2. Durante el siglo XVIII la
todo poderosa Corte de Versalles
marcó la pauta con respecto a la
manera de vestir en toda Europa.
Hacia 1707 la implantación de la
nueva moda en España era un
hecho. El vestido de la mujer
podía ser entero o constar
básicamente de dos piezas:
casaca y basquiña. La primera era
una chaqueta entallada que
llegaba hasta las caderas, por
cuyas mangas asomaban los
encajes de la camisa; bajo la
casaca se usaba el “monillo”, un
cuerpo sin mangas. El “petillo”
era una pieza de adorno rígida y
en forma de triángulo que se
cosía delante del pecho. El
escote, que era pronunciado,
podía ir cubierto por una especie
de pañuelo llamado bobillo que
solía ser de seda.
3. La basquiña o saya era la falda
y habitualmente se confeccionaba a juego con la
casaca. El guardapiés o tapapiés era una falda
larga, por cuyo nombre sabemos su función. En
España estaba muy mal visto que los pies de las
mujeres quedaran al descubierto, se entendía
como algo pecaminoso. Sin duda, esta era la
pieza más costosa ya que para su confección se
destinaban los materiales y adornos más lujosos
como seda, raso, encajes o guarniciones de plata
entre otros. A partir de mediados del siglo XVIII
las faldas subieron un poco por lo que los pies ya
quedaron a la vista.
Para ahuecar la falda se usaba el
miriñaque, llamado tontillo en España, este
era un artefacto que comenzaba en las caderas,
formado por cinco hileras de aros de caña o
acero unidos entre sí por cuerdas. Esta pieza
pasó de ser redondeada a tener forma mas bien
rectangular como podemos apreciar en el
retrato de la reina María Luisa de Parma. Como
resultado cada dama ocupaba mucho espacio lo
que incluso provocó la transformación de los
asientos, retranqueando los brazos para su
mejor acomodo. En ocasiones las faldas eran
tan anchas que solo podían cruzar las puertas o
espacios estrechos de una en una.
4. El delantal, era otro elemento cotidiano
que no sólo se utilizaba para las labores
caseras, sino que formaba parte del
atuendo tal y como puede verse reflejado
en las pinturas de la época. Las damas los
lucían de telas livianas como seda o
muselina, a veces guarnecidos de encajes.
Para abrigarse se cubrían con mantos o
capotillos, cuyos materiales variaban
según la estación del año, siendo el más
común el paño, pero también eran
corrientes la llamada piel de liebre (mezcla
de lana y pelo de cabra) y la de camello,
incluso para la confección de vestidos. Los
mantos iban desde la cabeza al ruedo de
la falda y se ataban a la cintura con una
cinta; Los más elegantes se
confeccionaban con telas ligeras,
el manto de “humo” era negro en señal
de luto, el “de lustre” brillante y el “de
soplillo” muy fino, de ahí su nombre. En
las manos podían llevar guantes, mitones
y manguitos.
A finales del siglo XVIII, la española
comenzó a “uniformarse” para salir a la
calle, usando una basquiña negra y larga
sobre el resto de la ropa, que una vez
llegaban a casa se quitaba. Esta prenda
era algo consustancial a todas las clases
sociales, cada mujer tenía al menos una;
por lo que en los paseos de las ciudades
se apreciaba cierto parecido en el vestir
ya que todas usaban basquiña negra y
mantilla. En cuanto a los colores,
conforme avanzaba el siglo se iban
suavizando tendiendo a tonos pastel en
tonalidades como el rosa, el celeste o el
amarillo. Este último le encantaba a María
Antonieta.
5. Caballeros y damas usaban zapatos de
tacón, el cual levantaba el talón y empujaba
el pie hacia delante, siendo la punta estrecha,
el empeine se cerraba por medio de una
lengüeta con hebilla. Las personas adineradas
usaban hebillas de plata u oro, a veces
salpicadas de piedras semipreciosas. El
calzado se fabricaba con telas o pieles como
el becerrillo, el cordobán o la badana. A raíz
de la Revolución Francesa la indumentaria se
transformó por completo tendiendo hacia el
“look” campestre inglés y hacia la antigüedad
clásica. No hay que olvidar que los
descubrimientos de Pompeya y Herculino
supusieron una revolución estética en todos
los órdenes desde la arquitectura a la pintura
pasando por la moda y el peinado. Las
mujeres comenzaron a usar vestidos sueltos y
vaporosos, tal y como hacían las estatuas
romanas. El tejido estrella fue la muselina. El
talle pasó a situarse bajo el pecho y el calzado
se hizo plano, incluso se pusieron de moda las
sandalias. El sexo femenino se libró, al menos
por unos años, de los incómodos corsés,
miriñaques y tacones altos.