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Secuencia primera (como introduciendo el amor
Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación
hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como
discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la
otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo,
reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del
pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada límpida.
Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el
viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la
complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la
vida en él.
Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada periplo.
En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y, en ese
aliento entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se
torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en
veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y
nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica. No
física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no entendido. Es ese haber
hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos como cuerpo venido de
cuerpo. Y lo que no alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos
casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo,
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anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de
quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo siempre.
Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí
sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese.
Hasta haber vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que
propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como
concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo
eso nos conmueve. Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad.
Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera
seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia puntual. Cierta.
Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario. Del
imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando
la honda herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido
su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil.
Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento.
Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es trascendente.
Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de
Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad.
Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que
nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte.
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Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no
físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre.
Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había convertido casi en
ritual cotidiano. Sin embargo, avancé. No quería llegar tarde a mi trabajo. Esto porque ya
tuve un altercado con Valeria, quien ejerce como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar
entre la relación con Ancízar y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado
desde ese día en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que nacimos. Mi
recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los juegos de todos
los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los otros y las otras. Arropados
por la fuerza de los hechos de divertimento. En las trenza suya y mía y de todos y todas.
Infancia temprana. Volando con el imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a
viva voz. En la golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los
seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de emoción gratificante. Mucho
más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones casi infinitas de la Scherezada
imperecedera. En una historia del paso a paso. Trascendiendo las verdades puestas ahí, por
los y las mayores. Ajenos y propios. Además, en una similitud con Ámbar y Vulcano de los
sueños idos. En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él
y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina convocante siempre. En
esos días soleados. Y en los de lluvias plenas. Hablando entre dos sujetos, con palabras
diciendo al vuelo, todo lo hablado y lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí
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instantánea. En un instar prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en
posición enhiesta. Vivicantes.
Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a aquel atardecer
de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo aprendido en cuna. Él y yo, en una
perspectiva alucinante. Viviendo al lado de los dioses creados por nosotros mismos. Una
opción no cicatera. Si relevante, enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con
la mira puesta en regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la
esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días. Desde hace mil
años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo lo habido. Con la fuerza bruta
vertida en el cincel y en la llave quita espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante.
Y bajé la rueda, al no poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo
plazo y aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración. Operando el taladro
de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías de la broca, como
dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no haberlo visto. Y Valeria en el
acoso constante. Como si hubiera adivinado ese no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi
vuelo y la imaginación subyacente.
Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De pies en el bus que
me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada, inconmensurable. Abrazando mi
legítima esperanza. Contando las calles. Como si la nomenclatura se hubiera invertido.
Comenzando en el menos uno infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno.
Y este giraba. Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no
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encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca mirada. Un
sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero. Doloroso.
Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena aparición de la
tristeza. Porque, tampoco, lo vi. Y buscaba sus ojos y cuerpo entero. Pero no aparecía. Y
más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y quedé plantado. Esperando, que se yo.
Tal vez su presencia física. O, siquiera, el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro.
Y el dolor creciendo, por la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil
que se me abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin
verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera entre lo hecho
concreto, físico y el volar, volando al infinito universo. Encapotado ahora. Pleno de las nubes
cada vez más obscuras. En el presagio de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las
lluvias de nuestra infancia. Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos
recorríamos el barrio. Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos.
Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las otras. Con la
sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no entendían lo que estaba pasando
conmigo. La vocinglería percibida. Con palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La
elongación impertinente de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la
mirada mía, posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje de
los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo los ojos. Como
si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno. Como cuando el hierro es derretido
por el fuego milenario. O como cuando deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido.
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El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación tardía. Vagando en
las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del siguiente día. O días, ya no lo
recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi
los espárragos tirados, en el piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la
espiral. Y todo empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los
soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad mía, sin crecer.
Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza consumido. Fugaz luciérnaga
yo. Aterido en la masa hecha incandescencia. Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos
celestes sin ningún abrigo. A merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente,
penoso. Un ir y volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En
zozobra ambivalente, incierta.
Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera abierta en el
imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo vivicante. Nacido en miles de
siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro golpe de martillos híbridos. Y viendo a
Valeria, en lo físico. Sintiendo su poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi
rol de hombre físico en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir
llegando impoluto exacerbado.
En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida. Que estuvo allá
largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve adyacente a la terminación de
la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el otro tiempo
después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En la posición predominante
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en eso de entender y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible
por enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo acompañaba
siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo atrás. En esos lugares
cenicientos. En la aventura del alma viva presente. Cuando lo saludé, me dio a entender que
no me recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle.
Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo.
Todo como en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa
solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que, desde allá, me había
escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo profundo, elucidando verdades
como pasatiempos favoritos. Y me dijo que seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas.
Con la mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de vida,
inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese
comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me siguió diciendo,
que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida, le dije que él había
sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado
por el territorio que he perdido. Ese que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería
para sí mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dije que lo había esperado en esta
orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no
recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto en ciernes.
Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que, siguió diciendo,
le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo mismo, nunca había olvidado su
autonomía y su soledad permitida. Y que yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo,
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cuando lo llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y,
en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él
y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple verbalización de lo
uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en la lógica permitida. Siendo así,
entonces, me involucré en lo nuevo suyo. Recordando, tal vez, los domingos mañaneros.
Esos del ir al cine nuestro. De “El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado.
Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me
dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más bien, una
expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más bien como expresión de
escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la línea prendida al dominio, suyo, como
variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer
simple. Vertido al escenario inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de
lugares comunes propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O,
simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo. Inconstante.
Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo entendido y lo
incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito. Apegado, entonces, a su
condición de referente entero. Desde esa época en la que estábamos juntos en la lúdica viva.
Desde esa esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa
ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre
desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes. Tal vez
ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.
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En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según fuera el
momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue yendo por lo bajo. Como
actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de
él. Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De
su connotación hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese
entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré, entonces, en la pi
mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me fui, entonces, lanza
enristre contra el afán propuesto por él mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido.
Hasta convertirlo en propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por
la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de almas
cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la inmensa puerta llamada
“De El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como cuando cabalgaba en la noche, a lomo del
dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras.
Desde Vigía Perdomo, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur especulativo. Hechizo. No
cierto, Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica propuesta, me hice
a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí que, entonces, Ancízar Villafuerte
caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo hablado y hecho por este yo supremo
envilecido.
Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer
referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era
su nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía
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efímera. Tal vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo nuestro. Como
queriéndole expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados
de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo
mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar.
Me supuse de otra categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio
forzado. Y me fui yendo a su lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir
yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que
expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota. Producto de mi inverosímil
perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual. En eso de lo que tenemos todos de
perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo así como ese “otro yo”
vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que pase. O de lo
posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido con
Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de
los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di la vuelta. A la otra
expresión del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones
bufas. Por lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo aco9ntecido
antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso
concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo que, en realidad debería
ser. Y lo ví en el periplo. Como en la cepa enana cantada por Serrat. Como simple ironía
sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel Hernández…En fin, como mera
réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso a la libertad cantada.
Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador, me hizo creer
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en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su intérprete
avergonzado, después de la verdad verdadera.
Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré
inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en
que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de
quien quisiera patearla. En la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto.
Como voz que dice mucho y no dice nada. Como espectadores del afán incesante.
Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa realidad
mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como vehículo
impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta admitida. Como
reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de Ancízar originario, no
suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo más trascendente.
He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no conocido. En
calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no conocido.
Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me fue
la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el
conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada,
enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo
habido, por la vía de suplantar lo que antes era.
Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal,
sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta.
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En la cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi
amada hasta el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad
estéril, manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como
sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como
simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me
metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo
andar conmigo en el pasado. Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi
Valeria que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido como yunta acicalada.
Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía más mía que al nacer
nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro
construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla desde ese día en que no vi a Ancízar en
aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se te olvide que fui tuya, en todos los avatares
previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido en mí. Y que dejaste esa huella
imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío.
A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño,
Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y
la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del
ser vivo ahí adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro
lado; con la novia de Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre,
también. Y le dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía
necesaria. 1) Que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y
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dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta. Tanto como cálculo de
probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad. Esperando el nacimiento de las
dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente hecho en sí, sin más
aspaviento
Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me encuentro en la misma
vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al pasado. Como en esos arrebatos. Empecinado
en volver a esa jerarquía de acciones, por ahí corriendo. Ahora de lo que se trata es de
remediar lo habido. Sin la presencia de sujetos y sujetas que prolonguen la estadía. En ese
irse de bruces sobre la historia. Que puede ser la mía. O la de cualquier otro. Así, en este
caso, en el masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado. Con esa figura de
quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo momentos, he encontrado la razón de ser
de lo puntual. En esa expresión que deja de ser inacabada. Y que se torna, cada vez más, en
asunto primario, no abandonado. En la seguidilla de lugares y tiempos. Siendo así, entonces,
volví al barrio primero. Aquel en el cual disfrutaba con Ancízar. Y localicé la esquina nuestra.
La bravata lúcida. Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa recordación tardía, he
vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo heredado. Hasta mi padre jugó con
él. Como a comienzo del tiempo cercano. Allí no más. En el momento mismo en que se hizo
ayudante de todos aquellos que tuvieran algo que ver con la cancha abierta. Ahí no más. En
la calle en pendiente poderosa. En cada picaito la gloria. Como en trashumancia continua. En
esa potente ilusión de saberse indispensable. Casi como sujeto de millón de maneras de
dominar el baloncito. Casi tanto como las opciones propuestas en el tablero de ajedrez.
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Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía conmigo. Y, en esa misma
perspectiva, encontré el lugarcito de la casa. En ese que fungía como albergue para los niños
y niñas de largo vuelo. Y me ví en el día en que empecé a saber amar. Y a saber recordar. En
medio de las tinieblas dispuestas por la rigurosidad de los principios y valores. De la familia.
Y, extendidos a todo el entorno. Compartiéndolos con lo vivicante de los cuerpos presurosos.
No acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado y otro tiempo en la
otra esquina. O en la callecita que había sido inaugurada casi al tiempo con la fundación del
barrio. Derrochando, yo, alegrías que habían permanecido adormecidas.
Ese 24 de junio, un martes, por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El mono” lo llamábamos.
Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de toda la vida. Y, con él, aprendía a sacarle
significados distintos a las palabras. Como en todo tiempo andando con el verbo alucinante.
También, conocí de él, los atajos en los caminos de la vida. De cómo hacer de la tristeza, un
giro creativo. Y de cómo enseñar los números, con los palitos de paletas compradas en la
tiendecita de don Eufrasio. Y, además, en leer los ojos y la memoria de los otros y de las
otras. Ese 2mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho más allá que el Libertador. Tal
vez porque, el “mono”, iba más allá de la simple libertad formal, política. Indagaba siempre
por las fisuras de cuerpos y de hechizos. Proponiendo la libertad en la lúdica andante.
Transponiendo rigores. Colocan la vida en su sitio. Que, para él, era un sitio diferente, cada
minuto.
No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos propuestos por “el mono”.
Como cuando la mirada y la memoria es más lenta que los hechos. En ese universo de
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liviandades. En ese ejército de propuestas diferentes cada vez. Lo mío se tornó, entonces, en
un cansancio áspero. En una lobotomía inventada por mí mismo. Y empecé a desplazar las
verdades y los hechos vivicantes. Me torné en sujeto casi avieso. Por la vía de la melancolía
agresiva. Por la vía del tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese azaroso cuerpo de
hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio. Por vía de la resequedad
en las ideas. Como si me hubiera convertido en payaso de tristezas acumuladas. Tanto como
haber perdido el rumbo. Retornando a la expresión cicatera con la cual nací. Y, en esos
instantes, veía el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin rumbo. Y la veía
vejada a cada rato. En medio de horripilantes expresiones. Y me seguí desmoronando. Casi
al vacío profundo y de no retorno. Y, fue ahí mismo, en que encontré a Ancízar. Quien venía
por el mismo camino. Y me dio la mano tierna, potente. Y salimos, en manos cogidas, a la
otra orilla, en donde estaba “el mono” Eufrasio. Que reía sin parar. Que nos conminaba a ser
felices. Aun en medio de la oquedad del tiempo. Aun en medio de todos los dolores juntos.
Y volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros mismos habíamos truncado.
Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de verdades y de acciones y de la lúdica toda habida.
Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro. Eso
supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de recomponer
los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante
falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más
coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del ayer íngrimo, me
hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy concreto. Y sí que me fui
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hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy
enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo
punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos,
enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco, como posición
libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a enhebrar lo dispuesto. En la
asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido
a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión
incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como
tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje dantesco. Una
aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple transmisión de la religiosidad
banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual el yo se convierte en simple expresión
estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado.
Con las vivencias erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman
suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como propuesta no
entendida. No vertida en la racionalidad vigente.
Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado
acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura breve.
O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos.
En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta. En lo
que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el simple
desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad convincente.
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Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la complejidad
habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo
yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente.
Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de Ancízar,
en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de hacer relevante
lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes.
Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar
a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y
transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente.
Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño
próximo-pasado. - En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,
pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión
equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al tósigo
inveterado. Amorfo. Sin vida.
En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier
laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo
incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como
si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo.
Del otro uno del otro. En fin, que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío.
O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad
doliente. Infame.
18
Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza
perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima.
Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios
impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera
lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre
seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la
redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo. Erigido como
secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento de lo dialéctico.
Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde afuera. Desde ese
territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo
venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana
de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y seremos.
Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro. Eso
supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de recomponer
los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante
falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más
19
coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del ayer íngrimo, me
hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy concreto. Y sí que me fui
hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy
enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo
punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos,
enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco, como posición
libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a enhebrar lo dispuesto. En la
asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido
a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión
incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como
tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje dantesco. Una
aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple transmisión de la religiosidad
banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual el yo se convierte en simple expresión
estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado.
Con las vivencias erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman
suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como propuesta no
entendida. No vertida en la racionalidad vigente.
Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado
acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura breve.
O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos.
En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta. En lo
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que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el simple
desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad convincente.
Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la complejidad
habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo
yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente.
Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de Ancízar,
en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de hacer relevante
lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes.
Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar
a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y
transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente.
Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño
próximo-pasado. - En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,
pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión
equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al tósigo
inveterado. Amorfo. Sin vida.
En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier
laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo
incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como
si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo.
Del otro uno del otro. En fin, que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío.
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O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad
doliente. Infame.
Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza
perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima.
Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios
impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera
lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre
seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la
redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo. Erigido como
secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento de lo dialéctico.
Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde afuera. Desde ese
territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo
venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana
de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y seremos.
Cuando Isolina Girardot despertó, el día primero de abril de 2025, recordó lo sucedido el día
anterior. Estuvo con Isabel Pamplona, en Annapolis, ciudad siempre acogedora. Uno de los
aspectos más importantes, hacía referencia a la manera de abordar la doctrina de la libertad.
Doctrina inmersa en vacíos conceptuales. Algo así como entender su dinámica, anclada a la
teoría de “vista atrás”.
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Es decir, una reiteración en torno al hilo conductor: por más que avancemos en el discurso
libertario, navegamos en el remolino de la repetición. Significa desandar, por lo menos en la
noción de asumir los hechos, en un contexto de cotidianidad, agresivo.
Ya Isabel le había advertido a Isolina sobre las consecuencias relacionadas con la
depravación vigente. Los malos tratos recibidos avanzaban exponencialmente. Inclusive,
Isabel, hizo referencia a la cantidad de momentos vividos bajo el énfasis de los textos
producidos. Textos que relacionan la libertad con esquemas discursivos. Unos esquemas de
fulgurantes palabras huecas. De hechos formales.
Inclusive le recordó lo sucedido el 8 de marzo de 2024. Cuando enfrentaron la fatiga de los
escenarios y de las intervenciones alusivas a la mujer. Como ícono, en constante crecimiento.
Una forma de respaldar la interpretación de los aportes, en términos de epopeyas vinculadas
con la defensa de sí mismas en la ciudad, en el campo, en el hogar; utilizando un lenguaje
impúdico. Una reflexión atada a la globalización. Un contexto en el cual se vulneraba la
emancipación, por la vía de utilizar ese referente, como doctrina soportada en la
superficialidad; cuando no con una variante perversa del homenaje a las madres, de por si
degradado, absorbido por la literatura y las prácticas inveteradas. Como aquella de hacer
coincidir afecto y respeto, con la oferta de mercancías.
No obstante, en esa referencia, Isabel postuló la posibilidad de rehacer el concepto de libertad
de las mujeres. Tal vez, volver al origen de la declaración primera. Esa derivada de las obreras
y las mujeres libertarias, cuando erigieron la lucha autonómica, soportada en la dignidad,
23
contra los atropellos, contra la asimilación de sus reivindicaciones, a simples acciones
cautivas de la lógica de una sociedad absolutamente centrada en la opción de la ternura como
la implicación de las mujeres en el proceso orientado por el rotulo: nacieron para ser madres.
Esa huelga de las mujeres obreras en una empresa de Estados Unidos, en 1910, constituye
referente obligado, al momento de valorar la celebración del 8 de marzo, como el Día
Internacional de las Mujeres.
Asimismo, Isabel, hizo alusión a la variante de transformar esa degradación absoluta, por la
vía de otorgarles el derecho, inmóvil, pasivo y condicionado, a la expresión. En eventos y
celebraciones. Es obvio, decía Isabel, que no ha habido traslado de lo allí expresado, a una
generalización real, en el día a día.
Para Isolina, ese día de abril de 2025, fue la reafirmación de su autonomía. Pues decidió su
ruptura con Adrián, su gendarme y tutor en casa. Aquel que siempre reivindicó en público su
condición de amante libertario que compartía con ella la opción de vida vinculada con el
concepto de autonomía plena. Un desdoblamiento que ella no soportó más.
Yo no tenía certeza, si Isolina había estado conmigo en la caminata que hice en compañía de
Susana y Juliana. Lo único claro, para mí, fue su recuerdo, al quedarme dormido, una vez en
casa, después de despedirme de Juliana.
Isolina fue compañera de Martha y de Maritza en los primeros grados de escuela. Había
conocido a Adrián, mi hermano, en una fiesta, realizada en celebración de los cuarenta años
de Liceo Nietzsche, en el cual trabajaba Juliana. Morena, esbelta, un cabello crespo, pegado
24
al cráneo. Nunca pretendió alisárselo. Se sentía feliz con esa prueba de su afro descendencia.
Fue mi confidente en los momentos de angustia causados por el quehacer perverso de la
empresa.
De ella aprendí el amor por nuestras raíces. Siempre me ha acompañado su recuerdo. Mujer
abierta, sincera y de una fortaleza impresionante para enfrentar los rigores asociados a la
lucha por los derechos de las etnias. Cercana a todo el proceso reivindicatorio de la equidad
y solidaridad de género. Acompañante de las mujeres de la Ruta del Pacífico. Conocedora de
los crímenes de lesa humanidad en el país. Y, por lo mismo, tejedora de posibilidades
libertarias de las negras y los negros. De nuestros nativos Wayú, de los Paeces; de los de la
Sierra Nevada.
El día que se conoció de la tragedia provocada en Bojayá y en la cual murieron más de 100
negros y negras, mujeres, niños, niñas, adultos; Isolina promovió un clamor social, un
repudio al hecho y de solidaridad. Asimismo, ocurrió, cuando en Barrancabermeja, fueron
asesinados y asesinadas personas, civiles; trabajadores y trabajadoras
De todas maneras, ese día, al despertar tenía la esperanza de encontrarla, de que lo soñado
era realidad. Quería que me repitiera esas imágenes escritas que leí en el sueño. Pero no.
Isolina no estaba. En su lugar estaba esa sombra de la soledad. Esa que me acompaña a cada
momento. Pensé en Juliana, en su mirada hacia el profesor Arenas. Pensé en Susana, en la
cita que tuvimos y que nos distanció más. Pensé en Sinisterra en su pérfida pasión por el
25
enriquecimiento, en su malvada tendencia a engañar y a fornicar, con consentimiento o sin
él.
Maritza estaba sentada en el vergel. Una casa inmensa. Había conocido a un hombre con el
poder que otorga el hecho de tener dinero en abundancia. Su nombre era Pánfilo. Individuo
de malas mañas. Con extensiones de tierra, casi infinitas. Conocedor del negocio que alucina
Controlador de procesos de envíos, de siembras, de crímenes ligados a esos procesos.
Demasiado rico. Demasiado hacedor de poderes y macropoderes. Tanto que, en 2002, auxilió
a campañas políticas hacia los instrumentos de poder. Año aciago ese. Cuando se conoció de
un discurso ampuloso vinculado con la seguridad y la paz. Cuando, la asunción al poder
ejecutivo, constituyó un pulso entre la libertad y la ignominia la presencia de una versión
bastarda de la libertad. Una extensión de poderes y macropoderes, en todos los ámbitos. Una
manera de proponer la interpretación de la lógica. Una manera de poner de revés la búsqueda
de la libertad. Un tanto como el fascismo de Mussolini, anclado en la denominada voz del
pueblo. En la expresión no cierta de que éste nunca se equivoca. La voz del pueblo es la voz
de Dios, en crecimiento exponencial. En donde todo es sensato y posible, por la vía de la
teoría de que el fin justificaba los medios.
Pánfilo Castaño, era un hombre pragmático. Así se había hecho rico. Así había comprado su
posibilidad de crecer en un entorno de corrupción. Lleno de expresiones que conducen a
validar el poder, por la vía de construir un equilibrio entre el delito y los crímenes, con el
ejercicio de un poder ejecutivo vertical, supuestamente democrático.
26
Al llegar, saludé a Maritza. Ella permaneció inmóvil, en silencio. Se creía sujeto de alto
vuelo. Por lo mismo, significaba el hecho de que sus circundantes le reverenciaran. Un hacer
la vida, por la vía del control. En donde el dinero permite ascender de estrato y de controlar
poderes y micropoderes.
Por fin atendió mi expresión. Me dijo, Samuel, tú eres incorregible. Sigues pegado al
recuerdo de nuestra madre. Por el contrario, yo aprendí la lógica de lo cotidiano, de lo real.
De aquello que, siendo real, permite la manipulación. Es un empoderarse de los ofrecimientos
que otorga la vida. En el cual los valores no existen, en el cual, lo que vale es sentirse pleno,
sin afugias.
Yo, seguía diciendo Maritza, estoy aquí, porque he podido interpretar la magia de ese
equilibrio. En eso, apareció Pánfilo, con su esotérica presencia, saludando en la distancia.
Asumiendo que yo, también, era sujeto controlado.
Me dijo: estoy aquí, no por tu hermana que parece una zorra; sino por la fascinación que
ofrece el poder y el logro del equilibrio. Como si de antemano supieras que no existe barrera
para el poder del dinero.
Yo, me resistí a la veleidad de Pánfilo. A su peculiar manera de entender la vida como simples
sumas y restas. En el cual, lo humano se traduce en simple expectación
Una vez terminada la conversación con Maritza, me dirigí al Teatro España, en donde se
realizaba una conferencia, titulada,” Estado, poder, educación y bienestar”. El conferencista
27
era el mismo profesor Pedro Arenas. Había conocido de la misma, por una llamada que me
hizo Juliana y me invitó.
Más tarde comprendí que, Juliana, había concretado con el profesor Arenas, una reunión, o
para ser más preciso, un estar, después de la disertación. La denominación de la intervención,
hablaba de la noción de poder educación y de bienestar social en América Latina. Antes de
empezar, el profesor Arenas, pidió, al auditorio, un reconocimiento hacia la labor realizada
por Juliana en El colegio Federico Nietzsche. Luego empezó su disertación, así:
El ser individual es, de por sí, complejo. En cuanto logra, aún en su condición de individuo
(a) primario (a), construir su propia visión de la exterioridad. Este proceso está asociado a
los sentidos biológicos. La percepción, como ejercicio inicial que permite acceder a insumos
externos, ejerce como instrumento para recolectar esos datos y procesarlos. Ya ahí, la
diferenciación se establece por la vía del seguimiento y continuidad, originados en la
capacidad para retener la información e interpretarla. Noes una memoria simbólica ni formal,
como la de los otros animales. Esa memoria trasciende a la repetición simple de lo
aprendido, a manera de expresión espontánea y/o de respuesta instintiva a motivaciones
externas. Por el contrario, es una memoria en constanteactividad y que actúa como recurso
pleno e intencional, cuando se hace necesario recordar lo visto antes, lo vivido; a partir de
experiencias individuales y colectivas. Así y solo así se puede entender la capacidad que
adquiere cada sujeto (a), para proponer y desarrollar opciones dirigidas al proceso de
transformación de la exterioridad. Pero también, para entender la construcción de una
simbología para sí; de tal manera que ejerza como instrumento fundamental, a la hora de
28
definir sus propias perspectivas; en cuanto expectativas originadas en su propia pulsación
con respecto a los (as) otros (as). Entonces, la esperanza, la ilusión, los afectos, el placer
como elaboración suya; constituyen referentes en los cuales se cruzan la individualidad y lo
colectivo. No como derogación de lo primero en función de lo segundo; sino como
interacción que el (la) sujeto (a) individual acepta, e incluso propone, en el camino hacia la
obtención de un determinado fin. Ya, en esta expresión, es pertinente entrever la influencia
(...en esa memoria individual, como acumulado constante) de las tradiciones aprehendidas
por la vía de la imposición y/o de la experiencia directa, que adquieren determinadas
instancias simbólicas; construidas a partir de procesos individuales y colectivos. Así
entonces, a manera de ejemplo, cabe analizar en ese espectro; el rol de la religión, de los
códigos y paradigmas que ejercen como limitaciones al desarrollo pleno de la
individualidad, en cuanto adquieren una significación que trasciende a cada sujeto (a) y lo
(a) obliga a un acatamiento; so pena de quedar por fuera de esa figura de concertación
colectiva que lo (a) compromete. No reconocer la concertación (a la manera de equilibrio);
tuvo siempre (...y tiene ahora) para cada sujeto (a) repercusiones profundas. Inclusive, de
su aceptación o no, depende en muchos casos la existencia suya como sujeto (a) individual
vivo, como actor válido.
En este contexto cabe una expresión relacionada con la incidencia que adquieren las opciones
propuestas, por parte de los (a) sujetos (as) individuales; en lo que hace referencia a la
interpretación de las pautas, paradigmas y condiciones vigentes en un determinado período
histórico. En sí esas pautas y condiciones, no son otra cosa que construcciones colectivas que
29
trasciendan a cada individuo (a). Podría aseverarse inclusive que, en las mismas; cada sujeto
se subsume, como quiera que no le esté permitido transgredirlas. Está obligado, en
consecuencia, a asumir una interpretación similar a la que realizan los (as) otros (as). Si su
decisión es hacer trasgresión, bien sea por la vía de proponer una interpretación diferente y/o
de asumir la opción directa de cuestionarlas y trabajar por su destrucción; se entiende que
asume las consecuencias a que esto conlleva…Entonces se configura, a partir de esa
intervención individual, una confrontación con la simbología e iconografías colectivas.
Aquí, en esa confrontación, se enfrenta la construcción individual con la construcción
colectiva. Esto es válido, como decíamos arriba, tanto para los paradigmas colectivos
asociados a la religión; como para aquellos paradigmas asociados a la noción de
ordenamiento y de jerarquización. Queda claro, asimismo, que estas construcciones
colectivas, son posteriores a la apropiación primigenia de la exterioridad, a la
internalización primera realizada por cada sujeto (a) en su contacto inicial con la
naturaleza. Es decir, son elaboraciones, desarrolladas en el tiempo y en el espacio; como
acciones conscientes o inconscientes (...o mediante una interacción entre los dos estados) en
donde se aplica el conocimiento acumulado, a manera de ordenamiento de las percepciones
recibidas y almacenadas en la memoria. Pasa a ser, por esta vía, una memoria de todos y
todas. Una memoria colectiva que se construye a través de la comunicación y de la
instauración de códigos e íconos que dan fe de la concertación.
Toda herejía, en principio, es una acción individual. Compromete a quien realiza una
interpretación diferente y se decide a proponerla como opción. Bien sea como modificación
30
parcial de las pautas, paradigmas y condiciones instaurados como referentes colectivos; o
como alternativa que conlleva a una modifi9cación total, radical. Algo así como o son esas
pautas y paradigmas o son estas pautas y paradigmas alternativos. Ya ahí, en esa acción de
proponer una alternativa, se configura un distanciamiento con respecto al ordenamiento
vigente. Adquiere ese hecho un significado asimilado a la ruptura. En el proceso de enfrentar
esa opción (...u opciones) con las existentes; el (la) sujeto (a) que ejerce como cuestionados
(a), desemboca en una posición herética. A partir de ahí, se trata de definir las condiciones y
el tipo de acciones a realizar, el proceso de difusión de la opción u opciones nuevas. Aquí,
condiciones, tienen que ver con los insumos recaudados para sustentar la nueva opción. Tipo
de acciones, tiene que ver con realizar una confrontación individual absoluta. O la
adquisición, mediante el proceso de persuasión o imposición, de una aceptación de los (as)
otros (as). De tal manera que pueda presentarse y desarrollar como opción u opciones
colectivas. Esto no es otra cosa que el comienzo de una sumatoria de acciones diferenciadas;
en procura de lograr la aceptación y acatamiento, bien sea de la modificación parcial o de la
erradicación de las anteriores pautas y paradigmas y, en su reemplazo, erigir las nuevas.
De todas maneras, bien sea que se actúe en uno u otro sentido, es evidente la necesidad de
cierta subyugación hacia los otros y las otras. Algo así como entender y aceptar el principio
básico relacionado con el ordenamiento y el equilibrio por la vía de la imposición de pautas
y paradigmas: siempre existan referentes establecidos como condición para el ordenamiento
y el equilibrio; habrá unos códigos y obligaciones que ejercen como limitación a la libertad
31
individual. Alcanzar unos nuevos referentes, unos nuevos códigos y nuevas obligaciones;
supone la realización de acciones que controvierten lo anterior.
Ahora se trata de establecer los términos de referencia, a partir de los cuales se configura la
presencia y las acciones del colectivo; como sujeto pleno que trasciende a la individualidad,
pero no la puede subsumir.
Desde una interpretación etimológica, sujeto colectivo se entiende como figura plural. Es
decir, se asume su configuración como sumatoria, simple o compleja, de individualidades
con presencia en un determinado escenario, ámbito o territorio. También involucra un
concepto adjunto, que da cuenta de una posición asimilada a la conciencia y a su significado.
Algo así como entender al sujeto colectivo en condición vinculante con respecto a una visión
(o visiones) y a una interpretación de la exterioridad que lo circunda. El problema radica en
la posibilidad efectiva para precisar el nexo entre esa figura colectiva y la individualidad, sin
que implique la disolución. Porque, a partir de una interpretación centrada en el estricto
comportamiento mecánico; podría pensarse en una dicotomía elemental, en donde la
conciencia colectiva es una expresión que traduce los acumulados históricos, en cuanto
vivencias, como información procesada que induce a una definición desde la perspectiva
cultural.
De todas maneras, la interpretación de lo colectivo, supone un imaginario. Este, a su vez,
debe estar asociado al concepto de espacio físico. Algo así como establecer una dinámica en
la cual aparece la interrelación entre los (as) sujetos (as) individuales, asociados e integrados
32
con respecto a determinados códigos reconocidos como válidos. Ya decíamos antes, en esta
misma línea de reflexión: los referentes, entendidos como códigos, pueden ejercer como
punto de equilibrio; a través del cual se expresan las coincidencias. Ahora bien, la
complejidad en la interpretación del significado y alcance de este equilibrio, está dado por
el análisis del recorrido previo para acceder al mismo. Tal parece que se presentan dos
opciones en la interpretación. Una de ellas tiene que ver la identidad pasiva que realiza cada
sujeto individual con los códigos o referentes generales que inducen al equilibrio. La otra
tiene que ver con la coacción, con la imposición, por la vía de acciones ejercidas por parte
de quien o quienes se erijan como centro y/o como intérpretes únicos de esos códigos.
La primera opción supone un tránsito no traumático, mediante el cual cada sujeto asume la
identificación con los códigos (consciente o inconsciente). Es de suponer que, ya ahí en ese
tránsito hacia la identificación o reconocimiento, se configura una ruptura con respecto al
yo absoluto. Se traslada parte de la identidad personal, a la identidad colectiva; como
condición indispensable para acceder al equilibrio. Se entiende y acepta esa necesidad, en
una perspectiva grupal, plural. Ahora bien, los códigos pueden adquirir características
religiosas, o de simples premisas para el trabajo asociado; o de compromisos para
establecer una figura colectiva relacionada con el ordenamiento global de obligaciones; o
una sumatoria compleja de todas estas las anteriores. Lo cierto es que la aceptación se
expresa como actitud soportada en la libertad para definir.
La segunda opción supone la presencia de posiciones previas; en las cuales es evidente una
diferenciación en términos no solo de interpretación y elaboración con respecto a la
33
exterioridad; sino también en términos de apropiación unilateral de los acumulados
históricos de las vivencias entendidas como insumos para la construcción de los códigos,
referentes. O paradigmas. Aquí, entonces, se configura un recorrido traumático; por cuanto
supone la restricción impuesta a las posibilidades individuales. No es ya la aceptación en
libertad; es por el contrario la imposición a reconocer, tanto los referentes en sí, como
también a quien o quienes los representan y los imponen.
Ahora es pertinente desarrollar algunos conceptos en relación al comportamiento del sujeto
colectivo; a partir de su separación con respecto a los (as) sujetos (as) individualmente
considerados. Supone, entonces, la aceptación de su existencia con expresión propia; regida
por pautas que, a su vez, pueden ejercer como referentes generales. El problema tiene que
ver con precisar las condiciones y/o prerrequisitos necesarios para consolidar la figura de la
instancia abstracta; aquella que se desprende del sujeto colectivo y se rige como referente
que debe ser acatado; no solo por los (as) sujetos (as) individuales; sino también por la
colectividad que se construye y se hace plena en razón a la interacción constante entre los
(as) sujetos (as). Ya, aquí, puede hablarse de una prefiguración territorial y de unos vínculos
que hace posible esa interacción. Supone la aceptación de la identidad individual propia de
cada sujeto (a); pero también la existencia de los (as) otros (as) como pares que comparten
una misma identidad colectiva.
Segundo (un yo vulnerador)
34
En lo diferido, en ese entonces, estuve malgastando los recuerdos. Como quiera que son
muchos. Y han viajado, conmigo, en la línea del tiempo profundo. Hacia diferentes medidas
de trayecto lineal. En este día, estoy como al comienzo. Es decir, como aletargado por las
palabras vertidas en todo el camino posible. Uno de los momentos que más me oprimen, tiene
que ver con el incremento de hechos dados. Expósitos. Como esperando que alguien efectúe
inventario de vida alrededor de ellos. Y, en ese proceso de manejo contado, fui hilvanando
preguntas. Algunas, se han quedado sin respuesta. Y, por lo mismo, es un énfasis en litigio.
Entre lo que soy ahora. Y lo contado por mí mismo, como insumos del ayer pasado.
El día en que conocí a Abelarda Alfonsín, fue uno de tantos. Andábamos, ella y yo, en esos
escapes que, en veces, son manifiesto otorgado a la locura. Ella, venida desde el pasado. Un
origen, el suyo, envuelto en esa somnolencia propia de quienes han heredado tósigos. Como
emblema hiriente. Un yo, acezante, dijo el primer día de nuestro encuentro. Iba en esa
aplicación del legado, como infortunio. Aún visto desde la simpleza de la lógica en
desarmonía con los códigos de vida. En universo de opciones no lúcidas. Más bien, como
ejerciendo de hospedante de las cosas vagas. Esto fue propuesto, por ella, como referencia
sin la cual no podría atravesar ese mar abierto punzante, hiriente. Y yo, en eso de tratar de
interpretar lo mío. Como pretendiendo izar la iconografía, por vía explayada. En la cual, el
unísono como plegaria, hirsuta; hacia destinos perdidos, antes de ser comienzo.
En la noche habitamos ese desierto impávido. Hecho de pedacitos de verdades. En una
perspectiva de ilusiones varadas en su propia longitud de travesía andada. No más nos
miramos, dispusimos una aceptación tácita. Como esas que vienen desde las tristezas
35
ampliados. Un quehacer de nervio enjuto. Y nos mirábamos, a cada nada. Ella, mi
acompañante vencida por el agobio de los años y de su heredad inviable; empezó a proponer
cosas habladas. En insidiosas especulaciones que, ella misma, refería como simples engarces
de verdades. Una tras otra. Una nimiedad de haceres pródigos. Como en esa libertad de libre
albedrío, que no permite inferir, siquiera, ficciones ampulosas. Tal vez en lo que surge como
simple respuesta monocorde. Insincera. Demoniaca, diría Dante.
Por mi parte, ofrecí un entendido como manifiesto originario. Venido desde la melancolía
primera. Atravesada. Estando ahí, siendo yo sujeto milenario, se fue diluyendo el decir.
Cualquiera que haya sido. Me fui por el otro lado. En una evasión tormentosa. Abigarrado
volantín en tinieblas. Sin poder atarle el lazo de control. Y, entonces, desde ese pie de acción;
lo demás se fue extinguiendo.
Sin hablarnos, pasamos durante tiempo prolongado. Sus vivencias, empezaron a buscar un
refugio pertinente. Se fugó de la casa en la que hacía vida societaria. No le dijo a nadie hacia
donde iba. Solo yo logré descifrar esas palabras escritas. Un lenguaje enano. Casi
imperceptible. Y la seguí en su enjuta ruta. Sin ver los caminos andados. Era casi como
levitación de brujos maltratados, lacerados por la ignominia inquisidora. Volaba, ella, en
dirección a la marginalidad del horizonte kafkiano. Una rutina de día y noche. Sin intervalos
de bondad. Ni de lúdica andante. Y, ella, vio en mí, los depositarios de sus ilusiones
consumidas ya. Y, yo, hice énfasis en lo cotidiano casi como usura prestataria. Como si, lo
mío, fuese entrega válida en, ese su vuelo a ras de la tierra.
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Cuando lo hicimos, sentí un placer inapropiado. Ella impávida. Como simple depositaria de
mi largueza hecha punzón. Un rompimiento de himen, doloroso. Y se durmió en mi
recostada. Y vi crecer su vientre a cada minuto. Y la vi, en noveno mes, vencida. Como
mirando la nada. Y con esos ojitos cafés llorando en su mismo silencio.
Vulcano lo llamé yo. Desde ese venirse en plena noche de abrumadora estreches de ver y de
caminar. Y, este, creció ahí mismo. Y, ella, con un odio visceral conmigo y con él. Miraba
sin vernos. Y fue decayendo su poquito ímpetu ya, de por si desguarnecido. Le dije,
sottovoce, que el hijo parido quería hablar con ella. Y lo asumió como escarnio absoluto,
pútrido.
La dejamos allí. En ese desierto brumoso. Nos fuimos en dirección mar abierto. Y
empezamos a deletrear los mensajes recibidos. Desde ese vuelo perenne. Y sus códigos
aviesos, ya sin ella. Hasta que recordé que la amaba. Y que le hice daño físico, al hendir lo
mío en tierno sitio. Y dejé que Vulcano se fuera en otra dirección. Yo me quedé ahí. En sitio
insano. Sin ninguna propiedad cálida. Sin ver sus brazos. Y su cuerpo todo. Y me fui yendo
de esta vida. Y, rauda, la vi pasar. En otro vuelo abierto, con dirección a lo insumiso. Como
heredad. Como sitio benévolo.
Desperté. Me encontré al lado de Olga y de mi madre. Verdaguer acariciaba a mi madre. Ahí
en donde ella explotaba. Olga estaba desnuda, me obligó a montarla. Gritaba de placer,
viendo a Verdaguer y a mi madre; conmigo encima. Sacudía todo el cuarto. Las paredes se
agrietaron; todo el lugar fue cubierto de un líquido viscoso, con un color entre amarillo y
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blanco. Superó la altura de la cama, nos ahogó…asistí a un despertar equivocado. Porque,
realmente, fui despertado por Silvia, quien había acudido a casa, pretendiendo una expresión
de desasosiego, ante mi ausencia y mí silencio con respecto a ella. Todavía escuchaba las
palabras de Menchú. Todavía me sentía absorbido por el líquido amarillento.
Ya he viajado mucho, comencé en ese lugar que yo creía que no existía. Plaza Felicidad, un
sitio adecuado para darle vuelo a la imaginación. Una imaginación imantada, como quiera
que se ofrecía, por si misma, a quienes llegaran allí, sin naufragar. Requisito con alto grado
de dificultad para alcanzarlo. Porque, náufrago, es aquí haberse dejado vencer por las
vicisitudes cotidianas. Haber sido absorbido, alguna vez, por los códigos que rigen el
quehacer, de tal manera, que cada quien como sujeto pierde su identidad. Se elimina la
libertad por la vía de atar la esperanza a un instrumento fijo, estático. Instrumento conocido
como insumo necesario a la hora de concretar una opción totalizadora. Esa que remite a cada
quien, como expediente. Con un itinerario preestablecido. Aquel que va desde si mismo,
hasta el control. Expediente guardado con sumo cuidado, en secreto. Solo le es dado conocer
a quienes irrumpen en la vida, individual y colectiva, como hacedores de oportunidades. Esos
que le definen a cada quien, aún antes de nacer, un lugar y un rol.
Este viaje mío ya estaba codificado. No recuerdo ni el día, ni la hora en que perdí la
autonomía. Creo que esto les ha pasado a todas las personas. Sin embargo, en mí, constituyó
un hecho absolutamente trascendental. Como quiera que estuviera al garete, desde el día en
que nació mi madre, a la cual conocí sin esta haber conocido a mi padre. Recuerdo que, desde
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mi condición de niño no nacido, ya estaba girando alrededor de entornos azarosos. Lugares
en los cuales la incomunicación es punto de partida y soporte de la vida.
Plaza Felicidad, es un territorio poco poblado. Tanto así que el número de personas está dado
por una operación simple. Aplicada la misma, el número resultante no traspasa la barrera de
una progresión aritmética, en la cual la finitud está condicionada por el prerrequisito vigente.
Llegan personas de todas partes. Una expresión mínima, si se compara con los habitantes que
quedan por fuera, que no clasifican. Es decir, casi todo el mundo.
Por lo mismo, entonces, yo tuve que huir de allí. Porque mi imaginación es de muy corto
vuelo y porque, siempre me he sentido atado a un tipo de nostalgia que destruye cualquier
aspiración. Lo mío ha sido una vida condicionada. Como la de casi todos los demás; la
diferencia reside en el hecho de ir y venir. Entre sueños tempestuosos y alucinados, hasta
vivir en presente, pero sintiendo encima el pasado como carga inverosímil, que no me deja
mover en libertad. Ya esto lo había planteado antes a Juliana. Precisamente, por esto, Juliana
me acompañó, hasta el día en que se enamoró de Pedro Arenas. Con Isolina, ella y él, reúnen
los requisitos para acceder a Plaza Felicidad. Por su condición de libertarias. Porque, en el
caso de Isolina, llegó hasta la muerte por defender su autonomía. Para ella, la felicidad,
siempre estuvo del lado de sus actuaciones y realizaciones.
El día en que cremaron su cuerpo, después de la breve ceremonia que reunió a todos y todas
aquellos y aquellas que compartimos sus convicciones. Claro está que, en mí, esa
compartición, es un decir. Porque he sido y sigo siendo un sujeto partido. Un tipo de
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esquizofrenia magnificada. Por lo tanto, mi expresión hacia ella aparece como de superficie.
Mi interior no reconoce ese tipo de convicciones y de principios, en razón a que es una
interioridad enfermiza, llena de vericuetos insospechados y que no pueden ser cuantificados.
Desde mi vicioso afán por despojar a las mujeres de su existencia, por la vía de la vulneración
constante. Desde mi madre, hasta Juliana. Desde ésta a Isolina y desde Isolina a cualquier
mujer, independientemente de su cercanía o de su distancia inmensa. A todas las he deseado.
Con ese deseo destructor, grosero.
Ese día tuve conocimiento del legado escrito de Isolina. Comenté con Juliana al respecto y
ella propuso rescatarlo, organizarlo y expresarlo en cátedra magistral. No sospeché, en ese
momento que el destinatario era el profesor Arenas. Me comprometí, con Juliana, a tramitar
los permisos requeridos. Tanto de la familia de Isolina, como también de sus pares en el
movimiento feminista.
Una vez analizados los escritos, por parte de Juliana y del profesor Arenas, se escogió un
escrito realizado por Isolina, acerca del rol de las mujeres en la historia del periodismo en
Colombia. A partir de ahí, Arenas y Juliana diseñaron la versión que sería presentada como
cátedra magistral en la universidad en donde labora el profesor.
La fecha se fijó para el día 8 de marzo. Incluiría la presentación del escrito, su impresión,
revisión, a manera de edición, a cargo del profesor Pedro Arenas. Además, se propuso y
aceptó que la cátedra tendría tres sesiones, a partir de ese 8 de marzo. Una cada quince días.
La recopilación de esas tres sesiones, se haría partir de lo expresado por Arenas.
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El día de la inauguración estuve, antes, en casa de Jerónimo, el joven que conocí en la
empresa. Jerónimo había solicitado mi intervención en un asunto relacionado con su novia
Teresa. Algo así como asistirlos en el proceso de su definición matrimonial. A decir verdad,
no me interesaba ejercer como consejero. Acepté visitarlo, más bien por ese deseo que me
acompañaba, de estar cerca de Teresa. Otra vez, soy consciente de ello, mi afán vulnerador.
Cierta noche soñé con ella. Una réplica de mis continuos abusos temerarios y violentos. La
asedié, desde su salida del colegio, sin que ella se percatara de mi presencia. En un lugar
despoblado, por el cual ella tenía que pasar, la abordé. Yo tenía una máscara para no ser
reconocido. La tiré al piso, la desnudé. La penetré de manera violenta, como lo he hecho
siempre, con mi madre, con Olga, con Maritza, con Martha, con las niñas que he violado.
Teresa era una de ellas, tiene quince años. Su estreches me volvió loco de pasión. Le destruí
su himen, la saturé con mi líquido viscoso que manaba y manaba. Le apreté sus pechos
turgentes, en un ritual asfixiante. Teresa lloraba, forcejeaba. Esto me excitaba más y más. La
golpeaba, le mordía sus labios, hasta sangrar. Quemé su ropa, la dejé en el piso y hui.
Llegué a casa de Jerónimo y allí estaba ella. Todo el tiempo que hablamos, mi mente estaba
lejos, en ese sueño. Sentí deseos de vulnerarla, delante de Jerónimo y matarlos después.
Cuando expresaron su intención de casarse, los odié a los dos. No me hacía a la idea de verla
con él. De presumir su primera noche, envueltos en ese ejercicio puro, sexuado, alegre y
reconfortante. Lo mío no es eso. Lo mío es el afán de acabar con todas; de destruirles su
gozo; de no dejarlas en paz; de terminar ese proceso que es mío y de nadie más.
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Al despedirnos, expresé la misma engañifa que es el soporte de mis intervenciones. Me
comprometí a ayudarlos, de una manera cínica, besé la mejilla de Teresa y me fui.
Mi primera reclusión se produjo, justo el día de mi 39 aniversario. Se habían acrecentado mis
acciones ignominiosas. Se profundizó mi partición, en términos de no identificar ni
diferenciar sueños y realidad. Vagué todos los días, con sus noches, en busca de objetivos.
Mis imágenes eran cada vez más punzantes y más diferenciadas. Siempre estaba viviendo un
recorrido brutal. Mis imágenes volaban y se estacionaban, según mi necesidad. Una
necesidad constante. No podía pasar una fracción de tiempo superior a 24 horas. Cuando esto
sucedía, cuando no alcanzaba ningún trofeo, mis alucinaciones eran mucho más enfermizas.
Mi cuerpo temblaba, daba tumbos, golpeaba las paredes, los árboles. Solo encontraba
sosiego, cuando victimizaba;
Cuando podía expresar toda mi capacidad; cuando mi falo erecto, penetraba y despedazaba.
Cuando sentía claudicar a mis víctimas. Sentía mucho más placer, cuando olía la sangre que
brotaba de la abertura de mis víctimas, las palpaba, hasta casi destruir su clítoris. Cuando
mordía sus pezones, delirando de gozo perverso. Me sentía un Rasero al revés. Porque éste,
al menos tenían en consideración la aceptación de sus mujeres. Yo no soportaría nunca una
aceptación. Mi gozo era directamente proporcional al rechazo, al forcejeo de las niñas y las
mujeres adultas.
Lo aprendí de Santiago, mi odiado padre. Le debo sus enseñanzas, teniendo a mi madre como
mujer tipo en la cual descargaba todo su furor de macho prepotente. Para mí era todo un
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espectáculo verlo encima de ella y ella tratando de detenerlo. Cuando él no estaba yo
pretendía hacer lo mismo, desde mi primer día de nacido…reconocía en esto mi desencuentro
total, el desdoblamiento más perverso. Decía defender a mi madre, de la violencia de mi
padre. Pero, en el fondo deseaba ser como él, avasallarla, como lo hacía él.
Un hospital como reclusorio. Allí me llevaron el día en que violé a Natalia, una niña de 13
años. Le devoré todo su cuerpo, con saña brutal. La dejé en el mismo sitio en el cual la abordé.
Desangrándose. Fui detenido en ese mismo sitio; me amarraron, me apalearon. Asimilaba el
dolor, reía, vociferaba, como si estuviera, palabras más, relacionadas con todo lo vivido.
Llamaba a Maritza, a Olga…, a mi madre. Las deseo a todas otra vez. Eso decía, mientras
era conducido.
Me calmaron y durmieron con medicamentos para enfermos psiquiátricos Me inyectaron
enantato de flufenazina.
No recuerdo cuanto tiempo estuve narcotizado. Lo cierto es que, cuando desperté estaba
atado a la cama. Sentí una sed inmensa. Pedía agua, a gritos. Un cuarto solo, desde donde
nadie oía mi petición. Un cuarto saturado de colores que inducían a la desesperación. Como
castigo que se extiende a lo largo de las horas.
Mi segunda reclusión se produjo a mis cuarenta y cinco años. Hacía tres años había escapado
del hospital-cárcel. Lo hice, cuando era llevado a un reconocimiento por parte de las víctimas.
Corrí todo el día, hasta llegar a casa de Adrián. Me dio asilo, a pesar de conocer mis retorcidas
acciones. De allí, pase a un escondite proporcionado por Pánfilo. Una casita en la periferia
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de la capital. Pánfilo me visitaba con frecuencia; gozaba con mis confidencias; en las cuales
relataba mis experiencias. Tomaba nota de ellas, para no dejar escapar los detalles. Supe,
después, que mis relatos fueron aprovechados como instrumentos de los cuales se aprendía
el protocolo necesario para aplicar en los sitios y en las mujeres donde sus adeptos
ingresaban, arrasando. Yo sentía una sensación dicotómica. Como creador y maestro de
formas para vulnerar; como sujeto que reclamaba otra opción de vida, sin propiciar
laceraciones.
Esta segunda reclusión fue mucho más ejemplarizante que la primera. Escuchaba voces que
expresaban análisis de mi caso. Este fue tipificado como depravación y desarreglo
irreversible. Les oía hablar de la necesidad de una intervención denominada lobotomía, como
único recurso para resolver mi situación.
Fui lobotomizado, un año después de haber sido recluido. Desperté. No respondía a ninguna
motivación externa. Todo lo veía igual. No distinguía un elemento de otro. Una vivencia
plana, sin ninguna sensación. La identificación como sujeto vivo biológicamente, la hacía a
partir de caminar de un lado a otro del cuarto. Desfilaron a personas que no reconocía,
mujeres niñas y mujeres adultas. Para mí eran como sombras que no me motivaban; a las
cuales veía como construcciones asimétricas.
Dos años después, se decretó mi muerte. Estuvo precedida de acciones pasivas intermitentes,
asociadas a mi vida. Recuerdos cada vez más borrosos. Casi extinguidos. No volví a ver a mi
madre, a nadie. Que pudiera identificar. Mi última visión fue Isolina Girardot. A partir de ahí
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dejé de existir, balbuceaba palabras parecidas a la expresión volveré. Esta fue mi primera
muerte, pero no la última.
Tres
(Volviendo a nacer)
Nací un día tres de abril, Un cuarto saturado de luces blancas. Veía muchas personas
alrededor de la cama. Mi madre estaba al lado. Una mujer joven. Su risa, absoluta, navegaba
por todos los espacios. Se dirigía hacia mí, con voces suaves. Una mirada que me convoca a
ver en ella una réplica de Isolina Girardot. En efecto, un cabello pegado al cráneo. Totalmente
negro, sin las fisuras que adquieren las mujeres que ven en este tipo cabello, un limitante para
su empoderamiento como mujeres, real o ficticiamente bellas. Una piel de color negro
hermoso.
Observo, de pie, al lado izquierdo de la cama, a un hombre negro, como mi madre y como
yo. Percibí en él, un tipo de hombre sutil, sensible. Su mirada lo expresaba, sin lugar a
equívocos. Totalmente diferente a mi primer padre. Mi madre lo miraba, asía sus manos y le
decía, gracias Demetrio; se parece mucho a ti. Quiero que se llame Isaías; como tu abuelo
materno. Ese ser hermoso que conocí. De una mirada limpia y de unas acciones
profundamente humanas; con absoluto respeto por los otros y las otras. Todavía se mantiene,
en mí, vivo ese momento en el cual le expresaba a tu abuela palabras que la inducían a
posicionarse como mujer libertaria; en ese escenario inhóspito en que vivían. Todavía siguen
vivas aquellas jornadas de cautivación, aquellas que ella y él, asumían roles vinculados con
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el amor absoluto; en una definición del mismo que prolongaba la continua búsqueda de
momentos para amarse, para trascender la inmediatez. Como un proceso continuo, sin más
ataduras que la imaginación. Inclusive, te lo confieso ahora, muchas noches, estando contigo
en ese forcejeo que nos ha distinguido, yo cerraba los ojos y veía, en paralelo, a tu abuelo y
a tu abuela, recorriendo sus cuerpos, susurrando palabras inequívocas de ternura y de pasión.
Un equilibrio perfecto. El con setenta años de vida y ella con setenta y cinco; parecían
adolescentes que desnudan sus cuerpos y realizan, sin detenerse, una lucha viva, llena de
fortaleza y de entrega.
Al escuchar a Isolina, me sentí transportado. Me encontré localizado en un territorio de
frontera. Entre los recuerdos de mi primera vida y la perspectiva de asir, como hilo conductor,
momentos de felicidad...Una confianza en mí mismo, que trascendía los entornos y realizaba
búsquedas en un contexto social e individual en los cuales, ataba el pasado y el presente. Un
pasado que comenzaba en escenarios históricos diferenciados. Veía la Roma de los Césares;
a Suetonio relatando sus vidas. Percibía a Espartaco, caminaba con él; entendía sus opciones
de vida. Me situaba en nuestros territorios antes de ser avasallados. Me veía inmerso en las
relaciones primigenias. Con los rituales y con una organización social diferente. Los Aztecas,
los Mayas, los Incas, los Chibchas…Todo esto en un universo de realizaciones propias, en el
proceso de asumir y dominar a la Naturaleza. Trascendiendo lo inmediato, por la vía de
orientar sus acciones en términos de una dinámica propia, autóctona...
Cierto día, me vi. , hojeando un texto que mi madre escribió, cuando tenía 16 años. Un ensayo
acerca de la concepción del ser humano propuesta por Federico Nietzsche en su obra
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“Humano, demasiado humano”. Según mi madre, en este texto se refleja una tipificación de
la historia de la humanidad, por la vía de asumir un soliloquio que conduce a clasificar el
comportamiento humano, como un continuo afán por despertar al mundo, a la realidad;
entretejiendo, verdades, teorías, paradigmas. De tal manera que la angustia que produce
sentirse escindido, conduce a promover espacios de intervención en los cuales cada quien
define su rol, en términos de descifrar los códigos de la moral, de la religión y de la
organización social y política.
Según Isolina, los seres humanos estamos retratados en la obra de Nietzsche. Porque
asumimos la herencia sucesiva que nos otorga la historia de la humanidad; de una manera tal
que exhibimos un corpus exterior, cosido por las pautas previamente establecidas. Pero que,
nuestra interioridad, se subsume en la angustia, por la vía de reconocerse como sujeto al
garete. Con bifurcaciones cada vez más complejas. Desembocamos en una continua
búsqueda de nosotros (as) mismos(as). Prevalece, sigue diciendo mi madre, una dicotomía
que hace de la vida cotidiana, una figura similar a la que describe Freud en su texto “El
malestar de la cultura”; o lo que señala Marcuse en “Eros y Civilización”. Sujetos, hombres
y mujeres, en constante desequilibrio; de tal manera que no construimos nuevos escenarios
psicológicos, de conformidad con nuestros deseos y aspiraciones autónomos. Por el
contrario, realizamos nuestro recorrido de vida, atados a los conceptos preestablecidos.
Un ir y venir, anclados, sin libertad. Tal vez, por esto mismo, dice Isolina, se desprende de
la teoría de Nietzsche, una propuesta que define la libertad individual, como latente, sin que
pueda expresarse y concretarse. A no ser que asumamos, radicalmente, una opción de vida
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en la cual cada quien reivindique la particularidad de esa opción. Una figura parecida al
nihilismo.
La esquizofrenia es una definición tipo, que se prolonga, se transmite; significando con ello
la herencia cultural, como una transmisión constante, perenne. Un cuadro patológico que nos
inhibe para acceder a un universo social sin condicionantes. Es un encerramiento que
promueve, en nosotros y nosotras, una remisión hacia iconos que nos orientan. Es una pérdida
de identidad. Porque no acertamos de descifrar los códigos impuestos y, por esta vía, redefinir
nuestros roles.
Para Isolina, este tipo de atadura individual, no es otra cosa que la réplica de los
condicionantes inherentes a la organización social y política de la sociedad. La libertad se
pierde, en el momento mismo en que transferimos toda iniciativa, hacia el referente que nos
es impuesto por parte de quien o quienes ejercen el control.
Propone, mi madre, un entendido en el cual, el Leviatán, el Contrato social y la teoría de
Maquiavelo, corren paralelas a ese distanciamiento, cada vez más agresivo, del individuo con
respecto a su propio ser en sí.
Lo que sucede, entonces, es una prolongación infinita de ese control. Cada quien adquiere
una posición en el contexto social que previamente ha sido establecido. Una porción que se
transforma en territorio individualizado de manera imaginaria. Porque, en el mismo, no es
dada otra cotidianidad que la que nos corresponde, a manera de recrear ese dominio,
asumiéndolo como necesario.
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En este texto suyo, Isolina refleja la angustia individual. En la cual nos desenvolvemos, sin
que esto implique actuar con libertad. Una cosa es ese control que nos ha sido transferido y
que parece insoslayable. Y, otra cosa, es el sentido de pertenencia con respecto a la sociedad
como construcción libertaria, que nos convoca a la transformación constante.
A manera de corolario, mi madre, asume como necesidad constante la renovación de
actitudes y acciones. De tal manera que estas no estén sujetas a paradigmas impuestos. Por
el contrario, las define como una revolucionarización de la vida cotidiana. Sin dejar de
reconocer la necesidad de un tipo de cohesión social centrada en el reconocimiento de sí
mismos y de sí mismas; difiere de la teoría del control como causa necesaria. Son, en
consecuencia, dos opciones no solo diferentes, sino antagónicas.
Mi madre define esa opción libertaria, como la redefinición de roles. En ella, rol, significa la
asunción de objetivos en los cuales estén referenciadas las aspiraciones individuales y
colectivas, de tal manera que la imaginación sea sinónimo de libertad. Imaginación que, a su
vez, es definida como la posibilidad de crear; de convertir los entornos en territorios no
cifrados como principios ineludibles; sino como escenarios en los cuales, cada quien,
transfiere conocimientos, sin que esto implique deshacerse de su individualidad. La sociedad,
así entendida, es una extensión de la figura de la democracia, como construcción a la cual se
accede por la vía de reconocerse a sí mismos (as) y alcanzar una participación efectiva en los
procesos sociales, políticos y económicos. El centro es, entonces, la construcción de un tejido
social que cohesione las individualidades, no como instrumento de poder impuesto; sino
como realización de esos objetivos de beneficio común, basados en un concepto de justeza
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que convoque a los hombres y a las mujeres. Hasta acceder a formas de gobierno
participativo, de manera efectiva y no formal.
En la segunda parte del documento, Isolina, aborda la cuestión de género. Ya antes, según lo
supe por Demetrio, ella había escrito un texto relacionado con las mujeres y su intervención
en la literatura y el periodismo.
En mi primer encuentro con ella, después de mi duodécimo aniversario le indagué por el
contenido de esa segunda parte. De paso le comenté que, a los tres días de haber nacido,
encontré la primera parte de su texto. Me dijo, Isaías, tú tienes una manera muy peculiar de
vivir la vida. Hasta cierto punto te pareces a Demetrio. Yo lo conocí, cuando él tenía seis
años y yo estaba bordeando los cinco. Vivíamos en un barrio de la capital., barrio periférico.
Saturado de recuerdos ingratos nuestras familias habían llegado del c ampo. Concretamente
de un territorio golpeado por la violencia. En donde se sumaban, a la violencia oficial
reiteradas, la presencia de grupos armados. Desde posiciones guerrilleras, supuesta o
realmente libertarias; hasta grupo de paramilitares auspiciados por sucesivos gobiernos. Eran,
en sí, aparatos al servicio del Estado.
Nuestra infancia, transcurría en medio de limitaciones casi absolutas. Demetrio, me hablaba
en términos que yo creía reconocer. Como si ya los hubiera escuchado antes de nacer... Su
padre fue un hombre rígido en lo que respecta a su posición en la familia. La rigidez, era
expresada por la vía de imponer sus principios. Una unidad familiar, relativamente, centrada
en el poder del padre. Sin embargo, su abuelo materno, del cual tú llevas el nombre, asumía
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como ser libertario. No tenía preparación académica. En él, cobraba fuerza aquello de que
las posturas ante la vida, se deben entender como proceso continuo, casi innato. Amaba a las
mujeres, como lo que somos. Es decir, como agentes del cambio. Para nosotras, decía el
abuelo, los lugares deben ser escenarios de libertad.
Cuando se produjo la concreción de la intervención femenina en los procesos electorales; él
ya había asumido en su hogar unas expresiones que reflejaban su intención de realizar, así
fuera en términos de micro sociedades (como la familia, por ejemplo), una opción en la cual
la diferenciación de género, no puede ser interpretada con exclusión y/o sometimiento. Por
el contrario, debía significar una interacción en igualdad de condiciones en las realizaciones
políticas, sociales; sin pretender homogenizar las. Las mujeres, son las mujeres. Nosotros, el
hombre, desde el punto de vista biológico que no admite confusiones. Diferenciación
insoslayable. La búsqueda de la equidad de género, lo llevó a fuertes enfrentamientos con
sus pares masculinos y con las jerarquías religiosas y gubernamentales.
La señora Ana, su esposa, conoció de él un equilibrio humanizado. Isaías se prodigaba en un
trato absolutamente hermoso. Tanto hacia sus hijos e hijas; como también ante la señora Ana.
Cuando se vieron obligados a abandonar su territorio, al que siempre amaron, sucedió una
descompensación de repercusiones de inmensa tristeza. Era, tanto así, como dejar su vida
allí. En donde habían nacido y crecido. No lograron nunca asimilar esa pérdida. Mucho
menos, adecuarse a las condiciones que exigía la ciudad.
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Demetrio era mi ícono. A sus seis años, sabía acceder a los otros y las otras, con una profunda
sensibilidad. En la escuela se distinguía por su amabilidad y por la ecuanimidad con que
abordaba el trato con los niños, las niñas y sus profesoras y profesores. Una versión asimilada
a aquellos hombres que, después de haber vivido intensamente y haber adoptado posturas
feministas de manera tardía, accedían a una lucha por los derechos de nosotras las mujeres.
Quizás, sin saberlo, Demetrio, fue desde esa temprana edad, un horizonte que convocaba. Mi
relación con él, no fue nunca de subordinación. Era un equilibrio de contenidos
profundamente humanos. La ternura y la consecuencia con su rol, fueron y han sido sinceros
y transparentes.
Fue mi novio, desde allí, hasta la frontera con el infinito. Un amor que se ha prolongado en
el tiempo. Que se ha fortalecido en el día a día. Un negro sin ningún tipo de claudicaciones.
Ha luchado, desde niño, por la libertad. No como expresión retórica, sino como compromiso
ineludible. Como obrero, ha mantenido su esperanza inquebrantable en una sociedad más
justa.
Me preñó a mis quince años. Después de un cortejo en el cual intervinimos los dos. Fue un
momento de sublimación. Él y yo, trenzados en una acción hermosa. Estuvimos todo un día.
De terminar y volver a empezar. Una vitalidad espiritual que guiaba su sexo y el mío. Nos
recorrimos los cuerpos. Paso a paso, minuto a minuto. Exploramos zonas que no conocíamos
en nuestros cuerpos. Terminamos exhaustos. Dormimos no sé cuánto tiempo. Solo sé que, al
despertar, ya te sentía en mí. Ya me hablabas, con tus palabras de niño producto de la más
hermosa relación que he tenido.
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Después, vino la persecución. Demetrio y yo estábamos comprometidos en la lucha por los
derechos humanos. Por los derechos de las minorías étnicas. Afrodescendientes, y por los
nativos primarios de nuestra América. Mi formación fue a puro pulso. Lo mismo que
Demetrio. Las carencias en nuestras familias, nos situaron a Demetrio y a mí, en una opción
en la cual lo único posible era la vinculación a un trabajo, para coadyuvar al mantenimiento
de nuestras familias. Fuimos vendedores en las calles áridas de la ciudad. Estuvimos, como
jornaleros transitorios, en la recolección de café en Caldas, Risaralda y Quindío. Nuestro reto
fue, siempre, no claudicar ante la adversidad. Nos mantuvimos unidos; de tal manera que no
nos venciera la opción de convertirnos en sujetos desvertebrados, cercanos a la depravación.
Mantuvimos enhiestas nuestras opciones de crecer y de servir a nuestros pares.
Cada vez que nos entregábamos al placer de la sexualidad, nos convertíamos en los seres más
dichosos de la Tierra. Demetrio me cautivaba, como la primera vez. Jornadas sin término en
el tiempo. Él y yo. No ha habido zona de nuestros cuerpos que no hayamos explorado. Yo
sentía que alucinaba. Demetrio y yo. En una entrega absoluta. Cuando terminábamos, nos
vinculábamos al ejército de hombres y mujeres que no reconocen fronteras. Contigo
creciendo en mi vientre. No sé si alguna vez nos escuchaste, en un diálogo continuo; en el
cual él y yo navegábamos por mares abiertos. No había lugar a la duda. Él y yo, como
expresiones de sublimación. Él y yo, a cada momento, creando nuevas formas de amarnos y
de entregarnos.
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Cuando tú naciste, Isaías, encontramos en ti la posibilidad de prolongarnos en el tiempo. Te
tuve dentro de mí. Te hablaba, te susurraba palabras de motivación. Te requería como la
continuación de nuestras vidas.
No sé por qué intuyo que ya, antes te conocí. En mis sueños, te he visto en un lejano
momento. Siendo tú un sujeto diferente. He tratado de hallar una explicación. Te he visto
como vulnerador. Siempre apareces como hombre sin definiciones claras. Como ese
interregno, en el cual nos movemos todos y todas. Sin precisar los contenidos de nuestras
acciones. Con decires confusos. Como cuando no encontramos nuestra razón de ser. Hasta
cierto punto, en esos sueños, te doy la razón. Porque, yo también, creo que somos escindidos.
Transitando por nuestra vida y las de los demás, sin acatar a concretar nuestros roles. Es algo
parecido a ese sujeto kafkiano, absurdo, pero tan real que nos absorbe y nos reivindica como
producto de una sucesión de historias vividas; centradas en ese no saber por qué existimos.
En una búsqueda constante. Casi perenne. Un no encontrase con uno mismo. Repitiendo
momentos, cada vez más incomprensibles. Una lucha titánica con nosotros y nosotras
mismos (as). Un Eros y Tanatos, a la manera freudiana.
Hasta cierto punto, tú eres como ese espejo que nos retrotrae continuamente. Un mirarse
hacia atrás, tratando de modificar los sitios y las acciones; pretendiendo modificar los
escenarios presentes y futuros. Como una recopilación extendida de Sísifo, aquel que cada
día inicia una nueva vida que no es nueva, porque es simple ejercicio de castigo. Será porque,
todos los seres humanos, tenemos puntos de eclosión, de surgimiento, de vivir la vida; pero
siempre nos regresamos al comienzo, a la nada; como quiera que no reconocemos ningún
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punto de comienzo no racional. Por esto mismo somos, en fin de cuentas, una sumatoria de
posibilidades latentes; que se concretan sin nuestra aprobación. Como si fuéramos norias que
viajan sin parar; que confluyen en un vacío, parecido a los agujeros negros de que hablan los
astrónomos.
El hecho de no tener un dios nos coloca, a quienes así actuamos y pensamos, en sujetos
angustiados, pero en capacidad de crear escenarios en donde prevalezca la confianza en sí
mismos (as) como colateral a esas mismas convicciones. Sin las cuales no reconoceríamos la
realidad, como independiente de nosotros y nosotras. Como Naturaleza que ha estado ahí, en
proceso de evolución y desarrollo. A nosotros y nosotras, solo nos es dado entenderla y
modificarla. La creación de la misma nos parece un misterio inacabado, indescifrado.
Un ser o no ser. En una propuesta de blanco o negro. Los tonos grises son el equilibrio. La
razón de ser de nuestro deambular por el universo. Estando aquí o allá, sin más límites que
nuestras carencias para conocer, indagar y transformar.
Cuando tenía tu edad, yo era una mujer definida. Ya conocía a Demetrio. Ya estaba a su lado.
Ya estaba dispuesta para la preñez. Es que, para mí, el sexo es sinónimo de imaginación y de
creatividad. Sin forzar ni ser forzadas. Más bien como latencias que se concretan con el ser
amado o amada. Dispuestos (as) a sentir ese recorrido por nuestros cuerpos, como un elíxir
que nos fortalece. Ser preñada así, adquiere un significado absoluto. En el cual no hay lugar
para las vías intermedias. O se ama, o no se ama. Sin saber por qué, percibo que ya te había
visto antes. Cuando tu madre, antes que yo fuera tu madre, recibía de ti acciones de
55
sometimiento. No se por qué, te he visto en mis sueños con sujeto confrontador del padre.
Ese padre diferente a Demetrio. Cercano a aquellos machos que pervierten el ritmo del amor
y de la condición de amantes. Transformándolo en vulneración; derivando en secuelas de
insospechadas repercusiones. Como horadando nuestra condición de humanos; vertiendo el
instinto antes que la ternura; antes que la entrega compartida y sublime.
Somos Eros, en razón a eso. Tal vez, en esos sueños tú no eras eso. No eras ternura, ni
potenciador de la entrega sin pausa a quien amamos. Tal vez, eras sujeto de contenido
asimilado a la violencia que no desinhibe; sino que por el contrario esclaviza; en unas
condiciones en donde no podemos ser sujetos y sujetas de transformación. Tu pasado, según
eso, no albergaba ninguna esperanza. Era, insisto en ello, una repetición lineal. Amabas a
quien era tu madre, de tal manera que ese amor se convertía en dolor, a cada paso. Como si
tú orientaras el comportamiento, hacia simas insospechadas. Aquellas en las cuales muere la
espiritualidad de cada sujeto y se construye, en su reemplazo, unas figuras de mármol. Así
como aquellas de quien tengo referencia, al asistir con Demetrio a una proyección con ese
nombre. Hombres y mujeres de mármol, trabajados (as) con un cincel que ya tiene
predeterminados los ángulos y los perfiles de aquel o aquella a quienes han de construir...
Me decidí a hablar con Demetrio. Veía en él la definición que mi madre hacía. Como
queriendo auscultar su verdadera capacidad. Demetrio empezaba a ser, para mí, un tipo de
deidad cercana a aquellas figuras míticas. Como Afrodita; como Hércules; como el gran
Zeus. Quería estar a su lado, palpar su cuerpo y cerciorarme de su condición de amante pleno.
Ese que Isolina siempre recuerda. Ese que la convoca a una vida siempre en crecimiento.
56
Diáfana, creativa, solidaria, entregada a vivir y transformar al mundo a su lado. Quería saber
si, en realidad, cuando la preñó, lo hizo como culminación de un acto de profunda libertad.
Quería saber si, como ella, fue partícipe de una preñez dirigida a mí. Como sujeto que soy
yo, según los sueños de mi madre Isolina, Venido de un pasado en donde los avasallamientos
y las vulneraciones eran cosas comunes aceptadas como válidas.
Demetrio estaba en su sitio de trabajo. Un salón inmenso con hornos a lado y lado. Como
operario, debía surtir el horno que le había sido asignado. Un calor insoportable. Una
sensación de asfixia, que invitaba a desear los espacios abiertos, frescos. Un salón en el cual
estaba acompañado por otros hombres, igual que él, atosigados por el infernal fuego. Su labor
era, y sigue siendo, coadyuvar a la transformación del hierro en diferentes aleaciones.
Decantando esa figuración asignada al elemento primario, según los requerimientos de la
empresa.
Cierto día, sin saber por qué, me asediaba un vago recuerdo. Como si yo hubiera estado, e n
el pasado, como operario. Así como Demetrio. La diferencia radicaba en que, siendo yo
sujeto partícipe de un proceso, ese proceso era algo así como orientar las perversiones
inherentes a la desculturización. Como raponazo a nuestras vivencias. Como si yo hubiese
estado al servicio de los destructores de etnias y de los elementos asociados a ellas. Siendo,
así, un sujeto pervertido, auriga de los controladores. Me veía desarrollando lenguajes
lineales. Pretendiendo suplantar la creatividad y la belleza de nuestros saberes ancestrales,
nativos, desde antes de la invasión.
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Perfiles y secuencias

  • 1. 1 Secuencia primera (como introduciendo el amor Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo, reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la vida en él. Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo,
  • 2. 2 anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo siempre. Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve. Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia puntual. Cierta. Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento. Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad. Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte.
  • 3. 3 Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre. Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había convertido casi en ritual cotidiano. Sin embargo, avancé. No quería llegar tarde a mi trabajo. Esto porque ya tuve un altercado con Valeria, quien ejerce como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar entre la relación con Ancízar y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado desde ese día en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que nacimos. Mi recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los otros y las otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las trenza suya y mía y de todos y todas. Infancia temprana. Volando con el imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a viva voz. En la golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de emoción gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones casi infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso. Trascendiendo las verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y propios. Además, en una similitud con Ámbar y Vulcano de los sueños idos. En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas. Hablando entre dos sujetos, con palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí
  • 4. 4 instantánea. En un instar prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en posición enhiesta. Vivicantes. Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a aquel atardecer de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo aprendido en cuna. Él y yo, en una perspectiva alucinante. Viviendo al lado de los dioses creados por nosotros mismos. Una opción no cicatera. Si relevante, enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con la mira puesta en regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días. Desde hace mil años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo lo habido. Con la fuerza bruta vertida en el cincel y en la llave quita espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante. Y bajé la rueda, al no poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo plazo y aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración. Operando el taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no haberlo visto. Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente. Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De pies en el bus que me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada, inconmensurable. Abrazando mi legítima esperanza. Contando las calles. Como si la nomenclatura se hubiera invertido. Comenzando en el menos uno infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno. Y este giraba. Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no
  • 5. 5 encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca mirada. Un sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero. Doloroso. Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena aparición de la tristeza. Porque, tampoco, lo vi. Y buscaba sus ojos y cuerpo entero. Pero no aparecía. Y más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y quedé plantado. Esperando, que se yo. Tal vez su presencia física. O, siquiera, el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro. Y el dolor creciendo, por la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil que se me abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera entre lo hecho concreto, físico y el volar, volando al infinito universo. Encapotado ahora. Pleno de las nubes cada vez más obscuras. En el presagio de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las lluvias de nuestra infancia. Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos recorríamos el barrio. Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos. Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las otras. Con la sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no entendían lo que estaba pasando conmigo. La vocinglería percibida. Con palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La elongación impertinente de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la mirada mía, posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje de los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo los ojos. Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno. Como cuando el hierro es derretido por el fuego milenario. O como cuando deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido.
  • 6. 6 El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación tardía. Vagando en las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del siguiente día. O días, ya no lo recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi los espárragos tirados, en el piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la espiral. Y todo empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad mía, sin crecer. Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza consumido. Fugaz luciérnaga yo. Aterido en la masa hecha incandescencia. Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos celestes sin ningún abrigo. A merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente, penoso. Un ir y volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En zozobra ambivalente, incierta. Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera abierta en el imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo vivicante. Nacido en miles de siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro golpe de martillos híbridos. Y viendo a Valeria, en lo físico. Sintiendo su poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi rol de hombre físico en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir llegando impoluto exacerbado. En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida. Que estuvo allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve adyacente a la terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el otro tiempo después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En la posición predominante
  • 7. 7 en eso de entender y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva presente. Cuando lo saludé, me dio a entender que no me recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle. Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que, desde allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas. Con la mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de vida, inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida, le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dije que lo había esperado en esta orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que, siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo,
  • 8. 8 cuando lo llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo. Recordando, tal vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De “El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más bien, una expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O, simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo. Inconstante. Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito. Apegado, entonces, a su condición de referente entero. Desde esa época en la que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes. Tal vez ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.
  • 9. 9 En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según fuera el momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él. Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De su connotación hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré, entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la inmensa puerta llamada “De El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como cuando cabalgaba en la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras. Desde Vigía Perdomo, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur especulativo. Hechizo. No cierto, Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo hablado y hecho por este yo supremo envilecido. Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era su nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía
  • 10. 10 efímera. Tal vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo nuestro. Como queriéndole expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota. Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual. En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di la vuelta. A la otra expresión del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo aco9ntecido antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo que, en realidad debería ser. Y lo ví en el periplo. Como en la cepa enana cantada por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel Hernández…En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador, me hizo creer
  • 11. 11 en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera. Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y no dice nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada, enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo habido, por la vía de suplantar lo que antes era. Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal, sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta.
  • 12. 12 En la cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril, manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado. Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla desde ese día en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se te olvide que fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío. A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño, Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía necesaria. 1) Que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y
  • 13. 13 dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta. Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad. Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente hecho en sí, sin más aspaviento Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me encuentro en la misma vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al pasado. Como en esos arrebatos. Empecinado en volver a esa jerarquía de acciones, por ahí corriendo. Ahora de lo que se trata es de remediar lo habido. Sin la presencia de sujetos y sujetas que prolonguen la estadía. En ese irse de bruces sobre la historia. Que puede ser la mía. O la de cualquier otro. Así, en este caso, en el masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado. Con esa figura de quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo momentos, he encontrado la razón de ser de lo puntual. En esa expresión que deja de ser inacabada. Y que se torna, cada vez más, en asunto primario, no abandonado. En la seguidilla de lugares y tiempos. Siendo así, entonces, volví al barrio primero. Aquel en el cual disfrutaba con Ancízar. Y localicé la esquina nuestra. La bravata lúcida. Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa recordación tardía, he vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo heredado. Hasta mi padre jugó con él. Como a comienzo del tiempo cercano. Allí no más. En el momento mismo en que se hizo ayudante de todos aquellos que tuvieran algo que ver con la cancha abierta. Ahí no más. En la calle en pendiente poderosa. En cada picaito la gloria. Como en trashumancia continua. En esa potente ilusión de saberse indispensable. Casi como sujeto de millón de maneras de dominar el baloncito. Casi tanto como las opciones propuestas en el tablero de ajedrez.
  • 14. 14 Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía conmigo. Y, en esa misma perspectiva, encontré el lugarcito de la casa. En ese que fungía como albergue para los niños y niñas de largo vuelo. Y me ví en el día en que empecé a saber amar. Y a saber recordar. En medio de las tinieblas dispuestas por la rigurosidad de los principios y valores. De la familia. Y, extendidos a todo el entorno. Compartiéndolos con lo vivicante de los cuerpos presurosos. No acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado y otro tiempo en la otra esquina. O en la callecita que había sido inaugurada casi al tiempo con la fundación del barrio. Derrochando, yo, alegrías que habían permanecido adormecidas. Ese 24 de junio, un martes, por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El mono” lo llamábamos. Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de toda la vida. Y, con él, aprendía a sacarle significados distintos a las palabras. Como en todo tiempo andando con el verbo alucinante. También, conocí de él, los atajos en los caminos de la vida. De cómo hacer de la tristeza, un giro creativo. Y de cómo enseñar los números, con los palitos de paletas compradas en la tiendecita de don Eufrasio. Y, además, en leer los ojos y la memoria de los otros y de las otras. Ese 2mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho más allá que el Libertador. Tal vez porque, el “mono”, iba más allá de la simple libertad formal, política. Indagaba siempre por las fisuras de cuerpos y de hechizos. Proponiendo la libertad en la lúdica andante. Transponiendo rigores. Colocan la vida en su sitio. Que, para él, era un sitio diferente, cada minuto. No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos propuestos por “el mono”. Como cuando la mirada y la memoria es más lenta que los hechos. En ese universo de
  • 15. 15 liviandades. En ese ejército de propuestas diferentes cada vez. Lo mío se tornó, entonces, en un cansancio áspero. En una lobotomía inventada por mí mismo. Y empecé a desplazar las verdades y los hechos vivicantes. Me torné en sujeto casi avieso. Por la vía de la melancolía agresiva. Por la vía del tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese azaroso cuerpo de hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio. Por vía de la resequedad en las ideas. Como si me hubiera convertido en payaso de tristezas acumuladas. Tanto como haber perdido el rumbo. Retornando a la expresión cicatera con la cual nací. Y, en esos instantes, veía el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin rumbo. Y la veía vejada a cada rato. En medio de horripilantes expresiones. Y me seguí desmoronando. Casi al vacío profundo y de no retorno. Y, fue ahí mismo, en que encontré a Ancízar. Quien venía por el mismo camino. Y me dio la mano tierna, potente. Y salimos, en manos cogidas, a la otra orilla, en donde estaba “el mono” Eufrasio. Que reía sin parar. Que nos conminaba a ser felices. Aun en medio de la oquedad del tiempo. Aun en medio de todos los dolores juntos. Y volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros mismos habíamos truncado. Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de verdades y de acciones y de la lúdica toda habida. Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro. Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de recomponer los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy concreto. Y sí que me fui
  • 16. 16 hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos, enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco, como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad vigente. Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura breve. O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos. En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta. En lo que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad convincente.
  • 17. 17 Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la complejidad habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente. Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes. Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente. Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño próximo-pasado. - En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado, pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida. En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo. Del otro uno del otro. En fin, que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío. O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad doliente. Infame.
  • 18. 18 Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima. Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo. Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y seremos. Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro. Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de recomponer los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más
  • 19. 19 coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy concreto. Y sí que me fui hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos, enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco, como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad vigente. Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura breve. O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos. En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta. En lo
  • 20. 20 que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad convincente. Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la complejidad habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente. Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes. Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente. Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño próximo-pasado. - En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado, pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida. En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo. Del otro uno del otro. En fin, que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío.
  • 21. 21 O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad doliente. Infame. Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima. Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo. Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y seremos. Cuando Isolina Girardot despertó, el día primero de abril de 2025, recordó lo sucedido el día anterior. Estuvo con Isabel Pamplona, en Annapolis, ciudad siempre acogedora. Uno de los aspectos más importantes, hacía referencia a la manera de abordar la doctrina de la libertad. Doctrina inmersa en vacíos conceptuales. Algo así como entender su dinámica, anclada a la teoría de “vista atrás”.
  • 22. 22 Es decir, una reiteración en torno al hilo conductor: por más que avancemos en el discurso libertario, navegamos en el remolino de la repetición. Significa desandar, por lo menos en la noción de asumir los hechos, en un contexto de cotidianidad, agresivo. Ya Isabel le había advertido a Isolina sobre las consecuencias relacionadas con la depravación vigente. Los malos tratos recibidos avanzaban exponencialmente. Inclusive, Isabel, hizo referencia a la cantidad de momentos vividos bajo el énfasis de los textos producidos. Textos que relacionan la libertad con esquemas discursivos. Unos esquemas de fulgurantes palabras huecas. De hechos formales. Inclusive le recordó lo sucedido el 8 de marzo de 2024. Cuando enfrentaron la fatiga de los escenarios y de las intervenciones alusivas a la mujer. Como ícono, en constante crecimiento. Una forma de respaldar la interpretación de los aportes, en términos de epopeyas vinculadas con la defensa de sí mismas en la ciudad, en el campo, en el hogar; utilizando un lenguaje impúdico. Una reflexión atada a la globalización. Un contexto en el cual se vulneraba la emancipación, por la vía de utilizar ese referente, como doctrina soportada en la superficialidad; cuando no con una variante perversa del homenaje a las madres, de por si degradado, absorbido por la literatura y las prácticas inveteradas. Como aquella de hacer coincidir afecto y respeto, con la oferta de mercancías. No obstante, en esa referencia, Isabel postuló la posibilidad de rehacer el concepto de libertad de las mujeres. Tal vez, volver al origen de la declaración primera. Esa derivada de las obreras y las mujeres libertarias, cuando erigieron la lucha autonómica, soportada en la dignidad,
  • 23. 23 contra los atropellos, contra la asimilación de sus reivindicaciones, a simples acciones cautivas de la lógica de una sociedad absolutamente centrada en la opción de la ternura como la implicación de las mujeres en el proceso orientado por el rotulo: nacieron para ser madres. Esa huelga de las mujeres obreras en una empresa de Estados Unidos, en 1910, constituye referente obligado, al momento de valorar la celebración del 8 de marzo, como el Día Internacional de las Mujeres. Asimismo, Isabel, hizo alusión a la variante de transformar esa degradación absoluta, por la vía de otorgarles el derecho, inmóvil, pasivo y condicionado, a la expresión. En eventos y celebraciones. Es obvio, decía Isabel, que no ha habido traslado de lo allí expresado, a una generalización real, en el día a día. Para Isolina, ese día de abril de 2025, fue la reafirmación de su autonomía. Pues decidió su ruptura con Adrián, su gendarme y tutor en casa. Aquel que siempre reivindicó en público su condición de amante libertario que compartía con ella la opción de vida vinculada con el concepto de autonomía plena. Un desdoblamiento que ella no soportó más. Yo no tenía certeza, si Isolina había estado conmigo en la caminata que hice en compañía de Susana y Juliana. Lo único claro, para mí, fue su recuerdo, al quedarme dormido, una vez en casa, después de despedirme de Juliana. Isolina fue compañera de Martha y de Maritza en los primeros grados de escuela. Había conocido a Adrián, mi hermano, en una fiesta, realizada en celebración de los cuarenta años de Liceo Nietzsche, en el cual trabajaba Juliana. Morena, esbelta, un cabello crespo, pegado
  • 24. 24 al cráneo. Nunca pretendió alisárselo. Se sentía feliz con esa prueba de su afro descendencia. Fue mi confidente en los momentos de angustia causados por el quehacer perverso de la empresa. De ella aprendí el amor por nuestras raíces. Siempre me ha acompañado su recuerdo. Mujer abierta, sincera y de una fortaleza impresionante para enfrentar los rigores asociados a la lucha por los derechos de las etnias. Cercana a todo el proceso reivindicatorio de la equidad y solidaridad de género. Acompañante de las mujeres de la Ruta del Pacífico. Conocedora de los crímenes de lesa humanidad en el país. Y, por lo mismo, tejedora de posibilidades libertarias de las negras y los negros. De nuestros nativos Wayú, de los Paeces; de los de la Sierra Nevada. El día que se conoció de la tragedia provocada en Bojayá y en la cual murieron más de 100 negros y negras, mujeres, niños, niñas, adultos; Isolina promovió un clamor social, un repudio al hecho y de solidaridad. Asimismo, ocurrió, cuando en Barrancabermeja, fueron asesinados y asesinadas personas, civiles; trabajadores y trabajadoras De todas maneras, ese día, al despertar tenía la esperanza de encontrarla, de que lo soñado era realidad. Quería que me repitiera esas imágenes escritas que leí en el sueño. Pero no. Isolina no estaba. En su lugar estaba esa sombra de la soledad. Esa que me acompaña a cada momento. Pensé en Juliana, en su mirada hacia el profesor Arenas. Pensé en Susana, en la cita que tuvimos y que nos distanció más. Pensé en Sinisterra en su pérfida pasión por el
  • 25. 25 enriquecimiento, en su malvada tendencia a engañar y a fornicar, con consentimiento o sin él. Maritza estaba sentada en el vergel. Una casa inmensa. Había conocido a un hombre con el poder que otorga el hecho de tener dinero en abundancia. Su nombre era Pánfilo. Individuo de malas mañas. Con extensiones de tierra, casi infinitas. Conocedor del negocio que alucina Controlador de procesos de envíos, de siembras, de crímenes ligados a esos procesos. Demasiado rico. Demasiado hacedor de poderes y macropoderes. Tanto que, en 2002, auxilió a campañas políticas hacia los instrumentos de poder. Año aciago ese. Cuando se conoció de un discurso ampuloso vinculado con la seguridad y la paz. Cuando, la asunción al poder ejecutivo, constituyó un pulso entre la libertad y la ignominia la presencia de una versión bastarda de la libertad. Una extensión de poderes y macropoderes, en todos los ámbitos. Una manera de proponer la interpretación de la lógica. Una manera de poner de revés la búsqueda de la libertad. Un tanto como el fascismo de Mussolini, anclado en la denominada voz del pueblo. En la expresión no cierta de que éste nunca se equivoca. La voz del pueblo es la voz de Dios, en crecimiento exponencial. En donde todo es sensato y posible, por la vía de la teoría de que el fin justificaba los medios. Pánfilo Castaño, era un hombre pragmático. Así se había hecho rico. Así había comprado su posibilidad de crecer en un entorno de corrupción. Lleno de expresiones que conducen a validar el poder, por la vía de construir un equilibrio entre el delito y los crímenes, con el ejercicio de un poder ejecutivo vertical, supuestamente democrático.
  • 26. 26 Al llegar, saludé a Maritza. Ella permaneció inmóvil, en silencio. Se creía sujeto de alto vuelo. Por lo mismo, significaba el hecho de que sus circundantes le reverenciaran. Un hacer la vida, por la vía del control. En donde el dinero permite ascender de estrato y de controlar poderes y micropoderes. Por fin atendió mi expresión. Me dijo, Samuel, tú eres incorregible. Sigues pegado al recuerdo de nuestra madre. Por el contrario, yo aprendí la lógica de lo cotidiano, de lo real. De aquello que, siendo real, permite la manipulación. Es un empoderarse de los ofrecimientos que otorga la vida. En el cual los valores no existen, en el cual, lo que vale es sentirse pleno, sin afugias. Yo, seguía diciendo Maritza, estoy aquí, porque he podido interpretar la magia de ese equilibrio. En eso, apareció Pánfilo, con su esotérica presencia, saludando en la distancia. Asumiendo que yo, también, era sujeto controlado. Me dijo: estoy aquí, no por tu hermana que parece una zorra; sino por la fascinación que ofrece el poder y el logro del equilibrio. Como si de antemano supieras que no existe barrera para el poder del dinero. Yo, me resistí a la veleidad de Pánfilo. A su peculiar manera de entender la vida como simples sumas y restas. En el cual, lo humano se traduce en simple expectación Una vez terminada la conversación con Maritza, me dirigí al Teatro España, en donde se realizaba una conferencia, titulada,” Estado, poder, educación y bienestar”. El conferencista
  • 27. 27 era el mismo profesor Pedro Arenas. Había conocido de la misma, por una llamada que me hizo Juliana y me invitó. Más tarde comprendí que, Juliana, había concretado con el profesor Arenas, una reunión, o para ser más preciso, un estar, después de la disertación. La denominación de la intervención, hablaba de la noción de poder educación y de bienestar social en América Latina. Antes de empezar, el profesor Arenas, pidió, al auditorio, un reconocimiento hacia la labor realizada por Juliana en El colegio Federico Nietzsche. Luego empezó su disertación, así: El ser individual es, de por sí, complejo. En cuanto logra, aún en su condición de individuo (a) primario (a), construir su propia visión de la exterioridad. Este proceso está asociado a los sentidos biológicos. La percepción, como ejercicio inicial que permite acceder a insumos externos, ejerce como instrumento para recolectar esos datos y procesarlos. Ya ahí, la diferenciación se establece por la vía del seguimiento y continuidad, originados en la capacidad para retener la información e interpretarla. Noes una memoria simbólica ni formal, como la de los otros animales. Esa memoria trasciende a la repetición simple de lo aprendido, a manera de expresión espontánea y/o de respuesta instintiva a motivaciones externas. Por el contrario, es una memoria en constanteactividad y que actúa como recurso pleno e intencional, cuando se hace necesario recordar lo visto antes, lo vivido; a partir de experiencias individuales y colectivas. Así y solo así se puede entender la capacidad que adquiere cada sujeto (a), para proponer y desarrollar opciones dirigidas al proceso de transformación de la exterioridad. Pero también, para entender la construcción de una simbología para sí; de tal manera que ejerza como instrumento fundamental, a la hora de
  • 28. 28 definir sus propias perspectivas; en cuanto expectativas originadas en su propia pulsación con respecto a los (as) otros (as). Entonces, la esperanza, la ilusión, los afectos, el placer como elaboración suya; constituyen referentes en los cuales se cruzan la individualidad y lo colectivo. No como derogación de lo primero en función de lo segundo; sino como interacción que el (la) sujeto (a) individual acepta, e incluso propone, en el camino hacia la obtención de un determinado fin. Ya, en esta expresión, es pertinente entrever la influencia (...en esa memoria individual, como acumulado constante) de las tradiciones aprehendidas por la vía de la imposición y/o de la experiencia directa, que adquieren determinadas instancias simbólicas; construidas a partir de procesos individuales y colectivos. Así entonces, a manera de ejemplo, cabe analizar en ese espectro; el rol de la religión, de los códigos y paradigmas que ejercen como limitaciones al desarrollo pleno de la individualidad, en cuanto adquieren una significación que trasciende a cada sujeto (a) y lo (a) obliga a un acatamiento; so pena de quedar por fuera de esa figura de concertación colectiva que lo (a) compromete. No reconocer la concertación (a la manera de equilibrio); tuvo siempre (...y tiene ahora) para cada sujeto (a) repercusiones profundas. Inclusive, de su aceptación o no, depende en muchos casos la existencia suya como sujeto (a) individual vivo, como actor válido. En este contexto cabe una expresión relacionada con la incidencia que adquieren las opciones propuestas, por parte de los (a) sujetos (as) individuales; en lo que hace referencia a la interpretación de las pautas, paradigmas y condiciones vigentes en un determinado período histórico. En sí esas pautas y condiciones, no son otra cosa que construcciones colectivas que
  • 29. 29 trasciendan a cada individuo (a). Podría aseverarse inclusive que, en las mismas; cada sujeto se subsume, como quiera que no le esté permitido transgredirlas. Está obligado, en consecuencia, a asumir una interpretación similar a la que realizan los (as) otros (as). Si su decisión es hacer trasgresión, bien sea por la vía de proponer una interpretación diferente y/o de asumir la opción directa de cuestionarlas y trabajar por su destrucción; se entiende que asume las consecuencias a que esto conlleva…Entonces se configura, a partir de esa intervención individual, una confrontación con la simbología e iconografías colectivas. Aquí, en esa confrontación, se enfrenta la construcción individual con la construcción colectiva. Esto es válido, como decíamos arriba, tanto para los paradigmas colectivos asociados a la religión; como para aquellos paradigmas asociados a la noción de ordenamiento y de jerarquización. Queda claro, asimismo, que estas construcciones colectivas, son posteriores a la apropiación primigenia de la exterioridad, a la internalización primera realizada por cada sujeto (a) en su contacto inicial con la naturaleza. Es decir, son elaboraciones, desarrolladas en el tiempo y en el espacio; como acciones conscientes o inconscientes (...o mediante una interacción entre los dos estados) en donde se aplica el conocimiento acumulado, a manera de ordenamiento de las percepciones recibidas y almacenadas en la memoria. Pasa a ser, por esta vía, una memoria de todos y todas. Una memoria colectiva que se construye a través de la comunicación y de la instauración de códigos e íconos que dan fe de la concertación. Toda herejía, en principio, es una acción individual. Compromete a quien realiza una interpretación diferente y se decide a proponerla como opción. Bien sea como modificación
  • 30. 30 parcial de las pautas, paradigmas y condiciones instaurados como referentes colectivos; o como alternativa que conlleva a una modifi9cación total, radical. Algo así como o son esas pautas y paradigmas o son estas pautas y paradigmas alternativos. Ya ahí, en esa acción de proponer una alternativa, se configura un distanciamiento con respecto al ordenamiento vigente. Adquiere ese hecho un significado asimilado a la ruptura. En el proceso de enfrentar esa opción (...u opciones) con las existentes; el (la) sujeto (a) que ejerce como cuestionados (a), desemboca en una posición herética. A partir de ahí, se trata de definir las condiciones y el tipo de acciones a realizar, el proceso de difusión de la opción u opciones nuevas. Aquí, condiciones, tienen que ver con los insumos recaudados para sustentar la nueva opción. Tipo de acciones, tiene que ver con realizar una confrontación individual absoluta. O la adquisición, mediante el proceso de persuasión o imposición, de una aceptación de los (as) otros (as). De tal manera que pueda presentarse y desarrollar como opción u opciones colectivas. Esto no es otra cosa que el comienzo de una sumatoria de acciones diferenciadas; en procura de lograr la aceptación y acatamiento, bien sea de la modificación parcial o de la erradicación de las anteriores pautas y paradigmas y, en su reemplazo, erigir las nuevas. De todas maneras, bien sea que se actúe en uno u otro sentido, es evidente la necesidad de cierta subyugación hacia los otros y las otras. Algo así como entender y aceptar el principio básico relacionado con el ordenamiento y el equilibrio por la vía de la imposición de pautas y paradigmas: siempre existan referentes establecidos como condición para el ordenamiento y el equilibrio; habrá unos códigos y obligaciones que ejercen como limitación a la libertad
  • 31. 31 individual. Alcanzar unos nuevos referentes, unos nuevos códigos y nuevas obligaciones; supone la realización de acciones que controvierten lo anterior. Ahora se trata de establecer los términos de referencia, a partir de los cuales se configura la presencia y las acciones del colectivo; como sujeto pleno que trasciende a la individualidad, pero no la puede subsumir. Desde una interpretación etimológica, sujeto colectivo se entiende como figura plural. Es decir, se asume su configuración como sumatoria, simple o compleja, de individualidades con presencia en un determinado escenario, ámbito o territorio. También involucra un concepto adjunto, que da cuenta de una posición asimilada a la conciencia y a su significado. Algo así como entender al sujeto colectivo en condición vinculante con respecto a una visión (o visiones) y a una interpretación de la exterioridad que lo circunda. El problema radica en la posibilidad efectiva para precisar el nexo entre esa figura colectiva y la individualidad, sin que implique la disolución. Porque, a partir de una interpretación centrada en el estricto comportamiento mecánico; podría pensarse en una dicotomía elemental, en donde la conciencia colectiva es una expresión que traduce los acumulados históricos, en cuanto vivencias, como información procesada que induce a una definición desde la perspectiva cultural. De todas maneras, la interpretación de lo colectivo, supone un imaginario. Este, a su vez, debe estar asociado al concepto de espacio físico. Algo así como establecer una dinámica en la cual aparece la interrelación entre los (as) sujetos (as) individuales, asociados e integrados
  • 32. 32 con respecto a determinados códigos reconocidos como válidos. Ya decíamos antes, en esta misma línea de reflexión: los referentes, entendidos como códigos, pueden ejercer como punto de equilibrio; a través del cual se expresan las coincidencias. Ahora bien, la complejidad en la interpretación del significado y alcance de este equilibrio, está dado por el análisis del recorrido previo para acceder al mismo. Tal parece que se presentan dos opciones en la interpretación. Una de ellas tiene que ver la identidad pasiva que realiza cada sujeto individual con los códigos o referentes generales que inducen al equilibrio. La otra tiene que ver con la coacción, con la imposición, por la vía de acciones ejercidas por parte de quien o quienes se erijan como centro y/o como intérpretes únicos de esos códigos. La primera opción supone un tránsito no traumático, mediante el cual cada sujeto asume la identificación con los códigos (consciente o inconsciente). Es de suponer que, ya ahí en ese tránsito hacia la identificación o reconocimiento, se configura una ruptura con respecto al yo absoluto. Se traslada parte de la identidad personal, a la identidad colectiva; como condición indispensable para acceder al equilibrio. Se entiende y acepta esa necesidad, en una perspectiva grupal, plural. Ahora bien, los códigos pueden adquirir características religiosas, o de simples premisas para el trabajo asociado; o de compromisos para establecer una figura colectiva relacionada con el ordenamiento global de obligaciones; o una sumatoria compleja de todas estas las anteriores. Lo cierto es que la aceptación se expresa como actitud soportada en la libertad para definir. La segunda opción supone la presencia de posiciones previas; en las cuales es evidente una diferenciación en términos no solo de interpretación y elaboración con respecto a la
  • 33. 33 exterioridad; sino también en términos de apropiación unilateral de los acumulados históricos de las vivencias entendidas como insumos para la construcción de los códigos, referentes. O paradigmas. Aquí, entonces, se configura un recorrido traumático; por cuanto supone la restricción impuesta a las posibilidades individuales. No es ya la aceptación en libertad; es por el contrario la imposición a reconocer, tanto los referentes en sí, como también a quien o quienes los representan y los imponen. Ahora es pertinente desarrollar algunos conceptos en relación al comportamiento del sujeto colectivo; a partir de su separación con respecto a los (as) sujetos (as) individualmente considerados. Supone, entonces, la aceptación de su existencia con expresión propia; regida por pautas que, a su vez, pueden ejercer como referentes generales. El problema tiene que ver con precisar las condiciones y/o prerrequisitos necesarios para consolidar la figura de la instancia abstracta; aquella que se desprende del sujeto colectivo y se rige como referente que debe ser acatado; no solo por los (as) sujetos (as) individuales; sino también por la colectividad que se construye y se hace plena en razón a la interacción constante entre los (as) sujetos (as). Ya, aquí, puede hablarse de una prefiguración territorial y de unos vínculos que hace posible esa interacción. Supone la aceptación de la identidad individual propia de cada sujeto (a); pero también la existencia de los (as) otros (as) como pares que comparten una misma identidad colectiva. Segundo (un yo vulnerador)
  • 34. 34 En lo diferido, en ese entonces, estuve malgastando los recuerdos. Como quiera que son muchos. Y han viajado, conmigo, en la línea del tiempo profundo. Hacia diferentes medidas de trayecto lineal. En este día, estoy como al comienzo. Es decir, como aletargado por las palabras vertidas en todo el camino posible. Uno de los momentos que más me oprimen, tiene que ver con el incremento de hechos dados. Expósitos. Como esperando que alguien efectúe inventario de vida alrededor de ellos. Y, en ese proceso de manejo contado, fui hilvanando preguntas. Algunas, se han quedado sin respuesta. Y, por lo mismo, es un énfasis en litigio. Entre lo que soy ahora. Y lo contado por mí mismo, como insumos del ayer pasado. El día en que conocí a Abelarda Alfonsín, fue uno de tantos. Andábamos, ella y yo, en esos escapes que, en veces, son manifiesto otorgado a la locura. Ella, venida desde el pasado. Un origen, el suyo, envuelto en esa somnolencia propia de quienes han heredado tósigos. Como emblema hiriente. Un yo, acezante, dijo el primer día de nuestro encuentro. Iba en esa aplicación del legado, como infortunio. Aún visto desde la simpleza de la lógica en desarmonía con los códigos de vida. En universo de opciones no lúcidas. Más bien, como ejerciendo de hospedante de las cosas vagas. Esto fue propuesto, por ella, como referencia sin la cual no podría atravesar ese mar abierto punzante, hiriente. Y yo, en eso de tratar de interpretar lo mío. Como pretendiendo izar la iconografía, por vía explayada. En la cual, el unísono como plegaria, hirsuta; hacia destinos perdidos, antes de ser comienzo. En la noche habitamos ese desierto impávido. Hecho de pedacitos de verdades. En una perspectiva de ilusiones varadas en su propia longitud de travesía andada. No más nos miramos, dispusimos una aceptación tácita. Como esas que vienen desde las tristezas
  • 35. 35 ampliados. Un quehacer de nervio enjuto. Y nos mirábamos, a cada nada. Ella, mi acompañante vencida por el agobio de los años y de su heredad inviable; empezó a proponer cosas habladas. En insidiosas especulaciones que, ella misma, refería como simples engarces de verdades. Una tras otra. Una nimiedad de haceres pródigos. Como en esa libertad de libre albedrío, que no permite inferir, siquiera, ficciones ampulosas. Tal vez en lo que surge como simple respuesta monocorde. Insincera. Demoniaca, diría Dante. Por mi parte, ofrecí un entendido como manifiesto originario. Venido desde la melancolía primera. Atravesada. Estando ahí, siendo yo sujeto milenario, se fue diluyendo el decir. Cualquiera que haya sido. Me fui por el otro lado. En una evasión tormentosa. Abigarrado volantín en tinieblas. Sin poder atarle el lazo de control. Y, entonces, desde ese pie de acción; lo demás se fue extinguiendo. Sin hablarnos, pasamos durante tiempo prolongado. Sus vivencias, empezaron a buscar un refugio pertinente. Se fugó de la casa en la que hacía vida societaria. No le dijo a nadie hacia donde iba. Solo yo logré descifrar esas palabras escritas. Un lenguaje enano. Casi imperceptible. Y la seguí en su enjuta ruta. Sin ver los caminos andados. Era casi como levitación de brujos maltratados, lacerados por la ignominia inquisidora. Volaba, ella, en dirección a la marginalidad del horizonte kafkiano. Una rutina de día y noche. Sin intervalos de bondad. Ni de lúdica andante. Y, ella, vio en mí, los depositarios de sus ilusiones consumidas ya. Y, yo, hice énfasis en lo cotidiano casi como usura prestataria. Como si, lo mío, fuese entrega válida en, ese su vuelo a ras de la tierra.
  • 36. 36 Cuando lo hicimos, sentí un placer inapropiado. Ella impávida. Como simple depositaria de mi largueza hecha punzón. Un rompimiento de himen, doloroso. Y se durmió en mi recostada. Y vi crecer su vientre a cada minuto. Y la vi, en noveno mes, vencida. Como mirando la nada. Y con esos ojitos cafés llorando en su mismo silencio. Vulcano lo llamé yo. Desde ese venirse en plena noche de abrumadora estreches de ver y de caminar. Y, este, creció ahí mismo. Y, ella, con un odio visceral conmigo y con él. Miraba sin vernos. Y fue decayendo su poquito ímpetu ya, de por si desguarnecido. Le dije, sottovoce, que el hijo parido quería hablar con ella. Y lo asumió como escarnio absoluto, pútrido. La dejamos allí. En ese desierto brumoso. Nos fuimos en dirección mar abierto. Y empezamos a deletrear los mensajes recibidos. Desde ese vuelo perenne. Y sus códigos aviesos, ya sin ella. Hasta que recordé que la amaba. Y que le hice daño físico, al hendir lo mío en tierno sitio. Y dejé que Vulcano se fuera en otra dirección. Yo me quedé ahí. En sitio insano. Sin ninguna propiedad cálida. Sin ver sus brazos. Y su cuerpo todo. Y me fui yendo de esta vida. Y, rauda, la vi pasar. En otro vuelo abierto, con dirección a lo insumiso. Como heredad. Como sitio benévolo. Desperté. Me encontré al lado de Olga y de mi madre. Verdaguer acariciaba a mi madre. Ahí en donde ella explotaba. Olga estaba desnuda, me obligó a montarla. Gritaba de placer, viendo a Verdaguer y a mi madre; conmigo encima. Sacudía todo el cuarto. Las paredes se agrietaron; todo el lugar fue cubierto de un líquido viscoso, con un color entre amarillo y
  • 37. 37 blanco. Superó la altura de la cama, nos ahogó…asistí a un despertar equivocado. Porque, realmente, fui despertado por Silvia, quien había acudido a casa, pretendiendo una expresión de desasosiego, ante mi ausencia y mí silencio con respecto a ella. Todavía escuchaba las palabras de Menchú. Todavía me sentía absorbido por el líquido amarillento. Ya he viajado mucho, comencé en ese lugar que yo creía que no existía. Plaza Felicidad, un sitio adecuado para darle vuelo a la imaginación. Una imaginación imantada, como quiera que se ofrecía, por si misma, a quienes llegaran allí, sin naufragar. Requisito con alto grado de dificultad para alcanzarlo. Porque, náufrago, es aquí haberse dejado vencer por las vicisitudes cotidianas. Haber sido absorbido, alguna vez, por los códigos que rigen el quehacer, de tal manera, que cada quien como sujeto pierde su identidad. Se elimina la libertad por la vía de atar la esperanza a un instrumento fijo, estático. Instrumento conocido como insumo necesario a la hora de concretar una opción totalizadora. Esa que remite a cada quien, como expediente. Con un itinerario preestablecido. Aquel que va desde si mismo, hasta el control. Expediente guardado con sumo cuidado, en secreto. Solo le es dado conocer a quienes irrumpen en la vida, individual y colectiva, como hacedores de oportunidades. Esos que le definen a cada quien, aún antes de nacer, un lugar y un rol. Este viaje mío ya estaba codificado. No recuerdo ni el día, ni la hora en que perdí la autonomía. Creo que esto les ha pasado a todas las personas. Sin embargo, en mí, constituyó un hecho absolutamente trascendental. Como quiera que estuviera al garete, desde el día en que nació mi madre, a la cual conocí sin esta haber conocido a mi padre. Recuerdo que, desde
  • 38. 38 mi condición de niño no nacido, ya estaba girando alrededor de entornos azarosos. Lugares en los cuales la incomunicación es punto de partida y soporte de la vida. Plaza Felicidad, es un territorio poco poblado. Tanto así que el número de personas está dado por una operación simple. Aplicada la misma, el número resultante no traspasa la barrera de una progresión aritmética, en la cual la finitud está condicionada por el prerrequisito vigente. Llegan personas de todas partes. Una expresión mínima, si se compara con los habitantes que quedan por fuera, que no clasifican. Es decir, casi todo el mundo. Por lo mismo, entonces, yo tuve que huir de allí. Porque mi imaginación es de muy corto vuelo y porque, siempre me he sentido atado a un tipo de nostalgia que destruye cualquier aspiración. Lo mío ha sido una vida condicionada. Como la de casi todos los demás; la diferencia reside en el hecho de ir y venir. Entre sueños tempestuosos y alucinados, hasta vivir en presente, pero sintiendo encima el pasado como carga inverosímil, que no me deja mover en libertad. Ya esto lo había planteado antes a Juliana. Precisamente, por esto, Juliana me acompañó, hasta el día en que se enamoró de Pedro Arenas. Con Isolina, ella y él, reúnen los requisitos para acceder a Plaza Felicidad. Por su condición de libertarias. Porque, en el caso de Isolina, llegó hasta la muerte por defender su autonomía. Para ella, la felicidad, siempre estuvo del lado de sus actuaciones y realizaciones. El día en que cremaron su cuerpo, después de la breve ceremonia que reunió a todos y todas aquellos y aquellas que compartimos sus convicciones. Claro está que, en mí, esa compartición, es un decir. Porque he sido y sigo siendo un sujeto partido. Un tipo de
  • 39. 39 esquizofrenia magnificada. Por lo tanto, mi expresión hacia ella aparece como de superficie. Mi interior no reconoce ese tipo de convicciones y de principios, en razón a que es una interioridad enfermiza, llena de vericuetos insospechados y que no pueden ser cuantificados. Desde mi vicioso afán por despojar a las mujeres de su existencia, por la vía de la vulneración constante. Desde mi madre, hasta Juliana. Desde ésta a Isolina y desde Isolina a cualquier mujer, independientemente de su cercanía o de su distancia inmensa. A todas las he deseado. Con ese deseo destructor, grosero. Ese día tuve conocimiento del legado escrito de Isolina. Comenté con Juliana al respecto y ella propuso rescatarlo, organizarlo y expresarlo en cátedra magistral. No sospeché, en ese momento que el destinatario era el profesor Arenas. Me comprometí, con Juliana, a tramitar los permisos requeridos. Tanto de la familia de Isolina, como también de sus pares en el movimiento feminista. Una vez analizados los escritos, por parte de Juliana y del profesor Arenas, se escogió un escrito realizado por Isolina, acerca del rol de las mujeres en la historia del periodismo en Colombia. A partir de ahí, Arenas y Juliana diseñaron la versión que sería presentada como cátedra magistral en la universidad en donde labora el profesor. La fecha se fijó para el día 8 de marzo. Incluiría la presentación del escrito, su impresión, revisión, a manera de edición, a cargo del profesor Pedro Arenas. Además, se propuso y aceptó que la cátedra tendría tres sesiones, a partir de ese 8 de marzo. Una cada quince días. La recopilación de esas tres sesiones, se haría partir de lo expresado por Arenas.
  • 40. 40 El día de la inauguración estuve, antes, en casa de Jerónimo, el joven que conocí en la empresa. Jerónimo había solicitado mi intervención en un asunto relacionado con su novia Teresa. Algo así como asistirlos en el proceso de su definición matrimonial. A decir verdad, no me interesaba ejercer como consejero. Acepté visitarlo, más bien por ese deseo que me acompañaba, de estar cerca de Teresa. Otra vez, soy consciente de ello, mi afán vulnerador. Cierta noche soñé con ella. Una réplica de mis continuos abusos temerarios y violentos. La asedié, desde su salida del colegio, sin que ella se percatara de mi presencia. En un lugar despoblado, por el cual ella tenía que pasar, la abordé. Yo tenía una máscara para no ser reconocido. La tiré al piso, la desnudé. La penetré de manera violenta, como lo he hecho siempre, con mi madre, con Olga, con Maritza, con Martha, con las niñas que he violado. Teresa era una de ellas, tiene quince años. Su estreches me volvió loco de pasión. Le destruí su himen, la saturé con mi líquido viscoso que manaba y manaba. Le apreté sus pechos turgentes, en un ritual asfixiante. Teresa lloraba, forcejeaba. Esto me excitaba más y más. La golpeaba, le mordía sus labios, hasta sangrar. Quemé su ropa, la dejé en el piso y hui. Llegué a casa de Jerónimo y allí estaba ella. Todo el tiempo que hablamos, mi mente estaba lejos, en ese sueño. Sentí deseos de vulnerarla, delante de Jerónimo y matarlos después. Cuando expresaron su intención de casarse, los odié a los dos. No me hacía a la idea de verla con él. De presumir su primera noche, envueltos en ese ejercicio puro, sexuado, alegre y reconfortante. Lo mío no es eso. Lo mío es el afán de acabar con todas; de destruirles su gozo; de no dejarlas en paz; de terminar ese proceso que es mío y de nadie más.
  • 41. 41 Al despedirnos, expresé la misma engañifa que es el soporte de mis intervenciones. Me comprometí a ayudarlos, de una manera cínica, besé la mejilla de Teresa y me fui. Mi primera reclusión se produjo, justo el día de mi 39 aniversario. Se habían acrecentado mis acciones ignominiosas. Se profundizó mi partición, en términos de no identificar ni diferenciar sueños y realidad. Vagué todos los días, con sus noches, en busca de objetivos. Mis imágenes eran cada vez más punzantes y más diferenciadas. Siempre estaba viviendo un recorrido brutal. Mis imágenes volaban y se estacionaban, según mi necesidad. Una necesidad constante. No podía pasar una fracción de tiempo superior a 24 horas. Cuando esto sucedía, cuando no alcanzaba ningún trofeo, mis alucinaciones eran mucho más enfermizas. Mi cuerpo temblaba, daba tumbos, golpeaba las paredes, los árboles. Solo encontraba sosiego, cuando victimizaba; Cuando podía expresar toda mi capacidad; cuando mi falo erecto, penetraba y despedazaba. Cuando sentía claudicar a mis víctimas. Sentía mucho más placer, cuando olía la sangre que brotaba de la abertura de mis víctimas, las palpaba, hasta casi destruir su clítoris. Cuando mordía sus pezones, delirando de gozo perverso. Me sentía un Rasero al revés. Porque éste, al menos tenían en consideración la aceptación de sus mujeres. Yo no soportaría nunca una aceptación. Mi gozo era directamente proporcional al rechazo, al forcejeo de las niñas y las mujeres adultas. Lo aprendí de Santiago, mi odiado padre. Le debo sus enseñanzas, teniendo a mi madre como mujer tipo en la cual descargaba todo su furor de macho prepotente. Para mí era todo un
  • 42. 42 espectáculo verlo encima de ella y ella tratando de detenerlo. Cuando él no estaba yo pretendía hacer lo mismo, desde mi primer día de nacido…reconocía en esto mi desencuentro total, el desdoblamiento más perverso. Decía defender a mi madre, de la violencia de mi padre. Pero, en el fondo deseaba ser como él, avasallarla, como lo hacía él. Un hospital como reclusorio. Allí me llevaron el día en que violé a Natalia, una niña de 13 años. Le devoré todo su cuerpo, con saña brutal. La dejé en el mismo sitio en el cual la abordé. Desangrándose. Fui detenido en ese mismo sitio; me amarraron, me apalearon. Asimilaba el dolor, reía, vociferaba, como si estuviera, palabras más, relacionadas con todo lo vivido. Llamaba a Maritza, a Olga…, a mi madre. Las deseo a todas otra vez. Eso decía, mientras era conducido. Me calmaron y durmieron con medicamentos para enfermos psiquiátricos Me inyectaron enantato de flufenazina. No recuerdo cuanto tiempo estuve narcotizado. Lo cierto es que, cuando desperté estaba atado a la cama. Sentí una sed inmensa. Pedía agua, a gritos. Un cuarto solo, desde donde nadie oía mi petición. Un cuarto saturado de colores que inducían a la desesperación. Como castigo que se extiende a lo largo de las horas. Mi segunda reclusión se produjo a mis cuarenta y cinco años. Hacía tres años había escapado del hospital-cárcel. Lo hice, cuando era llevado a un reconocimiento por parte de las víctimas. Corrí todo el día, hasta llegar a casa de Adrián. Me dio asilo, a pesar de conocer mis retorcidas acciones. De allí, pase a un escondite proporcionado por Pánfilo. Una casita en la periferia
  • 43. 43 de la capital. Pánfilo me visitaba con frecuencia; gozaba con mis confidencias; en las cuales relataba mis experiencias. Tomaba nota de ellas, para no dejar escapar los detalles. Supe, después, que mis relatos fueron aprovechados como instrumentos de los cuales se aprendía el protocolo necesario para aplicar en los sitios y en las mujeres donde sus adeptos ingresaban, arrasando. Yo sentía una sensación dicotómica. Como creador y maestro de formas para vulnerar; como sujeto que reclamaba otra opción de vida, sin propiciar laceraciones. Esta segunda reclusión fue mucho más ejemplarizante que la primera. Escuchaba voces que expresaban análisis de mi caso. Este fue tipificado como depravación y desarreglo irreversible. Les oía hablar de la necesidad de una intervención denominada lobotomía, como único recurso para resolver mi situación. Fui lobotomizado, un año después de haber sido recluido. Desperté. No respondía a ninguna motivación externa. Todo lo veía igual. No distinguía un elemento de otro. Una vivencia plana, sin ninguna sensación. La identificación como sujeto vivo biológicamente, la hacía a partir de caminar de un lado a otro del cuarto. Desfilaron a personas que no reconocía, mujeres niñas y mujeres adultas. Para mí eran como sombras que no me motivaban; a las cuales veía como construcciones asimétricas. Dos años después, se decretó mi muerte. Estuvo precedida de acciones pasivas intermitentes, asociadas a mi vida. Recuerdos cada vez más borrosos. Casi extinguidos. No volví a ver a mi madre, a nadie. Que pudiera identificar. Mi última visión fue Isolina Girardot. A partir de ahí
  • 44. 44 dejé de existir, balbuceaba palabras parecidas a la expresión volveré. Esta fue mi primera muerte, pero no la última. Tres (Volviendo a nacer) Nací un día tres de abril, Un cuarto saturado de luces blancas. Veía muchas personas alrededor de la cama. Mi madre estaba al lado. Una mujer joven. Su risa, absoluta, navegaba por todos los espacios. Se dirigía hacia mí, con voces suaves. Una mirada que me convoca a ver en ella una réplica de Isolina Girardot. En efecto, un cabello pegado al cráneo. Totalmente negro, sin las fisuras que adquieren las mujeres que ven en este tipo cabello, un limitante para su empoderamiento como mujeres, real o ficticiamente bellas. Una piel de color negro hermoso. Observo, de pie, al lado izquierdo de la cama, a un hombre negro, como mi madre y como yo. Percibí en él, un tipo de hombre sutil, sensible. Su mirada lo expresaba, sin lugar a equívocos. Totalmente diferente a mi primer padre. Mi madre lo miraba, asía sus manos y le decía, gracias Demetrio; se parece mucho a ti. Quiero que se llame Isaías; como tu abuelo materno. Ese ser hermoso que conocí. De una mirada limpia y de unas acciones profundamente humanas; con absoluto respeto por los otros y las otras. Todavía se mantiene, en mí, vivo ese momento en el cual le expresaba a tu abuela palabras que la inducían a posicionarse como mujer libertaria; en ese escenario inhóspito en que vivían. Todavía siguen vivas aquellas jornadas de cautivación, aquellas que ella y él, asumían roles vinculados con
  • 45. 45 el amor absoluto; en una definición del mismo que prolongaba la continua búsqueda de momentos para amarse, para trascender la inmediatez. Como un proceso continuo, sin más ataduras que la imaginación. Inclusive, te lo confieso ahora, muchas noches, estando contigo en ese forcejeo que nos ha distinguido, yo cerraba los ojos y veía, en paralelo, a tu abuelo y a tu abuela, recorriendo sus cuerpos, susurrando palabras inequívocas de ternura y de pasión. Un equilibrio perfecto. El con setenta años de vida y ella con setenta y cinco; parecían adolescentes que desnudan sus cuerpos y realizan, sin detenerse, una lucha viva, llena de fortaleza y de entrega. Al escuchar a Isolina, me sentí transportado. Me encontré localizado en un territorio de frontera. Entre los recuerdos de mi primera vida y la perspectiva de asir, como hilo conductor, momentos de felicidad...Una confianza en mí mismo, que trascendía los entornos y realizaba búsquedas en un contexto social e individual en los cuales, ataba el pasado y el presente. Un pasado que comenzaba en escenarios históricos diferenciados. Veía la Roma de los Césares; a Suetonio relatando sus vidas. Percibía a Espartaco, caminaba con él; entendía sus opciones de vida. Me situaba en nuestros territorios antes de ser avasallados. Me veía inmerso en las relaciones primigenias. Con los rituales y con una organización social diferente. Los Aztecas, los Mayas, los Incas, los Chibchas…Todo esto en un universo de realizaciones propias, en el proceso de asumir y dominar a la Naturaleza. Trascendiendo lo inmediato, por la vía de orientar sus acciones en términos de una dinámica propia, autóctona... Cierto día, me vi. , hojeando un texto que mi madre escribió, cuando tenía 16 años. Un ensayo acerca de la concepción del ser humano propuesta por Federico Nietzsche en su obra
  • 46. 46 “Humano, demasiado humano”. Según mi madre, en este texto se refleja una tipificación de la historia de la humanidad, por la vía de asumir un soliloquio que conduce a clasificar el comportamiento humano, como un continuo afán por despertar al mundo, a la realidad; entretejiendo, verdades, teorías, paradigmas. De tal manera que la angustia que produce sentirse escindido, conduce a promover espacios de intervención en los cuales cada quien define su rol, en términos de descifrar los códigos de la moral, de la religión y de la organización social y política. Según Isolina, los seres humanos estamos retratados en la obra de Nietzsche. Porque asumimos la herencia sucesiva que nos otorga la historia de la humanidad; de una manera tal que exhibimos un corpus exterior, cosido por las pautas previamente establecidas. Pero que, nuestra interioridad, se subsume en la angustia, por la vía de reconocerse como sujeto al garete. Con bifurcaciones cada vez más complejas. Desembocamos en una continua búsqueda de nosotros (as) mismos(as). Prevalece, sigue diciendo mi madre, una dicotomía que hace de la vida cotidiana, una figura similar a la que describe Freud en su texto “El malestar de la cultura”; o lo que señala Marcuse en “Eros y Civilización”. Sujetos, hombres y mujeres, en constante desequilibrio; de tal manera que no construimos nuevos escenarios psicológicos, de conformidad con nuestros deseos y aspiraciones autónomos. Por el contrario, realizamos nuestro recorrido de vida, atados a los conceptos preestablecidos. Un ir y venir, anclados, sin libertad. Tal vez, por esto mismo, dice Isolina, se desprende de la teoría de Nietzsche, una propuesta que define la libertad individual, como latente, sin que pueda expresarse y concretarse. A no ser que asumamos, radicalmente, una opción de vida
  • 47. 47 en la cual cada quien reivindique la particularidad de esa opción. Una figura parecida al nihilismo. La esquizofrenia es una definición tipo, que se prolonga, se transmite; significando con ello la herencia cultural, como una transmisión constante, perenne. Un cuadro patológico que nos inhibe para acceder a un universo social sin condicionantes. Es un encerramiento que promueve, en nosotros y nosotras, una remisión hacia iconos que nos orientan. Es una pérdida de identidad. Porque no acertamos de descifrar los códigos impuestos y, por esta vía, redefinir nuestros roles. Para Isolina, este tipo de atadura individual, no es otra cosa que la réplica de los condicionantes inherentes a la organización social y política de la sociedad. La libertad se pierde, en el momento mismo en que transferimos toda iniciativa, hacia el referente que nos es impuesto por parte de quien o quienes ejercen el control. Propone, mi madre, un entendido en el cual, el Leviatán, el Contrato social y la teoría de Maquiavelo, corren paralelas a ese distanciamiento, cada vez más agresivo, del individuo con respecto a su propio ser en sí. Lo que sucede, entonces, es una prolongación infinita de ese control. Cada quien adquiere una posición en el contexto social que previamente ha sido establecido. Una porción que se transforma en territorio individualizado de manera imaginaria. Porque, en el mismo, no es dada otra cotidianidad que la que nos corresponde, a manera de recrear ese dominio, asumiéndolo como necesario.
  • 48. 48 En este texto suyo, Isolina refleja la angustia individual. En la cual nos desenvolvemos, sin que esto implique actuar con libertad. Una cosa es ese control que nos ha sido transferido y que parece insoslayable. Y, otra cosa, es el sentido de pertenencia con respecto a la sociedad como construcción libertaria, que nos convoca a la transformación constante. A manera de corolario, mi madre, asume como necesidad constante la renovación de actitudes y acciones. De tal manera que estas no estén sujetas a paradigmas impuestos. Por el contrario, las define como una revolucionarización de la vida cotidiana. Sin dejar de reconocer la necesidad de un tipo de cohesión social centrada en el reconocimiento de sí mismos y de sí mismas; difiere de la teoría del control como causa necesaria. Son, en consecuencia, dos opciones no solo diferentes, sino antagónicas. Mi madre define esa opción libertaria, como la redefinición de roles. En ella, rol, significa la asunción de objetivos en los cuales estén referenciadas las aspiraciones individuales y colectivas, de tal manera que la imaginación sea sinónimo de libertad. Imaginación que, a su vez, es definida como la posibilidad de crear; de convertir los entornos en territorios no cifrados como principios ineludibles; sino como escenarios en los cuales, cada quien, transfiere conocimientos, sin que esto implique deshacerse de su individualidad. La sociedad, así entendida, es una extensión de la figura de la democracia, como construcción a la cual se accede por la vía de reconocerse a sí mismos (as) y alcanzar una participación efectiva en los procesos sociales, políticos y económicos. El centro es, entonces, la construcción de un tejido social que cohesione las individualidades, no como instrumento de poder impuesto; sino como realización de esos objetivos de beneficio común, basados en un concepto de justeza
  • 49. 49 que convoque a los hombres y a las mujeres. Hasta acceder a formas de gobierno participativo, de manera efectiva y no formal. En la segunda parte del documento, Isolina, aborda la cuestión de género. Ya antes, según lo supe por Demetrio, ella había escrito un texto relacionado con las mujeres y su intervención en la literatura y el periodismo. En mi primer encuentro con ella, después de mi duodécimo aniversario le indagué por el contenido de esa segunda parte. De paso le comenté que, a los tres días de haber nacido, encontré la primera parte de su texto. Me dijo, Isaías, tú tienes una manera muy peculiar de vivir la vida. Hasta cierto punto te pareces a Demetrio. Yo lo conocí, cuando él tenía seis años y yo estaba bordeando los cinco. Vivíamos en un barrio de la capital., barrio periférico. Saturado de recuerdos ingratos nuestras familias habían llegado del c ampo. Concretamente de un territorio golpeado por la violencia. En donde se sumaban, a la violencia oficial reiteradas, la presencia de grupos armados. Desde posiciones guerrilleras, supuesta o realmente libertarias; hasta grupo de paramilitares auspiciados por sucesivos gobiernos. Eran, en sí, aparatos al servicio del Estado. Nuestra infancia, transcurría en medio de limitaciones casi absolutas. Demetrio, me hablaba en términos que yo creía reconocer. Como si ya los hubiera escuchado antes de nacer... Su padre fue un hombre rígido en lo que respecta a su posición en la familia. La rigidez, era expresada por la vía de imponer sus principios. Una unidad familiar, relativamente, centrada en el poder del padre. Sin embargo, su abuelo materno, del cual tú llevas el nombre, asumía
  • 50. 50 como ser libertario. No tenía preparación académica. En él, cobraba fuerza aquello de que las posturas ante la vida, se deben entender como proceso continuo, casi innato. Amaba a las mujeres, como lo que somos. Es decir, como agentes del cambio. Para nosotras, decía el abuelo, los lugares deben ser escenarios de libertad. Cuando se produjo la concreción de la intervención femenina en los procesos electorales; él ya había asumido en su hogar unas expresiones que reflejaban su intención de realizar, así fuera en términos de micro sociedades (como la familia, por ejemplo), una opción en la cual la diferenciación de género, no puede ser interpretada con exclusión y/o sometimiento. Por el contrario, debía significar una interacción en igualdad de condiciones en las realizaciones políticas, sociales; sin pretender homogenizar las. Las mujeres, son las mujeres. Nosotros, el hombre, desde el punto de vista biológico que no admite confusiones. Diferenciación insoslayable. La búsqueda de la equidad de género, lo llevó a fuertes enfrentamientos con sus pares masculinos y con las jerarquías religiosas y gubernamentales. La señora Ana, su esposa, conoció de él un equilibrio humanizado. Isaías se prodigaba en un trato absolutamente hermoso. Tanto hacia sus hijos e hijas; como también ante la señora Ana. Cuando se vieron obligados a abandonar su territorio, al que siempre amaron, sucedió una descompensación de repercusiones de inmensa tristeza. Era, tanto así, como dejar su vida allí. En donde habían nacido y crecido. No lograron nunca asimilar esa pérdida. Mucho menos, adecuarse a las condiciones que exigía la ciudad.
  • 51. 51 Demetrio era mi ícono. A sus seis años, sabía acceder a los otros y las otras, con una profunda sensibilidad. En la escuela se distinguía por su amabilidad y por la ecuanimidad con que abordaba el trato con los niños, las niñas y sus profesoras y profesores. Una versión asimilada a aquellos hombres que, después de haber vivido intensamente y haber adoptado posturas feministas de manera tardía, accedían a una lucha por los derechos de nosotras las mujeres. Quizás, sin saberlo, Demetrio, fue desde esa temprana edad, un horizonte que convocaba. Mi relación con él, no fue nunca de subordinación. Era un equilibrio de contenidos profundamente humanos. La ternura y la consecuencia con su rol, fueron y han sido sinceros y transparentes. Fue mi novio, desde allí, hasta la frontera con el infinito. Un amor que se ha prolongado en el tiempo. Que se ha fortalecido en el día a día. Un negro sin ningún tipo de claudicaciones. Ha luchado, desde niño, por la libertad. No como expresión retórica, sino como compromiso ineludible. Como obrero, ha mantenido su esperanza inquebrantable en una sociedad más justa. Me preñó a mis quince años. Después de un cortejo en el cual intervinimos los dos. Fue un momento de sublimación. Él y yo, trenzados en una acción hermosa. Estuvimos todo un día. De terminar y volver a empezar. Una vitalidad espiritual que guiaba su sexo y el mío. Nos recorrimos los cuerpos. Paso a paso, minuto a minuto. Exploramos zonas que no conocíamos en nuestros cuerpos. Terminamos exhaustos. Dormimos no sé cuánto tiempo. Solo sé que, al despertar, ya te sentía en mí. Ya me hablabas, con tus palabras de niño producto de la más hermosa relación que he tenido.
  • 52. 52 Después, vino la persecución. Demetrio y yo estábamos comprometidos en la lucha por los derechos humanos. Por los derechos de las minorías étnicas. Afrodescendientes, y por los nativos primarios de nuestra América. Mi formación fue a puro pulso. Lo mismo que Demetrio. Las carencias en nuestras familias, nos situaron a Demetrio y a mí, en una opción en la cual lo único posible era la vinculación a un trabajo, para coadyuvar al mantenimiento de nuestras familias. Fuimos vendedores en las calles áridas de la ciudad. Estuvimos, como jornaleros transitorios, en la recolección de café en Caldas, Risaralda y Quindío. Nuestro reto fue, siempre, no claudicar ante la adversidad. Nos mantuvimos unidos; de tal manera que no nos venciera la opción de convertirnos en sujetos desvertebrados, cercanos a la depravación. Mantuvimos enhiestas nuestras opciones de crecer y de servir a nuestros pares. Cada vez que nos entregábamos al placer de la sexualidad, nos convertíamos en los seres más dichosos de la Tierra. Demetrio me cautivaba, como la primera vez. Jornadas sin término en el tiempo. Él y yo. No ha habido zona de nuestros cuerpos que no hayamos explorado. Yo sentía que alucinaba. Demetrio y yo. En una entrega absoluta. Cuando terminábamos, nos vinculábamos al ejército de hombres y mujeres que no reconocen fronteras. Contigo creciendo en mi vientre. No sé si alguna vez nos escuchaste, en un diálogo continuo; en el cual él y yo navegábamos por mares abiertos. No había lugar a la duda. Él y yo, como expresiones de sublimación. Él y yo, a cada momento, creando nuevas formas de amarnos y de entregarnos.
  • 53. 53 Cuando tú naciste, Isaías, encontramos en ti la posibilidad de prolongarnos en el tiempo. Te tuve dentro de mí. Te hablaba, te susurraba palabras de motivación. Te requería como la continuación de nuestras vidas. No sé por qué intuyo que ya, antes te conocí. En mis sueños, te he visto en un lejano momento. Siendo tú un sujeto diferente. He tratado de hallar una explicación. Te he visto como vulnerador. Siempre apareces como hombre sin definiciones claras. Como ese interregno, en el cual nos movemos todos y todas. Sin precisar los contenidos de nuestras acciones. Con decires confusos. Como cuando no encontramos nuestra razón de ser. Hasta cierto punto, en esos sueños, te doy la razón. Porque, yo también, creo que somos escindidos. Transitando por nuestra vida y las de los demás, sin acatar a concretar nuestros roles. Es algo parecido a ese sujeto kafkiano, absurdo, pero tan real que nos absorbe y nos reivindica como producto de una sucesión de historias vividas; centradas en ese no saber por qué existimos. En una búsqueda constante. Casi perenne. Un no encontrase con uno mismo. Repitiendo momentos, cada vez más incomprensibles. Una lucha titánica con nosotros y nosotras mismos (as). Un Eros y Tanatos, a la manera freudiana. Hasta cierto punto, tú eres como ese espejo que nos retrotrae continuamente. Un mirarse hacia atrás, tratando de modificar los sitios y las acciones; pretendiendo modificar los escenarios presentes y futuros. Como una recopilación extendida de Sísifo, aquel que cada día inicia una nueva vida que no es nueva, porque es simple ejercicio de castigo. Será porque, todos los seres humanos, tenemos puntos de eclosión, de surgimiento, de vivir la vida; pero siempre nos regresamos al comienzo, a la nada; como quiera que no reconocemos ningún
  • 54. 54 punto de comienzo no racional. Por esto mismo somos, en fin de cuentas, una sumatoria de posibilidades latentes; que se concretan sin nuestra aprobación. Como si fuéramos norias que viajan sin parar; que confluyen en un vacío, parecido a los agujeros negros de que hablan los astrónomos. El hecho de no tener un dios nos coloca, a quienes así actuamos y pensamos, en sujetos angustiados, pero en capacidad de crear escenarios en donde prevalezca la confianza en sí mismos (as) como colateral a esas mismas convicciones. Sin las cuales no reconoceríamos la realidad, como independiente de nosotros y nosotras. Como Naturaleza que ha estado ahí, en proceso de evolución y desarrollo. A nosotros y nosotras, solo nos es dado entenderla y modificarla. La creación de la misma nos parece un misterio inacabado, indescifrado. Un ser o no ser. En una propuesta de blanco o negro. Los tonos grises son el equilibrio. La razón de ser de nuestro deambular por el universo. Estando aquí o allá, sin más límites que nuestras carencias para conocer, indagar y transformar. Cuando tenía tu edad, yo era una mujer definida. Ya conocía a Demetrio. Ya estaba a su lado. Ya estaba dispuesta para la preñez. Es que, para mí, el sexo es sinónimo de imaginación y de creatividad. Sin forzar ni ser forzadas. Más bien como latencias que se concretan con el ser amado o amada. Dispuestos (as) a sentir ese recorrido por nuestros cuerpos, como un elíxir que nos fortalece. Ser preñada así, adquiere un significado absoluto. En el cual no hay lugar para las vías intermedias. O se ama, o no se ama. Sin saber por qué, percibo que ya te había visto antes. Cuando tu madre, antes que yo fuera tu madre, recibía de ti acciones de
  • 55. 55 sometimiento. No se por qué, te he visto en mis sueños con sujeto confrontador del padre. Ese padre diferente a Demetrio. Cercano a aquellos machos que pervierten el ritmo del amor y de la condición de amantes. Transformándolo en vulneración; derivando en secuelas de insospechadas repercusiones. Como horadando nuestra condición de humanos; vertiendo el instinto antes que la ternura; antes que la entrega compartida y sublime. Somos Eros, en razón a eso. Tal vez, en esos sueños tú no eras eso. No eras ternura, ni potenciador de la entrega sin pausa a quien amamos. Tal vez, eras sujeto de contenido asimilado a la violencia que no desinhibe; sino que por el contrario esclaviza; en unas condiciones en donde no podemos ser sujetos y sujetas de transformación. Tu pasado, según eso, no albergaba ninguna esperanza. Era, insisto en ello, una repetición lineal. Amabas a quien era tu madre, de tal manera que ese amor se convertía en dolor, a cada paso. Como si tú orientaras el comportamiento, hacia simas insospechadas. Aquellas en las cuales muere la espiritualidad de cada sujeto y se construye, en su reemplazo, unas figuras de mármol. Así como aquellas de quien tengo referencia, al asistir con Demetrio a una proyección con ese nombre. Hombres y mujeres de mármol, trabajados (as) con un cincel que ya tiene predeterminados los ángulos y los perfiles de aquel o aquella a quienes han de construir... Me decidí a hablar con Demetrio. Veía en él la definición que mi madre hacía. Como queriendo auscultar su verdadera capacidad. Demetrio empezaba a ser, para mí, un tipo de deidad cercana a aquellas figuras míticas. Como Afrodita; como Hércules; como el gran Zeus. Quería estar a su lado, palpar su cuerpo y cerciorarme de su condición de amante pleno. Ese que Isolina siempre recuerda. Ese que la convoca a una vida siempre en crecimiento.
  • 56. 56 Diáfana, creativa, solidaria, entregada a vivir y transformar al mundo a su lado. Quería saber si, en realidad, cuando la preñó, lo hizo como culminación de un acto de profunda libertad. Quería saber si, como ella, fue partícipe de una preñez dirigida a mí. Como sujeto que soy yo, según los sueños de mi madre Isolina, Venido de un pasado en donde los avasallamientos y las vulneraciones eran cosas comunes aceptadas como válidas. Demetrio estaba en su sitio de trabajo. Un salón inmenso con hornos a lado y lado. Como operario, debía surtir el horno que le había sido asignado. Un calor insoportable. Una sensación de asfixia, que invitaba a desear los espacios abiertos, frescos. Un salón en el cual estaba acompañado por otros hombres, igual que él, atosigados por el infernal fuego. Su labor era, y sigue siendo, coadyuvar a la transformación del hierro en diferentes aleaciones. Decantando esa figuración asignada al elemento primario, según los requerimientos de la empresa. Cierto día, sin saber por qué, me asediaba un vago recuerdo. Como si yo hubiera estado, e n el pasado, como operario. Así como Demetrio. La diferencia radicaba en que, siendo yo sujeto partícipe de un proceso, ese proceso era algo así como orientar las perversiones inherentes a la desculturización. Como raponazo a nuestras vivencias. Como si yo hubiese estado al servicio de los destructores de etnias y de los elementos asociados a ellas. Siendo, así, un sujeto pervertido, auriga de los controladores. Me veía desarrollando lenguajes lineales. Pretendiendo suplantar la creatividad y la belleza de nuestros saberes ancestrales, nativos, desde antes de la invasión.