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House
of Cards
_102 / 103 PLAYBOY
¿FICCIÓN POLÍTICA MAGISTRAL O
“MAQUIAVELISMO” PARA PRINCIPIANTES?
La serie protagonizada por Kevin Spacey y producida
(y emitida) por Netflix genera muchos fanáticos y algunos
críticos. Aquí, dos ricos textos para entender la ficción que
revoluciona la industria del entretenimiento.
PLAYBOY DEBATE
Todo el poder
a los espectadores
Por Tomás Aguerre*
Del espectador de House of Cards
Un portal de noticias se pregunta quién es el Frank Underwood argentino y
expone sus candidatos. Otro hace una encuesta, lo pregunta a sus lectores y
así incrementa lo que considera “el ida y vuelta”. Un exdiputado escribe una
columna de opinión sobre el fanatismo de la serie, quiere evitarlo, pero no
puede correrse de la moraleja final que, dice, consiste en que debemos invo-
lucrarnos en política para que no ocurran los Frank Underwood. El diario
The Atlantic titula una nota: “Conozca al Frank Underwood de Venezuela”,
para referirse y reseñar a Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea
Nacional venezolana. Todo eso ya fue dicho y más; la lista no es exhaustiva.
Lo que todos comparten, y de ahí el interés que despertó House of Cards, es
que la serie dice algo sobre la política y su forma de hacerse. Pero, ¿qué dice?
Una primera lectura dice que fascina cierto desvelo, la crudeza expuesta, la
idea de que la política es así y que lo estamos descubriendo junto al hombre
que nos mira a cámara y nos cuenta cómo se hace, la historia del restaurant
desde la cocina.
Esa lectura, sin embargo, encubre una dosis de subestimación al espectador.
No tanto por decir del espectador que necesita de una serie para darse cuenta
de cómo se hace la política, sino porque no debe haber espectador de una
serie como House of Cards que no suponga, previamente, que la política es
más compleja que el resultado de la voluntad de una persona por imponerse
al resto. Y no sólo eso: que considere que está bien que no sea sólo eso. El
espectador medio de House of Cards tiene el ojo y la conciencia lo suficien-
temente entrenada, por series anteriores como The West Wing o Boss –por
mencionar dos– como para encuadrar lo poco que una serie puede decir
sobre cómo se hace política en cualquier lugar del mundo.
Del desafío de filmar la política
Con esa salvedad, sabiendo que uno no pone play en Netflix para leer un
manual de Ciencia política sino para mirar una serie de televisión, entonces
House of Cards cumple. Y cumple de una manera extraordinaria en el difícil
arte de contar una historia –una muy buena historia al menos en estas dos
primeras temporadas– donde el escenario es la política. Cumple perfecta-
mente el complejo desafío de mantener en segundo plano a la política para
poner a la historia por delante.
Hay dos cosas que resultan muy difíciles de filmar sin perder veracidad:
la política y el fútbol. Ahí dan vueltas intentos de recrear partidos en las
ficciones, donde los jugadores hablan más de lo que habla cualquiera, los
tiempos son otros, los gestos son demasiado grandilocuentes para una cosa
que es más terrenal e incluso a veces aburrida. Quizás algo similar ocurre
con la política: nada es tan vertiginoso ni adrenalínico como exige la pantalla
de televisión. Y House of Cards logra superar ese desafío con una decisión:
elige contar magistralmente la historia de un político que, antes que nada, es
un político ficticio. Va un pequeño spoiler para terminar con el argumento:
Frank Underwood es un político que mata y lo hace con sus propias manos.
¿No hay políticos que, alguna vez, hayan matado a alguien? Posiblemente,
pero resulta a todas luces improbable que haya políticos que hayan llegado
al poder por matar, con sus manos, en el camino. Esas muertes son el guiño
al espectador, un guiño que rompe más la cuarta pared que el recurso de
hablarle a la cámara, para advertirle, cada tanto, que estamos viendo una his-
toria ficticia cuyo escenario es la política, y no una descripción de la política
cuyos ejecutores son actores.
De lo importante de bancar este proyecto
No es casual que House of Cards haya apostado así por la historia. Porque
hay una segunda apuesta, mucho más ambiciosa, que apunta al modelo
de distribución: es una serie que apuesta a ser lo primero de lo nuevo, con
apenas algunas intuiciones sobre qué es lo nuevo, y no lo último de lo viejo.
Kevin Spacey, el actor que encarna magníficamente a Frank Underwood,
pero que además está comprometido en términos personales y de principios
con la producción de este formato, habló sobre el tema en un festival de tele-
visión, en Edimburgo (el video se puede buscar en YouTube como “Kevin
Spacey urges TV channels to give control to viewers”). Ahí contó la historia
sobre cómo House of Cards llegó a Netflix: una historia que arrancó con la
negativa de las grandes cadenas a poner al aire una temporada completa de
algo sin antes ver un piloto. La idea de House of Cards era otra: una historia
larga, que llevaría tiempo contar, con muchas historias en paralelo, perso-
najes que irían cambiando en el tiempo, relaciones dinámicas. Nada que
pueda ser resumido en 45 minutos que le demuestren a una cadena que era
un producto que posiblemente funcionaría. Sólo Netflix apostó a ciegas por
la idea de una temporada completa sin ver el piloto antes. Y no hace falta ir
a los datos para ver quiénes ganaron en esa apuesta.
Ocurrió con algunas series antes, pero House of Cards se convirtió, inten-
cionalmente, en el emblema de una nueva forma de producir y distribuir
series de televisión: liberando un día determinado una temporada completa
para que el espectador decida cómo, cuándo y qué cantidad de capítulos
desea ver. El gesto, si se acompaña de una serie de calidad como es el caso, es
revolucionario para el mercado. Sobre todo cuando no fue una casualidad
sino una decisión consciente, como sostuvo Spacey: “El éxito del modelo de
Netflix con House of Cards prueba una cosa: la audiencia quiere el control.
Quiere la libertad. A través de esta nueva forma de distribución demostra-
mos que aprendimos una lección que la industria de la música no aprendió:
hay que darle a la gente el producto que quiere, cuando lo quiere, en la forma
que lo quiere, a un precio razonable. Y entonces van a ser más los que lo
paguen que los que lo descarguen ilegalmente”. Una enseñanza que quizás
la industria discográfica aprendió, con Spotify.
Entonces ya no importa tanto si el futuro será de Netflix como plataforma de
distribución de contenidos: importa, sí, que el viejo modelo de distribución
de series de la industria está agotado. Un modelo que comenzó a resquebra-
jarse con la popularización de las descargas y al que House of Cards les dio
un golpe definitivo, en tanto que completó la cadena: ya no sólo es posible
ver una serie de calidad evitando el viejo sistema de distribución. Ahora ni
siquiera hace falta tomar ese camino para hacer una serie de calidad.
Si Frank Underwood es un político ambicioso que, en la serie, busca acu-
mular todo el poder para sí; si es un político que no parece tener fines,
ideología, sino más bien métodos para un fin único que es tomar el poder
y conservarlo; si lo que parece decir la serie de la política es que es un lugar
de construcción individual y solitaria de poder; si dice todo eso como serie,
como modelo de producción y distribución de la industria audiovisual
dice (y hace) absolutamente lo contrario. Que todo el poder, el de elegir
cuándo, cómo y dónde mirar una historia (y una buena historia) debe ser
del espectador.
Politólogo. @TomiOlava
2014MAYO_
PLAYBOY DEBATE
La política
está en otra parte
Por Ernesto Provitilo*
El título refiere a aquel libro de Hernán López Echagüe, en donde el
periodista narraba mediante crónica personal el surgimiento de movi-
mientos sociales y un nuevo sujeto político con prácticas y experiencias
innovadoras y alejadas o por fuera del campo de poder. House of Cards
sería justamente un ejemplo antitético de esto. Hoy, quienes tienen la
chance de acceder a la plataforma Netflix tal vez asocien a “la política”
con todos los vicios tradicionales que la componen, enfatizado en aque-
llos que están viciados y corrompidos. Y si hay una personalización del
ejercicio político canalla, mejor.
Everybody loves Francis Underwood, extraordinaria composición del
inmaculado Kevin Spacey. ¿Por qué? Son diversos los factores de atracción,
es dable arriesgarse a que estamos bien dispuestos a fascinarnos por aquello
que es abyecto y obsceno, nos asombra y atrae el alarde de la impunidad.
El mal nos gusta y cuando más verosímil, mejor; porque no es real pero sí
creíble, ergo no deja de ser ficción pero al mismo tiempo es una invitación
a que seamos miserables sin sufrir castigo al respecto, ni siquiera un castigo
moral. La serie nos está invitando a ello, somos compinches de Francis.
House of Cards es una adaptación de una serie inglesa de notable elegancia
y estilo, mucho menos pretenciosa. Urqhart, el Underwood inglés y origi-
nal, es un sofisticado jefe de los Tories en el parlamento inglés interpretado
por el genial Ian Richardson que, a diferencia de su par norteamericano,
se permite reírse de sí mismo y alejarse de toda falsa solemnidad, esto es,
tomarse menos en serio a sí y a su física de acción, no tener la necesidad de
demostrar que es el más vivo de la cuadra. Underwood, por su parte, hace
cierto culto de la ironía, por eso nos gusta, pero la falta de sutileza se agota
en la bajada de línea o en su mordacidad que no es más que un cinismo
ampuloso, típica conducta norteamericana. En la serie original, el persona-
je de Kevin Spacey queda menos expuesto, está acompañado por notables
personajes secundarios. Acá, entre quienes secundan, sólo Doug Stamper,
en la segunda temporada, cobra algún tipo de dimensión interesante; pero
en general Peter Russo, Jackie, el mismo presidente, son demasiado naif
en la comparación con la opulencia intelectual del protagonista principal.
Desde hace bastante tiempo, en las series norteamericanas no hay buenos
y malos. Es todo en un punto más honesto, miserias y virtudes al desnudo.
Ello colabora con el acto de empatía hacia los personajes, fundamental para
la identificación con el producto. Esto podría ser un acierto, de hecho lo
es, nos cae bien Francis Underwood, lo admiramos, nos fascina lo hijo
de puta que es. No obstante, la típica moral yanqui siempre aparece en
su faceta sentimentaloide y de mensaje. Frank, Claire, a pesar de ser dos
sujetos despreciables, en cada episodio se dejan ver también como perso-
nas cualquieras, con debilidades, con alguna crisis que los “humaniza”, lo
cual se da de bruces con la composición de personalidad inquebrantable e
inescrupulosa que venden.
House of Cards es un envío de ritmo lento que, en su decidida voluntad
de mostrar lo verosímil, se agota en un tempo acompasado de la trama,
hasta tedioso por momentos, con subtramas inconducentes, poco expli-
cadas, que no llegan a ningún fin. La serie es, en concreto, Underwood
y su arco de meticulosas y frías prácticas en el aura del “fin-justifica-los-
medios”. El juego entonces es mostrar lo político desde su costado más
áspero resumido en traiciones, alianzas, estratagemas carentes de ética y
un largo y polémico y aburrido etcétera. Nosotros, los que miramos, somos
cómplices o nos hacen cómplices. Esto también se ve en la serie original
y se trata de uno de los rasgos distintivos de HOC. Frank nos participa
de sus actividades non sanctas con guiños a la cámara y mirada directa a
nosotros. Nos interpela, sí, nos adoctrina también o simplemente nos guía
pedagógicamente en el arte de la rosca política. Pero en esa transgresión se
rompe el efecto de realidad deseado y aparece una cierta subestimación al
espectador.
Es complicado filmar la política. El subgénero thriller político, por lo
general, ofrece como resultado películas de denso contenido, guiones
excesivamente cuidados y carentes de muchos estímulos más que el desafío
argumental para con el espectador, con o sin enigma. Están destinados a
un público particular, muy preciso, que disfruta de esta retórica y se siente
dispuesto a participar de este pacto propuesto así sea un embole absoluto.
En House of Cards se ofrece este entrenamiento y por ello la dinámica de
la historia entra en las generales de la ley del thriller político tal como lo
hemos descripto. O sea, por momentos es un embole absoluto. No obs-
tante, los personajes logran sí una autonomía que excede lo argumental
y se refuerzan en el poder de la ambición, que es aquello que los mueve y
eso quizá sea lo más interesante de todo. No sólo al soberbio Underwood,
sino también su esposa Claire, fría, despiadada, bien representada por la
estupenda Robin Wright, como así también Zoe Barnes, quizás la personi-
ficación sarcástica de la prensa en toda la historia. Sí vale destacar a Doug
Stamper, quien va ganando en protoganismo a medida en que lo mezquino
va cediendo hacia un personaje con muchos matices y complejidades.
Estos cuatro personajes se elevan por sobre lo textual y le dan un poco de
dinamismo al asunto.
Pero no hay cohesión entre ellos, más allá de lo logrados que están, más
por una cuestión de actuación que de guión. E insistimos en que todo se
subsume al personaje central. Muchas veces el ardid del juego irónico y
autocomplaciente de Francis Underwood cansa un poco, por más que se
autoparodie. Este es uno de los elementos que, no obstante, más pega en
esa franja particular que consume este tipo de series o, digamos, un usuario
de Netflix, un tipo con cierto entrenamiento en estas lides y con una vara
alta de exigencia. La faceta irónica y el juego del cinismo es algo muy bien
recibido en espacios como Twitter, por poner un caso. La exégesis de la
corrupción y la impunidad es algo que forma parte del agrado de este tipo
de público, que absorbe la fábula moral resignificada en realismo voraz
y que, lejos de cambiarle el signo, de rechazarlo, de criticarlo, lo elogia,
alimenta y finalmente se lo apropia.
Es este usuario “cualitativo” el que construye el hype de House of Cards,
un muy buen programa de televisión pero absolutamente sobredimensio-
nado. Pensemos dos segundos en la trama: no hay conflicto en sí, más que
un sistema corrompido en el cual hay que hacer pie. Pero no hay drama,
todo es Frank, todo, y en segundo lugar, Claire. A ellos siempre las cosas
les terminarán saliendo bien y ni siquiera hay segundas historias que
complementen el guión en cada episodio como para darle una fuerza dra-
_104 / 105 PLAYBOY
2014MAYO_
mática a la cuestión. La ausencia de tensión narrativa, el “maquiavelismo
for dummies” de Underwood, sumado al enfoque unívoco en su figura y
en el cariz unidireccional de la historia conforma un cóctel aburrido, algo
pesado, más allá de lo divertido que pueda ser asistir a la manera inmoral
en que sale del paso o logra un cometido el malo de Francis.
No hay unidades en HOC, no hay capítulos, es una obra, un todo, cerradi-
to, incuestionable y ello se condice con la distribución elegida por Netflix.
Un buen día se libera todo el contenido en la web para que el espectador
haga uso cuando le precie y de la manera en que le parezca. Lo podés ir
viendo de a poquito, hacerte un atracón de fin de semana o tenerlo ahí
para cuando gustes. Lo cual es novedoso y hasta sincero; internet ofrece
esa posibilidad desde múltiples variantes, sólo que Netflix mediante su
plataforma legitima la manera en que ejecuta su divulgación. Netflix podrá
ser el futuro, pero habría que elegir mejor los caballitos de batalla.
Esta obra integral, entonces, no es otra cosa que un curso de manipulación
política para principiantes que logra ingresar en un terreno masivo por su
carácter reduccionista y esquemático de lo que se considera “la política”,
como para que hasta el estudiante de Ciencia política de una universidad
privada menor lo entienda y lo comente con sus compañeros en la fila para
pagar la cuota. La propuesta es mordaz, a veces; es ingeniosa, otras tantas;
se cree más de lo que termina ofreciendo, siempre. Pero termina agotán-
dose en sí misma porque no deja más que una distorsión de lo político que
está dirigida a un colectivo que espera esa gracia. Amén del fanatismo de
Obama y de políticos en general de esa especie, por suerte, más allá de esta
representación fallida desde lo teórico, la política está en otra parte.
* Periodista e historiador. @Ernestou

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  • 2. Todo el poder a los espectadores Por Tomás Aguerre* Del espectador de House of Cards Un portal de noticias se pregunta quién es el Frank Underwood argentino y expone sus candidatos. Otro hace una encuesta, lo pregunta a sus lectores y así incrementa lo que considera “el ida y vuelta”. Un exdiputado escribe una columna de opinión sobre el fanatismo de la serie, quiere evitarlo, pero no puede correrse de la moraleja final que, dice, consiste en que debemos invo- lucrarnos en política para que no ocurran los Frank Underwood. El diario The Atlantic titula una nota: “Conozca al Frank Underwood de Venezuela”, para referirse y reseñar a Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional venezolana. Todo eso ya fue dicho y más; la lista no es exhaustiva. Lo que todos comparten, y de ahí el interés que despertó House of Cards, es que la serie dice algo sobre la política y su forma de hacerse. Pero, ¿qué dice? Una primera lectura dice que fascina cierto desvelo, la crudeza expuesta, la idea de que la política es así y que lo estamos descubriendo junto al hombre que nos mira a cámara y nos cuenta cómo se hace, la historia del restaurant desde la cocina. Esa lectura, sin embargo, encubre una dosis de subestimación al espectador. No tanto por decir del espectador que necesita de una serie para darse cuenta de cómo se hace la política, sino porque no debe haber espectador de una serie como House of Cards que no suponga, previamente, que la política es más compleja que el resultado de la voluntad de una persona por imponerse al resto. Y no sólo eso: que considere que está bien que no sea sólo eso. El espectador medio de House of Cards tiene el ojo y la conciencia lo suficien- temente entrenada, por series anteriores como The West Wing o Boss –por mencionar dos– como para encuadrar lo poco que una serie puede decir sobre cómo se hace política en cualquier lugar del mundo. Del desafío de filmar la política Con esa salvedad, sabiendo que uno no pone play en Netflix para leer un manual de Ciencia política sino para mirar una serie de televisión, entonces House of Cards cumple. Y cumple de una manera extraordinaria en el difícil arte de contar una historia –una muy buena historia al menos en estas dos primeras temporadas– donde el escenario es la política. Cumple perfecta- mente el complejo desafío de mantener en segundo plano a la política para poner a la historia por delante. Hay dos cosas que resultan muy difíciles de filmar sin perder veracidad: la política y el fútbol. Ahí dan vueltas intentos de recrear partidos en las ficciones, donde los jugadores hablan más de lo que habla cualquiera, los tiempos son otros, los gestos son demasiado grandilocuentes para una cosa que es más terrenal e incluso a veces aburrida. Quizás algo similar ocurre con la política: nada es tan vertiginoso ni adrenalínico como exige la pantalla de televisión. Y House of Cards logra superar ese desafío con una decisión: elige contar magistralmente la historia de un político que, antes que nada, es un político ficticio. Va un pequeño spoiler para terminar con el argumento: Frank Underwood es un político que mata y lo hace con sus propias manos. ¿No hay políticos que, alguna vez, hayan matado a alguien? Posiblemente, pero resulta a todas luces improbable que haya políticos que hayan llegado al poder por matar, con sus manos, en el camino. Esas muertes son el guiño al espectador, un guiño que rompe más la cuarta pared que el recurso de hablarle a la cámara, para advertirle, cada tanto, que estamos viendo una his- toria ficticia cuyo escenario es la política, y no una descripción de la política cuyos ejecutores son actores. De lo importante de bancar este proyecto No es casual que House of Cards haya apostado así por la historia. Porque hay una segunda apuesta, mucho más ambiciosa, que apunta al modelo de distribución: es una serie que apuesta a ser lo primero de lo nuevo, con apenas algunas intuiciones sobre qué es lo nuevo, y no lo último de lo viejo. Kevin Spacey, el actor que encarna magníficamente a Frank Underwood, pero que además está comprometido en términos personales y de principios con la producción de este formato, habló sobre el tema en un festival de tele- visión, en Edimburgo (el video se puede buscar en YouTube como “Kevin Spacey urges TV channels to give control to viewers”). Ahí contó la historia sobre cómo House of Cards llegó a Netflix: una historia que arrancó con la negativa de las grandes cadenas a poner al aire una temporada completa de algo sin antes ver un piloto. La idea de House of Cards era otra: una historia larga, que llevaría tiempo contar, con muchas historias en paralelo, perso- najes que irían cambiando en el tiempo, relaciones dinámicas. Nada que pueda ser resumido en 45 minutos que le demuestren a una cadena que era un producto que posiblemente funcionaría. Sólo Netflix apostó a ciegas por la idea de una temporada completa sin ver el piloto antes. Y no hace falta ir a los datos para ver quiénes ganaron en esa apuesta. Ocurrió con algunas series antes, pero House of Cards se convirtió, inten- cionalmente, en el emblema de una nueva forma de producir y distribuir series de televisión: liberando un día determinado una temporada completa para que el espectador decida cómo, cuándo y qué cantidad de capítulos desea ver. El gesto, si se acompaña de una serie de calidad como es el caso, es revolucionario para el mercado. Sobre todo cuando no fue una casualidad sino una decisión consciente, como sostuvo Spacey: “El éxito del modelo de Netflix con House of Cards prueba una cosa: la audiencia quiere el control. Quiere la libertad. A través de esta nueva forma de distribución demostra- mos que aprendimos una lección que la industria de la música no aprendió: hay que darle a la gente el producto que quiere, cuando lo quiere, en la forma que lo quiere, a un precio razonable. Y entonces van a ser más los que lo paguen que los que lo descarguen ilegalmente”. Una enseñanza que quizás la industria discográfica aprendió, con Spotify. Entonces ya no importa tanto si el futuro será de Netflix como plataforma de distribución de contenidos: importa, sí, que el viejo modelo de distribución de series de la industria está agotado. Un modelo que comenzó a resquebra- jarse con la popularización de las descargas y al que House of Cards les dio un golpe definitivo, en tanto que completó la cadena: ya no sólo es posible ver una serie de calidad evitando el viejo sistema de distribución. Ahora ni siquiera hace falta tomar ese camino para hacer una serie de calidad. Si Frank Underwood es un político ambicioso que, en la serie, busca acu- mular todo el poder para sí; si es un político que no parece tener fines, ideología, sino más bien métodos para un fin único que es tomar el poder y conservarlo; si lo que parece decir la serie de la política es que es un lugar de construcción individual y solitaria de poder; si dice todo eso como serie, como modelo de producción y distribución de la industria audiovisual dice (y hace) absolutamente lo contrario. Que todo el poder, el de elegir cuándo, cómo y dónde mirar una historia (y una buena historia) debe ser del espectador. Politólogo. @TomiOlava 2014MAYO_
  • 3. PLAYBOY DEBATE La política está en otra parte Por Ernesto Provitilo* El título refiere a aquel libro de Hernán López Echagüe, en donde el periodista narraba mediante crónica personal el surgimiento de movi- mientos sociales y un nuevo sujeto político con prácticas y experiencias innovadoras y alejadas o por fuera del campo de poder. House of Cards sería justamente un ejemplo antitético de esto. Hoy, quienes tienen la chance de acceder a la plataforma Netflix tal vez asocien a “la política” con todos los vicios tradicionales que la componen, enfatizado en aque- llos que están viciados y corrompidos. Y si hay una personalización del ejercicio político canalla, mejor. Everybody loves Francis Underwood, extraordinaria composición del inmaculado Kevin Spacey. ¿Por qué? Son diversos los factores de atracción, es dable arriesgarse a que estamos bien dispuestos a fascinarnos por aquello que es abyecto y obsceno, nos asombra y atrae el alarde de la impunidad. El mal nos gusta y cuando más verosímil, mejor; porque no es real pero sí creíble, ergo no deja de ser ficción pero al mismo tiempo es una invitación a que seamos miserables sin sufrir castigo al respecto, ni siquiera un castigo moral. La serie nos está invitando a ello, somos compinches de Francis. House of Cards es una adaptación de una serie inglesa de notable elegancia y estilo, mucho menos pretenciosa. Urqhart, el Underwood inglés y origi- nal, es un sofisticado jefe de los Tories en el parlamento inglés interpretado por el genial Ian Richardson que, a diferencia de su par norteamericano, se permite reírse de sí mismo y alejarse de toda falsa solemnidad, esto es, tomarse menos en serio a sí y a su física de acción, no tener la necesidad de demostrar que es el más vivo de la cuadra. Underwood, por su parte, hace cierto culto de la ironía, por eso nos gusta, pero la falta de sutileza se agota en la bajada de línea o en su mordacidad que no es más que un cinismo ampuloso, típica conducta norteamericana. En la serie original, el persona- je de Kevin Spacey queda menos expuesto, está acompañado por notables personajes secundarios. Acá, entre quienes secundan, sólo Doug Stamper, en la segunda temporada, cobra algún tipo de dimensión interesante; pero en general Peter Russo, Jackie, el mismo presidente, son demasiado naif en la comparación con la opulencia intelectual del protagonista principal. Desde hace bastante tiempo, en las series norteamericanas no hay buenos y malos. Es todo en un punto más honesto, miserias y virtudes al desnudo. Ello colabora con el acto de empatía hacia los personajes, fundamental para la identificación con el producto. Esto podría ser un acierto, de hecho lo es, nos cae bien Francis Underwood, lo admiramos, nos fascina lo hijo de puta que es. No obstante, la típica moral yanqui siempre aparece en su faceta sentimentaloide y de mensaje. Frank, Claire, a pesar de ser dos sujetos despreciables, en cada episodio se dejan ver también como perso- nas cualquieras, con debilidades, con alguna crisis que los “humaniza”, lo cual se da de bruces con la composición de personalidad inquebrantable e inescrupulosa que venden. House of Cards es un envío de ritmo lento que, en su decidida voluntad de mostrar lo verosímil, se agota en un tempo acompasado de la trama, hasta tedioso por momentos, con subtramas inconducentes, poco expli- cadas, que no llegan a ningún fin. La serie es, en concreto, Underwood y su arco de meticulosas y frías prácticas en el aura del “fin-justifica-los- medios”. El juego entonces es mostrar lo político desde su costado más áspero resumido en traiciones, alianzas, estratagemas carentes de ética y un largo y polémico y aburrido etcétera. Nosotros, los que miramos, somos cómplices o nos hacen cómplices. Esto también se ve en la serie original y se trata de uno de los rasgos distintivos de HOC. Frank nos participa de sus actividades non sanctas con guiños a la cámara y mirada directa a nosotros. Nos interpela, sí, nos adoctrina también o simplemente nos guía pedagógicamente en el arte de la rosca política. Pero en esa transgresión se rompe el efecto de realidad deseado y aparece una cierta subestimación al espectador. Es complicado filmar la política. El subgénero thriller político, por lo general, ofrece como resultado películas de denso contenido, guiones excesivamente cuidados y carentes de muchos estímulos más que el desafío argumental para con el espectador, con o sin enigma. Están destinados a un público particular, muy preciso, que disfruta de esta retórica y se siente dispuesto a participar de este pacto propuesto así sea un embole absoluto. En House of Cards se ofrece este entrenamiento y por ello la dinámica de la historia entra en las generales de la ley del thriller político tal como lo hemos descripto. O sea, por momentos es un embole absoluto. No obs- tante, los personajes logran sí una autonomía que excede lo argumental y se refuerzan en el poder de la ambición, que es aquello que los mueve y eso quizá sea lo más interesante de todo. No sólo al soberbio Underwood, sino también su esposa Claire, fría, despiadada, bien representada por la estupenda Robin Wright, como así también Zoe Barnes, quizás la personi- ficación sarcástica de la prensa en toda la historia. Sí vale destacar a Doug Stamper, quien va ganando en protoganismo a medida en que lo mezquino va cediendo hacia un personaje con muchos matices y complejidades. Estos cuatro personajes se elevan por sobre lo textual y le dan un poco de dinamismo al asunto. Pero no hay cohesión entre ellos, más allá de lo logrados que están, más por una cuestión de actuación que de guión. E insistimos en que todo se subsume al personaje central. Muchas veces el ardid del juego irónico y autocomplaciente de Francis Underwood cansa un poco, por más que se autoparodie. Este es uno de los elementos que, no obstante, más pega en esa franja particular que consume este tipo de series o, digamos, un usuario de Netflix, un tipo con cierto entrenamiento en estas lides y con una vara alta de exigencia. La faceta irónica y el juego del cinismo es algo muy bien recibido en espacios como Twitter, por poner un caso. La exégesis de la corrupción y la impunidad es algo que forma parte del agrado de este tipo de público, que absorbe la fábula moral resignificada en realismo voraz y que, lejos de cambiarle el signo, de rechazarlo, de criticarlo, lo elogia, alimenta y finalmente se lo apropia. Es este usuario “cualitativo” el que construye el hype de House of Cards, un muy buen programa de televisión pero absolutamente sobredimensio- nado. Pensemos dos segundos en la trama: no hay conflicto en sí, más que un sistema corrompido en el cual hay que hacer pie. Pero no hay drama, todo es Frank, todo, y en segundo lugar, Claire. A ellos siempre las cosas les terminarán saliendo bien y ni siquiera hay segundas historias que complementen el guión en cada episodio como para darle una fuerza dra- _104 / 105 PLAYBOY
  • 4. 2014MAYO_ mática a la cuestión. La ausencia de tensión narrativa, el “maquiavelismo for dummies” de Underwood, sumado al enfoque unívoco en su figura y en el cariz unidireccional de la historia conforma un cóctel aburrido, algo pesado, más allá de lo divertido que pueda ser asistir a la manera inmoral en que sale del paso o logra un cometido el malo de Francis. No hay unidades en HOC, no hay capítulos, es una obra, un todo, cerradi- to, incuestionable y ello se condice con la distribución elegida por Netflix. Un buen día se libera todo el contenido en la web para que el espectador haga uso cuando le precie y de la manera en que le parezca. Lo podés ir viendo de a poquito, hacerte un atracón de fin de semana o tenerlo ahí para cuando gustes. Lo cual es novedoso y hasta sincero; internet ofrece esa posibilidad desde múltiples variantes, sólo que Netflix mediante su plataforma legitima la manera en que ejecuta su divulgación. Netflix podrá ser el futuro, pero habría que elegir mejor los caballitos de batalla. Esta obra integral, entonces, no es otra cosa que un curso de manipulación política para principiantes que logra ingresar en un terreno masivo por su carácter reduccionista y esquemático de lo que se considera “la política”, como para que hasta el estudiante de Ciencia política de una universidad privada menor lo entienda y lo comente con sus compañeros en la fila para pagar la cuota. La propuesta es mordaz, a veces; es ingeniosa, otras tantas; se cree más de lo que termina ofreciendo, siempre. Pero termina agotán- dose en sí misma porque no deja más que una distorsión de lo político que está dirigida a un colectivo que espera esa gracia. Amén del fanatismo de Obama y de políticos en general de esa especie, por suerte, más allá de esta representación fallida desde lo teórico, la política está en otra parte. * Periodista e historiador. @Ernestou