EL QUIJOTE.pdf Libro adaptado de la edicion vicens vives de clasicos hispanicoss
Lazarillo de Tormes
1. Luis Vélez de GuevaraLuis Vélez de Guevara
El diablo cojueloEl diablo cojuelo
incluye tambiénincluye también
El Lazarillo
de Tormes
El Lazarillo
de Tormes
2.
3. EL LAZARILLO DE TORMES
Incluye también, de Luis Vélez de Guevara
EL DIABLO COJUELO
EL LAZARILLO DE TORMES
Incluye también, de Luis Vélez de Guevara
EL DIABLO COJUELO
9. 9
D
ifícilmente se hallará un libro más corto en pá-
ginas y más largo en problemas que La vida de
Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. De
entre semejantes problemas, unos son accidentales (cabría
decir), motivados por nuestra ignorancia del contexto per-
sonal, histórico e intelectual en que se gestó la obra; otros,
en cambio, son esenciales, intencionadamente suscitados
por un escritor que se complace en la ambigüedad y en
la ironía, y sobre una y otra construye su novela. Pero lo
grave es que ni siquiera podemos trazar con certeza la
frontera entre ambos tipos de problemas...
El libro, sin ir más lejos, aparece huérfano de padre,
sin nombre de autor (las primeras ediciones conocidas
datan de 1554, pero sin duda se han perdido algunas
ligeramente anteriores). E inmediatamente surge el dile-
ma: ese anonimato ¿es simple fruto del azar o decisión
premeditada de quien desea mantenerse incógnito? No
se trata de una curiosidad más o menos caprichosa: de la
respuesta a tal interrogante depende la justa apreciación
de múltiples aspectos de la novela. Si el autor hurta el
PrólogoPrólogo
10. 10
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
cuerpo, para protegerse, no sólo esta frase o aquel epi-
sodio, sino la entera historia de Lázaro puede conllevar
una malicia y una intención agresiva muy superiores a las
que en principio supondría el lector desprevenido; si el
anonimato es casual, en cambio, quizá nos esforcemos por
descubrir un sentido profundo a lo que no pase de ser una
intrascendente mueca humorística. Si el autor se esconde
voluntariamente, el libro tal vez aspiraba a presentarse
como «historia» antes que como «ficción» (o, en otras
palabras, el género «novela» nacía menos resuelta y más
inconscientemente); si el anonimato es fortuito, las afirma-
ciones del prólogo sobre el deseo de fama como estímulo
de las artes, por ejemplo, varían de alcance y contenido.
Podríamos repetir hasta el cansancio los «si...» y los
«pero si...» Nada digamos, si intentamos poner un nom-
bre y un talante en el lugar donde usualmente encontra-
mos una firma. Durante siglos, eruditos, ociosos y chun-
gones han propuesto buen número de candidatos a la
paternidad del Lazarillo. En lo antiguo, no faltó quien la
atribuyera a un grupo de teólogos del Concilio de Tren-
to... o a una cofradía de seis pícaros. Y, a decir verdad,
no son mucho más serias ciertas conjeturas modernas.
Incluso las más responsables y mejor respaldadas ofrecen
tal divergencia, que su mayor aportación posiblemente
consista en subrayar el carácter problemático de la novela.
Así, el Lazarillo se ha prohijado a un ilustre fraile jeróni-
mo, Juan de Ortega; a tan conspicuo «hombre renacentis-
ta» como don Diego Hurtado de Mendoza; al espiritual
Juan de Valdés; a un ingenio toledano de segundo orden,
Sebastián de Horozco; al gran humanista Hernán Núñez
de Toledo, y a una revuelta colección de otras figuras.
11. Prólogo
11
O, renunciando a arriesgar nombre alguno, se ha visto
en la obrita un mero fragmento de un más amplio relato
que podría datar de fines del siglo xv; se la ha imaginado
salida de la pluma de un magnate desdeñoso del vulgo o,
por el contrario, producto de una íntima compenetración
con el pueblo humilde; se ha adivinado tras ella la sensibi-
lidad de un «converso» (es decir, un cristiano de conocido
origen hebreo) o de un «marrano» (criptojudío); se la ha
arrimado a la familia erasmista. Y aquí lo de etcétera,
etcétera.
Terreno algo más firme pisamos en la identificación
de los materiales puestos a contribución por el anónimo
autor. Para empezar, el tipo de mozo de ciego, del travieso
«destrón» (como se le llamó hasta que la popularidad de
nuestra novela lo rebautizó como «lazarillo»), se había
paseado por el teatro, el cuento popular y aun las bellas
artes, por lo menos desde el siglo xiii. Por otro lado, buen
número de las figuras secundarias y de las propias reencar-
naciones del protagonista habían recibido reiterada aten-
ción en la literatura sabia y en las tradiciones folclóricas.
Folclóricas son también varias de las anécdotas y facecias
introducidas en el libro; y aun todo un episodio, como el
narrado en el capítulo quinto, en torno al desaprensivo
buldero, se inspira de cerca en una novela corta del saler-
nitano Masuccio Guardati.
Fuerza es reconocer, sin embargo, la finura y el tino
con que reelabora el Lazarillo los motivos ajenos tomados
en préstamo. Asunto o sugerencia que cae en manos del
autor, queda tan diestramente absorbido por la trama,
que ha costado toda la ciencia de varias generaciones de
historiadores y críticos aislarlo del conjunto para reco-
12. 12
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
nocer su primitiva independencia. Pues los elementos no
originales que antes interesaban sólo por lo que eran —por
la gracia de una respuesta, digamos, o lo sorprendente de
una situación— apasionan, dentro del Lazarillo, por cómo
están y a quién le ocurren y en qué medida le afectan. Se
han vuelto, así, carne y sangre del relato, integrados en un
organismo vivo, cuyos miembros todos se implican mu-
tuamente, sin que quepa prescindir de ninguno, so pena de
desastrosa mutilación. Por otra parte, el autor tenía el don
de ensamblar temas y pretextos intemporales, válidos en
cualquier coyuntura, en una construcción tan sabiamente
situada en el espacio y en el tiempo, que daban la impre-
sión de estar indisolublemente asociados a ella, surgidos
unos y otra de un mismo impulso. Así, verbigracia, la ven-
ganza que toma Lazarillo del ciego, al grito de «¿Olisteis
la longaniza y no el poste?», circulaba, autónoma, en ver-
siones muy anteriores a la novela; pero el autor la engarzó
con tanta precisión en la simetría del capítulo primero,
matizando hasta tal punto las razones externas e internas
del resentimiento del muchacho, ambientando tan minu-
ciosamente la escena, que ni un cabo suelto —dentro del
libro— permitiría sospechar su procedencia. O bien, en el
quinto capítulo, la treta del buldero venía a poner el dedo
en la llaga de unos abusos tan repetidos y característicos
de la España coetánea, que nadie la creería calcada en
buena parte de un novelliere italiano del siglo xv (y quizá
rehecha a la luz de un viejo repertorio internacional en uso
entre hampones y vagabundos).
Precisamente en ello consiste la singular trascenden-
cia del Lazarillo de Tormes en la historia de la novela
moderna: en el arte de seleccionar y conjuntar retazos de
13. Prólogo
13
muy vario origen, para darle unidad y sentido en la de-
pendencia de una figura central, magistralmente retratada
y —sobre todo— individualizada.
Pero he hablado de la ambigüedad y la ironía como
elementos constitutivos del Lazarillo. A tal propósito —
para proporcionar al lector una guía (entre las muchas
posibles) hacia una mejor comprensión de la obra—, pienso
que vale la pena añadir unas pocas ilustraciones. La auto-
biografía de Lázaro se complace en poner de manifiesto
la multiplicidad de sentidos de cuantas cosas y personas
cruzan por sus páginas. El autor se entrega sistemática-
mente a mostrar qué objetos, hombres y nombres no tie-
nen una realidad definida de una vez para todas, sino que
se resuelven en tantas dimensiones cuantos espectadores.
Y tal visión del mundo (fuera consciente o no lo fuera)
estructura todos los ingredientes de la novela (trama, téc-
nica narrativa, estilo, tesis, etc.) en forma rigurosamente
solidaria.
Por ejemplo, el narrador practica con el mejor empeño
una forma de presentación que se escinde en dos tiempos
bien marcados: un primer momento de percepción pura
(podría decirse), en que el protagonista registra unos he-
chos y les atribuye cierto significado; y un segundo mo-
mento en que asume un factor adicional que, respetando
la apariencia de lo captado anteriormente, altera dicho
significado. Ocurre así, verbigracia, en el encuentro con el
escudero toledano, cuando Lazarillo toma por signos de
riqueza lo que pronto entenderá como pruebas de miseria;
o en el episodio del buldero, cuya farsa acepta el mozo
como milagro, hasta que ciertas risas y comentarios le
descubren el embeleco.
14. 14
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
Pues bien, la dualidad de tales incidentes, según el
punto de vista del espectador, es enteramente homóloga
respecto de la dualidad con que el autor presenta al cie-
go como «nuevo y viejo amo» («nuevo» para Lazarillo,
«viejo» por edad), se refiere al «dulce y amargo jarro»
que engolosina y descalabra al muchacho, o afirma que
la mujer de Lázaro es «tan buena mujer como vive dentro
de las puertas de Toledo» (en otras palabras: ella es como
todas, o todas son como ella).
Pero la dualidad ambigua —insisto— se extiende a todos
los aspectos del libro. Lázaro, por caso, asegura en el pró-
logo que el afán de honor es el acicate de las artes; pero a
medida que avanzamos en la lectura descubrimos que las
peripecias del protagonista son, por el contrario, etapas de
un camino hacia el deshonor. O bien se nos asegura que
el libro revela «cuánta virtud sea saber los hombres subir,
siendo bajos»; y la conclusión nos muestra que Lázaro ni
ha usado de la virtud ni ha subido a ninguna altura envi-
diable. Pero sería detenernos demasiado cerca de la sali-
da quedarnos con tal conclusión. El autor posiblemente
apuntaba más bien a sugerirnos lo cambiante e inestable
de los valores: si Lázaro consideraba haber ascendido, en
la situación final de la novela, ¿cómo convencerle de otra
cosa? ¿Acaso no es el hombre, cada hombre, la medida
de todas las cosas? Ese principio parece presidir cuantos
ingredientes se amalgaman en el Lazarillo de Tormes.
* * *
No sorprende que Luis Vélez de Guevara (Écija, 1579-Ma-
drid, 1644), comediógrafo y menesteroso profesional, afir-
15. Prólogo
15
mara haber compuesto «con particular capricho» los diez
«trancos» de El Diablo Cojuelo. Novela de la otra vida,
traducida a ésta (Madrid, 1641). No sorprende, porque,
ciertamente, nada en la larga obra del ecijano puede com-
pararse con El Diablo Cojuelo en voluntad de estilo, pri-
mor intelectual o riqueza imaginativa; y porque, en justa
correspondencia, ninguno de sus restantes escritos (ni aun
piezas tan redondas como La serrana de la Vera o Reinar
después de morir) ha hecho más por mantener vivo el
nombre de Vélez de Guevara.
El marco o pretexto narrativo del libro es harto senci-
llo: el estudiante don Cleofás, «huyendo de la justicia...
por un estupro que no lo había comido ni bebido», libera
al Diablo Cojuelo de la redoma en que lo tiene preso cier-
to astrólogo; en prenda de gratitud, el demonio traslada
a don Cleofás hasta la torre más alta de Madrid y, desde
allí, «levantando a los techos de los edificios», como quien
quita la corteza de una empanada, le muestra cuantos se-
cretos velan la noche y los tejados; más tarde, le sirve de
guía por entre el laberinto de la Villa y Corte, lo transpor-
ta por los aires a diversos lugares (Toledo, Sierra Morena,
Córdoba, etc.) donde abundan los tipos pintorescos o las
curiosidades de vario orden y, por fin, lo salva de la per-
secución en cuyo trance se habían conocido, para volver
él mismo, a pura fuerza, a los infiernos.
Los elementos más visibles de tal marco tenían una
tradición de muchos años, y aun de siglos, en el folclore o
en la literatura docta. Así, de toda la caterva demoníaca,
la superstición popular había individualizado al Diablo
Cojuelo, nombre habitual en conjuros y encantamientos,
y de quien se aseguraba que «puede más», que «corre más
16. 16
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
que todos», que «es buen mensajero». Era conseja repeti-
da (y refrendada aun por humanistas tan notorios como
un Antonio de Torquemada) que «los nigrománticos y
hechiceros apremian a los demonios y los fuer. zan a hacer
y cumplir su voluntad y, así, muchos los tienen atados y
ligados en anillos y en redomas y en otras cosas, sirvién-
dose de ellos en lo que quieren, y a estos tales demonios
llaman comúnmente familiares». Y a semejantes diablos
«familiares» se atribuía notablemente el poder de llevar
por los aires a sus amos, en rapidísimo vuelo, hasta los pa-
rajes más remotos: Vélez de Guevara explota el recurso en
más de una comedia, no otra cosa se contaba de Juan de
Bargota y no otra cosa le costó un proceso inquisitorial al
conquense doctor Torralba. Todo ello era, pues, materia
bien conocida: y, por lo mismo, permitía al lector orien-
tarse fácilmente entre la selva de incidencias adensada en
torno a dichos motivos proverbiales: supuesto el diseño
general, la atención podía concentrarse en el detalle.
Ni era mayor novedad, por otro lado, la ascensión a un
observatorio privilegiado, desde el cual se volvían trans-
parentes techumbres y tabiques. El tema —pienso— arranca
de una sátira de Luciano de Samosata, la intitulada Ica-
romenipo, en que el protagonista, encaramado en la luna
y dotado (merced a Empédocles) de la agudeza visual de
un águila, penetra hasta lo más secreto de cada hogar; y
el panorama es rigurosamente similar al que alcanzan don
Cleofás y el Cojuelo desde la torre de San Salvador: Antío-
co coquetea con su madrastra, Alejandro de Tesalia muere
a manos de su mujer, etcétera. Pero Vélez de Guevara,
si bien, indudablemente, tenía presente a Luciano, pudo
contar también con otros modelos más próximos: por
17. Prólogo
17
ejemplo, y en primer término, Los antojos de mejor vista,
en que Rodrigo Fernández de Ribera († 1631) imagina
una situación que —diabluras aparte— ofrece buen número
de coincidencias con el tranco segundo de nuestro libro.
En cualquier caso, más importante que la proceden-
cia inmediata de este o aquel detalle específico del marco
de El Diablo Cojuelo, lo es advertir el venerable linaje
del conjunto. En efecto, el esquema esencial de la obra,
donde una minúscula armazón narrativa sustenta un nú-
mero indefinido de viñetas sin relación profunda, es tan
viejo como el arte de contar. Es el esquema del relato
folclórico, con extraordinaria frecuencia una mera sarta
de sucesos dispares unificada tan sólo por el testigo (pe-
regrino, viajero) que los presencia. Es el esquema de la
visión medieval, concebida como catálogo de personajes
ilustres, situaciones ejemplares o decorados sorprenden-
tes. Es el esquema caro al moralista de todas las épocas
(el de la sátira menipea, la Danza de la muerte o la Nave
de los locos), deseoso de multiplicar las ocasiones para la
censura y la prédica.
De las varias cristalizaciones de semejante esquema que
ofrecían las letras españolas de la época, parece claro que
Vélez de Guevara se dejó atraer especialmente por la tra-
bajada una y otra vez por don Francisco de Quevedo. Las
obras jocosas de Quevedo (la Vida de la corte, el Libro de
todas las cosas, la misma Vida del buscón, el total de los
Sueños...) son otras tantas colecciones de retales zurcidos
con un delgadísimo hilo argumental: inventarias de las «fi-
guras» ridículas de Madrid, encarnaciones diversas de la
necedad, desfile a lo largo de un camino o concentración
en las calderas de Pero Botero de sujetos despreciables...,
18. 18
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
excusas todas para engarzar malabarismos de ingenio lin-
güístico y conceptual. Y El Diablo Cojuelo, por mucha
tradición de otra suerte que cargue a las espaldas, marcha
fundamentalmente renqueando a la zaga de Quevedo.
Alguaciles ladrones, escribanos de daca y toma, poetas
desaforados, maníacos de vario pelaje, ninfas de las ca-
lles, espadachines chiflados, mendigos fulleros, médicos de
«Dios te la depare buena», rufianes, maridos «cartujos»
(por lo silenciosos), hampones de cambiante registro... Ta-
les son los blancos preferidos de la sátira quevedesca, y,
por ahí, de la variación de Vélez. Quevedo, naturalmente,
no había sacado de la nada a toda esa fauna humana que
puebla sus obras de burlas: ella y muchas de las recetas
para amontonarla (recetas comparables a la calle de los
Gestos, el baratillo de los apellidos o la casa de los locos,
verbigracia, en el tranco tercero de nuestra novela) venían
rodando de tiempo atrás por la poesía de humor, los ser-
monarios, las florestas de chascarrillos, las narraciones
picarescas, el teatro menor y una amplia gama de libros
misceláneos. Pero, como digo, no es dudoso que El Diablo
Cojuelo responde básicamente, en contenido y estilo, al
arquetipo quevedesco.
De Quevedo viene, por ejemplo, el expediente de con-
vertir a un diablo en censor moral de la sociedad. No es,
por supuesto, una censura radical: el demonio de Vélez,
animado de un vago reformismo, se limita a picotear en
este uso excesivo, en aquel abuso epidérmico, en tal o cual
«figura» de poco vuelo. Quizá el «peligro» más grave, a
ojos del autor, esté denunciado por el artificio de poner la
prédica (implícita o explícita) en boca de un pobre diablo.
Pues, si así ocurre —cabe deducir—, es porque el mundo
19. Prólogo
19
está en trance —y en afirmarlo hay más advertencia que
diagnóstico— de volverse del revés (asunto favorito, dicho
sea de paso, de los satíricos de todos los tiempos). Y hacia
ahí van los tiros más serios de Vélez (aparte, claro está,
los dirigidos con las saetas de la creencia religiosa): hacia
quienes inventan una nobleza no heredada, hacia quienes
pretenden evadirse de su inmutable casillero jerárquico,
hacia quienes, en resumidas cuentas, atentan contra la
monolítica estructura social. (Si ésa es la cara, la cruz se
descubre rápidamente, por caso, en la nutrida serie de
fatigosos elogios de nobles y magnates.)
Desde luego, con ello no quiero dar a entender que
el propósito aleccionador fuera decisivo en la génesis de
El Diablo Cojuelo. La inmensa mayoría de los temas y
problemas que Vélez saca a la picota eran, en aquellas
fechas, tan unánimemente sentidos como merecedores de
escarnio o reproche, que nadie pretendería «aleccionar»
de veras, al propósito, en un libro de entretenimiento.
¿Quién no daba por supuesta la reprobable conducta de
los grupos de «colonialistas económicos» (se diría hoy)
en cuyas arcas acaba enterrado el oro de las Indias? ¿Qué
bienpensante estaba dispuesto a tolerar que unos extran-
jeros tomaran a chacota al rey de España? ¿Quién negaría
la risa ante un poeta grotesco o una academia literaria
cultiniparla?
Con esos y tantos otros puntos de apoyo, Vélez de
Guevara podía entregarse tranquilamente a sus filigranas
estilísticas (también ahora en deuda capital con la prosa y
el verso de Quevedo). Apurar el lenguaje, descubrirle nue-
vas dimensiones, variarlo, deslumbrar al lector a fuerza
de sutileza, tal fue, según todas las posibilidades, una de
20. 20
El Lazarillo de Tormes | El Diablo Cojuelo
las aspiraciones constitutivas de la obra. Vélez se regodea
en todas las formas posibles del equívoco, el juego de pa-
labras, la metáfora prolongada y rematada en sorpresa.
Particularmente le deleita —por aducir tan sólo un par de
ejemplos— obligarnos al zigzagueo de captar un término
en determinado sentido y enfrentarnos con un elemento
que lo reproduce o lo prolonga en distinta acepción («no
dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como
si las tuviera»; «fuga [es decir, «tono musical»] de cua-
tro o cinco calles», etc.). Como le complace introducir en
una frase hecha un factor inesperado que revela nuevas
dimensiones de la realidad sometida al escalpelo literario
(«Ite, río est»; «daba gato por demonio», etc.). Pero no es
posible pasar aquí de un simple toque de atención: ponga
el lector ciencia y conciencia en anatomizar el estilo de
Vélez de Guevara; nada le enriquecerá más en el trato con
El Diablo Cojuelo.
* * *
De un tiempo a esta parte, los editores han dado en la flor
de compensar las pocas páginas del Lazarillo de Tormes
imprimiendo a continuación El Diablo Cojuelo. El em-
parejamiento es fruto del azar, pero no por ello carece de
significado. El anónimo renacentista y Vélez de Guevara,
en efecto, ilustran dos dimensiones tan dispares del arte de
narrar, que hallarlas contiguas no puede menos de resul-
tar revelador. El Lazarillo marcha en línea recta hacia la
«novela realista» (un organismo histórico, naturalmente,
no una quintaesencia fuera del tiempo), hacia la estruc-
tura bien trabada, hacia la captacion de lo individual. El
21. Prólogo
21
Diablo Cojuelo, en cambio, prolonga en las coordena-
das de su tiempo una manera prenovelística, terreno de
elección de los fragmentos apenas enhebrados y de los
tipos convencionales. Nadie escatima al Lazarillo una
calidad artística enormemente superior a la del Cojuelo
y una inmarcesible vigencia. Pero nadie negará tampoco
que ahora mismo, en junio de 1970 (no aspiro a profeta
del mañana), de vuelta de los realismos decimonónicos,
familiarizados con el relato de protagonista colectivo o las
acrobacias lingüísticas de James Joyce o Julio Cortázar,
la obra de Vélez de Guevara nos ofrece no pocas notas de
actualidad. Y hete aquí por dónde mezclar en un mismo
costal el Lazarillo de Tormes y El Diablo Cojuelo no sólo
proporciona una lección de historia de la novela, sino que
confirma el principio capital de toda aproximación a una
teoría de la literatura: la relatividad del gusto estético.
O, como diría Antonio Machado, que el arte es largo y,
además, no importa.
22.
23. 23
Y
o por bien tengo que cosas tan señaladas, y por
ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de
muchos y no se entierren en la sepultura del olvido; pues
podría ser que alguno que las lea halle algo que le agra-
de, y a los que no ahondaren tanto, los deleite. Y a este
propósito dice Plinio1 que «no hay libro, por malo que
sea, que no tenga alguna cosa buena»; mayormente que
los otros gustos no son todos unos, mas lo que uno no
come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas
en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto para
que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si
muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase,
mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella
algún fruto.
Porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno
solo, pues no se hace sin trabajo; y quieren, ya que lo
pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que
vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y a
este propósito dice Tulio:2 «La honra cría las artes.»
1. Plinio el Joven, Epístolas, III, v. 10.
2. M. Tulio Cicerón, Tusculanas, I, 2.
Prólogo del autorPrólogo del autor
24. 24
Prólogo del Autor
¿Quién piensa que el soldado que es primero de la esca-
la tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el de-
seo de alabanza le hace ponerse al peligro; y, así en las ar-
tes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado,3
y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas;
mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen:
«Oh, qué maravillosamente lo ha hecho Vuestra Reve-
rencia!» Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio
el sayete de armas4 al truhán porque le loaba de haber
llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?
Y todo va de esta manera: que confesando yo no ser
más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en este
grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y
se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto
hallaren, y vean que vive un hombre con tanta fortuna,5
peligros y adversidades.
Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de
mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se
conformaran. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba
y relate el caso muy por extenso, parecióme no tomarle
por el medio, sino del principio, porque se tenga entera
noticia de mi persona; y también porque consideren los
que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues
Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los
que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, sa-
lieron a buen puerto.
3. Teólogo que no ha recibido todavía el grado de maestro.
4. Jubón que se llevaba debajo de la cota. Fue costumbre que los ca-
balleros, cuando eran alabados por algún inferior (como el truhán
del texto), les regalasen alguna prenda que llevaban puesta.
5. Aquí, «desgracias».
25. 25
TratadoTratado
11
Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue
P
ues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a
mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé Gon-
zález y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de
Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por
la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera:
mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una
molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la
cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre
una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y
parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir
nacido en el río.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi pa-
dre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que
allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no
negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios
que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bien-
aventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra