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Ambrose Bierce
Las circunstancias adecuadas
La noche
Era una noche de verano. El hijo de un granjero que vivía a unas diez millas de la ciudad de
Cincinnatti se internó en el denso y oscuro bosque por un angosto sendero. Había estado buscando unas
vacas perdidas y al anochecer se encontró lejos de su casa, en una parte del campo que no conocía del
todo bien. Pero era un muchacho intrépido. No ignoraba hacia dónde estaba su casa. Por eso se hundió
en el bosque sin vacilar, guiado por las estrellas. Cuando llegó al sendero, al observar que iba en la buena
dirección, decidió tomarlo.
La noche era clara, sí, pero en el bosque era excesivamente oscura. Para no apartarse del
sendero, el muchacho utilizaba el sentido del tacto, más que la vista. En realidad no podía extraviarse. A
uno y otro lado, la maleza era impenetrable. Después de avanzar más de una milla por el bosque, lo
sorprendió un débil luz a su izquierda que brillaba entre follaje de los árboles. Aquella luz lo sobresaltó. Le
palpitaba el corazón. “La casa del viejo Breede ha de estar por acá –se dijo-. Este debe ser el otro extremo
del camino más cercano a nuestra casa. ¿Pero qué hace esa luz aquí? No me gusta nada.” Sin embargo,
continuó adelante. Al cabo de un momento había llegado a un pequeño claro del bosque, cubierto de
zarzas. Allí se veía los restos de una empalizada podrida. A pocas yardas del sendero, en medio del
campo abierto, estaba la casa de donde surgía la luz por una ventana sin vidrios. Tanto los vidrios como el
marco de la ventana habían sucumbido a las piedras arrojadas por muchachos atrevidos deseosos de
probar su coraje y su hostilidad a lo sobrenatural. Porque la casa de Breede tenía la mala reputación de
estar hechizada. Debía ser falsa, pero hasta los más escépticos no podían negar que estuviera
abandonada, lo que en el campo equivale a lo mismo.
Al mirar la débil luz que brillaba en la estropeada ventana, el muchacho recordó con aprensión que
su propia mano había contribuido a destruirla. Su arrepentimiento era tan grande como tardío e ineficaz.
En cierto modo, esperaba que sobre él recayera la venganza de los espíritus sobrenaturales e incorpóreos
cuyas ventanas y paz destrozó. Pero este muchacho testarudo, aun temblando de pies a cabeza, no iba a
ceder. Por sus venas corría la sangre impetuosa de los colonizadores. Nada lo detendría.
Al pasar junto a la casa, vio por el hueco de la ventana la extraña silueta de un hombre. El hombre
estaba sentado en medio del cuarto, ante una mesa cubierta de papeles; apoyando los codos en la mesa y
la cabeza en las manos, hundía sus dedos en el pelo. Un poco al costado, una vela colocada sobre la
mesa daba a la mitad de su cara un resplandor amarillento y cadavérico. El hombre tenía los ojos clavados
en el hueco negro de la ventana. Un observador de más años y sangre fría hubiese discernido en aquella
mirada cierto recelo, pero al muchacho le pareció inánime. Creyó que el hombre estaba muerto.
Aunque horrible, la situación no dejaba de ser fascinante. El muchacho se detuvo para verlo todo.
Conteniendo el aliento, por poco sofocado, logró apaciguar los latidos de su corazón. Temblaba, estaba a
punto de desmayarse, sentía la sangre helarse en sus venas. Sin embargo, apretando los dientes, avanzó
resueltamente hasta la casa. No lo llevaba ningún propósito consciente, sino el mero coraje que nace del
miedo. Introdujo se cara pálida en el hueco iluminado, y en ese instante un grito áspero, un chillido, rompió
el silencio de la noche. Era una lechuza. El hombre se puso bruscamente de pie, volteó la mesa y apagó la
vela. El muchacho salió a todo correr.
El día antes
-Bueno días, Colston. Parece que tengo suerte. Usted me ha dicho con frecuencia que mis elogios
a su obra literaria no eran sino cortesía, y aquí me encuentra absorto (más aún, sumergido) en su último
cuento de The Messenger. Algo más leve que su golpecito en el hombro no me habría devuelto a la
realidad.
-La prueba es más terminante de lo que usted supone –replicó el otro-. Tan grande es su avidez
por leer mi cuento, que está deseando renunciar a consideraciones egoístas y abstenerse del placer que
podría depararle.
-No lo comprendo –respondió el primero, doblando el periódico y guardándoselo en el bolsillo-. Qué
raros son ustedes, los escritores. Vamos, dígame qué he hecho de malo, o qué he dejado de hacer. ¿En
qué depende de mí el placer que obtengo o puedo obtener de su obra?
-Depende de usted, muchísimo. Yo ahora le pregunto: Si lo tomara en este tranvía, ¿le agradaría el
desayuno? Pongamos otro ejemplo, supongamos un fonógrafo tan perfecto que pudiera transmitir una
ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le procuraría un gran placer si la oyera
en la oficina, durante sus horas de trabajo? ¿Le importaría de verdad la Serenta de Schubert oyéndola por
la mañana, en ferry-boat, interpretada por un intempestivo violinista italiano? ¿Está usted siempre
dispuesto a admirar, sean cuales fueren las circunstancias? ¿Es que su ánimo responde siempre a
cualquier estímulo? Permítame recordarle que el cuento que usted me ha hecho el honor de comenzar
esta mañana, como un medio de olvidar la incomodidad de este vehículo, es una historia de fantasmas.
-¿y qué?
-¿Y es qué el lector no tiene los deberes de sus privilegios? Usted ha pagado cinco céntimos por el
periódico. Es suyo. Tiene el derecho de leerlo donde y cuando quiera. Mucho de lo que éste contiene no
es ayudado ni dañado por el tiempo, el lugar o el estado de ánimo; algunas de sus noticias requieren ser
leídas de inmediato, antes de que pierdan vigencia. Pero mi cuento tiene otro carácter. No encontrará en él
las “Últimas noticias del país de los fantasmas”; no se espera de usted que esté au courant de lo que
sucede en el reino de los espectros. Mi cuento habrá de mantener su vigencia siempre que usted disponga
del ocio necesario para ponerse en un estado de ánimo propicio al sentimiento que en él se expresa, y me
atrevo a decir que no logrará ese estado de ánimo en un tranvía, aunque sea el único pasajero. No sería
esa la soledad que requiere su lectura. Un escritor tiene derechos que el lector está obligado a respetar.
-¿Por ejemplo?
-El derecho a la total atención del lector. Negársela es inmoral. Obligarlo a compartirla con el
traqueteo del travía, con el fluctuante panorama de la muchedumbre por las aceras y los edificios detrás
(con cualquiera de las innumerables distracciones que constituyen el medio habitual que nos rodea) es
tratarlo con grosera injusticia. ¡Es infame, por Dios!
Poniéndose de pie, se colgó de la agarradera del vehículo. El otro lo miró atónito, extrañado de que
una ofensa tan mínima pudiera justificar un lenguaje tan intemperante. Lo vio singularmente pálido. Sus
ojos brillaban como carbones encendidos y las palabras se atropellaban en sus labios.
-Usted me entiende –continuó el escritor-, usted me entiende, Marsh. El cuento que publicó esta
mañana en The Messenger tiene por subtítulo “Historia de fantasmas”. Eso basta. Todo lector honesto
comprenderá que lleva implícitas las condiciones bajo las cuales ha de leerse.
El hombre llamado Marsh dio un leve respingo. Después preguntó, sonriendo:
-¿Qué condiciones? Usted sabe que soy un sencillo hombre de negocios, que ignora las sutilezas.
¿Cómo, cuándo, dónde debo leer su historia de fantasmas?
-En la soledad, de noche, a la luz de la vela. Hay ciertas emociones que un escritor puede suscitar
sin esfuerzo, como la compasión o el regocijo. Yo puedo hacerlo llorar o reír en casi cualquier
circunstancia. Pero para que mi historia de fantasmas sea eficaz, usted ha de estar en condiciones de
sentir miedo (por lo menos, en condiciones de sentir intensamente lo sobrenatural), y esto ya es otro
cantar. Si usted me lee en serio, deberá darme esa oportunidad. La oportunidad de hacerse accesible a la
emoción que trato de inspirarle.
Llegó el tranvía a la estación terminal, se detuvo. Era el primer viaje de la mañana y los dos
tempranos pasajeros habían conversado sin interrupciones. Las calles estaban silenciosas y desoladas. El
sol naciente iluminaba los tejados. Bajaron del coche, caminaron uno al lado del otro, y Marsh miró de
cerca a su compañero de quien se decía, como de muchos hombres de gran destreza literaria, que era
bastante adicto a muchos vicios ruines. Es la consabida venganza de los hombres mediocres sobre los
hombres superiores, cuya superioridad se ven obligados a admitir. Pera ellos, el genio es una forma de
exceso. El señor Colston, hombre de genio, no bebía alcohol, desde luego, pero muchos decían que
tomaba opio. Aquella mañana había algo en su aspecto –el fulgor huraño de la mirada, la palidez insólita,
el hablar reiterativo, voluble- que confirmó esta suposición en el señor Marsh. Sin embargo, como el tema
le interesaba, no tuvo la suficiente generosidad de abandonarlo por mucho que pudiera excitar a su amigo.
-¿Quiere usted decir – preguntó- que si yo observo sus directivas y me someto a las condiciones
que exige (aislamiento, sombra nocturna, luz de vela) usted puede transmitirme, mediante sus cuentos de
horror, esa incómoda sensación de lo sobrenatural, como la llama? ¿Podría usted acelerar mi pulso,
sobresaltarme con ruidos intempestivos, hacerme correr frío por el espinazo y ponerme los pelos de
punta?
Colston, volviéndose súbitamente, lo miró en los ojos mientras caminaban:
-No se atrevería –dijo-. No tiene el valor suficiente –recalcó estas palabras con gesto desdeñoso-.
Es usted lo bastante intrépido para leerme en un tranvía, pero en una casa deshabitada, solo, en medio
del bosque, por la noche…Bah, tengo un manuscrito en el bolsillo que podría matarlo.
Marsh estaba furioso. Se sabía valiente y estas palabras lo hirieron.
-Si usted conoce semejante lugar –replicó-, lléveme allí esta misma noche y déjeme su cuento y
una vela. Venga a verme una vez yo lo haya leído y le contaré su historia de pe a pa. Después lo echaré a
puntapiés.
Así fue como el hijo del granjero, por una ventana sin vidrios de la casa Breede, vio a un hombre
sentado a la luz de la vela.
El día después
Ya entrada la tarde, tres hombres y un muchacho se acercaron a la casa de Breede, tomando por
el mismo sendero que había seguido el muchacho la noche anterior. Al parecer, los hombres estaban muy
animados: hablaban fuerte y reían, haciendo al muchacho observaciones irónicas y chistes a propósito de
su aventura, en la cual, evidentemente, no creían. El muchacho, muy serio, los escuchaba en silencio.
Tenía sentido de la realidad y no ignoraba que quien afirma haber visto a un hombre muerto levantarse de
su asiento y apagar una vela, no es testigo que merezca fe.
Llegaron a la casa y encontraron la puerta cerrada con llave. Los visitantes entraron sin más
ceremonia que echarla abajo. El pasillo tenía otras dos puertas, a izquierda y derecha; también estaban
cerradas con llave, y también las forzaron de igual manera. El cuarto al que daba la puerta izquierda
estaba vacío. En el cuarto de la derecha –el que tenía la ventana sin vidrios- encontraron el cadáver de un
hombre.
No era un espectáculo agradable de ver. El hombre yacía de perfil, con el cuello apoyado en el
antebrazo, la mejilla a ras de suelo, los ojos abiertos, la mandíbula inferior caída. Debajo de la boca se
había formado un charquito de saliva. Una mesa derribada, una vela a medio consumir, una silla y algunas
hojas manuscritas era todo lo que había en el cuarto. Los hombres miraron el cadáver y, uno tras otro, le
tocaron la cara. El muchacho lo miraba a su vez, gravemente, en una actitud de propietario. Nunca en la
vida se había sentido más orgulloso. Uno de los hombres le dijo: “Habías sido guapo”, frase que los otros
dos recibieron con muestras de aquiescencia. Después uno de los hombres tomó del suelo las páginas del
manuscrito y se acercó a la ventana, pues ya las sombras del atardecer encapotaban el bosque. El canto
del engañapastores se oía en la distancia; un monstruoso escarabajo, escabulléndose por el hueco
abierto, hizo zumbar las alas y se perdió en la oscuridad.
El manuscrito
“Antes de llevar a cabo la determinación que he tomado, justa o equivocadamente, y presentarme
ante el Juez Supremo, yo James R. Colson, considero que mi deber de periodista me obliga a hacer al
publico la siguiente aclaración. Mi nombre, según creo, es bastante conocido como autor de cuentos
terroríficos, pero la más sombría imaginación nunca pudo concebir nada más trágico que la historia de mi
propia vida. No por los hechos, pues ha sido la mía una vida carente de aventuras y de acción. Mi
trayectoria mental, en cambio, fue siempre pródiga en experiencias horripilantes. No voy a contarlas aquí:
algunas de ellas han sido escritas ya, y en breve se publicarán. El propósito de estas líneas es explicar a
quien le interese que mi muerte es voluntaria. Moriré a las doce de la noche del 15 de julio, aniversario
significativo para mí porque ese día, y a esa hora, mi amigo en el tiempo y en la eternidad Charles Breede,
cumplió la promesa que me hizo con el mismo acto cuya fidelidad a nuestro convenio me fuerza ahora a
cometer. Se quitó la vida en su casita del bosque de Copeton. Hubo el usual veredicto de “ataque de
locura”. Si yo hubiera prestado testimonio en la investigación de su muerte, si hubiera contado lo que sé, a
mí también me habrían llamado loco.
“Me queda una semana de vida para arreglar mis asuntos y prepararme para el gran viaje. Me
basta; porque tengo pocos asuntos que arreglar y hace ya cuatro años que la muerte se ha convertido
para mí en una imperativa obligación.
“Llevaré sobre mí esta declaración. Cuando la encuentren, ruego que la entreguen al médico
forense.
James R. Colston.
P.S.- William Marsh: En este día fatal del 15 de julio le entrego este manuscrito para ser abierto y leído en
las condiciones que convinimos y en el lugar que designé. Renuncio a la intención de llevarlo sobre mí
para explicar las razones de mi muerte, que no son importantes. Servirán para explicar las razones de la
suya. Lo visitaré por la noche para tener la seguridad de que usted ha leído el manuscrito. Usted me
conoce bastante: bien sabe que no faltaré a la cita. Pero, amigo mío, será después de las doce. ¡Qué Dios
se apiade de nuestras almas!
Antes de que el hombre terminara de leer el manuscrito, uno de sus compañeros levantó la vela del
suelo y la encendió. Cuando el hombre llegó al final de su lectura, acercó el papel a la llama y lo hizo arder
hasta reducirlo a cenizas, no obstante las protestas de los otros. Quién así procedió y más tarde soportó
plácidamente la severa reprimenda del médico forense, era el yerno del difunto Charles Breede. Durante la
investigación no pudo extraérsele una versión inteligible de lo que contenía el papel.
De The Times
“La Comisión del Asilo de Dementes encerró ayer al señor James R. Colston, escritor de cierta
reputación local, vinculado a The Messenger. Se recordará que en la tarde del 15 del corriente fue
denunciado por uno de los inquilinos de Baine House, que lo había observado proceder de manera
sospechosa, quitándose el cuello y asentando una navaja, y de vez en cuando cortándose la piel del
brazo, etc., para probar su filo. Al ser entregado a la policía, el desdichado ofreció una desesperada
resistencia y hasta demostró tales energías que hubo que ponerle un chaleco de fuerza. Muchos de
nuestros eminentes escritores contemporáneos todavía siguen sueltos.”

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La circunstancia adecuada

  • 1. Ambrose Bierce Las circunstancias adecuadas La noche Era una noche de verano. El hijo de un granjero que vivía a unas diez millas de la ciudad de Cincinnatti se internó en el denso y oscuro bosque por un angosto sendero. Había estado buscando unas vacas perdidas y al anochecer se encontró lejos de su casa, en una parte del campo que no conocía del todo bien. Pero era un muchacho intrépido. No ignoraba hacia dónde estaba su casa. Por eso se hundió en el bosque sin vacilar, guiado por las estrellas. Cuando llegó al sendero, al observar que iba en la buena dirección, decidió tomarlo. La noche era clara, sí, pero en el bosque era excesivamente oscura. Para no apartarse del sendero, el muchacho utilizaba el sentido del tacto, más que la vista. En realidad no podía extraviarse. A uno y otro lado, la maleza era impenetrable. Después de avanzar más de una milla por el bosque, lo sorprendió un débil luz a su izquierda que brillaba entre follaje de los árboles. Aquella luz lo sobresaltó. Le palpitaba el corazón. “La casa del viejo Breede ha de estar por acá –se dijo-. Este debe ser el otro extremo del camino más cercano a nuestra casa. ¿Pero qué hace esa luz aquí? No me gusta nada.” Sin embargo, continuó adelante. Al cabo de un momento había llegado a un pequeño claro del bosque, cubierto de zarzas. Allí se veía los restos de una empalizada podrida. A pocas yardas del sendero, en medio del campo abierto, estaba la casa de donde surgía la luz por una ventana sin vidrios. Tanto los vidrios como el marco de la ventana habían sucumbido a las piedras arrojadas por muchachos atrevidos deseosos de probar su coraje y su hostilidad a lo sobrenatural. Porque la casa de Breede tenía la mala reputación de estar hechizada. Debía ser falsa, pero hasta los más escépticos no podían negar que estuviera abandonada, lo que en el campo equivale a lo mismo. Al mirar la débil luz que brillaba en la estropeada ventana, el muchacho recordó con aprensión que su propia mano había contribuido a destruirla. Su arrepentimiento era tan grande como tardío e ineficaz. En cierto modo, esperaba que sobre él recayera la venganza de los espíritus sobrenaturales e incorpóreos cuyas ventanas y paz destrozó. Pero este muchacho testarudo, aun temblando de pies a cabeza, no iba a ceder. Por sus venas corría la sangre impetuosa de los colonizadores. Nada lo detendría. Al pasar junto a la casa, vio por el hueco de la ventana la extraña silueta de un hombre. El hombre estaba sentado en medio del cuarto, ante una mesa cubierta de papeles; apoyando los codos en la mesa y la cabeza en las manos, hundía sus dedos en el pelo. Un poco al costado, una vela colocada sobre la mesa daba a la mitad de su cara un resplandor amarillento y cadavérico. El hombre tenía los ojos clavados en el hueco negro de la ventana. Un observador de más años y sangre fría hubiese discernido en aquella mirada cierto recelo, pero al muchacho le pareció inánime. Creyó que el hombre estaba muerto. Aunque horrible, la situación no dejaba de ser fascinante. El muchacho se detuvo para verlo todo. Conteniendo el aliento, por poco sofocado, logró apaciguar los latidos de su corazón. Temblaba, estaba a punto de desmayarse, sentía la sangre helarse en sus venas. Sin embargo, apretando los dientes, avanzó resueltamente hasta la casa. No lo llevaba ningún propósito consciente, sino el mero coraje que nace del miedo. Introdujo se cara pálida en el hueco iluminado, y en ese instante un grito áspero, un chillido, rompió el silencio de la noche. Era una lechuza. El hombre se puso bruscamente de pie, volteó la mesa y apagó la vela. El muchacho salió a todo correr. El día antes -Bueno días, Colston. Parece que tengo suerte. Usted me ha dicho con frecuencia que mis elogios a su obra literaria no eran sino cortesía, y aquí me encuentra absorto (más aún, sumergido) en su último cuento de The Messenger. Algo más leve que su golpecito en el hombro no me habría devuelto a la realidad. -La prueba es más terminante de lo que usted supone –replicó el otro-. Tan grande es su avidez por leer mi cuento, que está deseando renunciar a consideraciones egoístas y abstenerse del placer que podría depararle.
  • 2. -No lo comprendo –respondió el primero, doblando el periódico y guardándoselo en el bolsillo-. Qué raros son ustedes, los escritores. Vamos, dígame qué he hecho de malo, o qué he dejado de hacer. ¿En qué depende de mí el placer que obtengo o puedo obtener de su obra? -Depende de usted, muchísimo. Yo ahora le pregunto: Si lo tomara en este tranvía, ¿le agradaría el desayuno? Pongamos otro ejemplo, supongamos un fonógrafo tan perfecto que pudiera transmitir una ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le procuraría un gran placer si la oyera en la oficina, durante sus horas de trabajo? ¿Le importaría de verdad la Serenta de Schubert oyéndola por la mañana, en ferry-boat, interpretada por un intempestivo violinista italiano? ¿Está usted siempre dispuesto a admirar, sean cuales fueren las circunstancias? ¿Es que su ánimo responde siempre a cualquier estímulo? Permítame recordarle que el cuento que usted me ha hecho el honor de comenzar esta mañana, como un medio de olvidar la incomodidad de este vehículo, es una historia de fantasmas. -¿y qué? -¿Y es qué el lector no tiene los deberes de sus privilegios? Usted ha pagado cinco céntimos por el periódico. Es suyo. Tiene el derecho de leerlo donde y cuando quiera. Mucho de lo que éste contiene no es ayudado ni dañado por el tiempo, el lugar o el estado de ánimo; algunas de sus noticias requieren ser leídas de inmediato, antes de que pierdan vigencia. Pero mi cuento tiene otro carácter. No encontrará en él las “Últimas noticias del país de los fantasmas”; no se espera de usted que esté au courant de lo que sucede en el reino de los espectros. Mi cuento habrá de mantener su vigencia siempre que usted disponga del ocio necesario para ponerse en un estado de ánimo propicio al sentimiento que en él se expresa, y me atrevo a decir que no logrará ese estado de ánimo en un tranvía, aunque sea el único pasajero. No sería esa la soledad que requiere su lectura. Un escritor tiene derechos que el lector está obligado a respetar. -¿Por ejemplo? -El derecho a la total atención del lector. Negársela es inmoral. Obligarlo a compartirla con el traqueteo del travía, con el fluctuante panorama de la muchedumbre por las aceras y los edificios detrás (con cualquiera de las innumerables distracciones que constituyen el medio habitual que nos rodea) es tratarlo con grosera injusticia. ¡Es infame, por Dios! Poniéndose de pie, se colgó de la agarradera del vehículo. El otro lo miró atónito, extrañado de que una ofensa tan mínima pudiera justificar un lenguaje tan intemperante. Lo vio singularmente pálido. Sus ojos brillaban como carbones encendidos y las palabras se atropellaban en sus labios. -Usted me entiende –continuó el escritor-, usted me entiende, Marsh. El cuento que publicó esta mañana en The Messenger tiene por subtítulo “Historia de fantasmas”. Eso basta. Todo lector honesto comprenderá que lleva implícitas las condiciones bajo las cuales ha de leerse. El hombre llamado Marsh dio un leve respingo. Después preguntó, sonriendo: -¿Qué condiciones? Usted sabe que soy un sencillo hombre de negocios, que ignora las sutilezas. ¿Cómo, cuándo, dónde debo leer su historia de fantasmas? -En la soledad, de noche, a la luz de la vela. Hay ciertas emociones que un escritor puede suscitar sin esfuerzo, como la compasión o el regocijo. Yo puedo hacerlo llorar o reír en casi cualquier circunstancia. Pero para que mi historia de fantasmas sea eficaz, usted ha de estar en condiciones de sentir miedo (por lo menos, en condiciones de sentir intensamente lo sobrenatural), y esto ya es otro cantar. Si usted me lee en serio, deberá darme esa oportunidad. La oportunidad de hacerse accesible a la emoción que trato de inspirarle. Llegó el tranvía a la estación terminal, se detuvo. Era el primer viaje de la mañana y los dos tempranos pasajeros habían conversado sin interrupciones. Las calles estaban silenciosas y desoladas. El sol naciente iluminaba los tejados. Bajaron del coche, caminaron uno al lado del otro, y Marsh miró de cerca a su compañero de quien se decía, como de muchos hombres de gran destreza literaria, que era bastante adicto a muchos vicios ruines. Es la consabida venganza de los hombres mediocres sobre los hombres superiores, cuya superioridad se ven obligados a admitir. Pera ellos, el genio es una forma de exceso. El señor Colston, hombre de genio, no bebía alcohol, desde luego, pero muchos decían que tomaba opio. Aquella mañana había algo en su aspecto –el fulgor huraño de la mirada, la palidez insólita, el hablar reiterativo, voluble- que confirmó esta suposición en el señor Marsh. Sin embargo, como el tema le interesaba, no tuvo la suficiente generosidad de abandonarlo por mucho que pudiera excitar a su amigo. -¿Quiere usted decir – preguntó- que si yo observo sus directivas y me someto a las condiciones que exige (aislamiento, sombra nocturna, luz de vela) usted puede transmitirme, mediante sus cuentos de
  • 3. horror, esa incómoda sensación de lo sobrenatural, como la llama? ¿Podría usted acelerar mi pulso, sobresaltarme con ruidos intempestivos, hacerme correr frío por el espinazo y ponerme los pelos de punta? Colston, volviéndose súbitamente, lo miró en los ojos mientras caminaban: -No se atrevería –dijo-. No tiene el valor suficiente –recalcó estas palabras con gesto desdeñoso-. Es usted lo bastante intrépido para leerme en un tranvía, pero en una casa deshabitada, solo, en medio del bosque, por la noche…Bah, tengo un manuscrito en el bolsillo que podría matarlo. Marsh estaba furioso. Se sabía valiente y estas palabras lo hirieron. -Si usted conoce semejante lugar –replicó-, lléveme allí esta misma noche y déjeme su cuento y una vela. Venga a verme una vez yo lo haya leído y le contaré su historia de pe a pa. Después lo echaré a puntapiés. Así fue como el hijo del granjero, por una ventana sin vidrios de la casa Breede, vio a un hombre sentado a la luz de la vela. El día después Ya entrada la tarde, tres hombres y un muchacho se acercaron a la casa de Breede, tomando por el mismo sendero que había seguido el muchacho la noche anterior. Al parecer, los hombres estaban muy animados: hablaban fuerte y reían, haciendo al muchacho observaciones irónicas y chistes a propósito de su aventura, en la cual, evidentemente, no creían. El muchacho, muy serio, los escuchaba en silencio. Tenía sentido de la realidad y no ignoraba que quien afirma haber visto a un hombre muerto levantarse de su asiento y apagar una vela, no es testigo que merezca fe. Llegaron a la casa y encontraron la puerta cerrada con llave. Los visitantes entraron sin más ceremonia que echarla abajo. El pasillo tenía otras dos puertas, a izquierda y derecha; también estaban cerradas con llave, y también las forzaron de igual manera. El cuarto al que daba la puerta izquierda estaba vacío. En el cuarto de la derecha –el que tenía la ventana sin vidrios- encontraron el cadáver de un hombre. No era un espectáculo agradable de ver. El hombre yacía de perfil, con el cuello apoyado en el antebrazo, la mejilla a ras de suelo, los ojos abiertos, la mandíbula inferior caída. Debajo de la boca se había formado un charquito de saliva. Una mesa derribada, una vela a medio consumir, una silla y algunas hojas manuscritas era todo lo que había en el cuarto. Los hombres miraron el cadáver y, uno tras otro, le tocaron la cara. El muchacho lo miraba a su vez, gravemente, en una actitud de propietario. Nunca en la vida se había sentido más orgulloso. Uno de los hombres le dijo: “Habías sido guapo”, frase que los otros dos recibieron con muestras de aquiescencia. Después uno de los hombres tomó del suelo las páginas del manuscrito y se acercó a la ventana, pues ya las sombras del atardecer encapotaban el bosque. El canto del engañapastores se oía en la distancia; un monstruoso escarabajo, escabulléndose por el hueco abierto, hizo zumbar las alas y se perdió en la oscuridad. El manuscrito “Antes de llevar a cabo la determinación que he tomado, justa o equivocadamente, y presentarme ante el Juez Supremo, yo James R. Colson, considero que mi deber de periodista me obliga a hacer al publico la siguiente aclaración. Mi nombre, según creo, es bastante conocido como autor de cuentos terroríficos, pero la más sombría imaginación nunca pudo concebir nada más trágico que la historia de mi propia vida. No por los hechos, pues ha sido la mía una vida carente de aventuras y de acción. Mi trayectoria mental, en cambio, fue siempre pródiga en experiencias horripilantes. No voy a contarlas aquí: algunas de ellas han sido escritas ya, y en breve se publicarán. El propósito de estas líneas es explicar a quien le interese que mi muerte es voluntaria. Moriré a las doce de la noche del 15 de julio, aniversario significativo para mí porque ese día, y a esa hora, mi amigo en el tiempo y en la eternidad Charles Breede, cumplió la promesa que me hizo con el mismo acto cuya fidelidad a nuestro convenio me fuerza ahora a cometer. Se quitó la vida en su casita del bosque de Copeton. Hubo el usual veredicto de “ataque de locura”. Si yo hubiera prestado testimonio en la investigación de su muerte, si hubiera contado lo que sé, a mí también me habrían llamado loco.
  • 4. “Me queda una semana de vida para arreglar mis asuntos y prepararme para el gran viaje. Me basta; porque tengo pocos asuntos que arreglar y hace ya cuatro años que la muerte se ha convertido para mí en una imperativa obligación. “Llevaré sobre mí esta declaración. Cuando la encuentren, ruego que la entreguen al médico forense. James R. Colston. P.S.- William Marsh: En este día fatal del 15 de julio le entrego este manuscrito para ser abierto y leído en las condiciones que convinimos y en el lugar que designé. Renuncio a la intención de llevarlo sobre mí para explicar las razones de mi muerte, que no son importantes. Servirán para explicar las razones de la suya. Lo visitaré por la noche para tener la seguridad de que usted ha leído el manuscrito. Usted me conoce bastante: bien sabe que no faltaré a la cita. Pero, amigo mío, será después de las doce. ¡Qué Dios se apiade de nuestras almas! Antes de que el hombre terminara de leer el manuscrito, uno de sus compañeros levantó la vela del suelo y la encendió. Cuando el hombre llegó al final de su lectura, acercó el papel a la llama y lo hizo arder hasta reducirlo a cenizas, no obstante las protestas de los otros. Quién así procedió y más tarde soportó plácidamente la severa reprimenda del médico forense, era el yerno del difunto Charles Breede. Durante la investigación no pudo extraérsele una versión inteligible de lo que contenía el papel. De The Times “La Comisión del Asilo de Dementes encerró ayer al señor James R. Colston, escritor de cierta reputación local, vinculado a The Messenger. Se recordará que en la tarde del 15 del corriente fue denunciado por uno de los inquilinos de Baine House, que lo había observado proceder de manera sospechosa, quitándose el cuello y asentando una navaja, y de vez en cuando cortándose la piel del brazo, etc., para probar su filo. Al ser entregado a la policía, el desdichado ofreció una desesperada resistencia y hasta demostró tales energías que hubo que ponerle un chaleco de fuerza. Muchos de nuestros eminentes escritores contemporáneos todavía siguen sueltos.”