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271
—Aunque usted no me crea, caballero, yo soy un
hombre que no puede morir.
—Me parece estupendo —dijo Norman—. Y, si
quiere la verdad, le diré que tiene usted muy buena
cara.
—Usted lo toma a broma —dijo el hombre
tristemente—y lo que le he dicho es rigurosamente
cierto. No puedo morir, aunque, como debe
comprender, deseo morir. Llevo ya vivo
demasiados años y todo llega a cansar en este
mundo.
Antes de que pudiera hacer nada, Von Stahren se
clavó un estilete en el pecho, a la altura del
corazón.
—¿Convencido, amigo mío?
272
—¡Pero, hija! ¿Qué te sucede?
—¡Allí...!
—No hay nada en la ventana... ¿Qué diablos pasa esta
noche? —farfulló Anthony Parkins, otro de los parientes.
Brenda se cubrió la cara con las manos, estremecida. Por
entre los dedos crispados balbuceó:
—Me miraba... ¡Estaba mirándome!
—Pero ¿quién?
—Aquella cosa..., aquella cosa horrenda.
—¡Diablos! ¿De qué estás hablando, Brenda?
—No lo sé..., no sé lo que era. Parecía una cara, pero era
horrible... no era humano... no era nada de este mundo.
Collin comentó:
—Vaya noche. Fantasmas, caras de monstruos, un perro
loco, y sin luz. Eso parece una película de terror…
273
La figura se irguió, se precipitó hacia ella...
Un largo grito de terror brotó de sus labios. Era un grito
en el que se condensaban su angustia, su pánico, su
desesperación más profunda...
Luego, la amplia sombra de una figura humana, de un
hombre envuelto en algo flotante, quizá un capote o un
macferlán, se abatió sobre ella, como un gigantesco y
siniestro murciélago.
Un destello de luz, se reflejó por un momento angustioso
y alucinante, en un ojo fijo, dilatado, inyectado en sangre,
vidrioso y maligno, fijo en la desdichada figura de la
muchacha.
Los gritos se ahogaron en una especie de ronco estertor,
cuando las manos del hombre de la noche apretaron con
fuerza su cuello frágil. Un sonido ronco, inarticulado,
como el de una fiera, escapó entre los apretados labios del
merodeador.
Y siguió apretando, apretando, mientras el delicado
cuerpo se agitaba en el suelo, en un inútil forcejeo final
por luchar contra la muerte, contra aquellas garras
humanas que, implacablemente, se cerraban sobre su
garganta, ahogándola, haciendo crujir su laringe, sus
vértebras, cerrándole todo conducto de oxígeno para sus
pulmones…
274
Llevaba un par de minutos tumbada al sol, cuando
escuchó un ruido. Como si alguien le hubiera arrojado
una piedra.
Eva abrió los ojos y levantó la cabeza. Quedó
paralizada.
Observando fijamente, con ojos agrandados, la extraña
esfera luminosa que yacía sobre la arena, a medio
metro escaso de ella. Era una esfera pequeña, no mayor
que una bola de billar. Tenía el color del oro y despedía
una luz brillante, casi cegadora.
Una fuerza extraña y poderosa la impulsaba a coger la
esfera luminosa.
Al instante, una dolorosa sacudida estremeció su
cuerpo desde el cabello hasta las uñas de los pies.
Como si acabara de tocar un cable de alta tensión. Eva
quiso gritar, pero no le salió la voz.
Eva cayó de espaldas y comenzó a retorcerse sobre la
toalla. Era tan agudo, tan espantoso, tan insufrible el
dolor que sentía en cada músculo, en cada tendón, en
cada hueso de su cuerpo, que Eva Gaye no pudo
resistirlo por más tiempo y se desmayó, quedando
totalmente inmóvil sobre la arena.
275
¡El ascensor no se detuvo!
¡Seguía bajando!
Mró aturdida hacia el tablero de timbres, por si allí marcaba
algún sótano, en cuyo caso tendría que reconocer que ella
se había confundido al pulsar. Pero, no. El último timbre
señalaba precisamente eso: «Planta baja»
¡Por lo tanto, no había ningún sótano!
¡Y, sin embargo, el ascensor seguía bajando!
¡Bajando!
¡BAJANDO!
Quizá el ascensor descendía más porque debajo de la casa
habían construido un parking… Sí, eso debía ser. Intentó
respirar con calma. Y, de pronto, el ascensor se detuvo. Las
puertas se abrieron automáticamente.
Y no tuvo fuerzas ni para lanzar un grito de horror. De
pronto, su garganta pareció romperse.
Porque se dio cuenta, en el fondo de aquel abismo de
miedo y desesperación, de que acababa de llegar a un lugar
inconcebible.
De que acababa de alcanzar lo que nunca creyó.
Las profundidades del infierno…
276
—Tenga cuidado con esa rama —advirtió la niña.
—Hola, Elsa —dijo—. ¿Cuál es la rama con la que he de
tener cuidado? —preguntó.
—Esa misma, justo la que tiene usted sobre su cabeza.
Está podrida y puede romperse en cualquier momento.
Alzó la cabeza y contempló la rama.
—A mí me parece que está bien —dijo.
—Está podrida por dentro, aunque no se ve desde afuera.
—Yo la veo bien, normal... —insistió—. ¿Acaso tú
puedes ver a través de la corteza?
—Está podrida por dentro —repitió Elsa.
Muy impresionado, dio un par de pasos hacia atrás y
contempló la rama. De súbito, se oyó un fuerte crujido.
La rama, que por sus dimensiones parecía un árbol de
buen tamaño, cayó al suelo con tremendo estrépito. Sintió
un escalofrío al pensar que aquel tronco tan pesado, podía
haberle roto el cráneo como si hubiese sido una cáscara de
nuez.
—Elsa, me has salvado la vida…
277
Me estremecí. Sí. Era un gran momento. Instantes más
tarde, un horror sin límites surgiría ante nosotros. Después
de siglo y medio, el monstruo volvería a la luz. La corriente
eléctrica volvería a ser utilizada sobre su cuerpo. Y tal vez,
para mi perdición, la cosa resultara bien.
La tapa plástica fue apartada lentamente, casi con
solemnidad. Un vapor de hielo seco emergió de allí dentro,
como una bruma maldita, liberada desde las mismas
puertas del infierno.
Y entre ellas, la figura se perfiló. Se materializó la visión
dantesca, aterradora.
Él permaneció mudo, como hipnotizado. Ella lanzó un grito
ronco. Yo noté que todo me daba vueltas.
Le vi. Estaba allí. Ante mí.
Era él. El monstruo.
El auténtico monstruo de Frankenstein...
278
El hombre gritó:
—¡Eh! ¡Cuidado!
Ya no tuvo tiempo de nada más.
El golpe le envió por los aires.
Dio una vuelta de campana, se estrelló de cabeza contra un
árbol y quedó espantosamente quieto, con un hilo de sangre
en la sien izquierda. Mientras tanto el motorista hizo una
finta sin perder el equilibrio —lo que le acreditaba de
excepcional conductor— y se perdió entre el silencio de las
colinas.
Los ojos del muerto estaban desencajados.
Pero ocurría en ellos algo muy extraño, algo que sólo un
experto hubiera podido notar.
El miedo había sido sustituido por el asombro. Eso era lo
que reflejaba la última expresión del muerto.
Asombro y horror a la vez, porque él había visto, en algún
sitio, la cara de aquel motorista. La había visto justamente
en un retrato al esmalte, en una de las lápidas del viejo
cementerio…
279
Los fenómenos, gritos, alaridos, voces tenebrosas, pero de gran
potencia, llamaradas, fogonazos y trepidaciones del suelo
duraron más de tres horas y mantuvieron despierta a toda la
población de Marnell Field. Al fin, pasadas las dos de la
mañana, se vio un enorme resplandor que salía de la casa, por el
lado norte, como una lengua de fuego que se retorcía de la
misma forma que lo hubiera hecho un ser humano salvajemente
torturado. Aquella inmensa llamarada pareció querer escapar
hacia las no distantes montañas, pero, al fin, aguzándose en uno
de sus extremos, se hundió en la tierra, con un espantoso trueno
final, que a los aterrados habitantes de Marnell Field les pareció
era la Tierra que se rompía en mil fragmentos.
Luego volvieron el silencio y la oscuridad, y Langdon House fue
sólo una negra silueta que destacaba contra el cielo en la cumbre
de la colina…
280
¿Es absolutamente preciso, para provocar el terror en
un lector, acumular efectos como la lluvia, los
relámpagos y truenos, la noche oscura y tétrica, los
elementos siniestros de apariencia lúgubre y otros
recursos fáciles que introduzcan a quien lee en un
clima de pesadilla?
Tal vez no. Por eso voy a intentar aquí provocar la
tensión, el «suspense», y hasta el terror, si ello es
posible, a pleno sol, en un escenario luminoso y alegre,
con hombres y mujeres aparentemente normales, y en
un clima de desenfado, frivolidad y sexo.
Si entre todo ello, logra emerger un soplo de inquietud,
de zozobra o desasosiego, será la prueba de que el
experimento dio resultado positivo.
Si no... mis perdones, lector. Pero que conste que lo
hice con la mejor de las intenciones.
281
Comenzó a remover las cosas, buscando algo para tapar
el agujero, y entonces, justo al mover unas cajas, sobre
las cuales había una vieja hacha herrumbrosa, la vio en
el fondo de la última caja, recogida en sí misma, con
sus redondos ojos fijos en ella. Una fijeza terrible,
escalofriante.
Una sola rata... grande.
Porque alrededor de ella, casi ocultas por el sucio pelaje
del repugnante animal, había más. Diminutas, inquietas,
asquerosas como nada en la vida, las crías de la rata
grande buscaban su alimento en la madre. Una madre
de ojos brillantes, estremecedores, que estaban fijos,
fijos, fijos, en los de ella, que había quedado
petrificada, desencajado el rostro, desorbitados los ojos
fijos, fijos, fijos, en los de la rata…
282
Agazapada tras una lápida vertical de buen tamaño,
esperó. Diez minutos después, creyó oír pasos.
Una silueta, que se movía con cierta lentitud, apareció
ante sus ojos. Súbitamente, movida por un impulso
irresistible, se puso en pie, saltó hacia adelante y enfocó
los rayos luminosos de su linterna a la cara del sujeto.
Estuvo a punto de gritar. Ahora, el asombro, más que el
terror, la hicieron dar un paso atrás. Quien creía muerto
pasó por su lado, sin dar muestras de haberla visto,
impasible, con el rostro tan inmutable como si estuviese
tallado en piedra.
Giró lentamente a medida que el muerto-vivo pasaba por
delante de ella. En silencio, le vio llegar junto al panteón,
abrir la verja de hierro y penetrar en su interior.
Ya no quiso seguir mirando más. Dio media vuelta y
huyó…
283
—Hola, Cathy...
—Adelante, señor. ¿Cuál es su pregunta?
—¿No recuerdas mi voz, muñeca?
En el bello rostro de Cathy Ross se borró
paulatinamente la sonrisa. Sus manos aferraron
nerviosamente el audífono depositado sobre la mesa
mediante el cual le pasaban las llamadas.
—Por favor, señor —Cathy forzó una sonrisa—.
Tenemos el tiempo muy limitado. Si no desea formular
ninguna pregunta le ruego que...
—Es una respuesta lo que quiero dar —interrumpió la
voz—. Yo soy el número uno, muñeca. Digno de
figurar con todos los honores en «La hora del crimen».
Pronto lo demostraré. Ya he empezado a... trabajar.
Avisa a la policía, Cathy. Y a la prensa. Incluso a las
cámaras de la televisión. Acudid todos al 1.031 de
Gavin Street. Apartamento 20C. He dejado allí un
cadáver-puzzle.
Cortó la comunicación.
En la sala se originó una gran confusión.
El público estaba alterado.
284
Barry rio y fue hacia el teléfono, cuyo auricular descolgó y se
llevó al oído.
—¿Sí?...
—¿Señor Stevens? —preguntó una voz fina, metálica, extraña.
—Sí, al habla. ¿Quién llama?
—El coleccionista de cerebros —respondió el tipo que estaba al
otro lado del hilo telefónico.
Barry Stevens dio un respingo.
—¿El coleccionista de qué...? —exclamó, con gesto de
incredulidad.
—De cerebros. De cerebros humanos —repitió el tipo.
—¿Quién es usted? ¿De qué me habla?
—Quién soy, no puedo decírselo, porque me delataría usted a la
policía y ella me detendría.
—¿Por qué iba a detenerle la policía? ¿Es que ha hecho usted
algo malo?
—Yo pienso que no, pero seguro que ellos opinan lo contrario.
—¿Qué ha hecho usted, dígame?
—Secuestrar al profesor Kelly y extirparle el cerebro.
285
—No soy un hereje. Sabes que soy tan buen cristiano como
tú y como todos nuestros vecinos y amigos. Además, en
tierras del Señor de Falsborg, ¿quién nos iba a procesar por
herejía? Él es el primer hereje de todos, el que se ha
levantado contra el poder de nuestro rey Otón I de
Alemania, y contra el Sacro Imperio. Niega a Dios y niega
toda fe cristiana. Es un hereje. Más que eso: un malvado,
un tirano sin conciencia, que permite que la maldita peste
negra azote a sus tierras, a sus vasallos y sus soldados, sin
mover un dedo por impedirlo. Allá arriba, encerrado en su
maldito castillo inexpugnable, espera sobrevivir a la
Muerte Negra, viendo cómo su feudo queda arrasado por el
mal. Para él, los herejes somos los que creemos en el Señor
y confiamos en El, no los que a veces, llevados por la
desesperación, maldecimos y blasfemamos. Él es la
blasfemia viva, personificada en un hombre. En un hombre
cruel, pervertido, caprichoso e indigno…
286
Intentó levantarse, porque temía que la tortura se
reanudaría. Pero el terrible golpe propinado en los riñones,
y que le dio la sensación de que le habían roto la cintura,
la hizo caer otra vez. No quiso pasar por la humillación de
llorar, pero le fue imposible ver nada porque sus ojos
estaban materialmente teñidos en sangre.
También la sangre resbalaba por su boca, rota a golpes.
La estaban destrozando.
El último ataque fue quizá el más salvaje de todos. Parecía
dirigido por una furia frenética.
Su desesperación era tan grande que ya no sentía ni dolor.
Doblada sobre la butaca, destrozada física y moralmente,
ya no pudo oponer resistencia aunque presentía que le
esperaban aún momentos terribles.
Ya era incapaz de pensar, de sentir.
Todo aquello le seguía pareciendo imposible.
Pero... ¡pasaba! ¡Era una sórdida realidad! ¡Era una
verdadera antesala del infierno!
287
Sentí como si, poco a poco, una fuerza endemoniada
se fuera apoderando de mí. Notaba que tenía que
respirar con más fuerza, como si mis pulmones, mi
sangre, mi cerebro y todos los órganos de mi cuerpo
demandaran más oxígeno, pero no para vivir, sino
para desarrollar una fuerza violenta, sádica, brutal.
—¡¡Aaaagh!!
Noté una sensación de placer al desgarrar con mis
uñas el rostro de mi compañera, que acababa de
lanzar un alarido. Su piel quedó entre mis uñas, mis
dedos se mancharon de su sangre.
También grité, mezclando carcajadas con los gritos
que soltaba, y que a mí misma me espantaban, pero
no podía contenerme.
Aparecieron dos celadoras, dos arpías altas y
robustas, dos sádicas, yo sabía que lo eran. En
realidad, no eran mujeres, sino machos frustrados,
abortados, degenerados. Las malditas sabían muy
bien llevar a cabo su trabajo…
288
Vamos dentro, señor Ashley. A la abadía maldita...
—¿Maldita?
—Sí. ¿Es que no lo sabía? Lo dice la leyenda. Me lo contó mi
esposo en Greensborough. Los monjes de esta abadía, junto con
el abad Farrar, fueron malditos. Blasfemaron contra Dios y
ultrajaron esta abadía con sus ritos paganos y sus herejías. Se
dice que, incluso, seguían las tradiciones de herejes cátaros
llegados de Francia, en el siglo XIII, huyendo de la persecución
religiosa de que eran objeto. Lo cierto es que, una noche, la ira
de Dios cayó sobre esta abadía y sus heréticos ocupantes, en
forma de rayo que incendió el edificio, muriendo entre las
llamas todos los monjes y su abad, cantando una letanía a su
nuevo amo, Satán. Desde entonces, se dice que quien
permanezca bajo el techo de esta abadía, será víctima de la
venganza de los monjes malditos...
289
Todos los días, antes de la medianoche, se encerraba en aquella
estancia, encendía la vela verde y daba comienzo a su melopea.
Permanecía allí cosa de una hora y luego se retiraba a su
habitación.
Aquella noche parecía ser una más. Por enésima vez, el doctor
repitió su invocación:
—Uhulghor, señor de los espíritus, acude a mi mente. Ven, yo te
llamo; ven y me tendrás y yo te tendré...
Repentinamente, un viento huracanado bramó en la habitación.
La llama verde osciló con gran violencia, situándose en una
posición casi horizontal, pese a lo cual no se apagó. Las paredes
temblaron perceptiblemente.
El cuerpo del doctor sufrió un terrible estremecimiento. Luego,
volvió a la normalidad. La llama verde tornó a su posición
vertical. Dijo:
—Ya estás en mí, Uhulghor. Ya soy tuyo y tú eres mío.
—Si —contestó una voz en lo más profundo de la mente de
Hyganczy—, ya estoy dentro de ti. Tú eres mío y yo soy tuyo.
—Tendrás mi cuerpo para tu satisfacción y yo dispondré de tu
mente. ¿Te satisface el trato?
—Sí, me satisface.
290
—Oh, mi amor... ¿Ves como sólo..., sólo te amo a ti...?
Cuando dijo esto, recordé, de pronto, por qué estaba
yo poseyendo a mi mujer en el cuarto de baño, y por
qué estaba tan furioso. Entonces, sin dejar de hacerlo,
mis manos se deslizaron hacia arriba...
Dejé de acariciar su cuerpo, y mis manos fueron a su
cuello. Clavé los dedos en su blanca, tibia, tierna
carne...
Ella quiso gritar, pero ya no pudo hacerlo. Yo seguí
apretando, apretando, sin dejar de hacer lo otro...
Y así, llegué al final de todo. Tuve doble placer: el de
su cuerpo poseído, y el de la muerte de su cuerpo.
Porque, mientras yo tenía su amor, tenía también su
vida. La estrangulé mientras la hacía mía, y así fue
como... como..., ¡Dios mío!
291
… No deberá existir acuerdo entre mis herederos para
alterar en lo más mínimo los términos del testamento ni
se anticipará cantidad alguna hasta una vez transcurridos
los treinta días señalados. Aquellos herederos que no
acudan a recibir su legado transcurridos los treinta días o
fallecieran de muerte natural o violenta, perderán todo
derecho a su parte de la herencia, pasando dicha parte a
engrosar la de los otros herederos. En el improbable y
remoto caso de que todos fallecieran o rechazaran su
parte, mi fortuna sería entonces destinada a fines
benéficos.
Esta es mi voluntad y es mi deseo que se cumpla en todos
sus detalles. Y para que así conste y verifique, firmo la
presente,
John Joggerst.
Quedaron todos en silencio impresionados por la lectura
del testamento.
Un testamento que parecía redactado por el mismísimo
Satanás…
292
De modo que le atiende el doctor.
—Así es. Llegó hace algunas semanas. El señor
dijo que el doctor era un científico amigo suyo,
que iba a realizar experimentos en el sótano.
Desde luego, el doctor vino con un gran número
de bultos, que trajo en un furgón. Instaló el
laboratorio en el sótano, en donde no se nos
permite la entrada. Incluso han puesto una
cerradura nueva, a prueba de ladrones.
Bajó la voz repentinamente.
—Hay muchas cosas raras en esta casa, señor. La
cocinera, dice que el señor es el mismísimo
diablo. Por las noches, paso mucho miedo y me
encierro con llave en mi dormitorio. Si no fuese
por el sueldo, me iría inmediatamente…
293
—Tenemos que salir de aquí. Esta casa es más
peligrosa aún que la tormenta.
—¿Lo dice por la serpiente y por...?
—Sí, por la serpiente y por la araña. Si la presencia
de la primera tenía difícil explicación, el tamaño de la
segunda... —Giró la cabeza para contemplar la
horrorosa tarántula.
Dio un violento respingo.
Ella también respingó con fuerza. ¡La machacada
araña había desaparecido...!
Durante bastantes segundos permanecieron quietos
como estatuas, la boca abierta de par en par.
Perplejidad... Estupefacción... Incredulidad...
—¡El cuerpo de la araña se ha esfumado...!
—Como el de la serpiente pitón...
294
Yiddy no esperó más. Levantó la tapa y sus párpados
semejaron paralizarse, no parpadeó en absoluto. Los ojos se
le quedaron fijos y redondos, muy redondos por el asombro.
De su garganta brotó una exclamación aguda y rota:
—¡No está, puñetas, no está!
Bob también quedó perplejo. No era un hombre que pensara
demasiado y dejó que los demás hablaran por él. René se
agachó y palpó el interior del ataúd.
—¿Seguro que estaba aquí dentro? —preguntó con voz
queda mientras las muchachas se acercaban, interesadas.
—Seguro, claro que sí. ¿Qué habéis hecho con la muerta!
—Nosotros no la tocamos para nada —dijo Bob sacudiendo
la cabeza.
—Pues, ¿dónde está? ¡Los gusanos no han tenido tiempo de
comérsela! —rugió Yiddy fuera de sí.
—Cuentan que los muertos de este cementerio viven en ese
caserón que está en el mar, bañado por las aguas. Si ha
desaparecido una mujer enterrada en este cementerio, si
hemos de hacer caso de lo que cuentan, la mujer estará en el
caserón.
295
Llegó a espaldas de la rubia que fumaba, ajena a la
presencia enigmática de la inquietante mujer. Alzó sus
manos y las luces azuladas del vagón se reflejaron en
unas uñas sorprendentemente largas y puntiagudas,
afiladas como cuchillas.
Después, lentamente, se inclinó hacia el cuello de la
rubia, sin que ésta se moviera en ningún momento. Los
labios se entreabrieron algo más y algo terrorífico asomó
entre ellos.
Unos afilados, largos, centelleantes incisivos que
taladraron su cuello. Los labios, rojos y ávidos, se
adhirieron a la doble punción, absorbiendo golosamente.
Chilló la víctima, pero estaba sola en el vagón del
ferrocarril. Sola con su hermoso e implacable verdugo.
La succión de la mujer morena sobre la piel de la mujer
rubia, tuvo algo de morboso y sensual.
Era, también, un contacto absorbente y mortal…
296
—Me parece que he pescado una buena pieza.
El anzuelo empezó a subir. Abigail, inclinada sobre la borda,
divisó una mancha blanca.
Un par de segundos más tarde, algo salió a la superficie.
Joshua se quedó petrificado por el horror. Aquella cara blanca,
con algas en el pelo, las ropas hechas jirones...
Abigail se puso en pie y lanzó un estridente alarido, que fue
percibido incluso desde la orilla. Había algunos pescando
desde tierra y vieron a la mujer de pie en la barca, a
escasamente quinientos metros de la orilla. El marido se puso
también en pie.
El brusco movimiento de Abigail hizo que la barca se
balanceara violentamente. Abigail cayó de espaldas,
levantando un gran chorro de espuma. Joshua alargó la mano,
pero llegó tarde.
Desde la orilla, pareció como si hubiera empujado a su mujer.
Todos sabían que Abigail no tenía la menor noción de lo que
era nadar.
Abigail emergió una vez.
—¡Socorro, me arrastra al fondo! Ayúdame, Joshua...
297
—Dios mío, perdóname por lo que voy a hacer —musitó
Bryan mientras apretaba más y más sus manos,
estrangulándola.
Ella alzó sus dedos y arañó el rostro varonil que aguantó
los zarpazos que le arrancaron la piel.
Notó el peso de ella, ya no se sostenía sobre sus pies,
pero siguió estrangulando su cuello hasta que se
convenció de que estaba sin vida.
—Te he matado... Si la justicia quiere acusarme de este
crimen, tendrá que demostrar que existías y quizá eso sea
más difícil de lo que parezca. Espero que hayas tenido un
feliz regreso al infierno. Eres diabólicamente bella, pero
tenía que hacerlo.
De pronto, una carcajada burlona le heló la sangre. Se
volvió despacio y vio a Lilith en el diván, mirándole con
sus ojos que habían vuelto a ser vivaces. Se reía, se reía
de él...
—¿Creíste que podías matarme? —Siguió riendo—.Los
diablos, seamos súcubos o íncubos, no morimos, sólo
vamos y venimos según nos conviene. Tócame, tócame,
estoy viva y caliente, muy caliente…
298
Un ensordecedor ruido ahogó sus palabras. Acto seguido se
escuchó el desgarrador grito. Un alarido de terror bruscamente
cortado.
Con portentosa capacidad de reacción y reflejos, abandonó
precipitadamente el dormitorio.
Al salir al corredor descubrió la puerta de entrada al
apartamento abatida. Rotos los goznes, el cierre y la cadena de
seguridad.
Se apoderó del revólver oculto en la funda sobaquera. Al
llegar al salón comedor se detuvo bajo el umbral.
Paralizado.
Reflejando en su rostro una mueca de estupor, incredulidad...
y terror.
—Santo Dios...
Sus palabras fueron un susurro apenas audible. Estaba allí.
La momia.
Sheikan, príncipe de las Eternas Tinieblas.
Sus descomunales manos atenazaban la cabeza de la chica
proyectando el cuerpo de la mujer contra la pared.
Una y otra vez.
Como si fuera un muñeco de trapo…
299
El látigo mordió su espalda nuevamente. Aulló de dolor.
Tambaleándose, buscó la salida. La puerta se cerró de golpe
tras él. De repente, oyó unos atroces aullidos. Volvió la
cabeza.
Durante unos instantes, divisó los rostros de las mujeres,
situados al otro lado de dos ventanas, contemplándole con
sonrisas burlonas en los labios. Pero, casi en el acto, oyó los
aullidos más cerca. Y vio a la manada de fieras que
galopaban velozmente hacia él.
Corrió enloquecidamente, sintió en la espalda el hálito
mortal de las lobas. Súbitamente, sintió un tremendo
empujón y cayó de bruces. Rodó un par de veces por el
suelo, pero el mismo pánico que sentía le dio fuerzas para
ponerse en pie y conseguir dar media docena de pasos,
luchando desesperadamente por su vida.
Pero era una partida que tenía irremisiblemente perdida. Su
cuerpo desapareció debajo de las seis fieras que mordían y
gruñían, con sonidos horripilantes…
—Un espectáculo maravilloso —dijo poco después una de
las mujeres.
—Sí, pero eso no es suficiente —exclamó la otra casi
rabiosa…
300
Su alarido de horror infinito se estranguló en un estertor
primero, en un horrible silencio después, cuando la
forma de la noche cayó sobre él, le envolvió en un
contacto mortífero, y un cuerpo frío y viscoso reptó
sobre el yacente borrachín, en medio del sonido de una
succión profunda y atroz, unida a un deslizamiento
sinuoso, sutil, que mantenía electrizado al bosque
entero, silenciado por el temor a la criatura llegada de lo
desconocido.
Momentos más tarde, la forma cautelosa se despegaba
del lugar donde cayera Paulo Carlos. Era sólo un cuerpo
inerte, bañado en sangre, el que quedaba allí, con sus
huesos reventados, con el cuello quebrado, el rostro
amoratado, la boca goteando sangre por la fractura de
sus costillas y tráquea, por los desgarros brutales de
unos pulmones que parecían haber sido expuestos al
anillo mortal de un gigantesco reptil, de especie
desconocida.
Un reptil que ahora, extrañamente, se erguía sobre sí
mismo, para dar la impresión de que caminaba como un
ser humano, para sepultarse de nuevo en las insondables
negruras de la selva amazónica…

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271 300 - st-flash

  • 1.
  • 2. 271 —Aunque usted no me crea, caballero, yo soy un hombre que no puede morir. —Me parece estupendo —dijo Norman—. Y, si quiere la verdad, le diré que tiene usted muy buena cara. —Usted lo toma a broma —dijo el hombre tristemente—y lo que le he dicho es rigurosamente cierto. No puedo morir, aunque, como debe comprender, deseo morir. Llevo ya vivo demasiados años y todo llega a cansar en este mundo. Antes de que pudiera hacer nada, Von Stahren se clavó un estilete en el pecho, a la altura del corazón. —¿Convencido, amigo mío?
  • 3. 272 —¡Pero, hija! ¿Qué te sucede? —¡Allí...! —No hay nada en la ventana... ¿Qué diablos pasa esta noche? —farfulló Anthony Parkins, otro de los parientes. Brenda se cubrió la cara con las manos, estremecida. Por entre los dedos crispados balbuceó: —Me miraba... ¡Estaba mirándome! —Pero ¿quién? —Aquella cosa..., aquella cosa horrenda. —¡Diablos! ¿De qué estás hablando, Brenda? —No lo sé..., no sé lo que era. Parecía una cara, pero era horrible... no era humano... no era nada de este mundo. Collin comentó: —Vaya noche. Fantasmas, caras de monstruos, un perro loco, y sin luz. Eso parece una película de terror…
  • 4. 273 La figura se irguió, se precipitó hacia ella... Un largo grito de terror brotó de sus labios. Era un grito en el que se condensaban su angustia, su pánico, su desesperación más profunda... Luego, la amplia sombra de una figura humana, de un hombre envuelto en algo flotante, quizá un capote o un macferlán, se abatió sobre ella, como un gigantesco y siniestro murciélago. Un destello de luz, se reflejó por un momento angustioso y alucinante, en un ojo fijo, dilatado, inyectado en sangre, vidrioso y maligno, fijo en la desdichada figura de la muchacha. Los gritos se ahogaron en una especie de ronco estertor, cuando las manos del hombre de la noche apretaron con fuerza su cuello frágil. Un sonido ronco, inarticulado, como el de una fiera, escapó entre los apretados labios del merodeador. Y siguió apretando, apretando, mientras el delicado cuerpo se agitaba en el suelo, en un inútil forcejeo final por luchar contra la muerte, contra aquellas garras humanas que, implacablemente, se cerraban sobre su garganta, ahogándola, haciendo crujir su laringe, sus vértebras, cerrándole todo conducto de oxígeno para sus pulmones…
  • 5. 274 Llevaba un par de minutos tumbada al sol, cuando escuchó un ruido. Como si alguien le hubiera arrojado una piedra. Eva abrió los ojos y levantó la cabeza. Quedó paralizada. Observando fijamente, con ojos agrandados, la extraña esfera luminosa que yacía sobre la arena, a medio metro escaso de ella. Era una esfera pequeña, no mayor que una bola de billar. Tenía el color del oro y despedía una luz brillante, casi cegadora. Una fuerza extraña y poderosa la impulsaba a coger la esfera luminosa. Al instante, una dolorosa sacudida estremeció su cuerpo desde el cabello hasta las uñas de los pies. Como si acabara de tocar un cable de alta tensión. Eva quiso gritar, pero no le salió la voz. Eva cayó de espaldas y comenzó a retorcerse sobre la toalla. Era tan agudo, tan espantoso, tan insufrible el dolor que sentía en cada músculo, en cada tendón, en cada hueso de su cuerpo, que Eva Gaye no pudo resistirlo por más tiempo y se desmayó, quedando totalmente inmóvil sobre la arena.
  • 6. 275 ¡El ascensor no se detuvo! ¡Seguía bajando! Mró aturdida hacia el tablero de timbres, por si allí marcaba algún sótano, en cuyo caso tendría que reconocer que ella se había confundido al pulsar. Pero, no. El último timbre señalaba precisamente eso: «Planta baja» ¡Por lo tanto, no había ningún sótano! ¡Y, sin embargo, el ascensor seguía bajando! ¡Bajando! ¡BAJANDO! Quizá el ascensor descendía más porque debajo de la casa habían construido un parking… Sí, eso debía ser. Intentó respirar con calma. Y, de pronto, el ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron automáticamente. Y no tuvo fuerzas ni para lanzar un grito de horror. De pronto, su garganta pareció romperse. Porque se dio cuenta, en el fondo de aquel abismo de miedo y desesperación, de que acababa de llegar a un lugar inconcebible. De que acababa de alcanzar lo que nunca creyó. Las profundidades del infierno…
  • 7. 276 —Tenga cuidado con esa rama —advirtió la niña. —Hola, Elsa —dijo—. ¿Cuál es la rama con la que he de tener cuidado? —preguntó. —Esa misma, justo la que tiene usted sobre su cabeza. Está podrida y puede romperse en cualquier momento. Alzó la cabeza y contempló la rama. —A mí me parece que está bien —dijo. —Está podrida por dentro, aunque no se ve desde afuera. —Yo la veo bien, normal... —insistió—. ¿Acaso tú puedes ver a través de la corteza? —Está podrida por dentro —repitió Elsa. Muy impresionado, dio un par de pasos hacia atrás y contempló la rama. De súbito, se oyó un fuerte crujido. La rama, que por sus dimensiones parecía un árbol de buen tamaño, cayó al suelo con tremendo estrépito. Sintió un escalofrío al pensar que aquel tronco tan pesado, podía haberle roto el cráneo como si hubiese sido una cáscara de nuez. —Elsa, me has salvado la vida…
  • 8. 277 Me estremecí. Sí. Era un gran momento. Instantes más tarde, un horror sin límites surgiría ante nosotros. Después de siglo y medio, el monstruo volvería a la luz. La corriente eléctrica volvería a ser utilizada sobre su cuerpo. Y tal vez, para mi perdición, la cosa resultara bien. La tapa plástica fue apartada lentamente, casi con solemnidad. Un vapor de hielo seco emergió de allí dentro, como una bruma maldita, liberada desde las mismas puertas del infierno. Y entre ellas, la figura se perfiló. Se materializó la visión dantesca, aterradora. Él permaneció mudo, como hipnotizado. Ella lanzó un grito ronco. Yo noté que todo me daba vueltas. Le vi. Estaba allí. Ante mí. Era él. El monstruo. El auténtico monstruo de Frankenstein...
  • 9. 278 El hombre gritó: —¡Eh! ¡Cuidado! Ya no tuvo tiempo de nada más. El golpe le envió por los aires. Dio una vuelta de campana, se estrelló de cabeza contra un árbol y quedó espantosamente quieto, con un hilo de sangre en la sien izquierda. Mientras tanto el motorista hizo una finta sin perder el equilibrio —lo que le acreditaba de excepcional conductor— y se perdió entre el silencio de las colinas. Los ojos del muerto estaban desencajados. Pero ocurría en ellos algo muy extraño, algo que sólo un experto hubiera podido notar. El miedo había sido sustituido por el asombro. Eso era lo que reflejaba la última expresión del muerto. Asombro y horror a la vez, porque él había visto, en algún sitio, la cara de aquel motorista. La había visto justamente en un retrato al esmalte, en una de las lápidas del viejo cementerio…
  • 10. 279 Los fenómenos, gritos, alaridos, voces tenebrosas, pero de gran potencia, llamaradas, fogonazos y trepidaciones del suelo duraron más de tres horas y mantuvieron despierta a toda la población de Marnell Field. Al fin, pasadas las dos de la mañana, se vio un enorme resplandor que salía de la casa, por el lado norte, como una lengua de fuego que se retorcía de la misma forma que lo hubiera hecho un ser humano salvajemente torturado. Aquella inmensa llamarada pareció querer escapar hacia las no distantes montañas, pero, al fin, aguzándose en uno de sus extremos, se hundió en la tierra, con un espantoso trueno final, que a los aterrados habitantes de Marnell Field les pareció era la Tierra que se rompía en mil fragmentos. Luego volvieron el silencio y la oscuridad, y Langdon House fue sólo una negra silueta que destacaba contra el cielo en la cumbre de la colina…
  • 11. 280 ¿Es absolutamente preciso, para provocar el terror en un lector, acumular efectos como la lluvia, los relámpagos y truenos, la noche oscura y tétrica, los elementos siniestros de apariencia lúgubre y otros recursos fáciles que introduzcan a quien lee en un clima de pesadilla? Tal vez no. Por eso voy a intentar aquí provocar la tensión, el «suspense», y hasta el terror, si ello es posible, a pleno sol, en un escenario luminoso y alegre, con hombres y mujeres aparentemente normales, y en un clima de desenfado, frivolidad y sexo. Si entre todo ello, logra emerger un soplo de inquietud, de zozobra o desasosiego, será la prueba de que el experimento dio resultado positivo. Si no... mis perdones, lector. Pero que conste que lo hice con la mejor de las intenciones.
  • 12. 281 Comenzó a remover las cosas, buscando algo para tapar el agujero, y entonces, justo al mover unas cajas, sobre las cuales había una vieja hacha herrumbrosa, la vio en el fondo de la última caja, recogida en sí misma, con sus redondos ojos fijos en ella. Una fijeza terrible, escalofriante. Una sola rata... grande. Porque alrededor de ella, casi ocultas por el sucio pelaje del repugnante animal, había más. Diminutas, inquietas, asquerosas como nada en la vida, las crías de la rata grande buscaban su alimento en la madre. Una madre de ojos brillantes, estremecedores, que estaban fijos, fijos, fijos, en los de ella, que había quedado petrificada, desencajado el rostro, desorbitados los ojos fijos, fijos, fijos, en los de la rata…
  • 13. 282 Agazapada tras una lápida vertical de buen tamaño, esperó. Diez minutos después, creyó oír pasos. Una silueta, que se movía con cierta lentitud, apareció ante sus ojos. Súbitamente, movida por un impulso irresistible, se puso en pie, saltó hacia adelante y enfocó los rayos luminosos de su linterna a la cara del sujeto. Estuvo a punto de gritar. Ahora, el asombro, más que el terror, la hicieron dar un paso atrás. Quien creía muerto pasó por su lado, sin dar muestras de haberla visto, impasible, con el rostro tan inmutable como si estuviese tallado en piedra. Giró lentamente a medida que el muerto-vivo pasaba por delante de ella. En silencio, le vio llegar junto al panteón, abrir la verja de hierro y penetrar en su interior. Ya no quiso seguir mirando más. Dio media vuelta y huyó…
  • 14. 283 —Hola, Cathy... —Adelante, señor. ¿Cuál es su pregunta? —¿No recuerdas mi voz, muñeca? En el bello rostro de Cathy Ross se borró paulatinamente la sonrisa. Sus manos aferraron nerviosamente el audífono depositado sobre la mesa mediante el cual le pasaban las llamadas. —Por favor, señor —Cathy forzó una sonrisa—. Tenemos el tiempo muy limitado. Si no desea formular ninguna pregunta le ruego que... —Es una respuesta lo que quiero dar —interrumpió la voz—. Yo soy el número uno, muñeca. Digno de figurar con todos los honores en «La hora del crimen». Pronto lo demostraré. Ya he empezado a... trabajar. Avisa a la policía, Cathy. Y a la prensa. Incluso a las cámaras de la televisión. Acudid todos al 1.031 de Gavin Street. Apartamento 20C. He dejado allí un cadáver-puzzle. Cortó la comunicación. En la sala se originó una gran confusión. El público estaba alterado.
  • 15. 284 Barry rio y fue hacia el teléfono, cuyo auricular descolgó y se llevó al oído. —¿Sí?... —¿Señor Stevens? —preguntó una voz fina, metálica, extraña. —Sí, al habla. ¿Quién llama? —El coleccionista de cerebros —respondió el tipo que estaba al otro lado del hilo telefónico. Barry Stevens dio un respingo. —¿El coleccionista de qué...? —exclamó, con gesto de incredulidad. —De cerebros. De cerebros humanos —repitió el tipo. —¿Quién es usted? ¿De qué me habla? —Quién soy, no puedo decírselo, porque me delataría usted a la policía y ella me detendría. —¿Por qué iba a detenerle la policía? ¿Es que ha hecho usted algo malo? —Yo pienso que no, pero seguro que ellos opinan lo contrario. —¿Qué ha hecho usted, dígame? —Secuestrar al profesor Kelly y extirparle el cerebro.
  • 16. 285 —No soy un hereje. Sabes que soy tan buen cristiano como tú y como todos nuestros vecinos y amigos. Además, en tierras del Señor de Falsborg, ¿quién nos iba a procesar por herejía? Él es el primer hereje de todos, el que se ha levantado contra el poder de nuestro rey Otón I de Alemania, y contra el Sacro Imperio. Niega a Dios y niega toda fe cristiana. Es un hereje. Más que eso: un malvado, un tirano sin conciencia, que permite que la maldita peste negra azote a sus tierras, a sus vasallos y sus soldados, sin mover un dedo por impedirlo. Allá arriba, encerrado en su maldito castillo inexpugnable, espera sobrevivir a la Muerte Negra, viendo cómo su feudo queda arrasado por el mal. Para él, los herejes somos los que creemos en el Señor y confiamos en El, no los que a veces, llevados por la desesperación, maldecimos y blasfemamos. Él es la blasfemia viva, personificada en un hombre. En un hombre cruel, pervertido, caprichoso e indigno…
  • 17. 286 Intentó levantarse, porque temía que la tortura se reanudaría. Pero el terrible golpe propinado en los riñones, y que le dio la sensación de que le habían roto la cintura, la hizo caer otra vez. No quiso pasar por la humillación de llorar, pero le fue imposible ver nada porque sus ojos estaban materialmente teñidos en sangre. También la sangre resbalaba por su boca, rota a golpes. La estaban destrozando. El último ataque fue quizá el más salvaje de todos. Parecía dirigido por una furia frenética. Su desesperación era tan grande que ya no sentía ni dolor. Doblada sobre la butaca, destrozada física y moralmente, ya no pudo oponer resistencia aunque presentía que le esperaban aún momentos terribles. Ya era incapaz de pensar, de sentir. Todo aquello le seguía pareciendo imposible. Pero... ¡pasaba! ¡Era una sórdida realidad! ¡Era una verdadera antesala del infierno!
  • 18. 287 Sentí como si, poco a poco, una fuerza endemoniada se fuera apoderando de mí. Notaba que tenía que respirar con más fuerza, como si mis pulmones, mi sangre, mi cerebro y todos los órganos de mi cuerpo demandaran más oxígeno, pero no para vivir, sino para desarrollar una fuerza violenta, sádica, brutal. —¡¡Aaaagh!! Noté una sensación de placer al desgarrar con mis uñas el rostro de mi compañera, que acababa de lanzar un alarido. Su piel quedó entre mis uñas, mis dedos se mancharon de su sangre. También grité, mezclando carcajadas con los gritos que soltaba, y que a mí misma me espantaban, pero no podía contenerme. Aparecieron dos celadoras, dos arpías altas y robustas, dos sádicas, yo sabía que lo eran. En realidad, no eran mujeres, sino machos frustrados, abortados, degenerados. Las malditas sabían muy bien llevar a cabo su trabajo…
  • 19. 288 Vamos dentro, señor Ashley. A la abadía maldita... —¿Maldita? —Sí. ¿Es que no lo sabía? Lo dice la leyenda. Me lo contó mi esposo en Greensborough. Los monjes de esta abadía, junto con el abad Farrar, fueron malditos. Blasfemaron contra Dios y ultrajaron esta abadía con sus ritos paganos y sus herejías. Se dice que, incluso, seguían las tradiciones de herejes cátaros llegados de Francia, en el siglo XIII, huyendo de la persecución religiosa de que eran objeto. Lo cierto es que, una noche, la ira de Dios cayó sobre esta abadía y sus heréticos ocupantes, en forma de rayo que incendió el edificio, muriendo entre las llamas todos los monjes y su abad, cantando una letanía a su nuevo amo, Satán. Desde entonces, se dice que quien permanezca bajo el techo de esta abadía, será víctima de la venganza de los monjes malditos...
  • 20. 289 Todos los días, antes de la medianoche, se encerraba en aquella estancia, encendía la vela verde y daba comienzo a su melopea. Permanecía allí cosa de una hora y luego se retiraba a su habitación. Aquella noche parecía ser una más. Por enésima vez, el doctor repitió su invocación: —Uhulghor, señor de los espíritus, acude a mi mente. Ven, yo te llamo; ven y me tendrás y yo te tendré... Repentinamente, un viento huracanado bramó en la habitación. La llama verde osciló con gran violencia, situándose en una posición casi horizontal, pese a lo cual no se apagó. Las paredes temblaron perceptiblemente. El cuerpo del doctor sufrió un terrible estremecimiento. Luego, volvió a la normalidad. La llama verde tornó a su posición vertical. Dijo: —Ya estás en mí, Uhulghor. Ya soy tuyo y tú eres mío. —Si —contestó una voz en lo más profundo de la mente de Hyganczy—, ya estoy dentro de ti. Tú eres mío y yo soy tuyo. —Tendrás mi cuerpo para tu satisfacción y yo dispondré de tu mente. ¿Te satisface el trato? —Sí, me satisface.
  • 21. 290 —Oh, mi amor... ¿Ves como sólo..., sólo te amo a ti...? Cuando dijo esto, recordé, de pronto, por qué estaba yo poseyendo a mi mujer en el cuarto de baño, y por qué estaba tan furioso. Entonces, sin dejar de hacerlo, mis manos se deslizaron hacia arriba... Dejé de acariciar su cuerpo, y mis manos fueron a su cuello. Clavé los dedos en su blanca, tibia, tierna carne... Ella quiso gritar, pero ya no pudo hacerlo. Yo seguí apretando, apretando, sin dejar de hacer lo otro... Y así, llegué al final de todo. Tuve doble placer: el de su cuerpo poseído, y el de la muerte de su cuerpo. Porque, mientras yo tenía su amor, tenía también su vida. La estrangulé mientras la hacía mía, y así fue como... como..., ¡Dios mío!
  • 22. 291 … No deberá existir acuerdo entre mis herederos para alterar en lo más mínimo los términos del testamento ni se anticipará cantidad alguna hasta una vez transcurridos los treinta días señalados. Aquellos herederos que no acudan a recibir su legado transcurridos los treinta días o fallecieran de muerte natural o violenta, perderán todo derecho a su parte de la herencia, pasando dicha parte a engrosar la de los otros herederos. En el improbable y remoto caso de que todos fallecieran o rechazaran su parte, mi fortuna sería entonces destinada a fines benéficos. Esta es mi voluntad y es mi deseo que se cumpla en todos sus detalles. Y para que así conste y verifique, firmo la presente, John Joggerst. Quedaron todos en silencio impresionados por la lectura del testamento. Un testamento que parecía redactado por el mismísimo Satanás…
  • 23. 292 De modo que le atiende el doctor. —Así es. Llegó hace algunas semanas. El señor dijo que el doctor era un científico amigo suyo, que iba a realizar experimentos en el sótano. Desde luego, el doctor vino con un gran número de bultos, que trajo en un furgón. Instaló el laboratorio en el sótano, en donde no se nos permite la entrada. Incluso han puesto una cerradura nueva, a prueba de ladrones. Bajó la voz repentinamente. —Hay muchas cosas raras en esta casa, señor. La cocinera, dice que el señor es el mismísimo diablo. Por las noches, paso mucho miedo y me encierro con llave en mi dormitorio. Si no fuese por el sueldo, me iría inmediatamente…
  • 24. 293 —Tenemos que salir de aquí. Esta casa es más peligrosa aún que la tormenta. —¿Lo dice por la serpiente y por...? —Sí, por la serpiente y por la araña. Si la presencia de la primera tenía difícil explicación, el tamaño de la segunda... —Giró la cabeza para contemplar la horrorosa tarántula. Dio un violento respingo. Ella también respingó con fuerza. ¡La machacada araña había desaparecido...! Durante bastantes segundos permanecieron quietos como estatuas, la boca abierta de par en par. Perplejidad... Estupefacción... Incredulidad... —¡El cuerpo de la araña se ha esfumado...! —Como el de la serpiente pitón...
  • 25. 294 Yiddy no esperó más. Levantó la tapa y sus párpados semejaron paralizarse, no parpadeó en absoluto. Los ojos se le quedaron fijos y redondos, muy redondos por el asombro. De su garganta brotó una exclamación aguda y rota: —¡No está, puñetas, no está! Bob también quedó perplejo. No era un hombre que pensara demasiado y dejó que los demás hablaran por él. René se agachó y palpó el interior del ataúd. —¿Seguro que estaba aquí dentro? —preguntó con voz queda mientras las muchachas se acercaban, interesadas. —Seguro, claro que sí. ¿Qué habéis hecho con la muerta! —Nosotros no la tocamos para nada —dijo Bob sacudiendo la cabeza. —Pues, ¿dónde está? ¡Los gusanos no han tenido tiempo de comérsela! —rugió Yiddy fuera de sí. —Cuentan que los muertos de este cementerio viven en ese caserón que está en el mar, bañado por las aguas. Si ha desaparecido una mujer enterrada en este cementerio, si hemos de hacer caso de lo que cuentan, la mujer estará en el caserón.
  • 26. 295 Llegó a espaldas de la rubia que fumaba, ajena a la presencia enigmática de la inquietante mujer. Alzó sus manos y las luces azuladas del vagón se reflejaron en unas uñas sorprendentemente largas y puntiagudas, afiladas como cuchillas. Después, lentamente, se inclinó hacia el cuello de la rubia, sin que ésta se moviera en ningún momento. Los labios se entreabrieron algo más y algo terrorífico asomó entre ellos. Unos afilados, largos, centelleantes incisivos que taladraron su cuello. Los labios, rojos y ávidos, se adhirieron a la doble punción, absorbiendo golosamente. Chilló la víctima, pero estaba sola en el vagón del ferrocarril. Sola con su hermoso e implacable verdugo. La succión de la mujer morena sobre la piel de la mujer rubia, tuvo algo de morboso y sensual. Era, también, un contacto absorbente y mortal…
  • 27. 296 —Me parece que he pescado una buena pieza. El anzuelo empezó a subir. Abigail, inclinada sobre la borda, divisó una mancha blanca. Un par de segundos más tarde, algo salió a la superficie. Joshua se quedó petrificado por el horror. Aquella cara blanca, con algas en el pelo, las ropas hechas jirones... Abigail se puso en pie y lanzó un estridente alarido, que fue percibido incluso desde la orilla. Había algunos pescando desde tierra y vieron a la mujer de pie en la barca, a escasamente quinientos metros de la orilla. El marido se puso también en pie. El brusco movimiento de Abigail hizo que la barca se balanceara violentamente. Abigail cayó de espaldas, levantando un gran chorro de espuma. Joshua alargó la mano, pero llegó tarde. Desde la orilla, pareció como si hubiera empujado a su mujer. Todos sabían que Abigail no tenía la menor noción de lo que era nadar. Abigail emergió una vez. —¡Socorro, me arrastra al fondo! Ayúdame, Joshua...
  • 28. 297 —Dios mío, perdóname por lo que voy a hacer —musitó Bryan mientras apretaba más y más sus manos, estrangulándola. Ella alzó sus dedos y arañó el rostro varonil que aguantó los zarpazos que le arrancaron la piel. Notó el peso de ella, ya no se sostenía sobre sus pies, pero siguió estrangulando su cuello hasta que se convenció de que estaba sin vida. —Te he matado... Si la justicia quiere acusarme de este crimen, tendrá que demostrar que existías y quizá eso sea más difícil de lo que parezca. Espero que hayas tenido un feliz regreso al infierno. Eres diabólicamente bella, pero tenía que hacerlo. De pronto, una carcajada burlona le heló la sangre. Se volvió despacio y vio a Lilith en el diván, mirándole con sus ojos que habían vuelto a ser vivaces. Se reía, se reía de él... —¿Creíste que podías matarme? —Siguió riendo—.Los diablos, seamos súcubos o íncubos, no morimos, sólo vamos y venimos según nos conviene. Tócame, tócame, estoy viva y caliente, muy caliente…
  • 29. 298 Un ensordecedor ruido ahogó sus palabras. Acto seguido se escuchó el desgarrador grito. Un alarido de terror bruscamente cortado. Con portentosa capacidad de reacción y reflejos, abandonó precipitadamente el dormitorio. Al salir al corredor descubrió la puerta de entrada al apartamento abatida. Rotos los goznes, el cierre y la cadena de seguridad. Se apoderó del revólver oculto en la funda sobaquera. Al llegar al salón comedor se detuvo bajo el umbral. Paralizado. Reflejando en su rostro una mueca de estupor, incredulidad... y terror. —Santo Dios... Sus palabras fueron un susurro apenas audible. Estaba allí. La momia. Sheikan, príncipe de las Eternas Tinieblas. Sus descomunales manos atenazaban la cabeza de la chica proyectando el cuerpo de la mujer contra la pared. Una y otra vez. Como si fuera un muñeco de trapo…
  • 30. 299 El látigo mordió su espalda nuevamente. Aulló de dolor. Tambaleándose, buscó la salida. La puerta se cerró de golpe tras él. De repente, oyó unos atroces aullidos. Volvió la cabeza. Durante unos instantes, divisó los rostros de las mujeres, situados al otro lado de dos ventanas, contemplándole con sonrisas burlonas en los labios. Pero, casi en el acto, oyó los aullidos más cerca. Y vio a la manada de fieras que galopaban velozmente hacia él. Corrió enloquecidamente, sintió en la espalda el hálito mortal de las lobas. Súbitamente, sintió un tremendo empujón y cayó de bruces. Rodó un par de veces por el suelo, pero el mismo pánico que sentía le dio fuerzas para ponerse en pie y conseguir dar media docena de pasos, luchando desesperadamente por su vida. Pero era una partida que tenía irremisiblemente perdida. Su cuerpo desapareció debajo de las seis fieras que mordían y gruñían, con sonidos horripilantes… —Un espectáculo maravilloso —dijo poco después una de las mujeres. —Sí, pero eso no es suficiente —exclamó la otra casi rabiosa…
  • 31. 300 Su alarido de horror infinito se estranguló en un estertor primero, en un horrible silencio después, cuando la forma de la noche cayó sobre él, le envolvió en un contacto mortífero, y un cuerpo frío y viscoso reptó sobre el yacente borrachín, en medio del sonido de una succión profunda y atroz, unida a un deslizamiento sinuoso, sutil, que mantenía electrizado al bosque entero, silenciado por el temor a la criatura llegada de lo desconocido. Momentos más tarde, la forma cautelosa se despegaba del lugar donde cayera Paulo Carlos. Era sólo un cuerpo inerte, bañado en sangre, el que quedaba allí, con sus huesos reventados, con el cuello quebrado, el rostro amoratado, la boca goteando sangre por la fractura de sus costillas y tráquea, por los desgarros brutales de unos pulmones que parecían haber sido expuestos al anillo mortal de un gigantesco reptil, de especie desconocida. Un reptil que ahora, extrañamente, se erguía sobre sí mismo, para dar la impresión de que caminaba como un ser humano, para sepultarse de nuevo en las insondables negruras de la selva amazónica…