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Antonio Florido Lozano




LOS CUENTOS DEL GUAYACÁN




                1
Es difícil encontrar palabras
    para
    Dibujar el rostro hierático del
    vacío,
    Y más aún cuando el aire
    insolente
    Golpea tu piel marchita por los
    años…




2
Índice




  I. Diálogo de ausencias………………………………..…..4

 II. El General Obando…………………………………….16

 III. Fiebre…………………………………………………..30

 IV. La espera……………………………………………….41

 V. Los vencidos……………………………………………50

 VI. Nadie sabe los años que tengo………………………...67

VII. Un instante dilatado…………………………………..75

VIII. Un día en la fábrica…………………………….……..81

 IX. Arena plateada………………………………..……….90

 X. El centinela solitario…………………………………..97

 XI. Amharat………………………………………………107

XII. Detened el tiempo…………………………………….117

XIII. Inocencia……….……………………………………..132




                           3
I. DIÁLOGO DE AUSENCIAS




           4
_   31   de diciembre, a las tantas,



     Si anoto aquí mis confesiones, querido diario, es sólo para no morir de

soledad, para no sentirme tan vacío, vacuo y deshabitado. Que me han

abandonado se deducirá de mis palabras, escritas desde la turbación y

apasionadamente – aún me queda la pasión -.

“Tres horas llevo, en vano, esperando. Sentado a la mesa como un tonto,

con las estúpidas velas rojas llameando. Mi amor se siente desvanecido,

engañado. Así me trata. Siempre mortificándome, a cada ocasión, a cada

capricho. Aunque hoy, día tan señalado, no lo esperaba, de seguro.

Todo el día, toda la semana, todo el tiempo se ha perdido - lo he perdido -.

Tengo sueño y siento algo extraño. No es rencor. No es odio. Es…no sé,

algo distinto, ajeno a mí. Pero ese algo que no sé explicar me domina, me

vence. Seguir esperando o no. Continuar con los ojos de par en par a la

espera de que el timbre gima o derrotarme en los mullidos brazos del sofá,

para siempre. Qué hacer. Difícil. Difícil.



                                       5
Apenas si se oye ahora - ¡es tan tarde! - el murmullo de la gente por

las aceras. Noche que avanza ineluctable y cansinamente hacia el abismo.

Noche que pasa de mí, indiferente, mirando para otro lado, que me

abandona en brazos de estúpidos transeúntes en son de necias e insulsas

letras archisabidas. Puse todos mis esfuerzos por que esta velada fuese

diferente. Ahí mi equivocación, mi locura. Diferente para los dos, ¡qué

sarcasmo! Preparé la cena. Dispuse la mesa con su mantel de ocasiones y

sus copas relucientes, pulcras y transparentes. Impecable. Las velas rojas -

de película de amores -, reposan a estas horas, sin embargo, malolientes y

desgastadas sobre la mancha azul y plana de la mesa (estúpidas velas

rojas). Todo se ha ido lejos de mí, salvo la desazón – tuve un amigo que en

cierta ocasión me habló de ella, y no le comprendí – que se me ha

presentado de golpe, arrolladora y violenta. Vigilo durante un buen rato al

teléfono mudo. Y mi cabeza se agita como una coctelera donde los

pensamientos, en constante movimiento, buscan la mezcla secreta y

misteriosa.

     Pronto amanecerá. Ya el año nuevo dio comienzo en todos. Pero yo

he sido anclado al presente, digo bien, al presente. Para mí no hay ni

sucederá otro día que el de hoy. Me resisto, me niego. Esperaré. Sabré

hacerlo, aunque le pese. Aquí seguiré, en mi habitación, sentado a mi mesa,

paciente y resignado.




                                     6
He de confesar que jamás fui amigo de las citas porque siempre me

han traído malos recuerdos y peores experiencias. Tal vez mi exigencia

para con los demás haya sido cruel, excesiva, pero no puedo cambiar, ya

no, es demasiado tarde. Aparte que no quiero porque he de demostrar – ni

yo mismo lo creo - que soy una persona incólume, segura. Aunque

reconozco que a veces mi máscara de exigente no es comprendida lo

necesario.

    Me consume el pecho la angustia de ver amanecer sin mi Amor

susurrándome palabras tiernas. Abro. Salgo al balcón, no soporto más la

esclavitud de la espera. El aire del amanecer es puro, frío, imperturbable. El

cielo clarea y las estrellas se difuminan en lo alto - como un chorro de leche

derramado – claras y albinas. (Estúpidos puntos brillantes de las noches).

    Maldigo, maldigo la hora en que el Amor llamó a mi puerta. Otro día

ha pasado, otro año, otras mentiras para digerir. Ya no puedo más. Desde

aquel día todo han sido falsedades, huidas, justificaciones. Y lo peor es que

yo lo percibía. Sabe mi Amor que no puede vivir sin mí y sin embargo me

desprecia, me ignora. ¡Qué hará a estas horas por las calles - ya amanecidas

-, sin mí! ¡Qué hará! ¡Adónde irá sin el calor de mi cuerpo, sin mis

sonrisas!

     La noche avejentada y mustia suda olores nauseabundos mientras los

últimos imbéciles, ignorantes, no callan ni respetan mi dolor. La gente es

mala, perversa. Tétrico y retorcido, el mundo. No piensan, no tienen idea


                                      7
del daño que sufrimos algunos. Algunos que callamos y experimentamos el

sabor del abandono, en silencio. Por eso no soporto que mi Amor, mi Vida,

continúe por ahí a estas horas, a la deriva, en soledad, en medio de

siniestras almas que le pierden a uno.

    No debería – me digo - haberse tomado aquellas palabras mías tan en

serio. Todo lo que le dije brotó espontánea y cándidamente de mi despecho,

de mi rencor, de mi resentimiento. Pero, ¡cómo voy a dejar yo a mi Amor!,

¡en qué cabeza cabe semejante absurdo! Se comprende, sin embargo, que

mis palabras le sentaron mal y ahora me castiga. Lo que no imagina mi

Amor es que su ausencia, su huida, su abandono, no es sólo un castigo, es

un sufrimiento insoportable que me destroza y me deja vacío. Porque yo sin

mi Vida no sé qué hacer, soy, me veo, me siento, como perro solitario,

asustado y triste. Un memo, una marioneta, un muñeco sin existencia,

quieto, inmóvil, un monigote de trapo de ojos tristes y ciegos.

     He notado ruido en el entresuelo. Pero no es mi Amor, no puede ser.

Se trata sin duda de otra burla macabra que quiere jugar conmigo. Mi Amor

siempre gira dos vueltas completas a la llave. Y no hace ruido. Será,

posiblemente, el imbécil del vecino que habrá acabado la juerga y vendrá

con ganas de violentar a su esposa en un sofoco carnal, impuro y hediondo.

¿Por qué no llegará ya mi Amor?, ¿no sabe acaso que con esta actitud me

desespera y rompe?, ¿no imagina mi calor que no soporto los castigos tan

crueles?


                                         8
La noche es larga, eterna, desesperadamente eterna y dura de pasar,

como un camino en cuesta y pedregoso. Me duele la cabeza. La siento

hinchada como un globo de feria. He cogido el teléfono y he llamado no sé

ya las veces. Nada. La voz metálica e hiriente me dice que está fuera de

cobertura. Lo intento de nuevo, agarrándome a una esperanza cada vez más

débil. Quizás ahora lo coja, quizás ahora - me digo -, pero siempre obtengo

la misma respuesta neutra y sin alma.



_A los dos días,

    Si el infierno existe, diario mío, ya lo conozco; no he salido de casa en

este tiempo; sufro; me he enterado que mi amor tiene otro amor; y me

duele; se me clava en el pecho como un puñal; qué otro amor puede haber

llegado a su vida; qué amor, qué engaño le sucede; por qué se obceca en no

llamarme siquiera para un desprecio, para una bofetada; tan sólo dos días,

qué ocurrirá si se empeña en su actitud infantil de no quererme; vuelvo a

llamar; fuera de cobertura; no quiere nada conmigo; diario mío, dime, qué

debo hacer, aconséjame, hoja de papel querida,



_Las cuatro de otra madrugada,

    Ha venido Alberto a verme; que qué me pasa, que no se me ve por

ningún lado; no le he prestado apenas atención; en pocas palabras le

insinué que se fuera, que su presencia me era indiferente; en verdad no


                                        9
soportaba su cara de niño bien ni su aire estúpido; no necesito a nadie a mi

lado; mi vida carece de sentido desde que mi amor me dejó,



_Febrero, por la mañana,

       Me levanté desganado, tomé café y me afeité; aún huele a su piel, su

toalla continúa en el mismo lugar, doblada y esponjosa; no me atrevo a

abrir los cajones de la cómoda, me traería recuerdos hirientes; me siento

vejado, una piltrafa, y salir a la calle me da miedo; la soledad y el silencio

de la habitación evocan en mí su presencia ausente; lleva casi cuarenta días

lejos de mí; a veces pienso si sufrirá como yo; el dolor me está matando;

una separación tan prolongada es inhumano; me fundí tanto con esta

persona que dejé de ser yo mismo y llegué a respirar con su pecho y a

sentir con su corazón; el apartamento se me hace más pequeño con el día a

día,

       A las once llamó Guiller para decirme que ha visto a mi vida con

Gustavo, de la mano, y que las sonrisas y la felicidad se dibujaban en sus

labios; le he colgado, fulminante; siento una rabia que me amordaza, “de la

mano…”, y contentos, alegres de la vida, como si nada hubiese sucedido;

he pasado el día rumiando las palabras del mentecato de Guiller; lo que no

comprendo, al fin, diario mío, es por qué me desprecia, si lo único que he

hecho con esta persona es quererla, es desvivirme, es salirme de mí mismo,

darme; y, sin embargo, este es el pago que recibo…


                                     10
_Julio,

       Hace meses que no hablaba contigo, querido, amado diario; al

principio, te lo confieso, quise descargar en ti la hiel que me rebosaba,

como castigo ¿entiendes?, para que sintieses lo que yo cuando me supe

abandonado; pero he reflexionado y a partir de hoy tú y yo vamos a ser los

mejores amigos, amigos íntimos; yo te contaré mis cosas, todas, y tú me

confesarás tus sentimientos más velados; qué bien lo vamos a pasar en

adelante, los dos, siempre los dos, inseparables,

       Mañana retomaré el trabajo, sí, como lo oyes, querido, amado mío, lo

he decidido, iré de nuevo a la oficina; y enfrentaré la mirada de Guiller

como si jamás hubiese sucedido nada; ahora abriré las ventanas, el verano

ha llegado este año inflamado; así me siento, enardecido, entusiasmado,

loco, como el estío del sur que nos azota y hostiga,



_Mediados de julio,

       En la oficina me hago el interesante, les coqueteo y de vez en cuando,

querido, amado diario, les insinúo que tengo amante; al estúpido y engreído

de Alberto ni le miro, no es digno de mi amistad, como tú, amado, tesoro

mío,



_Octubre,


                                      11
Tengo una noticia fabulosa amado mío; te lo confesaré pero debes

garantizarme que no saldrá de nosotros y que no lo tomarás como algo

personal; te prometo, si cumples tu parte, que te seguiré queriendo y

amando como siempre he hecho; te lo diré susurrando, así, así,

pianísimo…mi amor ha venido, ha regresado, ha reconocido su error, su

culpa; me lo ha confesado nada más abrir la puerta de casa; el pobre estaba

pálido, anémico, casi cadavérico; lo que yo te decía tesoro mío, mi Pablo lo

ha pasado mal, muy mal, lo que habrá sufrido mi ángel; me ha dicho que

todo fue una locura, una subida de calor repentino; y yo, triste de mí, con lo

que había preparado este momento, con la de veces que ante el espejo me

había figurado hablando a Pablo, duro, enervado y severo, me derrumbé en

sus brazos y lloré sobre su pecho varonil, como un niño,



_Navidad,

    Pronto hará un año de aquello, querido, amado diario, un año, todo un

año; y esta vez estamos los tres juntos, unidos como nadie pueda estarlo

jamás; Pablo, tú y yo; los tres aquí; Pablo y yo sentados el uno junto al otro

y tú, amado, tesoro mío, sobre la mesa con cubierta de tafetán, mirándonos

en silencio y sonriéndome sin que Pablo se dé cuenta de nada; esta vez no

tendremos que esperarle, cenaremos en silencio y luego, en los postres,

cantaremos y contaremos historias de Nochebuena, de las que tanto gustan

a mi tesoro; y cuando la noche se vuelva densa y tupida, tomaré a Pablo, mi


                                     12
amor, mi otro amor, y lo acostaré suavemente sobre el edredón de invierno

que compramos la semana pasada; cuando él esté profundamente dormido

tú y yo seguiremos compartiendo sigilosamente nuestros secretos, en el

hueco oscuro y fosco de la noche; debe ser así, créeme, querido, amado

diario, de lo contrario, si Pablo se percatase de nuestros disimulos encelaría

hasta enloquecer,

     Te aseguro amado mío, querido tesoro, vida mía, que Pablo no nos

volverá a abandonar y que todas las noches departirá con nosotros, aquí, en

la sala, pegados, muy juntitos los tres; te aseguro amado mío, que Pablo es

feliz junto a nosotros; sabe él que aquí no le faltará amistad, calor y, sobre

todo, amor, mucho amor; mírale, mira a Pablo cómo sonríe, querido mío,

mírale; es feliz, se le nota ¿verdad?, desde que lavé su cara con la toalla

mullida que guardaba, desde que sus manos aparecen blancas, sin restos de

sangre, cuidadas por mí con profundo sentimiento, ya no hay nada que

temer; tú no lo sabes, pero todas las mañanas, amado diario mío, hablo con

él mientras me aseo; todas las mañanas cuando me cruzo con Alberto, con

Guiller, con Gustavo, les miro y les sonrío mientras pienso que Pablo jamás

será otra vez de ellos,



_Tras la navidad,

     Querido diario, hoy estoy enfadado, no, no contigo, amado mío, con

Pablo; dice que no hablo nunca con él, que no le presto atención, que le


                                     13
ignoro y que he dejado de amarle y yo me pregunto, ¿cómo puede pensar

eso de mí, de nosotros, acaso tú y yo no pasamos las tardes claras de esta

maravillosa primavera junto a él? Si continúa así le tendremos que meter de

nuevo en el depósito, en el frío e inhóspito depósito, como a los niños

traviesos y metomentodos; Pablo no ha sido jamás tan aguafiestas, lo que le

pasa, diario mío, tesoro de mi vida, es que está celoso de ti, como lo oyes,

celoso y requeteceloso; pero, como a los mequetrefes, mejor es no echarle

demasiada cuenta,



_Una noche calurosa,

     No podemos seguir así Pablo, no podemos; no comes, no bebes,

siempre estás igual de serio con nosotros y no nos cruzas palabra en todo el

día; sabes que los dos te queremos y te respetamos, pero has de intentar

cambiar por el bien de los tres; a partir de hoy lavaré tu cara y tus manos a

diario; y además, si me lo permites como si no, Pablo, peinaré tu cabello y

recogeré los mechones que caigan al suelo para que tu habitación brille y

resplandezca de blancura; de noche, Pablo, debes comer algo, inténtalo, y si

me dejas yo mismo abriré tu boca para alimentarte; luego, a los postres,

Pablo, quiero que hables con los dos ¿entendido?, y olvídate de esa manía

tuya de abrir las ventanas para ventilar la sala; ¿no comprendes, querido,

que hueles mal, y que los vecinos podrían sospechar?; olvídate de todo, no

te preocupes, yo haré todo cuanto haya que hacer para que los tres vivamos


                                     14
en el mejor de los mundos; ya llevamos casi un año juntos, Pablo, casi un

año desde que entraste en esta casa aquel día para pedir perdón por lo que

habías hecho; y te perdoné, te perdonamos, los dos te perdonamos, por eso

lo único que te pedimos es que continúes sentado en esa vieja mecedora,

junto a nosotros, pasando el tiempo infinito en esta sala triste y hedionda.




                                      15
II. EL GENERAL OBANDO




        16
L   a carta llegó al campamento con la crecida silenciosa y



traicionera del Putumayo, de modo que hasta transcurridas dos horas el

General no pudo leerla; el Putumayo no juega y Obando lo sabe; cuando

las aguas del río se remueven turbias y caprichosas junto a los juncos,

todos en el campamento acuden como culebras, rápidos y resueltos, hasta

dejar los alrededores más limpios que la cabeza del Gringo,


     Obando abrió la esperada carta despacio hasta la desesperación;

barruntaba desde días atrás que aquello se acababa; para su desgracia las

cuatro primeras letras que leyó provocaron el latigazo involuntario de su

codo izquierdo, la señal de que el General se ahogaba en la humillación,


     El General Obando leyó hasta el final el papel sucio y amarillento y

se quedó mirando las aguas del Putumayo que ya habían alcanzado los

troncos más gruesos de la barraca; con el corazón lleno de mierda y de

rabia arrugó la hoja y la arrojó donde nadie pudiera verla; llamó entonces


                                    17
al Cabo con su voz aguardentosa y desagradable; el Cojo apareció de la

nada y al ver la cara del General supo que a la mañana siguiente

abandonarían la maldita selva,


     Aquella misma noche, bajo la penumbra de su choza y sin dar tiempo

a que su vómito le traicionara, Obando ordenó preparar la marcha; esa

noche, densa y misteriosa como pocas, las estrellas se le cruzaron entre

ceja y ceja y no pegó ojo; después de treinta años en la trocha con el fusil

al hombro, cuatro mujeres, once hijos conocidos y veintitantos hombres

muertos a su costa, cómo podría vivir en adelante; Obando, Don José

María Obando, hijo adoptivo de Don Ramón Obando del Campo, no sabía

que la vida pudiera echársele encima con tanto peso, aplastando su orgullo

y su destino antojadizo, y todo en nombre de la dichosa democracia,


     Los Yaguas caminaban de regreso con la caza de una semana, entre

árboles centenarios, altos como el orgullo de sus ancianos, mientras el

General Obando pasaba revista a los pocos soldados vivos de su

regimiento; al cabo se despidió de todos, mirando a los ojos de cada uno;

sólo se llevaba con él al Gringo, que conocía los senderos misteriosos de

la selva y era medio indio,


     Mientras el General y el Gringo enseñaban sus espaldas camino de

Cali, en busca de la sinrazón del presidente José Ignacio de Márquez, el

Coronel Sarmientos Piedelobo, que se quedaba al mando del campamento,

                                     18
esbozó una sonrisa estúpida y pasajera que no contagió a ninguno de sus

soldados; ni el Chusco, ni el Chamizo, ni el Cojo, ni el Niño sonrieron; ni

siquiera la Chana se alegraba de la marcha del General que maldito el día

en que se iba quizás para siempre,


      Cuatro semanas a lo más; eso fue lo que el General dejó dicho,

 pero ya habían pasado dos y lo único que se oía era la indomable Seca

 golpeando los rostros cansados por la lucha; los Yaguas no se divisaban

 desde el campamento, aunque más que por la distancia porque ver un

 Yagua y no ver nada era lo mismo; los ojos secos de los soldados

 alcanzaban hasta poco más allá de las aguas del Putumayo; la Chana

 cumplía años sin decir nada a nadie y se avergonzaba en silencio de su

 cara mustia y poco agraciada; a la Chana también se le acabarían los

 buenos tiempos, al menos eso es lo que todos se decían continuamente

 con la mirada; ninguno deseaba ver entrar al General por el camino de

 los charcos, porque verle entrar y acabar la lucha contra los insurgentes

 era cosa segura, pero ninguno deseaba tampoco que su General faltase

 para siempre, ninguno menos Sarmientos, para quien la ausencia de su

 superior era la mejor noticia que pudiera conocerse,


      El 11 de julio de 1841 amaneció sin avisar; en el cielo de la selva

 donde viven los Yaguas raras veces se ve el sol allá arriba, por entre los

 árboles; sólo donde las calvas han hecho de la selva un tapiz húmedo y


                                     19
verdoso florecen plantas caprichosas en busca de los tímidos y cálidos

 fuegos del cielo,


     El 11 de julio de 1841, el mismo día en que el General Obando se

negaba a pactar la rendición con el presidente José Ignacio de Márquez, el

Coronel Sarmientos Piedelobo se sentía con el mundo dentro del pecho y

hacía y deshacía a su antojo; la Juárez le colocó bajo las narices el

segundo plato de estofado que, aún ardiendo, el coronel relamía con sus

ojuelos achinados; la Juárez se retiró y dejó a su coronel tranquilo en

medio de aquel sofoco de verano, que maldito si llegó el calor aquel año;

Piedelobo torció el gesto a la primera engullida y, con la cara roja como el

tomate, escupió un trozo de carne; luego tomó la jarra de chicha, fría

como el alma de una viuda, y bebió para dejar sitio a otro golpetazo de

ardiente estofado; de cuando en cuando el Coronel maldecía el día en que

vio al de la Enara entrar por la puerta de su casa para decirle que se

pusiera la charretera; desde entonces su maldito dolor de barriga le

enredaba el vientre a golpes de bocado; el Coronel llamó a la Juárez a

voces: “¡Chana, venga usted acá con su amorcito!”; la Juárez o la Chana

como al Coronel le gustaba clavarle al oído aparecía de golpe y entonces

el Piedelobo le frotaba el trasero delante de todos, como si nada; los

demás, ante la ausencia de su General, callaban como muertos; hasta el




                                     20
Niño, pese a su juventud asquerosa y repulsiva callaba miserablemente y

aguantaba el tirón,


       El calor húmedo de la selva del Tarapoto entraba a todos por los

ojos, secando el alma cansada ya de tantos años de lucha sin causa y sin

fin; el Piedelobo seguía estrechando con sus manazas las entrepiernas de

la Juárez mientras mascaba como un cerdo el último bocado de carne; a

ver quién era el guapo en levantarse sin el permiso del Coronel, pero el

guapo fue el Niño que harto ya de tragar bilis sacó la faca y amenazó con

ella al dueño de la Chana; el silencio se espesó cuando los demás vieron

pararse las quijadas del Coronel; el Niño tragó la poca saliva que le

quedaba y de no estar la Chana todavía en la falda del Piedelobo, habría

salido de allí como alma que se come la Seca, el parón cálido y salino de

la selva; hasta las moscas dejaron de zumbar; el Coronel, envalentonado,

se quitó a la Chana de encima, dejó el cucharón sobre la mesa y levantó su

enorme espinazo buscando la voz silbante de la faca en el aire; el Niño no

tuvo tiempo de reaccionar cuando ya el Coronel le aferraba la garganta

con la fuerza de un arco de acero; pero no apretó para que los demás

viesen el espectáculo de ver a un hombre morir a su voluntad; el Niño

maldijo al Coronel y fue lo último que hizo en su corta vida; el aire,

espeso como la leche de la Facunda, humedecía los rostros del Coronel, de

la Chana y de los demás; el tiempo, temeroso de que a él también le tocase



                                    21
parte, paró su ritmo, hasta que un antojo del Piedelobo le hizo soltar el

peso que cayó al suelo como un fardo,


      Sarmientos Piedelobo pidió a la Chana un cubo de agua y lo echó

sobre la sangre vertida a dos palmos de sus botas; las moscas comenzaron

de nuevo a revolotear; algunos disparos lejanos atronaron en los oídos de

los demás quienes aprovecharon la ocasión para salir de allí por patas; el

Coronel echó de nuevo sus manazas sobre las cachas de la Chana y,

mirándola como un enamorado, comenzó a reír a carcajadas; la Chana le

imitó por hacer algo y ambos acabaron enlazados en un juego sucio de

sudor y sofocos; en la estancia calenturienta y húmeda del Tarapoto no

había ocurrido nada en realidad; la lucha seguía como seguía el sofocante

calor golpeando sobre los rostros cobrizos de los Yagüas; fuera oíanse

disparos de arcabuces cruzando el espeso y enrarecido aire de mediodía; el

Piedelobo acabó su comida echado sobre una destartalada yacija, sucia

como su alma gringa; pensaba qué suerte que aún faltase bastante para que

por la puerta apareciera el maldito General; pero mientras tanto el mundo

estaba dentro de su pecho y no había fuerza de la selva que se le opusiese

a su coraje; la Chana continuó con su brega y agachada en el suelo, sobre

sus carnosas rodillas de hembra aún joven, restregaba con fuerza sobre la

mancha rojiza de quien la quiso en mal día para ella; el Piedelobo miró a

la Juárez y ambos sonrieron; Sarmientos Piedelobo escupió lejos el cigarro



                                    22
ensalivado y se dio la vuelta para dormir; las moscas continuaron

revoloteando sobre los restos de sangre aún fresca,


     Amaneció; la selva, aún en silencio, comenzó su acostumbrado

carillón de trinos y gorjeos mientras los primeros clarores del día

inundaban lentamente los poros de la tupida arboleda; el Coronel

Piedelobo roncaba; la Chana movía su denso cuerpo zambullida en un

delirio de pesadillas, acordándose del Niño, aún caliente; los demás

esparcían sus lacios y desmedrados cuerpos hasta que llegasen los

primeros rayos del sol abrasador; el aire soplaba tímidamente,

cobardemente, como todo lo que se movía allí, en el campamento, sin el

beneplácito atrabiliario del Coronel,


     Piedelobo abrió los ojos como pudo; la garganta, aprisionada por un

cerco de hierro, no escupió ningún sonido inteligible; sólo sus pupilas y su

escaso entendimiento llegaron a comprender que el General había llegado

un par de semanas antes de lo previsto; al momento los hombres del

campamento, pillados de medio pie, formaron con sus arcabuces, mirando

al suelo; el General era el General y la cosa no era para bromas; varias

gargantas tragaron salivas; la Chana acudió presta con una cesta de

sonrisas y con las manos retorciendo su delantal en señal de servidumbre y

nerviosismo; el General preguntó poco y a los mismos de siempre, a los de

lengua mansa y dadivosa; sacaron entonces al Niño y echaron su cuerpo


                                        23
en medio de todos; el General, hombre al fin de pocas palabras, les miró

uno a uno; esa era su forma de dar órdenes,


     El Coronel cruzó sus ojos con los ojos del General pero éste le

aplastó con su mirada; en un acto fatal el Coronel se postró de rodillas e

inclinó su espalda como un perro estúpido y miedoso; los demás no

respiraban; el destino estaba escrito y de allí a la noche alguien no

llegaría; ese alguien lo sabía, como lo sabían muy bien todos los del

campamento; el Coronel izó sus manos rogatorias de dedos entrelazados

sin levantar la cabeza; de sus labios salieron algunos lamentos que pronto

se convirtieron en gemidos; Obando alzó su negra bota de cuero y con

cara de profundo asco golpeó el costado del cobarde una vez y otra; a cada

golpe Sarmientos Piedelobo retorcía sus fibrosos miembros, se echaba las

manos a la cabeza y lloriqueaba como un cerdo pidiendo clemencia; el

General, un militar que sólo había conocido el sonido ululante de las balas

al cruzar sinuosas el aire, cesó en su furia y afirmó su gastado cuerpo

recuperando el aliento perdido; la Chana le sirvió otra cesta de sonrisas

adornada esta vez con un manojo de guiños; los demás, inmóviles, no

cerraban los párpados; el General miró a uno de ellos y con un

movimiento de su cabeza le indicó que aquella piltrafa estaba allí de más;

entre todos levantaron el bulto de carne deshecha; el Coronel, todo

hinchado, comprendió que por esta vez llegaría al final del día y este



                                    24
pensamiento extrajo de su boca una leve y extraña mueca mezcla de

felicidad, odio y rencor,


     La Chana tomó la mano yerta del Niño y la besó; sería la última vez;

las moscas este año han venido a la selva más empalagosas que nunca; las

moscas siempre traen malos aires; mientras, los Yagüas, ajenos a todo,

hasta de los disparos de la sinrazón, continuaban con su afanosa tarea de

desentrañar los misterios de la selva,


     A las tres de la tarde las piedras sudaban en el campamento, tan

espesa era la humedad que las frentes del Chamizo, del Chusco, del Cojo

y del Gringo goteaban efluvios verdosos de cobardía y de miseria; cuando

el Relamío y el Balas acabaron por fin de socavar el terreno la Seca, el

parón cálido y salino de la selva, comenzó a levantar un fino hilo de brisa

que relamió los silenciosos rostros de los presentes; la Chana se acercó al

cuerpo del Niño y, para sorpresa de todos, escupió una, dos y hasta tres

veces en la boca del desdichado; el Coronel volvió a condenar el puto día

en que al de la Enara le dio por decirle que se pusiera la charretera; la

tierra húmeda cayó sobre el cuerpo del Niño a peso, como con odio; los

presentes se fueron retirando lentos y perezosos; la Seca ululó, cansina,

como si de verdad lamentase aquella pérdida,




                                         25
El General, serio y con la cara desgastada y descosida por la guerra,

echó la última mirada a la escena fúnebre y entornó de nuevo sus rugosos

párpados adormilados,


     Un poco más allá, apartados de la vista de los ojos maliciosos, el

Peinao, el más joven ahora en el campamento tras la muerte del Niño, ha

mirado a la Juárez con ojos de perro en celo; la Chana, embragada y

sugerente, le ha devuelto la mirada a medias, pues debe asegurarse de que

el General no se ha dado cuenta,


     En el campamento la vida sigue como siguen los Yaguas viviendo en

las entrañas de la selva del Tarapoto, sin descanso, en silencio,

muellemente; pero algo ha cambiado; desde que llegó el General una nube

negra le cubre la cara; no hay quien le hable, ni nadie se atreve a

desentrañar los oscuros misterios de su rostro callado y serio; nadie sabe

lo que ocurrió en Cali pero todos lo adivinan en su fuero interno; es un

secreto a voces que el General se empeña en aplazar hasta el infinito; la

guerra se ha acabado; se ha acabado por la cobardía del presidente José

Ignacio de Márquez; el muy imbécil claudicó y llevó la deshonra a todos;

en el campamento los soldados miran al General esperando una señal para

abandonar ya la lucha eterna; todos lo esperan menos la Chana que sabe

que su General no abandona,




                                    26
Han pasado días, semanas; todo continúa igual, como si la guerra

siguiera su curso inexorable; los soldados se mueven con desidia, de acá

para allá; el Putumayo mueve sus aguas buscando el camino que nunca

encuentra, entre los árboles compuestos y frondosos; es media mañana; el

General ha llamado a reunión; todos acuden prestos; en medio de sus

soldados comunica lo que todos desean oír; se marchan; abandonan el

campamento; todo se ha terminado; Obando suelta las palabras como

quien se desprende de un fardo de cincuenta kilos; la Chana se equivocó y

siente que su General haya tomado esta decisión; la partida se hará a la

mañana siguiente; el destino, la Chanca; una vez allí se dispersarán y cada

uno buscará a su familia o hará lo que le venga en ganas,


     El día siguiente no amaneció; una manta de agua caía sobre el

campamento convirtiendo las aguas del Putumayo en una simple broma; el

primero en abandonar el campamento fue el Coronel, que lo hizo solo y

cabizbajo; luego el Chusco, el Chamizo, el Cojo, el Gringo y el Peinao se

despidieron del General y tomaron el camino de la trocha principal en

dirección al sur, donde todos habían oído escuchar que se encontraba la

Chanca; la última en salir de allí fue la Chana que miraba hacia atrás cada

dos pasos para ver si su General tomaba el mismo camino que los demás;

pero el General no se levantó de su sillón de madera vieja y nudosa; se

quedó observando las espaldas de los que le habían acompañado y



                                     27
obedecido durante largos años; el agua caía como si fuesen chorros de

plomo derretido, a peso, socavando la tierra y formando arroyos de aguas

sucias y enlodadas; el día seguía sin amanecer, de oscuro que se mostraba;

las nubes formaban una bóveda de agua en la selva del Tarapoto y sólo se

oía el crujir horrísono de alguna rama o tronco que cedía a la fuerza del

agua; la soledad y el General eran los únicos que permanecían en el

campamento, bajo la barraca principal; los Yaguas estaban allí cerca,

invisibles, quietos, callados, observando el agua que caía cada vez con

más fuerza; los Yaguas sabían esperar pacientemente a que llegara la

calma y comenzaran de nuevo a brotar la vida, las flores y los insectos; el

General parecía una rama inmóvil y silenciosa; sentado en su sillón

nudoso y de madera envejecida, rumiaba el sentido que había tenido su

vida; años dedicados a la lucha contra la injusticia para nada; el presidente

José Ignacio de Márquez le había decepcionado; Obando jamás aceptaría

la democracia, eso quedaba para los de la ciudad, porque la ley de la

trocha era su ley y nunca la cambiaría por una memez semejante,


     La selva, obcecada en la pertinaz lluvia, parecía opinar como Obando

y se mostraba rebelde, obstinada, meliflua, derramando sobre el

campamento y sobre la barraca del General todas las aguas del planeta; el

Putumayo continuaba su crecida gradual alimentado por miles de brazos

acuosos y amenazaba con desbrozar la barraca; Obando se levantó de su



                                     28
sillón de madera envejecida y nudosa; allí solo, en medio del diluvio

universal, levantó la cabeza, miró al frente, a los árboles viejos y mudos

como él y, empapado como estaba hasta la médula de sus huesos, levantó

los brazos al cielo y con su voz bronca y desagradable lanzó un grito

atronador que enloqueció aún más los acordes de la selva.




                                    29
III. FIEBRE




  30
P   or la mañana al pequeño comenzó a subirle la temperatura. La



Jenny le puso el termómetro. Treinta y siete y medio. No le dio demasiada

importancia y arregló a su bebé con los pocos trapitos que había podido

reunir entre sus amistades. A las once había quedado con la Tere y la Susi

para ir a trastear al mercadillo. El día había amanecido con nubarrones

amenazadores y soplaba un ligero aire, frío y húmedo, presagio de que

pronto el temporal se echaría encima del barrio. A la hora convenida las

tres se pusieron en marcha, la Jenny con el pequeño en brazos. Ninguna

sobrepasaba los dieciséis años pero su manera de comportarse y de

entender la vida denotaba más experiencia acumulada de lo normal. El

pequeño tosía de vez en cuando. Su madre le abrochaba entonces los

botoncitos de la rebeca y seguía charlando con las amigas. La Susi sacó

tabaco y repartió. Se pusieron en una de las esquinas del mercadillo, cerca

de un puesto de telas, para ver si entre las tres pillaban algo. La estrategia



                                     31
ya la tenían bastante aprendida y, a pesar de que todos en el barrio sabían

perfectamente quiénes eran la Susi, la Tere y la Jenny, el arte que tenían les

sobraba. La Tere dijo que estaba seca y la Jenny le afirmó, recelosa, que el

Fran le había asegurado esta misma mañana que por la noche traería un

cañón y montarían la gorda. El viento pastoso enfrió los cuerpos de las tres

adolescentes y sobre todo el del pequeño. La Jenny le volvió a abrochar los

botoncitos de la rebeca pero hacía frío para más. La Susi repartió de nuevo

tabaco y volvieron a fumar como carreteras. Antes de lo que esperaban el

negocio hubo acabado. Buen día. Como la nube negra y gorda se inflamó

sobre el cielo del mercadillo y comenzó a desgarrarse desparramando sobre

las muchachas regueros de agua helada, no tuvieron más remedio que salir

a toda pastilla atravesando el escampado que separaba el barrio de la

explanada. Mientras la Susi y la Tere guardaban disimuladamente los

retales que habían podido sustraer, la Jenny, además de correr como una

posesa, cargaba con el cuerpo mojado del pequeño. Ganaron el barrio

jadeando. Después de repartir a partes iguales el lote la Jenny quedó con

sus amigas arriba, a eso de las cinco. Subió las cuatro plantas con el chico

apoyado en la cadera como lo había visto hacer a su madre cientos de veces

con sus hermanos pequeños. El Fran todavía no había llegado. La Jenny

dejó al pequeño sobre el mugriento sofá de la salita, encendió un porro y se

fue a la cocina a preparar la comida, no fuera que el Fran llegara de

improviso y la pillara con las cosas sin hacer. Desde la inmunda cocina la


                                     32
Jenny oía los lloriqueos del hijo que el destino le trajo sin esperarlo. La

Jenny le decía cositas al bebé desde lejos porque no podía desatender la

sartén de su Fran. El llanto del pequeño comenzó a clavársele poco a poco

en los oídos pero la Jenny ya había entrado en el dulce sopor que le

proporcionaba su porro de mediodía. Dieron las tres y el Fran no aparecía.

Cuando hubo terminado sus quehaceres se fue a calmar al niño. Al cogerlo

en brazos notó que el bebé estaba ardiendo. La Jenny se asustó. Recordó

cómo la tía Lechu en casos parecidos ponía trapos empapados de agua fría

en la frente de sus hermanos. Pero la Jenny buscó por todos los rincones del

pisito aquello que le dio hacía apenas unos días el médico del ambulatorio

cuando a su hijo, como hoy, le subió la temperatura. No encontrando lo que

buscaba cogió trapos de la cocina, los dobló, los mojó en el grifo del baño y

se los colocó en la frente al pequeño. Le volvió a poner el termómetro.

Treinta y nueve con dos. La Jenny se asustó aún más. Poco a poco el sopor

del porro se le fue apagando y con el pensamiento algo más lúcido

comenzó a maldecirse por haber llevado a su hijo al mercadillo en esas

condiciones. La Susi y la Tere podrían haber ido solas y no hubiese pasado

nada, total por un día. Sentía unas ganas terribles de que alguien llamase a

la puerta de su cuchitril. Necesitaba urgentemente hablar con alguien. El

mierda del Fran seguro que no llegaría hasta bien entrada la madrugada.

Llamaron. Abrió todo lo aprisa que pudo. Eran sus amigas. “Niñas, mirad

al peque, está quemando”, atinó a balbucir entre dientes. “Hay que taparlo


                                     33
bien”, se le ocurrió decir a la Susi. Lo acostaron y entre las tres lo cubrieron

con todo lo que a mano tenían. La Jenny al ver a su hijo bien tapadito fue

poco a poco entrando en sí. “Anda niña, saca algo”, le dijo a la Susi,

cambiando de tercio. La más pequeña de las tres sacó tabaco por enésima

vez. La Jenny cerró la puerta del cuarto donde habían acostado al pequeño

y se sentaron a fumar. “¿No tienes nada?”, preguntó la Tere, con cara

asqueada, “estoy seca y harta de lo mismo”; “Ya te he dicho que no, coño”,

le respondió estúpida y cortante la Jenny. “A ver si viene el cabrón de mi

novio, que ya es hora, digo yo; además, habrá que llevar al pequeñajo este

al médico”, añadió nerviosa y distraída. Al rato el pequeño comenzó a

berrear de lo lindo y la Jenny lo tomó en brazos y lo acurrucó para que se

callara. La Susi y La Tere fumaban y hablaban sin parar y como la Jenny

no les hacía maldito caso se fueron más pronto de lo acostumbrado y la

Jenny se quedó sola con el llanto, con la desesperación y con el pequeño

que seguía en ascuas. Como el tiempo pasaba y el llanto del niño persistía

pensó que quizás el niño podría tener hambre. Le metió el biberón; nada. El

hijo no quería comer. Desesperada ya sin remedio dejó al pequeño sobre el

rincón grasiento del sofá y sintiéndose totalmente ida e impotente decidió

encender otro porro para evadirse.


     El Fran llegó tardísimo. Abrió la puerta como buenamente pudo y

llamó a la Jenny a voces. La Jenny apareció totalmente repuesta con el niño



                                      34
en brazos. El Fran los miró con cara de estúpido y lo único que se le

ocurrió fue echarse cuan largo era en el sofá. “Hay que llevar a tu hijo al

seguro”, le dijo al Fran con su voz áspera y cortante. El Fran no hizo ni

puto caso. “Si no vienes conmigo iré sola”. El Fran abrió uno de sus ojos y

con voz de borracho le dijo que se callara y que tenía hambre. La Jenny,

que le conocía, sabía que lo mejor que podía hacer era coger a su hijo y

salir de allí cuanto antes. El Fran es bueno pero cuando se empeta le sale la

mala leche de cabrito que su madre le dio y no veas cómo se pone. La

Jenny arropó esta vez al pequeño con el abriguito que pudo robar hacía

unas semanas en el mercadillo. “Te he dicho que tengo hambre, golfa”, le

escupió a la cara con voz ronca y aguardentosa. “Además, está cayendo la

del tigre, ¿es que no oyes?”, prosiguió. La Jenny comenzó a dudar si

prepararle el plato de comida a su Fran o salir rápido del piso antes de que

a su novio se le cruzasen del todo los cables. El Fran seguía tumbado boca

abajo. Ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los pantalones de cuero ni los

zapatos de punta que gastaba. “Ahora vengo cariño, no tardo”. Cuando el

Fran oyó el ruido del picaporte saltó sobre ella y con la prepotencia de un

verdadero macho torteó con fuerza a la Jenny tres o cuatro veces. El niño,

asustado, mostraba los cachetes colorados; la fiebre le salía hasta por la

comisura de los labios y los ojitos, irritados de tanto llorar, irrumpieron de

nuevo en lágrimas desconsoladas. “Cuando tu Fran te diga una cosa a callar

y a obedecer, golfa”. El Fran tenía el demonio en el cuerpo y la Jenny,


                                     35
horrorizada, dejó al pequeño y se fue a la cocina a prepararle la comida. El

Fran jadeaba y miraba a un lado y otro como un poseso tratando de

comprender la actitud de la Jenny, su Jenny, que se le había resistido por

primera vez. Mientras la muchacha acababa de poner la mesa el Fran se

frotó la cara con agua y peinó con los dedos bien abiertos sus largos y

negros cabellos frente al espejo del baño. La Jenny se sentó junto a él

mientras éste engullía ansiosamente la comida. “Cerveza, niña”, le ordenó

secamente y la Jenny se levantó rápida como un felino en busca de una

cerveza fría. El Fran comía y bebía, la Jenny esperaba junto a él y el niño,

en el otro cuarto, lloraba cada vez más ruidosamente y, de vez en cuando,

se quedaba cogido y tosía y tosía sin parar, una tos sonora, temblorosa, que

a la Jenny le llegaba al alma. Cuando hubo terminado el Fran sacó una

papelina y la Jenny entonces comprendió que si no salía pronto de allí con

su hijito ya no habría remedio. El Fran no engaña, es hombre de palabra y

cuando dice que va a traer un cañón, a ver quién lo pone en duda. “Anda

tonta, arrímate, es para los dos”. La Jenny intentó rehusar el ofrecimiento

pero los ojos del Fran, inyectados en sangre, la convencieron de que lo

mejor que podía hacer era obedecer de inmediato. La raya hizo el efecto

deseado. Ambos cayeron enlazados sobre el sofá y formaron la que el Fran

le había anunciado esa misma mañana. Mientras, en el cuarto de al lado, el

pequeño se debatía entre lloros y convulsiones propias de las fiebres altas y




                                     36
yacía desatendido sobre la colcha de invierno que aún la Jenny no había

cambiado.


    Apenas asomó el nuevo día la Jenny tomó a su hijo y salió del pisito

echando leches, dejando a su Fran durmiendo la mona. La Jenny caminaba

hacia el seguro con su hijo en brazos y bien liado en una mantita sin darse

cuenta de que el pequeño apenas movía ya su precario cuerpo y de que ya

la fiebre del día anterior había dado paso a un frío glacial en los miembros

del crío. Le tomaron al pequeño y los enfermeros se miraron unos a otros

sin decir nada. Mientras introducían al niño a la Jenny la llevaron a una sala

para que se calmara y para tomar nota de los papeles de ambos. Al cabo de

una hora de espera sin tener noticias de su pequeño, un médico le ordenó

que acompañara a una pareja de guardias que acababan de llegar al

hospital. La Jenny preguntaba por su hijo, una vez y otra, con

desesperación, pero la orden era suficientemente clara. Llevaron a la chica

a la comisaría. El que parecía mandar allí le anunció que su hijo había

fallecido nada más llegar al hospital. No habían podido hacer nada. “Lo

sentimos, señora”, le dijo el funcionario, sin convicción. La Jenny se

hundió y comenzó a gritar pidiendo que le devolvieran a su hijo. “Parece,

señora, que no ha comprendido”, le volvió a decir el funcionario de voz

monótona, “Su hijo ha muerto, acaso si le hubiera llevado unas horas

antes…”, fue toda la explicación. El funcionario sacó del cajón unos



                                     37
papeles y comenzó a preguntar a la chica datos que a ella en esos

momentos le traían sin cuidado. El funcionario, acostumbrado a este tipo de

actos, dio su tiempo a la chica y cuando ésta pareció haberse repuesto

comenzó la retahíla de preguntas. La Jenny sabía que no podía mencionar a

su Fran para nada, porque entonces sería presa fácil y todo se acabaría. El

funcionario, displicente, anotaba todas y cada una de las palabras de la

desafortunada. Cuando hubo acabado le informó de que según el parte del

forense su hijo había fallecido por neumonía y desnutrición. La Jenny,

llorosa y asustada, lo negó todo. “Asuntos Sociales inspeccionará su

vivienda por orden judicial, para dar fe de cuanto se remite en este informe

y actuar en consecuencia”. La Jenny no entendió bien lo que el funcionario

le quería decir pero lo único que se le venía a la cabeza en estos momentos

era su Fran.



    Desde que aquel día el Fran saliera por el portal con aire chulesco y

bravucón, la Jenara ya le avisó a la Rosalina que malos aires soplaban. La

Rosalina no entendió nada de lo que su amiga le decía y se limitó a sonreír

como siempre que intentaba disimular la sordera que la aislaba del mundo.

Y es que el Fran, oliéndose la quema, había bajado los escalones de tres en

tres como alma que lleva el diablo y, presa de su mal fu, no se le ocurrió

siquiera saludar a las comadres como solía hacer a diario. La noticia corrió

por el barrio con la velocidad del rayo. A mediodía se agolpaban a la puerta


                                    38
del bloque decenas de curiosos para ver llegar a la desdichada. Pero la

Jenny no apareció hasta bien entrada la noche. Venia hecha una piltrafa. La

escoltaban dos jóvenes apuestos vestidos de uniforme que se separaron

cuando la Jenny les comunicó que ya habían llegado. Uno de ellos, el más

alto y delgado, la acompañó escaleras arriba. Los vecinos y todos los

curiosos que presenciaron la escena se dispersaron, mas algunos siguieron

espiando cuanto sucedía a través de sus ventanas. “Abra”, le dijo el

funcionario. El piso olía a hachís y alcohol y el escaso mobiliario se

encontraba deshecho. Alguien había hecho allí de las suyas y se había

entretenido en sacar el contenido de todos los cajones y esparcirlo por el

suelo. “Tu amiguito te ha dejado, ¿no es así?”. La Jenny, con el rostro

cubierto de tierra, negó lo que parecía un hecho consumado”. El

funcionario, sin hacerle mucho caso, se desentendió de ella y comenzó a

buscar indicios sobre el autor de ese desaguisado. La Jenny, asustada, se

sentó en un rincón del sofá y le dejó hacer. Al poco llegó el segundo

funcionario, éste más bajo y corpulento. Se estableció un coloquio

silencioso entre los dos compañeros que se alargó durante unos minutos.

“El barrio es una tumba”, le decía el segundo funcionario al primero,

“como siempre, nadie ha visto ni oído nada”. El segundo funcionario

continuó la infructuosa búsqueda del primero y éste se sentó al lado de la

Jenny. “¿Te llamas Jennifer, verdad?”. La Jenny cabizbaja, callaba. “No

hace falta que contestes si no quieres, pero has de saber que si no colaboras


                                     39
no podremos castigar al culpable”. La Jenny levantó la cabeza, miró al

funcionario y musitó: “La única culpable de la muerte de mi niño soy yo”.

El segundo funcionario siguió buscando pero no logró encontrar nada. Al

poco el primer funcionario le dijo a la Jenny que el segundo funcionario

permanecería por allí cerca toda la noche, por si el elemento se acercaba.

Le dejó una tarjeta con un número de teléfono, por si acaso. La Jenny la

tomó pero le aseguró con ojos implorantes y miedosos que ella era

realmente la única responsable de la muerte del pequeño. El funcionario

salió del piso sonriendo.




                                   40
IV. LA ESPERA




   41
C    eferino Vargas murió al atardecer del uno de enero de 1955, el



mismo día en que vino al mundo su esposa, doña Matilde Ayuso; el

infortunado dejó esta tierra acompañado del Tomasín que miraba con sus

ojuelos de niño asustadizo las cuencas abiertas del muerto, del perro Frufrú,

cojitranco, canijo y cenizo, el único animal vivo conocido en el pueblo y

del párroco del lugar, don Hipólito Hurtado de Mencía; y éste porque no

tenía más remedio, que para eso estaba; los demás vecinos del finado

brindaron con vino cagalón y torrijas con miel en cuanto se enteraron que

el Ceferino se marchó para siempre; a propósito hubo fiesta a lo grande en

la tasca del Tuerto y al velorio no acudió nadie, y menos en una noche

ventosa y fría como aquella de aquel año que dichoso el invierno venido

del norte para cuidado de todos; la noche seguida duró lo que las noches de

difuntos, largas, odiosas y solitarias, con un frío glacial que cortaba los

huesos de las manos; sólo el orujo del Tuerto excitaba las gargantas en

ocasiones como ésta; Ceferino Vargas murió, dicen, por los malos humores

del hombre pero la verdad es que arrastraba desde siempre una úlcera



                                     42
estomacal que el difunto se encargaba de alimentar a diario con alcohol de

sesenta; la feria del Tuerto duró hasta que al Leandro se le cansaron las

manos de sobar a la hija del alcalde, la Susi, en la calle Real, esquina a la

parada del autobús; fue entonces y no antes cuando una gasa de fina y

delicada leche rasgó los cielos cuajados de estrellas de la comarca,



     Amaneció justo cuando el Felipe entreabría la reja del cementerio; a

media mañana se enterraría al Ceferino en la misma fosa donde sus padres,

en la tercera calle, al entrar, a la derecha, pasando los primeros cipreses;

Felipe había pasado toda la noche con el Tato, allí en la tasca del Tuerto,

bebiendo como un cosaco para asegurarse la friega del yeso, porque desde

que al alcalde le dio por cortar el agua del cementerio – hay quienes

afirman que por impago -, se las veía canutas a la hora de amasar en la

espuerta, de modo que su propia orina, salida a presión de una vejiga muy

maltratada ya por los excesos, le servía de disolvente, para el sofoco de los

presentes, saturando el aire del camposanto de un aroma fétido e

insoportable,



    A las diez y cinco de una mañana dura y cortante llegó el autobús de

línea a la parada donde el Leandro se calentaba con la Susi; Matilde Ayuso,

disfrazada de viuda eterna viajaba sola; al bajar del carro y pisar la tierra

apelmazada y amarillenta de la calle Real respiró hondo y un ligero temblor


                                     43
nubló su rostro, remarcándose así, más aún y pese a los años, su aspecto de

mujer egipcia, morena y atractiva; el Frufrú se le acercó como si la

conociera de toda la vida olisqueando sus piernas menudas y firmes,

aunque la mujer, desvaída y ausente, no le hizo caso y continuó caminando

en dirección a la vereda del cementerio con paso decidido; Matilde Ayuso,

aunque lejos aún, divisó pronto la semiderruida y ladeada tapia del

camposanto, así como los picos verdes de los cipreses que asomaban de

puntillas como vigilantes eternos de los muertos; el soplo adelantado del

día arrastraba las hojas secas y onduladas y un matorrillo de nubes

acercábase desde el noreste trayendo consigo presagios de lluvia; Matilde

Ayuso llegó al cementerio una hora antes de que al Ceferino le dieran tierra

y, aunque no hubo considerado este pormenor, no le importaba esperar una

hora más en su vida; se trataba de asegurarse y de comprobar por sí misma

que a su marido le cubría una buena tapa de argamasa y para eso valía la

pena esperar; el Frufrú, que la había acompañado hasta allí como una

sombra, rozó con su lomo las piernas de la mujer, a la manera de un gato, y

se echó al suelo imitando la espera de la viuda; a las diez y media, antes de

lo acostumbrado, sonó la campana de la iglesia; sus latidos cubrieron al

pueblo con un lamento bronco y sincero porque don Hipólito Hurtado de

Mencía creyó justo que fuese así; llegada la hora el párroco asomó la

sotana por entre los matorrales ásperos y espinosos de la entrada y se tapó

como pudo las narices; el hedor a la orina del Felipe aumentaba el sabor del


                                     44
aire del cementerio y las fosas lucían entre amarillas y ocres por el capricho

del alcalde de no dar agua,



     Las once dieron y tres eran los presentes: el cura, el Felipe y la viuda;

ninguno dijo nada aunque los tres se conocían desde siempre; al poco

resonó el carro del Tato que cargaba el cuerpo de Ceferino Vargas;

tuvieron que meterlo en la fosa entre Felipe y el mismo Tato porque don

Hipólito no estaba ya para esos trotes y la viuda no era cosa de que

ayudara; Ceferino Vargas no hubo estado tan serio y tan rígido en su vida;

ni siquiera aquel día, hace ya veinte años, en que la Matilde, cansada ya de

humillaciones, cruzó la cara del marido y sin temer al destino ni a la

soledad, tomó el camino de la parada del autobús; desde entonces, viuda y

sola, la Matilde esperó paciente la llegada del día,



     El viento quiso sumarse a la despedida y se arrinconó en la tercera

calle a la derecha conforme se entra y se deshizo luego en ramalazos contra

los invitados al entierro; el Frufrú se acurrucó en un nicho entreabierto al

socaire del vendaval y la Matilde levantó su negro velo en el mismo

momento en que los pies del Ceferino desaparecían en el hueco oscuro y

áspero del nicho; el párroco desgarró el aire haciendo extraños signos con

la mano y luego roció los pies del Ceferino con agua bendita; Felipe,

cabizbajo y con los brazos cruzados, esperaba casi dormido la orden del


                                      45
cura para tapiar la fosa; el Tato cogió las de Villadiego en cuanto vio la

ocasión, que ése no era sitio para él, al menos por ahora; a la señal, Felipe

tomó la espuerta casi media de orines y echó varios puñados de yeso

envolviendo sus manos en una pátina blanca y polvorienta; a continuación

cogió la piedra y la encajó milimétricamente en el hueco oscuro de la fosa;

Matilde Ayuso se persignó y sintió una levedad tan grande en el cuerpo que

creyó elevarse a los cielos estando aún con vida; el Felipe tapaba y tapaba

como lo hizo siempre, con la parsimonia y el desinterés de quien sabe bien

su oficio y lo hace de corrido; cerca de allí el Frufrú meneaba el rabo y se

relamía los pelos del bigote con la lengua roja y esponjosa; al terminar, el

Felipe esbozó una sonrisa estúpida y se quedó mirando la fosa como el

artista que se recrea en una soberbia obra de arte recién acabada; el cura

cerró el maletín y despidióse de la viuda con un apretón de manos, falso y

ridículo, que nada quiso decir; el Felipe levantó ligeramente la visera de su

gorrilla a modo de despedida y Matilde Ayuso se quedó de nuevo sola,

frente a la tumba del que fue en tiempos su marido; así permaneció durante

varios minutos, seria, cabizbaja y en actitud de oración; mientras, en lo

alto, las nubes, zarandeadas sin cesar por los vientos fríos y húmedos del

norte,   cocinaban   una    sopa   de     agua   torrencial   que   aplacaría

momentáneamente el hedor nauseabundo del cementerio,




                                     46
El cielo abrió sus puertas y las aguas cayeron como chorros de

plomo derretido; Matilde Ayuso perdió unos minutos más ante la fosa de

quien no la quiso nunca para sí, como muestra de su bondad y candor de

alma, y cuando comprobó que estaba calada hasta los huesos se dirigió

hasta la puerta que nunca jamás en su vida pensaba cruzar,



      El camino de vuelta se convirtió en un episodio de soledades y

malos recuerdos que perduró hasta que Matilde Ayuso alcanzó la parada

del autobús; una vez allí y sabedora de que el próximo carro de línea no

llegaría hasta pasadas al menos tres horas, Matilde, más viuda ahora que

cuando llegó, se decidió a ver la vida que le quedaba sin el lastre que

supuso para ella Ceferino Vargas; lo único que le faltó – pensaba - fue

escupirle las entrañas sobre la piedra enyesada y maloliente; lo hizo por

ella sin embargo el mismo cielo con sus lengüetazos de agua que ni a

propósito caían del algodón ceniciento y helado; el Frufrú, que se había

distraído en el camino jugueteando con los rizos de agua y con las yerbas

vencidas por el viento, llegó donde la Matilde y se sentó junto a ella

soportando estoicamente el paso cansino del tiempo; Matilde Ayuso lo

miró y por vez primera desde su llegada sus labios esbozaron una leve

mueca de sonrisa que le llenó el alma de sabor y esperanza,




                                    47
El pueblo llegó al mediodía triste, adormilado y melancólico y con

sus habitantes ebrios por la muerte del Ceferino, muerte que les señalaba a

los más el destino indesmayable que se les venía encima; don Hipólito

Hurtado de Mencía continuó sus misas eternas y cómicas en un diario

monótono y desapacible, donde los días que suceden son el mismo día y

donde el sol que les calienta es el mismo sol de siempre; el Tato siguió con

sus cargamentos de podredumbre unos años más hasta que fue él mismo,

tapado con una manta de difuntos, quien hizo el último viaje tirado ahora

por uno de sus convecinos; y el Felipe, ensimismado en su pureza y

candidez, señales inequívocas de la sabiduría de esas tierras ásperas y

agrestes, continuó preñando su cementerio seco y cuarteado con la orina

acumulada donde el Tuerto a base de orujos aguados y a granel,



    Llegó la tarde como llega a casa algún desconocido a mala hora y

cogió a Matilde Ayuso con media pulmonía y abstraída e inmersa en sus

recuerdos fatales; a las tres en punto detúvose ante la parada el carro de

línea y Matilde Ayuso echó la última mirada a la calle Real y a sus aceras

maltrechas y anegadas; en medio de aquel día lluvioso, delirante y de tantos

recuerdos acumulados sintió por primera vez el hilo que te tira hacia atrás

en la vida y le pareció, incluso, que tal vez le hubiera ido mejor con el

Ceferino si aquel día no le hubiese abofeteado; el autobús, en uno de sus

temblores, sacó a la viuda de su pequeño desmayo y Matilde subió los tres


                                    48
escalones que la separaban del recuerdo; el Frufrú quedó abajo, sentado

sobre sus patas cojitrancas, con los ojos de par en par y las orejas tiesas; si

la viuda no le llevaba continuaría siendo el único animal vivo conocido de

este pueblo condenado ya al olvido; Matilde se volvió y lo miró con los

ojos cansados de viuda doble y eterna y a una señal suya el autobús

ralentizó sus temblores, momento en el que la viuda tomó al perro en sus

brazos y se sentó junto a la ventana que daba al ayuntamiento; el autobús,

sobreponiéndose a uno de sus estertores, arrancó, y Matilde y el Frufrú

pudieron ver, tras el cristal vaharado, el río pantanoso en que se estaba

convirtiendo la calle Real y observaron asimismo algunos rostros serios,

macilentos, entristecidos, de gentes sin caras ni ojos que pasaban

apresuradas huyendo del aguacero; Matilde Ayuso se sintió reconfortada y

más joven incluso que unas horas antes y en un estremecimiento mezcla de

miedo y de ternura abrazó sin pensar, como en un sueño innecesario y

perpetuo, el cuerpo escuálido del Frufrú.




                                      49
V. LOS VENCIDOS




      50
L   os últimos fríos estaban aún por llegar pero el viento que soplaba



era lo bastante fuerte y desagradable para que nadie en los alrededores

anduviese por la calle; atardecían las sombras por la ladera del monte

Señas, alto, húmedo y majestuoso, con algo de misterio en sus tonalidades

y un olor a rancio y a miedo difícil de ignorar; un extraño silencio

embadurnaba las paredes del poblado de lenguas calladas, de oídos sordos

y de ojos que miran siempre al vecino, por aquello de si se acuerda de

nosotros o no; el miedo, ese gran desconocido, entró por la puerta del

cuartelillo, avanzó pasillo adelante hasta llegar al puesto de mando, donde

tres sombras cuchicheaban por lo bajo en un mano a mano entreverado de

monosílabos y, cruzando la podrida puerta de la habitación, se adueñó de

Federico y de Ángel, como se adueña del alma un mal presentimiento,



    Corrió el aire frío enfadado por las estancias, empujando puertas

semiabiertas y levantando el polvo adormecido sobre los muebles; el reloj



                                    51
de la entrada marcó las seis de la tarde en el instante en que la última

sombra se echaba sobre el cuartel como queriendo ocultarlo, para su

vergüenza y humillación, de la vista de los vencidos,



     Federico y Ángel cruzaron sus miradas, levantaron sus cuerpos de las

sillas maltrechas por el uso y anduvieron hacia la salida, por la estrecha y

húmeda galería, hasta llegar a la puerta del cuartel; una ráfaga de fresco

golpeó los rostros de los dos guardias civiles; el sol, oculto tras el monte, se

adivinaba aún amarillo y brillante, calentando las tierras cántabras situadas

más al oeste; nadie caminaba por la calle; el silencio y el miedo transitaban

sin embargo por las aceras recorriendo el poblado de una punta a otra; ni el

Chisco, ni la Zambrana, ni el Tojo asomaban las narices; algo habría de

suceder ese día, esa tarde, esa noche, pero ¿quién lo sabía?,



     Federico tomó la delantera, era su costumbre; tras él, Ángel, azuzando

el caminar de la pareja porque la ronda se las traía; hora, las seis y media;

ruta, Valcayo, Soberao y de regreso de nuevo hasta la Vega de Liébana;

casi tres horas de pasos silenciosos por las faldas del Señas; los dos

guardias civiles se apretaron a una los cuellos de sus chaquetas, por eso del

frío traicionero del monte; Federico, el cabo, conocía el camino con los

ojos cerrados; pero era perro viejo en el oficio y sus orejas no se fiaban del

emboscado que de seguro les vigilaba, como los pávidos, oculto y lejano;


                                      52
Ángel, más confiado que su compañero, no pensaba más que en llegar

pronto a casa; su caminar era silencioso y ágil como el de una rata, pero su

pensamiento, disperso y distraído, podría acarrearle un día de estos una

desgracia; así se lo decía la Juani, su mujer, todos los días al salir para el

oficio y entonces Ángel se apresuraba y la besaba como cualquier

enamorado,



    Desde la cima del Señas, agazapados tras unos densos arbustos de

espinos y zarzas, Teo y Bedoya observan a la pareja con sus prismáticos;

han pasado allí todo el día, desde que por la mañana temprano, antes de las

luces claras del amanecer, salieran huyendo en busca del bosque, entre

matas y árboles, corriendo, mirando a uno y otro lado, con el corazón

frenético y el orgullo debajo del brazo; han estado allí, han comido allí, han

hablado, sentido y odiado allí; sin embargo han añorado sus casas, sus

amigos, sus familias, sus ratos de ocio, sus sinsabores cotidianos; han

deseado y soñado con no tener que estar allí; y han maldecido el día en que

nacieron por enésima vez; pero la hora ha llegado y deben permanecer

atentos a las maniobras de los civiles; ambos conocen el monte como los

recovecos de sus casas y saben que desde donde están los guardias hasta

donde ellos se encuentran hay al menos dos horas a paso tranquilo; de

manera que Teo y Bedoya se miran, sonríen confiados y mascan tabaco

para pasar el tiempo,


                                     53
El tiempo, ese tiempo que no tiene prisa y que se mece indolente en

el sillón del olvido, se refrena muellemente y consigue que los dos

vencidos lleguen a ponerse nerviosos; Bedoya mira a Teo; la expresión de

Teo, su mirada, la curva densa y oscura de sus cejas, las líneas de su

fatigado rostro exponen ante Bedoya un mensaje misterioso que éste no

alcanza a comprender; Bedoya se siente inquieto; teme que los civiles

acierten esta vez y den con ellos; sería el fin; Teo es demasiado temerario a

veces y esta temeridad asusta a Bedoya y le hace desconfiar por vez

primera de su amigo y compañero; los guardias han desaparecido tras una

loma encrespada del monte; en quince o veinte minutos alcanzarán el

último repecho que les dejará delante de sus narices; Bedoya y Teo se han

agazapado aún más llegando hasta el fondo del agujero, lleno de pasto,

ramas y hojas secas; sienten los pasos fatigados de los guardias que suben

al monte con paso decidido; perciben la respiración forzada de la pareja

que carga con los fusiles bajo las capas,



     Federico, el cabo, y su compañero Ángel, detienen su marcha para

tomar aliento; uno de ellos consulta su reloj; en medio del monte, entre los

árboles callados y bajo la tenue luz del día que se apaga, se han detenido

dos personas que no desean en el fondo encontrar a nadie; ambos se dicen

con la mirada que hay que continuar, que por hoy todo pasó y que podrán


                                      54
conciliar el sueño junto a los suyos sin tener nada que temer ni nada que

reprocharse; el camino de vuelta les espera, áspero como siempre, largo

como siempre, duro y esperanzador como siempre,



     En el cielo de la tarde cántabra se han arremolinado infinidad de nubes

que tiñen el paisaje de tristes, trágicas y caprichosas figuras; el viento se ha

desgarrado y lanza a los caminos puñados fríos y cortantes de soplos que

hielan la sangre de los atrevidos, de los pocos valientes que asoman las

narices para oler lo que se cuece; es un secreto a voces que hoy habrá

redada; y es que la guerra para algunos aún no ha terminado; vencedores y

vencidos continúan persiguiéndose, acosándose, como los niños en el patio

del recreo, en un juego oscuro y confuso, idiota y sin sentido las más de las

veces, en un juego de muerte y desesperanzas que sólo los adultos pueden

llegar a entender; las negras nubes anuncian una desgracia pintada en el

aire de los montes cántabros, una desgracia que ha de cumplirse como ley

que marca el destino, inexorable, inevitable, ineluctablemente,



     El Chisco, la Zambrana y el Tojo no hablan; cada uno permanece en

su habitación; muestran semblantes parecidos, serios, absortos y desleídos,

como la noche que se aproxima en busca del desenlace fatal; el Chisco no

aparece a la cena, aduciendo cansancio y melancolía, raro en él tan

socarrón de costumbre; la Zambrana, en la cocina de su casa, frente al


                                      55
fogón de carbón negro como su alma, cocina al marido lo primero que se le

ha ocurrido, y que no chiste que la cosa no está para más; el Tojo, con sus

muletas y la cara partida en dos, como su ánimo, desapacible y huraño, no

quiere nada con nadie, y se lleva toda la tarde escupiendo y matando

moscas con la palma de la mano encallada,



    Nadie en el poblado quiere saber; nadie en los alrededores quiere ni

necesita saber más que lo que a cada uno le va; a quién le puede importar

que Teo y Bedoya hayan salido de su agujero, en lo alto del Señas,

esquivando a los guardias civiles, a los enemigos, para tomar la senda que

les lleve al cementerio; Teo y Bedoya, Bedoya y Teo caminan casi sin tocar

el suelo, por no hacer ruido, como dos diablos solitarios; son dos rescoldos

de la guerrilla que todavía mantienen sus almas embriagadas de valor y de

pureza; han dejado atrás a Federico y Ángel, sus dos compañeros de la vida

hasta que la guerra los revolvió; a ninguno de los dos vencidos le importa

que el cielo se muestre estremecedor ni que el viento helado que baja de los

montes le escupa a la cara ramalazos de desdicha; son las ocho; a las nueve,

ya noche cerrada, cruzarán la carretera y alcanzarán una zona más

resguardada y más segura que les oculte hasta el amanecer siguiente de la

vista de los civiles; pero hasta que ese momento llegue deberán descansar

sus espaldas en la tapia del cementerio al que pronto llegarán,




                                     56
Los muros aparecen desconchados por la fatiga de los años, por el

despego de quienes en un futuro próximo deberán hacer uso de ellos y

porque sí, porque la vida es como es y porque un muro, dos o tres,

desconchados, amarillentos y descalichados no le importa a maldita sea la

gente; el musgo, atrevido y andarín, ha subido hasta las barbas de la pared,

alta y desafiante, como quien no quiere la cosa; las ratas merodean por sus

bases, se entremeten en los huecos horadados por incisivos afilados y

asustan a quienes osan pasar por allí; sólo los valientes apoyan sus espaldas

en las superficies frías, rasposas e irregulares del cementerio; el edificio,

viejo como el dolor humano, se resiste a claudicar y continúa guardando

cadáveres cántabros pese al paso fatigado y cansino del tiempo; su base es

irregular como el entendimiento posiblemente de quien lo ideó, pero ese

detalle no importa ahora en absoluto; de este a oeste baja en pendiente,

forma escaloncitos que aventajan al terreno simulando ser plano y obliga a

que los cadáveres descansen en posición levemente inclinada; poco más de

unos cientos de cántabros yacen en él, bajo sus tierras muertas, en medio de

un fuerte olor a metano propio de la descomposición de la materia orgánica

de la que también están hechas las personas de esta tierra; Teo y Bedoya

llegaron al muro del norte, más frío y húmedo que los demás, con tiempo

suficiente para pensar en lo que debían hacer en adelante; si ellos eran

listos más listos eran los guardias, acostumbrados a las redadas y a dejar

las entrañas en el cuartelillo; Teo se recostó cansado sobre la pared


                                     57
apoyando el peso del cuerpo en la blanda tierra llena de terruños; se

desabotonó parte de la camisa para airear el sofoco del camino y con

semblante absorto y medio distraído sacó su pistola, un nueve largo, y se

puso a limpiarla como si en verdad quisiese darle lustre; Bedoya sentó su

alma junto a la de Teo y aspiró profundamente el aire gélido que bajaba del

monte, hinchando su pecho como si el aire se acabara; así esperaron algún

tiempo, observando en silencio el movimiento cadencioso de las ramas

cercanas; Bedoya miró la hora; en el fondo del alma su entendimiento le

decía que el tiempo no debía pasar; su alcance le hablaba, le susurraba al

oído y Bedoya no entendía; pero al mirar a Teo comprendió por el extraño

brillo de sus ojos que esa noche era una noche especial; jamás hubo visto

en su mirada nada semejante que le delatara lo misterioso de la vida, del

silencio y de la noche,



     Las ramas comenzaron a mecerse y balancearse como si la mano

invisible del espacio las empujase en un movimiento de vaivén, rítmico y

acompasado; un ramillete de estrellas dijo adiós a los dos desventurados

que esperaban en silencio bajo la noche, ocultada por una densa y

abigarrada nube que bajaba corriendo siguiendo al viento; la brisa trajo más

olor a muerto, a tierra húmeda y a tumbas oxidadas; el miedo comenzó a

disolver los escasos resortes que aguantaban el coraje de los vencidos; de

aquí a poco deberían atreverse a cruzar la carretera; el tiempo se les echaba


                                     58
encima, pero el problema era cuándo, quién sería el primero en pisar el

asfalto, quién tendría la sangre helada para arrancar hacia el otro lado al

ritmo que su corazón le permitiese; ninguno de los dos lo confesaba pero

los dos sabían perfectamente que Teo sería el primero; Bedoya callaba

junto al muro del cementerio pero hasta los cadáveres cercanos sabían que

Teo sería el primero; Bedoya, mudo, se pisaba la lengua con la punta de los

dientes, pero hasta las ramas dinámicas, hasta el musgo de las paredes,

hasta la estrella oculta, hasta el viento que corría como un perseguido sabía

que Teo sería el primero en cruzar al otro lado de la carretera; pero hasta

que el segundo exacto llegase deberían permanecer junto a la tapia

adormecida por el murmullo de los cadáveres; y aguantar la llovizna que

comenzaba a caer sobre la desgracia de la noche perseguida; Teo y Bedoya

se acurrucaron junto a la tapia mojada, tragaron saliva y se dispusieron a

soportar la manta de agua que caía del cielo; las nubes, apretujadas unas

con otras, miraron hacia abajo y al ver a los dos desventurados abrieron sus

cauces dejando caer el alma del cielo en forma de agua,



    La lluvia ha cogido en medio del camino a los dos perseguidores;

sendas capas cubren sus miserias mientras bajan el monte maldiciendo y

jurando por todos los santos y por todo lo habido y por haber; Federico y

Ángel se aprestan sin embargo en la bajada tratando de alcanzar lo antes

posible los aledaños del poblado; la pendiente es dura, el camino zigzaguea


                                     59
y deben tener cuidado en dónde ponen los pies; al cabo de un rato divisan

las primeras luces del pueblo; la tarde se volvió oscura de pronto, como sus

corazones, y el aire, desabrido y montaraz, golpea sus espaldas empujando

a los dos guardias civiles hacia un lado y otro del camino; Valcayo quedó

atrás como queriendo ocultarse de la escena que pronto va a tener lugar; el

camino continúa buscando el poblado, pero antes de llegar tendrá que

torcer su esqueleto buscando la curva del molino, cerca del cementerio;

Federico y Ángel, bajo sus capas acampanadas, con las manos prestas en el

fusil, caminan decididamente observando los alrededores como si en

cualquier momento fuesen a ser atacados por unos desalmados; pero la

noche se ha negado a ser noche convirtiéndose en otra cosa y prohíbe con

su llanto copioso e interminable la aventura de los valientes,



    Teo y Bedoya no aguantan más la tortura de la espera, de la lluvia y

del viento y sin pensarlo dos veces se han aproximado al borde de la

carretera; la noche se ha echado sobre ellos a conciencia y no se ve un alma

ni a un lado ni al otro; deben pasar, deben atravesar ya o los guardias les

cortarán el paso; Teo y Bedoya huelen la presencia de un guardia civil

aunque éste no vaya de uniforme; posiblemente huelen la mala leche o la

sangre salada, agria y densa de los guardias civiles; pero lo cierto es que

consiguen oír el rumor de sus capas al viento y el filo cortante de sus

fusiles, Teo ha mirado a Bedoya con ojos astutos y Bedoya ha sentido frío


                                     60
en los huesos; el espinazo, erizado, le dice que Teo va a hacer una locura;

pero cuando alarga la mano para atrapar el brazo de su compañero

encuentra sólo el aire gélido y crudo de la noche cántabra que los vigila,



    El tiempo anticipado le ha dicho a Bedoya que se quede quieto y

callado, con los pies anclados al suelo; un presentimiento, un rumor, tal vez

una brizna de hierba mojada que se agita y se lamenta en el aire, le ha dicho

con palabras, con sonidos misteriosos que lo mejor que puede hacer es

permanecer mudo, con la lengua atravesada, para no tener nada que temer;

Teo avanza con pesar, con pasos trémulos; ha oído el leve roce de una capa

agitada por el viento tenaz y ha sentido miedo en la piel, en los huesos, en

el espinazo, y ese miedo se ha convertido en horror en el momento en que

sus ojos divisaron una sombra en medio de la carretera; la silueta figurada

en sus ojos erizaron sus nervios y su mano diestra tensó los tendones

agarrando la pistola; en un acto reflejo amenazó a la sombra con la vara de

avellano que portaba con la otra mano, pero como si de un rayo se tratase

comenzó a correr en zigzag tratando de evitar lo que se le venía encima;

Bedoya, ocultando su cuerpo detrás de unas royas de castaño, contuvo el

aliento que se le escapaba y sin pensarlo dos veces disparó su arma contra

la sombra siniestra que tenía delante; el cabo de la guardia civil gritó al

cielo que hasta las nubes, el agua y el viento se le tenían que rendir y parar

sus corazones, pero nadie le hizo caso y todo siguió como si tal cosa;


                                     61
herido en su orgullo Federico sacó su fusil y manejándolo como una

guadaña abanicó el aire con una ráfaga mortífera de plomo; Teo notó cierta

dulzura en su cuerpo como si de pronto el cansancio hubiese desaparecido;

el tiempo se dilató en sus sienes y se acordó entonces del Francés, de

Ramiro, de su amigo Sabaté y de tantos otros que, como él, horadaban los

montes del norte de España huyendo de la represión indomable; cayó al

suelo el cuerpo de Teo; Bedoya volvió la mirada, se recostó contra el

tronco mojado y vomitó sin parar la miseria que guardaba; sigue lloviendo

el agua del cielo para limpiar la sangre de la carretera, sigue soplando el

viento frío, el viento encabritado, para huir de allí e irse lejos donde los

odios de vencedores y vencidos no se conozcan; Ángel ha llegado junto a

Federico; las dos sombras encapotadas vigilan ahora al muerto que yace

bajo la lluvia, en medio del asfalto; el silencio ha regresado para acallar el

resuello de los guardias y los miedos de Bedoya que continúa oculto tras

los maderos; Bedoya se arrastra clavando las rodillas en el suelo mojado y

duro del camino; no suelta su pistola pero se obliga y continúa gateando

hacia las ramas densas y negras que le oculten para siempre; bien sabía

Bedoya que Teo sería el primero en intentar cruzar la carretera; los ojos de

su compañero se lo dijeron, el brillo de su mirada le contagió el miedo que

ahora sentía,




                                     62
El cuartelillo huele a cadáver, a noche que huye de sí misma, a monte

cántabro deshecho y reventado por el agua caída; desde la curva del molino

la sangre y el hedor a muerto tardaron poco en llegar hasta el cuartel; más

allá, hacia el pueblo, aparecieron algunas lucecillas que iluminaban el cielo

como las mariposas de los Días de Difuntos; varios guardias formaron en la

puerta, bajo la cortina que caía, con sus capas verdes y brillantes y los

fusiles cargados; ya sabían lo sucedido aunque nunca se sabrá cómo se

enteraron ni quién comunicó la triste noticia; a los pocos minutos

alcanzaron la curva y miraron al suelo, donde el cadáver yacía frío como el

mármol, informe y patético; uno de ellos, el Laro, reconoce en la cara

desgranada y roja del muerto al desventurado de Teo y sin más, bajo la

cúpula negra y algodonosa de la noche, abrigado bajo su capa impermeable

y junto a la mirada de sus compañeros, descerraja dos tiros sobre la frente

de Teodoro Gutiérrez Ayala, destrozándole el rostro y humillándolo para

siempre,



     La noche tarda en pasar; las noches fúnebres y densas tardan mucho

tiempo en pasar; el tiempo se ha detenido en las rocas mojadas del muro

que les observa; el cuerpo se confunde, inerme y desamparado, con el

asfalto del suelo, con el verde oscuro de las capas al viento de los guardias

mientras en lo alto, allá lejos en algún lugar del monte, entre las nubes que

bajan buscando la protección de las ramas, resuenan varios disparos


                                     63
desafiantes, disparos al aire, al hueco de la realidad, disparos lanzados con

coraje e impotencia en busca de la respuesta del amigo; los guardias se

miran, tensan sus armas y contienen la respiración hasta que a los pocos

instantes el silencio se apodera de nuevo del monte Señas y la escena

vuelve a ser como antes, pastosa y siniestra; el Laro y Ángel abandonan sus

fusiles junto a la tapia, toman al desdichado por los brazos y lo alzan al

muro; como un muñeco vacío el cuerpo de Teo parece sostener las piedras

de la pared; quedará allí hasta el amanecer cuando las nuevas luces de la

alborada bañen la cara deshecha de Teodoro Gutiérrez Ayala,



    El Chisco no ha pegado ojo en toda la noche; su socarronería se

convirtió de pronto en tristeza y el alma le pesó por el cuerpo; se le fue el

amigo, se lo mataron; muy temprano salió a la calle a respirar el frío a

tumba que sentía; tomó una vara de avellano y dejó el poblado a medias

luces encaminándose hacia la curva del molino donde le queda el recuerdo

de los alegres días vividos junto a Teo; el pueblo amanece, se desperezan

las acacias ateridas aún por el frío del Señas y en las casuchas, mojadas y

solas, tiemblan las paredes y las puertas se entreabren misteriosamente

invitando a sus moradores a salir en busca de algo; la Zambrana llegó a por

la Aldara, luego ambas tomaron a la Sabela y a la Xiana y las cuatro, del

brazo, con pañuelos negros cubriendo sus rostros, se dirigieron con paso

menudo hacia la curva de la desdicha; al pasar frente al cuartel las cuatro


                                     64
levantaron sus velos, detuvieron el caminar de sus piernas enjutas y

escupieron al suelo mientras con los dedos ensalivados se hacían unas a

otras la señal de la cruz sobre la frente; el Laro ha salido también en busca

del amigo; camina por la acera deforme y abultada al ritmo que le imponen

sus muletas; El muñón de la pierna le balancea irónico creyendo que va al

baile del pueblo pero su cara partida en otro tiempo mira hacia el molino

con odio; un caudal de soledad y de tristeza se adentra por la estrecha

carretera buscando el molino; son ya decenas los lugareños que caminan

ahogados por el asfalto; nadie habla, nadie mira hacia delante, nadie siente

ahora el frío de la mañana de un monte cántabro como el Señas,



    Amanecieron los miedos en la tierra cántabra bañados por un sol

ignorante y anaranjado; la carretera se ha secado, se han secado las capas

de los guardias civiles que vencieron una vez más; el Señas sigue mirando

arrogante la escena que bajo sus faldas ha tenido lugar; la curva del molino

se enderezó, retorcida por el dolor de ver a Teo sobre las piedras del muro;

huele a gasoil quemado; los guardias llegan junto al cadáver, descienden

del vehículo y uno de ellos, el Lero, ha metido en una bolsa ocho mil

quinientas pesetas, un bloc de notas, un preservativo, dos cajas de tabaco,

seis aspirinas y una fotografía; sólo le ha faltado introducir el alma de Teo

y los odios que llegan hasta la curva del molino; a Teo le han dejado

puestas las dos camisas que llevaba, sus dos pantalones y una mueca


                                     65
siniestra en medio de la cara destrozada; también le dejaron a un pueblo

entero que sigue pensando en él y en todos los Teos del valle del Liébana;

la carne muerta sólo sirve para llenar unos sacos; la carne muerta pesa más

de lo que uno se piensa, porque los músculos se apretujan y se vuelven

duros como el hierro; el Lero carga la carne en el Land Rover; los demás

vigilan la maniobra del guardia, quietos como difuntos,



    El vehículo ha parado porque sería incapaz de atravesar el puente de

San Cayetano; desde allí ocho brazos alzan el saco de carne y caminan,

lentos y parsimoniosos, hasta el cementerio; desde Cillorigo, Camaleón,

Vega y Cabezón, han resbalado cientos de lugareños por los caminos que

confluyen en Potes, centro del valle; el cementerio de Potes, que es como

todos los cementerios, cuenta además con una fosa para los vencidos, larga,

ancha, de negra piedra y con olor a tierra humedecida por los humores de

los cadáveres; los ocho brazos llegaron al camposanto donde les esperaba

el ataúd vacío de Martín Almirante; el Lero subió al Land Rover pensativo;

detrás del depósito estaban el Chisco, la Zambrana, el Tojo, la Aldara, la

Sabela, La Xiana y cientos de cuerpos vencidos de toda la comarca;

enterraron la carne de Teo; el ataúd, al bajar al hueco oscuro, frío y

húmedo, crujió; algunos se miraron de soslayo y la Zambrana, estremecida,

se agarró con fuerza del brazo de la Aldara.




                                     66
VI. NADIE SABE LOS AÑOS QUE TENGO




               67
N    adie sabe los años que tengo, madre, nadie los contó jamás ni yo



misma me tomé la molestia de averiguar las veces que las estrellas

asomaron por encima del Guayacán, madre, pero aquí sigo bajo mi árbol de

hojas enfadadas, aquí me aguanta el cuerpo que pariste en las lejanas tierras

donde el padre y tú juntasteis los apellidos, aquí sigo sentada en la hamaca

de mimbre que en tiempos fue de mi padre, hasta que la muerte se lo llevó

al moridero del llano para que nadie acudiera al entierro salvo las comadres

de la calle de las viudas que tenían motivos para llorar, pero recuerdo que

tú, madre, te quedaste en casa y yo oí desde mi cuarto eternamente cerrado

las angustias que pasaste encerrada y oculta a los ojos de Domingo, aquella

tarde sonaron las campanas del pueblo y sus ecos llegaron hasta nuestra

casa y nadie se atrevió a decir una palabra ni a salir a la calle a ver las

gallinas danzando de alegría, aún recuerdo muchos días de tristeza junto al

padre que se agarraba la cabeza y maldecía al chavalongo y te recuerdo a ti,

madre, apagando el fuego de su cabecera y cómo nos mirabas disimulando

las emociones pero por dentro todos sabíamos que lo hacías por amor y

                                     68
nosotros que callábamos como miserables en el fondo estábamos contigo;

la vida se me ha ido en este cuarto de ébano y de olores rancios, de tallos

tiernos y de humedades, se me ha ido observando el hilo tenue y ondulante

que tira de los Escobar arrastrándolos sin tregua hasta nadie sabe dónde,

llevándolos como idiotas por la orilla del río que baña el sueño de los

dormidos y donde las tierras putas lavan sus desechos sin arrepentirse, se

me fue pensando y queriendo, tratando de olvidar y confesando ante todos

falsamente que os he odiado por los siglos de los siglos, pero al principio tú

no eras así, así te volvió el aire malsano del valle, así te varió el sueño y las

entendederas la hambruna de estas tierras podridas adonde vinimos desde

muy lejos no sé bien para qué, tú eras de las hembras que miran por

derecho pero no en estas tierras que matan y desquician a cualquiera, desde

entonces que lo comprendí no he salido de este cuarto y me lleno las

noches pensando en el hijo que se me fue como vino, tan rápido e

inesperado como el soplo de un mal aire, me lleno los recuerdos de sus

pústulas y del hervor de su sangre, como al padre, que le quemaba la

cabeza, con veinte fuegos dentro del cuerpo, a mi hijo se lo llevó un mal

día el fuego de la viruela que le salpicó como aceite ardiendo, quemándole

las fuerzas y apagando el brillo de sus ojazos negros como un mulato de

postín; yo te lo quise decir, os lo quise decir al principio, cuando los ojos se

cerraron y las bocas enmudecieron, que no era nada porque estaba de amor

hasta las hebras de mi cabello, pero quizás los hayedos movieron sus


                                       69
cuerpos en flor o tal vez una estrella varió el rumbo de nuestro destino,

inesperadamente, porque desde aquel día en que me levanté preñada hasta

el cielo de la boca la luz se me nubló y no tuve más remedio que

refugiarme bajo el Guayacán de olor intenso que aún no conocía, el tronco

del Guayacán que tengo en mi cuarto es hueco como el aplomo de un idiota

y yo lo lleno de recuerdos que nadie sabe leer, en cada hoja tierna como el

diente de leche de un ternerillo guardo una sonrisa y una mirada y un mamá

te quiero de mi retoño de fuego que se fue como los ángeles camino del

moridero, donde el abuelo, pero de donde lo saqué una noche bien oscura y

tenebrosa y seca y solitaria y me lo llevé junto al Guayacán, nadie lo sabe,

sólo él y yo, y nadie entra en mi cuarto porque dicen que huele mal, oye

bien querido niño, dicen que huele mal cuando no hay en el mundo aroma

más dulce y embriagador que los huesos descarnados tuyos, que los ojos

secos tuyos, que las manitas perfiladas y blancas tuyas; desde entonces,

madre, hablo contigo a diario pero no pienses que te reprocho nada porque

nada debe reprochar una hija a su madre, pero he sabido el dolor de parir a

un hijo en la soledad, y el dolor de una noche llena de miedos sollozantes;

padre no quiso quedarse en las tierras que nos vieron nacer porque le daba

vergüenza afeitarse la cara y que se le viera la deshonra caerle hacia abajo,

a ti también se te heló la sangre por la mala hija que te dio el de lo alto

cuando te enteraste que el amor corrió rumoroso por los caminos del valle,

por donde enseñaste a tu hija a caminar, por donde dices que di mis


                                     70
primeros pasos, y es que la sangre de los vascos es más espesa que la savia

de la Añañuca y duele cuando se agria y cuando el amor llena de pronto y

el gozo sale a los labios y resbala, en aquellos solitarios caminos de tierra

gruesa y pastosa tu niña perdió la vida por siempre y conoció de frente al

amor que cegó sus ojos y brotó en ella como el agua de un manantial,

fresca y sabrosa, llegué aquella tarde empapada y con la mirada turbia y tú

lo conociste al momento, tú me miraste y volviste la mirada hacia otro lado

y te pusiste las manos en la cara y arrancaste a llorar, yo me senté y calmé

mis ansias y viéndote triste en aquel asiento de mierda supe definitivamente

el resto de mi vida; nuestra casa era pequeña pero agradable aunque fría

como una barra de hierro en los días de enero y cuando llovía temíamos

que las paredes se nos echaran encima y mirábamos al techo y a las puertas

crujientes cuando sonaban los truenos allá por las montañas nevadas, pero

era nuestra casa, nuestro hogar y en los rincones olía a ropa tendida y a

tabaco suelto, y sobretodo podía percibirse por todas partes el aroma a

sudor de padre al regresar de la faena y el canto de los chicos que llegaban

al pueblo después del duro trabajo y sonaban las gotas de agua tras los

cristales vaharados por el calor de nuestros alientos, aquella era nuestra

casa donde vivíamos felices hasta que los malos aires me llevaron al

camino del valle y cuando alcancé de nuevo nuestra casa el silencio me

recibió porque padre y tú no estabais en ella; ahora sin embargo todos ven a

Rosa Escobar Santero como la loca de Melampó y todos buscan los huecos


                                     71
de las ventanas para asomar sus narices y ver a esta pobre vieja que todo lo

ha visto, ha visto a sus padres, a su hermano Domingo, incluso vio el

ferrocarril que nunca hubo en estas tierras, vio también las putas del barco

bailando el frenesí y vio al mulato Erasmos, el más descomunal de todos, y

esta pobre vieja vio pasar la vida de muchos desde su hamaca bajo el

Guayacán de su cuarto, al principio recuerdo, madre, que nadie comprendía

qué hacía un árbol como aquel en un cuarto solitario, los árboles son para el

campo, niña, decía padre, pero al fin lo colocó en el sitio donde yo quería

porque bajo sus ramas, bajo sus cortezas ásperas y resquebrajadas habitaba

el amor verdadero de mi vida y eso nadie lo supo, madre, nadie salvo yo,

allí guardaba yo mi tesoro descarnado que saqué en una noche de dolores

por el camino adelante del moridero, que allí no dejaba yo a mi pequeño,

madre, tú lo comprenderás, porque el amor no sabe más que de astucias

para alcanzar lo que quiere, y los caminos son como los hilos que marcan

mi vida, primero el camino ancho y abultado junto a las hayas inmensas

donde encontré el amor y luego el camino del moridero cargado de culpas y

sentimientos desconocidos, todos ven a esta vieja y le cuentan sus arrugas

mientras le hablan pero esta vieja sabia no busca sino el día maldito de su

muerte que ha de venir y que le llevará junto a su hijo perdido que ya no

tendrá pústulas, eso es lo único que esta vieja sin años desea, pero mientras

llega ese día debo contarte lo que sentí cuando aquel día padre dijo “Nos

vamos” y tú y yo nos miramos descompuestas y tú dijiste que no era


                                     72
necesario, que bastaba con mudarnos de pueblo, de calle, pero padre

encendió el cigarro gordo como el dedo pulgar y no habló hasta que la

ceniza le quemaba la carne y entonces sentenció “He dicho que nos vamos”

y entonces supimos que empezaba otra historia en la familia de los

Escobar, y que de un momento a otro los árboles frondosos de los montes

vascos se irían para siempre, como lo harían los caminos de amores y los

cánticos alegres de los más jóvenes, todo se iría de nosotros porque

nuestros cuerpos permanecerían allí aunque estuviésemos en la otra punta

del mundo, aquella noche, madre, te noté algo raro en los ojos porque

mirabas con envidia y un brillo desafiante restallaba en ellos cuando

mirabas a tu niña, yo no sabía dónde poner mis manos acostumbradas a

acariciar tu rostro, madre, pero ahora el sólo roce de tu vestido me

humillaba y los dedos me dolían cuando tocaba tu melena negra y

sugerente, esa expresión tuya me asustó tanto que creí que algo malo estaba

a punto de suceder, lo supe después cuando me llené el corazón de dolor y

el tiempo se dilató en mí morando en mis venas, que el tiempo se empeñó

en no dejarme salir de mi cuarto y así pasé años, como presa y como ida,

porque fuera del cuarto el olor de mi niño no estaba en ninguna parte, pero

todavía faltaban cosas por pasar hasta que el dolor llegara, como aquel

viaje junto a los mulatos de rumbo incierto y junto a las putas baratas que

buscaban nuevos amores de mentira y junto a los señores que querían ser

aún más señores y allí íbamos nosotros casi sin poder cruzar nuestras


                                    73
miradas porque los hilos finos de los recuerdos nos herían, allí asomaba

padre por la borda hacia poniente, por ver si veía el horizonte, decía, pero

la verdad es que no aguantaba los mareos y los vaivenes del cuerpo y sólo

volcando el pecho por la borda podía disimular sus debilidades, allí

embelesaba yo mis imaginaciones al compás del frenesí de las putas sobre

la cubierta del barco mientras tú, madre mía, te lamentabas del calor

sofocante de la mar viendo a los mulatos descomunales broncearse al sol,

nunca se nos hizo tan largo el viaje como aquellos cinco días en que padre

y tú decidíais por dónde tirar cuando llegásemos a puerto, aquel hombre, ya

no recuerdo su nombre, aquel hombre grueso, de bigote desgreñado y con

boca pequeña de salmón hablaba susurrando al oído para que nadie más se

enterase de su gran secreto y padre se arrepintió mucho después de hacerle

caso, pero durante esos cinco días no se habló entre vosotros de otra cosa y

al final acabamos por el camino sediento hacia el valle del Melampó,




                                    74
VII. UN INSTANTE DILATADO




           75
E   s difícilmente plausible que se alce cielo arriba después de la



enorme presión que le cayó encima; el indeciso irrumpió en escabrosas

carcajadas que vomitó tierra abajo como maldiciendo todo lo creado,

después se limpió las comisuras de los colgantes belfos pingajos de carne

con el dorso de su malnacida piel de malnacido y se recostó sobre la manta

ocre y salvaje del mediodía,



    Así permaneció eternidades/eones hasta la puesta de Júpiter; Io se

podía ver con los ocelados retículos multiformes que destacaban de su

mostrenca figura; Io mostrábase coloreada de una tenue y sensible

fosforescencia verdeazulada que poco a poco se tornaba en densa niebla

crepuscular; de Io hacia la cueva a unos quince grados podía adivinarse X5,

más irisada que de costumbre, más fulgente, enhiesta y arrebatadora,



    El indagador de las praderas vestido de marrón suciedad no cesaba en

su incontenible alarido regurgitación de blasfemias injuriosas contra la



                                    76
sureña madre; de vez en cuando emanaba de su averno una vaporosa y

nauseabunda mezcla de gases sin actividad fugacidad, gases no ideales que

se escapaban a toda ley de medida; fermentados adrede proyectábanse en

denso chorro subliminal hacia la hojarasca áspera y marchita de la pradera

violenta donde pastaba,



    El indeciso no acababa por determinarse del todo; de su garganta

emanaban sonidos guturales semejantes a mediopalabras, sonidos que

pretendían concatenados entre sí alcanzar la categoría sintáctica de algo

con-sentido; el eterno frío atería hasta la médula occipital de su

achaparrado cuello, su mente obtusa y embrionaria no discernía la

diferencia entre la luz y la no luz/oscuridad de la concomitante noche que

se le caía encima madurada como el fruto del árbol ya hombre; la

hipocondríaca testuz oscilaba a izquierda y derecha en un movimiento

cansino y eviterno; la soledad no habíase mostrado jamás tan tétrica y real a

sus pies como esta maldita noche en que Io se sentía en la altura,



    Es la bestia consciente de la turbidez de su destino y sin embargo no

cesa de observar la trayectoria de X5 en la pléyade infinita de mundos

redondos/¿redondos? Del firmamento; es, cuando la dama le aprieta el

corazón con el puño bien cerrado, el momento de su máxima

congoja/sofoco; la antiespasmódica carcajada histérica y reparadora había


                                     77
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Los cuentos del Guayacán

  • 1. Antonio Florido Lozano LOS CUENTOS DEL GUAYACÁN 1
  • 2. Es difícil encontrar palabras para Dibujar el rostro hierático del vacío, Y más aún cuando el aire insolente Golpea tu piel marchita por los años… 2
  • 3. Índice I. Diálogo de ausencias………………………………..…..4 II. El General Obando…………………………………….16 III. Fiebre…………………………………………………..30 IV. La espera……………………………………………….41 V. Los vencidos……………………………………………50 VI. Nadie sabe los años que tengo………………………...67 VII. Un instante dilatado…………………………………..75 VIII. Un día en la fábrica…………………………….……..81 IX. Arena plateada………………………………..……….90 X. El centinela solitario…………………………………..97 XI. Amharat………………………………………………107 XII. Detened el tiempo…………………………………….117 XIII. Inocencia……….……………………………………..132 3
  • 4. I. DIÁLOGO DE AUSENCIAS 4
  • 5. _ 31 de diciembre, a las tantas, Si anoto aquí mis confesiones, querido diario, es sólo para no morir de soledad, para no sentirme tan vacío, vacuo y deshabitado. Que me han abandonado se deducirá de mis palabras, escritas desde la turbación y apasionadamente – aún me queda la pasión -. “Tres horas llevo, en vano, esperando. Sentado a la mesa como un tonto, con las estúpidas velas rojas llameando. Mi amor se siente desvanecido, engañado. Así me trata. Siempre mortificándome, a cada ocasión, a cada capricho. Aunque hoy, día tan señalado, no lo esperaba, de seguro. Todo el día, toda la semana, todo el tiempo se ha perdido - lo he perdido -. Tengo sueño y siento algo extraño. No es rencor. No es odio. Es…no sé, algo distinto, ajeno a mí. Pero ese algo que no sé explicar me domina, me vence. Seguir esperando o no. Continuar con los ojos de par en par a la espera de que el timbre gima o derrotarme en los mullidos brazos del sofá, para siempre. Qué hacer. Difícil. Difícil. 5
  • 6. Apenas si se oye ahora - ¡es tan tarde! - el murmullo de la gente por las aceras. Noche que avanza ineluctable y cansinamente hacia el abismo. Noche que pasa de mí, indiferente, mirando para otro lado, que me abandona en brazos de estúpidos transeúntes en son de necias e insulsas letras archisabidas. Puse todos mis esfuerzos por que esta velada fuese diferente. Ahí mi equivocación, mi locura. Diferente para los dos, ¡qué sarcasmo! Preparé la cena. Dispuse la mesa con su mantel de ocasiones y sus copas relucientes, pulcras y transparentes. Impecable. Las velas rojas - de película de amores -, reposan a estas horas, sin embargo, malolientes y desgastadas sobre la mancha azul y plana de la mesa (estúpidas velas rojas). Todo se ha ido lejos de mí, salvo la desazón – tuve un amigo que en cierta ocasión me habló de ella, y no le comprendí – que se me ha presentado de golpe, arrolladora y violenta. Vigilo durante un buen rato al teléfono mudo. Y mi cabeza se agita como una coctelera donde los pensamientos, en constante movimiento, buscan la mezcla secreta y misteriosa. Pronto amanecerá. Ya el año nuevo dio comienzo en todos. Pero yo he sido anclado al presente, digo bien, al presente. Para mí no hay ni sucederá otro día que el de hoy. Me resisto, me niego. Esperaré. Sabré hacerlo, aunque le pese. Aquí seguiré, en mi habitación, sentado a mi mesa, paciente y resignado. 6
  • 7. He de confesar que jamás fui amigo de las citas porque siempre me han traído malos recuerdos y peores experiencias. Tal vez mi exigencia para con los demás haya sido cruel, excesiva, pero no puedo cambiar, ya no, es demasiado tarde. Aparte que no quiero porque he de demostrar – ni yo mismo lo creo - que soy una persona incólume, segura. Aunque reconozco que a veces mi máscara de exigente no es comprendida lo necesario. Me consume el pecho la angustia de ver amanecer sin mi Amor susurrándome palabras tiernas. Abro. Salgo al balcón, no soporto más la esclavitud de la espera. El aire del amanecer es puro, frío, imperturbable. El cielo clarea y las estrellas se difuminan en lo alto - como un chorro de leche derramado – claras y albinas. (Estúpidos puntos brillantes de las noches). Maldigo, maldigo la hora en que el Amor llamó a mi puerta. Otro día ha pasado, otro año, otras mentiras para digerir. Ya no puedo más. Desde aquel día todo han sido falsedades, huidas, justificaciones. Y lo peor es que yo lo percibía. Sabe mi Amor que no puede vivir sin mí y sin embargo me desprecia, me ignora. ¡Qué hará a estas horas por las calles - ya amanecidas -, sin mí! ¡Qué hará! ¡Adónde irá sin el calor de mi cuerpo, sin mis sonrisas! La noche avejentada y mustia suda olores nauseabundos mientras los últimos imbéciles, ignorantes, no callan ni respetan mi dolor. La gente es mala, perversa. Tétrico y retorcido, el mundo. No piensan, no tienen idea 7
  • 8. del daño que sufrimos algunos. Algunos que callamos y experimentamos el sabor del abandono, en silencio. Por eso no soporto que mi Amor, mi Vida, continúe por ahí a estas horas, a la deriva, en soledad, en medio de siniestras almas que le pierden a uno. No debería – me digo - haberse tomado aquellas palabras mías tan en serio. Todo lo que le dije brotó espontánea y cándidamente de mi despecho, de mi rencor, de mi resentimiento. Pero, ¡cómo voy a dejar yo a mi Amor!, ¡en qué cabeza cabe semejante absurdo! Se comprende, sin embargo, que mis palabras le sentaron mal y ahora me castiga. Lo que no imagina mi Amor es que su ausencia, su huida, su abandono, no es sólo un castigo, es un sufrimiento insoportable que me destroza y me deja vacío. Porque yo sin mi Vida no sé qué hacer, soy, me veo, me siento, como perro solitario, asustado y triste. Un memo, una marioneta, un muñeco sin existencia, quieto, inmóvil, un monigote de trapo de ojos tristes y ciegos. He notado ruido en el entresuelo. Pero no es mi Amor, no puede ser. Se trata sin duda de otra burla macabra que quiere jugar conmigo. Mi Amor siempre gira dos vueltas completas a la llave. Y no hace ruido. Será, posiblemente, el imbécil del vecino que habrá acabado la juerga y vendrá con ganas de violentar a su esposa en un sofoco carnal, impuro y hediondo. ¿Por qué no llegará ya mi Amor?, ¿no sabe acaso que con esta actitud me desespera y rompe?, ¿no imagina mi calor que no soporto los castigos tan crueles? 8
  • 9. La noche es larga, eterna, desesperadamente eterna y dura de pasar, como un camino en cuesta y pedregoso. Me duele la cabeza. La siento hinchada como un globo de feria. He cogido el teléfono y he llamado no sé ya las veces. Nada. La voz metálica e hiriente me dice que está fuera de cobertura. Lo intento de nuevo, agarrándome a una esperanza cada vez más débil. Quizás ahora lo coja, quizás ahora - me digo -, pero siempre obtengo la misma respuesta neutra y sin alma. _A los dos días, Si el infierno existe, diario mío, ya lo conozco; no he salido de casa en este tiempo; sufro; me he enterado que mi amor tiene otro amor; y me duele; se me clava en el pecho como un puñal; qué otro amor puede haber llegado a su vida; qué amor, qué engaño le sucede; por qué se obceca en no llamarme siquiera para un desprecio, para una bofetada; tan sólo dos días, qué ocurrirá si se empeña en su actitud infantil de no quererme; vuelvo a llamar; fuera de cobertura; no quiere nada conmigo; diario mío, dime, qué debo hacer, aconséjame, hoja de papel querida, _Las cuatro de otra madrugada, Ha venido Alberto a verme; que qué me pasa, que no se me ve por ningún lado; no le he prestado apenas atención; en pocas palabras le insinué que se fuera, que su presencia me era indiferente; en verdad no 9
  • 10. soportaba su cara de niño bien ni su aire estúpido; no necesito a nadie a mi lado; mi vida carece de sentido desde que mi amor me dejó, _Febrero, por la mañana, Me levanté desganado, tomé café y me afeité; aún huele a su piel, su toalla continúa en el mismo lugar, doblada y esponjosa; no me atrevo a abrir los cajones de la cómoda, me traería recuerdos hirientes; me siento vejado, una piltrafa, y salir a la calle me da miedo; la soledad y el silencio de la habitación evocan en mí su presencia ausente; lleva casi cuarenta días lejos de mí; a veces pienso si sufrirá como yo; el dolor me está matando; una separación tan prolongada es inhumano; me fundí tanto con esta persona que dejé de ser yo mismo y llegué a respirar con su pecho y a sentir con su corazón; el apartamento se me hace más pequeño con el día a día, A las once llamó Guiller para decirme que ha visto a mi vida con Gustavo, de la mano, y que las sonrisas y la felicidad se dibujaban en sus labios; le he colgado, fulminante; siento una rabia que me amordaza, “de la mano…”, y contentos, alegres de la vida, como si nada hubiese sucedido; he pasado el día rumiando las palabras del mentecato de Guiller; lo que no comprendo, al fin, diario mío, es por qué me desprecia, si lo único que he hecho con esta persona es quererla, es desvivirme, es salirme de mí mismo, darme; y, sin embargo, este es el pago que recibo… 10
  • 11. _Julio, Hace meses que no hablaba contigo, querido, amado diario; al principio, te lo confieso, quise descargar en ti la hiel que me rebosaba, como castigo ¿entiendes?, para que sintieses lo que yo cuando me supe abandonado; pero he reflexionado y a partir de hoy tú y yo vamos a ser los mejores amigos, amigos íntimos; yo te contaré mis cosas, todas, y tú me confesarás tus sentimientos más velados; qué bien lo vamos a pasar en adelante, los dos, siempre los dos, inseparables, Mañana retomaré el trabajo, sí, como lo oyes, querido, amado mío, lo he decidido, iré de nuevo a la oficina; y enfrentaré la mirada de Guiller como si jamás hubiese sucedido nada; ahora abriré las ventanas, el verano ha llegado este año inflamado; así me siento, enardecido, entusiasmado, loco, como el estío del sur que nos azota y hostiga, _Mediados de julio, En la oficina me hago el interesante, les coqueteo y de vez en cuando, querido, amado diario, les insinúo que tengo amante; al estúpido y engreído de Alberto ni le miro, no es digno de mi amistad, como tú, amado, tesoro mío, _Octubre, 11
  • 12. Tengo una noticia fabulosa amado mío; te lo confesaré pero debes garantizarme que no saldrá de nosotros y que no lo tomarás como algo personal; te prometo, si cumples tu parte, que te seguiré queriendo y amando como siempre he hecho; te lo diré susurrando, así, así, pianísimo…mi amor ha venido, ha regresado, ha reconocido su error, su culpa; me lo ha confesado nada más abrir la puerta de casa; el pobre estaba pálido, anémico, casi cadavérico; lo que yo te decía tesoro mío, mi Pablo lo ha pasado mal, muy mal, lo que habrá sufrido mi ángel; me ha dicho que todo fue una locura, una subida de calor repentino; y yo, triste de mí, con lo que había preparado este momento, con la de veces que ante el espejo me había figurado hablando a Pablo, duro, enervado y severo, me derrumbé en sus brazos y lloré sobre su pecho varonil, como un niño, _Navidad, Pronto hará un año de aquello, querido, amado diario, un año, todo un año; y esta vez estamos los tres juntos, unidos como nadie pueda estarlo jamás; Pablo, tú y yo; los tres aquí; Pablo y yo sentados el uno junto al otro y tú, amado, tesoro mío, sobre la mesa con cubierta de tafetán, mirándonos en silencio y sonriéndome sin que Pablo se dé cuenta de nada; esta vez no tendremos que esperarle, cenaremos en silencio y luego, en los postres, cantaremos y contaremos historias de Nochebuena, de las que tanto gustan a mi tesoro; y cuando la noche se vuelva densa y tupida, tomaré a Pablo, mi 12
  • 13. amor, mi otro amor, y lo acostaré suavemente sobre el edredón de invierno que compramos la semana pasada; cuando él esté profundamente dormido tú y yo seguiremos compartiendo sigilosamente nuestros secretos, en el hueco oscuro y fosco de la noche; debe ser así, créeme, querido, amado diario, de lo contrario, si Pablo se percatase de nuestros disimulos encelaría hasta enloquecer, Te aseguro amado mío, querido tesoro, vida mía, que Pablo no nos volverá a abandonar y que todas las noches departirá con nosotros, aquí, en la sala, pegados, muy juntitos los tres; te aseguro amado mío, que Pablo es feliz junto a nosotros; sabe él que aquí no le faltará amistad, calor y, sobre todo, amor, mucho amor; mírale, mira a Pablo cómo sonríe, querido mío, mírale; es feliz, se le nota ¿verdad?, desde que lavé su cara con la toalla mullida que guardaba, desde que sus manos aparecen blancas, sin restos de sangre, cuidadas por mí con profundo sentimiento, ya no hay nada que temer; tú no lo sabes, pero todas las mañanas, amado diario mío, hablo con él mientras me aseo; todas las mañanas cuando me cruzo con Alberto, con Guiller, con Gustavo, les miro y les sonrío mientras pienso que Pablo jamás será otra vez de ellos, _Tras la navidad, Querido diario, hoy estoy enfadado, no, no contigo, amado mío, con Pablo; dice que no hablo nunca con él, que no le presto atención, que le 13
  • 14. ignoro y que he dejado de amarle y yo me pregunto, ¿cómo puede pensar eso de mí, de nosotros, acaso tú y yo no pasamos las tardes claras de esta maravillosa primavera junto a él? Si continúa así le tendremos que meter de nuevo en el depósito, en el frío e inhóspito depósito, como a los niños traviesos y metomentodos; Pablo no ha sido jamás tan aguafiestas, lo que le pasa, diario mío, tesoro de mi vida, es que está celoso de ti, como lo oyes, celoso y requeteceloso; pero, como a los mequetrefes, mejor es no echarle demasiada cuenta, _Una noche calurosa, No podemos seguir así Pablo, no podemos; no comes, no bebes, siempre estás igual de serio con nosotros y no nos cruzas palabra en todo el día; sabes que los dos te queremos y te respetamos, pero has de intentar cambiar por el bien de los tres; a partir de hoy lavaré tu cara y tus manos a diario; y además, si me lo permites como si no, Pablo, peinaré tu cabello y recogeré los mechones que caigan al suelo para que tu habitación brille y resplandezca de blancura; de noche, Pablo, debes comer algo, inténtalo, y si me dejas yo mismo abriré tu boca para alimentarte; luego, a los postres, Pablo, quiero que hables con los dos ¿entendido?, y olvídate de esa manía tuya de abrir las ventanas para ventilar la sala; ¿no comprendes, querido, que hueles mal, y que los vecinos podrían sospechar?; olvídate de todo, no te preocupes, yo haré todo cuanto haya que hacer para que los tres vivamos 14
  • 15. en el mejor de los mundos; ya llevamos casi un año juntos, Pablo, casi un año desde que entraste en esta casa aquel día para pedir perdón por lo que habías hecho; y te perdoné, te perdonamos, los dos te perdonamos, por eso lo único que te pedimos es que continúes sentado en esa vieja mecedora, junto a nosotros, pasando el tiempo infinito en esta sala triste y hedionda. 15
  • 16. II. EL GENERAL OBANDO 16
  • 17. L a carta llegó al campamento con la crecida silenciosa y traicionera del Putumayo, de modo que hasta transcurridas dos horas el General no pudo leerla; el Putumayo no juega y Obando lo sabe; cuando las aguas del río se remueven turbias y caprichosas junto a los juncos, todos en el campamento acuden como culebras, rápidos y resueltos, hasta dejar los alrededores más limpios que la cabeza del Gringo, Obando abrió la esperada carta despacio hasta la desesperación; barruntaba desde días atrás que aquello se acababa; para su desgracia las cuatro primeras letras que leyó provocaron el latigazo involuntario de su codo izquierdo, la señal de que el General se ahogaba en la humillación, El General Obando leyó hasta el final el papel sucio y amarillento y se quedó mirando las aguas del Putumayo que ya habían alcanzado los troncos más gruesos de la barraca; con el corazón lleno de mierda y de rabia arrugó la hoja y la arrojó donde nadie pudiera verla; llamó entonces 17
  • 18. al Cabo con su voz aguardentosa y desagradable; el Cojo apareció de la nada y al ver la cara del General supo que a la mañana siguiente abandonarían la maldita selva, Aquella misma noche, bajo la penumbra de su choza y sin dar tiempo a que su vómito le traicionara, Obando ordenó preparar la marcha; esa noche, densa y misteriosa como pocas, las estrellas se le cruzaron entre ceja y ceja y no pegó ojo; después de treinta años en la trocha con el fusil al hombro, cuatro mujeres, once hijos conocidos y veintitantos hombres muertos a su costa, cómo podría vivir en adelante; Obando, Don José María Obando, hijo adoptivo de Don Ramón Obando del Campo, no sabía que la vida pudiera echársele encima con tanto peso, aplastando su orgullo y su destino antojadizo, y todo en nombre de la dichosa democracia, Los Yaguas caminaban de regreso con la caza de una semana, entre árboles centenarios, altos como el orgullo de sus ancianos, mientras el General Obando pasaba revista a los pocos soldados vivos de su regimiento; al cabo se despidió de todos, mirando a los ojos de cada uno; sólo se llevaba con él al Gringo, que conocía los senderos misteriosos de la selva y era medio indio, Mientras el General y el Gringo enseñaban sus espaldas camino de Cali, en busca de la sinrazón del presidente José Ignacio de Márquez, el Coronel Sarmientos Piedelobo, que se quedaba al mando del campamento, 18
  • 19. esbozó una sonrisa estúpida y pasajera que no contagió a ninguno de sus soldados; ni el Chusco, ni el Chamizo, ni el Cojo, ni el Niño sonrieron; ni siquiera la Chana se alegraba de la marcha del General que maldito el día en que se iba quizás para siempre, Cuatro semanas a lo más; eso fue lo que el General dejó dicho, pero ya habían pasado dos y lo único que se oía era la indomable Seca golpeando los rostros cansados por la lucha; los Yaguas no se divisaban desde el campamento, aunque más que por la distancia porque ver un Yagua y no ver nada era lo mismo; los ojos secos de los soldados alcanzaban hasta poco más allá de las aguas del Putumayo; la Chana cumplía años sin decir nada a nadie y se avergonzaba en silencio de su cara mustia y poco agraciada; a la Chana también se le acabarían los buenos tiempos, al menos eso es lo que todos se decían continuamente con la mirada; ninguno deseaba ver entrar al General por el camino de los charcos, porque verle entrar y acabar la lucha contra los insurgentes era cosa segura, pero ninguno deseaba tampoco que su General faltase para siempre, ninguno menos Sarmientos, para quien la ausencia de su superior era la mejor noticia que pudiera conocerse, El 11 de julio de 1841 amaneció sin avisar; en el cielo de la selva donde viven los Yaguas raras veces se ve el sol allá arriba, por entre los árboles; sólo donde las calvas han hecho de la selva un tapiz húmedo y 19
  • 20. verdoso florecen plantas caprichosas en busca de los tímidos y cálidos fuegos del cielo, El 11 de julio de 1841, el mismo día en que el General Obando se negaba a pactar la rendición con el presidente José Ignacio de Márquez, el Coronel Sarmientos Piedelobo se sentía con el mundo dentro del pecho y hacía y deshacía a su antojo; la Juárez le colocó bajo las narices el segundo plato de estofado que, aún ardiendo, el coronel relamía con sus ojuelos achinados; la Juárez se retiró y dejó a su coronel tranquilo en medio de aquel sofoco de verano, que maldito si llegó el calor aquel año; Piedelobo torció el gesto a la primera engullida y, con la cara roja como el tomate, escupió un trozo de carne; luego tomó la jarra de chicha, fría como el alma de una viuda, y bebió para dejar sitio a otro golpetazo de ardiente estofado; de cuando en cuando el Coronel maldecía el día en que vio al de la Enara entrar por la puerta de su casa para decirle que se pusiera la charretera; desde entonces su maldito dolor de barriga le enredaba el vientre a golpes de bocado; el Coronel llamó a la Juárez a voces: “¡Chana, venga usted acá con su amorcito!”; la Juárez o la Chana como al Coronel le gustaba clavarle al oído aparecía de golpe y entonces el Piedelobo le frotaba el trasero delante de todos, como si nada; los demás, ante la ausencia de su General, callaban como muertos; hasta el 20
  • 21. Niño, pese a su juventud asquerosa y repulsiva callaba miserablemente y aguantaba el tirón, El calor húmedo de la selva del Tarapoto entraba a todos por los ojos, secando el alma cansada ya de tantos años de lucha sin causa y sin fin; el Piedelobo seguía estrechando con sus manazas las entrepiernas de la Juárez mientras mascaba como un cerdo el último bocado de carne; a ver quién era el guapo en levantarse sin el permiso del Coronel, pero el guapo fue el Niño que harto ya de tragar bilis sacó la faca y amenazó con ella al dueño de la Chana; el silencio se espesó cuando los demás vieron pararse las quijadas del Coronel; el Niño tragó la poca saliva que le quedaba y de no estar la Chana todavía en la falda del Piedelobo, habría salido de allí como alma que se come la Seca, el parón cálido y salino de la selva; hasta las moscas dejaron de zumbar; el Coronel, envalentonado, se quitó a la Chana de encima, dejó el cucharón sobre la mesa y levantó su enorme espinazo buscando la voz silbante de la faca en el aire; el Niño no tuvo tiempo de reaccionar cuando ya el Coronel le aferraba la garganta con la fuerza de un arco de acero; pero no apretó para que los demás viesen el espectáculo de ver a un hombre morir a su voluntad; el Niño maldijo al Coronel y fue lo último que hizo en su corta vida; el aire, espeso como la leche de la Facunda, humedecía los rostros del Coronel, de la Chana y de los demás; el tiempo, temeroso de que a él también le tocase 21
  • 22. parte, paró su ritmo, hasta que un antojo del Piedelobo le hizo soltar el peso que cayó al suelo como un fardo, Sarmientos Piedelobo pidió a la Chana un cubo de agua y lo echó sobre la sangre vertida a dos palmos de sus botas; las moscas comenzaron de nuevo a revolotear; algunos disparos lejanos atronaron en los oídos de los demás quienes aprovecharon la ocasión para salir de allí por patas; el Coronel echó de nuevo sus manazas sobre las cachas de la Chana y, mirándola como un enamorado, comenzó a reír a carcajadas; la Chana le imitó por hacer algo y ambos acabaron enlazados en un juego sucio de sudor y sofocos; en la estancia calenturienta y húmeda del Tarapoto no había ocurrido nada en realidad; la lucha seguía como seguía el sofocante calor golpeando sobre los rostros cobrizos de los Yagüas; fuera oíanse disparos de arcabuces cruzando el espeso y enrarecido aire de mediodía; el Piedelobo acabó su comida echado sobre una destartalada yacija, sucia como su alma gringa; pensaba qué suerte que aún faltase bastante para que por la puerta apareciera el maldito General; pero mientras tanto el mundo estaba dentro de su pecho y no había fuerza de la selva que se le opusiese a su coraje; la Chana continuó con su brega y agachada en el suelo, sobre sus carnosas rodillas de hembra aún joven, restregaba con fuerza sobre la mancha rojiza de quien la quiso en mal día para ella; el Piedelobo miró a la Juárez y ambos sonrieron; Sarmientos Piedelobo escupió lejos el cigarro 22
  • 23. ensalivado y se dio la vuelta para dormir; las moscas continuaron revoloteando sobre los restos de sangre aún fresca, Amaneció; la selva, aún en silencio, comenzó su acostumbrado carillón de trinos y gorjeos mientras los primeros clarores del día inundaban lentamente los poros de la tupida arboleda; el Coronel Piedelobo roncaba; la Chana movía su denso cuerpo zambullida en un delirio de pesadillas, acordándose del Niño, aún caliente; los demás esparcían sus lacios y desmedrados cuerpos hasta que llegasen los primeros rayos del sol abrasador; el aire soplaba tímidamente, cobardemente, como todo lo que se movía allí, en el campamento, sin el beneplácito atrabiliario del Coronel, Piedelobo abrió los ojos como pudo; la garganta, aprisionada por un cerco de hierro, no escupió ningún sonido inteligible; sólo sus pupilas y su escaso entendimiento llegaron a comprender que el General había llegado un par de semanas antes de lo previsto; al momento los hombres del campamento, pillados de medio pie, formaron con sus arcabuces, mirando al suelo; el General era el General y la cosa no era para bromas; varias gargantas tragaron salivas; la Chana acudió presta con una cesta de sonrisas y con las manos retorciendo su delantal en señal de servidumbre y nerviosismo; el General preguntó poco y a los mismos de siempre, a los de lengua mansa y dadivosa; sacaron entonces al Niño y echaron su cuerpo 23
  • 24. en medio de todos; el General, hombre al fin de pocas palabras, les miró uno a uno; esa era su forma de dar órdenes, El Coronel cruzó sus ojos con los ojos del General pero éste le aplastó con su mirada; en un acto fatal el Coronel se postró de rodillas e inclinó su espalda como un perro estúpido y miedoso; los demás no respiraban; el destino estaba escrito y de allí a la noche alguien no llegaría; ese alguien lo sabía, como lo sabían muy bien todos los del campamento; el Coronel izó sus manos rogatorias de dedos entrelazados sin levantar la cabeza; de sus labios salieron algunos lamentos que pronto se convirtieron en gemidos; Obando alzó su negra bota de cuero y con cara de profundo asco golpeó el costado del cobarde una vez y otra; a cada golpe Sarmientos Piedelobo retorcía sus fibrosos miembros, se echaba las manos a la cabeza y lloriqueaba como un cerdo pidiendo clemencia; el General, un militar que sólo había conocido el sonido ululante de las balas al cruzar sinuosas el aire, cesó en su furia y afirmó su gastado cuerpo recuperando el aliento perdido; la Chana le sirvió otra cesta de sonrisas adornada esta vez con un manojo de guiños; los demás, inmóviles, no cerraban los párpados; el General miró a uno de ellos y con un movimiento de su cabeza le indicó que aquella piltrafa estaba allí de más; entre todos levantaron el bulto de carne deshecha; el Coronel, todo hinchado, comprendió que por esta vez llegaría al final del día y este 24
  • 25. pensamiento extrajo de su boca una leve y extraña mueca mezcla de felicidad, odio y rencor, La Chana tomó la mano yerta del Niño y la besó; sería la última vez; las moscas este año han venido a la selva más empalagosas que nunca; las moscas siempre traen malos aires; mientras, los Yagüas, ajenos a todo, hasta de los disparos de la sinrazón, continuaban con su afanosa tarea de desentrañar los misterios de la selva, A las tres de la tarde las piedras sudaban en el campamento, tan espesa era la humedad que las frentes del Chamizo, del Chusco, del Cojo y del Gringo goteaban efluvios verdosos de cobardía y de miseria; cuando el Relamío y el Balas acabaron por fin de socavar el terreno la Seca, el parón cálido y salino de la selva, comenzó a levantar un fino hilo de brisa que relamió los silenciosos rostros de los presentes; la Chana se acercó al cuerpo del Niño y, para sorpresa de todos, escupió una, dos y hasta tres veces en la boca del desdichado; el Coronel volvió a condenar el puto día en que al de la Enara le dio por decirle que se pusiera la charretera; la tierra húmeda cayó sobre el cuerpo del Niño a peso, como con odio; los presentes se fueron retirando lentos y perezosos; la Seca ululó, cansina, como si de verdad lamentase aquella pérdida, 25
  • 26. El General, serio y con la cara desgastada y descosida por la guerra, echó la última mirada a la escena fúnebre y entornó de nuevo sus rugosos párpados adormilados, Un poco más allá, apartados de la vista de los ojos maliciosos, el Peinao, el más joven ahora en el campamento tras la muerte del Niño, ha mirado a la Juárez con ojos de perro en celo; la Chana, embragada y sugerente, le ha devuelto la mirada a medias, pues debe asegurarse de que el General no se ha dado cuenta, En el campamento la vida sigue como siguen los Yaguas viviendo en las entrañas de la selva del Tarapoto, sin descanso, en silencio, muellemente; pero algo ha cambiado; desde que llegó el General una nube negra le cubre la cara; no hay quien le hable, ni nadie se atreve a desentrañar los oscuros misterios de su rostro callado y serio; nadie sabe lo que ocurrió en Cali pero todos lo adivinan en su fuero interno; es un secreto a voces que el General se empeña en aplazar hasta el infinito; la guerra se ha acabado; se ha acabado por la cobardía del presidente José Ignacio de Márquez; el muy imbécil claudicó y llevó la deshonra a todos; en el campamento los soldados miran al General esperando una señal para abandonar ya la lucha eterna; todos lo esperan menos la Chana que sabe que su General no abandona, 26
  • 27. Han pasado días, semanas; todo continúa igual, como si la guerra siguiera su curso inexorable; los soldados se mueven con desidia, de acá para allá; el Putumayo mueve sus aguas buscando el camino que nunca encuentra, entre los árboles compuestos y frondosos; es media mañana; el General ha llamado a reunión; todos acuden prestos; en medio de sus soldados comunica lo que todos desean oír; se marchan; abandonan el campamento; todo se ha terminado; Obando suelta las palabras como quien se desprende de un fardo de cincuenta kilos; la Chana se equivocó y siente que su General haya tomado esta decisión; la partida se hará a la mañana siguiente; el destino, la Chanca; una vez allí se dispersarán y cada uno buscará a su familia o hará lo que le venga en ganas, El día siguiente no amaneció; una manta de agua caía sobre el campamento convirtiendo las aguas del Putumayo en una simple broma; el primero en abandonar el campamento fue el Coronel, que lo hizo solo y cabizbajo; luego el Chusco, el Chamizo, el Cojo, el Gringo y el Peinao se despidieron del General y tomaron el camino de la trocha principal en dirección al sur, donde todos habían oído escuchar que se encontraba la Chanca; la última en salir de allí fue la Chana que miraba hacia atrás cada dos pasos para ver si su General tomaba el mismo camino que los demás; pero el General no se levantó de su sillón de madera vieja y nudosa; se quedó observando las espaldas de los que le habían acompañado y 27
  • 28. obedecido durante largos años; el agua caía como si fuesen chorros de plomo derretido, a peso, socavando la tierra y formando arroyos de aguas sucias y enlodadas; el día seguía sin amanecer, de oscuro que se mostraba; las nubes formaban una bóveda de agua en la selva del Tarapoto y sólo se oía el crujir horrísono de alguna rama o tronco que cedía a la fuerza del agua; la soledad y el General eran los únicos que permanecían en el campamento, bajo la barraca principal; los Yaguas estaban allí cerca, invisibles, quietos, callados, observando el agua que caía cada vez con más fuerza; los Yaguas sabían esperar pacientemente a que llegara la calma y comenzaran de nuevo a brotar la vida, las flores y los insectos; el General parecía una rama inmóvil y silenciosa; sentado en su sillón nudoso y de madera envejecida, rumiaba el sentido que había tenido su vida; años dedicados a la lucha contra la injusticia para nada; el presidente José Ignacio de Márquez le había decepcionado; Obando jamás aceptaría la democracia, eso quedaba para los de la ciudad, porque la ley de la trocha era su ley y nunca la cambiaría por una memez semejante, La selva, obcecada en la pertinaz lluvia, parecía opinar como Obando y se mostraba rebelde, obstinada, meliflua, derramando sobre el campamento y sobre la barraca del General todas las aguas del planeta; el Putumayo continuaba su crecida gradual alimentado por miles de brazos acuosos y amenazaba con desbrozar la barraca; Obando se levantó de su 28
  • 29. sillón de madera envejecida y nudosa; allí solo, en medio del diluvio universal, levantó la cabeza, miró al frente, a los árboles viejos y mudos como él y, empapado como estaba hasta la médula de sus huesos, levantó los brazos al cielo y con su voz bronca y desagradable lanzó un grito atronador que enloqueció aún más los acordes de la selva. 29
  • 31. P or la mañana al pequeño comenzó a subirle la temperatura. La Jenny le puso el termómetro. Treinta y siete y medio. No le dio demasiada importancia y arregló a su bebé con los pocos trapitos que había podido reunir entre sus amistades. A las once había quedado con la Tere y la Susi para ir a trastear al mercadillo. El día había amanecido con nubarrones amenazadores y soplaba un ligero aire, frío y húmedo, presagio de que pronto el temporal se echaría encima del barrio. A la hora convenida las tres se pusieron en marcha, la Jenny con el pequeño en brazos. Ninguna sobrepasaba los dieciséis años pero su manera de comportarse y de entender la vida denotaba más experiencia acumulada de lo normal. El pequeño tosía de vez en cuando. Su madre le abrochaba entonces los botoncitos de la rebeca y seguía charlando con las amigas. La Susi sacó tabaco y repartió. Se pusieron en una de las esquinas del mercadillo, cerca de un puesto de telas, para ver si entre las tres pillaban algo. La estrategia 31
  • 32. ya la tenían bastante aprendida y, a pesar de que todos en el barrio sabían perfectamente quiénes eran la Susi, la Tere y la Jenny, el arte que tenían les sobraba. La Tere dijo que estaba seca y la Jenny le afirmó, recelosa, que el Fran le había asegurado esta misma mañana que por la noche traería un cañón y montarían la gorda. El viento pastoso enfrió los cuerpos de las tres adolescentes y sobre todo el del pequeño. La Jenny le volvió a abrochar los botoncitos de la rebeca pero hacía frío para más. La Susi repartió de nuevo tabaco y volvieron a fumar como carreteras. Antes de lo que esperaban el negocio hubo acabado. Buen día. Como la nube negra y gorda se inflamó sobre el cielo del mercadillo y comenzó a desgarrarse desparramando sobre las muchachas regueros de agua helada, no tuvieron más remedio que salir a toda pastilla atravesando el escampado que separaba el barrio de la explanada. Mientras la Susi y la Tere guardaban disimuladamente los retales que habían podido sustraer, la Jenny, además de correr como una posesa, cargaba con el cuerpo mojado del pequeño. Ganaron el barrio jadeando. Después de repartir a partes iguales el lote la Jenny quedó con sus amigas arriba, a eso de las cinco. Subió las cuatro plantas con el chico apoyado en la cadera como lo había visto hacer a su madre cientos de veces con sus hermanos pequeños. El Fran todavía no había llegado. La Jenny dejó al pequeño sobre el mugriento sofá de la salita, encendió un porro y se fue a la cocina a preparar la comida, no fuera que el Fran llegara de improviso y la pillara con las cosas sin hacer. Desde la inmunda cocina la 32
  • 33. Jenny oía los lloriqueos del hijo que el destino le trajo sin esperarlo. La Jenny le decía cositas al bebé desde lejos porque no podía desatender la sartén de su Fran. El llanto del pequeño comenzó a clavársele poco a poco en los oídos pero la Jenny ya había entrado en el dulce sopor que le proporcionaba su porro de mediodía. Dieron las tres y el Fran no aparecía. Cuando hubo terminado sus quehaceres se fue a calmar al niño. Al cogerlo en brazos notó que el bebé estaba ardiendo. La Jenny se asustó. Recordó cómo la tía Lechu en casos parecidos ponía trapos empapados de agua fría en la frente de sus hermanos. Pero la Jenny buscó por todos los rincones del pisito aquello que le dio hacía apenas unos días el médico del ambulatorio cuando a su hijo, como hoy, le subió la temperatura. No encontrando lo que buscaba cogió trapos de la cocina, los dobló, los mojó en el grifo del baño y se los colocó en la frente al pequeño. Le volvió a poner el termómetro. Treinta y nueve con dos. La Jenny se asustó aún más. Poco a poco el sopor del porro se le fue apagando y con el pensamiento algo más lúcido comenzó a maldecirse por haber llevado a su hijo al mercadillo en esas condiciones. La Susi y la Tere podrían haber ido solas y no hubiese pasado nada, total por un día. Sentía unas ganas terribles de que alguien llamase a la puerta de su cuchitril. Necesitaba urgentemente hablar con alguien. El mierda del Fran seguro que no llegaría hasta bien entrada la madrugada. Llamaron. Abrió todo lo aprisa que pudo. Eran sus amigas. “Niñas, mirad al peque, está quemando”, atinó a balbucir entre dientes. “Hay que taparlo 33
  • 34. bien”, se le ocurrió decir a la Susi. Lo acostaron y entre las tres lo cubrieron con todo lo que a mano tenían. La Jenny al ver a su hijo bien tapadito fue poco a poco entrando en sí. “Anda niña, saca algo”, le dijo a la Susi, cambiando de tercio. La más pequeña de las tres sacó tabaco por enésima vez. La Jenny cerró la puerta del cuarto donde habían acostado al pequeño y se sentaron a fumar. “¿No tienes nada?”, preguntó la Tere, con cara asqueada, “estoy seca y harta de lo mismo”; “Ya te he dicho que no, coño”, le respondió estúpida y cortante la Jenny. “A ver si viene el cabrón de mi novio, que ya es hora, digo yo; además, habrá que llevar al pequeñajo este al médico”, añadió nerviosa y distraída. Al rato el pequeño comenzó a berrear de lo lindo y la Jenny lo tomó en brazos y lo acurrucó para que se callara. La Susi y La Tere fumaban y hablaban sin parar y como la Jenny no les hacía maldito caso se fueron más pronto de lo acostumbrado y la Jenny se quedó sola con el llanto, con la desesperación y con el pequeño que seguía en ascuas. Como el tiempo pasaba y el llanto del niño persistía pensó que quizás el niño podría tener hambre. Le metió el biberón; nada. El hijo no quería comer. Desesperada ya sin remedio dejó al pequeño sobre el rincón grasiento del sofá y sintiéndose totalmente ida e impotente decidió encender otro porro para evadirse. El Fran llegó tardísimo. Abrió la puerta como buenamente pudo y llamó a la Jenny a voces. La Jenny apareció totalmente repuesta con el niño 34
  • 35. en brazos. El Fran los miró con cara de estúpido y lo único que se le ocurrió fue echarse cuan largo era en el sofá. “Hay que llevar a tu hijo al seguro”, le dijo al Fran con su voz áspera y cortante. El Fran no hizo ni puto caso. “Si no vienes conmigo iré sola”. El Fran abrió uno de sus ojos y con voz de borracho le dijo que se callara y que tenía hambre. La Jenny, que le conocía, sabía que lo mejor que podía hacer era coger a su hijo y salir de allí cuanto antes. El Fran es bueno pero cuando se empeta le sale la mala leche de cabrito que su madre le dio y no veas cómo se pone. La Jenny arropó esta vez al pequeño con el abriguito que pudo robar hacía unas semanas en el mercadillo. “Te he dicho que tengo hambre, golfa”, le escupió a la cara con voz ronca y aguardentosa. “Además, está cayendo la del tigre, ¿es que no oyes?”, prosiguió. La Jenny comenzó a dudar si prepararle el plato de comida a su Fran o salir rápido del piso antes de que a su novio se le cruzasen del todo los cables. El Fran seguía tumbado boca abajo. Ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los pantalones de cuero ni los zapatos de punta que gastaba. “Ahora vengo cariño, no tardo”. Cuando el Fran oyó el ruido del picaporte saltó sobre ella y con la prepotencia de un verdadero macho torteó con fuerza a la Jenny tres o cuatro veces. El niño, asustado, mostraba los cachetes colorados; la fiebre le salía hasta por la comisura de los labios y los ojitos, irritados de tanto llorar, irrumpieron de nuevo en lágrimas desconsoladas. “Cuando tu Fran te diga una cosa a callar y a obedecer, golfa”. El Fran tenía el demonio en el cuerpo y la Jenny, 35
  • 36. horrorizada, dejó al pequeño y se fue a la cocina a prepararle la comida. El Fran jadeaba y miraba a un lado y otro como un poseso tratando de comprender la actitud de la Jenny, su Jenny, que se le había resistido por primera vez. Mientras la muchacha acababa de poner la mesa el Fran se frotó la cara con agua y peinó con los dedos bien abiertos sus largos y negros cabellos frente al espejo del baño. La Jenny se sentó junto a él mientras éste engullía ansiosamente la comida. “Cerveza, niña”, le ordenó secamente y la Jenny se levantó rápida como un felino en busca de una cerveza fría. El Fran comía y bebía, la Jenny esperaba junto a él y el niño, en el otro cuarto, lloraba cada vez más ruidosamente y, de vez en cuando, se quedaba cogido y tosía y tosía sin parar, una tos sonora, temblorosa, que a la Jenny le llegaba al alma. Cuando hubo terminado el Fran sacó una papelina y la Jenny entonces comprendió que si no salía pronto de allí con su hijito ya no habría remedio. El Fran no engaña, es hombre de palabra y cuando dice que va a traer un cañón, a ver quién lo pone en duda. “Anda tonta, arrímate, es para los dos”. La Jenny intentó rehusar el ofrecimiento pero los ojos del Fran, inyectados en sangre, la convencieron de que lo mejor que podía hacer era obedecer de inmediato. La raya hizo el efecto deseado. Ambos cayeron enlazados sobre el sofá y formaron la que el Fran le había anunciado esa misma mañana. Mientras, en el cuarto de al lado, el pequeño se debatía entre lloros y convulsiones propias de las fiebres altas y 36
  • 37. yacía desatendido sobre la colcha de invierno que aún la Jenny no había cambiado. Apenas asomó el nuevo día la Jenny tomó a su hijo y salió del pisito echando leches, dejando a su Fran durmiendo la mona. La Jenny caminaba hacia el seguro con su hijo en brazos y bien liado en una mantita sin darse cuenta de que el pequeño apenas movía ya su precario cuerpo y de que ya la fiebre del día anterior había dado paso a un frío glacial en los miembros del crío. Le tomaron al pequeño y los enfermeros se miraron unos a otros sin decir nada. Mientras introducían al niño a la Jenny la llevaron a una sala para que se calmara y para tomar nota de los papeles de ambos. Al cabo de una hora de espera sin tener noticias de su pequeño, un médico le ordenó que acompañara a una pareja de guardias que acababan de llegar al hospital. La Jenny preguntaba por su hijo, una vez y otra, con desesperación, pero la orden era suficientemente clara. Llevaron a la chica a la comisaría. El que parecía mandar allí le anunció que su hijo había fallecido nada más llegar al hospital. No habían podido hacer nada. “Lo sentimos, señora”, le dijo el funcionario, sin convicción. La Jenny se hundió y comenzó a gritar pidiendo que le devolvieran a su hijo. “Parece, señora, que no ha comprendido”, le volvió a decir el funcionario de voz monótona, “Su hijo ha muerto, acaso si le hubiera llevado unas horas antes…”, fue toda la explicación. El funcionario sacó del cajón unos 37
  • 38. papeles y comenzó a preguntar a la chica datos que a ella en esos momentos le traían sin cuidado. El funcionario, acostumbrado a este tipo de actos, dio su tiempo a la chica y cuando ésta pareció haberse repuesto comenzó la retahíla de preguntas. La Jenny sabía que no podía mencionar a su Fran para nada, porque entonces sería presa fácil y todo se acabaría. El funcionario, displicente, anotaba todas y cada una de las palabras de la desafortunada. Cuando hubo acabado le informó de que según el parte del forense su hijo había fallecido por neumonía y desnutrición. La Jenny, llorosa y asustada, lo negó todo. “Asuntos Sociales inspeccionará su vivienda por orden judicial, para dar fe de cuanto se remite en este informe y actuar en consecuencia”. La Jenny no entendió bien lo que el funcionario le quería decir pero lo único que se le venía a la cabeza en estos momentos era su Fran. Desde que aquel día el Fran saliera por el portal con aire chulesco y bravucón, la Jenara ya le avisó a la Rosalina que malos aires soplaban. La Rosalina no entendió nada de lo que su amiga le decía y se limitó a sonreír como siempre que intentaba disimular la sordera que la aislaba del mundo. Y es que el Fran, oliéndose la quema, había bajado los escalones de tres en tres como alma que lleva el diablo y, presa de su mal fu, no se le ocurrió siquiera saludar a las comadres como solía hacer a diario. La noticia corrió por el barrio con la velocidad del rayo. A mediodía se agolpaban a la puerta 38
  • 39. del bloque decenas de curiosos para ver llegar a la desdichada. Pero la Jenny no apareció hasta bien entrada la noche. Venia hecha una piltrafa. La escoltaban dos jóvenes apuestos vestidos de uniforme que se separaron cuando la Jenny les comunicó que ya habían llegado. Uno de ellos, el más alto y delgado, la acompañó escaleras arriba. Los vecinos y todos los curiosos que presenciaron la escena se dispersaron, mas algunos siguieron espiando cuanto sucedía a través de sus ventanas. “Abra”, le dijo el funcionario. El piso olía a hachís y alcohol y el escaso mobiliario se encontraba deshecho. Alguien había hecho allí de las suyas y se había entretenido en sacar el contenido de todos los cajones y esparcirlo por el suelo. “Tu amiguito te ha dejado, ¿no es así?”. La Jenny, con el rostro cubierto de tierra, negó lo que parecía un hecho consumado”. El funcionario, sin hacerle mucho caso, se desentendió de ella y comenzó a buscar indicios sobre el autor de ese desaguisado. La Jenny, asustada, se sentó en un rincón del sofá y le dejó hacer. Al poco llegó el segundo funcionario, éste más bajo y corpulento. Se estableció un coloquio silencioso entre los dos compañeros que se alargó durante unos minutos. “El barrio es una tumba”, le decía el segundo funcionario al primero, “como siempre, nadie ha visto ni oído nada”. El segundo funcionario continuó la infructuosa búsqueda del primero y éste se sentó al lado de la Jenny. “¿Te llamas Jennifer, verdad?”. La Jenny cabizbaja, callaba. “No hace falta que contestes si no quieres, pero has de saber que si no colaboras 39
  • 40. no podremos castigar al culpable”. La Jenny levantó la cabeza, miró al funcionario y musitó: “La única culpable de la muerte de mi niño soy yo”. El segundo funcionario siguió buscando pero no logró encontrar nada. Al poco el primer funcionario le dijo a la Jenny que el segundo funcionario permanecería por allí cerca toda la noche, por si el elemento se acercaba. Le dejó una tarjeta con un número de teléfono, por si acaso. La Jenny la tomó pero le aseguró con ojos implorantes y miedosos que ella era realmente la única responsable de la muerte del pequeño. El funcionario salió del piso sonriendo. 40
  • 42. C eferino Vargas murió al atardecer del uno de enero de 1955, el mismo día en que vino al mundo su esposa, doña Matilde Ayuso; el infortunado dejó esta tierra acompañado del Tomasín que miraba con sus ojuelos de niño asustadizo las cuencas abiertas del muerto, del perro Frufrú, cojitranco, canijo y cenizo, el único animal vivo conocido en el pueblo y del párroco del lugar, don Hipólito Hurtado de Mencía; y éste porque no tenía más remedio, que para eso estaba; los demás vecinos del finado brindaron con vino cagalón y torrijas con miel en cuanto se enteraron que el Ceferino se marchó para siempre; a propósito hubo fiesta a lo grande en la tasca del Tuerto y al velorio no acudió nadie, y menos en una noche ventosa y fría como aquella de aquel año que dichoso el invierno venido del norte para cuidado de todos; la noche seguida duró lo que las noches de difuntos, largas, odiosas y solitarias, con un frío glacial que cortaba los huesos de las manos; sólo el orujo del Tuerto excitaba las gargantas en ocasiones como ésta; Ceferino Vargas murió, dicen, por los malos humores del hombre pero la verdad es que arrastraba desde siempre una úlcera 42
  • 43. estomacal que el difunto se encargaba de alimentar a diario con alcohol de sesenta; la feria del Tuerto duró hasta que al Leandro se le cansaron las manos de sobar a la hija del alcalde, la Susi, en la calle Real, esquina a la parada del autobús; fue entonces y no antes cuando una gasa de fina y delicada leche rasgó los cielos cuajados de estrellas de la comarca, Amaneció justo cuando el Felipe entreabría la reja del cementerio; a media mañana se enterraría al Ceferino en la misma fosa donde sus padres, en la tercera calle, al entrar, a la derecha, pasando los primeros cipreses; Felipe había pasado toda la noche con el Tato, allí en la tasca del Tuerto, bebiendo como un cosaco para asegurarse la friega del yeso, porque desde que al alcalde le dio por cortar el agua del cementerio – hay quienes afirman que por impago -, se las veía canutas a la hora de amasar en la espuerta, de modo que su propia orina, salida a presión de una vejiga muy maltratada ya por los excesos, le servía de disolvente, para el sofoco de los presentes, saturando el aire del camposanto de un aroma fétido e insoportable, A las diez y cinco de una mañana dura y cortante llegó el autobús de línea a la parada donde el Leandro se calentaba con la Susi; Matilde Ayuso, disfrazada de viuda eterna viajaba sola; al bajar del carro y pisar la tierra apelmazada y amarillenta de la calle Real respiró hondo y un ligero temblor 43
  • 44. nubló su rostro, remarcándose así, más aún y pese a los años, su aspecto de mujer egipcia, morena y atractiva; el Frufrú se le acercó como si la conociera de toda la vida olisqueando sus piernas menudas y firmes, aunque la mujer, desvaída y ausente, no le hizo caso y continuó caminando en dirección a la vereda del cementerio con paso decidido; Matilde Ayuso, aunque lejos aún, divisó pronto la semiderruida y ladeada tapia del camposanto, así como los picos verdes de los cipreses que asomaban de puntillas como vigilantes eternos de los muertos; el soplo adelantado del día arrastraba las hojas secas y onduladas y un matorrillo de nubes acercábase desde el noreste trayendo consigo presagios de lluvia; Matilde Ayuso llegó al cementerio una hora antes de que al Ceferino le dieran tierra y, aunque no hubo considerado este pormenor, no le importaba esperar una hora más en su vida; se trataba de asegurarse y de comprobar por sí misma que a su marido le cubría una buena tapa de argamasa y para eso valía la pena esperar; el Frufrú, que la había acompañado hasta allí como una sombra, rozó con su lomo las piernas de la mujer, a la manera de un gato, y se echó al suelo imitando la espera de la viuda; a las diez y media, antes de lo acostumbrado, sonó la campana de la iglesia; sus latidos cubrieron al pueblo con un lamento bronco y sincero porque don Hipólito Hurtado de Mencía creyó justo que fuese así; llegada la hora el párroco asomó la sotana por entre los matorrales ásperos y espinosos de la entrada y se tapó como pudo las narices; el hedor a la orina del Felipe aumentaba el sabor del 44
  • 45. aire del cementerio y las fosas lucían entre amarillas y ocres por el capricho del alcalde de no dar agua, Las once dieron y tres eran los presentes: el cura, el Felipe y la viuda; ninguno dijo nada aunque los tres se conocían desde siempre; al poco resonó el carro del Tato que cargaba el cuerpo de Ceferino Vargas; tuvieron que meterlo en la fosa entre Felipe y el mismo Tato porque don Hipólito no estaba ya para esos trotes y la viuda no era cosa de que ayudara; Ceferino Vargas no hubo estado tan serio y tan rígido en su vida; ni siquiera aquel día, hace ya veinte años, en que la Matilde, cansada ya de humillaciones, cruzó la cara del marido y sin temer al destino ni a la soledad, tomó el camino de la parada del autobús; desde entonces, viuda y sola, la Matilde esperó paciente la llegada del día, El viento quiso sumarse a la despedida y se arrinconó en la tercera calle a la derecha conforme se entra y se deshizo luego en ramalazos contra los invitados al entierro; el Frufrú se acurrucó en un nicho entreabierto al socaire del vendaval y la Matilde levantó su negro velo en el mismo momento en que los pies del Ceferino desaparecían en el hueco oscuro y áspero del nicho; el párroco desgarró el aire haciendo extraños signos con la mano y luego roció los pies del Ceferino con agua bendita; Felipe, cabizbajo y con los brazos cruzados, esperaba casi dormido la orden del 45
  • 46. cura para tapiar la fosa; el Tato cogió las de Villadiego en cuanto vio la ocasión, que ése no era sitio para él, al menos por ahora; a la señal, Felipe tomó la espuerta casi media de orines y echó varios puñados de yeso envolviendo sus manos en una pátina blanca y polvorienta; a continuación cogió la piedra y la encajó milimétricamente en el hueco oscuro de la fosa; Matilde Ayuso se persignó y sintió una levedad tan grande en el cuerpo que creyó elevarse a los cielos estando aún con vida; el Felipe tapaba y tapaba como lo hizo siempre, con la parsimonia y el desinterés de quien sabe bien su oficio y lo hace de corrido; cerca de allí el Frufrú meneaba el rabo y se relamía los pelos del bigote con la lengua roja y esponjosa; al terminar, el Felipe esbozó una sonrisa estúpida y se quedó mirando la fosa como el artista que se recrea en una soberbia obra de arte recién acabada; el cura cerró el maletín y despidióse de la viuda con un apretón de manos, falso y ridículo, que nada quiso decir; el Felipe levantó ligeramente la visera de su gorrilla a modo de despedida y Matilde Ayuso se quedó de nuevo sola, frente a la tumba del que fue en tiempos su marido; así permaneció durante varios minutos, seria, cabizbaja y en actitud de oración; mientras, en lo alto, las nubes, zarandeadas sin cesar por los vientos fríos y húmedos del norte, cocinaban una sopa de agua torrencial que aplacaría momentáneamente el hedor nauseabundo del cementerio, 46
  • 47. El cielo abrió sus puertas y las aguas cayeron como chorros de plomo derretido; Matilde Ayuso perdió unos minutos más ante la fosa de quien no la quiso nunca para sí, como muestra de su bondad y candor de alma, y cuando comprobó que estaba calada hasta los huesos se dirigió hasta la puerta que nunca jamás en su vida pensaba cruzar, El camino de vuelta se convirtió en un episodio de soledades y malos recuerdos que perduró hasta que Matilde Ayuso alcanzó la parada del autobús; una vez allí y sabedora de que el próximo carro de línea no llegaría hasta pasadas al menos tres horas, Matilde, más viuda ahora que cuando llegó, se decidió a ver la vida que le quedaba sin el lastre que supuso para ella Ceferino Vargas; lo único que le faltó – pensaba - fue escupirle las entrañas sobre la piedra enyesada y maloliente; lo hizo por ella sin embargo el mismo cielo con sus lengüetazos de agua que ni a propósito caían del algodón ceniciento y helado; el Frufrú, que se había distraído en el camino jugueteando con los rizos de agua y con las yerbas vencidas por el viento, llegó donde la Matilde y se sentó junto a ella soportando estoicamente el paso cansino del tiempo; Matilde Ayuso lo miró y por vez primera desde su llegada sus labios esbozaron una leve mueca de sonrisa que le llenó el alma de sabor y esperanza, 47
  • 48. El pueblo llegó al mediodía triste, adormilado y melancólico y con sus habitantes ebrios por la muerte del Ceferino, muerte que les señalaba a los más el destino indesmayable que se les venía encima; don Hipólito Hurtado de Mencía continuó sus misas eternas y cómicas en un diario monótono y desapacible, donde los días que suceden son el mismo día y donde el sol que les calienta es el mismo sol de siempre; el Tato siguió con sus cargamentos de podredumbre unos años más hasta que fue él mismo, tapado con una manta de difuntos, quien hizo el último viaje tirado ahora por uno de sus convecinos; y el Felipe, ensimismado en su pureza y candidez, señales inequívocas de la sabiduría de esas tierras ásperas y agrestes, continuó preñando su cementerio seco y cuarteado con la orina acumulada donde el Tuerto a base de orujos aguados y a granel, Llegó la tarde como llega a casa algún desconocido a mala hora y cogió a Matilde Ayuso con media pulmonía y abstraída e inmersa en sus recuerdos fatales; a las tres en punto detúvose ante la parada el carro de línea y Matilde Ayuso echó la última mirada a la calle Real y a sus aceras maltrechas y anegadas; en medio de aquel día lluvioso, delirante y de tantos recuerdos acumulados sintió por primera vez el hilo que te tira hacia atrás en la vida y le pareció, incluso, que tal vez le hubiera ido mejor con el Ceferino si aquel día no le hubiese abofeteado; el autobús, en uno de sus temblores, sacó a la viuda de su pequeño desmayo y Matilde subió los tres 48
  • 49. escalones que la separaban del recuerdo; el Frufrú quedó abajo, sentado sobre sus patas cojitrancas, con los ojos de par en par y las orejas tiesas; si la viuda no le llevaba continuaría siendo el único animal vivo conocido de este pueblo condenado ya al olvido; Matilde se volvió y lo miró con los ojos cansados de viuda doble y eterna y a una señal suya el autobús ralentizó sus temblores, momento en el que la viuda tomó al perro en sus brazos y se sentó junto a la ventana que daba al ayuntamiento; el autobús, sobreponiéndose a uno de sus estertores, arrancó, y Matilde y el Frufrú pudieron ver, tras el cristal vaharado, el río pantanoso en que se estaba convirtiendo la calle Real y observaron asimismo algunos rostros serios, macilentos, entristecidos, de gentes sin caras ni ojos que pasaban apresuradas huyendo del aguacero; Matilde Ayuso se sintió reconfortada y más joven incluso que unas horas antes y en un estremecimiento mezcla de miedo y de ternura abrazó sin pensar, como en un sueño innecesario y perpetuo, el cuerpo escuálido del Frufrú. 49
  • 51. L os últimos fríos estaban aún por llegar pero el viento que soplaba era lo bastante fuerte y desagradable para que nadie en los alrededores anduviese por la calle; atardecían las sombras por la ladera del monte Señas, alto, húmedo y majestuoso, con algo de misterio en sus tonalidades y un olor a rancio y a miedo difícil de ignorar; un extraño silencio embadurnaba las paredes del poblado de lenguas calladas, de oídos sordos y de ojos que miran siempre al vecino, por aquello de si se acuerda de nosotros o no; el miedo, ese gran desconocido, entró por la puerta del cuartelillo, avanzó pasillo adelante hasta llegar al puesto de mando, donde tres sombras cuchicheaban por lo bajo en un mano a mano entreverado de monosílabos y, cruzando la podrida puerta de la habitación, se adueñó de Federico y de Ángel, como se adueña del alma un mal presentimiento, Corrió el aire frío enfadado por las estancias, empujando puertas semiabiertas y levantando el polvo adormecido sobre los muebles; el reloj 51
  • 52. de la entrada marcó las seis de la tarde en el instante en que la última sombra se echaba sobre el cuartel como queriendo ocultarlo, para su vergüenza y humillación, de la vista de los vencidos, Federico y Ángel cruzaron sus miradas, levantaron sus cuerpos de las sillas maltrechas por el uso y anduvieron hacia la salida, por la estrecha y húmeda galería, hasta llegar a la puerta del cuartel; una ráfaga de fresco golpeó los rostros de los dos guardias civiles; el sol, oculto tras el monte, se adivinaba aún amarillo y brillante, calentando las tierras cántabras situadas más al oeste; nadie caminaba por la calle; el silencio y el miedo transitaban sin embargo por las aceras recorriendo el poblado de una punta a otra; ni el Chisco, ni la Zambrana, ni el Tojo asomaban las narices; algo habría de suceder ese día, esa tarde, esa noche, pero ¿quién lo sabía?, Federico tomó la delantera, era su costumbre; tras él, Ángel, azuzando el caminar de la pareja porque la ronda se las traía; hora, las seis y media; ruta, Valcayo, Soberao y de regreso de nuevo hasta la Vega de Liébana; casi tres horas de pasos silenciosos por las faldas del Señas; los dos guardias civiles se apretaron a una los cuellos de sus chaquetas, por eso del frío traicionero del monte; Federico, el cabo, conocía el camino con los ojos cerrados; pero era perro viejo en el oficio y sus orejas no se fiaban del emboscado que de seguro les vigilaba, como los pávidos, oculto y lejano; 52
  • 53. Ángel, más confiado que su compañero, no pensaba más que en llegar pronto a casa; su caminar era silencioso y ágil como el de una rata, pero su pensamiento, disperso y distraído, podría acarrearle un día de estos una desgracia; así se lo decía la Juani, su mujer, todos los días al salir para el oficio y entonces Ángel se apresuraba y la besaba como cualquier enamorado, Desde la cima del Señas, agazapados tras unos densos arbustos de espinos y zarzas, Teo y Bedoya observan a la pareja con sus prismáticos; han pasado allí todo el día, desde que por la mañana temprano, antes de las luces claras del amanecer, salieran huyendo en busca del bosque, entre matas y árboles, corriendo, mirando a uno y otro lado, con el corazón frenético y el orgullo debajo del brazo; han estado allí, han comido allí, han hablado, sentido y odiado allí; sin embargo han añorado sus casas, sus amigos, sus familias, sus ratos de ocio, sus sinsabores cotidianos; han deseado y soñado con no tener que estar allí; y han maldecido el día en que nacieron por enésima vez; pero la hora ha llegado y deben permanecer atentos a las maniobras de los civiles; ambos conocen el monte como los recovecos de sus casas y saben que desde donde están los guardias hasta donde ellos se encuentran hay al menos dos horas a paso tranquilo; de manera que Teo y Bedoya se miran, sonríen confiados y mascan tabaco para pasar el tiempo, 53
  • 54. El tiempo, ese tiempo que no tiene prisa y que se mece indolente en el sillón del olvido, se refrena muellemente y consigue que los dos vencidos lleguen a ponerse nerviosos; Bedoya mira a Teo; la expresión de Teo, su mirada, la curva densa y oscura de sus cejas, las líneas de su fatigado rostro exponen ante Bedoya un mensaje misterioso que éste no alcanza a comprender; Bedoya se siente inquieto; teme que los civiles acierten esta vez y den con ellos; sería el fin; Teo es demasiado temerario a veces y esta temeridad asusta a Bedoya y le hace desconfiar por vez primera de su amigo y compañero; los guardias han desaparecido tras una loma encrespada del monte; en quince o veinte minutos alcanzarán el último repecho que les dejará delante de sus narices; Bedoya y Teo se han agazapado aún más llegando hasta el fondo del agujero, lleno de pasto, ramas y hojas secas; sienten los pasos fatigados de los guardias que suben al monte con paso decidido; perciben la respiración forzada de la pareja que carga con los fusiles bajo las capas, Federico, el cabo, y su compañero Ángel, detienen su marcha para tomar aliento; uno de ellos consulta su reloj; en medio del monte, entre los árboles callados y bajo la tenue luz del día que se apaga, se han detenido dos personas que no desean en el fondo encontrar a nadie; ambos se dicen con la mirada que hay que continuar, que por hoy todo pasó y que podrán 54
  • 55. conciliar el sueño junto a los suyos sin tener nada que temer ni nada que reprocharse; el camino de vuelta les espera, áspero como siempre, largo como siempre, duro y esperanzador como siempre, En el cielo de la tarde cántabra se han arremolinado infinidad de nubes que tiñen el paisaje de tristes, trágicas y caprichosas figuras; el viento se ha desgarrado y lanza a los caminos puñados fríos y cortantes de soplos que hielan la sangre de los atrevidos, de los pocos valientes que asoman las narices para oler lo que se cuece; es un secreto a voces que hoy habrá redada; y es que la guerra para algunos aún no ha terminado; vencedores y vencidos continúan persiguiéndose, acosándose, como los niños en el patio del recreo, en un juego oscuro y confuso, idiota y sin sentido las más de las veces, en un juego de muerte y desesperanzas que sólo los adultos pueden llegar a entender; las negras nubes anuncian una desgracia pintada en el aire de los montes cántabros, una desgracia que ha de cumplirse como ley que marca el destino, inexorable, inevitable, ineluctablemente, El Chisco, la Zambrana y el Tojo no hablan; cada uno permanece en su habitación; muestran semblantes parecidos, serios, absortos y desleídos, como la noche que se aproxima en busca del desenlace fatal; el Chisco no aparece a la cena, aduciendo cansancio y melancolía, raro en él tan socarrón de costumbre; la Zambrana, en la cocina de su casa, frente al 55
  • 56. fogón de carbón negro como su alma, cocina al marido lo primero que se le ha ocurrido, y que no chiste que la cosa no está para más; el Tojo, con sus muletas y la cara partida en dos, como su ánimo, desapacible y huraño, no quiere nada con nadie, y se lleva toda la tarde escupiendo y matando moscas con la palma de la mano encallada, Nadie en el poblado quiere saber; nadie en los alrededores quiere ni necesita saber más que lo que a cada uno le va; a quién le puede importar que Teo y Bedoya hayan salido de su agujero, en lo alto del Señas, esquivando a los guardias civiles, a los enemigos, para tomar la senda que les lleve al cementerio; Teo y Bedoya, Bedoya y Teo caminan casi sin tocar el suelo, por no hacer ruido, como dos diablos solitarios; son dos rescoldos de la guerrilla que todavía mantienen sus almas embriagadas de valor y de pureza; han dejado atrás a Federico y Ángel, sus dos compañeros de la vida hasta que la guerra los revolvió; a ninguno de los dos vencidos le importa que el cielo se muestre estremecedor ni que el viento helado que baja de los montes le escupa a la cara ramalazos de desdicha; son las ocho; a las nueve, ya noche cerrada, cruzarán la carretera y alcanzarán una zona más resguardada y más segura que les oculte hasta el amanecer siguiente de la vista de los civiles; pero hasta que ese momento llegue deberán descansar sus espaldas en la tapia del cementerio al que pronto llegarán, 56
  • 57. Los muros aparecen desconchados por la fatiga de los años, por el despego de quienes en un futuro próximo deberán hacer uso de ellos y porque sí, porque la vida es como es y porque un muro, dos o tres, desconchados, amarillentos y descalichados no le importa a maldita sea la gente; el musgo, atrevido y andarín, ha subido hasta las barbas de la pared, alta y desafiante, como quien no quiere la cosa; las ratas merodean por sus bases, se entremeten en los huecos horadados por incisivos afilados y asustan a quienes osan pasar por allí; sólo los valientes apoyan sus espaldas en las superficies frías, rasposas e irregulares del cementerio; el edificio, viejo como el dolor humano, se resiste a claudicar y continúa guardando cadáveres cántabros pese al paso fatigado y cansino del tiempo; su base es irregular como el entendimiento posiblemente de quien lo ideó, pero ese detalle no importa ahora en absoluto; de este a oeste baja en pendiente, forma escaloncitos que aventajan al terreno simulando ser plano y obliga a que los cadáveres descansen en posición levemente inclinada; poco más de unos cientos de cántabros yacen en él, bajo sus tierras muertas, en medio de un fuerte olor a metano propio de la descomposición de la materia orgánica de la que también están hechas las personas de esta tierra; Teo y Bedoya llegaron al muro del norte, más frío y húmedo que los demás, con tiempo suficiente para pensar en lo que debían hacer en adelante; si ellos eran listos más listos eran los guardias, acostumbrados a las redadas y a dejar las entrañas en el cuartelillo; Teo se recostó cansado sobre la pared 57
  • 58. apoyando el peso del cuerpo en la blanda tierra llena de terruños; se desabotonó parte de la camisa para airear el sofoco del camino y con semblante absorto y medio distraído sacó su pistola, un nueve largo, y se puso a limpiarla como si en verdad quisiese darle lustre; Bedoya sentó su alma junto a la de Teo y aspiró profundamente el aire gélido que bajaba del monte, hinchando su pecho como si el aire se acabara; así esperaron algún tiempo, observando en silencio el movimiento cadencioso de las ramas cercanas; Bedoya miró la hora; en el fondo del alma su entendimiento le decía que el tiempo no debía pasar; su alcance le hablaba, le susurraba al oído y Bedoya no entendía; pero al mirar a Teo comprendió por el extraño brillo de sus ojos que esa noche era una noche especial; jamás hubo visto en su mirada nada semejante que le delatara lo misterioso de la vida, del silencio y de la noche, Las ramas comenzaron a mecerse y balancearse como si la mano invisible del espacio las empujase en un movimiento de vaivén, rítmico y acompasado; un ramillete de estrellas dijo adiós a los dos desventurados que esperaban en silencio bajo la noche, ocultada por una densa y abigarrada nube que bajaba corriendo siguiendo al viento; la brisa trajo más olor a muerto, a tierra húmeda y a tumbas oxidadas; el miedo comenzó a disolver los escasos resortes que aguantaban el coraje de los vencidos; de aquí a poco deberían atreverse a cruzar la carretera; el tiempo se les echaba 58
  • 59. encima, pero el problema era cuándo, quién sería el primero en pisar el asfalto, quién tendría la sangre helada para arrancar hacia el otro lado al ritmo que su corazón le permitiese; ninguno de los dos lo confesaba pero los dos sabían perfectamente que Teo sería el primero; Bedoya callaba junto al muro del cementerio pero hasta los cadáveres cercanos sabían que Teo sería el primero; Bedoya, mudo, se pisaba la lengua con la punta de los dientes, pero hasta las ramas dinámicas, hasta el musgo de las paredes, hasta la estrella oculta, hasta el viento que corría como un perseguido sabía que Teo sería el primero en cruzar al otro lado de la carretera; pero hasta que el segundo exacto llegase deberían permanecer junto a la tapia adormecida por el murmullo de los cadáveres; y aguantar la llovizna que comenzaba a caer sobre la desgracia de la noche perseguida; Teo y Bedoya se acurrucaron junto a la tapia mojada, tragaron saliva y se dispusieron a soportar la manta de agua que caía del cielo; las nubes, apretujadas unas con otras, miraron hacia abajo y al ver a los dos desventurados abrieron sus cauces dejando caer el alma del cielo en forma de agua, La lluvia ha cogido en medio del camino a los dos perseguidores; sendas capas cubren sus miserias mientras bajan el monte maldiciendo y jurando por todos los santos y por todo lo habido y por haber; Federico y Ángel se aprestan sin embargo en la bajada tratando de alcanzar lo antes posible los aledaños del poblado; la pendiente es dura, el camino zigzaguea 59
  • 60. y deben tener cuidado en dónde ponen los pies; al cabo de un rato divisan las primeras luces del pueblo; la tarde se volvió oscura de pronto, como sus corazones, y el aire, desabrido y montaraz, golpea sus espaldas empujando a los dos guardias civiles hacia un lado y otro del camino; Valcayo quedó atrás como queriendo ocultarse de la escena que pronto va a tener lugar; el camino continúa buscando el poblado, pero antes de llegar tendrá que torcer su esqueleto buscando la curva del molino, cerca del cementerio; Federico y Ángel, bajo sus capas acampanadas, con las manos prestas en el fusil, caminan decididamente observando los alrededores como si en cualquier momento fuesen a ser atacados por unos desalmados; pero la noche se ha negado a ser noche convirtiéndose en otra cosa y prohíbe con su llanto copioso e interminable la aventura de los valientes, Teo y Bedoya no aguantan más la tortura de la espera, de la lluvia y del viento y sin pensarlo dos veces se han aproximado al borde de la carretera; la noche se ha echado sobre ellos a conciencia y no se ve un alma ni a un lado ni al otro; deben pasar, deben atravesar ya o los guardias les cortarán el paso; Teo y Bedoya huelen la presencia de un guardia civil aunque éste no vaya de uniforme; posiblemente huelen la mala leche o la sangre salada, agria y densa de los guardias civiles; pero lo cierto es que consiguen oír el rumor de sus capas al viento y el filo cortante de sus fusiles, Teo ha mirado a Bedoya con ojos astutos y Bedoya ha sentido frío 60
  • 61. en los huesos; el espinazo, erizado, le dice que Teo va a hacer una locura; pero cuando alarga la mano para atrapar el brazo de su compañero encuentra sólo el aire gélido y crudo de la noche cántabra que los vigila, El tiempo anticipado le ha dicho a Bedoya que se quede quieto y callado, con los pies anclados al suelo; un presentimiento, un rumor, tal vez una brizna de hierba mojada que se agita y se lamenta en el aire, le ha dicho con palabras, con sonidos misteriosos que lo mejor que puede hacer es permanecer mudo, con la lengua atravesada, para no tener nada que temer; Teo avanza con pesar, con pasos trémulos; ha oído el leve roce de una capa agitada por el viento tenaz y ha sentido miedo en la piel, en los huesos, en el espinazo, y ese miedo se ha convertido en horror en el momento en que sus ojos divisaron una sombra en medio de la carretera; la silueta figurada en sus ojos erizaron sus nervios y su mano diestra tensó los tendones agarrando la pistola; en un acto reflejo amenazó a la sombra con la vara de avellano que portaba con la otra mano, pero como si de un rayo se tratase comenzó a correr en zigzag tratando de evitar lo que se le venía encima; Bedoya, ocultando su cuerpo detrás de unas royas de castaño, contuvo el aliento que se le escapaba y sin pensarlo dos veces disparó su arma contra la sombra siniestra que tenía delante; el cabo de la guardia civil gritó al cielo que hasta las nubes, el agua y el viento se le tenían que rendir y parar sus corazones, pero nadie le hizo caso y todo siguió como si tal cosa; 61
  • 62. herido en su orgullo Federico sacó su fusil y manejándolo como una guadaña abanicó el aire con una ráfaga mortífera de plomo; Teo notó cierta dulzura en su cuerpo como si de pronto el cansancio hubiese desaparecido; el tiempo se dilató en sus sienes y se acordó entonces del Francés, de Ramiro, de su amigo Sabaté y de tantos otros que, como él, horadaban los montes del norte de España huyendo de la represión indomable; cayó al suelo el cuerpo de Teo; Bedoya volvió la mirada, se recostó contra el tronco mojado y vomitó sin parar la miseria que guardaba; sigue lloviendo el agua del cielo para limpiar la sangre de la carretera, sigue soplando el viento frío, el viento encabritado, para huir de allí e irse lejos donde los odios de vencedores y vencidos no se conozcan; Ángel ha llegado junto a Federico; las dos sombras encapotadas vigilan ahora al muerto que yace bajo la lluvia, en medio del asfalto; el silencio ha regresado para acallar el resuello de los guardias y los miedos de Bedoya que continúa oculto tras los maderos; Bedoya se arrastra clavando las rodillas en el suelo mojado y duro del camino; no suelta su pistola pero se obliga y continúa gateando hacia las ramas densas y negras que le oculten para siempre; bien sabía Bedoya que Teo sería el primero en intentar cruzar la carretera; los ojos de su compañero se lo dijeron, el brillo de su mirada le contagió el miedo que ahora sentía, 62
  • 63. El cuartelillo huele a cadáver, a noche que huye de sí misma, a monte cántabro deshecho y reventado por el agua caída; desde la curva del molino la sangre y el hedor a muerto tardaron poco en llegar hasta el cuartel; más allá, hacia el pueblo, aparecieron algunas lucecillas que iluminaban el cielo como las mariposas de los Días de Difuntos; varios guardias formaron en la puerta, bajo la cortina que caía, con sus capas verdes y brillantes y los fusiles cargados; ya sabían lo sucedido aunque nunca se sabrá cómo se enteraron ni quién comunicó la triste noticia; a los pocos minutos alcanzaron la curva y miraron al suelo, donde el cadáver yacía frío como el mármol, informe y patético; uno de ellos, el Laro, reconoce en la cara desgranada y roja del muerto al desventurado de Teo y sin más, bajo la cúpula negra y algodonosa de la noche, abrigado bajo su capa impermeable y junto a la mirada de sus compañeros, descerraja dos tiros sobre la frente de Teodoro Gutiérrez Ayala, destrozándole el rostro y humillándolo para siempre, La noche tarda en pasar; las noches fúnebres y densas tardan mucho tiempo en pasar; el tiempo se ha detenido en las rocas mojadas del muro que les observa; el cuerpo se confunde, inerme y desamparado, con el asfalto del suelo, con el verde oscuro de las capas al viento de los guardias mientras en lo alto, allá lejos en algún lugar del monte, entre las nubes que bajan buscando la protección de las ramas, resuenan varios disparos 63
  • 64. desafiantes, disparos al aire, al hueco de la realidad, disparos lanzados con coraje e impotencia en busca de la respuesta del amigo; los guardias se miran, tensan sus armas y contienen la respiración hasta que a los pocos instantes el silencio se apodera de nuevo del monte Señas y la escena vuelve a ser como antes, pastosa y siniestra; el Laro y Ángel abandonan sus fusiles junto a la tapia, toman al desdichado por los brazos y lo alzan al muro; como un muñeco vacío el cuerpo de Teo parece sostener las piedras de la pared; quedará allí hasta el amanecer cuando las nuevas luces de la alborada bañen la cara deshecha de Teodoro Gutiérrez Ayala, El Chisco no ha pegado ojo en toda la noche; su socarronería se convirtió de pronto en tristeza y el alma le pesó por el cuerpo; se le fue el amigo, se lo mataron; muy temprano salió a la calle a respirar el frío a tumba que sentía; tomó una vara de avellano y dejó el poblado a medias luces encaminándose hacia la curva del molino donde le queda el recuerdo de los alegres días vividos junto a Teo; el pueblo amanece, se desperezan las acacias ateridas aún por el frío del Señas y en las casuchas, mojadas y solas, tiemblan las paredes y las puertas se entreabren misteriosamente invitando a sus moradores a salir en busca de algo; la Zambrana llegó a por la Aldara, luego ambas tomaron a la Sabela y a la Xiana y las cuatro, del brazo, con pañuelos negros cubriendo sus rostros, se dirigieron con paso menudo hacia la curva de la desdicha; al pasar frente al cuartel las cuatro 64
  • 65. levantaron sus velos, detuvieron el caminar de sus piernas enjutas y escupieron al suelo mientras con los dedos ensalivados se hacían unas a otras la señal de la cruz sobre la frente; el Laro ha salido también en busca del amigo; camina por la acera deforme y abultada al ritmo que le imponen sus muletas; El muñón de la pierna le balancea irónico creyendo que va al baile del pueblo pero su cara partida en otro tiempo mira hacia el molino con odio; un caudal de soledad y de tristeza se adentra por la estrecha carretera buscando el molino; son ya decenas los lugareños que caminan ahogados por el asfalto; nadie habla, nadie mira hacia delante, nadie siente ahora el frío de la mañana de un monte cántabro como el Señas, Amanecieron los miedos en la tierra cántabra bañados por un sol ignorante y anaranjado; la carretera se ha secado, se han secado las capas de los guardias civiles que vencieron una vez más; el Señas sigue mirando arrogante la escena que bajo sus faldas ha tenido lugar; la curva del molino se enderezó, retorcida por el dolor de ver a Teo sobre las piedras del muro; huele a gasoil quemado; los guardias llegan junto al cadáver, descienden del vehículo y uno de ellos, el Lero, ha metido en una bolsa ocho mil quinientas pesetas, un bloc de notas, un preservativo, dos cajas de tabaco, seis aspirinas y una fotografía; sólo le ha faltado introducir el alma de Teo y los odios que llegan hasta la curva del molino; a Teo le han dejado puestas las dos camisas que llevaba, sus dos pantalones y una mueca 65
  • 66. siniestra en medio de la cara destrozada; también le dejaron a un pueblo entero que sigue pensando en él y en todos los Teos del valle del Liébana; la carne muerta sólo sirve para llenar unos sacos; la carne muerta pesa más de lo que uno se piensa, porque los músculos se apretujan y se vuelven duros como el hierro; el Lero carga la carne en el Land Rover; los demás vigilan la maniobra del guardia, quietos como difuntos, El vehículo ha parado porque sería incapaz de atravesar el puente de San Cayetano; desde allí ocho brazos alzan el saco de carne y caminan, lentos y parsimoniosos, hasta el cementerio; desde Cillorigo, Camaleón, Vega y Cabezón, han resbalado cientos de lugareños por los caminos que confluyen en Potes, centro del valle; el cementerio de Potes, que es como todos los cementerios, cuenta además con una fosa para los vencidos, larga, ancha, de negra piedra y con olor a tierra humedecida por los humores de los cadáveres; los ocho brazos llegaron al camposanto donde les esperaba el ataúd vacío de Martín Almirante; el Lero subió al Land Rover pensativo; detrás del depósito estaban el Chisco, la Zambrana, el Tojo, la Aldara, la Sabela, La Xiana y cientos de cuerpos vencidos de toda la comarca; enterraron la carne de Teo; el ataúd, al bajar al hueco oscuro, frío y húmedo, crujió; algunos se miraron de soslayo y la Zambrana, estremecida, se agarró con fuerza del brazo de la Aldara. 66
  • 67. VI. NADIE SABE LOS AÑOS QUE TENGO 67
  • 68. N adie sabe los años que tengo, madre, nadie los contó jamás ni yo misma me tomé la molestia de averiguar las veces que las estrellas asomaron por encima del Guayacán, madre, pero aquí sigo bajo mi árbol de hojas enfadadas, aquí me aguanta el cuerpo que pariste en las lejanas tierras donde el padre y tú juntasteis los apellidos, aquí sigo sentada en la hamaca de mimbre que en tiempos fue de mi padre, hasta que la muerte se lo llevó al moridero del llano para que nadie acudiera al entierro salvo las comadres de la calle de las viudas que tenían motivos para llorar, pero recuerdo que tú, madre, te quedaste en casa y yo oí desde mi cuarto eternamente cerrado las angustias que pasaste encerrada y oculta a los ojos de Domingo, aquella tarde sonaron las campanas del pueblo y sus ecos llegaron hasta nuestra casa y nadie se atrevió a decir una palabra ni a salir a la calle a ver las gallinas danzando de alegría, aún recuerdo muchos días de tristeza junto al padre que se agarraba la cabeza y maldecía al chavalongo y te recuerdo a ti, madre, apagando el fuego de su cabecera y cómo nos mirabas disimulando las emociones pero por dentro todos sabíamos que lo hacías por amor y 68
  • 69. nosotros que callábamos como miserables en el fondo estábamos contigo; la vida se me ha ido en este cuarto de ébano y de olores rancios, de tallos tiernos y de humedades, se me ha ido observando el hilo tenue y ondulante que tira de los Escobar arrastrándolos sin tregua hasta nadie sabe dónde, llevándolos como idiotas por la orilla del río que baña el sueño de los dormidos y donde las tierras putas lavan sus desechos sin arrepentirse, se me fue pensando y queriendo, tratando de olvidar y confesando ante todos falsamente que os he odiado por los siglos de los siglos, pero al principio tú no eras así, así te volvió el aire malsano del valle, así te varió el sueño y las entendederas la hambruna de estas tierras podridas adonde vinimos desde muy lejos no sé bien para qué, tú eras de las hembras que miran por derecho pero no en estas tierras que matan y desquician a cualquiera, desde entonces que lo comprendí no he salido de este cuarto y me lleno las noches pensando en el hijo que se me fue como vino, tan rápido e inesperado como el soplo de un mal aire, me lleno los recuerdos de sus pústulas y del hervor de su sangre, como al padre, que le quemaba la cabeza, con veinte fuegos dentro del cuerpo, a mi hijo se lo llevó un mal día el fuego de la viruela que le salpicó como aceite ardiendo, quemándole las fuerzas y apagando el brillo de sus ojazos negros como un mulato de postín; yo te lo quise decir, os lo quise decir al principio, cuando los ojos se cerraron y las bocas enmudecieron, que no era nada porque estaba de amor hasta las hebras de mi cabello, pero quizás los hayedos movieron sus 69
  • 70. cuerpos en flor o tal vez una estrella varió el rumbo de nuestro destino, inesperadamente, porque desde aquel día en que me levanté preñada hasta el cielo de la boca la luz se me nubló y no tuve más remedio que refugiarme bajo el Guayacán de olor intenso que aún no conocía, el tronco del Guayacán que tengo en mi cuarto es hueco como el aplomo de un idiota y yo lo lleno de recuerdos que nadie sabe leer, en cada hoja tierna como el diente de leche de un ternerillo guardo una sonrisa y una mirada y un mamá te quiero de mi retoño de fuego que se fue como los ángeles camino del moridero, donde el abuelo, pero de donde lo saqué una noche bien oscura y tenebrosa y seca y solitaria y me lo llevé junto al Guayacán, nadie lo sabe, sólo él y yo, y nadie entra en mi cuarto porque dicen que huele mal, oye bien querido niño, dicen que huele mal cuando no hay en el mundo aroma más dulce y embriagador que los huesos descarnados tuyos, que los ojos secos tuyos, que las manitas perfiladas y blancas tuyas; desde entonces, madre, hablo contigo a diario pero no pienses que te reprocho nada porque nada debe reprochar una hija a su madre, pero he sabido el dolor de parir a un hijo en la soledad, y el dolor de una noche llena de miedos sollozantes; padre no quiso quedarse en las tierras que nos vieron nacer porque le daba vergüenza afeitarse la cara y que se le viera la deshonra caerle hacia abajo, a ti también se te heló la sangre por la mala hija que te dio el de lo alto cuando te enteraste que el amor corrió rumoroso por los caminos del valle, por donde enseñaste a tu hija a caminar, por donde dices que di mis 70
  • 71. primeros pasos, y es que la sangre de los vascos es más espesa que la savia de la Añañuca y duele cuando se agria y cuando el amor llena de pronto y el gozo sale a los labios y resbala, en aquellos solitarios caminos de tierra gruesa y pastosa tu niña perdió la vida por siempre y conoció de frente al amor que cegó sus ojos y brotó en ella como el agua de un manantial, fresca y sabrosa, llegué aquella tarde empapada y con la mirada turbia y tú lo conociste al momento, tú me miraste y volviste la mirada hacia otro lado y te pusiste las manos en la cara y arrancaste a llorar, yo me senté y calmé mis ansias y viéndote triste en aquel asiento de mierda supe definitivamente el resto de mi vida; nuestra casa era pequeña pero agradable aunque fría como una barra de hierro en los días de enero y cuando llovía temíamos que las paredes se nos echaran encima y mirábamos al techo y a las puertas crujientes cuando sonaban los truenos allá por las montañas nevadas, pero era nuestra casa, nuestro hogar y en los rincones olía a ropa tendida y a tabaco suelto, y sobretodo podía percibirse por todas partes el aroma a sudor de padre al regresar de la faena y el canto de los chicos que llegaban al pueblo después del duro trabajo y sonaban las gotas de agua tras los cristales vaharados por el calor de nuestros alientos, aquella era nuestra casa donde vivíamos felices hasta que los malos aires me llevaron al camino del valle y cuando alcancé de nuevo nuestra casa el silencio me recibió porque padre y tú no estabais en ella; ahora sin embargo todos ven a Rosa Escobar Santero como la loca de Melampó y todos buscan los huecos 71
  • 72. de las ventanas para asomar sus narices y ver a esta pobre vieja que todo lo ha visto, ha visto a sus padres, a su hermano Domingo, incluso vio el ferrocarril que nunca hubo en estas tierras, vio también las putas del barco bailando el frenesí y vio al mulato Erasmos, el más descomunal de todos, y esta pobre vieja vio pasar la vida de muchos desde su hamaca bajo el Guayacán de su cuarto, al principio recuerdo, madre, que nadie comprendía qué hacía un árbol como aquel en un cuarto solitario, los árboles son para el campo, niña, decía padre, pero al fin lo colocó en el sitio donde yo quería porque bajo sus ramas, bajo sus cortezas ásperas y resquebrajadas habitaba el amor verdadero de mi vida y eso nadie lo supo, madre, nadie salvo yo, allí guardaba yo mi tesoro descarnado que saqué en una noche de dolores por el camino adelante del moridero, que allí no dejaba yo a mi pequeño, madre, tú lo comprenderás, porque el amor no sabe más que de astucias para alcanzar lo que quiere, y los caminos son como los hilos que marcan mi vida, primero el camino ancho y abultado junto a las hayas inmensas donde encontré el amor y luego el camino del moridero cargado de culpas y sentimientos desconocidos, todos ven a esta vieja y le cuentan sus arrugas mientras le hablan pero esta vieja sabia no busca sino el día maldito de su muerte que ha de venir y que le llevará junto a su hijo perdido que ya no tendrá pústulas, eso es lo único que esta vieja sin años desea, pero mientras llega ese día debo contarte lo que sentí cuando aquel día padre dijo “Nos vamos” y tú y yo nos miramos descompuestas y tú dijiste que no era 72
  • 73. necesario, que bastaba con mudarnos de pueblo, de calle, pero padre encendió el cigarro gordo como el dedo pulgar y no habló hasta que la ceniza le quemaba la carne y entonces sentenció “He dicho que nos vamos” y entonces supimos que empezaba otra historia en la familia de los Escobar, y que de un momento a otro los árboles frondosos de los montes vascos se irían para siempre, como lo harían los caminos de amores y los cánticos alegres de los más jóvenes, todo se iría de nosotros porque nuestros cuerpos permanecerían allí aunque estuviésemos en la otra punta del mundo, aquella noche, madre, te noté algo raro en los ojos porque mirabas con envidia y un brillo desafiante restallaba en ellos cuando mirabas a tu niña, yo no sabía dónde poner mis manos acostumbradas a acariciar tu rostro, madre, pero ahora el sólo roce de tu vestido me humillaba y los dedos me dolían cuando tocaba tu melena negra y sugerente, esa expresión tuya me asustó tanto que creí que algo malo estaba a punto de suceder, lo supe después cuando me llené el corazón de dolor y el tiempo se dilató en mí morando en mis venas, que el tiempo se empeñó en no dejarme salir de mi cuarto y así pasé años, como presa y como ida, porque fuera del cuarto el olor de mi niño no estaba en ninguna parte, pero todavía faltaban cosas por pasar hasta que el dolor llegara, como aquel viaje junto a los mulatos de rumbo incierto y junto a las putas baratas que buscaban nuevos amores de mentira y junto a los señores que querían ser aún más señores y allí íbamos nosotros casi sin poder cruzar nuestras 73
  • 74. miradas porque los hilos finos de los recuerdos nos herían, allí asomaba padre por la borda hacia poniente, por ver si veía el horizonte, decía, pero la verdad es que no aguantaba los mareos y los vaivenes del cuerpo y sólo volcando el pecho por la borda podía disimular sus debilidades, allí embelesaba yo mis imaginaciones al compás del frenesí de las putas sobre la cubierta del barco mientras tú, madre mía, te lamentabas del calor sofocante de la mar viendo a los mulatos descomunales broncearse al sol, nunca se nos hizo tan largo el viaje como aquellos cinco días en que padre y tú decidíais por dónde tirar cuando llegásemos a puerto, aquel hombre, ya no recuerdo su nombre, aquel hombre grueso, de bigote desgreñado y con boca pequeña de salmón hablaba susurrando al oído para que nadie más se enterase de su gran secreto y padre se arrepintió mucho después de hacerle caso, pero durante esos cinco días no se habló entre vosotros de otra cosa y al final acabamos por el camino sediento hacia el valle del Melampó, 74
  • 75. VII. UN INSTANTE DILATADO 75
  • 76. E s difícilmente plausible que se alce cielo arriba después de la enorme presión que le cayó encima; el indeciso irrumpió en escabrosas carcajadas que vomitó tierra abajo como maldiciendo todo lo creado, después se limpió las comisuras de los colgantes belfos pingajos de carne con el dorso de su malnacida piel de malnacido y se recostó sobre la manta ocre y salvaje del mediodía, Así permaneció eternidades/eones hasta la puesta de Júpiter; Io se podía ver con los ocelados retículos multiformes que destacaban de su mostrenca figura; Io mostrábase coloreada de una tenue y sensible fosforescencia verdeazulada que poco a poco se tornaba en densa niebla crepuscular; de Io hacia la cueva a unos quince grados podía adivinarse X5, más irisada que de costumbre, más fulgente, enhiesta y arrebatadora, El indagador de las praderas vestido de marrón suciedad no cesaba en su incontenible alarido regurgitación de blasfemias injuriosas contra la 76
  • 77. sureña madre; de vez en cuando emanaba de su averno una vaporosa y nauseabunda mezcla de gases sin actividad fugacidad, gases no ideales que se escapaban a toda ley de medida; fermentados adrede proyectábanse en denso chorro subliminal hacia la hojarasca áspera y marchita de la pradera violenta donde pastaba, El indeciso no acababa por determinarse del todo; de su garganta emanaban sonidos guturales semejantes a mediopalabras, sonidos que pretendían concatenados entre sí alcanzar la categoría sintáctica de algo con-sentido; el eterno frío atería hasta la médula occipital de su achaparrado cuello, su mente obtusa y embrionaria no discernía la diferencia entre la luz y la no luz/oscuridad de la concomitante noche que se le caía encima madurada como el fruto del árbol ya hombre; la hipocondríaca testuz oscilaba a izquierda y derecha en un movimiento cansino y eviterno; la soledad no habíase mostrado jamás tan tétrica y real a sus pies como esta maldita noche en que Io se sentía en la altura, Es la bestia consciente de la turbidez de su destino y sin embargo no cesa de observar la trayectoria de X5 en la pléyade infinita de mundos redondos/¿redondos? Del firmamento; es, cuando la dama le aprieta el corazón con el puño bien cerrado, el momento de su máxima congoja/sofoco; la antiespasmódica carcajada histérica y reparadora había 77