Análisis de la Implementación de los Servicios Locales de Educación Pública p...
La verdad detrás de las cartas
1. El banco, la plaza y el viejo
Era sábado, y como todos los sábados, el viejo estaba allí, sentado en el banco de la
plaza con su traje impecable y sus cartas atadas con una piola. Observaba con la mirada
perdida el camino de salida del pueblo, esperando. Los que pasaban lo saludaban y sonreían,
comentaban entre sí, cuchicheaban mofándose del viejo. Él los ignoraba, no les contestaba el
saludo y pasaba su mano sobre el paquete de cartas. Algunas de ellas se veían antiguas, los
sobres estaban ya amarillentos. De vez en cuando abría alguna y la leía silenciosamente. En
un primer momento, les leía alguno de los párrafos a sus vecinos, pero éstos, con el paso del
tiempo, se aburrieron de la rutina y sólo lo observaban negando con la cabeza, como si fuese
un caso perdido.
El viejo conservaba todas esas cartas que le enviaba un viejo amor que había tenido
en el mismísimo pueblo. Nadie recordaba el año en que había sido el romance que tan sólo
había durado unos días. El viejo decía que había sido una semana, pero algunos de los
vecinos afirmaban que solamente había sido un escaso fin de semana y que la mujer se había
vuelto a la ciudad a reencontrarse con su marido. Pero que más le daba al viejo, él recordaba
la intensidad de ese amor como si hubiese sido ayer y poco le importaba lo que dijesen los
chismosos. Se habían prometido amor eterno y él la esperaría todo el tiempo que fuera
necesario, sentado allí en el banco. Todos los sábados repetía la secuencia , era cuando
pasaba el único ómnibus que venía al pueblo. Y todos los sábados era lo mismo: nadie bajaba
y el viejo tomaba su paquete de cartas y regresaba a su casa.
Si uno preguntaba en el pueblo desde cuándo repetía el acto, algunos comentaban que
por los menos desde hacía una década, los más benévolos, un par de años. El asunto es que
el viejo vivía de sábado a sábado con la esperanza de ver a su amada y si bien nadie
recordaba cuánto tiempo había pasado desde el romance, nadie tampoco podía afirmar que lo
que decía fuese invento.
La mujer de la que se había enamorado el viejo, y ella de él según sus dichos, era una
señora casada, con fortuna, que había visitado el pueblo en procura de un lugar de descanso.
El viejo la había invitado a recorrer los alrededores y parece que fue un flechazo mutuo. Ella
2. prometió regresar y él juró que la esperaría todo el tiempo que fuera necesario hasta que
resolviera sus problemas. Aparentemente todos interpretaron que los problemas se referían al
marido de la señora, aunque tampoco había certeza sobre ello. Una pretendiente del viejo
había hecho correr el rumor que la señora era un tanto cazcibana y recorría los pueblos en
busca de aventuras y sexo fácil, la pintó como una especie de “devoradora de hombres”.
Algunos se sentaban los sábados junto al viejo para sonsacarle cosas, pero con el tiempo el
chiste perdió gracia y ya a nadie le importaba lo que decían las cartas ni lo él contaba una y
otra vez.
El primer sábado del mes de mayo, el viejo no apareció por la plaza. Cuando los
chismosos se dieron cuenta, fueron corriendo a la casa pues lo dieron por muerto. Irrumpieron
sin siquiera golpear la puerta. Recorrieron las habitaciones, la cocina, el baño y los patios
traseros y no lo encontraron. Fueron entonces al bar para averiguar si había pasado por allí.
Tampoco lo habían visto. Se dirigieron a la iglesia y el cura les comentó que le pareció verlo
caminado a la vera de la ruta. Todos se miraron asombrados preguntándose a dónde iría, si
nunca había salido del pueblo.
El viejo esa semana había recibido una carta que le indicó que las cosas no andaban
bien. Decidió entonces tomar el toro por las astas e ir a averiguar qué pasaba en la ciudad. No
le llevaría más de un día ir caminando, porque para el ómnibus no tenía dinero. Fue así que
emprendió su camino, lento pero firme, alentado con que finalmente daría una solución a su
larga espera y vería nuevamente a su amor. Cuando llegó a la ciudad, preguntó cómo llegar
hasta la dirección que figuraba en el remitente. Se perdió al principio, estaba además agotado
por la larga caminata, pero su perseverancia pudo más. Localizó la casa y sin dudarlo, golpeó
la puerta. Nadie atendió. Miró con detenimiento y se veía un tanto descuidada, no era de la
talla de la señora: despintada, con los marcos de la puerta descoloridos por el sol, con el
jardín lleno de pastos y ramas. Volvió a golpear. Nadie respondió. Divisó que en la esquina
había una oficina del correo, pensó que tal vez pudieran decirle algo de la señora ya que
semanalmente le enviaba una carta. Cuando entró, le preguntó al empleado por el nombre,
enseñándole las cartas que había procurado llevar consigo. Azorado, el hombre le contestó:
- Señor, no puede ser que la señora le haya enviado a usted estas cartas.
3. - Pero hombre, cómo que no puede ser si ésta última la recibí la semana pasada,
observe usted el sello postal con la fecha.
Más azorado quedó el empleado cuando verificó el día y el mes. Pensativo, examinó el
sobre una y otra vez, y le dijo:
- Esta carta no la envió la señora que usted dice, es imposible que lo haya hecho. Si mal
no recuerdo, las viene a despachar una muchacha que vive acá a la vuelta, creo que
su nombre es Celia.
- Bueno, le agradezco el dato, tal vez sea una ayudante de la señora.
El empleado bajó la vista y lo saludó opacamente.
El viejo dio la vuelta y comenzó a preguntar por la muchacha hasta que dio con ella. La
chica cuando lo vió con las cartas y en el estado en que estaba, enseguida supo de quien se
trataba:
- Pase, siéntese por favor.
- Disculpe la molestia, lo que ocurre es que yo vine hasta acá…
- No tiene que decirme nada, la que tiene que dar explicaciones soy yo.
- Pero déjeme decirle por favor: tengo esta carta que el empleado postal me dice que
despachó usted. Es de mi novia, la recibí la semana pasada…
- Si, ya lo sé.
- ¿Usted puede decirme dónde encontrarla?
- Tengo que explicarle…
- Algo anda mal, proseguía el viejo con la carta en la mano. Recibí esto que dice lo
mismo que la tercera carta que me envió apenas nos conocimos, no sé qué ocurre,
algo pasa…
- Señor, por favor no siga. Yo escribo esas cartas.
- ¿Cómo dice? Me está tomando usted el pelo. Dígame dónde está la señora de
inmediato.
La chica bajó la cabeza y no emitió sonido.
- ¿Me escucha? ¿Dónde está? Celia, responda: ¿dónde está?
- En el mismo lugar desde hace 10 años.
- ¿Y dónde es?
4. - Señor, la señora lleva todo este tiempo de muerta. Yo trabajaba de dama de compañía
y me encargó que escribiera las cartas para no infligirle la terrible pena que le daría
saberla fallecida. Perdóneme, no tendría que haberlo hecho pero se lo prometí. Como
ya no sabía bien qué escribirle, copié una de las primeras cartas que le había
mandado. Perdóneme, perdóneme.
Celia comenzó a sollozar. El viejo estaba atónito, no podía creer lo que estaba
sucediendo. Todo el tiempo había estado enamorado de las palabras de una mujer que no
conocía y, a su vez, del recuerdo de ese romance intenso con la señora. Sintió como si
hubiese cometido adulterio: entre culpa, miedo, desconcierto. La vista se le nublaba y las
ideas se le sucedían sin un orden, una tras otra. Miró a Celia, aunque sin verla. Se llevó
las cartas, caminó a paso acelerado y con fuerza las arrojó al jardín de la casa de la
señora.