1. Carta a una chica muerta
17 Jul 2017/ARTURO PÉREZ-REVERTE / Patente de corso
Alguna vez he dicho que en los últimos tiempos, aunque leo todas las cartas que
recibo, me es imposible responder a ellas. Hasta hace poco lo hacía
disciplinadamente, aunque fuera con retraso; pero ya no puedo. Cartas
respondiendo a cartas, o tarjetas de agradecimiento por los libros que sus
autores me envían. Es demasiado correo y es un honor recibirlo, pero ese honor
rebasa mis posibilidades. Y nunca quise dejar esa tarea a un secretario o
asistente. Uno envejece, menguan las energías y también la vida se complica con
viajes y obligaciones profesionales y personales que reducen el tiempo
disponible. No se ofendan, por tanto, quienes ya no reciben respuesta. No se
sientan decepcionados. No es indiferencia, sino sólo que me hago mayor. Y me
canso. Sesenta y seis tacos de almanaque empiezan a notarse un poco. Quien los
tiene, lo sabe.
Hay excepciones, naturalmente. Cartas a las que resulta imposible no
responder. Y eso me ocurre hoy. Lo singular es que se trata de una carta cuya
respuesta no puedo enviar a ninguna dirección postal. Esa dirección ya no
existe, pues la carta ha seguido un extraño camino hasta llegar a mis manos. La
escribió en Jaén una joven llamada Carmen el 4 de junio de 2002. Carmen tenía
27 años, y murió meses después de escribir a mano esas líneas que nunca llegó a
echar al correo. La carta fue encontrada años después por la madre, entre los
viejos papeles de su hija, y me la remitió con una breve nota explicativa el 29 de
junio de 2014. Llegada a mis manos con otras cartas, se traspapeló entre las
páginas de un libro, y no la he encontrado ni abierto hasta hace unas semanas,
el 7 de junio de 2017. Siempre junio, fíjense qué coincidencia. Doce años tardó
en llegar a mis manos y tres años he tardado yo en leerla. Quince años después
de la muerte de Carmen.
No detallaré mucho lo que dice. Se confiesa seguidora entusiasta de mis novelas,
y comprobando las fechas veo que no llegó a leer La reina del Sur, en la que yo
todavía estaba trabajando a su muerte. Seguramente la última fue La carta
esférica, o uno de los Alatristes. En su nota, la madre, que también se llama
Carmen, asegura que su hija era lectora ávida de toda clase de libros, incluidos
los míos. «Era una enamorada –asegura– de todo lo que saliera de sus manos».
Esa línea, como pueden imaginar, me remueve por dentro. Me entristece ante el
pensamiento de que Carmen murió sin que yo supiera de su existencia, y de que
haya tardado tanto en saberlo. En aquel tiempo aún podía yo responder
puntualmente a cuantas cartas recibía, y sin duda lo habría hecho a la suya. Una
carta que ella nunca puso en el correo, una carta que tardé quince años en leer.
Y esa desazón, o ese remordimiento, me hace estar hoy aquí dándole a la tecla,
mientras intento torpemente responder a las palabras de afecto de una chica
muerta.
En su carta, escrita en papel cuadriculado y con letra redonda, tinta violeta, por
las dos caras del folio, Carmen se revela como lectora entusiasta de libros y
ávida amante de la literatura. Me habla apasionadamente de Charles Dickens,
de Galdós –su escritor favorito– y de Alejandro Dumas, y también de
Humphrey Bogart, y de un viejo y triste artículo que escribí en 1993 titulado
Cuento de Navidad, que según ella trasladó su interés del reportero de la tele
2. que aún era yo entonces al novelista que empezaba a asentarse por esas fechas.
También me cuenta que en cierta ocasión, estando yo en una feria del libro, tuvo
ocasión de saludarme, pero se impuso la timidez y no se atrevió; siendo su
padre, cartagenero como yo, quien al fin se acercó a pedirme para ella una firma
en un libro. Me dice todo eso, y termina expresando la esperanza de poder
conversar conmigo algún día sobre libros y literatura. Nunca tuvimos esa
conversación, o sí. Porque en realidad converso con ella ahora, sentado en el
lugar donde trabajo, teniendo a mi izquierda una estantería llena de
diccionarios y libros de consulta, y a la derecha los estantes que con cada novela
lleno de material de trabajo antes de vaciarlos y empezar de nuevo. Por la
ventana entra una luz dorada en la que parece navegar, dentro de su urna de
cristal, la maqueta de la Bounty. Y quiero decirle a Carmen que en este
momento su carta se encuentra junto al manuscrito recién terminado que está
sobre la mesa, con las últimas correcciones a una nueva novela que ella nunca
leerá, pero que de algún modo también me ayudó a escribir. Por eso le doy las
gracias y le devuelvo con todo mi cariño aquel lejano beso de amiga que al fin
recibí, quince años después, desmintiendo a la muerte, al tiempo y al olvido.