cortes de luz abril 2024 en la provincia de tungurahua
La bala del traidor
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La bala del traidor
Era inglés de los suburbios de Southampton, de apellido Dobern, y
había subido a mi nave en un puerto olvidado de Singapur, luego de
apropiarnos de un cargamento de especias de un galeón español, de colgar
a los oficiales y de hundir a la dañada nave que ya de nada nos serviría. Era
escueto como una roca, pero macizo, como un resorte siempre a punto de
soltarse y tenía una barba tupida y roja y ojos azules brillantes pero
desproporcionadamente pequeños para su cara. Llevaba el pelo en dos
trenzas gruesas y cortas que le asemejaban más a un vikingo que a un celta,
y eso lo hacía más extraño aún.
Casi ni hablaba.
Navegó con nosotros recorriendo las islas de Indonesia, Thailandia y,
más al norte, el Mar Amarillo, aguas en las que nunca fuimos bien recibidos,
tal vez por haber diezmado alguna vez los juncos de Sing Sao, y esas son
cosas que no siempre la filosofía de los piratas es capaz de aceptar sin
buscar el doloroso tajo de la revancha.
El caso es que Dobern peleó con fiereza cuando así se requirió y
trabajó con esfuerzo jalando cabos, arriando velas o acomodando cargas
cuando hizo falta. Nada en contrario puedo decir. Cuando no sucedía ni una
ni otra cosa, pasaba inadvertido en un rincón de cubierta, fumando tabaco o
bebiendo ron, cuando le era dado.
Así rodeamos el cabo de Buena Esperanza y tocamos algunas costas
africanas antes de llegar al Cuerno de Oro, donde un encuentro con los dos
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bergantines de Choisson me alertó de un negocio de esclavos. Yo en verdad
estaba interesado más en diamantes que en esclavos, pero el francés me
sugirió unirnos porque sus bodegas no alcanzaban para tantos negros que a
tan buen precio podían ser vendidos a los codiciosos hacendados de
Louisville, en las Américas ahora desbordantes de dinero.
Para Choisson, como para todo digno francés, mientras el negocio
fuera bueno, los escrúpulos estaban por completo fuera de lugar. Me tomó
acabarnos dos botellas de ron que entendiera que yo prefería robarles a las
recién emancipadas colonias del norte que llevarles negros para que les
trabajaran a cambio de latigazos, hambruna y muerte. En realidad el negocio
me era indiferente, pero prefería que fuera otro el que llevara esos tristes
esperpentos y todas sus pestes al otro lado del mundo.
Dos días compartimos con los franceses antes de que ordenara
continuar hacia Cote d’Ivory a negociar diamantes. A la mañana siguiente
levaríamos ancla. Pero esos dos días habían bastado para que los espías de
Choisson contaminaran a Dobern y le persuadieran de que mi nave estaría
mejor bajo su comando… ¡triste designio! Debí anticipar que nada bueno
puede resultar de una reunión de ingleses y franceses, más que sólo
traiciones y cobardías.
Los minutos que le quedaban a esa jornada fueron un confuso
revoltijo de conspiración, oportunidad y maldiciones. Baste decir que mi
tripulación, salvo Dobern, no consideró la lealtad en tan bajo precio, y que
todo finalizó con la punta de una espada en el cortísimo cuello del inglés,
apenas entrado a mi camarote con la intención de aniquilarme.
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Era noche aún cuando Dobern fue firmemente atado a uno de los
disparos de proa, de modo que la boca del cañón quedara a la altura de su
pecho. “Capitán, sería mejor girarlo, así ve hacia donde va”, me apuntó con
ironía el portugués Olivais, mi navegante.
“No. Quiero que mi cara sea lo último que vean los ojos de un traidor”,
dije.
En efecto, sus minúsculos ojos encendidos como fraguas y sus
dientes apretados precedieron la llamarada del disparo, apuntado con
precisión al castillo de popa de la nave de Choisson. Dobern ni siquiera gritó.
Supe, cuando su tripulación se rendía sin batallar y tras recibir ese
solo cañonazo, que la bala estragó al capitán francés en su camarote y en
su propia cama, mientras dormía. Probablemente la justicia del cielo
estableció que allí se mezclaran sus revueltas entrañas con las del traidor
Dobern, en un destino que ya estaba escrito mucho antes de encender la
mecha.