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ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2615-9.
2ª edición: agosto de 2014.
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ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2616-6.
3ª edición: agosto de 2014.
ISBN Edición Digital: 978-956-12-2944-0.
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Índice
Once rosas rojas
La casa
Un libro de cuentos
La receta
La señora Lisa de Lot
Un alumno nuevo
La neblina
Lagartija
¿Dónde podrá morir un viejo profesor?
ONCE ROSAS ROJAS
Cuando Claudio decidió regalarle flores en el día de su santo a la jefa de
personal de la empresa en la que él trabajaba, la verdad es que no estaba
pensando en rosas: eran demasiado caras.
Sin embargo, al llegar al quiosco vio el ramo de once rosas rojas y ni siquiera
preguntó por otras flores, pidió esas y las pagó sin preocuparse por el precio,
cosa en extremo rara en él.
La última discusión con Patricia –ella insistía en que la llamaran por su nombre
de pila– fue tremenda. Quizá la peor de todas y ¡vaya si habían sido muchas!...
Por eso era tan importante una reconciliación.
Al fin y al cabo era ella quien calificaba a todo el personal, incluso a los
ejecutivos como él. ¡Y de esa calificación dependía, en gran medida, su empleo!
Tenía muy claro que era demasiado lo que podía perder: el elegante automóvil
último modelo… que la empresa ponía a su disposición; una casa lujosa, aunque
confortable… que era propiedad de la empresa; tarjetas de crédito para cualquier
lujo que quisiera darse… que otorgaba la empresa; los largos veraneos en el
campito del sur… que tenía la empresa para sus ejecutivos; en fin, un montón de
pequeñas pero grandes comodidades.
Si hubiera llevado más tiempo en la empresa y su cargo fuera un poco, solo un
poco más importante que el de ella, hubiese quedado libre de su calificación,
pero no era así.
Por eso las flores.
Al llegar a la oficina le entregaría las rosas, diciéndole: “Once rosas para
completar la docena con mi rosa preferida”. En las películas siempre daba
resultado.
Pero al llegar a la oficina, la jefa de personal no estaba. Prefirió no ir todavía a la
suya y esperarla. Tuvo que aguardar casi media hora.
Casi dormitaba cuando Patricia entró, por lo que no alcanzó ni a abrir la boca.
Fue ella la que habló:
–Vengo de la junta –dijo– y tú sabes por qué.
–Pero, Patricia, ¿no crees que?... –balbuceó con tono humilde mientras pensaba:
“¡Ya verás, pedazo de tallarín viejo –así la llamaba sin que ella, claro está, lo
supiera–, no te librarás tan fácilmente de mí!”
Ella no se dignó responderle. El ramo de rosas sobre la mesita había llamado su
atención.
–¡Qué lindas! –exclamó, tomándolas descuidadamente, sin poder evitar que una
espina hiriera su mano.
–¡Auch! –gritó, y tres segundos más tarde insistió en forma bastante curiosa–: Si
tú me trajiste estos once tallarines viejos para adularme –dijo muy seria–, puedes
olvidarlo, pues el tallarín viejo me dijo que si yo te calificaba con tallarines
viejos, tú quedarías como tallarín viejo.
Las rosas enrojecieron.
Claudio se preocupó. ¿Estaba bromeando? Patricia nunca lo hacía. Pero cuando
ella insistió en hablar de tallarines viejos por un buen rato, él tomó el citófono y
llamó a Gabriel, el médico de la empresa.
Aunque este no era siquiatra, diagnosticó un gran agotamiento y recomendó que
Patricia fuera internada ese mismo día en una casa de reposo, para lo cual él
mismo hizo todos los arreglos del caso.
Cuando ya se retiraba, el médico vio el ramo de once rosas rojas.
–Se las había traído a Patricia –le dijo Claudio–. Si quieres llevártelas, evitarás
que las tire a la basura.
Y mientras Claudio esperaba la llegada de la ambulancia que se llevaría a
Patricia, el médico se dirigió a la clínica con su hermoso ramo de rosas.
“Se las daré a la señora Rasena –pensó–, a ver si así aplaco su mal genio”.
Al entrar en la habitación 32 de la clínica, una voz chillona lo recibió:
–Estuve a punto de morirme. Pero eso a nadie le importa. ¿Para qué cree usted
que estoy pagando una fortuna? ¿Para que mi médico se mande a cambiar y me
abandone en plena crisis? Pediré hablar con el director; usted sabe que es primo
mío, y me quejaré de su comportamiento, doctor.
Sin hacer caso de todo el discurso, Gabriel dejó sobre la cama el hermoso ramo.
–Llamaré a la enfermera –se limitó a responder, mientras pensaba para sus
adentros: “Esta vieja está más sana que una jovencita. Podría andar saltando por
ahí, sin que le pase nada”.
Salió del corredor y le pidió a una auxiliar que fuera a ver a la enferma, luego se
dirigió al comedor del personal. Sin embargo, no acababa de llegar cuando fue
requerido con urgencia por los parlantes.
–Doctor Arac, doctor Gabriel Arac, acuda de inmediato a la habitación treinta y
dos. Doctor Arac, doctor…
“¡Uf! ¡No de nuevo!”, pensó Gabriel, mientras volvía a la pieza de la señora
Rasena.
Antes de entrar, otro colega le informó:
–Algo muy extraño pasó con esa señora. Mira y compruébalo por ti mismo…
En efecto, así era. Apenas abrió la puerta pudo comprobarlo: la señora Rasena,
tarareando, bailaba una ronda infantil.
–Arroz con leche, me quiero casar con un doctorcito de este hospital. Con este
sí, con este no, con este gordito me caso yo.
–Fue fulminante –continuó–. Nadie alcanzó a hacer nada. Fíjate, aún tiene
apretado entre las manos ese ramo de rosas que alguien le trajo.
Las rosas parecían aún más rojas, como la gotita de sangre en el dedo de la
señora Rasena, en la que nadie había reparado.
Con sumo cuidado la auxiliar retiró el ramo de manos de la enferma y lo
depositó en un rincón. “Son demasiado hermosas como para dejarlas en la
clínica –pensó–. Si nadie las reclama, me las llevaré a mi casa”.
Y como a la mañana siguiente, al finalizar su turno, nadie había dicho nada, ella
partió feliz con su ramo de once rosas rojas.
No obstante, su felicidad solo duró hasta que llegó a su casa.
Allí, su marido cesante, a pesar de que aún era muy temprano, se había
embriagado nuevamente. Apenas ella entró, al ver el gran ramo de rosas, él
comenzó a insultarla:
–Mira en lo que te gastas la plata. Comprando rosas. ¡Rosas te voy a dar! Trae
pa’cá –chilló, arrebatándole el ramo y tratando infructuosamente de golpearla
con este.
–¿Por qué no te da por hacer otra cosa en vez de emborracharte, Rodolfo? –dijo
ella, intentando calmarlo–. Podrías leer, por ejemplo; eso te haría mucho mejor.
Pero entonces, arrojando las rosas sobre un sillón, él se llevó la mano a la boca.
–¡Auch! –exclamó–. Me pinché.
Tomándole la mano, su mujer lo consoló:
–Es solo una gotita de sangre, mi amor. Yo te la curo. No te preocupes.
Mientras las rosas enrojecían otro poquito, él pareció despertar de un sueño.
–Oye –le dijo a su esposa–, ¿qué libro andas trayendo?
–Es de primeros auxilios.
–No importa, préstamelo; lo leeré de todos modos.
Y tomando el libro, Rodolfo se sentó muy tranquilo, disponiéndose a hacerlo.
–¿Sabes, mujer? –observó luego–. En realidad tenemos pocos libros en la casa,
deberíamos comprar más.
Con el asombro, la mujer se había olvidado hasta de las rosas, pero justo en ese
momento llegó su vecina y se fijó en ellas.
–¡Qué lindas! –exclamó.
La auxiliar, aún estupefacta, solo atinó a decir:
–Si le gustan, vecina, puede quedarse con ellas.
Sin esperar a que se lo repitieran dos veces, la vecina tomó con cuidado el ramo
y con él se marchó a su quiosco de flores, donde las colocó en un lugar bien
visible. Podría ganarse unos buenos pesos, pues en verdad era un hermoso ramo
de once rosas rojas.
LA CASA
Si usted viaja a Zapallar, es probable que para bajar a la playa use el atajo de la
“casa quemada”.
Por supuesto que puede hacerlo sin mayores problemas; pero… le recomiendo
que NO intente mover ni una sola piedra de lo que todavía resta en pie de esa
casa.
Hace ya muchos años, cuando el palacete aún levantaba airoso sus muros,
chimeneas, almenas y tejados, sus propietarios –una pareja de extranjeros
residentes en Chile– decidieron dar una fiesta, pero una fiesta que fuera
inolvidable en los anales del balneario.
¡Y en realidad lo fue!
La vista desde la casa era soberbia: al frente se prolongaba el mar en toda su
magnífica extensión; al sur de la bahía, el cerrito de la Cruz, y hacia el norte, la
isla Seca cerraba el paisaje.
Fue por ello que la señora F. –su dueña– pensó que sería hermoso realizar la
velada a la luz de la luna y de las estrellas, usando solo la luz de decenas de
coloridas velas y de enormes velones.
Y, en efecto, el resultado fue increíblemente bello. La casa entera lucía como un
castillo encantado en medio de la noche.
La orquesta tocaba una tras otra piezas bailables; las bandejas llenas de
deliciosos manjares circulaban por los salones y los vinos y licores corrían a
raudales.
Los invitados estaban, en verdad, maravillados.
Sin embargo, como a medianoche, uno de los comensales –nunca se supo cuál–,
bastante mareado por la bebida, tropezó con uno de los candelabros, haciéndolo
caer.
Debido a su estado de embriaguez, él, o la culpable, no fue capaz de gritar
pidiendo ayuda. El fuego prendió en los cortinajes y muebles de la habitación, y
demasiado rápidamente se extendió al resto de la casa, que a los pocos minutos
ardió ferozmente.
Todos los esfuerzos por salvar, aunque fuera parte del lujoso amoblado o alguna
parte de la mansión, resultaron infructuosos.
Solo un par de bajos muros de piedra, algunos pavimentos de baldosa y una alta
chimenea de concreto se salvaron del fuego.
Esa misma noche también los dueños desa-parecieron.
Algunos dijeron que habían muerto entre las llamas; los más, que habían
retornado a su país; otros, por fin, que simplemente se desvanecieron en las
tinieblas.
De los invitados, solo podemos decir que muchos no quisieron volver jamás a
Zapallar, y que los demás, aunque sí lo hicieron, tuvieron buen cuidado de no
acercarse a los alrededores de la “casa quemada”.
Pasaron los años, hasta que alguien decidió comprar el terreno para edificar una
nueva casa. Con tal finalidad, llegó una cuadrilla de jornaleros acompañados por
un jefe para proceder a limpiar el sitio y demoler los restos de la edificación.
Era invierno. En Zapallar, el día había amanecido cubierto por una niebla densa,
húmeda, oscura y fría, lo que no era extraño en la zona.
Como lo primero era derribar lo que quedaba de la chimenea, uno de los obreros,
picota en mano, trepó ágilmente hasta lo más alto de aquella, usando una larga
escala de madera. Una vez arriba, y sin percatarse del fino césped que allí había
crecido, se dispuso a romper el concreto.
Sin embargo, al intentar hacerlo, y debido al impulso que se dio para asestar el
golpe, resbaló, cayendo estrepitosamente. Por fortuna, la caída fue detenida al
quedar enganchada su ropa en un fierro que sobresalía de la muralla. Pero el
pobre hombre no alcanzó siquiera a respirar aliviado, cuando sintió que su
descenso continuaba, pues su propio forcejeo hizo que su pantalón se rajara, lo
mismo que su ropa interior, su camisa y su chaqueta.
Y como toda su ropa se desgarraba de arriba abajo y cayera en jirones, él quedó
absolutamente desnudo.
¿Absolutamente? Bueno, no: quedó con una bufanda de lana enroscada al cuello.
El hombre se preparó para un fuerte golpe; sin embargo, nunca llegó al suelo,
pues quedó suspendido del dichoso fierro. ¿Cómo? Porque la dichosa bufanda de
lana se enredó en este.
Así, quedo colgando, desnudo y a punto de morir ahorcado.
Pese a este percance, el trabajo debía realizarse, por lo que, luego de la natural
interrupción de más de tres horas, tiempo que demoraron en desenganchar al
maltrecho jornalero, evitando su muerte, y hasta que le consiguieron nuevas
ropas, el capataz ordenó a otro de los obreros que subiera a la chimenea y
procediera a demolerla.
Así lo hizo este, adoptando, eso sí, todas las precauciones al comenzar a golpear,
para soltar los ladrillos que coronaban la chimenea. El trabajo no era fácil. El
concreto, endurecido por el tiempo, se resistía a liberar los ladrillos.
Dieron las doce. Hora de la “choca”, el almuerzo de los obreros de la
construcción. Los otros jornaleros, dedicados a arrancar malezas y a limpiar de
desperdicios el sitio, se juntaron para comer.
Incluso el obrero allá en lo alto descendió para unirse al capataz y a sus
compañeros.
Arrimados a la chimenea para protegerse del fuerte viento, encendieron un
fueguito para calentar la olla, en donde una exquisita cazuela, previamente
preparada, dejaba escapar apetitosos aromas, abriendo el apetito de los
trabajadores.
Pero entonces… ¡Splash!...
Aquello que no había logrado la destructora picota, soltar un ladrillo, lo hizo una
delicada avecilla al posarse sobre la cornisa de la chimenea: no uno, sino que
varios ladrillos se desprendieron, cayendo justo dentro de la hirviente olla.
Por supuesto que esta se volcó, desparramando su contenido sobre los
trabajadores, que no solo quedaron privados de su almuerzo, sino que llenos de
serias quemaduras.
Dos accidentes en un mismo día fueron mucho para la cuadrilla. Se negaron a
volver a la obra, y le solicitaron al capataz que se comunicara telefónicamente
con la oficina de la empresa constructora en Santiago, para recibir nuevas
instrucciones.
Y estas fueron: “Esperen la llegada del constructor”.
El día siguiente amaneció nuevamente húmedo, grisáceo y frío. El constructor
llegó bastante temprano y de inmediato se dirigió, junto con el capataz, a la casa
quemada para determinar, en el terreno mismo, cómo proseguir –o mejor dicho,
cómo empezar– la demolición.
Pero en ese momento algo llamó poderosamente la atención del capataz, algo
que no se atrevió a comunicar a su superior: la parte alta de la chimenea estaba
intacta, allí no faltaba ningún ladrillo.
¿Quién los había vuelto a colocar?
–Debe haber sido una hermosa casa –comentó el constructor, acercándose a la
escala que descendía abrupta hasta la playa–. ¡Mira qué vista!
Sin embargo, su subordinado no estaba de humor para consideraciones estéticas.
–¡Maldita casa! –farfulló.
El constructor oyó que su acompañante le hablaba, pero no comprendió lo que
este murmuraba.
–¿Qué dices? –le preguntó, girando para escucharlo mejor.
Pero al hacerlo perdió el equilibrio y, presintiendo que iba a caer, se aferró del
capataz. A su vez, este intentó resistir en vano, pues fue arrastrado en su caída
por el profesional y ambos rodaron cerro abajo.
Un par de horas más tarde, el constructor recobró el conocimiento. Estaba en una
cama del hospital de La Ligua, lleno de contusiones. Pudo ver cómo a su
capataz, en la cama junto a la suya, le extraían con una larga pinza, una a una,
largas espinas de sus nalgas y de otras partes del cuerpo, pues había ido a dar
sobre unos grandes cactos.
Algunos días después el sitio fue cerrado con una alta muralla de madera. Nadie
más intentó demoler aquellas ruinas.
Sin embargo, con el tiempo, el muro fue desapareciendo, hasta que finalmente
algún osado –ignorante, de seguro, de todo lo acaecido– volvió a cruzar,
acortando camino, el terreno de la casa quemada, para descender a la hermosa y
tranquila plaza de Zapallar.
Hoy, tú también puedes hacerlo, pero recuerda: No vayas a tocar ni siquiera una
piedrecilla de los restos de la “casa quemada”, porque…
UN LIBRO DE CUENTOS
–¡Mamá, mamá, cómprame ese libro!
Pero la mamá, atareada eligiendo unos detergentes, ni siquiera oyó el pedido de
su hijo Manuel, de cinco años.
Sin embargo, el padre, que los había acompañado, interesado en lo que el niño
pedía, retiró el libro que el pequeño señalaba del estante. “¡Qué bueno que en los
supermercados también tengan libros!”, pensó, y pasándoselo a su hijo le
preguntó:
–¿Este es el que tú quieres?
–Sí, papá, ¿cómo se llama?
–Hansel y Gretel –leyó él.
–¿Qué, Roberto? ¿Le vas a comprar un libro? –preguntó la madre, que se había
acercado a ellos–. ¿Ese?
–Sí –aseguró él–, es un cuento muy lindo. A mí me lo leían cuando era muy
chiquito –recordó.
–Yo tambén quero oto –pidió entonces Cecilia, la hermanita de tres años, en su
media lengua.
–No, no, con uno está bien –afirmó la madre–. Si se portan bien, papá se los va a
leer hoy en la noche. ¿De acuerdo?
El libro era muy atrayente, pues cuando se abría una página aparecía un paisaje
con figuras, todo en tres dimensiones.
Apenas llegaron a casa el niño pidió el libro para hojearlo; pero el padre,
colocándolo en una repisa alta, le advirtió:
–No. La mamá dijo que si se portaban bien, se los leeríamos cuando se acuesten.
Así es que ahí se queda.
Esa noche los niños comieron más rápido que otras veces, luego corrieron a
lavarse los dientes y finalmente se metieron a la cama.
–¡Ya, papá! ¡Estamos listos! –gritó el niño.
–¡A, papá, tamo lito! –repitió su hermanita.
–Ya voy, ya voy –respondió el padre, pensando en que no podría eludir su
promesa–. Termino de ver estas noticias y voy a leerles el cuento.
A los pocos minutos concluyó el noticiero nocturno y se dirigió al dormitorio de
los niños, pero al entrar…
–¡Luisa, Luisa! ¡Ven rápido!
Ante los gritos del padre, y pensando en alguna desgracia, su mujer llegó
corriendo.
–¡Oh! ¡Oh! –fue todo lo que pudo exclamar.
Frente a ellos estaba el libro, pero ahora sus dimensiones eran tan grandes, que
ocupaba totalmente la muralla opuesta a la entrada del dormitorio.
Estaba abierto en la primera página, en la primera escena, allí donde se debería
haber visto a Hansel, a Gretel, al padre y a la madrastra penetrando en el bosque.
Pero aunque allí estaba el bosque, quienes se adentraban en él eran sus propios
hijos: Manuel y Cecilia.
–¡Vamos! –gritó la madre, respondiendo a su instinto más rápidamente que él–.
¡Tenemos que sacarlos de ahí!
Ambos, penetrando en la escena del libro, corrieron tras los niños, pero las
gruesas y espinudas ramas de árboles y arbustos dificultaban su avance,
hiriéndoles las manos y el rostro. No obstante, el ver a los niños correteando
felices delante de ellos, como si estuvieran jugando, los animaba a seguir
intentando darles alcance.
Por unos instantes los niños desaparecieron de su vista, pero casi de inmediato
pudieron verlos de nuevo.
Ahora la escena había cambiado: ahí estaba la casita de chocolate y los niños en
ese momento entraban en ella acompañados de una anciana.
La madre la reconoció:
–Es la bruja del cuento –gritó.
La costumbre hizo que el padre golpeara a la puerta.
–¿Qué te pasa, Roberto, tus hijos han sido raptados y tú tocas a la puerta?
¡Vamos, no perdamos tiempo, tenemos que salvarlos! –exclamó, y abriendo la
puerta de un golpe, penetró a la cabaña seguida por su marido.
Tal como en el cuento, en el interior de la casita había una cocina con un horno
muy grande y una jaula.
Pero no eran ni Hansel ni Gretel: eran sus niños. Manuel estaba encerrado en la
jaula, con su carita afirmada en los barrotes, mientras Cecilia limpiaba
dificultosamente el piso con un gran escobillón.
Aprovechando que la bruja se encontraba de espaldas, Roberto se abalanzó hacia
la jaula y la abrió para permitir que su hijo escapara, pero este se hallaba tan
asustado, que no atinó a moverse. Sin pensarlo dos veces, el padre penetró
entonces en ella y empujó al niño hacia afuera; pero lo hizo con tan mala suerte,
que la puerta de la jaula se cerró antes de que él mismo pudiera salir, dejándolo
encerrado.
Pero no se preocupó, pues lo más importante era que su hijo, que había escapado
hacia afuera de la casa, estaba a salvo.
La niña, por su parte, viendo a su hermanito correr hacia el bosque, le pasó el
escobillón a su mamá.
–Toma, mamá, me aburí –le dijo, saliendo tras el niño.
En ese momento la bruja se dio vuelta y le ordenó a Luisa:
–¡Vamos, niña! Enciende el horno.
Recordando el cuento, la madre le respondió:
–No sé cómo hacerlo. ¿Por qué no me enseña, por favor?
La bruja introdujo casi medio cuerpo en el gran horno para enseñarle.
–¡Ahora! ¡Empújala! –dijo el padre–. Aprovecha y empújala como hizo Gretel
en el cuento.
Pero Luisa titubeó.
–No puedo –dijo finalmente–, sería como asesinar a alguien.
–¡Luisa, si es solo un cuento! –insistió él, comenzando a desesperarse.
–¿Estás seguro? –dudó ella, sin atreverse a hacerlo. Por fin se decidió–. Está
bien, quizá…
Pero ya era tarde. La bruja, saliendo del horno, se sobó las manos y, ante el terror
de Luisa, le ordenó:
–Avísame, niña, cuando esté bien caliente. Entonces asaremos ahí dentro a tu
hijito.
Entretanto los niños habían vuelto a su dormitorio.
Abierto sobre el velador –del mismo tamaño que cualquier otro libro de cuentos–
se encontraba el que sus padres les habían comprado esa mañana.
–No me gustó el cuento de Hansel y Gretel –dijo el niño, y tomando el libro lo
cerró…
LA RECETA
“La primera vez que los vi –escribió Adrián Soto, periodista del diario La
Verdad– me parecieron aceptables, pero la segunda, realmente simpaticé con
ellos. ¿Quién dijo que los extraterrestres eran verdes, que tenían antenitas y cara
de hormiga gigante?”
Y la verdad sea dicha, los gordones eran seres sumamente agradables y los
tripulantes de los miles de naves que aterrizaron en nuestro planeta fueron
aceptados por los humanos con gran rapidez.
Tanto los hombres como las mujeres –resultaba extraño decir machos y
hembras– tenían un aspecto tan reposado y tranquilo, que, en cierta forma,
quienes alternaron con ellos experimentaron algo parecido a una paz interior, se
sintieron casi reconfortados.
Además, su aspecto serio y su hablar seguro los hacía semejantes a los médicos
terrestres, o quizá a los abogados. Pero la verdad es que, con un delantal blanco
y un estetoscopio colgado al cuello, cualquiera de ellos hubiera pasado
inadvertido en una clínica o en un hospital.
Al poco tiempo de su arribo, los gordones propusieron a la Organización
Mundial para la Salud de las Naciones Unidas la entrega de su primer aporte al
bienestar de la humanidad: un riñón artificial, cuyo funcionamiento superaba con
creces al biológico. Indicaron que más adelante estarían en condiciones de
proporcionar hígados, vesículas, páncreas, intestinos y otros órganos interiores
para los humanos.
Explicaron que esto se debía a que la técnica relacionada con la medicina estaba
muy avanzada en Gordón, y que la costumbre de injertar órganos artificiales era
allí algo muy usual.
Al ser preguntado por la posibilidad de fabricar dicho órgano en la Tierra,
argumentaron que esto no era posible, debido tanto a la compleja tecnología
como a los materiales utilizados en su confección.
Como también en la tierra el trasplante e injerto de órganos era algo que ya se
practicaba, después de que los gordones realizaron algunos ensayos exitosos en
antropoides, la proposición fue aceptada.
Al comienzo, y con bastante reticencia, acudieron a las naves gordonas quienes
tenían problemas renales. Sin embargo, en vista de que tanto el riñón artificial
como la operación para extirpar los existentes e injertar el plástico eran
absolutamente gratuitas, los buscadores de gangas no vacilaron en solicitar ser
atendidos, lo necesitaran o no.
Finalmente, luego que la Princesa P. de A. y el actor ruso-norteamericano R. A.
se colocaron el riñón gordono, todo el mundo, plebeyos y aristócratas acudieron
en masa.
La operación se realizaba en un compartimento especialmente habilitado en
cualquiera de las naves extraterrestres y era practicada por expertos gordones.
Llamó, sin embargo, la atención, sobre todo de la prensa, tal como lo expresó
Adrián Soto en su columna, el hecho de que entre los desperdicios que los
auxiliares gordones depositaban junto a las naves no había restos de riñones.
“Cuando se lo preguntamos a uno de los médicos extraterrestres –escribió
Adrián Soto–, nos contestó con una gran sonrisa: Nosotros daremos cuenta de
los riñones”.
Respuesta con la que todos quedaron felices y tranquilos.
En los pocos ratos libres que les quedaban, los gordones se dedicaban a visitar
restaurantes y carnicerías.
Sin embargo, muy raramente comían o bebían o compraban algo.
Se limitaban a revisar cuidadosamente el menú de cada establecimiento, y
muchas veces, según declaraciones de los camareros, lo copiaban; en las
carnicerías observaban detenidamente las listas de carnes y pedían que se las
identificaran.
Algunos entraban en las librerías, pero lo único que pedían ver eran libros de
cocina.
La conclusión de todo el mundo fue que seguramente los gordones eran
exigentes gastrónomos.
Sin embargo, algo –y debió ser muy grave– perturbó la estadía de los
extraterrestres, porque un día dijeron:
–No se preocupen, muy pronto regresaremos.
Sin dar más explicaciones, todas las naves gordonas despegaron y retornaron al
espacio. Al parecer, ninguno de ellos permaneció en la Tierra.
“Y, en realidad –según escribió Adrián Soto en el periódico–, si es que alguno de
ellos estaba paseando y no alcanzó a llegar a su nave, es probable que lo
podamos encontrar disfrazado de médico-cirujano deambulando por entre los
quirófanos de algún hospital”.
Tampoco quedó nada de ellos –salvo, por supuesto, los millones de riñones
artificiales– en la Tierra.
¿Nada? En realidad, no.
El periodista Adrián Soto, husmeando por aquí y por allá en el lugar en que
había estado una de las naves, encontró un portafolio semejante al que los
gordones usaban.
Prefirió, por razones de seguridad, ir a la policía para que ellos lo abrieran…
La cartera estaba desocupada, salvo por la fotocopia de una receta de cocina. Se
trataba de…
“Riñoncitos al jerez”.
LA SEÑORA LISA DE LOT
Cuando la señora Lisa de Lot, como a sí misma se presentó, respondió al aviso:
“Matrimonio sin hijos necesita persona para el aseo”, el primer comentario que
se le ocurrió a la dueña de casa fue que parecía salida de un cuento de la corte
del Rey Arturo en el castillo de Camelot.
–Pero no sé –dijo– si es por el nombre Lisa o por su aspecto, que es una mezcla
de gran dama y de ayudante de Morgana, la perversa hechicera enemiga del
mago Merlín.
La observación no le hizo mucha gracia a su marido, pues su nombre era,
justamente, Merlín, y no tenía pensado llevarse mal con esta nueva sirvienta.
De todos modos, y como nadie más se había presentado, luego de verificar sus
antecedentes –por lo demás excelentes–, su esposa la contrató a prueba por
quince días.
–Empezará a trabajar mañana. ¿Algún problema?
–No, señora –respondió Lisa.
Y al día siguiente, exactamente a las ocho de la mañana, llegó a trabajar.
La dueña de casa le dio las indicaciones más necesarias para su trabajo y ambos
esposos partieron a sus respectivas labores.
Al volver, sin embargo, les esperaba una desagradable sorpresa: ¡les habían
robado todos los muebles del comedor!
Por supuesto que dieron cuenta de inmediato a la policía.
Esta llegó al poco rato. Los policías tomaron huellas dactilares por todas partes.
Interrogaron inútilmente a los vecinos. Fueron al domicilio que la señora Lisa de
Lot había indicado, sin hallar, desde luego, absolutamente nada.
Además, su coartada era perfecta: había salido de la casa de ellos a las 16.05
horas, hora ratificada por una vecina; había tomado un bus a la 16.15 horas, cosa
que recordaba el chofer del mismo, porque ella le había hecho varias preguntas,
y finalmente había llegado, luego de un viaje de aproximadamente 40 minutos, a
las 17.00 horas a su pensión, hora confirmada por su casera.
No obstante, como Lisa se había retirado a las cuatro de la tarde y ellos habían
descubierto el robo recién a las siete, cabían dos posibilidades: que ella hubiera
entregado los muebles durante su estadía o que simplemente uno o unos
desconocidos hubieran perpetrado el robo.
Sin embargo, ambas posibilidades fueron descartadas cuando, interrogado un
jardinero, este aseguró haber estado toda la tarde trabajando frente a la casa y no
haber visto ni los muebles ni un camión o una camioneta por los alrededores.
En fin, luego de muchas pesquisas, llegaron a la triste conclusión de que los
muebles simplemente se habían ¡desvanecido!
Por las dudas, al día siguiente dos policías disfrazados de electricistas montaron
guardia junto a la casa, trepados en un poste de la Compañía de Luz, mientras
otros tres vigilaban las calles que conformaban la manzana en la cual se ubicaba
la vivienda.
La señora Lisa de Lot llegó como si nada hubiera ocurrido, a las ocho en punto
de la mañana, y los dueños de casa se fueron a sus trabajos, luego de hacerle una
serie de recomendaciones para evitar futuros robos.
Cuando regresaron, fueron interceptados por los policías, quienes, con una
amplia sonrisa de satisfacción, les comunicaron que de su casa –y, por lo demás,
de ninguna otra cerca– no había salido nada.
Pero, ¡oh!, al entrar, acompañados ahora por un sargento, se encontraron con una
nueva y más terrible sorpresa: los muebles del salón, con adornos y todo, habían
desaparecido.
No tenía sentido volver a registrar la casa de la señora Lisa de Lot, de manera
que la policía se retiró, prometiendo que “estudiarían detenidamente la
situación”, lo que significaba que no tenían la menor idea de lo que podía haber
sucedido y que no harían nada.
Al otro día, la dueña de casa decidió permanecer en su hogar, sin que la señora
Lisa de Lot lo supiera, para averiguar personalmente lo que estaba ocurriendo.
Merlín salió al trabajo solo, con no poca preocupación. Tenía el vago
presentimiento de que algo malo sucedería. No obstante, al escuchar por teléfono
la voz de su mujer al mediodía, se tranquilizó, aunque no por lo que ella le
contó:
–Ya sé, Merlín, lo que sucede –le dijo, y se notaba tremendamente alterada.
–Sí, ¿dime, querida? –le preguntó, con la voz lo más calmada posible.
–No me lo vas a creer. Yo estaba escondida en el closet del dormitorio, cuando vi
que la señora Lisa entraba al escritorio. Me asomé un poquito y pude ver que
sacó un palito largo, recto y negro, de entre sus ropas, y fue apuntando uno por
uno a cada mueble. ¿Y sabes qué pasó?
Su voz sonaba casi histérica.
–Sí –le dijo–, es obvio, los muebles fueron desvaneciéndose a medida que ella
los señalaba.
–Así es –le confirmó–. ¡Tienes que venir de inmediato antes de que haga
desaparecer los muebles del dormitorio, que son los únicos que nos van
quedando!
–No te preocupes, querida. Eso no sucederá.
Al llegar a casa, como a las siete, la señora Lisa de Lot ya se había retirado.
Pudo comprobar que el escritorio estaba vacío; así es que se fue al dormitorio a
esperar a su mujer, que tampoco se encontraba en la casa.
Seguramente había salido a hacer alguna diligencia.
Sin embargo, cuando el reloj dio las doce de la noche y aún no regresaba,
comenzó a preocuparse seriamente. A pesar de la hora, llamó a todas sus
amistades, sin ningún resultado. Por fin, se durmió casi de madrugada, después
de decidir que debía esperar hasta la mañana siguiente.
Despertó pasadas las ocho.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue a la señora Lisa de Lot mirándolo
fijamente, mientras lo apuntaba con una varita larga, recta y negra.
Intentó tomar la suya de debajo de su almohada; pero, antes de que pudiera
hacerlo… se desvaneció en el aire.
UN ALUMNO NUEVO
Unos diez días después que se inauguraran las clases en la nueva escuelita de
Tralcapillahue, lugar de truenos de demonios –nombre que se debía a que
aullidos espeluznantes que parecían humanos surgían desde extrañas grutas–
llegó Pedro.
Situado en un valle adentrado en la cordillera, en medio de lúgubres arboledas y
magros sembrados, Tralcapillahue albergaba no más de mil habitantes, casi todos
empobrecidos parceleros dedicados a la agricultura.
Pero no siempre había sido así.
En algún momento de su historia el pueblo había tenido un gran esplendor,
gracias al descubrimiento de una mina de oro. Desgraciada o afortunadamente, a
los pocos años debió ser abandonada, pero había alcanzado a atraer a una
multitud de mineros, comerciantes, bandidos y simples aventureros.
Hermosas mansiones habían surgido en el verdor de sus campos; sin embargo, al
agotarse la mina de oro y no aparecer otras, sus propietarios se habían marchado.
Sus viviendas en ruinas eran los mudos testimonios de ese pasado esplendoroso,
pero no los únicos. Fatídicas historias de tesoros escondidos y de sus guardianes
fantasmas. Leyendas de animales fabulosos que atacaban y devoraban mineros
solitarios. Siniestros relatos de mineros enterrados por funestos derrumbes junto
a sus mujeres e hijos…
Y era justamente una de estas casas, ahora reparada y reacondicionada, la que
servía de escuela a los niños del lugar.
Ese día las clases se habían iniciado como siempre a las nueve de la mañana y
todo hubiera continuado igual, si no hubiera sido por la llegada de un alumno
nuevo: Pedro.
Llegó pasada las diez de la mañana.
Venía solo y entró en la sala, aprovechando que la puerta estaba abierta para que
penetrara un poco de aire, pues el calor era agobiante.
Sin embargo, cuando Pedro se presentó, pareció entrar con él una ráfaga gélida,
que hizo que todos los niños, e incluso la profesora, sintieran escalofríos. Pero
no solo eso, aquel viento helado pareció haber penetrado también en aquellas
grutas ululantes, haciendo que la sala entera retumbara con sus desagradables
aullidos.
El recién llegado era extremadamente pálido, como si jamás su rostro hubiera
sido alcanzado por los rayos del sol. Su pelo enmarañado y sus ojos hundidos,
sin embargo, eran muy oscuros y contrastaban con la piel.
No traía bolsón, ni siquiera un libro o un cuaderno. Vestía una camisa gris claro
suelta y un pantaloncillo corto del mismo color.
Al entrar, hizo una leve inclinación de cabeza y saludó con una voz que era
como un silbido, como si hablara sin separar los dientes:
–¡Buenos días, señorita! –y luego se sentó en una de las últimas filas, en el
rincón más sombreado de la sala.
La profesora le dio la bienvenida en nombre del curso y le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Mi nombre es Pedro –respondió el niño con un silbido.
–¿Pedro cuánto? –insistió la maestra.
–Pedro –repitió él.
No queriendo insistir, la profesora prefirió dedicarse a revisar las tareas de
matemática que los niños habían realizado en sus casas.
Cuando hubo concluido, le hizo algunas preguntas a Pedro, las que este contestó
lenta pero correctamente.
Por fin sonó la campana para indicar el recreo y todos salieron en tropel al patio.
Pedro, sin embargo, pareció no tener apuro. Tranquilo, esperó que sus
compañeros dejaran la sala y recién entonces él hizo lo mismo.
Afuera se paró solo, a la sombra, en un extremo del patio y no se movió de allí.
En verdad, durante el recreo nadie se acercó al alumno nuevo; su aspecto casi
cadavérico no resultaba atrayente para los niños.
Entonces nuevamente sonó la campana para volver a clases.
Pedro fue el último en entrar y, mientras los demás niños buscaban los cuadernos
que usarían a esa hora, él se dirigió directamente a su asiento sin decir palabra
alguna.
La profesora, que había ido a hablar con el inspector para averiguar más datos
del recién llegado, demoró aún un rato en volver.
Al entrar, se la notaba desconcertada.
Cerró con lentitud la puerta, como tomándose el tiempo para pensar en qué iba a
hacer y decir.
Buscó a Pedro con la vista y al encontrarlo sentado al fondo de la clase, lo llamó:
–Pedro –le dijo–, vengo de hablar con el inspector.
–Sí, señorita –susurró Pedro.
–Y me ha dicho que ningún alumno nuevo se ha inscrito en la escuela. ¿Lo
hiciste tú?
–No, señorita –respondió el pequeño.
Ahora su voz, aunque sibilante, se notaba muy preocupada.
–Pues, anda a la inspectoría y lo haces de inmediato –le indicó la maestra.
–Sí, señorita –obedeció el niño y salió de la sala a través de la puerta cerrada.
LA NEBLINA
Ese día la neblina estaba más baja y espesa que de costumbre.
Rigoberto, calculando que haría frío, se envolvió en su bufanda y se encasquetó
el grueso gorro de lana hasta más abajo de las orejas.
Dándole un beso a su madre, salió de la casa, masticando aún el pan del
desayuno, y se dirigió a la escuela.
No era lejos, solo un par de kilómetros por la carretera y ¡ya! o, como decía su
padre: “A la vueltita de la loma”. Y es que, en efecto, la escuela se encontraba
justo al otro lado de la colina.
Dos cosas llamaron la atención de Rigoberto mientras caminaba masticando y
tarareando una melodía: que también hubiera neblina en el bajo, normalmente
despejado por algún raro capricho natural, y la ausencia total de vehículos en la
carretera.
Sin embargo, como aquellos hechos no eran de su incumbencia, simplemente no
pensó mucho en ellos. Más importante era apresurarse para alcanzar a jugar a la
pelota antes de entrar a clases.
Algunos minutos más tarde había terminado de comer el pan y también había
llegado a la cima de la loma que separaba su casa de la escuela.
Se detuvo para recuperar el resuello y miró hacia el valle que se extendía a sus
pies.
Pero…
¡Algo no estaba bien!
Desde luego, no se veía el estanque, y no es que estuviera nublado, pues la
pesada niebla parecía que se había disipado por completo, pero… ¡No había
estanque!
Tampoco se divisaban los silos de la molinera, ni el pueblito, que, aunque más
alejado, era perfectamente visible desde allí. ¿Y la cordillera? ¡Eso sí que era
raro!
¡Y lo peor! La escuela, que debería estar en la ladera, también había
desaparecido.
Frente a él se extendía un desierto árido y casi infinito, calentado por el brillante
sol. La planicie remataba en el horizonte en unas colinas apenas perceptibles.
Asustado, se restregó los ojos. La visión permaneció igual. Sintió calor, por lo
que se sacó la bufanda y el gorro.
Giró para correr de vuelta a su casa, pero allí tampoco había nada. Solo el
desierto…
Un escalofrío trepó por su dorso hasta posarse en la nuca. Rigoberto tiritó, no
supo por qué.
No supo por qué miró hacia el sol; este parecía mucho más grande que de
costumbre. ¿Sería que había crecido de repente y había hecho desaparecer la
neblina y había secado todo?... Como decía su padre cuando algo se presentaba
complicado: “¡Difícil!”
Corrió unos metros, pensando que estaba imaginando todo aquello, pero el calor
que irradiaba la arena lo hizo detenerse bañado en transpiración.
No obstante, el desierto seguía allí. Ni valle verde, ni viñedos, ni casas, ni
siquiera cerros. Solo un calor cada vez más agobiante, que hizo que tuviera que
despojarse de su grueso abrigo e incluso del suéter.
Se detuvo y trató de pensar, pero el miedo que tenía comenzó a transformarse en
terror.
A pesar del calor, sintió frío, un frío que subía desde sus piernas hasta el resto del
cuerpo.
Se sentó en cuclillas y vio sus extremidades inferiores. No le llamó la atención el
hecho de que fueran verdes. Así como las manos y seguramente todo el cuerpo.
La mañana estaba fresca. Se sacó los pantalones y la blusa para recibir el sol.
¡Así estaba mejor!
A pesar de que había comido, sentía hambre. Un animalucho surgido de la nada
llamó su atención. Escarbó, descubriendo un nido lleno de ellos.
Se veían sabrosos. Agarró con sus manos verdes y algo escamosas un montón y
se los llevó a la boca, mientras los otros escapaban en todas direcciones,
enterrándose en la arena.
Un delicioso calorcillo lo invadió. Y se hubiera acostado, pero algo lo perturbó.
Era un ruido lejano, que se aproximaba demasiado rápidamente.
La bestia voladora, enorme y brillante, se posó cerca de él, aterrándolo.
Pero entonces algo extraño sucedió: del vientre de la bestia surgieron otros seres
mucho más pequeños, apenas si algo más grandes que él, aunque también
relucían al sol.
Intercambiaban algunos sonidos ininteligibles y luego avanzaron hacia él.
Pero él no quería saber nada de ellos, por lo que aprovechó un momento en que
ambos miraron hacia la gran bestia alada, para enterrarse en la protectora arena
de su desierto.
–Me pareció ver un bicho verde por allá –dijo uno de los astronautas.
–¿Viste cómo se enterró en la arena?
–¿Te imaginas que hubiéramos descubierto una raza autóctona en esta luna
perdida en el espacio?
LAGARTIJA
Hay que reconocer que la ciencia, a comienzos del siglo veintiuno, ha hecho
ingentes progresos. Sobre todo en medicina: trasplantes, implantes, operaciones,
medicamentos y otros adelantos que hubieran parecido imposibles hace solo
treinta años atrás. La biología, y especialmente la genética, es otra de las ramas
científicas en donde los descubrimientos y muchas otras manipulaciones se nos
aparecen como verdaderos milagros médicos.
Todos los días... pero no exageremos... todas las semanas aparecía una nueva
noticia sobre clonación, fertilización artificial, experimentos con células madres,
en fin... siempre adelante, o como dijo un médico de renombre:
–La ciencia y los científicos no descansaremos hasta ver un hombre nuevo.
Sin embargo, para el joven Juan Claudio Lézard –largo nombre para joven tan
pequeño– aquellas no eran sino algunas más entre las decenas de noticias, a cual
más aburrida. ¡Que un asalto, que la explosión de un coche bomba, una
inundación, un incendio, una sequía, un asesinato, un choque múltiple o una
erupción volcánica... o ¡qué sé yo!... cualquier cosa.
A él le bastaba un lugar soleado en el diminuto jardín de su casa para tenderse
ahí, que lo dejaran en paz y ser feliz. En realidad, no era mucho pedir.
Juan Claudio nunca supo si en el colegio –e incluso en su casa, su madre,
Roberta– lo apodaban ‘Lagartija’ por esta costumbre o quizás porque siempre
fue pequeño, enjuto y con una piel verde-rosada, escamosa, enfermiza, aunque
rara vez se enfermaba.
Pero él nunca se había enojado por ese sobrenombre. Tímido como era, no se le
hubiera ocurrido reñir o siquiera discutir con sus compañeros. Incluso podría
pensarse que le gustaba que lo llamaran así.
–¡Hey, Lagartija, ven a jugar con nosotros en vez de estar tirado ahí!...
Juan Claudio era hijo adoptivo de Roberta y Miguel, un matrimonio que no
había podido tener hijos.
En un viaje a Francia, al que Miguel había ido por razones de trabajo y ella lo
acompañó, por una razón que Roberta no recordaba, visitó una casa-cuna que
recibía bebés para darlos en adopción.
Ver a Jean Claude tan pequeñito y desvalido, con su piel verde-rosada en su
cunita, encariñarse con él y desear tenerlo, fue todo uno para la futura madre
adoptiva.
–¿Ya tiene nombre? –preguntó.
–Oui, madame (Sí, señora) –le dijo la encargada–. Él se llama Jean Claude
Lézard.
Sus nuevos padres tradujeron el nombre al castellano y conservaron su apellido;
el bebé pasó a llamarse Juan Claudio Lézard.
Desde entonces, y a pesar de los intentos de su madre por hacerlo engordar, Juan
Claudio se mantuvo flaco. Casi podría decirse que exageradamente flaco.
Así pues, la niñez y adolescencia del Lagartija transcurrió con relativa
tranquilidad. Hasta el día del accidente, exactamente un domingo por la tarde.
–Vamos –lo llamó su padre–, ven a ayudarme con estas tablas que tengo que
cortar...
A Juan Claudio le encantaba ayudar a su papá. Corrió al mesón que este tenía en
el patio y sujetó con fuerza las tablas que su padre le iba pasando.
–Déjame cortar una –pidió.
–Pero debes tener mucho cuidado, Juan –le advirtió Miguel.
Mientras el padre agarraba la tabla que debían cortar, el niño sujetó con fuerza la
sierra eléctrica, hizo andar el motor y acercó la herramienta a la madera, con tan
mala suerte que la máquina resbaló de su mano y la sierra... ¡pssss!... cortó su
dedo pulgar.
Juan Claudio dio un grito de dolor al sentir –y ver– cómo su dedo pulgar
amputado volaba por el aire.
De inmediato lo llevaron a él y a su dedo al Servicio de Urgencia. Allí le
colocaron un fuerte calmante para amainar el dolor y le hicieron una completa
desinfección y curación del pulgar y de su mano. Luego se la vendaron y le
colocaron una especie de caperuza sobre el muñón del pulgar.
–Para que pueda respirar la parte cortada –explicó la enfermera.
–Vuelva el viernes –dijo el médico–. Creo que dado el tipo de corte y el hecho
de que el dedo cercenado está en perfectas condiciones, intentaremos
colocárselo.
Los padres aceptaron de inmediato. El dedo debió quedar en el hospital, en una
solución especial, que lo mantendría en buen estado.
–No es necesario volver a intervenir en el muñón, así estará en mejores
condiciones para soportar la operación.
El pobre Lagartija estaba demasiado afectado para opinar.
Todos los amigos del colegio y del barrio fueron a verlo. Todos quisieron
examinar la mano, pero como estaba llena de vendajes, no pudieron ver nada.
Miraban las vendas de la mano y movían la cabeza...
–¡Ah, Lagartija, qué mala onda!...
–Oye, Lagartija, no te preocupí, vai a quedar como nuevo... sabí que ahora los
dedos cortados se vuelven a poner.
–¡Vamos, Lagartija, arriba el ánimo, ya va a pasar todo!...
Él no contestaba, se limitaba a suspirar y a mirarse la mano.
–Papá –le dijo a su padre la segunda noche–, siento un cosquilleo en el dedo
cortado. ¿Puedo sacarme el sombrerito que me pusieron?
–Por ningún motivo. Lo que más recomendó la enfermera es que no tocáramos
para nada el vendaje –le prohibió el padre.
–Es que siento algo raro...
–¡No!
Y llegó el viernes. Se presentaron los tres, Roberta, Miguel y Juan Claudio, muy
temprano en el hospital. Los estaban esperando.
Hicieron entrar al muchacho al quirófano y lo recostaron en una camilla.
Colocaron el brazo con la mano herida en la mesa de operaciones y una cortina
para evitar que pudiera ver la operación y le inyectaron un calmante, que lo dejó
adormecido.
Entonces ingresaron a la sala el cirujano y sus ayudantes.
–Tiene la piel del brazo muy rara –observó el médico–, verde-rosada, como si
estuviera enfermo–. ¡Curioso! –agregó–. ¿Cómo se llama este paciente?
Un auxiliar buscó entre los papeles:
–Juan Claudio Lézard –leyó.
–Curioso –repitió el cirujano.
Tomó luego la mano vendada del joven y la miró por todos lados. Pidió entonces
el dedo cortado. Estaba en perfectas condiciones de conservación. Todo estaba
bien.
–Procedamos... –dijo.
Una enfermera fue retirando con sumo cuidado los vendajes de la mano de Juan
Claudio, hasta que todo quedó a la vista.
¡Todo!
Todo, incluido un flamante pulgar nuevo, que había crecido en esos cuatro días,
donde antes hubo solo un muñón en la mano del Lagartija.
¿DÓNDE PODRÁ MORIR UN VIEJO PROFESOR?
Esa mañana, como todas las mañanas desde hacía más de veinticinco años, el
viejo profesor Cipriano Parcas llegó un poco antes de las dos treinta de la tarde,
cruzó el patio que ya bullía de alumnos, entró a la sala de profesores, saludó a
sus colegas, y se dirigió a la sala en la que debía hacer clases. Así fue de sala en
sala hasta las cinco, hora de su última clase aquella tarde. Retiró el libro del 2º
medio A, desde la sala de profesores, y se dirigió a ese curso. Entregó el video
sobre Juan Rulfo –autor de la novela que los muchachos estaban leyendo– a uno
de los muchachos, quien lo instaló y lo hizo funcionar.
Como a los diez minutos, Cipriano comenzó a cabecear, bastante cansado y
aburrido: había visto el documental innumerables veces. Como a los quince
minutos, Cipriano dormía con la cabeza apoyada en sus brazos y los brazos
apoyados en el escritorio.
¿Dormía? Podría decirse que sí; dormía el sueño eterno, pues sin emitir el menor
sonido, sin hacer ni el más pequeño gesto, sin molestar a nadie, Cipriano Parcas,
profesor de Castellano –más tarde de Lenguaje– murió.
Murió como había vivido... ¡Quitado de bulla!
Al sonar la campana que anunciaba el fin de la hora, y además la salida de
clases, los alumnos del 2º medio A, que querían bastante al ‘tío’ Cipriano,
tomaron sus mochilas sin hacer ruido y se retiraron de la sala, dejando al
profesor ‘durmiendo’ plácidamente.
Así lo encontró, una hora más tarde, como a las siete de la tarde, el auxiliar a
cargo del aseo.
–Don Cipriano, don Cipriano –intentó despertarlo, dándole un suave golpecito
en la espalda. Pero lo único que consiguió fue que la cabeza de Cipriano
resbalara de sus brazos y que los brazos resbalaran del escritorio y quedaran
colgando.
El auxiliar temió lo peor. Llamó a la directora.
–Cipriano –lo llamó esta en voz baja para despertarlo, pero sin que el viejo
profesor se asustara.
El hecho de que Cipriano no respondiera confirmó la terrible sospecha de la
directora: Cipriano Parcas estaba muerto.
–¿Llamo a la policía? –preguntó el auxiliar.
–Ni se te ocurra. ¿Te imaginas lo que harían los apoderados si les decimos que
un profesor se murió en el colegio? Inmediatamente retirarían a los niños –hizo
una pausa, pensando–. A ver... ¿Sabes lo que debemos hacer?
El auxiliar la miró, listo para obedecer.
–Primero, no comentar esto con nadie.
–Sí, señora directora.
–Segundo, retirar el cuerpo de la sala y del colegio.
–Sí, señora directora.
–Y tercero, llevarlo en mi auto hasta su casa. Cipriano vive solo a unas cuadras
del colegio.
–Sí, señora directora. Yo sé cuál es la casa... era la casa... es la...
Y así lo hicieron. Subieron el cuerpo –Cipriano era flaquito– al auto y lo llevaron
hasta su casa. Ahí surgió un inconveniente.
–Debe tener las llaves en su chaqueta.
El auxiliar buscó en todos los bolsillos de la chaqueta. No había llaves. En los
del pantalón. Tampoco había llaves. Cipriano había perdido, como era habitual,
sus llaves.
–No podremos entrarlo –se indignó la directora.
Miró a su alrededor. Había una pequeña plazoleta de césped, árboles y un par de
bancos. Por fortuna, a esa hora ya nadie circulaba por allí.
–Ahí. Ahí lo dejaremos.
Ayudó al auxiliar a acarrear a Cipriano hasta un banco. Apoyó un brazo del
profesor en el respaldo, afirmó la cabeza en el brazo y le cruzó las piernas.
–Espero que no se caiga. Se puede lastimar –fueron sus últimas palabras.
Y así, don Cipriano pasó la noche –muerto– en un banco de la plaza.
A las cinco de la mañana llegó el jardinero, tal como acostumbraba a hacerlo
desde hacía un mes en este nuevo trabajo. De inmediato vio a ese señor tirado en
el banco, ¿durmiendo?
–¡Eh, señor! No se puede... –e iba a terminar de decir ‘dormir en este banco’,
cosa que no alcanzó a hacer, porque al tocarlo en el hombro, Cipriano comenzó
lentamente a ladearse, inclinándose cada vez más, hasta caer en el asiento. Como
ni en el trayecto ni en el violento aterrizaje el caballero profiriera el menor
sonido y mucho menos despertara, el jardinero llegó a la irrebatible conclusión
de que no era un caballero sino un finado.
–¿Y qué hago con él? –se preguntó.
Era indudable que de saber que en ‘su’ plaza había un muertito, sus jefes podrían
despedirlo de inmediato. ¡Había que sacarlo de allí! Era temprano. A esa hora
nadie circulaba por el barrio.
–¡Eso es!
La panadería de la esquina. La gente llegaba a trabajar ahí como a las seis:
faltaba media hora. La suerte lo favoreció. El encargado no había guardado las
dos mesitas que mantenían al aire libre durante el día.
Ni corto ni perezoso levantó a Cipriano en vilo y lo fue a dejar a la esquina.
Llegó hasta una de las mesitas, depositó el cuerpo en una silla y lo dejó allí,
como si estuviera descansando.
Como a las seis, efectivamente, llegó el encargado de la panadería-confitería. Lo
primero que hizo fue cerciorarse de que no se habían robado las mesas que había
dejado afuera. Por suerte ahí estaban. Pero había alguien en una de ellas. Un
hombre sentado en una rara posición, con la cabeza en la cubierta y los brazos
colgando.
–Algo no está bien –arguyó–. Este hombre está muerto... Si mi jefe se entera de
que yo no guardo las mesitas y de que hay un hombre muerto en la confitería, los
muertos seremos dos.
Entonces pensó: “A las seis y cuarto llega el camión que reparte el pan. Le
pediré al Johny que me ayude”.
A las seis y veinte apareció el camión. Johny, el chofer, se alarmó al ver la cara
de su amigo, y se alarmó más aún al ver la cara del muerto.
–¿T’ai seguro de lo que querí’ hacer?
Entre los dos subieron las bolsas de pan que los horneros habían preparado en la
fábrica. Al final entraron, sin que nadie se enterara, otra bolsa un poco mayor
que las anteriores... ahí iba Cipriano. El difunto Cipriano, para ser más exactos.
–¿A’onde lo llevo?
–¿‘Onde pasai primero?
–A la escuela...
–Ahí, a la escuela... tiene pinta de profesor.
Y ahí fue a dar, al patio de servicio de la escuela, al lado de la cocina, junto con
cinco bolsas de pan para el desayuno y el almuerzo de los alumnos y del
personal.
La jefa de cocina aún no había llegado cuando su ayudante ya tenía las seis
bolsas ordenadas sobre el mesón de trabajo.
–¿Seis bolsas? –preguntó extrañada. Todo aquello que se saliera de su rutina le
merecía desconfianza.
–Eso trajo el Johny. Y si la mira bien, hay una más grande que las otras cinco.
–Abrámosla para ver qué trajeron. Puede ser que la directora haya encargado
pastelitos y olvidó avisarme.
La ayudante no tardó en abrir la bolsa... ¡Y vaya pastelito con el que se
encontraron!
–¡Pero si es el profesor Cipriano! –gritaron a un tiempo, espantadas, la cocinera
y su ayudante.
–¡Válgame Dios, si parece que está muerto! –volvió a gritar la cocinera, mientras
la ayudante se persignaba en señal de respeto.
–¿Qué hacemos?
–No podemos dejarlo en la cocina. ¿Que no es el profesor jefe del 2º medio A?
–¡Pues sí!
–Pues entonces lo vamos a dejar a su sala –ordenó perentoria la cocinera.
Entre ambas lo tomaron, con bolsa y todo, lo llevaron a la sala del 2º medio A y
allí lo sentaron ante su escritorio, con la cabeza apoyada en sus brazos y los
brazos apoyados en el mueble.
Así pues, a las siete y treinta de la mañana el auxiliar fue revisando una por una
las salas para ver que todo estuviera en orden. Al llegar a la sala del 2º medio A
pudo constatar que el viejo profesor, don Cipriano Parcas, había retornado al
sitio que había estado ocupando durante veinticinco años.
–Sí, está ahí, volvió... –dijo con voz trémula, cuando le informó a la directora– y
sigue sentado, como si estuviera dormido...
Mientras tanto, los alumnos del 2º medio A ya habían entrado a la sala. Viendo al
viejo profesor Cipriano “dormido” sobre el escritorio, decidieron no molestarlo y
se mantuvieron tranquilos y en silencio. Nunca se habían portado tan bien...

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  • 1.
  • 2.
  • 3.
  • 4. Viento Joven ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2615-9. 2ª edición: agosto de 2014. Obras Escogidas ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2616-6. 3ª edición: agosto de 2014. ISBN Edición Digital: 978-956-12-2944-0. Gerente editorial: José Manuel Zañartu Bezanilla. Editora: Alejandra Schmidt Urzúa. Asistente editorial: Camila Domínguez Ureta. Director de arte: Juan Manuel Neira. Diseñadora: Mirela Tomicic Petric. Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com
  • 5. © 2013 por Saúl Schkolnik Bendersky. Inscripción Nº 233.108. Santiago de Chile. © 2014 de la presente edición por Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Inscripción Nº 239.766. Santiago de Chile. Derechos exclusivos de edición reservados por Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia. Teléfono 562-228107400. Fax 562-228107455. www.zigzag.cl | Email: zigzag@zigzag.cl www.editorialzigzag.blogspot.com Santiago de Chile. El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización de su editor.
  • 6. Índice Once rosas rojas La casa Un libro de cuentos La receta La señora Lisa de Lot Un alumno nuevo La neblina Lagartija ¿Dónde podrá morir un viejo profesor?
  • 7. ONCE ROSAS ROJAS Cuando Claudio decidió regalarle flores en el día de su santo a la jefa de personal de la empresa en la que él trabajaba, la verdad es que no estaba pensando en rosas: eran demasiado caras. Sin embargo, al llegar al quiosco vio el ramo de once rosas rojas y ni siquiera preguntó por otras flores, pidió esas y las pagó sin preocuparse por el precio, cosa en extremo rara en él. La última discusión con Patricia –ella insistía en que la llamaran por su nombre de pila– fue tremenda. Quizá la peor de todas y ¡vaya si habían sido muchas!... Por eso era tan importante una reconciliación. Al fin y al cabo era ella quien calificaba a todo el personal, incluso a los ejecutivos como él. ¡Y de esa calificación dependía, en gran medida, su empleo! Tenía muy claro que era demasiado lo que podía perder: el elegante automóvil último modelo… que la empresa ponía a su disposición; una casa lujosa, aunque confortable… que era propiedad de la empresa; tarjetas de crédito para cualquier lujo que quisiera darse… que otorgaba la empresa; los largos veraneos en el campito del sur… que tenía la empresa para sus ejecutivos; en fin, un montón de pequeñas pero grandes comodidades. Si hubiera llevado más tiempo en la empresa y su cargo fuera un poco, solo un poco más importante que el de ella, hubiese quedado libre de su calificación,
  • 8. pero no era así. Por eso las flores. Al llegar a la oficina le entregaría las rosas, diciéndole: “Once rosas para completar la docena con mi rosa preferida”. En las películas siempre daba resultado. Pero al llegar a la oficina, la jefa de personal no estaba. Prefirió no ir todavía a la suya y esperarla. Tuvo que aguardar casi media hora. Casi dormitaba cuando Patricia entró, por lo que no alcanzó ni a abrir la boca. Fue ella la que habló: –Vengo de la junta –dijo– y tú sabes por qué. –Pero, Patricia, ¿no crees que?... –balbuceó con tono humilde mientras pensaba: “¡Ya verás, pedazo de tallarín viejo –así la llamaba sin que ella, claro está, lo supiera–, no te librarás tan fácilmente de mí!” Ella no se dignó responderle. El ramo de rosas sobre la mesita había llamado su atención.
  • 9. –¡Qué lindas! –exclamó, tomándolas descuidadamente, sin poder evitar que una espina hiriera su mano. –¡Auch! –gritó, y tres segundos más tarde insistió en forma bastante curiosa–: Si tú me trajiste estos once tallarines viejos para adularme –dijo muy seria–, puedes olvidarlo, pues el tallarín viejo me dijo que si yo te calificaba con tallarines viejos, tú quedarías como tallarín viejo. Las rosas enrojecieron. Claudio se preocupó. ¿Estaba bromeando? Patricia nunca lo hacía. Pero cuando ella insistió en hablar de tallarines viejos por un buen rato, él tomó el citófono y llamó a Gabriel, el médico de la empresa. Aunque este no era siquiatra, diagnosticó un gran agotamiento y recomendó que Patricia fuera internada ese mismo día en una casa de reposo, para lo cual él mismo hizo todos los arreglos del caso. Cuando ya se retiraba, el médico vio el ramo de once rosas rojas. –Se las había traído a Patricia –le dijo Claudio–. Si quieres llevártelas, evitarás que las tire a la basura. Y mientras Claudio esperaba la llegada de la ambulancia que se llevaría a Patricia, el médico se dirigió a la clínica con su hermoso ramo de rosas.
  • 10. “Se las daré a la señora Rasena –pensó–, a ver si así aplaco su mal genio”. Al entrar en la habitación 32 de la clínica, una voz chillona lo recibió: –Estuve a punto de morirme. Pero eso a nadie le importa. ¿Para qué cree usted que estoy pagando una fortuna? ¿Para que mi médico se mande a cambiar y me abandone en plena crisis? Pediré hablar con el director; usted sabe que es primo mío, y me quejaré de su comportamiento, doctor.
  • 11.
  • 12. Sin hacer caso de todo el discurso, Gabriel dejó sobre la cama el hermoso ramo. –Llamaré a la enfermera –se limitó a responder, mientras pensaba para sus adentros: “Esta vieja está más sana que una jovencita. Podría andar saltando por ahí, sin que le pase nada”. Salió del corredor y le pidió a una auxiliar que fuera a ver a la enferma, luego se dirigió al comedor del personal. Sin embargo, no acababa de llegar cuando fue requerido con urgencia por los parlantes. –Doctor Arac, doctor Gabriel Arac, acuda de inmediato a la habitación treinta y dos. Doctor Arac, doctor… “¡Uf! ¡No de nuevo!”, pensó Gabriel, mientras volvía a la pieza de la señora Rasena. Antes de entrar, otro colega le informó: –Algo muy extraño pasó con esa señora. Mira y compruébalo por ti mismo… En efecto, así era. Apenas abrió la puerta pudo comprobarlo: la señora Rasena, tarareando, bailaba una ronda infantil.
  • 13. –Arroz con leche, me quiero casar con un doctorcito de este hospital. Con este sí, con este no, con este gordito me caso yo. –Fue fulminante –continuó–. Nadie alcanzó a hacer nada. Fíjate, aún tiene apretado entre las manos ese ramo de rosas que alguien le trajo. Las rosas parecían aún más rojas, como la gotita de sangre en el dedo de la señora Rasena, en la que nadie había reparado. Con sumo cuidado la auxiliar retiró el ramo de manos de la enferma y lo depositó en un rincón. “Son demasiado hermosas como para dejarlas en la clínica –pensó–. Si nadie las reclama, me las llevaré a mi casa”. Y como a la mañana siguiente, al finalizar su turno, nadie había dicho nada, ella partió feliz con su ramo de once rosas rojas. No obstante, su felicidad solo duró hasta que llegó a su casa. Allí, su marido cesante, a pesar de que aún era muy temprano, se había embriagado nuevamente. Apenas ella entró, al ver el gran ramo de rosas, él comenzó a insultarla: –Mira en lo que te gastas la plata. Comprando rosas. ¡Rosas te voy a dar! Trae pa’cá –chilló, arrebatándole el ramo y tratando infructuosamente de golpearla con este.
  • 14. –¿Por qué no te da por hacer otra cosa en vez de emborracharte, Rodolfo? –dijo ella, intentando calmarlo–. Podrías leer, por ejemplo; eso te haría mucho mejor. Pero entonces, arrojando las rosas sobre un sillón, él se llevó la mano a la boca. –¡Auch! –exclamó–. Me pinché. Tomándole la mano, su mujer lo consoló: –Es solo una gotita de sangre, mi amor. Yo te la curo. No te preocupes. Mientras las rosas enrojecían otro poquito, él pareció despertar de un sueño. –Oye –le dijo a su esposa–, ¿qué libro andas trayendo? –Es de primeros auxilios. –No importa, préstamelo; lo leeré de todos modos. Y tomando el libro, Rodolfo se sentó muy tranquilo, disponiéndose a hacerlo.
  • 15. –¿Sabes, mujer? –observó luego–. En realidad tenemos pocos libros en la casa, deberíamos comprar más. Con el asombro, la mujer se había olvidado hasta de las rosas, pero justo en ese momento llegó su vecina y se fijó en ellas. –¡Qué lindas! –exclamó. La auxiliar, aún estupefacta, solo atinó a decir: –Si le gustan, vecina, puede quedarse con ellas. Sin esperar a que se lo repitieran dos veces, la vecina tomó con cuidado el ramo y con él se marchó a su quiosco de flores, donde las colocó en un lugar bien visible. Podría ganarse unos buenos pesos, pues en verdad era un hermoso ramo de once rosas rojas.
  • 16. LA CASA Si usted viaja a Zapallar, es probable que para bajar a la playa use el atajo de la “casa quemada”. Por supuesto que puede hacerlo sin mayores problemas; pero… le recomiendo que NO intente mover ni una sola piedra de lo que todavía resta en pie de esa casa. Hace ya muchos años, cuando el palacete aún levantaba airoso sus muros, chimeneas, almenas y tejados, sus propietarios –una pareja de extranjeros residentes en Chile– decidieron dar una fiesta, pero una fiesta que fuera inolvidable en los anales del balneario. ¡Y en realidad lo fue! La vista desde la casa era soberbia: al frente se prolongaba el mar en toda su magnífica extensión; al sur de la bahía, el cerrito de la Cruz, y hacia el norte, la isla Seca cerraba el paisaje. Fue por ello que la señora F. –su dueña– pensó que sería hermoso realizar la velada a la luz de la luna y de las estrellas, usando solo la luz de decenas de coloridas velas y de enormes velones.
  • 17. Y, en efecto, el resultado fue increíblemente bello. La casa entera lucía como un castillo encantado en medio de la noche. La orquesta tocaba una tras otra piezas bailables; las bandejas llenas de deliciosos manjares circulaban por los salones y los vinos y licores corrían a raudales. Los invitados estaban, en verdad, maravillados. Sin embargo, como a medianoche, uno de los comensales –nunca se supo cuál–, bastante mareado por la bebida, tropezó con uno de los candelabros, haciéndolo caer. Debido a su estado de embriaguez, él, o la culpable, no fue capaz de gritar pidiendo ayuda. El fuego prendió en los cortinajes y muebles de la habitación, y demasiado rápidamente se extendió al resto de la casa, que a los pocos minutos ardió ferozmente. Todos los esfuerzos por salvar, aunque fuera parte del lujoso amoblado o alguna parte de la mansión, resultaron infructuosos. Solo un par de bajos muros de piedra, algunos pavimentos de baldosa y una alta chimenea de concreto se salvaron del fuego. Esa misma noche también los dueños desa-parecieron.
  • 18. Algunos dijeron que habían muerto entre las llamas; los más, que habían retornado a su país; otros, por fin, que simplemente se desvanecieron en las tinieblas. De los invitados, solo podemos decir que muchos no quisieron volver jamás a Zapallar, y que los demás, aunque sí lo hicieron, tuvieron buen cuidado de no acercarse a los alrededores de la “casa quemada”. Pasaron los años, hasta que alguien decidió comprar el terreno para edificar una nueva casa. Con tal finalidad, llegó una cuadrilla de jornaleros acompañados por un jefe para proceder a limpiar el sitio y demoler los restos de la edificación. Era invierno. En Zapallar, el día había amanecido cubierto por una niebla densa, húmeda, oscura y fría, lo que no era extraño en la zona. Como lo primero era derribar lo que quedaba de la chimenea, uno de los obreros, picota en mano, trepó ágilmente hasta lo más alto de aquella, usando una larga escala de madera. Una vez arriba, y sin percatarse del fino césped que allí había crecido, se dispuso a romper el concreto. Sin embargo, al intentar hacerlo, y debido al impulso que se dio para asestar el golpe, resbaló, cayendo estrepitosamente. Por fortuna, la caída fue detenida al quedar enganchada su ropa en un fierro que sobresalía de la muralla. Pero el pobre hombre no alcanzó siquiera a respirar aliviado, cuando sintió que su descenso continuaba, pues su propio forcejeo hizo que su pantalón se rajara, lo mismo que su ropa interior, su camisa y su chaqueta. Y como toda su ropa se desgarraba de arriba abajo y cayera en jirones, él quedó
  • 19. absolutamente desnudo. ¿Absolutamente? Bueno, no: quedó con una bufanda de lana enroscada al cuello. El hombre se preparó para un fuerte golpe; sin embargo, nunca llegó al suelo, pues quedó suspendido del dichoso fierro. ¿Cómo? Porque la dichosa bufanda de lana se enredó en este. Así, quedo colgando, desnudo y a punto de morir ahorcado. Pese a este percance, el trabajo debía realizarse, por lo que, luego de la natural interrupción de más de tres horas, tiempo que demoraron en desenganchar al maltrecho jornalero, evitando su muerte, y hasta que le consiguieron nuevas ropas, el capataz ordenó a otro de los obreros que subiera a la chimenea y procediera a demolerla. Así lo hizo este, adoptando, eso sí, todas las precauciones al comenzar a golpear, para soltar los ladrillos que coronaban la chimenea. El trabajo no era fácil. El concreto, endurecido por el tiempo, se resistía a liberar los ladrillos. Dieron las doce. Hora de la “choca”, el almuerzo de los obreros de la construcción. Los otros jornaleros, dedicados a arrancar malezas y a limpiar de desperdicios el sitio, se juntaron para comer. Incluso el obrero allá en lo alto descendió para unirse al capataz y a sus compañeros.
  • 20. Arrimados a la chimenea para protegerse del fuerte viento, encendieron un fueguito para calentar la olla, en donde una exquisita cazuela, previamente preparada, dejaba escapar apetitosos aromas, abriendo el apetito de los trabajadores. Pero entonces… ¡Splash!... Aquello que no había logrado la destructora picota, soltar un ladrillo, lo hizo una delicada avecilla al posarse sobre la cornisa de la chimenea: no uno, sino que varios ladrillos se desprendieron, cayendo justo dentro de la hirviente olla.
  • 21.
  • 22. Por supuesto que esta se volcó, desparramando su contenido sobre los trabajadores, que no solo quedaron privados de su almuerzo, sino que llenos de serias quemaduras. Dos accidentes en un mismo día fueron mucho para la cuadrilla. Se negaron a volver a la obra, y le solicitaron al capataz que se comunicara telefónicamente con la oficina de la empresa constructora en Santiago, para recibir nuevas instrucciones. Y estas fueron: “Esperen la llegada del constructor”. El día siguiente amaneció nuevamente húmedo, grisáceo y frío. El constructor llegó bastante temprano y de inmediato se dirigió, junto con el capataz, a la casa quemada para determinar, en el terreno mismo, cómo proseguir –o mejor dicho, cómo empezar– la demolición. Pero en ese momento algo llamó poderosamente la atención del capataz, algo que no se atrevió a comunicar a su superior: la parte alta de la chimenea estaba intacta, allí no faltaba ningún ladrillo. ¿Quién los había vuelto a colocar? –Debe haber sido una hermosa casa –comentó el constructor, acercándose a la escala que descendía abrupta hasta la playa–. ¡Mira qué vista!
  • 23. Sin embargo, su subordinado no estaba de humor para consideraciones estéticas. –¡Maldita casa! –farfulló. El constructor oyó que su acompañante le hablaba, pero no comprendió lo que este murmuraba. –¿Qué dices? –le preguntó, girando para escucharlo mejor. Pero al hacerlo perdió el equilibrio y, presintiendo que iba a caer, se aferró del capataz. A su vez, este intentó resistir en vano, pues fue arrastrado en su caída por el profesional y ambos rodaron cerro abajo. Un par de horas más tarde, el constructor recobró el conocimiento. Estaba en una cama del hospital de La Ligua, lleno de contusiones. Pudo ver cómo a su capataz, en la cama junto a la suya, le extraían con una larga pinza, una a una, largas espinas de sus nalgas y de otras partes del cuerpo, pues había ido a dar sobre unos grandes cactos. Algunos días después el sitio fue cerrado con una alta muralla de madera. Nadie más intentó demoler aquellas ruinas. Sin embargo, con el tiempo, el muro fue desapareciendo, hasta que finalmente algún osado –ignorante, de seguro, de todo lo acaecido– volvió a cruzar, acortando camino, el terreno de la casa quemada, para descender a la hermosa y tranquila plaza de Zapallar.
  • 24. Hoy, tú también puedes hacerlo, pero recuerda: No vayas a tocar ni siquiera una piedrecilla de los restos de la “casa quemada”, porque…
  • 25. UN LIBRO DE CUENTOS –¡Mamá, mamá, cómprame ese libro! Pero la mamá, atareada eligiendo unos detergentes, ni siquiera oyó el pedido de su hijo Manuel, de cinco años. Sin embargo, el padre, que los había acompañado, interesado en lo que el niño pedía, retiró el libro que el pequeño señalaba del estante. “¡Qué bueno que en los supermercados también tengan libros!”, pensó, y pasándoselo a su hijo le preguntó: –¿Este es el que tú quieres? –Sí, papá, ¿cómo se llama? –Hansel y Gretel –leyó él. –¿Qué, Roberto? ¿Le vas a comprar un libro? –preguntó la madre, que se había acercado a ellos–. ¿Ese? –Sí –aseguró él–, es un cuento muy lindo. A mí me lo leían cuando era muy
  • 26. chiquito –recordó. –Yo tambén quero oto –pidió entonces Cecilia, la hermanita de tres años, en su media lengua. –No, no, con uno está bien –afirmó la madre–. Si se portan bien, papá se los va a leer hoy en la noche. ¿De acuerdo? El libro era muy atrayente, pues cuando se abría una página aparecía un paisaje con figuras, todo en tres dimensiones. Apenas llegaron a casa el niño pidió el libro para hojearlo; pero el padre, colocándolo en una repisa alta, le advirtió: –No. La mamá dijo que si se portaban bien, se los leeríamos cuando se acuesten. Así es que ahí se queda. Esa noche los niños comieron más rápido que otras veces, luego corrieron a lavarse los dientes y finalmente se metieron a la cama. –¡Ya, papá! ¡Estamos listos! –gritó el niño. –¡A, papá, tamo lito! –repitió su hermanita.
  • 27. –Ya voy, ya voy –respondió el padre, pensando en que no podría eludir su promesa–. Termino de ver estas noticias y voy a leerles el cuento. A los pocos minutos concluyó el noticiero nocturno y se dirigió al dormitorio de los niños, pero al entrar… –¡Luisa, Luisa! ¡Ven rápido! Ante los gritos del padre, y pensando en alguna desgracia, su mujer llegó corriendo. –¡Oh! ¡Oh! –fue todo lo que pudo exclamar. Frente a ellos estaba el libro, pero ahora sus dimensiones eran tan grandes, que ocupaba totalmente la muralla opuesta a la entrada del dormitorio. Estaba abierto en la primera página, en la primera escena, allí donde se debería haber visto a Hansel, a Gretel, al padre y a la madrastra penetrando en el bosque. Pero aunque allí estaba el bosque, quienes se adentraban en él eran sus propios hijos: Manuel y Cecilia. –¡Vamos! –gritó la madre, respondiendo a su instinto más rápidamente que él–. ¡Tenemos que sacarlos de ahí! Ambos, penetrando en la escena del libro, corrieron tras los niños, pero las
  • 28. gruesas y espinudas ramas de árboles y arbustos dificultaban su avance, hiriéndoles las manos y el rostro. No obstante, el ver a los niños correteando felices delante de ellos, como si estuvieran jugando, los animaba a seguir intentando darles alcance. Por unos instantes los niños desaparecieron de su vista, pero casi de inmediato pudieron verlos de nuevo. Ahora la escena había cambiado: ahí estaba la casita de chocolate y los niños en ese momento entraban en ella acompañados de una anciana. La madre la reconoció: –Es la bruja del cuento –gritó. La costumbre hizo que el padre golpeara a la puerta. –¿Qué te pasa, Roberto, tus hijos han sido raptados y tú tocas a la puerta? ¡Vamos, no perdamos tiempo, tenemos que salvarlos! –exclamó, y abriendo la puerta de un golpe, penetró a la cabaña seguida por su marido. Tal como en el cuento, en el interior de la casita había una cocina con un horno muy grande y una jaula.
  • 29.
  • 30. Pero no eran ni Hansel ni Gretel: eran sus niños. Manuel estaba encerrado en la jaula, con su carita afirmada en los barrotes, mientras Cecilia limpiaba dificultosamente el piso con un gran escobillón. Aprovechando que la bruja se encontraba de espaldas, Roberto se abalanzó hacia la jaula y la abrió para permitir que su hijo escapara, pero este se hallaba tan asustado, que no atinó a moverse. Sin pensarlo dos veces, el padre penetró entonces en ella y empujó al niño hacia afuera; pero lo hizo con tan mala suerte, que la puerta de la jaula se cerró antes de que él mismo pudiera salir, dejándolo encerrado. Pero no se preocupó, pues lo más importante era que su hijo, que había escapado hacia afuera de la casa, estaba a salvo. La niña, por su parte, viendo a su hermanito correr hacia el bosque, le pasó el escobillón a su mamá. –Toma, mamá, me aburí –le dijo, saliendo tras el niño. En ese momento la bruja se dio vuelta y le ordenó a Luisa: –¡Vamos, niña! Enciende el horno. Recordando el cuento, la madre le respondió:
  • 31. –No sé cómo hacerlo. ¿Por qué no me enseña, por favor? La bruja introdujo casi medio cuerpo en el gran horno para enseñarle. –¡Ahora! ¡Empújala! –dijo el padre–. Aprovecha y empújala como hizo Gretel en el cuento. Pero Luisa titubeó. –No puedo –dijo finalmente–, sería como asesinar a alguien. –¡Luisa, si es solo un cuento! –insistió él, comenzando a desesperarse. –¿Estás seguro? –dudó ella, sin atreverse a hacerlo. Por fin se decidió–. Está bien, quizá… Pero ya era tarde. La bruja, saliendo del horno, se sobó las manos y, ante el terror de Luisa, le ordenó: –Avísame, niña, cuando esté bien caliente. Entonces asaremos ahí dentro a tu hijito.
  • 32. Entretanto los niños habían vuelto a su dormitorio. Abierto sobre el velador –del mismo tamaño que cualquier otro libro de cuentos– se encontraba el que sus padres les habían comprado esa mañana. –No me gustó el cuento de Hansel y Gretel –dijo el niño, y tomando el libro lo cerró…
  • 33. LA RECETA “La primera vez que los vi –escribió Adrián Soto, periodista del diario La Verdad– me parecieron aceptables, pero la segunda, realmente simpaticé con ellos. ¿Quién dijo que los extraterrestres eran verdes, que tenían antenitas y cara de hormiga gigante?” Y la verdad sea dicha, los gordones eran seres sumamente agradables y los tripulantes de los miles de naves que aterrizaron en nuestro planeta fueron aceptados por los humanos con gran rapidez. Tanto los hombres como las mujeres –resultaba extraño decir machos y hembras– tenían un aspecto tan reposado y tranquilo, que, en cierta forma, quienes alternaron con ellos experimentaron algo parecido a una paz interior, se sintieron casi reconfortados. Además, su aspecto serio y su hablar seguro los hacía semejantes a los médicos terrestres, o quizá a los abogados. Pero la verdad es que, con un delantal blanco y un estetoscopio colgado al cuello, cualquiera de ellos hubiera pasado inadvertido en una clínica o en un hospital. Al poco tiempo de su arribo, los gordones propusieron a la Organización Mundial para la Salud de las Naciones Unidas la entrega de su primer aporte al bienestar de la humanidad: un riñón artificial, cuyo funcionamiento superaba con creces al biológico. Indicaron que más adelante estarían en condiciones de proporcionar hígados, vesículas, páncreas, intestinos y otros órganos interiores para los humanos.
  • 34. Explicaron que esto se debía a que la técnica relacionada con la medicina estaba muy avanzada en Gordón, y que la costumbre de injertar órganos artificiales era allí algo muy usual. Al ser preguntado por la posibilidad de fabricar dicho órgano en la Tierra, argumentaron que esto no era posible, debido tanto a la compleja tecnología como a los materiales utilizados en su confección. Como también en la tierra el trasplante e injerto de órganos era algo que ya se practicaba, después de que los gordones realizaron algunos ensayos exitosos en antropoides, la proposición fue aceptada. Al comienzo, y con bastante reticencia, acudieron a las naves gordonas quienes tenían problemas renales. Sin embargo, en vista de que tanto el riñón artificial como la operación para extirpar los existentes e injertar el plástico eran absolutamente gratuitas, los buscadores de gangas no vacilaron en solicitar ser atendidos, lo necesitaran o no. Finalmente, luego que la Princesa P. de A. y el actor ruso-norteamericano R. A. se colocaron el riñón gordono, todo el mundo, plebeyos y aristócratas acudieron en masa. La operación se realizaba en un compartimento especialmente habilitado en cualquiera de las naves extraterrestres y era practicada por expertos gordones. Llamó, sin embargo, la atención, sobre todo de la prensa, tal como lo expresó
  • 35. Adrián Soto en su columna, el hecho de que entre los desperdicios que los auxiliares gordones depositaban junto a las naves no había restos de riñones.
  • 36.
  • 37. “Cuando se lo preguntamos a uno de los médicos extraterrestres –escribió Adrián Soto–, nos contestó con una gran sonrisa: Nosotros daremos cuenta de los riñones”. Respuesta con la que todos quedaron felices y tranquilos. En los pocos ratos libres que les quedaban, los gordones se dedicaban a visitar restaurantes y carnicerías. Sin embargo, muy raramente comían o bebían o compraban algo. Se limitaban a revisar cuidadosamente el menú de cada establecimiento, y muchas veces, según declaraciones de los camareros, lo copiaban; en las carnicerías observaban detenidamente las listas de carnes y pedían que se las identificaran. Algunos entraban en las librerías, pero lo único que pedían ver eran libros de cocina. La conclusión de todo el mundo fue que seguramente los gordones eran exigentes gastrónomos. Sin embargo, algo –y debió ser muy grave– perturbó la estadía de los extraterrestres, porque un día dijeron:
  • 38. –No se preocupen, muy pronto regresaremos. Sin dar más explicaciones, todas las naves gordonas despegaron y retornaron al espacio. Al parecer, ninguno de ellos permaneció en la Tierra. “Y, en realidad –según escribió Adrián Soto en el periódico–, si es que alguno de ellos estaba paseando y no alcanzó a llegar a su nave, es probable que lo podamos encontrar disfrazado de médico-cirujano deambulando por entre los quirófanos de algún hospital”. Tampoco quedó nada de ellos –salvo, por supuesto, los millones de riñones artificiales– en la Tierra. ¿Nada? En realidad, no. El periodista Adrián Soto, husmeando por aquí y por allá en el lugar en que había estado una de las naves, encontró un portafolio semejante al que los gordones usaban. Prefirió, por razones de seguridad, ir a la policía para que ellos lo abrieran… La cartera estaba desocupada, salvo por la fotocopia de una receta de cocina. Se trataba de…
  • 40. LA SEÑORA LISA DE LOT Cuando la señora Lisa de Lot, como a sí misma se presentó, respondió al aviso: “Matrimonio sin hijos necesita persona para el aseo”, el primer comentario que se le ocurrió a la dueña de casa fue que parecía salida de un cuento de la corte del Rey Arturo en el castillo de Camelot. –Pero no sé –dijo– si es por el nombre Lisa o por su aspecto, que es una mezcla de gran dama y de ayudante de Morgana, la perversa hechicera enemiga del mago Merlín. La observación no le hizo mucha gracia a su marido, pues su nombre era, justamente, Merlín, y no tenía pensado llevarse mal con esta nueva sirvienta.
  • 41.
  • 42. De todos modos, y como nadie más se había presentado, luego de verificar sus antecedentes –por lo demás excelentes–, su esposa la contrató a prueba por quince días. –Empezará a trabajar mañana. ¿Algún problema? –No, señora –respondió Lisa. Y al día siguiente, exactamente a las ocho de la mañana, llegó a trabajar. La dueña de casa le dio las indicaciones más necesarias para su trabajo y ambos esposos partieron a sus respectivas labores. Al volver, sin embargo, les esperaba una desagradable sorpresa: ¡les habían robado todos los muebles del comedor! Por supuesto que dieron cuenta de inmediato a la policía. Esta llegó al poco rato. Los policías tomaron huellas dactilares por todas partes. Interrogaron inútilmente a los vecinos. Fueron al domicilio que la señora Lisa de Lot había indicado, sin hallar, desde luego, absolutamente nada. Además, su coartada era perfecta: había salido de la casa de ellos a las 16.05
  • 43. horas, hora ratificada por una vecina; había tomado un bus a la 16.15 horas, cosa que recordaba el chofer del mismo, porque ella le había hecho varias preguntas, y finalmente había llegado, luego de un viaje de aproximadamente 40 minutos, a las 17.00 horas a su pensión, hora confirmada por su casera. No obstante, como Lisa se había retirado a las cuatro de la tarde y ellos habían descubierto el robo recién a las siete, cabían dos posibilidades: que ella hubiera entregado los muebles durante su estadía o que simplemente uno o unos desconocidos hubieran perpetrado el robo. Sin embargo, ambas posibilidades fueron descartadas cuando, interrogado un jardinero, este aseguró haber estado toda la tarde trabajando frente a la casa y no haber visto ni los muebles ni un camión o una camioneta por los alrededores. En fin, luego de muchas pesquisas, llegaron a la triste conclusión de que los muebles simplemente se habían ¡desvanecido! Por las dudas, al día siguiente dos policías disfrazados de electricistas montaron guardia junto a la casa, trepados en un poste de la Compañía de Luz, mientras otros tres vigilaban las calles que conformaban la manzana en la cual se ubicaba la vivienda. La señora Lisa de Lot llegó como si nada hubiera ocurrido, a las ocho en punto de la mañana, y los dueños de casa se fueron a sus trabajos, luego de hacerle una serie de recomendaciones para evitar futuros robos. Cuando regresaron, fueron interceptados por los policías, quienes, con una amplia sonrisa de satisfacción, les comunicaron que de su casa –y, por lo demás,
  • 44. de ninguna otra cerca– no había salido nada. Pero, ¡oh!, al entrar, acompañados ahora por un sargento, se encontraron con una nueva y más terrible sorpresa: los muebles del salón, con adornos y todo, habían desaparecido. No tenía sentido volver a registrar la casa de la señora Lisa de Lot, de manera que la policía se retiró, prometiendo que “estudiarían detenidamente la situación”, lo que significaba que no tenían la menor idea de lo que podía haber sucedido y que no harían nada. Al otro día, la dueña de casa decidió permanecer en su hogar, sin que la señora Lisa de Lot lo supiera, para averiguar personalmente lo que estaba ocurriendo. Merlín salió al trabajo solo, con no poca preocupación. Tenía el vago presentimiento de que algo malo sucedería. No obstante, al escuchar por teléfono la voz de su mujer al mediodía, se tranquilizó, aunque no por lo que ella le contó: –Ya sé, Merlín, lo que sucede –le dijo, y se notaba tremendamente alterada. –Sí, ¿dime, querida? –le preguntó, con la voz lo más calmada posible. –No me lo vas a creer. Yo estaba escondida en el closet del dormitorio, cuando vi que la señora Lisa entraba al escritorio. Me asomé un poquito y pude ver que sacó un palito largo, recto y negro, de entre sus ropas, y fue apuntando uno por
  • 45. uno a cada mueble. ¿Y sabes qué pasó? Su voz sonaba casi histérica. –Sí –le dijo–, es obvio, los muebles fueron desvaneciéndose a medida que ella los señalaba. –Así es –le confirmó–. ¡Tienes que venir de inmediato antes de que haga desaparecer los muebles del dormitorio, que son los únicos que nos van quedando! –No te preocupes, querida. Eso no sucederá. Al llegar a casa, como a las siete, la señora Lisa de Lot ya se había retirado. Pudo comprobar que el escritorio estaba vacío; así es que se fue al dormitorio a esperar a su mujer, que tampoco se encontraba en la casa. Seguramente había salido a hacer alguna diligencia. Sin embargo, cuando el reloj dio las doce de la noche y aún no regresaba, comenzó a preocuparse seriamente. A pesar de la hora, llamó a todas sus amistades, sin ningún resultado. Por fin, se durmió casi de madrugada, después de decidir que debía esperar hasta la mañana siguiente. Despertó pasadas las ocho.
  • 46. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue a la señora Lisa de Lot mirándolo fijamente, mientras lo apuntaba con una varita larga, recta y negra. Intentó tomar la suya de debajo de su almohada; pero, antes de que pudiera hacerlo… se desvaneció en el aire.
  • 47. UN ALUMNO NUEVO Unos diez días después que se inauguraran las clases en la nueva escuelita de Tralcapillahue, lugar de truenos de demonios –nombre que se debía a que aullidos espeluznantes que parecían humanos surgían desde extrañas grutas– llegó Pedro. Situado en un valle adentrado en la cordillera, en medio de lúgubres arboledas y magros sembrados, Tralcapillahue albergaba no más de mil habitantes, casi todos empobrecidos parceleros dedicados a la agricultura. Pero no siempre había sido así. En algún momento de su historia el pueblo había tenido un gran esplendor, gracias al descubrimiento de una mina de oro. Desgraciada o afortunadamente, a los pocos años debió ser abandonada, pero había alcanzado a atraer a una multitud de mineros, comerciantes, bandidos y simples aventureros. Hermosas mansiones habían surgido en el verdor de sus campos; sin embargo, al agotarse la mina de oro y no aparecer otras, sus propietarios se habían marchado. Sus viviendas en ruinas eran los mudos testimonios de ese pasado esplendoroso, pero no los únicos. Fatídicas historias de tesoros escondidos y de sus guardianes fantasmas. Leyendas de animales fabulosos que atacaban y devoraban mineros solitarios. Siniestros relatos de mineros enterrados por funestos derrumbes junto a sus mujeres e hijos…
  • 48. Y era justamente una de estas casas, ahora reparada y reacondicionada, la que servía de escuela a los niños del lugar. Ese día las clases se habían iniciado como siempre a las nueve de la mañana y todo hubiera continuado igual, si no hubiera sido por la llegada de un alumno nuevo: Pedro. Llegó pasada las diez de la mañana. Venía solo y entró en la sala, aprovechando que la puerta estaba abierta para que penetrara un poco de aire, pues el calor era agobiante. Sin embargo, cuando Pedro se presentó, pareció entrar con él una ráfaga gélida, que hizo que todos los niños, e incluso la profesora, sintieran escalofríos. Pero no solo eso, aquel viento helado pareció haber penetrado también en aquellas grutas ululantes, haciendo que la sala entera retumbara con sus desagradables aullidos. El recién llegado era extremadamente pálido, como si jamás su rostro hubiera sido alcanzado por los rayos del sol. Su pelo enmarañado y sus ojos hundidos, sin embargo, eran muy oscuros y contrastaban con la piel. No traía bolsón, ni siquiera un libro o un cuaderno. Vestía una camisa gris claro suelta y un pantaloncillo corto del mismo color.
  • 49. Al entrar, hizo una leve inclinación de cabeza y saludó con una voz que era como un silbido, como si hablara sin separar los dientes:
  • 50.
  • 51. –¡Buenos días, señorita! –y luego se sentó en una de las últimas filas, en el rincón más sombreado de la sala. La profesora le dio la bienvenida en nombre del curso y le preguntó: –¿Cómo te llamas? –Mi nombre es Pedro –respondió el niño con un silbido. –¿Pedro cuánto? –insistió la maestra. –Pedro –repitió él. No queriendo insistir, la profesora prefirió dedicarse a revisar las tareas de matemática que los niños habían realizado en sus casas. Cuando hubo concluido, le hizo algunas preguntas a Pedro, las que este contestó lenta pero correctamente. Por fin sonó la campana para indicar el recreo y todos salieron en tropel al patio.
  • 52. Pedro, sin embargo, pareció no tener apuro. Tranquilo, esperó que sus compañeros dejaran la sala y recién entonces él hizo lo mismo. Afuera se paró solo, a la sombra, en un extremo del patio y no se movió de allí. En verdad, durante el recreo nadie se acercó al alumno nuevo; su aspecto casi cadavérico no resultaba atrayente para los niños. Entonces nuevamente sonó la campana para volver a clases. Pedro fue el último en entrar y, mientras los demás niños buscaban los cuadernos que usarían a esa hora, él se dirigió directamente a su asiento sin decir palabra alguna. La profesora, que había ido a hablar con el inspector para averiguar más datos del recién llegado, demoró aún un rato en volver. Al entrar, se la notaba desconcertada. Cerró con lentitud la puerta, como tomándose el tiempo para pensar en qué iba a hacer y decir. Buscó a Pedro con la vista y al encontrarlo sentado al fondo de la clase, lo llamó:
  • 53. –Pedro –le dijo–, vengo de hablar con el inspector. –Sí, señorita –susurró Pedro. –Y me ha dicho que ningún alumno nuevo se ha inscrito en la escuela. ¿Lo hiciste tú? –No, señorita –respondió el pequeño. Ahora su voz, aunque sibilante, se notaba muy preocupada. –Pues, anda a la inspectoría y lo haces de inmediato –le indicó la maestra. –Sí, señorita –obedeció el niño y salió de la sala a través de la puerta cerrada.
  • 54. LA NEBLINA Ese día la neblina estaba más baja y espesa que de costumbre. Rigoberto, calculando que haría frío, se envolvió en su bufanda y se encasquetó el grueso gorro de lana hasta más abajo de las orejas. Dándole un beso a su madre, salió de la casa, masticando aún el pan del desayuno, y se dirigió a la escuela. No era lejos, solo un par de kilómetros por la carretera y ¡ya! o, como decía su padre: “A la vueltita de la loma”. Y es que, en efecto, la escuela se encontraba justo al otro lado de la colina. Dos cosas llamaron la atención de Rigoberto mientras caminaba masticando y tarareando una melodía: que también hubiera neblina en el bajo, normalmente despejado por algún raro capricho natural, y la ausencia total de vehículos en la carretera. Sin embargo, como aquellos hechos no eran de su incumbencia, simplemente no pensó mucho en ellos. Más importante era apresurarse para alcanzar a jugar a la pelota antes de entrar a clases. Algunos minutos más tarde había terminado de comer el pan y también había
  • 55. llegado a la cima de la loma que separaba su casa de la escuela. Se detuvo para recuperar el resuello y miró hacia el valle que se extendía a sus pies. Pero… ¡Algo no estaba bien! Desde luego, no se veía el estanque, y no es que estuviera nublado, pues la pesada niebla parecía que se había disipado por completo, pero… ¡No había estanque! Tampoco se divisaban los silos de la molinera, ni el pueblito, que, aunque más alejado, era perfectamente visible desde allí. ¿Y la cordillera? ¡Eso sí que era raro!
  • 56.
  • 57. ¡Y lo peor! La escuela, que debería estar en la ladera, también había desaparecido. Frente a él se extendía un desierto árido y casi infinito, calentado por el brillante sol. La planicie remataba en el horizonte en unas colinas apenas perceptibles. Asustado, se restregó los ojos. La visión permaneció igual. Sintió calor, por lo que se sacó la bufanda y el gorro. Giró para correr de vuelta a su casa, pero allí tampoco había nada. Solo el desierto… Un escalofrío trepó por su dorso hasta posarse en la nuca. Rigoberto tiritó, no supo por qué. No supo por qué miró hacia el sol; este parecía mucho más grande que de costumbre. ¿Sería que había crecido de repente y había hecho desaparecer la neblina y había secado todo?... Como decía su padre cuando algo se presentaba complicado: “¡Difícil!” Corrió unos metros, pensando que estaba imaginando todo aquello, pero el calor que irradiaba la arena lo hizo detenerse bañado en transpiración. No obstante, el desierto seguía allí. Ni valle verde, ni viñedos, ni casas, ni siquiera cerros. Solo un calor cada vez más agobiante, que hizo que tuviera que
  • 58. despojarse de su grueso abrigo e incluso del suéter. Se detuvo y trató de pensar, pero el miedo que tenía comenzó a transformarse en terror. A pesar del calor, sintió frío, un frío que subía desde sus piernas hasta el resto del cuerpo. Se sentó en cuclillas y vio sus extremidades inferiores. No le llamó la atención el hecho de que fueran verdes. Así como las manos y seguramente todo el cuerpo. La mañana estaba fresca. Se sacó los pantalones y la blusa para recibir el sol. ¡Así estaba mejor! A pesar de que había comido, sentía hambre. Un animalucho surgido de la nada llamó su atención. Escarbó, descubriendo un nido lleno de ellos. Se veían sabrosos. Agarró con sus manos verdes y algo escamosas un montón y se los llevó a la boca, mientras los otros escapaban en todas direcciones, enterrándose en la arena. Un delicioso calorcillo lo invadió. Y se hubiera acostado, pero algo lo perturbó. Era un ruido lejano, que se aproximaba demasiado rápidamente. La bestia voladora, enorme y brillante, se posó cerca de él, aterrándolo.
  • 59. Pero entonces algo extraño sucedió: del vientre de la bestia surgieron otros seres mucho más pequeños, apenas si algo más grandes que él, aunque también relucían al sol. Intercambiaban algunos sonidos ininteligibles y luego avanzaron hacia él. Pero él no quería saber nada de ellos, por lo que aprovechó un momento en que ambos miraron hacia la gran bestia alada, para enterrarse en la protectora arena de su desierto. –Me pareció ver un bicho verde por allá –dijo uno de los astronautas. –¿Viste cómo se enterró en la arena? –¿Te imaginas que hubiéramos descubierto una raza autóctona en esta luna perdida en el espacio?
  • 60. LAGARTIJA Hay que reconocer que la ciencia, a comienzos del siglo veintiuno, ha hecho ingentes progresos. Sobre todo en medicina: trasplantes, implantes, operaciones, medicamentos y otros adelantos que hubieran parecido imposibles hace solo treinta años atrás. La biología, y especialmente la genética, es otra de las ramas científicas en donde los descubrimientos y muchas otras manipulaciones se nos aparecen como verdaderos milagros médicos. Todos los días... pero no exageremos... todas las semanas aparecía una nueva noticia sobre clonación, fertilización artificial, experimentos con células madres, en fin... siempre adelante, o como dijo un médico de renombre: –La ciencia y los científicos no descansaremos hasta ver un hombre nuevo. Sin embargo, para el joven Juan Claudio Lézard –largo nombre para joven tan pequeño– aquellas no eran sino algunas más entre las decenas de noticias, a cual más aburrida. ¡Que un asalto, que la explosión de un coche bomba, una inundación, un incendio, una sequía, un asesinato, un choque múltiple o una erupción volcánica... o ¡qué sé yo!... cualquier cosa. A él le bastaba un lugar soleado en el diminuto jardín de su casa para tenderse ahí, que lo dejaran en paz y ser feliz. En realidad, no era mucho pedir. Juan Claudio nunca supo si en el colegio –e incluso en su casa, su madre, Roberta– lo apodaban ‘Lagartija’ por esta costumbre o quizás porque siempre
  • 61. fue pequeño, enjuto y con una piel verde-rosada, escamosa, enfermiza, aunque rara vez se enfermaba. Pero él nunca se había enojado por ese sobrenombre. Tímido como era, no se le hubiera ocurrido reñir o siquiera discutir con sus compañeros. Incluso podría pensarse que le gustaba que lo llamaran así. –¡Hey, Lagartija, ven a jugar con nosotros en vez de estar tirado ahí!... Juan Claudio era hijo adoptivo de Roberta y Miguel, un matrimonio que no había podido tener hijos. En un viaje a Francia, al que Miguel había ido por razones de trabajo y ella lo acompañó, por una razón que Roberta no recordaba, visitó una casa-cuna que recibía bebés para darlos en adopción. Ver a Jean Claude tan pequeñito y desvalido, con su piel verde-rosada en su cunita, encariñarse con él y desear tenerlo, fue todo uno para la futura madre adoptiva. –¿Ya tiene nombre? –preguntó. –Oui, madame (Sí, señora) –le dijo la encargada–. Él se llama Jean Claude Lézard.
  • 62. Sus nuevos padres tradujeron el nombre al castellano y conservaron su apellido; el bebé pasó a llamarse Juan Claudio Lézard. Desde entonces, y a pesar de los intentos de su madre por hacerlo engordar, Juan Claudio se mantuvo flaco. Casi podría decirse que exageradamente flaco. Así pues, la niñez y adolescencia del Lagartija transcurrió con relativa tranquilidad. Hasta el día del accidente, exactamente un domingo por la tarde. –Vamos –lo llamó su padre–, ven a ayudarme con estas tablas que tengo que cortar... A Juan Claudio le encantaba ayudar a su papá. Corrió al mesón que este tenía en el patio y sujetó con fuerza las tablas que su padre le iba pasando. –Déjame cortar una –pidió. –Pero debes tener mucho cuidado, Juan –le advirtió Miguel. Mientras el padre agarraba la tabla que debían cortar, el niño sujetó con fuerza la sierra eléctrica, hizo andar el motor y acercó la herramienta a la madera, con tan mala suerte que la máquina resbaló de su mano y la sierra... ¡pssss!... cortó su dedo pulgar. Juan Claudio dio un grito de dolor al sentir –y ver– cómo su dedo pulgar
  • 63. amputado volaba por el aire. De inmediato lo llevaron a él y a su dedo al Servicio de Urgencia. Allí le colocaron un fuerte calmante para amainar el dolor y le hicieron una completa desinfección y curación del pulgar y de su mano. Luego se la vendaron y le colocaron una especie de caperuza sobre el muñón del pulgar. –Para que pueda respirar la parte cortada –explicó la enfermera. –Vuelva el viernes –dijo el médico–. Creo que dado el tipo de corte y el hecho de que el dedo cercenado está en perfectas condiciones, intentaremos colocárselo. Los padres aceptaron de inmediato. El dedo debió quedar en el hospital, en una solución especial, que lo mantendría en buen estado. –No es necesario volver a intervenir en el muñón, así estará en mejores condiciones para soportar la operación. El pobre Lagartija estaba demasiado afectado para opinar. Todos los amigos del colegio y del barrio fueron a verlo. Todos quisieron examinar la mano, pero como estaba llena de vendajes, no pudieron ver nada. Miraban las vendas de la mano y movían la cabeza...
  • 64. –¡Ah, Lagartija, qué mala onda!... –Oye, Lagartija, no te preocupí, vai a quedar como nuevo... sabí que ahora los dedos cortados se vuelven a poner. –¡Vamos, Lagartija, arriba el ánimo, ya va a pasar todo!... Él no contestaba, se limitaba a suspirar y a mirarse la mano. –Papá –le dijo a su padre la segunda noche–, siento un cosquilleo en el dedo cortado. ¿Puedo sacarme el sombrerito que me pusieron?
  • 65.
  • 66. –Por ningún motivo. Lo que más recomendó la enfermera es que no tocáramos para nada el vendaje –le prohibió el padre. –Es que siento algo raro... –¡No! Y llegó el viernes. Se presentaron los tres, Roberta, Miguel y Juan Claudio, muy temprano en el hospital. Los estaban esperando. Hicieron entrar al muchacho al quirófano y lo recostaron en una camilla. Colocaron el brazo con la mano herida en la mesa de operaciones y una cortina para evitar que pudiera ver la operación y le inyectaron un calmante, que lo dejó adormecido. Entonces ingresaron a la sala el cirujano y sus ayudantes. –Tiene la piel del brazo muy rara –observó el médico–, verde-rosada, como si estuviera enfermo–. ¡Curioso! –agregó–. ¿Cómo se llama este paciente? Un auxiliar buscó entre los papeles: –Juan Claudio Lézard –leyó.
  • 67. –Curioso –repitió el cirujano. Tomó luego la mano vendada del joven y la miró por todos lados. Pidió entonces el dedo cortado. Estaba en perfectas condiciones de conservación. Todo estaba bien. –Procedamos... –dijo. Una enfermera fue retirando con sumo cuidado los vendajes de la mano de Juan Claudio, hasta que todo quedó a la vista. ¡Todo! Todo, incluido un flamante pulgar nuevo, que había crecido en esos cuatro días, donde antes hubo solo un muñón en la mano del Lagartija.
  • 68. ¿DÓNDE PODRÁ MORIR UN VIEJO PROFESOR? Esa mañana, como todas las mañanas desde hacía más de veinticinco años, el viejo profesor Cipriano Parcas llegó un poco antes de las dos treinta de la tarde, cruzó el patio que ya bullía de alumnos, entró a la sala de profesores, saludó a sus colegas, y se dirigió a la sala en la que debía hacer clases. Así fue de sala en sala hasta las cinco, hora de su última clase aquella tarde. Retiró el libro del 2º medio A, desde la sala de profesores, y se dirigió a ese curso. Entregó el video sobre Juan Rulfo –autor de la novela que los muchachos estaban leyendo– a uno de los muchachos, quien lo instaló y lo hizo funcionar. Como a los diez minutos, Cipriano comenzó a cabecear, bastante cansado y aburrido: había visto el documental innumerables veces. Como a los quince minutos, Cipriano dormía con la cabeza apoyada en sus brazos y los brazos apoyados en el escritorio. ¿Dormía? Podría decirse que sí; dormía el sueño eterno, pues sin emitir el menor sonido, sin hacer ni el más pequeño gesto, sin molestar a nadie, Cipriano Parcas, profesor de Castellano –más tarde de Lenguaje– murió. Murió como había vivido... ¡Quitado de bulla! Al sonar la campana que anunciaba el fin de la hora, y además la salida de clases, los alumnos del 2º medio A, que querían bastante al ‘tío’ Cipriano, tomaron sus mochilas sin hacer ruido y se retiraron de la sala, dejando al profesor ‘durmiendo’ plácidamente.
  • 69. Así lo encontró, una hora más tarde, como a las siete de la tarde, el auxiliar a cargo del aseo. –Don Cipriano, don Cipriano –intentó despertarlo, dándole un suave golpecito en la espalda. Pero lo único que consiguió fue que la cabeza de Cipriano resbalara de sus brazos y que los brazos resbalaran del escritorio y quedaran colgando. El auxiliar temió lo peor. Llamó a la directora. –Cipriano –lo llamó esta en voz baja para despertarlo, pero sin que el viejo profesor se asustara. El hecho de que Cipriano no respondiera confirmó la terrible sospecha de la directora: Cipriano Parcas estaba muerto. –¿Llamo a la policía? –preguntó el auxiliar. –Ni se te ocurra. ¿Te imaginas lo que harían los apoderados si les decimos que un profesor se murió en el colegio? Inmediatamente retirarían a los niños –hizo una pausa, pensando–. A ver... ¿Sabes lo que debemos hacer? El auxiliar la miró, listo para obedecer. –Primero, no comentar esto con nadie.
  • 70. –Sí, señora directora. –Segundo, retirar el cuerpo de la sala y del colegio. –Sí, señora directora. –Y tercero, llevarlo en mi auto hasta su casa. Cipriano vive solo a unas cuadras del colegio. –Sí, señora directora. Yo sé cuál es la casa... era la casa... es la... Y así lo hicieron. Subieron el cuerpo –Cipriano era flaquito– al auto y lo llevaron hasta su casa. Ahí surgió un inconveniente. –Debe tener las llaves en su chaqueta. El auxiliar buscó en todos los bolsillos de la chaqueta. No había llaves. En los del pantalón. Tampoco había llaves. Cipriano había perdido, como era habitual, sus llaves. –No podremos entrarlo –se indignó la directora.
  • 71. Miró a su alrededor. Había una pequeña plazoleta de césped, árboles y un par de bancos. Por fortuna, a esa hora ya nadie circulaba por allí. –Ahí. Ahí lo dejaremos. Ayudó al auxiliar a acarrear a Cipriano hasta un banco. Apoyó un brazo del profesor en el respaldo, afirmó la cabeza en el brazo y le cruzó las piernas. –Espero que no se caiga. Se puede lastimar –fueron sus últimas palabras. Y así, don Cipriano pasó la noche –muerto– en un banco de la plaza. A las cinco de la mañana llegó el jardinero, tal como acostumbraba a hacerlo desde hacía un mes en este nuevo trabajo. De inmediato vio a ese señor tirado en el banco, ¿durmiendo? –¡Eh, señor! No se puede... –e iba a terminar de decir ‘dormir en este banco’, cosa que no alcanzó a hacer, porque al tocarlo en el hombro, Cipriano comenzó lentamente a ladearse, inclinándose cada vez más, hasta caer en el asiento. Como ni en el trayecto ni en el violento aterrizaje el caballero profiriera el menor sonido y mucho menos despertara, el jardinero llegó a la irrebatible conclusión de que no era un caballero sino un finado. –¿Y qué hago con él? –se preguntó.
  • 72. Era indudable que de saber que en ‘su’ plaza había un muertito, sus jefes podrían despedirlo de inmediato. ¡Había que sacarlo de allí! Era temprano. A esa hora nadie circulaba por el barrio. –¡Eso es! La panadería de la esquina. La gente llegaba a trabajar ahí como a las seis: faltaba media hora. La suerte lo favoreció. El encargado no había guardado las dos mesitas que mantenían al aire libre durante el día. Ni corto ni perezoso levantó a Cipriano en vilo y lo fue a dejar a la esquina. Llegó hasta una de las mesitas, depositó el cuerpo en una silla y lo dejó allí, como si estuviera descansando. Como a las seis, efectivamente, llegó el encargado de la panadería-confitería. Lo primero que hizo fue cerciorarse de que no se habían robado las mesas que había dejado afuera. Por suerte ahí estaban. Pero había alguien en una de ellas. Un hombre sentado en una rara posición, con la cabeza en la cubierta y los brazos colgando. –Algo no está bien –arguyó–. Este hombre está muerto... Si mi jefe se entera de que yo no guardo las mesitas y de que hay un hombre muerto en la confitería, los muertos seremos dos. Entonces pensó: “A las seis y cuarto llega el camión que reparte el pan. Le pediré al Johny que me ayude”.
  • 73. A las seis y veinte apareció el camión. Johny, el chofer, se alarmó al ver la cara de su amigo, y se alarmó más aún al ver la cara del muerto. –¿T’ai seguro de lo que querí’ hacer? Entre los dos subieron las bolsas de pan que los horneros habían preparado en la fábrica. Al final entraron, sin que nadie se enterara, otra bolsa un poco mayor que las anteriores... ahí iba Cipriano. El difunto Cipriano, para ser más exactos.
  • 74.
  • 75. –¿A’onde lo llevo? –¿‘Onde pasai primero? –A la escuela... –Ahí, a la escuela... tiene pinta de profesor. Y ahí fue a dar, al patio de servicio de la escuela, al lado de la cocina, junto con cinco bolsas de pan para el desayuno y el almuerzo de los alumnos y del personal. La jefa de cocina aún no había llegado cuando su ayudante ya tenía las seis bolsas ordenadas sobre el mesón de trabajo. –¿Seis bolsas? –preguntó extrañada. Todo aquello que se saliera de su rutina le merecía desconfianza. –Eso trajo el Johny. Y si la mira bien, hay una más grande que las otras cinco. –Abrámosla para ver qué trajeron. Puede ser que la directora haya encargado pastelitos y olvidó avisarme.
  • 76. La ayudante no tardó en abrir la bolsa... ¡Y vaya pastelito con el que se encontraron! –¡Pero si es el profesor Cipriano! –gritaron a un tiempo, espantadas, la cocinera y su ayudante. –¡Válgame Dios, si parece que está muerto! –volvió a gritar la cocinera, mientras la ayudante se persignaba en señal de respeto. –¿Qué hacemos? –No podemos dejarlo en la cocina. ¿Que no es el profesor jefe del 2º medio A? –¡Pues sí! –Pues entonces lo vamos a dejar a su sala –ordenó perentoria la cocinera. Entre ambas lo tomaron, con bolsa y todo, lo llevaron a la sala del 2º medio A y allí lo sentaron ante su escritorio, con la cabeza apoyada en sus brazos y los brazos apoyados en el mueble. Así pues, a las siete y treinta de la mañana el auxiliar fue revisando una por una las salas para ver que todo estuviera en orden. Al llegar a la sala del 2º medio A
  • 77. pudo constatar que el viejo profesor, don Cipriano Parcas, había retornado al sitio que había estado ocupando durante veinticinco años. –Sí, está ahí, volvió... –dijo con voz trémula, cuando le informó a la directora– y sigue sentado, como si estuviera dormido... Mientras tanto, los alumnos del 2º medio A ya habían entrado a la sala. Viendo al viejo profesor Cipriano “dormido” sobre el escritorio, decidieron no molestarlo y se mantuvieron tranquilos y en silencio. Nunca se habían portado tan bien...