosa quedó zanjada cuando Luis Quillimtay expuso lo evidente: - ¿Qué quieren los dioses, todos los dioses? Reconocimiento, reverencias, sumisión, obediencia. Ignorantes como son, los cristianos no harían nada de eso con este dios”. Tocaba a ellos hacerle el sacrificio que demandaba. Fuera el Padre Sol u otro dios desconocido, don Luis estaba dispuesto a apostar su cuello a que con un sacrificio como prueba de sumisión y obediencia, fuese quien fuese, este dios se suavizaría. “No dijo suavizaría -corrigió otra vez la María-dijo calmaría”. -Calmaría, suavizaría, es igual -dijo el Nicolás, esta vez amoscado por la nueva aclaración de su mujer. Y aquí sí ya todos recordaban la mañana que siguió a esta memorable reunión cumbre, porque todos fueron protagonistas. Era noche cerrada aún cuando caciques y ancianos, quilmes y acalianes, despertaron a todos los integrantes de la Reducción. A todos, adultos y niños, machos y hembras, tullidos y enfermos, guaguas de pecho y agonizantes. Cientos de naturales, ante el asombro y la inquietud de curas, administradores y soldados, que aprestaron sus armas y cabalgaduras, salieron de sus chozas desafiando el feroz viento que cruzaba la Reducción de oeste a este. Como podían, estas criaturas del demonio comenzaron a caminar hacia el lado del río hasta una barranca, inclinadas para ofrecer menos resistencia al huracán que sin embargo las empujaba con tal fuerza que hizo rodar a más de cuatro por la escarcha un tanto prematura para esa época. Las estrellas comenzaron a opacarse cuando el tinte rosado del alba despuntó sobre el río. Ya todos, quilmes y acalianes, se habían arrodillado de cara al Padre Sol, que amenazaba con herir el cielo con su luz en muy poco tiempo. De pronto, una quena dejó oír su largo lamento y poco a poco 46
  • 47. cientos de voces iniciaron una especie de ulule que crecía y crecía a medida que la luz se intensificaba. Delante de todos ellos, don Martín Iquín, el cacique quilme, el Nicolás Caliuá, lector, y don Bernabé Anchoca, el cacique acalián, domeñaban un ternero que, tal vez olisqueando su destino, como que gritaba que lo dejen en paz. Y cuando el Padre Sol asomó su penacho, Martín Iquín hendió su cuchillo de afilada y fina madera en la garganta del animal, que con un lastimero quejido dejó escapar su sangre, que regó la escarcha y puede decirse voló literalmente, empujada por el viento, hacia donde, esplendoroso, el Padre Sol iniciaba su eterno camino hacia la noche. La quena parecía rogar y el viento enloquecer y el ulular de los gentiles tapaba cualquier sonido posible. Entonces caciques y lector se agacharon hacia el Padre Sol -o vaya a saber cuál dios, pensó más de uno -los dos pueblos completos que estaban allí imitaron y fue el momento en que árboles, plantas y humanos, todos a una, homenajearon al rosado amanecer con una reverencia que tenía por destino aplacar su furia y pedir su merced. Después de esta ceremonia, al modo que pudieran, con el viento en la cara que los hendía como toro dañino, quilmes y acalianes regresaron cada quien a su choza. No habría mita, sembrados, ni baños, ni alfarería. Imposible con este demonio surcando los aires. Cerca del mediodía, cuando hervían las ollas con el oloroso zapallo, el maíz, las redondas papas y la poca carne que quedaba, de pronto vino algo así como un sosiego. Todos se asomaron y pudieron ver que los árboles se enderezaban con pereza. Y al llegar el Padre Sol al punto más alto de su viaje,los árboles se irguieron por completo; ya no había ni una leve brisa. Sobrevino una calma que hería los oídos con el silencio. -Por fin acabó este ventarrón de mil demonios -comentó el cura. -Así es esta tierra -sentenció el señor Corregidor. -Ahora podemos hacer trabajar a estos holgazanes, que ya bastante la llevaron con la excusa del vientecillo -dijo el Alférez. -Ni que lo diga usted, ni que lo diga... 47
  • 48. MALICIAS Uno con los árboles de la costa, Pedro Barrigón atisbó la inmensa negrura del Gran Río y sintió seca la boca. No porque se le antojara un poco de tanta agua, ni porque se le hiciera agua por las 48
  • 49. hojas de coca que lo esperaban, sino porque había adivinado la silueta de alguien a caballo, que no podía ser otro que soldado cristiano. Muy lejos sintió voces y risas y eso lo tranquilizó. Quien fuera, andaba ligero, sin enojo. Pedro no podía con sus ansias. Escrutó el invisible horizonte tratando de descubrir la señal, pero nada vio. Lo único que le llegaba era ese pesado olor a pez y plantas viciadas. Estaba alto el río. E inquieto. Batía contra la barranca como queriendo subirla y poco faltaba para que lo hiciera. Con las crecientes muchos sufrían pero otros holgaban. Si todo salía bien, mañana holgarían varios en la Santa Cruz. Él, en especial. Pero todavía había que andar mucho camino lleno de peligros. Hacía frío, un frío que trizaba la piel. Para ahuyentarlo, zapateó y se golpeó el cuerpo con las manos, como queriendo volar. Y pensó en su Juana. Porque si eso no le daba calor, nada lo daría. Así estuvo, con su Juana, un buen rato, y hasta reía solo y quien solo ríe de sus picardías se acuerda y Pedro se acordaba de muchas, pero muchas, porque las había hecho grandes el Pedro Barrigón. Algo brillante en el río lo interrumpió y el corazón se le quería escapar porque pensaba que eran. Pero no eran y entonces volvió a su Juana, a sus recuerdos y a su volar en el mismo sitio. Miró otra vez cómo brillaba Chuquichinchay allá en lo alto, junto a un pedazo de luna que apenas si plateaba la escarcha, y otra vez se dijo que ésa era una buena señal y Pedro le pidió otra vez que le diera el sigilo, la fuerza y la astucia del puma, que bien la necesitaría. Y después se dio a sentir en la garganta el sabor de la chicha y en la boca el gusto de la coca y en el paladar el de la sal; no puede compararse el alimento con sal que sin sal. Y qué contenta se pondría la Juana con sal para adobarlo. De su faja liberó una vara, que tenía enredado el cordel; esa vara era su salvoconducto: si lo sorprendían, pues había venido a cazar peces. Demás está decir que él sabía y los soldados sabían que los quilme no cazaban peces, que los orgullosos ancianos decían que era ofender a la Pachamama, que los quilmes eran de la Pachamama y que ella se bastaba para alimentarlos y que si comían esos bichos la Pachamama castigaría el insulto volviéndose polvo seco para siempre y negando sus dones. Pero todos conocían bien a Pedro Barrigón y 49
  • 50. sabían del poco caso que hacía de los ancianos y de sus leyes, que muchas veces se había burlado de ellos y les decía que se habían quedado en el valle cuando ya no había valle y que las costumbres y los ritos estaban bien cuando llenaban la panza pero de nada servían cuando obligaban a la barriga a cantar de hambre. Y que los peces no serían como el maíz o como la papa pero agasajaban muy bien el estómago y que él los cazaría cuando tuviera hambre y su Juana tuviera hambre y sus hijos tuvieran hambre y que no creía que la Pachamama se enojara si lo hacía, porque la Pachamama se ponía contenta cuando sus hijos estaban contentos y tener bien la panza era estar contento. Y que no era único quilme que lo hacía, no; por eso, si lo sorprendían de noche junto al río, todos creerían que en verdad había venido a cazar peces para su Juana. Y muchos soldados hasta reirían de ello y más de uno pensaría que estaba bien eso que hacía Pedro y que, por raro que parezca, debían reconocer que al menos había un indio con cerebro. Claro que la vara y el cordel que Pedro desenredaba prolijamente no sólo servía para cazar peces; también era útil para atrapar los bultos que flotarían en cualquier momento sobre las barrosas aguas, junto a las plantas como arañas -que de tan grandes solían ocultar los bultos y a veces hasta los hundían -y las enormes ramas y los peces muertos y las serpientes que siempre trae la creciente; bultos que debía recoger uno a uno, llevarlos hasta la mula que rumiaba dulcemente los pastos al borde del monte, acomodar esa carga y transportarla como tres leguas, esquivando las guardias, hasta entregarla a cristianos a quienes jamás vio la cara pero cristianos eran. Por el olor. Nunca supo ni quiso saber qué contenían esos bultos; le habían hecho entender que si abría o perdía uno de ellos el castigo sería atroz. A cambio de su tarea, le daban una pinta de chicha o de cualquier otro licor y una pequeña saca que contenía hojas de coca y la maravillosa sal. Casi siempre amanecía cuando iba llegando a la Reducción, con las ushutas enmugradas, los cueros con que peleaba al frío hechos un asco y los pies hinchados; destrozando la escarcha, cansado pero feliz. Pedro había visto más de un hermano, aunque 50
  • 51. ignoraba de qué nación serían, hacer el mismo trabajo por la misma paga. Pero en nada de esto pensaba Pedro mientras dejaba libre el bramante; atisbaba la oscuridad olorosa del río y escuchaba atento los sonidos del monte. En realidad pensaba en que todo eso lo tenía por haberse decidido a cazar peces; haciendo eso lo vieron y alguien que hablaba su lengua, a quien jamás volvió a ver, le propuso el trato y sus obligaciones. No lo consideró demasiado tiempo; pocos minutos bastaron, en realidad, para cerrarlo. Nada tenía que perder, salvo su vida, y su vida no valía nada. Entonces se dijo que debía tratar de cazar algún pez mientras esperaba, no fuera que vinieran esos soldados que andaban con la velocidad del ñandú y lo sorprendieran no más mirando. Desenredado el cordel, Pedro se sentó al borde del río y arrojó su torzal, en cuyo extremo tenía sólidamente atado un anzuelo de rama tallado por sus manos. Ni carnada. ¿Para qué? Acomodó sus cueros a la espalda y entonces se puso a pensar en la Juana otra vez. Como cuando casó con ella al modo cristiano, porque el cura decía que vivían en pecado así como estaban; recordó que la Juana lo había mirado raro, porque ellos ya se habían casado como debían, como se habían casado sus padres y los padres de sus padres y la Juana no entendía por qué debían casarse de nuevo si ya lo estaban. Pero Pedro le dijo que era mejor tener contento al cura y que en todo caso no había nada que perder sino que ganar o que sería como un juego y que habría una fiesta y que siempre era buena una fiesta. La Juana le dijo que sí por complacerlo nomás pero le advirtió que esa manera de casarse a ella no le importaba porque ya estaban casados bien. Salió de sus recuerdos cuando una ola batió con fuerza contra la barranca. Y después otra. Y otra. Alerta quedó con todo el cuerpo, porque eso sólo podía ser lo que esperaba; ahora sí vio a lo lejos una lucecita que se mecía y se olvidó de la Juana y se olvidó de todo. Acomodó los cueros en la orilla, para que estuvieran secos, y vara en mano, cubierto sólo con la sobada túnica de alpaca que había heredado de su padre, penetró al río helado tratando de distinguir los bultos que no tardarían en flotar hasta él. Eran cuatro, según le advirtieron 51
  • 52. meciendo los dedos, y todos tenían que llegar o ya sabía. Apartó una enorme planta, de esas que vienen con la crecida, cuidando que no llevara víbora, y esperó; la negrura era interminable y el silencio, apenas ajado por el ondear del agua, le partía la cabeza. Cabeceando, vio acercarse algo que debía ser parte de lo esperado; avanzó hacia el bulto, el agua al pecho, y sin necesidad de pescarlo, lo atrajo hacia sí; de un empujón lo envió hacia la orilla, esperando por otro. Durante una media hora Pedro Barrigón anduvo en esa industria, hurgando el río, helado, con el agua al pecho o más alto todavía. Temblaba y, si pudiera verse, se vería azul de piel. El último fue el de más trabajo; tuvo que hurgar plantas, esquivar troncos y asustarse a morir hasta que dio con él, casi oculto bajo las raíces de un árbol moribundo, inclinado hacia su destino ineluctable. Mucho trabajo le costó desenredarlo y cuando pudo volvió a la costa. Reunió los bultos y trepó como gato por la barranca pantanosa; allí volvió a tomar su cordel, que para eso lo trajo, los cazó uno por uno y los dejó en lo seco. Tomaba aire en el momento en que la pequeña luna llegaba a su cenit, soltando una luz que antes le hubiera ayudado pero ahora pasaba a ser enemiga. Por los soldados. La mula pacía mansamente, sin el menor interés por el resto del mundo. Protestó un poco y se resistió cuando Pedro la tomó de la soga y la llevó hacia donde había dejado su carga -esa carga que, fuera lo que fuere, para él significaba chicha, coca y sal -pero obedeció. En verdad, pastaba por pastar, porque en su colgante barriga ya ni un pelo entraba. Con mucho cuidado y maña Pedro acomodó los bultos y cuando estuvo satisfecho trepó al animal, acomodó los viejos cueros sobre su piel aterida por las heladas aguas del río y partió; iba atento al menor sonido, bordeando el bosque, antes de salir a campo abierto, lejos de los soldados. Con cada paso del animal su corazón pasaba del galope alocado de antes a imitar el manso andar de la mula; por fin, encaró el camino que sólo él conocía y ya en paz se dirigió hacia el sitio en donde entregaría carga y mula. Le nacieron ganas de cantar y bailar, pero apenas si un brillo en sus ojos -si alguien pudiera advertirlo -denunciaba su alegría. Pero el contento se le hizo agrio cuando creyó escuchar, amplificado por la noche, el ruido de 52
  • 53. cabalgaduras. Los soldados cristianos, ningún otro. Contuvo la respiración, pero ni siquiera frenó su mula; más lento de lo que iba era imposible que fuera. Al fin, ya estaba lejos. Miró a Chuquichinchay y a ella se encomendó. Por delante, el camino se mostraba infinito. -“Ahí va Pedro Barrigón. Cuida que no pierda alguna saca. No es indio de fiar”. “Como ordene, Capitán”, susurró uno de los cristianos que Pedro había como olfateado. El soldado puso su caballo al paso tras la mula de Pedro, cuya silueta se esbozaba en el horizonte a la tenue luz de la luna; miraba atento al frente y a los costados. Si veía o encontraba algo raro o si veía restos del contenido de las sacas, indicador de que habían sido hurgadas, o si el quilme se detenía demasiado o hablaba con alguien, Pedro Barrigón era indio muerto. LEYENDAS 53