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LOS GUERREROS DE CÓMIT
Aventura en Lutecia
Rakel G. Alonso
Copyright © 2014
Rakel G. Alonso
All rights reserved.
ISBN 13: 978-1495955440
a
Porque…
“París bien vale una
misa”
SINOPSIS
Óscar, Tom y Sandra, son tres chiquillos que viven en un
pueblo de España en el año 1.979.
Una mañana de Octubre deciden hacer novillos e irse de
excursión a un bosque cercano. Su inseparable perrito Topo
va tras ellos, pero cuando se adentran en el bosque,
desaparece.
Buscando a Topo, descubren una gigantesca burbuja que
tendrán que atravesar para rescatarlo, y así realizarán el más
fantástico viaje al pasado que jamás habrían podido
sospechar:
Retrocederán al año 510 y viajarán hasta Lutecia, un pueblo
dentro de una isla donde conviven gnomos y humanos.
Con la ayuda de Lukuá, un gnomo amigo, se enteran de que
a Topo lo tiene apresado Colungo, el cruel y avaricioso jefe
del pueblo, que les pedirá un tesoro a cambio de liberar al
animal. En la búsqueda del tesoro, que según la leyenda yace
en las riberas del río, vivirán muchas aventuras y todo en un
tiempo limitado, pues su estancia en Lutecia… ¡Sólo puede
durar tres días!
INDICE
I. PLANEANDO UNA EXCURSIÓN 1
II. PERDEMOS A TOPO 22
III. EN LUTECIA CON EL GNOMO LUKUÁ 50
IV. PREPARÁNDONOS PARA VISITAR A COLUNGO 75
V. LA PRUEBA DE COLUNGO 93
VI. EL MAPA DEL TESORO 114
VII. EN BUSCA DE LA ESTATUA 134
VIII. EL QUIX, EL QUAID Y LAS SUPERVENTOSAS 152
IX. ¡PILLADOS! 166
X. LA ESTATUA Y EL TESORO 191
XI. Y OTRA VEZ, VISITAMOS A COLUNGO 216
XII. TOPO 239
XIII. UN ÚLTIMO ENSAYO 259
XIV. EL COMBATE EN LAS ARENAS DE LUTECIA 273
XV. DE VUELTA A CASA 295
1
I. PLANEANDO UNA EXCURSIÓN
Ya estaba amaneciendo. Empezaba a colarse un poco de luz
por debajo de la puerta de mi habitación, lo que significaba
que de un momento a otro, mamá la abriría y se colocaría al
lado de mi cama diciendo con voz tajante:
—¡Arriba! Llegaremos tarde al cole si no te levantas a la de…
¡Una…..! ¡Dos…! y…..¡¡¡¡Tres!!!!
En el momento de pronunciar la S, yo ya tendría la colcha de
lana que cubre mi cama enroscada encima de mis pies, y
dependiendo de qué tal hubiera pasado mamá la noche, o
bien un ataque de cosquillas por todo el cuerpo, o las
zapatillas tiradas encima de mi barriga esperando a ser
colocadas en mis pies.
Pero hoy no era necesario que ella me despertase; ya llevaba
un buen rato con los ojos abiertos. Me había despertado el
ruido del viento golpeando la ventana de mi habitación, y ya
no había vuelto a coger el sueño. Estaba emocionado,
pensando en la excursión que iba a hacer ese día antes de ir
al cole.
La señorita Teresa, que era la profe de matemáticas, lengua e
historia, nos había dicho que hoy pasaríamos la primera hora
de clase con Manu, un chico que anda por el cole haciendo
lo que se le ocurra al director en ese momento: Sacar la
basura a la puerta del cole, vigilar a los niños de 4 años
mientras su profe se va a tomar café, hacer fotocopias de
libros...
En lo único que es realmente bueno Manu, es en taekwondo.
Él es el que imparte esta actividad extraescolar los miércoles.
2
Nos cuenta que le enseñó taekwondo un vecino coreano que
tenía cuando era pequeño, y ahora él es el encargado de
enseñarnos a nosotros todas esas “técnicas de patada y
puño”, que nos ayudarán a defendernos si alguna vez lo
necesitamos. También nos pide continuamente
concentración, para conseguir equilibrio entre mente y
cuerpo. Incluso lo ha escrito en un gran cartel, y lo ha pegado
en las cuatro paredes del aula donde nos da las clases. Dice
que en esto está la clave para practicar taekwondo. No lo
entiendo mucho, pero si él lo dice, será verdad. Sí. Realmente
me gusta mucho el taekwondo. Cuando sepa un poco más,
me examinaré para cambiar de cinturón e intentaré llegar
hasta el cinturón negro, como el de Manu. De momento,
tengo cinturón blanco amarillo.
La seño se retrasaría un poco ya que tenía que ir al médico.
No nos dijo porqué, pero yo suponía que iría a por recetas
de esas pastillas que toma cada día para estar más tranquila,
como nos explica ella muchas veces. Es realmente increíble
ver lo nerviosa que se pone, cuando algún compañero de
clase no sabe cuantas son cinco más siete por dos: Abre la
boca y los ojos de par en par, y empieza a pasear por la clase
santiguándose; y no se queda quieta hasta que ha dado unas
cinco o seis vueltas, y le ha arreado un buen pescozón al que
no supo su pregunta.
Así que hoy tendría tiempo para investigar ese caminito que
hay detrás del estanco del señor Ruiz, sin tener que perder
nada realmente interesante en el cole, porque aunque lo
intente, Manu sin kimono no es capaz de conseguir que la
clase le preste un mínimo de atención, mientras nos habla de
3
los distintos tipos de setas que podemos encontrarnos en los
bosques de pinos, o de la variedad de frutos secos que caen
de los árboles en otoño. Luego me inventaría algo para
justificar mi retraso, y listo.
Sí. Sería muy emocionante investigar aquel camino de tierra,
que zigzagueaba al lado del riachuelo del pueblo por detrás
del estanco, y terminaba en el Bosque de los Gnomos. Y
realmente ya era hora de que empezase a conocer a fondo el
pueblo. No llevábamos viviendo allí mucho tiempo. Nos
habíamos mudado hace unos dos años, cuando papá perdió
su trabajo en la villa de Teis. Trabajaba en una carpintería
bastante grande con fama de construir muebles muy bonitos,
pero cuando la gente dejó de comprar casas porque todo el
mundo ya tenía una, la carpintería dejó de vender muebles, y
papá perdió su trabajo; fue entonces cuando nos fuimos al
pueblo de los abuelos, Cómit, a la casa en la que vivían ellos
hasta que se mudaron al cielo, y que ahora era nuestra,
porqué mamá no tenía ningún hermano con quien
compartirla.
Papá había decidido montar una pequeña carpintería en lo
que antes había sido una cuadra, donde el abuelo tenía vacas
y conejos, y como siempre había algún arreglo que hacer para
algún vecino, sobrevivíamos gracias a ese dinerillo que le
pagaban a papá. Eso le había oído contar a mamá a alguna
vecina.
Además, mamá tiene un pequeño huerto en la parte de atrás
de la casita, en el que cultiva tomates, lechugas, judías… y así
ahorramos mucho dinero, porque no tenemos que ir a
comprar a la tienda del pueblo que es bastante cara, le oí
4
contar también a mamá. Incluso ha comprado unas jaulas
muy grandes donde tenemos gallinas que nos dan huevos.
Recuerdo que un día abrí la puerta de una jaula para jugar
con la gallinita Pita, y se me había escapado y saltado a la
finca del vecino, el señor Estévez; menuda riña me cayó ese
día porque fue muy difícil convencerla de que volviera al
jaulón del que había salido: Se puso mi madre a correr detrás
de Pita con una caja de cartón muy grande, y por el otro lado
iba el señor Estévez gritando y levantando los brazos, en un
intento desesperado de asustarla, y que al darse la vuelta,
entrase en la caja de mamá. Al final, después de unos diez o
doce intentos la estrategia funcionó y Pita entró en la caja.
Yo creo que se divirtió tanto, que ese día puso un montón
de huevos grandes y colorados.
No me divertí yo tanto, cuando mamá como castigo me
mandó limpiar mi habitación, la de Sandra y sacar brillo a la
cubertería dorada de la abuela, que no sé si tenía más años o
polvo encima, porque estaba tan oscura, que en lugar de
dorada parecía negra; ¡Pero bueno! Son las cosas que pasan
cuando todos tus planes para pasar la tarde del sábado, son
jugar con una gallina.
Pero para hoy sí que tenía plan: Investigar el Bosque de los
Gnomos; así que ya había salido de la cama cuando mamá
abrió la puerta de mi habitación.
—¡Vaya! ¡Ya estás despierto! Me alegro mucho, porque hoy
no he pasado muy buena noche y necesito que colabores
conmigo; así que levanta a Sandra mientras yo me lavo la cara
con agua fría y me pongo rulos, para que vuelva a aparecer
debajo de estas ojeras y de estos cuatro pelos, la señora Sara.
5
¡Venga Óscar! ¡En marcha! —exclamó mamá mientras abría
las contraventanas de mi habitación, y salía después de ella
en dirección al baño.
Sí. Realmente mamá no tenía muy buena cara ese día, aunque
para haber dormido mal como ella decía, no estaba tan fea.
Bueno, yo nunca había visto fea a mamá. Es una señora alta,
delgada, de piel morena y con una larga y brillante melena
negra, que suele llevar recogida en la nuca con una gran
pinza. Siempre se queja de no tener tiempo para ella, para
salir a pasear o salir de compras; pero claro, también se queja
continuamente de que no tenemos dinero, así que no sé qué
sé que se puede comprar sin dinero.
Sandra es mi hermanita pequeña. Es una niña morenita,
delgadita y con muchos rizos en su cabeza. Mamá dice de ella
que es muy responsable, porque obedece todas sus órdenes
y le pide permiso incluso para beber un vaso de agua.
Además es una niña muy buena, y juntos nos reímos mucho
y nos lo pasamos muy bien. Creo que Sandra se parece
físicamente a papá y yo a mamá, o por lo menos, eso dicen
los vecinos del pueblo. Yo también soy bastante moreno,
alto, delgado, pero no tengo rizos en mi cabeza, y muchas
veces me olvido de pedir permiso para hacer algo, aunque
cuando mamá se entera no se enfada mucho conmigo,
porque dice que soy un niño muy bueno.
Sandra tiene cinco años, seis menos que yo, y es bastante
dormilona, pero se despierta muy feliz cuando soy yo el que
voy a despertarla. Así que como estaba deseando salir de
casa, me levanté de cama, me puse mis zapatillas de cuadros
y fui a por ella. Abrí la puerta de su habitación, entreabrí las
6
contras de madera, y me acerqué a su cama con mucho sigilo
para darle un buen susto.
—¡Sandra! ¡Arriba!!! —grité retirando la colcha de su cama.
No me lo podía creer, cuando al retirar la colcha y las mantas,
ella no estaba allí. Y él que se llevó el susto fui yo, cuando
alguien me agarró los pies consiguiendo que me
desestabilizara y fuera a parar al suelo.
—Que susto te he dado, ¿eh? Ja, ja, ja….
Era Sandra, riéndose estrepitosamente mientras yo me
incorporaba del suelo.
—Se me cayó Lisa debajo de la cama, así que estaba
buscándola cuando tú entraste, y te preparé una bromita. Ja
ja ja… —decía mi hermanita, mientras se colocaba uno de
sus muchos rizos detrás de la oreja.
Lisa es la muñeca con la que Sandra duerme desde que era
muy pequeñita. Se la había comprado papá cuando aún
vivíamos en Teis, y a mí me había regalado un balón de
fútbol, con el que algún domingo, vamos juntos a echar unos
tirillos a una destartalada portería que hay en el campo de la
iglesia. Aunque bueno, ya hace mucho que papá no tiene
tiempo para jugar conmigo porque siempre está visitando a
algún vecino para hacerle una reparación en un mueble, o en
su pequeña carpintería, fabricando algún aparato que
venderle después a un lugareño al que le guste el objeto.
—Ponte tus zapatillas Sandra, y vamos a desayunar rápido
para no llegar tarde a la escuela —le dije a mi hermanita
mientras ya me dirigía hacia la cocina.
La cocina de esta casa es más grande que la de la casa de Teis,
en la que nos dejaba vivir un señor al que papá le daba un
7
sobre con dinero cada mes. Bueno, realmente esta casa
también es más grande que la de Teis porque tiene dos pisos.
Al bajar las escaleras y cruzar la puerta de la cocina, vino a mi
nariz un rico olor a pan tostado.
—¡Qué bien! —pensé— ¡Ha vuelto a sobrar pan ayer!
Mamá siempre nos hace tostadas cuando sobra pan, porque
dice que con lo cara que está la vida, no se puede tirar nada
a la basura. Y nosotros nos ponemos muy contentos, porque
nos gustan mucho más las tostadas con mantequilla, que las
galletas reblandecidas que tenemos que desayunar cuando no
sobra pan. Y allí estaban las tostadas, colocadas en un plato
encima de la mesa. Me apresuré a sacar mantequilla de la
nevera, y a extenderla sobre una de ellas. Iba a darle un
mordisco, cuando oí a Sandra decir:
—¡¡¡Mía mía mía!!!
Así que se la dejé encima de un platito que había en la mesa
y preparé otra para mí.
Estábamos ya con el tercer mordisco, cuando entró mamá
por la cocina. Se había recogido la melena con una pinza y
pintado los ojos de verde, a juego con el color del chándal
que llevaba puesto. Francamente, estaba bastante más
favorecida que cuando se coló en mi habitación para
despertarme.
—Venga, comed pronto que enseguida llegará la señora
Hortensia a recogeros
—¡¡¡Mamá!!! —protesté—. ¡Acuérdate de que yo ya voy sólo
al cole! No hace falta que me lleve la señora Hortensia.
Al cumplir los once años, había conseguido por fin ir sólo al
colegio, y tampoco era pedir demasiado, porque el cole
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estaba muy cerca. Para llegar a él, basta con caminar unos
pocos pasos por el camino que hay delante de casa, hasta
llegar a la tienda de ultramarinos del señor Paco; en este
punto, girar a la derecha y continuar caminando todo recto.
Cruzar a la acera de enfrente en el cruce Traber y dirigirnos
hacia el estanco del señor Ruiz, desde donde empezamos a
ascender el camino de grava que conduce hasta la iglesia, y a
mitad de camino, detrás de una enorme verja de color verde,
ya está la escuela. Era muy fácil llegar.
No me perdería nunca, porque además, antes de llegar a la
tienda del señor Paco, en una casa de ladrillo un poco fea,
me espera siempre mi amigo Tom. Tom es la persona que
mejor me ha tratado desde que nos mudamos a Cómit.
Recuerdo mi primer día de cole: Al cruzar la puerta de mi
clase, un señor de mediana edad, regordete, con bigote y
gafas me dio un gran abrazo, que hizo que todos los niños
que estaban allí sentados se rieran, para después gritar:
—¡Bienvenido Óscar! Soy el señor Sr. Míguez, el director del
cole, y tu nuevo profesor de plástica, dibujo y sociales. Que
sepas que aquí te trataremos muy bien, y aprenderás tantas
cosas nuevas, que te preguntarás cada día como has
sobrevivido tanto tiempo sin saberlas. ¡Ja ja ja!
Y dicho esto, me dio una palmada en la espalda y me indicó
que me sentara en un viejo pupitre de madera, carcomido por
las termitas, al lado de Tom.
Tom o Tomas, como le llama el director poniendo un
extraño acento sobre la O, y enseñando sus cejas por encima
de las gafas, es un chico pelirrojo, de mejillas coloradas y un
poco regordete. Es más alto que yo, y le gusta mucho dibujar
9
monstruos raros y comer pasteles. “¡Es un chavalote!”, dice
siempre papá por lo grande que es, pero es tan bueno, que
otros compañeros del cole, como Nicolás, Eduardo y Jaime,
se burlan cada día de él, sabiendo que se van a echar unas
risas a su costa y Tom no va a hacer nada para defenderse:
—¿Qué has desayunado hoy, Tomy, que tienes bigotes de
chocolate? Ja ja ja…. Y ese jersey violeta tan bonito, ¿Te lo
ha hecho mamá? Yo quiero uno igual, Tomy; dile a mamá
que calcete uno para mí. Ja ja ja……….
A Tom le había contado el día anterior mis planes para ese
día, invitándolo a venir conmigo. Tom, que es un aventurero,
se apuntó a la excursión con una gran sonrisa, porque aunque
él era del pueblo y ya conocía el bosque de los Gnomos, me
dijo que hacía mucho tiempo que no iba por allí; y empezó a
soñar que nos encontrábamos una cueva secreta con un
gnomo dentro, o un unicornio sentado al lado de un árbol.
—¡Sólo espero qué no se entere mamá! —había añadido.
Tom vive sólo con su mamá. No tiene papá, porque se ahogó
pescando truchas en el río del pueblo; Según me contó Tom,
fue un día de tormenta que el río bajaba un poco crecido,
pero como a su papá le gustaba mucho pescar, cogió su caña
y su gorra naranja y se marchó a pescar al puente que cruza
el río. Tom no sabía lo que había pasado exactamente, pero
su papá nunca volvió a aparecer por casa. Su mamá lloró un
montón de días seguidos, pero de repente, una mañana de
verano despertó a Tom y le dijo:
—Ponte el bañador que nos vamos a dar un baño al río. Se
acabó estar todo el día llorando.
Y desde entonces, nunca más la vio llorar. Tom incluso me
10
cuenta que se pone una cerilla en la boca cuando pica cebolla
para no llorar. Es lo más raro que he oído en mi vida, pero
por lo menos Tom en un chico muy feliz y sonríe mucho.
—¡Óscar! ¡Despierta que aún tienes que beber el chocolate y
subir a vestirte! —exclamó mamá de repente.
¡Anda! Me había quedado ensimismado mirando el plato de
las tostadas y pensando en mi amigo Tom, así que debía
apurar, porque si no saldría tarde de casa y mamá me
obligaría a ir con la señora Hortensia. Rápidamente terminé
la segunda tostada, me bebí de un solo trago mi taza de
chocolate con leche, y corrí escaleras arriba a vestirme.
Hoy llevaría puesto el chándal del cole, ya que había gimnasia
y era obligatorio ir con camiseta blanca y chándal azul. Mamá
me lo había colocado en la butaca roja que hay al lado de la
cama. El chándal era mucho más cómodo que un pantalón
de esos de paño, que a veces me hace poner mamá porque
hace un poco de frío, y al parecer, son los que más abrigan.
Son muy ajustados y tienen una cremallera dificilísima de
bajar. De hecho, un par de veces tuve que romperla por no
conseguir bajarla y estar a punto de mearme encima, porque
de verdad que prefería volver a clase con la cremallera rota
que con el pantalón mojado; ¡Total! Debajo del mandilón no
se veía... Lo único malo, era cuando mamá se enteraba de que
la cremallera estaba rota:
—¡Tu padre no gana para cremalleras, Óscar! No puedes
esperar siempre al límite para ir al baño. Vete cuando te
entren un poco de ganas de orinar o… ¡¡¡Volveré a ponerte
pañales!!!!
Y es verdad que esperaba siempre al límite, porque no me
11
gustaba nada tener que hablar en público para pedirle
permiso al profe para ir al baño. Nicolás, Eduardo y Jaime se
reían siempre y decían alguna tontería, aún a riesgo de que el
profe les castigase o llamase la atención, porque cuanto más
me humillaban, más poder ganaban ante mis compañeros y
más jefes se hacían de la clase.
Cogí el chándal, me lo puse, y me fui al baño a hacer pis y
lavarme bien la cara. Después me miré en el espejo y revisé
que no me quedaran marcados unos bigotes marrones,
delatando el vaso de chocolate que me acababa de zampar.
Me fijé en mi pelo negro y estaba bastante despeinado, así
que cogí un peine amarillo que me había comprado mamá en
la tienda del señor Paco, me hice la raya a un lado de la
cabeza, aplasté con agua un mechón que me quedaba un
poco levantado, y me fui en busca de mamá para decirle que
ya estaba listo.
Mamá estaba en la habitación de Sandra terminando de
vestirla. Le había puesto un chándal de color rosa con un
jersey de cuello vuelto de color morado, y le estaba peinando
una cola de caballo cuando sonó el timbre.
—¡Óscar! Baja a abrir a la señora Hortensia y dile que salimos
en un minuto.
Hortensia es la mamá de Lúa, una compañera de Sandra, y la
esposa del carnicero del pueblo, el señor López. Es una
mujer bastante rolliza, de unos 50 años y siempre va vestida
con falda y chaleco, ya sea verano o invierno. Creo que piensa
que así disimula mejor los michelines que adornan su espalda,
pero realmente, aún se le siguen notando unos cuantos
bultos por su torso.
12
Hace muy buenas migas con mamá, y es quien se encarga de
llevar siempre a Sandra al cole, y hasta hace poco tiempo,
también a mí. Incluso recuerdo una vez que mamá cogió un
catarro que la tuvo en cama tres días con mucha fiebre: La
señora Hortensia se instaló cinco días en nuestra casa con
Lúa, para cuidar de todos nosotros y de mamá. Sí; era una
buena persona, y era la que estaba tras la puerta cuando la
abrí.
—¡Buenos días Óscar! —exclamó con voz chillona—.
¿Puedo hablar con tu mamá?
—¡Claro! —contesté—. Pase a la sala que ahora mismo la
llamo.
Y dicho esto, me adentré en casa en busca de mamá. No tuve
que ir muy lejos, porque ella y Sandra, ya se estaban bajando
por la escalera.
—¡Mamá! La señora Hortensia está en la sala y quiere hablar
contigo.
Mamá asintió con la cabeza y rápidamente se acercó a la sala.
—¡Buenos días! —exclamó mamá—. ¿Qué ocurre?
—Buenos días Sara. Resulta que tengo a Lúa enfermita.
Tiene mucha fiebre; no para de toser, y no puedo ausentarme
de su lado ni un minuto más. De hecho, ahora voy a avisar al
doctor que venga a casa a verla, y vuelvo corriendo a su lado,
no sea que se despierte y se ponga a llorar, o a toser; y claro,
no puedo llevar a los niños al cole. ¿Te arreglarás sin mí?
—¡Por Dios! Claro que puedo arreglarme sin ti —respondió
mamá—. ¿Pero la has dejado sóla?
—Se ha quedado con el señor Ramiro.
El señor Ramiro es un viejecito de pelo y bigote blanco, que
13
suele tocar la armónica en el porche de su casa cuando hace
sol para celebrar que vive un día más, según dice él. Es muy
buen vecino, y como ya lleva unos años jubilado, hace de
niñero cuando se lo pide cualquiera que lo necesite en el
pueblo. Aunque claro, como es un poquito mayor, tampoco
se puede abusar de su solidaridad. También es de los pocos
que tienen televisor en el pueblo, y algunas tardes de lluvia,
nos deja acercarnos a su casa a ver una película de dibujos
animados.
—¡Pues venga! ¡Corre a buscar al doctor! —ordenó mamá,
agarrando a la señora Hortensia por los hombros y
empujándola hacia la puerta—. Después me paso por tu casa
a ver qué tal sigue Lúa.
Cuando nos quedamos sólos, mamá se quedó pensativa con
la mano en la barbilla y mirando al suelo.
—¿Qué ocurre mamá? —pregunté yo.
—Que justo hoy —me contestó—, ha quedado el señor
Paco en pasar por casa a primera hora de la mañana, para
comprarme unas cuantas cajas de tomates, y si no estoy,
pensará que me he olvidado de él y se los irá a comprar a otro
vecino. No me dará una segunda oportunidad, y me da pena
ahora que por fin íbamos a empezar a hacer negocios.
—No te preocupes, mamá. ¡Yo llevaré a Sandra al cole! —
respondí emocionado, ante la posibilidad de poder
demostrarle que ya soy un niño mayor, y se puede fiar de mí
y dejarme hacer cosas que sólo hacen los niños mayores.
Además, al ver la cara de preocupación de mamá, por un
momento olvidé mis planes para ese día, y cuando los
recordé un minuto después, pensé que los reorganizaría
14
sobre la marcha. Porque claro, ahora no sería tan sencillo ir
de excursión con mi hermanita…
Dicho esto, me puse mi cazadora tejana de color azul,
mientras mamá le colocaba a Sandra una cazadora igual que
la mía, pero de color verde. Cogí las mochilas con bollos y
galletas que cada día llevamos al cole para merendar en el
recreo, y caminé en dirección a la puerta de casa.
Mamá se quedó pensativa, mirando al suelo con cara de
interrogante.
—Ayyyy… No sé qué hacer… —dijo mientras me cogía por
los brazos, y mirándome fijamente a los ojos, me
preguntaba—: ¿Puedo fiarme de ti, Óscar?
—¡Claro mamá! —exclamé— Si soy bastante mayorcito
como para ir sólo al cole, también soy bastante mayorcito
como para llevar conmigo a mi hermanita pequeña. ¡No te
preocupes!
Mamá asintió con la cabeza y le colgó a Sandra su mochila
en la espalda; después, me recordó lo que me dice cada día,
añadiendo alguna orden nueva:
—Vete siempre por la acera; mira a los dos lados de la
carretera antes de cruzar; no hables con desconocidos y
aprende mucho en el cole que te estás labrando tu futuro.
¡Ah! —gritó de repente—. Dale la mano a Sandra y no la
sueltes hasta que esté en su clase, ¿entendido?
—¡Claro que si, mamá! —repetí de nuevo.
Agarré la mano de Sandra y nos dirigimos a la puerta, no sin
antes darle cada uno un beso en la mejilla a mamá.
—¡Óscar! —gritó otra vez mamá colocándose a mi lado—.
Casi me olvido de decirte, que te he metido una cartera en la
15
mochila con el dinero que cuestan tus libros. Dáselo a la
profesora Teresa en cuanto llegues al cole, ¿vale?
—No te preocupes, mamá. Se lo daré en cuanto entre en
clase.
Dicho esto, salimos a la calle. Un viento bastante frío, típico
del mes de Octubre, acarició mi cara. Me subí la cremallera
de la cazadora, mamá hizo lo mismo con la de Sandra y
comenzamos a subir el camino que nos espera cada día al
salir de casa. Tras caminar unos veinte pasos, giré la cabeza y
vi como mamá ya se metía en el interior de casa. Aproveché
el silencio de Sandra, porque aún estaba medio dormida, para
pensar como llevaría a cabo mi excursión por el caminito que
se encontraba tras el estanco del pueblo. ¿Cómo le explicaría
a Sandra que en lugar de coger el camino de grava que lleva
a la escuela, cogeríamos el que va por detrás del estanco?
—¡Ya sé! —exclamé de repente olvidando que no estaba
sólo.
—¿Ya sabes qué? —preguntó Sandra.
—Sandra, hoy nos ha dicho la señorita Teresa que se va a
retrasar un poco —empecé a explicar—, así que podemos
dar una rápida vueltecilla por el caminito que conduce al
bosque, y buscar flores para mamá, que seguro se pondrá
muy contenta cuando las vea.
—¿Y dónde las guardamos hasta que volvamos a casa, eh,
eh, eh? —preguntó la siempre preguntona de Sandra.
—Yo me encargo de esconderlas en mi clase, no te
preocupes —exclamé rápidamente.
—¿Y si está la puerta de mi clase cerrada cuando lleguemos?
¿Cómo entro?
16
—Llamando a la puerta —respondí—, y diciéndole a tu
profe que hoy te has quedado dormida y por eso te has
retrasado un poco.
—Ahhhhh… ¡Vale! —contestó Sandra.
Lo bueno de que Sandra fuera tan pequeña, es que era muy
fácil de convencer… ¡Bueno! ¡Casi siempre! Pero está vez
parece que estaba convencida de cogerle flores a mamá.
Caminamos un poco más y divisé a Tom esperando en la
puerta de su casa. Me miró con cara de interrogante cuando
vio a mi lado a Sandra, y yo le aclaré:
—Se viene con nosotros de excursión por el bosque de los
Gnomos, porque ni mamá ni la señora Hortensia pueden
llevarla al cole, así que vendrá con nosotros a coger flores
para mamá —le dije mientras le guiñaba un ojo.
—¡Hola Tom! —exclamó Sandra con su vocecita angelical.
—Buenos días Sandra —respondió Tom, con cara de no
estar muy convencido de que llevar a mi hermanita de
expedición fuese una buena idea—. Y Topo, ¿También va a
venir con nosotros?
—¿Topo? ¿Dónde está Topo?
Al girarme un poco sobre mis talones lo vi quieto en la calle,
con las orejas tiesas, mirando para todos lados por si había
algún peligro del que debía defendernos, esperando a que
reiniciáramos la excursión. Topo es nuestro perro. Es un
cachorro de bóxer que nos regalaron el señor y la señora
Ponte hace unos dos meses, cuando al enfermar ella,
decidieron mudarse con su hija a la ciudad, y creían que una
ciudad no es buen sitio para los perros.
Así que nos lo ofrecieron y papá lo aceptó encantado,
17
diciéndoles que nos haría compañía. ¡Y vaya si nos la hace!
Me acompaña cada mañana al cole, corriendo y saltando a mi
lado. ¡Bueno! Viene al cole y a cualquier sitio que yo vaya,
porque en cuanto abro la puerta de casa para salir de ella,
Topo de repente aparece a mi lado y empieza a caminar o
correr junto a mí. No sé como lo hace, pero me oye desde su
caseta, colocada en el patio que tenemos en la parte de atrás
de casa.
Y claro, allí estaba como cada día Topo. La verdad, es que
con los cambios de última hora en mí planificada excursión,
me había olvidado de nuestro perrito. Pero al fin y al cabo,
Topo no sabe hablar, por lo que no contará nada en casa, y
además, también estará pendiente de que Sandra no se pierda
por el bosque en nuestra pequeña excursión; así que incluso
era mejor que estuviera con nosotros.
—¡También viene al bosque!— le dije a Tom y continuamos
la marcha.
Enseguida divisamos la tienda del señor Paco. Era la única
tienda que había en el pueblo, y vendía de todo: Comida,
bebida, peines, libretas… Aún estaba cerrada, y es que no
abría muy pronto ahora que había llegado el otoño, y no
quedaba ningún veraneante por el pueblo. Total, como decía
él, si algún vecino tenía una urgencia, bastaba con aporrear el
portal que está al lado del escaparate de la tienda, y en un
minuto, estaba abajo el señor Paco preguntando: ¿qué puedo
hacer por usted?
El señor Paco abriría en unos diez o veinte minutos, cuando
las mamás empiezan a volver a sus casas tras dejar a sus hijos
en el cole, y se detienen en la tienda a comprar pan, leche, o
18
lo que necesite ese día la despensa de sus casas. Hoy a lo
mejor abriría un poco más tarde, después de visitar a mamá,
y empezar a hace negocios con ella… ¡A ver si mamá tiene
suerte!
Delante de la tienda, giramos como siempre a la derecha y
pudimos comprobar cómo unos metros delante de nosotros,
apuraban el paso Nicolás y Eduardo. En el cruce Traber, se
detuvieron en seco y miraron hacia la derecha calle arriba,
esperando a que llegase Jaime, al que se unían siempre en ese
punto.
Esta parada fue suficiente para que Nicolás girase la cabeza
hacia atrás, y se diese cuenta que nos estábamos acercando a
ellos.
—¡Vaya, vaya! —exclamó en cuanto nos vio— ¡Mira a quien
tenemos aquí!
—¡Hombre! —gritó Eduardo— ¡Si son las niñeras Oscarina
y Tomasina!
Y en cuanto dijo esto, estalló en una sonora carcajada.
—Era lo que me faltaba —pensé yo—. ¿Cómo íbamos a
dirigirnos al bosque sin que esos pesados nos vieran?
Pero no tuve que pensar mucho más, porque la respuesta me
la dieron ellos.
—¡Corre Jaime! —gritó Nicolás al verlo bajar por la calle—
¡Date prisa y llegaremos antes que estas niñeras chaponas y
ganaremos puntos con Teresa!
Nicolás había olvidado que hoy Teresa se retrasaría, y en
todo caso ganarían puntos con Manu, lo que no les serviría
de mucho. Por supuesto yo no se lo recordé, y en cuanto se
unió Jaime al grupo, cruzaron la calle y empezaron a correr a
19
tal velocidad que ni Topo los pillaría.
—Bueno… —susurré—: ¡Un problema menos!
Y retomamos todos juntos la caminata. Cruzamos la calle
tras comprobar que no se acercaba ningún coche, y
empezábamos a ascender el camino de grava que lleva hasta
la escuela, cuando nos cruzamos con el señor Ruiz ya delante
del estanco.
—¡Buenos días chicos! —dijo esbozando una gran sonrisa, y
se le llenó la cara de grietas y cavidades, reflejo de que los 65
años que ya llevaba vividos, no habían sido demasiado
condescendientes con él.
Mamá me había dicho infinidad de veces que no conocía
persona a la que la vida hubiera tratado tan mal. Creo que se
quedó huérfano a los 17 años, y como no tenía más familia
que sus padres, tuvo que trabajar duro en la granja familiar,
para tener algo que comer cada día. Pero cuando una sequía
machacó al país diez años después y no tuvo con que
alimentar el ganado, fue enterrando a los animales que
morían de hambre y vendiendo a los que sobrevivían. Con el
poco dinero que consiguió juntar, emigró a un país vecino,
Francia creo recordar, a trabajar como obrero de la
construcción. Cuenta mamá, que trabajó día y noche todos
los días de la semana, hasta que se rompió un pie al caer de
una escalera cambiando la bombilla de su habitación, y
entonces decidió volver a Cómit. Aquí montó un estanco, y
es el único sitio donde yo he visto al señor Ruiz, porque ni
lo veo por la calle, ni en la Iglesia, ni en el bar del pueblo…
¡Ni lo he visto nunca en la tienda!
—¿Qué comerá? —pensé mientras me colocaba a su lado.
20
—¡Buenos días, señor Ruiz! —respondió Tom— ¿Cómo le
va la vida?
—Ya ves, muchacho. Como siempre. Tengo un nuevo
amigo: el señor Lapin.
Y diciendo esto, levantó con una mano un trapo que caía
delicadamente encima de un bulto que agarraba con la otra
mano, y pudimos observar una pequeña jaula de barrotes
blancos que, en su interior, daba cobijo a un diminuto conejo
blanco.
—¡Vaya! —exclamé— ¡Qué bonito es! ¿De dónde lo ha
sacado?
Pero no tuvo tiempo de responder, porque Topo había
estirado su cuerpo y orejas, y estaba empezando a gruñir
dejando caer un hilillo de saliva por la boca, así que decidí
que era el momento de continuar nuestra marcha.
—Opssss… ¡Debemos irnos! —dije mientras giraba el
cuerpo de Topo en dirección contraria al conejo, haciendo
un gran esfuerzo—. Ya me lo contará otro día. ¡Vamos
chicos!
Y empezamos a subir la cuesta que conducía a la escuela.
El señor Ruiz asintió con la cabeza, y cubriendo de nuevo la
jaula de Lapin, introdujo una llave en la puerta del estanco y
accedió a su interior, mientras movía su cabeza de un lado a
otro y profería una sonora carcajada.
Al comenzar a subir el camino de grava que lleva hacia el
cole, comprobamos que en ese momento no había muchos
niños por allí. Tan sólo había un grupito de niñas mayores
que nosotros, y que no se fijarían mucho en lo que hacíamos,
ya que estaban cambiándose cromos de la colección “Berta
21
va a la moda”. Berta, la protagonista del álbum, es una
muñeca delgaducha, de trenzas amarillas y ojos verdes de la
que cada estación del año, salen cromos con una nueva
colección de ropa, y claro, todas las niñas de Cómit quieren
tener todos los modelos. El señor Ruiz adora a Berta, porque
su estanco es el único sitio del pueblo donde se pueden
comprar sus cromos, y ¡mira que compran cromos esas niñas!
Y no estaban las niñas mirándonos, cuando dimos
rápidamente la vuelta y comenzamos a andar, más bien
correr sobre nuestros pasos, hasta llegar de nuevo al estanco;
comprobamos que tampoco estaba mirando el señor Ruiz,
porque ya estaba atendiendo a dos clientes, así que
bordeamos el estanco, giramos a la derecha, y comenzamos
a avanzar por el caminito de tierra que conducía al bosque.
22
II. EL BOSQUE DE LOS GNOMOS
Tras caminar a ritmo acelerado durante un buen rato, Topo
se detuvo a beber agua en el riachuelo que zigzagueaba al
lado del camino. Sandra también pidió agua, así que abrí su
mochila y le pasé la cantimplora de agua que mamá siempre
le coloca en ella. Yo también aproveché para sacar la mía y
refrescarme labios y boca, que me habían quedado secos tras
nuestra carrera matutina.
Tom hizo lo propio, y al tiempo que extraía agua de su
mochila, sacó de ella un extraño muñeco de unos 30 cm. de
longitud, de color gris azulado y con una larga melena
naranja, cuyos pelos semejaban alambres; además, estos
mismos pelos aparecían desperdigados por su cara, dotando
al feo muñeco de una desaliñada barba y un puntiagudo
bigote. El muñeco iba vestido con una extraña ropa estilo
militar, y empuñaba en su mano derecha una espada plateada,
y en la izquierda un escudo también plateado. Era bastante
feo. Bueno, realmente tenía un aspecto diabólico.
—Me he traído al guerrero Congo a la excursión. Si nos
encontramos algún monstruo, ¡Él nos defenderá! —explicó
Tom, orgulloso de su pequeño guerrero.
—¿De dónde has sacado eso? —le pregunté.
—Me lo regaló el señor Ruiz un día que le ayudé a limpiar el
estanco. Me dijo que era tan malo como feo, así que me
protegería siempre, porque la gente y los monstruos
escaparían de él si se lo enseño.
—Ahhh... Pues nos cuidará en nuestra excursión —fue todo
lo que se me ocurrió decir.
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Después de haber refrescado todos nuestras gargantas,
continuamos la travesía y nos adentramos en el bosque.
Parecía bastante extenso y estaba poblado por altos y
esbeltos pinos y abetos, que se acariciaban en sus copas
impidiendo el paso de la luz solar. Bueno, realmente ese día
no hacía mucho sol y el bosque se presentaba bastante
oscuro. Sandra se detuvo varias veces a coger pequeñas
florecillas, que encontraba en la base del tronco de los altos
árboles que nos acompañaban por el camino. Unos metros
después de habernos adentrado en el bosque, nos
encontramos un pequeño campo lleno de musgos y
helechos; también había por allí unas extrañas y grandes
flores amarillas, que hicieron las delicias de mi hermana, que
arrojó las que había ido recogiendo hasta entonces y se
dirigió rápidamente hacia ellas gritando:
—¡Qué bonitas para mamá! ¡Qué alegría le voy a dar!
Y empezó a coger todas las flores que de un tirón, le
permitían coger sus pequeñas manitas.
—¡Óscar! —gritó al cabo de un rato— ¿Dónde voy a
guardarlas?
—En tu mochila. Envuélvelas en una hoja de la libreta y ya
verás que bien se conservan.
—¡Ah! ¡Vale! —contestó, y acto seguido se descolgó la
mochila de la espalda, extrajo su pequeña libreta del cole, y
arrancó tantos folios como flores tenía en ese momento.
Bueno, aproximadamente, porque Sandra aún era pequeña y
no sabía contar muy bien.
En ese clarito del bosque, había también un grupo de rocas
clavadas en el suelo a modo de butacas, sobre las que nos
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sentamos a descansar un poco Tom y yo, mientras Sandra
sentada en el suelo, envolvía flores para mamá. Allí
descansando en silencio, escuchamos el piar de los pájaros y
supusimos que había muchos entre los árboles, porque a
veces era tan elevado el ruido que salía de sus picos, que casi
no nos oíamos al hablar.
—Oye Óscar, ¿tú crees de verdad que vamos a encontrar
algo emocionante por este bosque? No sé porque le llaman
el Bosque de los Gnomos, porque yo no he visto ni tan
siquiera una seta donde pudieran cobijarse esos pequeños
hombrecitos.
—Los Gnomos de este bosque no viven en setas, Tom —le
aclaré yo—. Viven dentro de los árboles.
—¿De verdad? —preguntó Tom mirando hacia la copa de
un árbol a ver si veía alguno.
—De verdad —respondí, y empecé a narrar una historia
mitad cierta, mitad inventada, pero lo suficientemente
creíble, como para que Tom siguiera interesado en investigar
el bosque conmigo —. Me contó en alguna ocasión el señor
Paco, que hace muchos años este bosque estaba habitado por
familias de gnomos. En total habría unos 25 personajillos
diminutos, e iban siempre vestidos de color rojo, verde y
blanco. Todas las noches, se reunían en la base del tronco de
algún árbol, para comer moras y bellotas. Después de cenar
bailaban todos juntos, mientras alguno de ellos hacía algo
parecido a música con dos palos y una piedra. Al terminar la
fiesta, se recogían todos a sus casas: Unas setas que los
protegían de la lluvia, el frío, y alguna alimaña. Creo que se
llamaban Boletus.
25
—¡Anda! —exclamó Tom—. ¿Y qué pasó? ¿Por qué no
hemos visto ningún enanito aún? ¿Dónde se han metido?
—Pasó que un día hace ya muchos años, llegó al bosque una
excursión de turistas, y entre esos turistas iba el señor Edulis,
un hombre muy aficionado a las setas. Al parecer las de este
bosque eran riquísimas, así que se llevó un montón de ellas e
invitó a mucha gente a probarlas. Y claro, enseguida se
extendió la noticia de que aquí nacían unas setas muy ricas,
así que todos los otoños se acercaba mucha gente a
recogerlas y arrancarlas, hasta que las setas dejaron de nacer
y más tarde desaparecieron.
Descansé un momento a fin de coger aire, y continué la
narración que tan bien me estaba saliendo:
—Entonces, los gnomos enanitos al perder sus viviendas,
tuvieron que buscar otro sitio donde esconderse de los
animales que se los zamparían, y empezaron a vivir en los
troncos huecos de los árboles. Allí duermen y descansan, y
por la noche, hacen fiestas en las ramas y en algún nido
abandonado de pájaros, que haya quedado por allí colocado.
Tom volvió a mirar hacia arriba, con la intención de divisar
a alguno.
—No te esfuerces —le dije—. Ahora están durmiendo. Sus
fiestas son nocturnas.
A pesar de mi comentario, Tom se incorporó rápidamente
de la piedra en la que estaba sentado, y se acercó a un árbol
para pegar la oreja al tronco, e intentar oír a un gnomo decir
algo.
—No los oirás nunca. Hablan muy, muy bajito, y con un
idioma tan extraño, que nadie ha sido capaz nunca de
26
descifrarlo —continué inventando.
—¡Anda vamos! —exclamó Tom emocionado—. Sigamos
rápido que a lo mejor nos encontramos con algún gnomo
trabajador que haya salido a buscar comida, o alguno que no
pueda dormir y fuera a buscar agua.
Y comenzó a caminar con los ojos abiertos como platos,
asiendo a Congo fuertemente con una de sus manos, y
agarrando con la otra el asa de la mochila que llevaba colgada
en la espalda. Caminó unos pasos, y se volteó en busca de
ayuda:
—Pero… ¿hacia dónde vamos ahora? —preguntó al tiempo
que señalaba hacia delante, donde el bosque era atravesado
por un camino bastante ancho de tierra, que hacía que
quedase dividido en dos nuevos bosques.
Yo levanté mis hombros dándole a entender que no tenía
preferencia por ninguno, y ordené a Sandra que viniese ya,
porque continuábamos la excursión. Sandra terminó de
guardar las flores de mamá y se acercó a nosotros, cuando de
repente, Topo se irguió, estiró su cola y sus orejas, escarbó
un poco de tierra con una pezuña, y comenzó a correr hacia
el camino de la derecha.
—¡Vamos! —les dije a mis compañeros—. ¡Topo ya ha
decidido por dónde debemos continuar!
Y echamos a correr los tres detrás de él.
—¡Topo! —grité—. ¡Espéranos!
El perro frenó en seco y esperó a que llegásemos a su lado.
—¿Qué ocurre Topo? —le pregunté mientras acariciaba su
lomo, esperando que algún movimiento de su cabeza me
indicara porqué había escogido ese camino—. ¿Has visto
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algo extraño por aquí?
—¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau guau!!!!! —fue todo lo que obtuve por
respuesta. Con la cabeza, parecía indicarme que mirase hacia
delante, y eso fue lo que hice.
Pero no vi nada que llamase mi atención. Tan sólo llamó mi
atención el suelo. Estaba salpicado de bellotas, algunas aún
verdes y otras ya roídas por algún pequeño habitante del
bosque; y de hojas secas, que empezaban a teñirlo todo de
un color marrón similar al de una tarta de chocolate con
leche.
—¡Vaya! ¡Parece que hemos cambiado de tipo de bosque! —
comenté, al dejar atrás pinos y abetos, y caminar ahora
acompañados por grandes e imponentes robles y castaños.
De repente nos detuvimos todos, al oír una especie de
ronquido de algún animal. Sandra agarró mi mano con
fuerza, mientras yo suplicaba en voz baja, que por favor, no
apareciese un oso detrás de algún roble de los muchos que
teníamos delante. Sabía que por allí no había osos ni animales
salvajes, ya que una noticia así sería contada por todo el
pueblo y yo me enteraría, pero el ruido que habíamos oído
no se correspondía con ningún animal que, al menos yo,
conociese.
También se había incomodado Topo, que apretaba con
fuerza sus dientes enseñando unos puntiagudos colmillos
semejantes a unos cuchillos recién afilados, preparados para
cortar lo que se cruce en su camino; encogió sus patas
delanteras para coger carrerilla y salió disparado, a tal
velocidad, que sólo conseguí ver sus patas traseras cuando le
grité:
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—¡Vuelve Topo!
Y le perdimos de vista tras unas rocas cubiertas de musgo,
colocadas unos metros más adelante.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tom.
—Seguirlo, ¿Qué vamos a hacer si no? —dije yo.
—¿Y si hay un oso por ahí? ¿Qué hacemos? —volvió a
preguntar Tom.
—No seas tonto, Tom. ¿Has oído a alguien en el pueblo
hablar de que viva un oso en el bosque?
—No…
—Pues sigamos entonces.
Nos acercábamos hacia el mismo lugar en el que Topo había
desaparecido, cuando de repente, se abalanzó sobre nosotros
un pequeño y extraño animal. Tenía el cuerpo de un cerdo,
o un jabalí, pero bastante más pequeño que cualquiera de
ellos, y era de un extraño color gris mezclado con violeta; su
cara, mitad humana mitad animal, era bastante singular y rara:
De forma alargada, en la parte de abajo se estrechaba
formando una especie de hocico, donde convivían el mentón
y la boca. Llevaba sus gruesos labios entreabiertos, y pudimos
ver que tras ellos asomaban dos hileras de dientes amarillos
muy afilados. Y un poco por encima, tenía dos considerables
agujeros que supuse serían la nariz. Los ojos parecían
similares a los nuestros, tal vez un poco más pequeños, y en
su cuello llevaba colocado un collar dorado.
Sandra y yo lo esquivamos, pero Tom reaccionó tarde y no
pudo evitar caer al suelo bajo el cuerpo de aquel extraño
animal. Asustado empezó a incorporase, mientras el cerdo, o
lo que quiera que fuese aquel bicho, ya había saltado, casi
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volado unos metros por encima de él, y desaparecía por el
interior del bosque de pinos que habíamos dejado atrás.
—¡¡¡Ay Señor!!! ¿Qué era eso, Óscar? —murmuró Tom con
voz temblorosa, mientras se ponía en pie y se sacudía de sus
pantalones las manchas de tierra que le había ocasionado la
caída al suelo.
—No tengo ni idea. Será un cerdo que vive en el bosque. O
una clase nueva de jabalí que se está criando por aquí. Guarda
a Congo en tu mochila, anda —le dije mientras lo recogía del
suelo y se lo entregaba.
—¿Y dónde está Topo? —preguntó Sandra.
Giré la cabeza en todas las direcciones pero no había ni rastro
de Topo.
—Pues sí que la hemos hecho buena… —pensé yo mientras
volvía a sacar agua de mi mochila para beber. ¿Cómo iba a
explicar en casa que habíamos perdido a Topo en bosque de
los Gnomos? “¿Qué hacías tú en el bosque de los Gnomos,
con Topo y con Sandra, en lugar de estar en el cole?”, me
preguntarían mamá y papá.
—No sé donde está Topo pero tenemos que movernos de
aquí, no sea que vuelva el bicho ese y le dé por mordernos
—dijo Tom con voz temblorosa, tal vez de miedo, tal vez del
susto que le metió el animal al tirarlo al suelo—. Volvamos a
la escuela.
—¿Y Topo? —preguntó de nuevo Sandra, con un hilito de
voz del que se adivinaba que no tardaría ni un minuto en
empezar a llorar.
—Sigamos su rastro —ordené yo, confiando en que Tom se
apuntara conmigo a la búsqueda de Topo.
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—¿Y volver a encontrarnos con el bicho? ¡¡¡Ni de broma!!!
—fue lo que respondió Tom a mi orden.
—¡Pero si el bicho se ha ido en dirección contraria a la que
siguió Topo! —expliqué yo—. Además, no creo que fuera
tan peligroso porque te tuvo a su alcance y no te hizo ni un
rasguño. Y llevaba un collar puesto, así que no era una animal
salvaje; seguro que tiene un dueño. Y yo creo que él nos tenía
más miedo a nosotros, que nosotros a él. Era una especie de
cerdo jabalí, y esos animales según tengo entendido, no son
peligrosos.
—A mí no me parecía tan malo el cerdolín —exclamó
Sandra.
Al oír el nombre con el que Sandra acababa de bautizar al
animal, nos miramos Tom y yo y se nos escapó una buena
carcajada. En ese momento, pasó corriendo entre nosotros
una pequeña ardilla, que un poco después se detuvo a recoger
un par de bellotas, y acto seguido, trepó a un árbol a degustar
su nuevo desayuno, supuse. Con esta agradable visión, nos
relajamos todos un poco y Tom comentó algo más tranquilo:
—Vale. Continuaremos un rato; pero rápidamente debemos
regresar al cole o cuando nos echen en falta se montará tal
jaleo que saldrán todos a buscarnos, y era lo que me faltaba,
que mamá se enterara de que me he saltado una clase.
—¡No te preocupes! —respondí—. En cuanto Topo nos
oiga llamarlo parará en seco, se acercará hasta donde
estemos, y entonces regresaremos.
Dicho esto, agarré la mano de Sandra y reiniciamos la marcha
en dirección a las rocas tras las que había desaparecido Topo.
Al llegar a ellas las bordeamos, y continuamos descendiendo
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por un pequeño sendero mientras gritábamos “Topo”
“Topo”, pero todo lo que nos llegó por respuesta para
nuestro asombro, fue un tenue gemido. Nos paramos los tres
en seco y oímos con más claridad una especie de llanto. Sí.
Estaba muy claro que allí cerca había alguien llorando.
—Es Topo llorando… —balbuceó Sandra.
—¡No seas tonta! —contesté—. ¿Cuándo has oído tú llorar
a Topo?
Y era cierto lo que le decía; yo nunca había visto llorar a
Topo. A lo sumo, todo lo que hace Topo cuando le riñe
mamá por ladrarle a una gallina y arrinconarla en su jaula, o
por morder una sábana que ha puesto a secar sobre una silla
en el huerto, es bajar la cabeza, soltar algo parecido a ¡Io,
Io!….y acostarse en el suelo con la cabeza colocada entre las
patas.
—¿Entonces quién es? —preguntó Sandra con voz más
clara.
—Pues no sé. ¡Vamos a verlo! —respondí yo con valentía, y
continuamos bajando por el sendero en dirección a los
lamentos que oíamos, y que sentíamos cada vez más
cercanos.
Dimos unos pasos más y los tres nos detuvimos en seco ante
lo que estábamos viendo:
El sendero desembocaba en una gran superficie circular, con
varios árboles y rocas por allí dispersos. Entre dos de esas
rocas, había una especie de burbuja transparente de plástico,
y tras ella, otra burbuja más grande. En el interior de la
burbuja más pequeña, y sentado sobre una roca, había un
pequeño hombrecillo. Su pelo era largo y rizado, y tenía
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además una espesa barba blanca, a juego con su melena. Era
más bien regordete y llevaba un gorro verde, combinando
con el cinturón que rodeaba su chaqueta roja. Sus pantalones
eran largos y de un blanco brillante como la nieve, bajo los
que se adivinaban unos zapatos puntiagudos y de un color
marrón, semejantes a un corcho. Supuse que tendría los
mismos años que el señor Ruiz o alguno más, y si no fuera
porque aún no es Navidad, aseguraría estar viendo a Papa
Noel.
Al vernos, se levantó rápidamente y pudimos ver que estaba
sentado sobre gran seta de color rojo con puntitos blancos.
—¡Qué extraño! —exclamé yo—. ¡Si por aquí ya no hay setas
y menos de ese tamaño!
Cuando el hombrecillo estuvo de pie, comprobamos que era
bastante pequeño. Calculé que mediría menos de un metro.
El enanito nos miraba con ojos de interrogante, pero me
pareció verle esbozar una pequeña sonrisa, mientras se
secaba las lágrimas que resbalaban por sus gordos mofletes.
Levantó la mano para saludarnos. Acto seguido se rascó la
cabeza y se agachó mirando para todos lados como si buscase
algo. Su forma de caminar, más bien de saltar, era tan
armonizada que en ocasiones parecía volar a ras del suelo.
Finalmente exclamó un tímido “voilà”, tras lo cual se agachó,
y sacó de detrás de un pequeño tronco de madera una especie
de libreta, cuya portada semejaba a una hoja de castaño pero
de mayor tamaño, e iba firmemente cosida con hierba verde
a otra hoja, que formaba la contraportada de la libreta.
Después, comenzó a caminar hacia nosotros.
—¡Pero cómo habéis tardado tanto en venir, jovencitos! —
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dijo el gracioso hombrecillo mientras se no acercaba.
Al llegar al límite de la burbuja que lo rodeaba, se detuvo.
Los tres lo mirábamos con la boca y los ojos abiertos de par
en par; Tom y yo incluso retrocedimos un poco, ante la
posibilidad de que nos atacase con la libreta que llevaba en la
mano, y que ahora se adivinaba bastante voluminosa.
—Ohhhh… ¡No os asustéis! ¡No voy a haceros nada…!
¡Anda! Si es que soy un maleducado y no me he presentado:
¡Me llamo Pékuat! —dijo con voz sonora y grave, y al oírlo
hablar, calculé que si bien no aparentaba muy viejo, si parecía
la voz de alguien bastante mayor que nosotros.
—¡Hola! —chilló Sandra emocionada.
En ese momento me di cuenta de que probablemente Sandra
lo estuviese confundiendo con Papá Noel, y por temor a que
saltase a su lado para tocarlo, di un paso adelante, la agarré
por una mano, y con el objetivo de desviar esa idea de su
cabeza, me involucré en la conversación presentándome:
—Yo soy Óscar, el hermano de Sandra —dije señalándola
con la cabeza.
—Y yo me llamo Tom —dijo mi amigo, levantando y
juntando los brazos delante de su pecho, en posición de
defensa.
—¡Encantado de conoceros a todos! —exclamó el
hombrecito con una sonrisa tan grande, que pareció como si
las comisuras de los labios tocasen sus orejas—. Oye —
continuó hablando y ahora frunciendo un poco el ceño—,
¿Habéis visto pasar por aquí a Trips?
—¿Quién es Trips? —le pregunté.
—Mi mascota —contestó Pékuat.
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—Pero, ¿qué clase de mascota? —pregunté yo de nuevo,
temiendo que su respuesta fuera un dragón o algo parecido.
—¡Trips! ¡Mi mascota! Un animal pequeñín de color malva,
bueno y gris, que lleva un collar dorado en el cuello con su
nombre. ¡Un gaspi!
—¡Cerdolín! —gritó Sandra, y al momento recordé el
extraño animal con el que nos habíamos cruzado, y que había
hecho que Tom se cayese al suelo.
Pékuat miró con cara de interrogante y continuó hablando.
—Se me ha escapado de casa cuando fui a buscar mi gorro y
creo que salió por aquí, ya que se dejó abierta la puerta que
llega hasta aquí. Estamos en la Hispania, ¿verdad?
En ese momento recordé ver en algún libro de historia que
así denominaban antiguamente los romanos a España, y cada
vez más interesado en saber quién era el personajillo con el
que estábamos hablando, comenté:
—Sí, hemos visto pasar por aquí a tu mascota. Pero… ¿tú
quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí?
—Soy Pékuat, y he llegado hasta aquí buscando a Trips… —
contestó suavemente.
—Pero… ¿Qué es eso en dónde estás metido? —preguntó
Tom, que por fin se había atrevido a hablar.
—Es mi Buryuá —respondió, y ante nuestra cara de
interrogante continuó explicando—. Es una gota de cola
mágica, que podemos inflar cuando queramos, y
desplazarnos en el espacio y tiempo durante tres horas.
—¿Cola mágica? —preguntamos los tres al unísono.
—¡Sí! —respondió—. La tenemos unos cuantos en mi
pueblo. Nos la hemos ganado al vencer a algún soldado del
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séquito de Colungo. Cuando ganas esa cola, puedes moverte
por donde quieras y descubrir nuevos mundos. Bueno, hasta
dónde las puertas del Buryuá te lleven, claro, porque según
tu edad y tú experiencia en la vida, llegarás más o menos lejos.
—¿Buryuá? —repetí aquel extraño nombre.
—¡Eso he dicho! ¡Buryuá! Para montarlo, basta con que dejes
caer una gota de cola en un plato, y la infles un poco
soplando con una caña de madera. Le dejas enganchada la
caña y termina sóla de inflarse, hasta que se hace una burbuja
bastante grande, y ya tienes abiertas las puertas de todo
durante un rato. Decidí ir a dar una vuelta por algún lugar del
mundo y de la historia, así que inflé una gota y me fui a buscar
mi gorro antes de mi viaje, momento que debió de
aprovechar Trips para escapar por una puerta.
—¿Abiertas las puertas de todo? —preguntó Tom.
—Del espacio y del tiempo. Ahora estoy en la Hispania,
pero, ¿en qué año estamos?
—Ayer oí decir a mamá, que sólo quedan tres meses para
entrar en el año 1.980 y cambiar de década, así que supongo
que estamos en el 1.979. —respondí, mientras analizaba la
frase de mamá e intentaba entender que significa cambiar de
década.
—¿El 1.979? —preguntó un poco exaltado Pékuat.
—Sí. El 1.979 —asentí yo.
—¡Cáspita! —exclamó— Nunca había llegado tan lejos. Se
ve que me estoy haciendo mayor y tengo más libertad para
moverme… —afirmó mientras se rascaba la cabeza mirando
hacia el suelo— ¿Seré ya tan mayor cómo para llegar hasta el
año 1.979?
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—¿Nunca habías llegado tan lejos…? ¿De dónde? —
pregunté yo intentando descubrir por fin quien era Pékuat y
de donde venía.
—¡De la Galia! —respondió— ¡De donde va a ser!
—¿La Galia? —repetimos todos al unísono.
—Ayyyyy…. ¿Por aquí sois un poco preguntones, no? —y
antes de que pudiésemos contestarle, continuó hablando—
Si. La Galia. Bueno a lo mejor vosotros la conocéis por otro
nombre. Esperad un momento.
Y dicho esto abrió la libreta que había cogido antes. Vimos
que su interior estaba formado por muchas hojas blancas y
brillantes, y que casi todas las hojas estaban escritas.
—¡Aquí está! —exclamó un poco acalorado— En el año
1.979, la parte de La Galia donde yo vivo se conoce como
Francia. ¿Os suena Francia?
—¡Claro! —contesté emocionado al reconocer el nombre—
El señor Ruiz le contó a mamá que estuvo viviendo en
Francia una temporada. ¿Está cerca de aquí, verdad?
—Si… Eh…. Bueno, supongo que sí…. —dijo con cara
pensativa— Pues allí es donde tengo yo mi casa. Yo vivo en
un pueblo que se llama Lutecia.
—¡Cómo mi gato! —exclamó Tom.
—¿Gato? ¿Qué es un gato? —preguntó Pékuat, mientras
colocaba los puños delante de su pecho en posición
defensiva.
—¿No sabes que es un gato? —preguntó con cara de
asombro Tom.
—¿Tienes un gato? —le pregunté yo esta vez a Tom.
—Tenía un gato que se llamaba Lutecio, pero se perdió un
37
día que mamá decidió llevarlo al basurero del pueblo a
pasear.
—Ahhhh… —contesté un poco pasmado, porque nunca
había oído a Tom hablar de su gato.
—¿Alguien me va a decir que es un gato? —grito Pékuat.
—Un gato es un animal de ojos grandes, largas uñas y que
tiene aproximadamente este tamaño —expliqué yo mientras
juntaba mis manos y dejaba abierta entre ambas un espacio
de unos 20 centímetros.
—Ah, sí, un chat.
—¿Qué es un chat? —pregunté, continuando una
conversación que más bien parecía un interrogatorio.
—Vuestro gato en mi pueblo se llama chat.
—Ahhhh… —fue todo lo que se me ocurrió decir de nuevo.
—¿Y Topo dónde está? —preguntó Sandra interrumpiendo
nuestra conversación, y recordándonos que si habíamos
llegado hasta ahí era por perseguir a nuestro perro.
—¡Topo! Lo había olvidado —exclamé yo en ese
momento—. ¿Has visto pasar por aquí a nuestro perro? —
pregunté a Pékuat, con la esperanza de que no nos contestase
que se lo acababa de zampar.
—¿Y que es un perro? —fue todo lo que obtuve por
respuesta.
—Un perro es un animal parecido al gato pero un poco más
grande… ¿Tampoco conoces a los perros?
—¡Ah! Si; ya sé. A esos sí que los he conocido en otro viaje
en el Buryuá. En mi pueblo no hay perros… ¡Claro! —gritó
de repente— ¡Ahora me explico por qué Trips pudo salir del
Buryuá!
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—Pues explícanos porque nosotros no entendemos nada —
le supliqué.
—¿Recordáis que os dije antes que el Buryuá os abre las
puertas del espacio y tiempo durante tres horas? Pues no dije
la verdad completa.
—¡Ya lo sabía yo! —acertó a decir Tom—. ¡Nos estás
tomando el pelo!
—La verdad completa —prosiguió Pékuat, ignorando el
comentario de mi amigo—, es que sólo puedo cambiar de
espacio, si otro individuo se intercambia conmigo unos
instantes después de que yo haya salido del Buryuá. Por eso
os reproché que no llegarais antes. A saber por dónde anda
en estos momentos mi pequeño Trips…. Además, ahora
entiendo que vuestra mascota tuvo que entrar aquí al tiempo
que Trips salía, porqué de otro modo, no podrían haber
atravesado la burbuja y escaparse ninguno de los dos. Así que
vuestro perro andará llamando la atención por mi pueblo.
Tom y yo nos miramos con cara de desconfianza y duda. Era
lo más raro que había oído nunca y supongo que Tom estaría
pensando lo mismo.
—¿Y por qué llamará la atención? —le pregunté.
—¿No me has oído, muchachito? Porque será el único que
pasee por allí.
—¿De verdad qué en tu pueblo no hay perros? ¿Y qué
animales hay allí?
—No hay, no. En mi pueblo hay gaspis, chats, cabras,
cerdos… ¡Ah! y los soldados de Colungo —exclamó Pékuat
con una enorme carcajada—. Ya los conoceréis. Bueno, ¿se
decide alguno a entrar ya?
39
—¿Entrar dónde? —continué preguntando yo.
—En el Buryuá…. ¿Pero no me habéis atendido mientras
hablaba? Es la única forma que tendremos de recuperar a
nuestras mascotas: Si no entra alguien, yo no puedo salir de
aquí.
—¿Y qué nos pasará si entramos ahí? —pregunté, temiendo
la respuesta que me iba a dar.
—Pues que iréis a mi pueblo en mi época, a buscar a vuestra
mascota.
Miré a Tom antes de seguir hablando.
—Mira, yo no sé lo que pretendes con esa historia tan rara
que nos cuentas pero no me apetece mucho entrar en ese
globo… ¿Y si no respiramos ahí dentro? ¿Eh? ¿Qué pasa si
no podemos respirar?
—¿Pero qué historia es esa de no poder respirar? ¿Por qué
no ibas a poder respirar aquí? ¿Te taparás la nariz o que
pasará? En Lutecia, hay días que hay una niebla muy espesa
y casi no se ve, pero se respira sin problema. Además, en este
libro están todas las instrucciones que necesitareis para
moveros por allí. Es una guía completa, que podréis
consultar cuando tengáis dudas sobre algo. La guía y mis
camaradas os protegerán… —Pékuat hizo un descanso para
coger aire y rascarse la cabeza antes de continuar—. También
se comenta que hay un tesoro enterrado en el río que cruza
mi pueblo, y que la guía explica dónde encontrarlo. De paso
que buscáis a vuestra mascota, podéis buscar el tesoro y
haceros ricos. ¡Hala venga! ¡Adentro!
Al decir esto, Pékuat encorvó los ojos mirando hacia el cielo.
Me fijé en su cara, y supuse que esto último era una historia
40
que estaba inventando, para convencernos de que
entrásemos en aquella especie de globo de chicle, pero…. ¿Y
si realmente había un tesoro en su pueblo? ¡Qué contenta se
pondría mamá si le llevamos un tesoro hoy a casa! Yo la he
visto en más de una ocasión, mirar al cielo y susurrar “que
encuentre hoy una bolsa de monedas de oro por la calle, por
favor”; no sé a quién se lo pide, pero se lo he visto hacer en
multitud de ocasiones. Y por el momento, no la ha
encontrado.
—¿Un tesoro? —gritó Tom.
—Un tesoro de incalculable valor que se encuentra perdido
en la ribera del rio Sequana. Los Parisii, unos hombres que
pasaron por allí, tenían como afición acuñar monedas de oro
y enterrarlas en los campos. Pero después, cuando el río
creció y lo inundó todo también se llevó con él estos tesoros,
así que andan por ahí escondidos. En la guía conseguiréis
datos útiles para su localización.
—¿Acu qué? —preguntó de nuevo Tom.
—Acuñar monedas. Más o menos “dibujar caras en ellas”.
—¿Y por qué no lo has buscado tú? —indagué yo, dudando
de la existencia del tesoro.
—Está prohibido para nosotros los gnomos. Sólo pueden
adueñarse del tesoro los humanos.
Tras decir esto, respiró profundamente mirando al cielo y
continuó hablando:
—Además debéis saber, que por cada hora que yo pase aquí
os corresponderá un día completo allí. Es decir, veinticuatro
horas. Así que pasaréis tres días en mi villa. Es otro de los
logros que hemos conseguido enfrentándonos a Colungo.
41
Qué el tiempo corra más despacio en el mundo al que llegue
el gnomo, que es el mismo que abandona el humano, claro.
Es lo más justo porque vivimos más años, así que no tenéis
nada que perder. Bueno, ¿Entrará alguien ahora?
—¡Espera un momento! —respondió Tom—. ¿En tu pueblo
hay más de un enano viviendo?
—¡No soy un enano, muchachito! —exclamó un poco
enfadado Pékuat—. ¡Yo soy un gnomo!
—Pero, ¿hay muchos gnomos viviendo allí? ¿Y gente como
nosotros? ¿También hay? —pregunté yo esta vez.
—¡Claro! —me contestó Pékuat—. Vivimos todos juntos y
nos llevamos muy bien.
—¿Y por qué no buscan el tesoro los humanos?
—Claro que lo han buscado, pero nadie ha sido capaz de
encontrarlo; nadie ha descifrado las pistas que da la guía para
su localización.
—Qué cosas más raras cuentas… —dije yo un poco
desolado, al no llegar a comprender la situación en la que nos
veríamos involucrados si entrábamos en aquel globo.
—¿Raro? ¿Qué es tan raro?
—¡Todo! ¡Aquí no hay enanos ni tesoros escondidos! —
respondió Tom.
—¡¡¡Qué no soy un enano!!! —gritó una vez más Pékuat
—Perdón —susurró Tom bajando la cabeza—. Quería decir
que aquí no hay gnomos.
—Sí que hay gnomos, sí. En todos los sitios, hay gnomos.
—¿En todos los sitios? ¡No no! Aquí no hay gnomos, y los
únicos gnomos que he visto yo por el mundo son los de los
cuentos —le dije.
42
—¡He dicho que sí! —exclamó Pékuat poniendo cara de
gruñón—. Los gnomos estamos en todos lados, pero no nos
dejamos ver fácilmente. A no ser que un gnomo te necesite
para algo, nunca sabrás de su existencia. ¿Me has entendido?
—Sí, sí… —respondí bajando un poco la cabeza, pero no
muy convencido con lo que acababa de oír.
—¿Y qué vamos a comer ahí dentro? —dijo Sandra de
repente, interrumpiendo nuestra discusión sobre los
gnomos.
—En mi casa tengo alimentos; Debéis entrar ya.
Escuchadme:
En cuanto entréis aquí, atravesad la puerta roja que está
colocada detrás de mí, y llegaréis a otro Buryuá más grande.
Ahí veréis que hay muchas puertas. Coged la azul, que es la
que me trajo hasta aquí y llegaréis a mi casa. Allí tengo ropa
para todos; revolved en los baúles y armarios, y la
encontraréis. No es que estéis feos así vestidos, pero
llamaríais mucho la atención por el pueblo, así que debéis de
cambiaros. También hay comida para todos, no os
preocupéis. ¡Y lo más importante! Leed detalladamente la
guía antes de salir de casa, para no llamar demasiado la
atención a los soldados de Colungo, u os apresarán y yo no
podré regresar si vosotros no estáis aquí para el intercambio.
¡Ah! ¡Casi me olvido! Según entréis, coged la guía y este bote
con la flor del tiempo —y nos mostró un pequeño bote de
cristal con una flor lila de tres pétalos—. Cuando a la flor le
caiga el último pétalo, significa que ese es el último día lejos
de vuestro pueblo; así que antes de que anochezca, deberéis
atravesar de nuevo la puerta azul para volver a aparecer aquí.
43
¿Entendido?
—Entendido. Más o menos… —dije mirando a Tom y a
Sandra, esperando que alguno diese alguna razón para
aceptar la propuesta de Pékuat o para salir de allí corriendo.
—¡Ah! ¡Casi se me olvida! Yo vivo en Lutecia en el año 510.
¡Venga! ¡Entrad!
—¿¿¿510??? —le interrumpimos Tom y yo al tiempo
—Sí. 510.
—Querrás decir 1.910 que se parece mucho a 510… —dije,
en un intento desesperado de hacer llegar algo con sentido a
mis oídos y que el enanín tan sólo hubiera errado en algún
año.
—¡He dicho 510! —gritó Pékuat— ¿Recordáis que viajo en
el espacio y tiempo, porque me he ganado un bote de cola?
Yo asentí con la cabeza y con la boca abierta, porque
realmente me costaba mucho creer lo que me estaba
contando.
—Como os decía —continuó hablando Pékuat—, vivo en
Lutecia, un pueblo muy bonito con un rio por el medio.
—Lutecia…. —repetí yo
—Seguro que no te suena porque a alguno de los muchos
camorristas provocadores que pasan por allí, le ha dado por
llamarle París, en honor a sus colegas de guerra, los Parisii;
pero en mi barrio seguimos llamándole Lutecia y será para
siempre mi amada Lutecia.
—¿Los Parisii? ¿Los del tesoro? —preguntó Tom.
—Los mismos —afirmó Pékuat.
—Si. Me suena Paris… —asentí yo, y continué interrogando
a Pékuat con la esperanza de pillarlo en una mentira y
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conocer así la verdad de todo— ¿Y cómo es la vida en el 510?
¿Y por qué no pareces un viejecito o un esqueleto si eres del
año 510?
—Ay… ¡Ya estamos con las preguntas! ¿Recordáis que el
Buryuá os traslada de un lado a otro en un momento? No sé
si parezco un viejecito, pero no parezco un esqueleto porque
no soy un esqueleto, y el Buryuá te traslada de un lado a otro
tal y como eres, ¿entendido?
Los dos asentimos con la cabeza y estábamos tan
ensimismados mirando a Pékuat, que nos asustó Sandra
cuando preguntó:
—¿Vamos a por Topo?
—Ahora mismo venís a buscarlo ¿eh? —ordenó Pékuat ya
un poco enfadado, quizás por tener que responder a tanta
pregunta—, que a estas alturas no sé dónde encontraré a
Trips. Así que preparaos para entrar. ¡Venga! ¿Quién va a
venir?
—¿Cómo que quién va a venir?
—Sólo puede entrar uno de vosotros.
—¿Sólo uno de nosotros? —respondí yo negando con la
cabeza— Aquí somos un grupo: “Los Guerreros de Cómit”.
O vamos todos o no va nadie, y te quedas sin cerdolín.
—¿Los Guerreros de Cómit? ¿Sois guerreros?
—¡¡¡No hombre!!! ¡Es una forma de hablar! Pero en grupo…
¡Somos fuertes como un guerrero! —respondí poniéndome
un poco rojo.
—Ya decía yo que no teníais pinta de guerreros…. Pero es
que en el Buryuá sólo puede entrar uno similar a mí… —dijo
Pékuat pensativo— Bueno, esperad un momento.
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Y dicho esto, abrió de nuevo su libreta, buscó una página, y
continuó hablando.
—Vamos a ver las instrucciones de “Cambio de época”.
Aquí dice: “Un gnomo saldrá del Buryuá, cuando al tiempo
uno o varios individuos similares entren; en cualquier caso,
los individuos que entren no deberán sumar más edad que
gnomo saliente”. ¡Anda! ¡Qué sorpresa! ¡No sabía que podían
entrar varios individuos al tiempo! Pero… Ya sabía yo que
no iba a ser tan sencillo. ¿Cuántos años sumáis entre los tres?
Porque yo tengo 240 años.
—¿240 años? —fuimos repitiendo uno a uno tras oírle decir
esa cifra.
—240 años he dicho. ¿Y vosotros?
—Sandra cinco; Tom y yo once, así que ni sumando ni
multiplicando por dos te alcanzamos —respondí, no muy
convencido de haber hecho bien los cálculos.
—¡Perfecto muchachitos! Pues ahora mismo abro un
agujerillo y entráis cuando yo salga; y acordaos de coger la
guía, y leedla cuando estéis en mi casa o cuando tengáis
alguna duda; coged también el bote con la flor del tiempo, y
controlar cada día los pétalos que faltan; ¡Ah! Cambiaos de
ropa antes de salir a conocer Lutecia en busca de vuestra
mascota, ¿Entendido?
—Pero… ¿Y tú no te cambias de ropa? —le pregunté,
temiendo que por respuesta me ordenara desnudarme y darle
la mía.
—No te preocupes por mí, muchacho. Sé cómo hacerme
invisible.
—¿Y tú no llevas flor del tiempo? ¿Y cómo sabrás cuando
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has de volver?
—Soy un gnomo y no necesito flor del tiempo; pero no te
preocupes, que estaré aquí puntual para hacer de nuevo el
intercambio.
—Pero sin flor del tiempo, ¿cómo sabes cuando has de
volver? —pregunté de nuevo, por temor a que no volviese el
día convenido.
—Porque soy un gnomo, y sé que tengo que regresar cuando
empiezo a oír un pitido, que no deja de sonar hasta que estoy
junto al Buryuá. Bueno, ¿nos intercambiamos? —dijo al
tiempo que sacaba de una cartera que llevaba colgada en su
cintura, una especie de aguja de calcetar como las que usa
mamá para tejer, pero un poco más pequeña.
—¿Qué es eso? —preguntó Tom al tiempo que daba un paso
hacia atrás, por temor, supongo, a un ataque del enanín.
—¿Cómo abro si no el Buryuá? —respondió Pékuat—
Necesito algo punzante para hacer una pequeña raja y poder
intercambiarme con vosotros.
—¿Y cómo ha entrado ahí Topo? Estoy seguro que él no
llevaba un cuchillo en sus patas para hacer una raja en tu
burbuja —pregunté un poco enfadado, ante la cantidad de
información que llegaba a mis oídos y que no acababa de
comprender ni digerir.
—Estoy convencido de que Trips hizo una raja con sus uñas
para salir de aquí y acercarse a tu mascota, y muy
probablemente, tu mascota entró aquí al mismo tiempo y por
la misma razón; así que al entrar uno y salir otro, el Buryuá
se cerraría, y se marcharía cada mascota por un lado para
investigar el nuevo mundo al que acababan de llegar.
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—¡Un momento! —le interrumpí— ¿Estás seguro de que
Topo ha ido a tu casa?
—¡Claro! Trips se dejó abiertas todas las puerta que usó en
el Buryuá; salió por la azul, que es la que lleva a mi casa, y
cruzó por la roja que es la que conduce hasta aquí; vuestra
mascota sólo tuvo que atravesar las puertas que Trips se
encargó de empujar antes.
—¿Y cómo no lo has visto por tu casa?
—Ayyyyy… ¿Recordáis os dije estaba buscando mi gorro
cuando se me escapó Trips? Supongo que el animalín vuestro
llegaría a mi casa, y poco después saldría a la calle por una
ventana, o por la puerta que da al huerto para conocer el
pueblo. O a lo mejor, está durmiendo al lado de la chimenea
y no me fijé en él antes de salir…
Bueno; tal vez fuera necesario creernos todo lo que nos
estaba contando y acceder al interior de aquella cosa, así que
les pregunté a mis compis:
—¿Entramos?
—¡Sííííí…! —gritó Sandra— Vamos a buscar a Topo.
—Vamos —añadió Tom subiendo sus hombros, en señal de
que no había muchas más opciones que entrar en ese sitio
tan extraño que se nos estaba ofreciendo.
—Vamos —repetí yo.
En ese momento, Pékuat saltó ágilmente hacia arriba, clavó
su aguja en la cima de la burbuja, y empezó a descender por
ella al tiempo que iba abriendo una raja. Al llegar al suelo,
exclamó:
—¡Perfecto! Os agacháis un poco y ya podéis pasar al interior
del Buryuá.
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Tras decir esto salió de la burbuja, y ya a nuestro lado,
pudimos comprobar que era un enanito como los de los
cuentos; era igual que el gnomo David, el protagonista de un
cuento que habíamos leído hace poco en la escuela. Me hizo
gracia verlo allí tan de cerca, y estuve a punto de cambiar de
idea y llevarlo por el pueblo para enseñárselo a mamá y a
papá y a los niños del cole, pero Pékuat exclamó:
—¡Entrad o yo me empezaré a borrar! No puedo salir del
Buryuá si no entra alguien en mi lugar. Son las normas.
¡Venga! ¡Adentro!
En ese instante Sandra accedió al interior, por lo que
nosotros también entramos. A nuestro paso, se cerró la raja
por la que acabábamos de pasar y supe que ya era imposible
volver atrás. Vi a Pékuat darse la vuelta en cuanto esto
ocurrió, y echar a correr bosque adentro hasta que
desapareció.
—Bueno. Aquí estamos —acertó a decir Tom.
Allí dentro, no había mucha cosa que ver. Tan sólo la guía
que nos iba a acompañar en nuestro viaje, y un bote de cristal
con la flor del tiempo. Cogí ambas cosas del suelo, y las
guardé en mi mochila.
—¡Crucemos la puerta! —ordené a mis compañeros.
Cruzamos todos la puerta roja, y aparecimos ante una nueva
burbuja de plástico, pero ésta era mayor que la que
acabábamos de dejar atrás; se trataba de un espacio redondo,
bastante grande y transparente, desde el que se veía con
claridad el bosque en el que estábamos. Lo único que me
llamó la atención, fue observar desde dentro lo que antes nos
había dicho Pékuat, y es que la burbuja estaba llena de
49
puertas. Las conté, y no pude evitar gritar:
—¡Siete puertas! ¿Por qué hay siete puertas aquí?
—¡Topo está en la azul! —exclamó Sandra.
—Si —asentí yo resignado, porque sabía que nadie iba a
contestar mi pregunta— ¿Vamos?
—¡Vamos! —contestó Tom.
Y tras decir esto, Tom le cogió a Sandra una mano al tiempo
que yo le agarraba la otra, y los tres enganchados, abrimos la
puerta azul y empezamos a caminar hacia un mundo
desconocido por nosotros.
—¿Somos los Guerreros de Cómit? —preguntó Tom de
repente.
—Bueno… —contesté— Pensé que con ese nombre me
impondría un poco más a Pékuat y nos dejaría pasar a todos.
—Pues ha funcionado. ¡Qué pasada! ¡Como me gusta ser un
guerrero!
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III. EN LUTECIA CON EL GNOMO LUKUÁ
Tras cruzar la puerta azul, recorrimos un estrecho y corto
pasillo de madera y llegamos a una nueva puerta. Nos
detuvimos ante ella, y Sandra decidida a entrar, tiró con
fuerza del cerrojo que la mantenía cerrada y la empujó. La
puerta se abrió lentamente emitiendo un fuerte y sonoro
chirrido, y accedimos al interior de la casa de Pékuat.
—¡Caray! —exclamó Tom— Es la habitación más extraña
que he visto en mi vida. ¡Se parece la cabaña del Gnomo
David de los cuentos del cole!
Tom decía esto, porque nos encontrábamos en una
habitación ovalada donde la madera era el material
dominante; incluso las paredes y el suelo eran de madera. Se
trataba de un espacio grande y abierto, donde parecía estar
colocado todo lo necesario para vivir:
En el centro de la sala, había una pequeña mesa redonda,
rodeada por unos taburetes de muy poca altura aunque con
los asientos bastante anchos, y por supuesto, todo de madera.
En una de las paredes de la habitación, pudimos ver una
chimenea de piedra aún con restos de humo, señal de que allí
había ardido fuego hasta hace poco. Sobre la chimenea, había
colocada la figura de un extraño animal de madera, que yo
no conocía. Se parecía a una cabra, pero su cara era más
parecida a nuestras caras que a las cabras del pueblo; a su
lado, había unos botes alargados con flores dentro, alguna
que otra extraña figurilla también de madera, y unos cuantos
viejos libros apilados unos encima de otros.
En una esquina, había una pequeña alacena sin puertas, en
51
cuyo interior distinguimos vasos y platos, y algún objeto cuya
utilidad yo desconocía, pero de forma similar a las ollas que
usa mamá para hacer comida. En los estantes de abajo, había
colocadas unas bolsas de papel bastante abultadas, cuyo
contenido no se veía, y algunos recipientes con frutas, como
manzanas, uvas…
Al lado de este mueble, una cortina blanca hacía las veces de
puerta y como estaba recogida en una esquina de la pared,
observamos que tras ella había otra habitación.
—Será el baño o la habitación de Pékuat —les dije a mis
compañeros, y seguí observando el extraño y acogedor lugar
al que acabábamos de llegar:
Frente a la chimenea, había un sillón de color rojo con
respaldo ovalado adaptado a la pared circular, con unos
pequeños cojines blancos y una manta depositada en él;
debajo del sillón, había extendida una gran alfombra de lana
de color marrón, decorada con flores amarillas. Parecía muy
suave, y pensé en voz alta:
—El sitio perfecto para sentarse a leer la guía.
Los demás asintieron y saltamos los tres a la alfombra,
dejando caer en la misma nuestras mochilas.
—¡Qué calentita!— exclamó Tom
—¿Cuándo buscamos a Topo?— preguntó Sandra.
—¡Vayamos por partes! —le contesté—. Recuerda que
primero debemos leer la guía y saber que nos vamos a
encontrar ahí fuera. Después buscaremos la ropa para
cambiarnos, y de paso, conoceremos un poco más la casa
donde vamos a estar alojados tres días. ¡Ahhh! —exclamé al
recordar que nuestra estancia en Lutecia era limitada—
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¿Dónde está la flor del tiempo?
Tras decir esto me levanté, alcancé mi mochila, y extraje de
ella el bote que guardaba dicha flor.
—La colocaremos aquí, ¿vale? Así la veremos continuamente
y no nos despistaremos —y la dejé encima de la chimenea—
. Y ahora, echemos un vistazo a la guía —dije mientras me
acomodaba de nuevo en el suelo con la guía entre mis manos,
y empezaba a ojearla.
La primera hoja, daba la bienvenida a los nuevos lectores y
decía que esperaba nuestra excursión en esa época fuera de
lo más agradable. Nos animaba a llevarla siempre con
nosotros, ya que nos ayudaría a no perdernos por esos
lugares. A continuación, aparecía una lista de países y de
lugares que han ido cambiando sus nombres a lo largo de los
años.
—¡Mira Tom! —grité— ¡España no existe y es un reino
visigodo! ¡Y se llama Hispania! Y los visigodos se acercaron
hasta España para…. ¡Librarnos de los bárbaros que
pretendían invadirnos!
—¿Seguro que los echaron a todos? —fue todo lo que se le
ocurrió decir a Tom— Porque estoy seguro que Nicolás,
Eduardo y Jaime son descendientes directos de algún
bárbaro.
Al decir esto los dos nos echamos a reír con una sonora
carcajada, tras la cual, Sandra aprovechó para levantarse del
suelo y muy decidida, nos dijo:
—Tengo hambre. Voy a buscar algo para comer —y
desapareció tras la cortina blanca que conducía a otra
habitación.
53
Al verla desaparecer, y temiendo lo que pudiera encontrar
Sandra en esa parte de la casa, Tom y yo nos levantamos a
toda prisa y fuimos tras ella. Llegamos a lo que supuse era la
habitación de Pékuat, ya que se trataba de una pequeña
estancia también circular, que tenía pegada a una pared una
especie de cama que parecía muy blandita, con una colcha de
color blanco colocada sobre ella. A un lado de la cama había
una pequeña mesita, con un vaso encima y un instrumento
parecido a la cafetera de mamá, pero supuse que serviría para
otra cosa porque no tenía mucho sentido una cafetera en la
mesita de noche. Junto a la mesita había una mecedora, que
tenía un pequeño cojín de color rojo y una manta con
cuadros azules y rojos enroscada sobre de ella. Pegado a la
mecedora, un pequeño armario de una sóla puerta y a otro
lado del armario, un gran baúl. Y frente a la cama otra cortina
medio abierta, a través de la cual, se entreveía un pequeño
campo con flores azules.
—¿Y dónde está la cocina de esta casa? —preguntó con cara
de asombro Sandra.
—Supongo que es la habitación en la que acabamos de estar.
No creo que Pékuat tenga cocina como la de nuestra casa.
Seguro que cocina usando la chimenea, y guarda la comida
en el armario que hay allí. Pero si tienes tanta hambre, ¿Por
qué no coges de tu mochila lo que te metió mamá para llevar
al cole?
—¡Qué bien! —gritó Sandra emocionada— ¡Me había
olvidado del bollo de mamá!
Tras decir esto, corrió a coger su mochila que había quedado
en la otra habitación, y regresó con un bollo de azúcar en su
54
mano, al que ya le había propinado un buen mordisco.
—Oye Tom, ¿buscamos ropa para cambiarnos y salir de
casa? —le pregunté, ya que estaba deseando salir a conocer
el pueblo de Pékuat.
—¡Vale! —contestó Tom, y esperó a que yo tomara la
iniciativa de investigar donde encontraríamos la ropa
adecuada para no llamar la atención en el año 510.
Asentí con mi cabeza y me dirigí hacia el armario, a investigar
que podía haber allí dentro. El armario de una sóla puerta,
era de madera, pero estaba pintado de color rojo a juego con
el cojín que había en la mecedora.
—¡Vaya! —exclamé mientras caminaba dirección al
armario—: Parece que a Pékuat le gusta mucho el color rojo.
Al colocarme frente a él, observé que era más bajito que los
de nuestra casa. Incluso me tuve que agachar un poco, para
girar la llave que había colocada en su puerta y poder abrir el
armario. Al abrirlo, me vi reflejado en un espejo que estaba
pegado detrás de la puerta, y observé que tenía bastantes
ojeras, supuse que por haberme despertado tan temprano esa
mañana. En la parte de arriba del espejo había clavada una
punta, de la que colgaba una hoja de papel amarillento
parecida a un calendario, donde aparecía escrito con letras
negras que estábamos en Octubre del año 510. “Por lo
menos no hemos cambiado de mes”, pensé mientras giraba
la cabeza hacia el interior del armario, en busca de algo
adecuado para no llamar demasiado la atención en Lutecia.
El armario estaba divido por cinco tablas a modo de estantes,
sobre las que había ropa doblada; cogí una prenda del estante
del medio, y la abrí para ver que era. Observé que acababa de
55
coger una chaqueta de color rojo como la que llevaba puesta
Pékuat y decidí probármela. Me quité mi cazadora y me puse
la chaqueta.
—¿Estoy guapo? —les pregunté a mis compañeros,
comentario que hizo que nos echáramos todos unas risas.
Decidí mirarme al espejo para ver que tal me sentaba la
chaqueta, y comprobé que, si bien me quedaba un poco corta
de mangas, valía perfectamente para salir de casa sin llamar
la atención. Al verme Sandra empezó a pedir una para ella,
así que seguí investigando el armario. En el mismo estante
del que yo había sacado la mía, había varias chaquetas
también de color rojo pero de distintos tamaños. Elegí una
que me parecía apropiada para Sandra y otra un poco más
grande para Tom. A ellos también les sentaba bastante bien
así que continué investigando los estantes del armario.
De los estantes de arriba saqué gorros y cinturones de color
azul. Al recordar que los que llevaba puestos Pékuat eran
verdes, se lo comenté a Tom:
—Fíjate Tom; no son verdes como los que llevaba Pékuat.
¿Por qué será?
—No tengo ni idea —me contestó—. A lo mejor hay
también verdes por ahí guardados.
—O a lo mejor el verde es el color que usan cuando cambian
de época… —comenté pensativo y continué mirando el
interior del armario.
En los estantes de abajo, había pantalones de un blanco tan
reluciente que casi molestaba mirar para ellos. Una vez
localizamos las tallas decidimos cambiarnos de ropa, y al
vernos todos vestidos como gnomos, nos estuvimos riendo
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durante un buen rato.
—¿Y los zapatos? —preguntó Tom, una vez nos hubimos
serenado todos.
—¡Es verdad! —exclamó Sandra— Pékuat llevaba zapatos
de punta.
Asentí con la cabeza, y miré dentro del armario a ver si los
encontraba, pero allí no estaban.
—¿Dónde guardará los zapatos? —pensé en voz alta
—Tal vez están dentro del baúl —comentó Tom, mientras
se acercaba al mismo para abrirlo.
Comprobamos que, efectivamente, Pékuat usaba el baúl a
modo de zapatero, y había encerrados gran cantidad de
zapatos de distintos tamaños, pero todos marrones y
puntiagudos. Al coger uno, comprobé que estaban hechos de
corcho o algún material similar, y que se doblaban con
facilidad. Busqué zapatos para los tres y decidí cogerlos algo
más grandes que nuestros pies, para poder calzarlos
dejándonos los tenis puestos, porque no tenía muy claro, si
podríamos caminar con algo tan blandito y no hacernos
daño.
Una vez estuvimos todos vestidos y calzados, propuse volver
a echar un vistazo a la guía para conocer mejor el sitio al que
íbamos a salir, así que regresamos todos a la primera
habitación de la casa, nos tumbamos en la alfombra, y yo cogí
el manual para ver que nos decía.
Pero aún estaba abriendo la guía cuando alguien hizo sonar
el picaporte de la puerta. Nos quedamos todos quietos,
mirándonos unos a los otros un poco atemorizados, porque
no sabíamos quién podría estar llamando.
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—¿Quién es? —preguntó Sandra.
—¡No sé! —respondí yo, que realmente no tenía ni idea de
quién podía estar al otro lado de la puerta.
Tras decir esto, volvió a sonar el picaporte.
—Sea quien sea, parece que está impaciente por entrar.
¿Abro? —pregunté mirando a Tom.
Tom asintió con la cabeza, así que me puse de pie y me
acerqué a la puerta, pensando y a la vez temiendo, a quien
me iba a encontrar detrás de ella. Cuál fue mi sorpresa,
cuando al abrirla vi allí colocado a un hombrecillo casi igual
que Pékuat.
—¿Pékuat? —fue todo lo que se me ocurrió decir.
—No soy Pékuat —contestó el hombrecillo—. Soy Lukuá.
¡Encantado de conocerte! —dijo extendiendo su mano para
que se la apretase con la mía.
Yo correspondí al gesto y me desplacé a un lado para dejarle
entrar en casa, ya que el visitante casi me estaba empujando
para cruzar la puerta. Lukuá se parecía mucho a Pékuat, tanto
físicamente como en la forma de vestir, ya que llevaba los
mismos pantalones, cinturón, gorro y chaqueta que él. La
única diferencia que pude observar, es que su pelo y barba
eran grises, no tan blancos como los de Pékuat, por lo que
supuse que sería un poco más joven que él. “Tendrá sólo 200
años”, pensé con una sonrisa.
—¿Dónde está Pékuat? —preguntó tras haber caminado
unos pasos por el interior de la sala.
—Se ha ido a nuestro pueblo a buscar a Trips —contesté
amablemente, aún no muy seguro de que la inesperada visita
estuviese de nuestro lado.
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—¿Y cuál es vuestro pueblo?
—Cómit; un pueblo que hay en la Hispania en el año 1.979
—respondí tratando de hablar su mismo lenguaje.
—¿Se ha ido a la Hispania del año 1.979? ¿A hacer qué? —
preguntó Lukuá.
—A buscar a Cerdolín —respondió Sandra.
—A buscar a Trips —aclaré yo casi al tiempo—. Ya te lo he
dicho….
—¿Se le ha escapado Trips? Ya sabía yo que ese gaspi era un
gamberrín —dijo Lukuá echándose a reír y continuó
hablando—. Bueno, y supongo que vosotros sois el cambio
que ha hecho para poder salir del Buryuá. ¿Me equivoco?
—No —respondí yo—. Bueno, quiero decir que no te
equivocas, que él ha podido salir de allí porque hemos
entrado nosotros.
—Oye, ¿Y a vosotros que se os ha perdido por aquí?
—Nosotros somos los Guerreros de Cómit, y a nosotros se
nos ha perdido Topo, nuestro perro. Se ha intercambiado
con Trips y ha venido a vuestro pueblo —intenté poner cara
de mayor al decir esto para impresionar al visitante, ya que
aún no sabía sus intenciones.
—Los Guerreros de Cómit... ¿Y que es un perro? —me
preguntó, recordándome que en Lutecia no existían los
perros.
—Nuestra mascota. Un animal parecido vuestro gaspi y que
hace “Guau guau” —contesté rápidamente, esperando no
tener que darle tanta explicación como le había dado a
Pékuat.
—¡Ah! ¡Sí! Los he conocido en un viaje que hice hace mucho,
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mucho tiempo…
—Oye —intervino de repente Tom— ¿Llamaremos mucho
la atención así vestidos por el pueblo? La ropa que llevamos
puesta es de un color diferente a la tuya.
—¡No no no! Así es como visten los humanos de Lutecia.
Estáis perfectos. Ya veo que Pékuat os ha dado bien las
instrucciones para salir a buscar a la mascota —respondió
Lukuá—. Hasta veo que habéis colocado en la chimenea “la
flor del tiempo”. Muy bien. Y oye, ¿Qué has dicho antes?
¿Sois guerreros?
—Sí, somos guerreros, pero hemos venido en son de paz —
le aclaré, por si acaso él también lo era y llevaba una espada
por ahí guardada. Así que enseguida, cambié de tema—. Oye,
¿tú eres un camarada de Pékuat?
—Camarada, colega, gnomo amigo, como quieras llamarme.
—¿Y nos vas a acompañar a buscar a Topo? Tenemos tres
días para encontrarlo, y si no nos vamos con Topo no podrá
regresar Trips, y Pékuat se pondrá muy triste… —le dije,
intentando darle un motivo para que se viniese con nosotros
y nos diera un poco de seguridad por el pueblo adelante.
—¡Claro que os voy a acompañar! Cuando uno de los
nuestros se va a otro mundo, nosotros debemos acompañar
al que llegue aquí tras el intercambio.
—¡Menos mal! —pensé yo en voz alta.
—¿Salimos entonces? —preguntó Lukuá.
—Salimos —respondí yo.
—Quiero ir al baño —dijo Sandra en el momento que
estábamos llegando a la puerta—. ¿Dónde está?
Eché una visual rápida a la sala, pero no había indicios de que
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existiera un baño por allí cerca.
—¿Dónde está el baño? —pregunté a Lukuá.
—¿Baño dentro de casa? —me respondió con cara de
asombro y asco, mientras negaba con la cabeza—. Ahí fuera
hay un patio y ahí es a donde vamos nosotros cuando lo
necesitamos. Hay hechos unos agujeritos en el campo para
que hagas lo que te apetezca. Después, bastará que cojas agua
del pozo y se la eches por encima; tapas todo con un poco
de tierra y ya está listo para otro regalito. Ja ja ja…..
—¿Fuera de casa? —pregunté un poco alborotado.
—¡Claro! ¡Pues no pretenderás hacer esas cosas aquí dentro!
Bueno, si no quieres estar al aire libre hay unos baños
públicos en la ciudad, pero más bien son empleados para
otras cosas, como hablar con gente mientras te das un baño
calentito o un masaje. Pero amigo, nosotros allí no somos
bien vistos porque no tenemos el estatus social que exigen
los soldados para entrar.
—¿Estatus? ¿Soldados? —repetí yo— ¿De qué hablas?
—Los soldados que ha puesto Colungo para vigilar que haya
orden dentro de la ciudad. Bueno, el orden que él quiere,
claro.
—¿Quién es Colungo? Ya nos habló de él Pékuat.
—Colungo es el que manda en Lutecia. Él deja vivir aquí a
los gnomos, a cambio de que no llamemos mucho la atención
y no hagamos trabajar mucho a sus soldados. Bueno, y a
cambio de que le llevemos cestas de comida todos los
sábados, claro.
—¿Y vosotros que ganáis a cambio?
—Vivir en una casa de Lutecia. Tener un techo donde
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cobijarnos cuando oscurece, o cuando nieva y hace mucho
frío, o donde reunirnos con los amiguetes y tomar unas jarras
de Mulsum.
—¿Mulsum? ¿Qué es Mulsum? —preguntó Tom, dejando en
evidencia que lo que más le interesaba de esa conversación
era algo que sonara a comida o bebida.
—Es una bebida deliciosa hecha de de vino y miel.
—¿Vino? Nosotros no tomamos vino —repliqué yo.
—¿No tomáis vino? —preguntó con cara de asombro
Pékuat.
—No. En mi pueblo sólo toman vino los mayores. Nosotros
aún vamos al cole y no podemos beber vino.
—Qué extraño… ¿Y entonces que bebéis?
—Agua y leche. ¿Conoces la leche?
—¡Ahhh! ¡Claro que sí! Deliciosa la leche de cabra con
miel…
—¿De cabra? ¿Tomáis leche de cabra? ¿Por aquí no hay
vacas? —preguntó Tom muy extrañado.
—Claro que hay vacas, muchachito, pero no son fáciles de
conseguir. En cambio, una cabra cuesta pocos sólidos.
Pékuat y yo tenemos una.
—¿Sólidos? ¿Qué es eso? —le pregunté yo, pensando me
respondería piedras o algo parecido.
—Son nuestras monedas. ¿Vosotros no las usáis?
—No; nosotros no las usamos, pero… ¿Pékuat tiene una
cabra? ¿Y dónde está?
—En el patio. Ahora debe estar durmiendo porque no la
oigo cantar.
—¿Tiene una cabra que canta? —preguntó Sandra
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emocionada.
—¡Claro muchachita! Cuando despierte, la conocerás. Ahora
no podemos despertarla o se enfadará y empezará a desafinar
mucho, y vendrán los soldados de Colungo a ver qué pasa.
—¡Espera Sandra! ¡Voy contigo! —le grité cuando la vi
empezar a caminar hacia la habitación de Pékuat, donde
antes había visto una cortina tras la cual estaba el patio. —¿A
dónde vas? —le pregunté cuando estuve a su lado.
—¡Al baño! ¿A dónde voy a ir? —me respondió toda llena
de razón.
Una vez abrimos la cortina, vimos un pequeño campo
salpicado de pequeñas florecillas azules, en el que había
colocadas dos pequeñas casetas. En un lado del campo, había
unos vegetales plantados; creo que eran zanahorias, por el
trozo de hoja verde que asoma en la tierra. Pegado a esta
plantación, en otro trozo de tierra asomaban otros vegetales,
pero no los reconocí, así que supuse que sería alguna verdura
como las que mamá cultiva en casa. En una esquina del
terreno había un alto árbol, y alrededor de él, setas rojas con
puntitos blancos de un tamaño considerable; al lado de este
árbol, un pozo como el que mamá y papá tienen en la huerta
de casa.
—¡Mirad! —exclamé con un tono de voz bastante bajo para
no despertar a la cabra— Son iguales que la seta sobre la que
estaba sentado Pékuat.
—¿Se ha llevado de viaje una seta? —preguntó Lukuá que ya
estaba a nuestro lado— Ay… Pékuat sigue siendo un
melancólico. ¡Ja ja ja!
—¿Dónde está la cabra que canta? —preguntó ahora Sandra.
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—Está durmiendo dentro de su casita —respondió Lukuá
mientras señalaba una especie de caseta hecha con madera y
situada en una esquina del campo—. Chusssss… No hagas
ruido no vaya a ser que despierte.
—¿No puedo ir a verla? —preguntó Sandra.
—Ya te ha dicho que ahora no; la verás después cuando
despierte… —contesté susurrando por temor a que se
despertara la cabra y atrajera a los soldados.
También vi muchos agujeros salpicando el campo, así que le
dije a Sandra que fuera a uno de ellos a hacer lo que tuviera
que hacer. Sandra empezó a caminar hacia los agujeros
mientras nos pedía que no mirásemos para ella. Cuando
estuvo de vuelta con nosotros, Lukuá me ordenó que sacara
agua del pozo para limpiar el “orinal” que había usado
Sandra, tras lo cual, volvimos al interior de la casa.
—Bueno ¿vamos a por Topo? —pregunté yo, que ya estaba
deseando localizarlo y en cierto modo, deseando salir a
conocer el pueblo al que acabábamos de llegar.
—Vamos pues, pero no nos olvidemos de coger la llave de
casa —dijo Lukuá, mientras cogía una llave colgada de un
clavo al lado de la puerta de la entrada.
Una vez estuvimos en la calle, comprobé que a diferencia de
Cómit, en ese pueblo hoy hacía bastante sol; me detuve a
observar desde fuera la casa de Pékuat. Tenía forma circular.
Parecía estar construida con barro, y el tejado, con tejas rojas.
—La casa es de barro. ¿No se deshace cuando llueve? —
pregunté señalándola.
—¿Casa de barro? Estas casas son de adobe, que es barro
mezclado con paja, secado al sol y colocado sobre una base
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de piedra; por tanto, no se deshacen cuando llueve. No te
preocupes por eso.
—¡No! ¡Si a mí no me preocupa! Cómo no le preocupe a
Pékuat, que es el que vive en ella…
—Además, el tejado es lo suficientemente ancho como para
que el agua de la lluvia no caiga sobre las paredes —continuó
explicando Lukuá—, así que no te preocupes.
—Si a mí no me preocupa…
—Además, el adobe aísla muy bien el ruido y el frío, por eso
es un material muy bueno para construir casas.
—¡Sí! ¡Es perfecto! Oye, ¿llueve mucho por aquí? —le
pregunté intentando cambiar de tema, y que Lukuá parase ya
de explicarme que es el adobe y que ventajas tienen las casas
de adobe.
—Si… Bueno, ¿A qué le llamas mucho?
—A lo que come Tom —respondí lo primero que se me vino
a la cabeza.
Lukuá me miró con cara de extraño, pienso que sin entender
la comparación que le acababa de hacer.
—No respondas ahora, Lukuá. Contéstame cuando le veas
comer.
—¡Eh! —protestó Tom—. ¡Qué no es para tanto! Además
mamá, dice que tengo que comer que estoy creciendo.
—Ya ya… —dije, y seguí observando la casa de Pékuat.
Comprobé que la puerta era de color rojo igual, que la
chimenea que sobresalía por el tejado. “Típica casa de un
enanito”, pensé mientras comenzamos a descender la calle.
Las casas que nos acompañaban durante el descenso eran
exactamente iguales a la de Pékuat, salvo el color de sus
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puertas, ya que las había verdes, azules, violetas…
—¡Ahí vivo yo! —comentó Lukuá señalando una casa con la
puerta de color verde.
El paisaje era realmente bonito y ante él, no pude evitar decir:
—Qué lugar tan bonito para vivir, Lukuá.
—Sí. Es bonito, pero sería más bonito si no mandara en él
Colungo.
Dijo esta frase tan bajito, que le pregunté:
—¿Qué has dicho?
—Chsssssss… —respondió mientras se llevaba un dedo a la
boca, y me indicaba con la cabeza que mirase hacia un lado
de la calle.
Al dirigir la mirada hacia donde me indicaba, pude ver una
cabaña redonda también hecha en adobe y con una puerta de
madera, encima de la que colgaba un cartel en el que se podía
leer la palabra Bar. Delante de la puerta, estaban colocados
dos hombres bastante corpulentos, vestidos con pantalón
negro, camisa blanca y chaleco gris. Cada hombre empuñaba
un escudo, y llevaba colgando de un cinturón gris, una
reluciente espada.
—¡Buenos días! —les dijo Lukuá mirando hacia ellos.
—¡Continúen andando! —fue todo lo que respondió uno de
ellos.
Hicimos caso y continuamos andando. Cuando ya los
habíamos perdido de vista, Lukuá nos explicó quiénes eran.
—Son los soldados de Colungo. Vienen todos los días en
grupo, a beber al bar de nuestro colega Pírit. Unos cuantos
entran a beber y dos vigilan que fuera haya orden. Se van
turnando hasta que han bebido todos.
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LOS GUERREROS DE CÓMIT. Aventura en Lutecia

  • 1. [Escribir texto] LOS GUERREROS DE CÓMIT Aventura en Lutecia Rakel G. Alonso
  • 2. Copyright © 2014 Rakel G. Alonso All rights reserved. ISBN 13: 978-1495955440
  • 4.
  • 5. SINOPSIS Óscar, Tom y Sandra, son tres chiquillos que viven en un pueblo de España en el año 1.979. Una mañana de Octubre deciden hacer novillos e irse de excursión a un bosque cercano. Su inseparable perrito Topo va tras ellos, pero cuando se adentran en el bosque, desaparece. Buscando a Topo, descubren una gigantesca burbuja que tendrán que atravesar para rescatarlo, y así realizarán el más fantástico viaje al pasado que jamás habrían podido sospechar: Retrocederán al año 510 y viajarán hasta Lutecia, un pueblo dentro de una isla donde conviven gnomos y humanos. Con la ayuda de Lukuá, un gnomo amigo, se enteran de que a Topo lo tiene apresado Colungo, el cruel y avaricioso jefe del pueblo, que les pedirá un tesoro a cambio de liberar al animal. En la búsqueda del tesoro, que según la leyenda yace en las riberas del río, vivirán muchas aventuras y todo en un tiempo limitado, pues su estancia en Lutecia… ¡Sólo puede durar tres días!
  • 6. INDICE I. PLANEANDO UNA EXCURSIÓN 1 II. PERDEMOS A TOPO 22 III. EN LUTECIA CON EL GNOMO LUKUÁ 50 IV. PREPARÁNDONOS PARA VISITAR A COLUNGO 75 V. LA PRUEBA DE COLUNGO 93 VI. EL MAPA DEL TESORO 114 VII. EN BUSCA DE LA ESTATUA 134 VIII. EL QUIX, EL QUAID Y LAS SUPERVENTOSAS 152 IX. ¡PILLADOS! 166 X. LA ESTATUA Y EL TESORO 191 XI. Y OTRA VEZ, VISITAMOS A COLUNGO 216 XII. TOPO 239 XIII. UN ÚLTIMO ENSAYO 259 XIV. EL COMBATE EN LAS ARENAS DE LUTECIA 273 XV. DE VUELTA A CASA 295
  • 7.
  • 8.
  • 9. 1 I. PLANEANDO UNA EXCURSIÓN Ya estaba amaneciendo. Empezaba a colarse un poco de luz por debajo de la puerta de mi habitación, lo que significaba que de un momento a otro, mamá la abriría y se colocaría al lado de mi cama diciendo con voz tajante: —¡Arriba! Llegaremos tarde al cole si no te levantas a la de… ¡Una…..! ¡Dos…! y…..¡¡¡¡Tres!!!! En el momento de pronunciar la S, yo ya tendría la colcha de lana que cubre mi cama enroscada encima de mis pies, y dependiendo de qué tal hubiera pasado mamá la noche, o bien un ataque de cosquillas por todo el cuerpo, o las zapatillas tiradas encima de mi barriga esperando a ser colocadas en mis pies. Pero hoy no era necesario que ella me despertase; ya llevaba un buen rato con los ojos abiertos. Me había despertado el ruido del viento golpeando la ventana de mi habitación, y ya no había vuelto a coger el sueño. Estaba emocionado, pensando en la excursión que iba a hacer ese día antes de ir al cole. La señorita Teresa, que era la profe de matemáticas, lengua e historia, nos había dicho que hoy pasaríamos la primera hora de clase con Manu, un chico que anda por el cole haciendo lo que se le ocurra al director en ese momento: Sacar la basura a la puerta del cole, vigilar a los niños de 4 años mientras su profe se va a tomar café, hacer fotocopias de libros... En lo único que es realmente bueno Manu, es en taekwondo. Él es el que imparte esta actividad extraescolar los miércoles.
  • 10. 2 Nos cuenta que le enseñó taekwondo un vecino coreano que tenía cuando era pequeño, y ahora él es el encargado de enseñarnos a nosotros todas esas “técnicas de patada y puño”, que nos ayudarán a defendernos si alguna vez lo necesitamos. También nos pide continuamente concentración, para conseguir equilibrio entre mente y cuerpo. Incluso lo ha escrito en un gran cartel, y lo ha pegado en las cuatro paredes del aula donde nos da las clases. Dice que en esto está la clave para practicar taekwondo. No lo entiendo mucho, pero si él lo dice, será verdad. Sí. Realmente me gusta mucho el taekwondo. Cuando sepa un poco más, me examinaré para cambiar de cinturón e intentaré llegar hasta el cinturón negro, como el de Manu. De momento, tengo cinturón blanco amarillo. La seño se retrasaría un poco ya que tenía que ir al médico. No nos dijo porqué, pero yo suponía que iría a por recetas de esas pastillas que toma cada día para estar más tranquila, como nos explica ella muchas veces. Es realmente increíble ver lo nerviosa que se pone, cuando algún compañero de clase no sabe cuantas son cinco más siete por dos: Abre la boca y los ojos de par en par, y empieza a pasear por la clase santiguándose; y no se queda quieta hasta que ha dado unas cinco o seis vueltas, y le ha arreado un buen pescozón al que no supo su pregunta. Así que hoy tendría tiempo para investigar ese caminito que hay detrás del estanco del señor Ruiz, sin tener que perder nada realmente interesante en el cole, porque aunque lo intente, Manu sin kimono no es capaz de conseguir que la clase le preste un mínimo de atención, mientras nos habla de
  • 11. 3 los distintos tipos de setas que podemos encontrarnos en los bosques de pinos, o de la variedad de frutos secos que caen de los árboles en otoño. Luego me inventaría algo para justificar mi retraso, y listo. Sí. Sería muy emocionante investigar aquel camino de tierra, que zigzagueaba al lado del riachuelo del pueblo por detrás del estanco, y terminaba en el Bosque de los Gnomos. Y realmente ya era hora de que empezase a conocer a fondo el pueblo. No llevábamos viviendo allí mucho tiempo. Nos habíamos mudado hace unos dos años, cuando papá perdió su trabajo en la villa de Teis. Trabajaba en una carpintería bastante grande con fama de construir muebles muy bonitos, pero cuando la gente dejó de comprar casas porque todo el mundo ya tenía una, la carpintería dejó de vender muebles, y papá perdió su trabajo; fue entonces cuando nos fuimos al pueblo de los abuelos, Cómit, a la casa en la que vivían ellos hasta que se mudaron al cielo, y que ahora era nuestra, porqué mamá no tenía ningún hermano con quien compartirla. Papá había decidido montar una pequeña carpintería en lo que antes había sido una cuadra, donde el abuelo tenía vacas y conejos, y como siempre había algún arreglo que hacer para algún vecino, sobrevivíamos gracias a ese dinerillo que le pagaban a papá. Eso le había oído contar a mamá a alguna vecina. Además, mamá tiene un pequeño huerto en la parte de atrás de la casita, en el que cultiva tomates, lechugas, judías… y así ahorramos mucho dinero, porque no tenemos que ir a comprar a la tienda del pueblo que es bastante cara, le oí
  • 12. 4 contar también a mamá. Incluso ha comprado unas jaulas muy grandes donde tenemos gallinas que nos dan huevos. Recuerdo que un día abrí la puerta de una jaula para jugar con la gallinita Pita, y se me había escapado y saltado a la finca del vecino, el señor Estévez; menuda riña me cayó ese día porque fue muy difícil convencerla de que volviera al jaulón del que había salido: Se puso mi madre a correr detrás de Pita con una caja de cartón muy grande, y por el otro lado iba el señor Estévez gritando y levantando los brazos, en un intento desesperado de asustarla, y que al darse la vuelta, entrase en la caja de mamá. Al final, después de unos diez o doce intentos la estrategia funcionó y Pita entró en la caja. Yo creo que se divirtió tanto, que ese día puso un montón de huevos grandes y colorados. No me divertí yo tanto, cuando mamá como castigo me mandó limpiar mi habitación, la de Sandra y sacar brillo a la cubertería dorada de la abuela, que no sé si tenía más años o polvo encima, porque estaba tan oscura, que en lugar de dorada parecía negra; ¡Pero bueno! Son las cosas que pasan cuando todos tus planes para pasar la tarde del sábado, son jugar con una gallina. Pero para hoy sí que tenía plan: Investigar el Bosque de los Gnomos; así que ya había salido de la cama cuando mamá abrió la puerta de mi habitación. —¡Vaya! ¡Ya estás despierto! Me alegro mucho, porque hoy no he pasado muy buena noche y necesito que colabores conmigo; así que levanta a Sandra mientras yo me lavo la cara con agua fría y me pongo rulos, para que vuelva a aparecer debajo de estas ojeras y de estos cuatro pelos, la señora Sara.
  • 13. 5 ¡Venga Óscar! ¡En marcha! —exclamó mamá mientras abría las contraventanas de mi habitación, y salía después de ella en dirección al baño. Sí. Realmente mamá no tenía muy buena cara ese día, aunque para haber dormido mal como ella decía, no estaba tan fea. Bueno, yo nunca había visto fea a mamá. Es una señora alta, delgada, de piel morena y con una larga y brillante melena negra, que suele llevar recogida en la nuca con una gran pinza. Siempre se queja de no tener tiempo para ella, para salir a pasear o salir de compras; pero claro, también se queja continuamente de que no tenemos dinero, así que no sé qué sé que se puede comprar sin dinero. Sandra es mi hermanita pequeña. Es una niña morenita, delgadita y con muchos rizos en su cabeza. Mamá dice de ella que es muy responsable, porque obedece todas sus órdenes y le pide permiso incluso para beber un vaso de agua. Además es una niña muy buena, y juntos nos reímos mucho y nos lo pasamos muy bien. Creo que Sandra se parece físicamente a papá y yo a mamá, o por lo menos, eso dicen los vecinos del pueblo. Yo también soy bastante moreno, alto, delgado, pero no tengo rizos en mi cabeza, y muchas veces me olvido de pedir permiso para hacer algo, aunque cuando mamá se entera no se enfada mucho conmigo, porque dice que soy un niño muy bueno. Sandra tiene cinco años, seis menos que yo, y es bastante dormilona, pero se despierta muy feliz cuando soy yo el que voy a despertarla. Así que como estaba deseando salir de casa, me levanté de cama, me puse mis zapatillas de cuadros y fui a por ella. Abrí la puerta de su habitación, entreabrí las
  • 14. 6 contras de madera, y me acerqué a su cama con mucho sigilo para darle un buen susto. —¡Sandra! ¡Arriba!!! —grité retirando la colcha de su cama. No me lo podía creer, cuando al retirar la colcha y las mantas, ella no estaba allí. Y él que se llevó el susto fui yo, cuando alguien me agarró los pies consiguiendo que me desestabilizara y fuera a parar al suelo. —Que susto te he dado, ¿eh? Ja, ja, ja…. Era Sandra, riéndose estrepitosamente mientras yo me incorporaba del suelo. —Se me cayó Lisa debajo de la cama, así que estaba buscándola cuando tú entraste, y te preparé una bromita. Ja ja ja… —decía mi hermanita, mientras se colocaba uno de sus muchos rizos detrás de la oreja. Lisa es la muñeca con la que Sandra duerme desde que era muy pequeñita. Se la había comprado papá cuando aún vivíamos en Teis, y a mí me había regalado un balón de fútbol, con el que algún domingo, vamos juntos a echar unos tirillos a una destartalada portería que hay en el campo de la iglesia. Aunque bueno, ya hace mucho que papá no tiene tiempo para jugar conmigo porque siempre está visitando a algún vecino para hacerle una reparación en un mueble, o en su pequeña carpintería, fabricando algún aparato que venderle después a un lugareño al que le guste el objeto. —Ponte tus zapatillas Sandra, y vamos a desayunar rápido para no llegar tarde a la escuela —le dije a mi hermanita mientras ya me dirigía hacia la cocina. La cocina de esta casa es más grande que la de la casa de Teis, en la que nos dejaba vivir un señor al que papá le daba un
  • 15. 7 sobre con dinero cada mes. Bueno, realmente esta casa también es más grande que la de Teis porque tiene dos pisos. Al bajar las escaleras y cruzar la puerta de la cocina, vino a mi nariz un rico olor a pan tostado. —¡Qué bien! —pensé— ¡Ha vuelto a sobrar pan ayer! Mamá siempre nos hace tostadas cuando sobra pan, porque dice que con lo cara que está la vida, no se puede tirar nada a la basura. Y nosotros nos ponemos muy contentos, porque nos gustan mucho más las tostadas con mantequilla, que las galletas reblandecidas que tenemos que desayunar cuando no sobra pan. Y allí estaban las tostadas, colocadas en un plato encima de la mesa. Me apresuré a sacar mantequilla de la nevera, y a extenderla sobre una de ellas. Iba a darle un mordisco, cuando oí a Sandra decir: —¡¡¡Mía mía mía!!! Así que se la dejé encima de un platito que había en la mesa y preparé otra para mí. Estábamos ya con el tercer mordisco, cuando entró mamá por la cocina. Se había recogido la melena con una pinza y pintado los ojos de verde, a juego con el color del chándal que llevaba puesto. Francamente, estaba bastante más favorecida que cuando se coló en mi habitación para despertarme. —Venga, comed pronto que enseguida llegará la señora Hortensia a recogeros —¡¡¡Mamá!!! —protesté—. ¡Acuérdate de que yo ya voy sólo al cole! No hace falta que me lleve la señora Hortensia. Al cumplir los once años, había conseguido por fin ir sólo al colegio, y tampoco era pedir demasiado, porque el cole
  • 16. 8 estaba muy cerca. Para llegar a él, basta con caminar unos pocos pasos por el camino que hay delante de casa, hasta llegar a la tienda de ultramarinos del señor Paco; en este punto, girar a la derecha y continuar caminando todo recto. Cruzar a la acera de enfrente en el cruce Traber y dirigirnos hacia el estanco del señor Ruiz, desde donde empezamos a ascender el camino de grava que conduce hasta la iglesia, y a mitad de camino, detrás de una enorme verja de color verde, ya está la escuela. Era muy fácil llegar. No me perdería nunca, porque además, antes de llegar a la tienda del señor Paco, en una casa de ladrillo un poco fea, me espera siempre mi amigo Tom. Tom es la persona que mejor me ha tratado desde que nos mudamos a Cómit. Recuerdo mi primer día de cole: Al cruzar la puerta de mi clase, un señor de mediana edad, regordete, con bigote y gafas me dio un gran abrazo, que hizo que todos los niños que estaban allí sentados se rieran, para después gritar: —¡Bienvenido Óscar! Soy el señor Sr. Míguez, el director del cole, y tu nuevo profesor de plástica, dibujo y sociales. Que sepas que aquí te trataremos muy bien, y aprenderás tantas cosas nuevas, que te preguntarás cada día como has sobrevivido tanto tiempo sin saberlas. ¡Ja ja ja! Y dicho esto, me dio una palmada en la espalda y me indicó que me sentara en un viejo pupitre de madera, carcomido por las termitas, al lado de Tom. Tom o Tomas, como le llama el director poniendo un extraño acento sobre la O, y enseñando sus cejas por encima de las gafas, es un chico pelirrojo, de mejillas coloradas y un poco regordete. Es más alto que yo, y le gusta mucho dibujar
  • 17. 9 monstruos raros y comer pasteles. “¡Es un chavalote!”, dice siempre papá por lo grande que es, pero es tan bueno, que otros compañeros del cole, como Nicolás, Eduardo y Jaime, se burlan cada día de él, sabiendo que se van a echar unas risas a su costa y Tom no va a hacer nada para defenderse: —¿Qué has desayunado hoy, Tomy, que tienes bigotes de chocolate? Ja ja ja…. Y ese jersey violeta tan bonito, ¿Te lo ha hecho mamá? Yo quiero uno igual, Tomy; dile a mamá que calcete uno para mí. Ja ja ja………. A Tom le había contado el día anterior mis planes para ese día, invitándolo a venir conmigo. Tom, que es un aventurero, se apuntó a la excursión con una gran sonrisa, porque aunque él era del pueblo y ya conocía el bosque de los Gnomos, me dijo que hacía mucho tiempo que no iba por allí; y empezó a soñar que nos encontrábamos una cueva secreta con un gnomo dentro, o un unicornio sentado al lado de un árbol. —¡Sólo espero qué no se entere mamá! —había añadido. Tom vive sólo con su mamá. No tiene papá, porque se ahogó pescando truchas en el río del pueblo; Según me contó Tom, fue un día de tormenta que el río bajaba un poco crecido, pero como a su papá le gustaba mucho pescar, cogió su caña y su gorra naranja y se marchó a pescar al puente que cruza el río. Tom no sabía lo que había pasado exactamente, pero su papá nunca volvió a aparecer por casa. Su mamá lloró un montón de días seguidos, pero de repente, una mañana de verano despertó a Tom y le dijo: —Ponte el bañador que nos vamos a dar un baño al río. Se acabó estar todo el día llorando. Y desde entonces, nunca más la vio llorar. Tom incluso me
  • 18. 10 cuenta que se pone una cerilla en la boca cuando pica cebolla para no llorar. Es lo más raro que he oído en mi vida, pero por lo menos Tom en un chico muy feliz y sonríe mucho. —¡Óscar! ¡Despierta que aún tienes que beber el chocolate y subir a vestirte! —exclamó mamá de repente. ¡Anda! Me había quedado ensimismado mirando el plato de las tostadas y pensando en mi amigo Tom, así que debía apurar, porque si no saldría tarde de casa y mamá me obligaría a ir con la señora Hortensia. Rápidamente terminé la segunda tostada, me bebí de un solo trago mi taza de chocolate con leche, y corrí escaleras arriba a vestirme. Hoy llevaría puesto el chándal del cole, ya que había gimnasia y era obligatorio ir con camiseta blanca y chándal azul. Mamá me lo había colocado en la butaca roja que hay al lado de la cama. El chándal era mucho más cómodo que un pantalón de esos de paño, que a veces me hace poner mamá porque hace un poco de frío, y al parecer, son los que más abrigan. Son muy ajustados y tienen una cremallera dificilísima de bajar. De hecho, un par de veces tuve que romperla por no conseguir bajarla y estar a punto de mearme encima, porque de verdad que prefería volver a clase con la cremallera rota que con el pantalón mojado; ¡Total! Debajo del mandilón no se veía... Lo único malo, era cuando mamá se enteraba de que la cremallera estaba rota: —¡Tu padre no gana para cremalleras, Óscar! No puedes esperar siempre al límite para ir al baño. Vete cuando te entren un poco de ganas de orinar o… ¡¡¡Volveré a ponerte pañales!!!! Y es verdad que esperaba siempre al límite, porque no me
  • 19. 11 gustaba nada tener que hablar en público para pedirle permiso al profe para ir al baño. Nicolás, Eduardo y Jaime se reían siempre y decían alguna tontería, aún a riesgo de que el profe les castigase o llamase la atención, porque cuanto más me humillaban, más poder ganaban ante mis compañeros y más jefes se hacían de la clase. Cogí el chándal, me lo puse, y me fui al baño a hacer pis y lavarme bien la cara. Después me miré en el espejo y revisé que no me quedaran marcados unos bigotes marrones, delatando el vaso de chocolate que me acababa de zampar. Me fijé en mi pelo negro y estaba bastante despeinado, así que cogí un peine amarillo que me había comprado mamá en la tienda del señor Paco, me hice la raya a un lado de la cabeza, aplasté con agua un mechón que me quedaba un poco levantado, y me fui en busca de mamá para decirle que ya estaba listo. Mamá estaba en la habitación de Sandra terminando de vestirla. Le había puesto un chándal de color rosa con un jersey de cuello vuelto de color morado, y le estaba peinando una cola de caballo cuando sonó el timbre. —¡Óscar! Baja a abrir a la señora Hortensia y dile que salimos en un minuto. Hortensia es la mamá de Lúa, una compañera de Sandra, y la esposa del carnicero del pueblo, el señor López. Es una mujer bastante rolliza, de unos 50 años y siempre va vestida con falda y chaleco, ya sea verano o invierno. Creo que piensa que así disimula mejor los michelines que adornan su espalda, pero realmente, aún se le siguen notando unos cuantos bultos por su torso.
  • 20. 12 Hace muy buenas migas con mamá, y es quien se encarga de llevar siempre a Sandra al cole, y hasta hace poco tiempo, también a mí. Incluso recuerdo una vez que mamá cogió un catarro que la tuvo en cama tres días con mucha fiebre: La señora Hortensia se instaló cinco días en nuestra casa con Lúa, para cuidar de todos nosotros y de mamá. Sí; era una buena persona, y era la que estaba tras la puerta cuando la abrí. —¡Buenos días Óscar! —exclamó con voz chillona—. ¿Puedo hablar con tu mamá? —¡Claro! —contesté—. Pase a la sala que ahora mismo la llamo. Y dicho esto, me adentré en casa en busca de mamá. No tuve que ir muy lejos, porque ella y Sandra, ya se estaban bajando por la escalera. —¡Mamá! La señora Hortensia está en la sala y quiere hablar contigo. Mamá asintió con la cabeza y rápidamente se acercó a la sala. —¡Buenos días! —exclamó mamá—. ¿Qué ocurre? —Buenos días Sara. Resulta que tengo a Lúa enfermita. Tiene mucha fiebre; no para de toser, y no puedo ausentarme de su lado ni un minuto más. De hecho, ahora voy a avisar al doctor que venga a casa a verla, y vuelvo corriendo a su lado, no sea que se despierte y se ponga a llorar, o a toser; y claro, no puedo llevar a los niños al cole. ¿Te arreglarás sin mí? —¡Por Dios! Claro que puedo arreglarme sin ti —respondió mamá—. ¿Pero la has dejado sóla? —Se ha quedado con el señor Ramiro. El señor Ramiro es un viejecito de pelo y bigote blanco, que
  • 21. 13 suele tocar la armónica en el porche de su casa cuando hace sol para celebrar que vive un día más, según dice él. Es muy buen vecino, y como ya lleva unos años jubilado, hace de niñero cuando se lo pide cualquiera que lo necesite en el pueblo. Aunque claro, como es un poquito mayor, tampoco se puede abusar de su solidaridad. También es de los pocos que tienen televisor en el pueblo, y algunas tardes de lluvia, nos deja acercarnos a su casa a ver una película de dibujos animados. —¡Pues venga! ¡Corre a buscar al doctor! —ordenó mamá, agarrando a la señora Hortensia por los hombros y empujándola hacia la puerta—. Después me paso por tu casa a ver qué tal sigue Lúa. Cuando nos quedamos sólos, mamá se quedó pensativa con la mano en la barbilla y mirando al suelo. —¿Qué ocurre mamá? —pregunté yo. —Que justo hoy —me contestó—, ha quedado el señor Paco en pasar por casa a primera hora de la mañana, para comprarme unas cuantas cajas de tomates, y si no estoy, pensará que me he olvidado de él y se los irá a comprar a otro vecino. No me dará una segunda oportunidad, y me da pena ahora que por fin íbamos a empezar a hacer negocios. —No te preocupes, mamá. ¡Yo llevaré a Sandra al cole! — respondí emocionado, ante la posibilidad de poder demostrarle que ya soy un niño mayor, y se puede fiar de mí y dejarme hacer cosas que sólo hacen los niños mayores. Además, al ver la cara de preocupación de mamá, por un momento olvidé mis planes para ese día, y cuando los recordé un minuto después, pensé que los reorganizaría
  • 22. 14 sobre la marcha. Porque claro, ahora no sería tan sencillo ir de excursión con mi hermanita… Dicho esto, me puse mi cazadora tejana de color azul, mientras mamá le colocaba a Sandra una cazadora igual que la mía, pero de color verde. Cogí las mochilas con bollos y galletas que cada día llevamos al cole para merendar en el recreo, y caminé en dirección a la puerta de casa. Mamá se quedó pensativa, mirando al suelo con cara de interrogante. —Ayyyy… No sé qué hacer… —dijo mientras me cogía por los brazos, y mirándome fijamente a los ojos, me preguntaba—: ¿Puedo fiarme de ti, Óscar? —¡Claro mamá! —exclamé— Si soy bastante mayorcito como para ir sólo al cole, también soy bastante mayorcito como para llevar conmigo a mi hermanita pequeña. ¡No te preocupes! Mamá asintió con la cabeza y le colgó a Sandra su mochila en la espalda; después, me recordó lo que me dice cada día, añadiendo alguna orden nueva: —Vete siempre por la acera; mira a los dos lados de la carretera antes de cruzar; no hables con desconocidos y aprende mucho en el cole que te estás labrando tu futuro. ¡Ah! —gritó de repente—. Dale la mano a Sandra y no la sueltes hasta que esté en su clase, ¿entendido? —¡Claro que si, mamá! —repetí de nuevo. Agarré la mano de Sandra y nos dirigimos a la puerta, no sin antes darle cada uno un beso en la mejilla a mamá. —¡Óscar! —gritó otra vez mamá colocándose a mi lado—. Casi me olvido de decirte, que te he metido una cartera en la
  • 23. 15 mochila con el dinero que cuestan tus libros. Dáselo a la profesora Teresa en cuanto llegues al cole, ¿vale? —No te preocupes, mamá. Se lo daré en cuanto entre en clase. Dicho esto, salimos a la calle. Un viento bastante frío, típico del mes de Octubre, acarició mi cara. Me subí la cremallera de la cazadora, mamá hizo lo mismo con la de Sandra y comenzamos a subir el camino que nos espera cada día al salir de casa. Tras caminar unos veinte pasos, giré la cabeza y vi como mamá ya se metía en el interior de casa. Aproveché el silencio de Sandra, porque aún estaba medio dormida, para pensar como llevaría a cabo mi excursión por el caminito que se encontraba tras el estanco del pueblo. ¿Cómo le explicaría a Sandra que en lugar de coger el camino de grava que lleva a la escuela, cogeríamos el que va por detrás del estanco? —¡Ya sé! —exclamé de repente olvidando que no estaba sólo. —¿Ya sabes qué? —preguntó Sandra. —Sandra, hoy nos ha dicho la señorita Teresa que se va a retrasar un poco —empecé a explicar—, así que podemos dar una rápida vueltecilla por el caminito que conduce al bosque, y buscar flores para mamá, que seguro se pondrá muy contenta cuando las vea. —¿Y dónde las guardamos hasta que volvamos a casa, eh, eh, eh? —preguntó la siempre preguntona de Sandra. —Yo me encargo de esconderlas en mi clase, no te preocupes —exclamé rápidamente. —¿Y si está la puerta de mi clase cerrada cuando lleguemos? ¿Cómo entro?
  • 24. 16 —Llamando a la puerta —respondí—, y diciéndole a tu profe que hoy te has quedado dormida y por eso te has retrasado un poco. —Ahhhhh… ¡Vale! —contestó Sandra. Lo bueno de que Sandra fuera tan pequeña, es que era muy fácil de convencer… ¡Bueno! ¡Casi siempre! Pero está vez parece que estaba convencida de cogerle flores a mamá. Caminamos un poco más y divisé a Tom esperando en la puerta de su casa. Me miró con cara de interrogante cuando vio a mi lado a Sandra, y yo le aclaré: —Se viene con nosotros de excursión por el bosque de los Gnomos, porque ni mamá ni la señora Hortensia pueden llevarla al cole, así que vendrá con nosotros a coger flores para mamá —le dije mientras le guiñaba un ojo. —¡Hola Tom! —exclamó Sandra con su vocecita angelical. —Buenos días Sandra —respondió Tom, con cara de no estar muy convencido de que llevar a mi hermanita de expedición fuese una buena idea—. Y Topo, ¿También va a venir con nosotros? —¿Topo? ¿Dónde está Topo? Al girarme un poco sobre mis talones lo vi quieto en la calle, con las orejas tiesas, mirando para todos lados por si había algún peligro del que debía defendernos, esperando a que reiniciáramos la excursión. Topo es nuestro perro. Es un cachorro de bóxer que nos regalaron el señor y la señora Ponte hace unos dos meses, cuando al enfermar ella, decidieron mudarse con su hija a la ciudad, y creían que una ciudad no es buen sitio para los perros. Así que nos lo ofrecieron y papá lo aceptó encantado,
  • 25. 17 diciéndoles que nos haría compañía. ¡Y vaya si nos la hace! Me acompaña cada mañana al cole, corriendo y saltando a mi lado. ¡Bueno! Viene al cole y a cualquier sitio que yo vaya, porque en cuanto abro la puerta de casa para salir de ella, Topo de repente aparece a mi lado y empieza a caminar o correr junto a mí. No sé como lo hace, pero me oye desde su caseta, colocada en el patio que tenemos en la parte de atrás de casa. Y claro, allí estaba como cada día Topo. La verdad, es que con los cambios de última hora en mí planificada excursión, me había olvidado de nuestro perrito. Pero al fin y al cabo, Topo no sabe hablar, por lo que no contará nada en casa, y además, también estará pendiente de que Sandra no se pierda por el bosque en nuestra pequeña excursión; así que incluso era mejor que estuviera con nosotros. —¡También viene al bosque!— le dije a Tom y continuamos la marcha. Enseguida divisamos la tienda del señor Paco. Era la única tienda que había en el pueblo, y vendía de todo: Comida, bebida, peines, libretas… Aún estaba cerrada, y es que no abría muy pronto ahora que había llegado el otoño, y no quedaba ningún veraneante por el pueblo. Total, como decía él, si algún vecino tenía una urgencia, bastaba con aporrear el portal que está al lado del escaparate de la tienda, y en un minuto, estaba abajo el señor Paco preguntando: ¿qué puedo hacer por usted? El señor Paco abriría en unos diez o veinte minutos, cuando las mamás empiezan a volver a sus casas tras dejar a sus hijos en el cole, y se detienen en la tienda a comprar pan, leche, o
  • 26. 18 lo que necesite ese día la despensa de sus casas. Hoy a lo mejor abriría un poco más tarde, después de visitar a mamá, y empezar a hace negocios con ella… ¡A ver si mamá tiene suerte! Delante de la tienda, giramos como siempre a la derecha y pudimos comprobar cómo unos metros delante de nosotros, apuraban el paso Nicolás y Eduardo. En el cruce Traber, se detuvieron en seco y miraron hacia la derecha calle arriba, esperando a que llegase Jaime, al que se unían siempre en ese punto. Esta parada fue suficiente para que Nicolás girase la cabeza hacia atrás, y se diese cuenta que nos estábamos acercando a ellos. —¡Vaya, vaya! —exclamó en cuanto nos vio— ¡Mira a quien tenemos aquí! —¡Hombre! —gritó Eduardo— ¡Si son las niñeras Oscarina y Tomasina! Y en cuanto dijo esto, estalló en una sonora carcajada. —Era lo que me faltaba —pensé yo—. ¿Cómo íbamos a dirigirnos al bosque sin que esos pesados nos vieran? Pero no tuve que pensar mucho más, porque la respuesta me la dieron ellos. —¡Corre Jaime! —gritó Nicolás al verlo bajar por la calle— ¡Date prisa y llegaremos antes que estas niñeras chaponas y ganaremos puntos con Teresa! Nicolás había olvidado que hoy Teresa se retrasaría, y en todo caso ganarían puntos con Manu, lo que no les serviría de mucho. Por supuesto yo no se lo recordé, y en cuanto se unió Jaime al grupo, cruzaron la calle y empezaron a correr a
  • 27. 19 tal velocidad que ni Topo los pillaría. —Bueno… —susurré—: ¡Un problema menos! Y retomamos todos juntos la caminata. Cruzamos la calle tras comprobar que no se acercaba ningún coche, y empezábamos a ascender el camino de grava que lleva hasta la escuela, cuando nos cruzamos con el señor Ruiz ya delante del estanco. —¡Buenos días chicos! —dijo esbozando una gran sonrisa, y se le llenó la cara de grietas y cavidades, reflejo de que los 65 años que ya llevaba vividos, no habían sido demasiado condescendientes con él. Mamá me había dicho infinidad de veces que no conocía persona a la que la vida hubiera tratado tan mal. Creo que se quedó huérfano a los 17 años, y como no tenía más familia que sus padres, tuvo que trabajar duro en la granja familiar, para tener algo que comer cada día. Pero cuando una sequía machacó al país diez años después y no tuvo con que alimentar el ganado, fue enterrando a los animales que morían de hambre y vendiendo a los que sobrevivían. Con el poco dinero que consiguió juntar, emigró a un país vecino, Francia creo recordar, a trabajar como obrero de la construcción. Cuenta mamá, que trabajó día y noche todos los días de la semana, hasta que se rompió un pie al caer de una escalera cambiando la bombilla de su habitación, y entonces decidió volver a Cómit. Aquí montó un estanco, y es el único sitio donde yo he visto al señor Ruiz, porque ni lo veo por la calle, ni en la Iglesia, ni en el bar del pueblo… ¡Ni lo he visto nunca en la tienda! —¿Qué comerá? —pensé mientras me colocaba a su lado.
  • 28. 20 —¡Buenos días, señor Ruiz! —respondió Tom— ¿Cómo le va la vida? —Ya ves, muchacho. Como siempre. Tengo un nuevo amigo: el señor Lapin. Y diciendo esto, levantó con una mano un trapo que caía delicadamente encima de un bulto que agarraba con la otra mano, y pudimos observar una pequeña jaula de barrotes blancos que, en su interior, daba cobijo a un diminuto conejo blanco. —¡Vaya! —exclamé— ¡Qué bonito es! ¿De dónde lo ha sacado? Pero no tuvo tiempo de responder, porque Topo había estirado su cuerpo y orejas, y estaba empezando a gruñir dejando caer un hilillo de saliva por la boca, así que decidí que era el momento de continuar nuestra marcha. —Opssss… ¡Debemos irnos! —dije mientras giraba el cuerpo de Topo en dirección contraria al conejo, haciendo un gran esfuerzo—. Ya me lo contará otro día. ¡Vamos chicos! Y empezamos a subir la cuesta que conducía a la escuela. El señor Ruiz asintió con la cabeza, y cubriendo de nuevo la jaula de Lapin, introdujo una llave en la puerta del estanco y accedió a su interior, mientras movía su cabeza de un lado a otro y profería una sonora carcajada. Al comenzar a subir el camino de grava que lleva hacia el cole, comprobamos que en ese momento no había muchos niños por allí. Tan sólo había un grupito de niñas mayores que nosotros, y que no se fijarían mucho en lo que hacíamos, ya que estaban cambiándose cromos de la colección “Berta
  • 29. 21 va a la moda”. Berta, la protagonista del álbum, es una muñeca delgaducha, de trenzas amarillas y ojos verdes de la que cada estación del año, salen cromos con una nueva colección de ropa, y claro, todas las niñas de Cómit quieren tener todos los modelos. El señor Ruiz adora a Berta, porque su estanco es el único sitio del pueblo donde se pueden comprar sus cromos, y ¡mira que compran cromos esas niñas! Y no estaban las niñas mirándonos, cuando dimos rápidamente la vuelta y comenzamos a andar, más bien correr sobre nuestros pasos, hasta llegar de nuevo al estanco; comprobamos que tampoco estaba mirando el señor Ruiz, porque ya estaba atendiendo a dos clientes, así que bordeamos el estanco, giramos a la derecha, y comenzamos a avanzar por el caminito de tierra que conducía al bosque.
  • 30. 22 II. EL BOSQUE DE LOS GNOMOS Tras caminar a ritmo acelerado durante un buen rato, Topo se detuvo a beber agua en el riachuelo que zigzagueaba al lado del camino. Sandra también pidió agua, así que abrí su mochila y le pasé la cantimplora de agua que mamá siempre le coloca en ella. Yo también aproveché para sacar la mía y refrescarme labios y boca, que me habían quedado secos tras nuestra carrera matutina. Tom hizo lo propio, y al tiempo que extraía agua de su mochila, sacó de ella un extraño muñeco de unos 30 cm. de longitud, de color gris azulado y con una larga melena naranja, cuyos pelos semejaban alambres; además, estos mismos pelos aparecían desperdigados por su cara, dotando al feo muñeco de una desaliñada barba y un puntiagudo bigote. El muñeco iba vestido con una extraña ropa estilo militar, y empuñaba en su mano derecha una espada plateada, y en la izquierda un escudo también plateado. Era bastante feo. Bueno, realmente tenía un aspecto diabólico. —Me he traído al guerrero Congo a la excursión. Si nos encontramos algún monstruo, ¡Él nos defenderá! —explicó Tom, orgulloso de su pequeño guerrero. —¿De dónde has sacado eso? —le pregunté. —Me lo regaló el señor Ruiz un día que le ayudé a limpiar el estanco. Me dijo que era tan malo como feo, así que me protegería siempre, porque la gente y los monstruos escaparían de él si se lo enseño. —Ahhh... Pues nos cuidará en nuestra excursión —fue todo lo que se me ocurrió decir.
  • 31. 23 Después de haber refrescado todos nuestras gargantas, continuamos la travesía y nos adentramos en el bosque. Parecía bastante extenso y estaba poblado por altos y esbeltos pinos y abetos, que se acariciaban en sus copas impidiendo el paso de la luz solar. Bueno, realmente ese día no hacía mucho sol y el bosque se presentaba bastante oscuro. Sandra se detuvo varias veces a coger pequeñas florecillas, que encontraba en la base del tronco de los altos árboles que nos acompañaban por el camino. Unos metros después de habernos adentrado en el bosque, nos encontramos un pequeño campo lleno de musgos y helechos; también había por allí unas extrañas y grandes flores amarillas, que hicieron las delicias de mi hermana, que arrojó las que había ido recogiendo hasta entonces y se dirigió rápidamente hacia ellas gritando: —¡Qué bonitas para mamá! ¡Qué alegría le voy a dar! Y empezó a coger todas las flores que de un tirón, le permitían coger sus pequeñas manitas. —¡Óscar! —gritó al cabo de un rato— ¿Dónde voy a guardarlas? —En tu mochila. Envuélvelas en una hoja de la libreta y ya verás que bien se conservan. —¡Ah! ¡Vale! —contestó, y acto seguido se descolgó la mochila de la espalda, extrajo su pequeña libreta del cole, y arrancó tantos folios como flores tenía en ese momento. Bueno, aproximadamente, porque Sandra aún era pequeña y no sabía contar muy bien. En ese clarito del bosque, había también un grupo de rocas clavadas en el suelo a modo de butacas, sobre las que nos
  • 32. 24 sentamos a descansar un poco Tom y yo, mientras Sandra sentada en el suelo, envolvía flores para mamá. Allí descansando en silencio, escuchamos el piar de los pájaros y supusimos que había muchos entre los árboles, porque a veces era tan elevado el ruido que salía de sus picos, que casi no nos oíamos al hablar. —Oye Óscar, ¿tú crees de verdad que vamos a encontrar algo emocionante por este bosque? No sé porque le llaman el Bosque de los Gnomos, porque yo no he visto ni tan siquiera una seta donde pudieran cobijarse esos pequeños hombrecitos. —Los Gnomos de este bosque no viven en setas, Tom —le aclaré yo—. Viven dentro de los árboles. —¿De verdad? —preguntó Tom mirando hacia la copa de un árbol a ver si veía alguno. —De verdad —respondí, y empecé a narrar una historia mitad cierta, mitad inventada, pero lo suficientemente creíble, como para que Tom siguiera interesado en investigar el bosque conmigo —. Me contó en alguna ocasión el señor Paco, que hace muchos años este bosque estaba habitado por familias de gnomos. En total habría unos 25 personajillos diminutos, e iban siempre vestidos de color rojo, verde y blanco. Todas las noches, se reunían en la base del tronco de algún árbol, para comer moras y bellotas. Después de cenar bailaban todos juntos, mientras alguno de ellos hacía algo parecido a música con dos palos y una piedra. Al terminar la fiesta, se recogían todos a sus casas: Unas setas que los protegían de la lluvia, el frío, y alguna alimaña. Creo que se llamaban Boletus.
  • 33. 25 —¡Anda! —exclamó Tom—. ¿Y qué pasó? ¿Por qué no hemos visto ningún enanito aún? ¿Dónde se han metido? —Pasó que un día hace ya muchos años, llegó al bosque una excursión de turistas, y entre esos turistas iba el señor Edulis, un hombre muy aficionado a las setas. Al parecer las de este bosque eran riquísimas, así que se llevó un montón de ellas e invitó a mucha gente a probarlas. Y claro, enseguida se extendió la noticia de que aquí nacían unas setas muy ricas, así que todos los otoños se acercaba mucha gente a recogerlas y arrancarlas, hasta que las setas dejaron de nacer y más tarde desaparecieron. Descansé un momento a fin de coger aire, y continué la narración que tan bien me estaba saliendo: —Entonces, los gnomos enanitos al perder sus viviendas, tuvieron que buscar otro sitio donde esconderse de los animales que se los zamparían, y empezaron a vivir en los troncos huecos de los árboles. Allí duermen y descansan, y por la noche, hacen fiestas en las ramas y en algún nido abandonado de pájaros, que haya quedado por allí colocado. Tom volvió a mirar hacia arriba, con la intención de divisar a alguno. —No te esfuerces —le dije—. Ahora están durmiendo. Sus fiestas son nocturnas. A pesar de mi comentario, Tom se incorporó rápidamente de la piedra en la que estaba sentado, y se acercó a un árbol para pegar la oreja al tronco, e intentar oír a un gnomo decir algo. —No los oirás nunca. Hablan muy, muy bajito, y con un idioma tan extraño, que nadie ha sido capaz nunca de
  • 34. 26 descifrarlo —continué inventando. —¡Anda vamos! —exclamó Tom emocionado—. Sigamos rápido que a lo mejor nos encontramos con algún gnomo trabajador que haya salido a buscar comida, o alguno que no pueda dormir y fuera a buscar agua. Y comenzó a caminar con los ojos abiertos como platos, asiendo a Congo fuertemente con una de sus manos, y agarrando con la otra el asa de la mochila que llevaba colgada en la espalda. Caminó unos pasos, y se volteó en busca de ayuda: —Pero… ¿hacia dónde vamos ahora? —preguntó al tiempo que señalaba hacia delante, donde el bosque era atravesado por un camino bastante ancho de tierra, que hacía que quedase dividido en dos nuevos bosques. Yo levanté mis hombros dándole a entender que no tenía preferencia por ninguno, y ordené a Sandra que viniese ya, porque continuábamos la excursión. Sandra terminó de guardar las flores de mamá y se acercó a nosotros, cuando de repente, Topo se irguió, estiró su cola y sus orejas, escarbó un poco de tierra con una pezuña, y comenzó a correr hacia el camino de la derecha. —¡Vamos! —les dije a mis compañeros—. ¡Topo ya ha decidido por dónde debemos continuar! Y echamos a correr los tres detrás de él. —¡Topo! —grité—. ¡Espéranos! El perro frenó en seco y esperó a que llegásemos a su lado. —¿Qué ocurre Topo? —le pregunté mientras acariciaba su lomo, esperando que algún movimiento de su cabeza me indicara porqué había escogido ese camino—. ¿Has visto
  • 35. 27 algo extraño por aquí? —¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau guau!!!!! —fue todo lo que obtuve por respuesta. Con la cabeza, parecía indicarme que mirase hacia delante, y eso fue lo que hice. Pero no vi nada que llamase mi atención. Tan sólo llamó mi atención el suelo. Estaba salpicado de bellotas, algunas aún verdes y otras ya roídas por algún pequeño habitante del bosque; y de hojas secas, que empezaban a teñirlo todo de un color marrón similar al de una tarta de chocolate con leche. —¡Vaya! ¡Parece que hemos cambiado de tipo de bosque! — comenté, al dejar atrás pinos y abetos, y caminar ahora acompañados por grandes e imponentes robles y castaños. De repente nos detuvimos todos, al oír una especie de ronquido de algún animal. Sandra agarró mi mano con fuerza, mientras yo suplicaba en voz baja, que por favor, no apareciese un oso detrás de algún roble de los muchos que teníamos delante. Sabía que por allí no había osos ni animales salvajes, ya que una noticia así sería contada por todo el pueblo y yo me enteraría, pero el ruido que habíamos oído no se correspondía con ningún animal que, al menos yo, conociese. También se había incomodado Topo, que apretaba con fuerza sus dientes enseñando unos puntiagudos colmillos semejantes a unos cuchillos recién afilados, preparados para cortar lo que se cruce en su camino; encogió sus patas delanteras para coger carrerilla y salió disparado, a tal velocidad, que sólo conseguí ver sus patas traseras cuando le grité:
  • 36. 28 —¡Vuelve Topo! Y le perdimos de vista tras unas rocas cubiertas de musgo, colocadas unos metros más adelante. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tom. —Seguirlo, ¿Qué vamos a hacer si no? —dije yo. —¿Y si hay un oso por ahí? ¿Qué hacemos? —volvió a preguntar Tom. —No seas tonto, Tom. ¿Has oído a alguien en el pueblo hablar de que viva un oso en el bosque? —No… —Pues sigamos entonces. Nos acercábamos hacia el mismo lugar en el que Topo había desaparecido, cuando de repente, se abalanzó sobre nosotros un pequeño y extraño animal. Tenía el cuerpo de un cerdo, o un jabalí, pero bastante más pequeño que cualquiera de ellos, y era de un extraño color gris mezclado con violeta; su cara, mitad humana mitad animal, era bastante singular y rara: De forma alargada, en la parte de abajo se estrechaba formando una especie de hocico, donde convivían el mentón y la boca. Llevaba sus gruesos labios entreabiertos, y pudimos ver que tras ellos asomaban dos hileras de dientes amarillos muy afilados. Y un poco por encima, tenía dos considerables agujeros que supuse serían la nariz. Los ojos parecían similares a los nuestros, tal vez un poco más pequeños, y en su cuello llevaba colocado un collar dorado. Sandra y yo lo esquivamos, pero Tom reaccionó tarde y no pudo evitar caer al suelo bajo el cuerpo de aquel extraño animal. Asustado empezó a incorporase, mientras el cerdo, o lo que quiera que fuese aquel bicho, ya había saltado, casi
  • 37. 29 volado unos metros por encima de él, y desaparecía por el interior del bosque de pinos que habíamos dejado atrás. —¡¡¡Ay Señor!!! ¿Qué era eso, Óscar? —murmuró Tom con voz temblorosa, mientras se ponía en pie y se sacudía de sus pantalones las manchas de tierra que le había ocasionado la caída al suelo. —No tengo ni idea. Será un cerdo que vive en el bosque. O una clase nueva de jabalí que se está criando por aquí. Guarda a Congo en tu mochila, anda —le dije mientras lo recogía del suelo y se lo entregaba. —¿Y dónde está Topo? —preguntó Sandra. Giré la cabeza en todas las direcciones pero no había ni rastro de Topo. —Pues sí que la hemos hecho buena… —pensé yo mientras volvía a sacar agua de mi mochila para beber. ¿Cómo iba a explicar en casa que habíamos perdido a Topo en bosque de los Gnomos? “¿Qué hacías tú en el bosque de los Gnomos, con Topo y con Sandra, en lugar de estar en el cole?”, me preguntarían mamá y papá. —No sé donde está Topo pero tenemos que movernos de aquí, no sea que vuelva el bicho ese y le dé por mordernos —dijo Tom con voz temblorosa, tal vez de miedo, tal vez del susto que le metió el animal al tirarlo al suelo—. Volvamos a la escuela. —¿Y Topo? —preguntó de nuevo Sandra, con un hilito de voz del que se adivinaba que no tardaría ni un minuto en empezar a llorar. —Sigamos su rastro —ordené yo, confiando en que Tom se apuntara conmigo a la búsqueda de Topo.
  • 38. 30 —¿Y volver a encontrarnos con el bicho? ¡¡¡Ni de broma!!! —fue lo que respondió Tom a mi orden. —¡Pero si el bicho se ha ido en dirección contraria a la que siguió Topo! —expliqué yo—. Además, no creo que fuera tan peligroso porque te tuvo a su alcance y no te hizo ni un rasguño. Y llevaba un collar puesto, así que no era una animal salvaje; seguro que tiene un dueño. Y yo creo que él nos tenía más miedo a nosotros, que nosotros a él. Era una especie de cerdo jabalí, y esos animales según tengo entendido, no son peligrosos. —A mí no me parecía tan malo el cerdolín —exclamó Sandra. Al oír el nombre con el que Sandra acababa de bautizar al animal, nos miramos Tom y yo y se nos escapó una buena carcajada. En ese momento, pasó corriendo entre nosotros una pequeña ardilla, que un poco después se detuvo a recoger un par de bellotas, y acto seguido, trepó a un árbol a degustar su nuevo desayuno, supuse. Con esta agradable visión, nos relajamos todos un poco y Tom comentó algo más tranquilo: —Vale. Continuaremos un rato; pero rápidamente debemos regresar al cole o cuando nos echen en falta se montará tal jaleo que saldrán todos a buscarnos, y era lo que me faltaba, que mamá se enterara de que me he saltado una clase. —¡No te preocupes! —respondí—. En cuanto Topo nos oiga llamarlo parará en seco, se acercará hasta donde estemos, y entonces regresaremos. Dicho esto, agarré la mano de Sandra y reiniciamos la marcha en dirección a las rocas tras las que había desaparecido Topo. Al llegar a ellas las bordeamos, y continuamos descendiendo
  • 39. 31 por un pequeño sendero mientras gritábamos “Topo” “Topo”, pero todo lo que nos llegó por respuesta para nuestro asombro, fue un tenue gemido. Nos paramos los tres en seco y oímos con más claridad una especie de llanto. Sí. Estaba muy claro que allí cerca había alguien llorando. —Es Topo llorando… —balbuceó Sandra. —¡No seas tonta! —contesté—. ¿Cuándo has oído tú llorar a Topo? Y era cierto lo que le decía; yo nunca había visto llorar a Topo. A lo sumo, todo lo que hace Topo cuando le riñe mamá por ladrarle a una gallina y arrinconarla en su jaula, o por morder una sábana que ha puesto a secar sobre una silla en el huerto, es bajar la cabeza, soltar algo parecido a ¡Io, Io!….y acostarse en el suelo con la cabeza colocada entre las patas. —¿Entonces quién es? —preguntó Sandra con voz más clara. —Pues no sé. ¡Vamos a verlo! —respondí yo con valentía, y continuamos bajando por el sendero en dirección a los lamentos que oíamos, y que sentíamos cada vez más cercanos. Dimos unos pasos más y los tres nos detuvimos en seco ante lo que estábamos viendo: El sendero desembocaba en una gran superficie circular, con varios árboles y rocas por allí dispersos. Entre dos de esas rocas, había una especie de burbuja transparente de plástico, y tras ella, otra burbuja más grande. En el interior de la burbuja más pequeña, y sentado sobre una roca, había un pequeño hombrecillo. Su pelo era largo y rizado, y tenía
  • 40. 32 además una espesa barba blanca, a juego con su melena. Era más bien regordete y llevaba un gorro verde, combinando con el cinturón que rodeaba su chaqueta roja. Sus pantalones eran largos y de un blanco brillante como la nieve, bajo los que se adivinaban unos zapatos puntiagudos y de un color marrón, semejantes a un corcho. Supuse que tendría los mismos años que el señor Ruiz o alguno más, y si no fuera porque aún no es Navidad, aseguraría estar viendo a Papa Noel. Al vernos, se levantó rápidamente y pudimos ver que estaba sentado sobre gran seta de color rojo con puntitos blancos. —¡Qué extraño! —exclamé yo—. ¡Si por aquí ya no hay setas y menos de ese tamaño! Cuando el hombrecillo estuvo de pie, comprobamos que era bastante pequeño. Calculé que mediría menos de un metro. El enanito nos miraba con ojos de interrogante, pero me pareció verle esbozar una pequeña sonrisa, mientras se secaba las lágrimas que resbalaban por sus gordos mofletes. Levantó la mano para saludarnos. Acto seguido se rascó la cabeza y se agachó mirando para todos lados como si buscase algo. Su forma de caminar, más bien de saltar, era tan armonizada que en ocasiones parecía volar a ras del suelo. Finalmente exclamó un tímido “voilà”, tras lo cual se agachó, y sacó de detrás de un pequeño tronco de madera una especie de libreta, cuya portada semejaba a una hoja de castaño pero de mayor tamaño, e iba firmemente cosida con hierba verde a otra hoja, que formaba la contraportada de la libreta. Después, comenzó a caminar hacia nosotros. —¡Pero cómo habéis tardado tanto en venir, jovencitos! —
  • 41. 33 dijo el gracioso hombrecillo mientras se no acercaba. Al llegar al límite de la burbuja que lo rodeaba, se detuvo. Los tres lo mirábamos con la boca y los ojos abiertos de par en par; Tom y yo incluso retrocedimos un poco, ante la posibilidad de que nos atacase con la libreta que llevaba en la mano, y que ahora se adivinaba bastante voluminosa. —Ohhhh… ¡No os asustéis! ¡No voy a haceros nada…! ¡Anda! Si es que soy un maleducado y no me he presentado: ¡Me llamo Pékuat! —dijo con voz sonora y grave, y al oírlo hablar, calculé que si bien no aparentaba muy viejo, si parecía la voz de alguien bastante mayor que nosotros. —¡Hola! —chilló Sandra emocionada. En ese momento me di cuenta de que probablemente Sandra lo estuviese confundiendo con Papá Noel, y por temor a que saltase a su lado para tocarlo, di un paso adelante, la agarré por una mano, y con el objetivo de desviar esa idea de su cabeza, me involucré en la conversación presentándome: —Yo soy Óscar, el hermano de Sandra —dije señalándola con la cabeza. —Y yo me llamo Tom —dijo mi amigo, levantando y juntando los brazos delante de su pecho, en posición de defensa. —¡Encantado de conoceros a todos! —exclamó el hombrecito con una sonrisa tan grande, que pareció como si las comisuras de los labios tocasen sus orejas—. Oye — continuó hablando y ahora frunciendo un poco el ceño—, ¿Habéis visto pasar por aquí a Trips? —¿Quién es Trips? —le pregunté. —Mi mascota —contestó Pékuat.
  • 42. 34 —Pero, ¿qué clase de mascota? —pregunté yo de nuevo, temiendo que su respuesta fuera un dragón o algo parecido. —¡Trips! ¡Mi mascota! Un animal pequeñín de color malva, bueno y gris, que lleva un collar dorado en el cuello con su nombre. ¡Un gaspi! —¡Cerdolín! —gritó Sandra, y al momento recordé el extraño animal con el que nos habíamos cruzado, y que había hecho que Tom se cayese al suelo. Pékuat miró con cara de interrogante y continuó hablando. —Se me ha escapado de casa cuando fui a buscar mi gorro y creo que salió por aquí, ya que se dejó abierta la puerta que llega hasta aquí. Estamos en la Hispania, ¿verdad? En ese momento recordé ver en algún libro de historia que así denominaban antiguamente los romanos a España, y cada vez más interesado en saber quién era el personajillo con el que estábamos hablando, comenté: —Sí, hemos visto pasar por aquí a tu mascota. Pero… ¿tú quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? —Soy Pékuat, y he llegado hasta aquí buscando a Trips… — contestó suavemente. —Pero… ¿Qué es eso en dónde estás metido? —preguntó Tom, que por fin se había atrevido a hablar. —Es mi Buryuá —respondió, y ante nuestra cara de interrogante continuó explicando—. Es una gota de cola mágica, que podemos inflar cuando queramos, y desplazarnos en el espacio y tiempo durante tres horas. —¿Cola mágica? —preguntamos los tres al unísono. —¡Sí! —respondió—. La tenemos unos cuantos en mi pueblo. Nos la hemos ganado al vencer a algún soldado del
  • 43. 35 séquito de Colungo. Cuando ganas esa cola, puedes moverte por donde quieras y descubrir nuevos mundos. Bueno, hasta dónde las puertas del Buryuá te lleven, claro, porque según tu edad y tú experiencia en la vida, llegarás más o menos lejos. —¿Buryuá? —repetí aquel extraño nombre. —¡Eso he dicho! ¡Buryuá! Para montarlo, basta con que dejes caer una gota de cola en un plato, y la infles un poco soplando con una caña de madera. Le dejas enganchada la caña y termina sóla de inflarse, hasta que se hace una burbuja bastante grande, y ya tienes abiertas las puertas de todo durante un rato. Decidí ir a dar una vuelta por algún lugar del mundo y de la historia, así que inflé una gota y me fui a buscar mi gorro antes de mi viaje, momento que debió de aprovechar Trips para escapar por una puerta. —¿Abiertas las puertas de todo? —preguntó Tom. —Del espacio y del tiempo. Ahora estoy en la Hispania, pero, ¿en qué año estamos? —Ayer oí decir a mamá, que sólo quedan tres meses para entrar en el año 1.980 y cambiar de década, así que supongo que estamos en el 1.979. —respondí, mientras analizaba la frase de mamá e intentaba entender que significa cambiar de década. —¿El 1.979? —preguntó un poco exaltado Pékuat. —Sí. El 1.979 —asentí yo. —¡Cáspita! —exclamó— Nunca había llegado tan lejos. Se ve que me estoy haciendo mayor y tengo más libertad para moverme… —afirmó mientras se rascaba la cabeza mirando hacia el suelo— ¿Seré ya tan mayor cómo para llegar hasta el año 1.979?
  • 44. 36 —¿Nunca habías llegado tan lejos…? ¿De dónde? — pregunté yo intentando descubrir por fin quien era Pékuat y de donde venía. —¡De la Galia! —respondió— ¡De donde va a ser! —¿La Galia? —repetimos todos al unísono. —Ayyyyy…. ¿Por aquí sois un poco preguntones, no? —y antes de que pudiésemos contestarle, continuó hablando— Si. La Galia. Bueno a lo mejor vosotros la conocéis por otro nombre. Esperad un momento. Y dicho esto abrió la libreta que había cogido antes. Vimos que su interior estaba formado por muchas hojas blancas y brillantes, y que casi todas las hojas estaban escritas. —¡Aquí está! —exclamó un poco acalorado— En el año 1.979, la parte de La Galia donde yo vivo se conoce como Francia. ¿Os suena Francia? —¡Claro! —contesté emocionado al reconocer el nombre— El señor Ruiz le contó a mamá que estuvo viviendo en Francia una temporada. ¿Está cerca de aquí, verdad? —Si… Eh…. Bueno, supongo que sí…. —dijo con cara pensativa— Pues allí es donde tengo yo mi casa. Yo vivo en un pueblo que se llama Lutecia. —¡Cómo mi gato! —exclamó Tom. —¿Gato? ¿Qué es un gato? —preguntó Pékuat, mientras colocaba los puños delante de su pecho en posición defensiva. —¿No sabes que es un gato? —preguntó con cara de asombro Tom. —¿Tienes un gato? —le pregunté yo esta vez a Tom. —Tenía un gato que se llamaba Lutecio, pero se perdió un
  • 45. 37 día que mamá decidió llevarlo al basurero del pueblo a pasear. —Ahhhh… —contesté un poco pasmado, porque nunca había oído a Tom hablar de su gato. —¿Alguien me va a decir que es un gato? —grito Pékuat. —Un gato es un animal de ojos grandes, largas uñas y que tiene aproximadamente este tamaño —expliqué yo mientras juntaba mis manos y dejaba abierta entre ambas un espacio de unos 20 centímetros. —Ah, sí, un chat. —¿Qué es un chat? —pregunté, continuando una conversación que más bien parecía un interrogatorio. —Vuestro gato en mi pueblo se llama chat. —Ahhhh… —fue todo lo que se me ocurrió decir de nuevo. —¿Y Topo dónde está? —preguntó Sandra interrumpiendo nuestra conversación, y recordándonos que si habíamos llegado hasta ahí era por perseguir a nuestro perro. —¡Topo! Lo había olvidado —exclamé yo en ese momento—. ¿Has visto pasar por aquí a nuestro perro? — pregunté a Pékuat, con la esperanza de que no nos contestase que se lo acababa de zampar. —¿Y que es un perro? —fue todo lo que obtuve por respuesta. —Un perro es un animal parecido al gato pero un poco más grande… ¿Tampoco conoces a los perros? —¡Ah! Si; ya sé. A esos sí que los he conocido en otro viaje en el Buryuá. En mi pueblo no hay perros… ¡Claro! —gritó de repente— ¡Ahora me explico por qué Trips pudo salir del Buryuá!
  • 46. 38 —Pues explícanos porque nosotros no entendemos nada — le supliqué. —¿Recordáis que os dije antes que el Buryuá os abre las puertas del espacio y tiempo durante tres horas? Pues no dije la verdad completa. —¡Ya lo sabía yo! —acertó a decir Tom—. ¡Nos estás tomando el pelo! —La verdad completa —prosiguió Pékuat, ignorando el comentario de mi amigo—, es que sólo puedo cambiar de espacio, si otro individuo se intercambia conmigo unos instantes después de que yo haya salido del Buryuá. Por eso os reproché que no llegarais antes. A saber por dónde anda en estos momentos mi pequeño Trips…. Además, ahora entiendo que vuestra mascota tuvo que entrar aquí al tiempo que Trips salía, porqué de otro modo, no podrían haber atravesado la burbuja y escaparse ninguno de los dos. Así que vuestro perro andará llamando la atención por mi pueblo. Tom y yo nos miramos con cara de desconfianza y duda. Era lo más raro que había oído nunca y supongo que Tom estaría pensando lo mismo. —¿Y por qué llamará la atención? —le pregunté. —¿No me has oído, muchachito? Porque será el único que pasee por allí. —¿De verdad qué en tu pueblo no hay perros? ¿Y qué animales hay allí? —No hay, no. En mi pueblo hay gaspis, chats, cabras, cerdos… ¡Ah! y los soldados de Colungo —exclamó Pékuat con una enorme carcajada—. Ya los conoceréis. Bueno, ¿se decide alguno a entrar ya?
  • 47. 39 —¿Entrar dónde? —continué preguntando yo. —En el Buryuá…. ¿Pero no me habéis atendido mientras hablaba? Es la única forma que tendremos de recuperar a nuestras mascotas: Si no entra alguien, yo no puedo salir de aquí. —¿Y qué nos pasará si entramos ahí? —pregunté, temiendo la respuesta que me iba a dar. —Pues que iréis a mi pueblo en mi época, a buscar a vuestra mascota. Miré a Tom antes de seguir hablando. —Mira, yo no sé lo que pretendes con esa historia tan rara que nos cuentas pero no me apetece mucho entrar en ese globo… ¿Y si no respiramos ahí dentro? ¿Eh? ¿Qué pasa si no podemos respirar? —¿Pero qué historia es esa de no poder respirar? ¿Por qué no ibas a poder respirar aquí? ¿Te taparás la nariz o que pasará? En Lutecia, hay días que hay una niebla muy espesa y casi no se ve, pero se respira sin problema. Además, en este libro están todas las instrucciones que necesitareis para moveros por allí. Es una guía completa, que podréis consultar cuando tengáis dudas sobre algo. La guía y mis camaradas os protegerán… —Pékuat hizo un descanso para coger aire y rascarse la cabeza antes de continuar—. También se comenta que hay un tesoro enterrado en el río que cruza mi pueblo, y que la guía explica dónde encontrarlo. De paso que buscáis a vuestra mascota, podéis buscar el tesoro y haceros ricos. ¡Hala venga! ¡Adentro! Al decir esto, Pékuat encorvó los ojos mirando hacia el cielo. Me fijé en su cara, y supuse que esto último era una historia
  • 48. 40 que estaba inventando, para convencernos de que entrásemos en aquella especie de globo de chicle, pero…. ¿Y si realmente había un tesoro en su pueblo? ¡Qué contenta se pondría mamá si le llevamos un tesoro hoy a casa! Yo la he visto en más de una ocasión, mirar al cielo y susurrar “que encuentre hoy una bolsa de monedas de oro por la calle, por favor”; no sé a quién se lo pide, pero se lo he visto hacer en multitud de ocasiones. Y por el momento, no la ha encontrado. —¿Un tesoro? —gritó Tom. —Un tesoro de incalculable valor que se encuentra perdido en la ribera del rio Sequana. Los Parisii, unos hombres que pasaron por allí, tenían como afición acuñar monedas de oro y enterrarlas en los campos. Pero después, cuando el río creció y lo inundó todo también se llevó con él estos tesoros, así que andan por ahí escondidos. En la guía conseguiréis datos útiles para su localización. —¿Acu qué? —preguntó de nuevo Tom. —Acuñar monedas. Más o menos “dibujar caras en ellas”. —¿Y por qué no lo has buscado tú? —indagué yo, dudando de la existencia del tesoro. —Está prohibido para nosotros los gnomos. Sólo pueden adueñarse del tesoro los humanos. Tras decir esto, respiró profundamente mirando al cielo y continuó hablando: —Además debéis saber, que por cada hora que yo pase aquí os corresponderá un día completo allí. Es decir, veinticuatro horas. Así que pasaréis tres días en mi villa. Es otro de los logros que hemos conseguido enfrentándonos a Colungo.
  • 49. 41 Qué el tiempo corra más despacio en el mundo al que llegue el gnomo, que es el mismo que abandona el humano, claro. Es lo más justo porque vivimos más años, así que no tenéis nada que perder. Bueno, ¿Entrará alguien ahora? —¡Espera un momento! —respondió Tom—. ¿En tu pueblo hay más de un enano viviendo? —¡No soy un enano, muchachito! —exclamó un poco enfadado Pékuat—. ¡Yo soy un gnomo! —Pero, ¿hay muchos gnomos viviendo allí? ¿Y gente como nosotros? ¿También hay? —pregunté yo esta vez. —¡Claro! —me contestó Pékuat—. Vivimos todos juntos y nos llevamos muy bien. —¿Y por qué no buscan el tesoro los humanos? —Claro que lo han buscado, pero nadie ha sido capaz de encontrarlo; nadie ha descifrado las pistas que da la guía para su localización. —Qué cosas más raras cuentas… —dije yo un poco desolado, al no llegar a comprender la situación en la que nos veríamos involucrados si entrábamos en aquel globo. —¿Raro? ¿Qué es tan raro? —¡Todo! ¡Aquí no hay enanos ni tesoros escondidos! — respondió Tom. —¡¡¡Qué no soy un enano!!! —gritó una vez más Pékuat —Perdón —susurró Tom bajando la cabeza—. Quería decir que aquí no hay gnomos. —Sí que hay gnomos, sí. En todos los sitios, hay gnomos. —¿En todos los sitios? ¡No no! Aquí no hay gnomos, y los únicos gnomos que he visto yo por el mundo son los de los cuentos —le dije.
  • 50. 42 —¡He dicho que sí! —exclamó Pékuat poniendo cara de gruñón—. Los gnomos estamos en todos lados, pero no nos dejamos ver fácilmente. A no ser que un gnomo te necesite para algo, nunca sabrás de su existencia. ¿Me has entendido? —Sí, sí… —respondí bajando un poco la cabeza, pero no muy convencido con lo que acababa de oír. —¿Y qué vamos a comer ahí dentro? —dijo Sandra de repente, interrumpiendo nuestra discusión sobre los gnomos. —En mi casa tengo alimentos; Debéis entrar ya. Escuchadme: En cuanto entréis aquí, atravesad la puerta roja que está colocada detrás de mí, y llegaréis a otro Buryuá más grande. Ahí veréis que hay muchas puertas. Coged la azul, que es la que me trajo hasta aquí y llegaréis a mi casa. Allí tengo ropa para todos; revolved en los baúles y armarios, y la encontraréis. No es que estéis feos así vestidos, pero llamaríais mucho la atención por el pueblo, así que debéis de cambiaros. También hay comida para todos, no os preocupéis. ¡Y lo más importante! Leed detalladamente la guía antes de salir de casa, para no llamar demasiado la atención a los soldados de Colungo, u os apresarán y yo no podré regresar si vosotros no estáis aquí para el intercambio. ¡Ah! ¡Casi me olvido! Según entréis, coged la guía y este bote con la flor del tiempo —y nos mostró un pequeño bote de cristal con una flor lila de tres pétalos—. Cuando a la flor le caiga el último pétalo, significa que ese es el último día lejos de vuestro pueblo; así que antes de que anochezca, deberéis atravesar de nuevo la puerta azul para volver a aparecer aquí.
  • 51. 43 ¿Entendido? —Entendido. Más o menos… —dije mirando a Tom y a Sandra, esperando que alguno diese alguna razón para aceptar la propuesta de Pékuat o para salir de allí corriendo. —¡Ah! ¡Casi se me olvida! Yo vivo en Lutecia en el año 510. ¡Venga! ¡Entrad! —¿¿¿510??? —le interrumpimos Tom y yo al tiempo —Sí. 510. —Querrás decir 1.910 que se parece mucho a 510… —dije, en un intento desesperado de hacer llegar algo con sentido a mis oídos y que el enanín tan sólo hubiera errado en algún año. —¡He dicho 510! —gritó Pékuat— ¿Recordáis que viajo en el espacio y tiempo, porque me he ganado un bote de cola? Yo asentí con la cabeza y con la boca abierta, porque realmente me costaba mucho creer lo que me estaba contando. —Como os decía —continuó hablando Pékuat—, vivo en Lutecia, un pueblo muy bonito con un rio por el medio. —Lutecia…. —repetí yo —Seguro que no te suena porque a alguno de los muchos camorristas provocadores que pasan por allí, le ha dado por llamarle París, en honor a sus colegas de guerra, los Parisii; pero en mi barrio seguimos llamándole Lutecia y será para siempre mi amada Lutecia. —¿Los Parisii? ¿Los del tesoro? —preguntó Tom. —Los mismos —afirmó Pékuat. —Si. Me suena Paris… —asentí yo, y continué interrogando a Pékuat con la esperanza de pillarlo en una mentira y
  • 52. 44 conocer así la verdad de todo— ¿Y cómo es la vida en el 510? ¿Y por qué no pareces un viejecito o un esqueleto si eres del año 510? —Ay… ¡Ya estamos con las preguntas! ¿Recordáis que el Buryuá os traslada de un lado a otro en un momento? No sé si parezco un viejecito, pero no parezco un esqueleto porque no soy un esqueleto, y el Buryuá te traslada de un lado a otro tal y como eres, ¿entendido? Los dos asentimos con la cabeza y estábamos tan ensimismados mirando a Pékuat, que nos asustó Sandra cuando preguntó: —¿Vamos a por Topo? —Ahora mismo venís a buscarlo ¿eh? —ordenó Pékuat ya un poco enfadado, quizás por tener que responder a tanta pregunta—, que a estas alturas no sé dónde encontraré a Trips. Así que preparaos para entrar. ¡Venga! ¿Quién va a venir? —¿Cómo que quién va a venir? —Sólo puede entrar uno de vosotros. —¿Sólo uno de nosotros? —respondí yo negando con la cabeza— Aquí somos un grupo: “Los Guerreros de Cómit”. O vamos todos o no va nadie, y te quedas sin cerdolín. —¿Los Guerreros de Cómit? ¿Sois guerreros? —¡¡¡No hombre!!! ¡Es una forma de hablar! Pero en grupo… ¡Somos fuertes como un guerrero! —respondí poniéndome un poco rojo. —Ya decía yo que no teníais pinta de guerreros…. Pero es que en el Buryuá sólo puede entrar uno similar a mí… —dijo Pékuat pensativo— Bueno, esperad un momento.
  • 53. 45 Y dicho esto, abrió de nuevo su libreta, buscó una página, y continuó hablando. —Vamos a ver las instrucciones de “Cambio de época”. Aquí dice: “Un gnomo saldrá del Buryuá, cuando al tiempo uno o varios individuos similares entren; en cualquier caso, los individuos que entren no deberán sumar más edad que gnomo saliente”. ¡Anda! ¡Qué sorpresa! ¡No sabía que podían entrar varios individuos al tiempo! Pero… Ya sabía yo que no iba a ser tan sencillo. ¿Cuántos años sumáis entre los tres? Porque yo tengo 240 años. —¿240 años? —fuimos repitiendo uno a uno tras oírle decir esa cifra. —240 años he dicho. ¿Y vosotros? —Sandra cinco; Tom y yo once, así que ni sumando ni multiplicando por dos te alcanzamos —respondí, no muy convencido de haber hecho bien los cálculos. —¡Perfecto muchachitos! Pues ahora mismo abro un agujerillo y entráis cuando yo salga; y acordaos de coger la guía, y leedla cuando estéis en mi casa o cuando tengáis alguna duda; coged también el bote con la flor del tiempo, y controlar cada día los pétalos que faltan; ¡Ah! Cambiaos de ropa antes de salir a conocer Lutecia en busca de vuestra mascota, ¿Entendido? —Pero… ¿Y tú no te cambias de ropa? —le pregunté, temiendo que por respuesta me ordenara desnudarme y darle la mía. —No te preocupes por mí, muchacho. Sé cómo hacerme invisible. —¿Y tú no llevas flor del tiempo? ¿Y cómo sabrás cuando
  • 54. 46 has de volver? —Soy un gnomo y no necesito flor del tiempo; pero no te preocupes, que estaré aquí puntual para hacer de nuevo el intercambio. —Pero sin flor del tiempo, ¿cómo sabes cuando has de volver? —pregunté de nuevo, por temor a que no volviese el día convenido. —Porque soy un gnomo, y sé que tengo que regresar cuando empiezo a oír un pitido, que no deja de sonar hasta que estoy junto al Buryuá. Bueno, ¿nos intercambiamos? —dijo al tiempo que sacaba de una cartera que llevaba colgada en su cintura, una especie de aguja de calcetar como las que usa mamá para tejer, pero un poco más pequeña. —¿Qué es eso? —preguntó Tom al tiempo que daba un paso hacia atrás, por temor, supongo, a un ataque del enanín. —¿Cómo abro si no el Buryuá? —respondió Pékuat— Necesito algo punzante para hacer una pequeña raja y poder intercambiarme con vosotros. —¿Y cómo ha entrado ahí Topo? Estoy seguro que él no llevaba un cuchillo en sus patas para hacer una raja en tu burbuja —pregunté un poco enfadado, ante la cantidad de información que llegaba a mis oídos y que no acababa de comprender ni digerir. —Estoy convencido de que Trips hizo una raja con sus uñas para salir de aquí y acercarse a tu mascota, y muy probablemente, tu mascota entró aquí al mismo tiempo y por la misma razón; así que al entrar uno y salir otro, el Buryuá se cerraría, y se marcharía cada mascota por un lado para investigar el nuevo mundo al que acababan de llegar.
  • 55. 47 —¡Un momento! —le interrumpí— ¿Estás seguro de que Topo ha ido a tu casa? —¡Claro! Trips se dejó abiertas todas las puerta que usó en el Buryuá; salió por la azul, que es la que lleva a mi casa, y cruzó por la roja que es la que conduce hasta aquí; vuestra mascota sólo tuvo que atravesar las puertas que Trips se encargó de empujar antes. —¿Y cómo no lo has visto por tu casa? —Ayyyyy… ¿Recordáis os dije estaba buscando mi gorro cuando se me escapó Trips? Supongo que el animalín vuestro llegaría a mi casa, y poco después saldría a la calle por una ventana, o por la puerta que da al huerto para conocer el pueblo. O a lo mejor, está durmiendo al lado de la chimenea y no me fijé en él antes de salir… Bueno; tal vez fuera necesario creernos todo lo que nos estaba contando y acceder al interior de aquella cosa, así que les pregunté a mis compis: —¿Entramos? —¡Sííííí…! —gritó Sandra— Vamos a buscar a Topo. —Vamos —añadió Tom subiendo sus hombros, en señal de que no había muchas más opciones que entrar en ese sitio tan extraño que se nos estaba ofreciendo. —Vamos —repetí yo. En ese momento, Pékuat saltó ágilmente hacia arriba, clavó su aguja en la cima de la burbuja, y empezó a descender por ella al tiempo que iba abriendo una raja. Al llegar al suelo, exclamó: —¡Perfecto! Os agacháis un poco y ya podéis pasar al interior del Buryuá.
  • 56. 48 Tras decir esto salió de la burbuja, y ya a nuestro lado, pudimos comprobar que era un enanito como los de los cuentos; era igual que el gnomo David, el protagonista de un cuento que habíamos leído hace poco en la escuela. Me hizo gracia verlo allí tan de cerca, y estuve a punto de cambiar de idea y llevarlo por el pueblo para enseñárselo a mamá y a papá y a los niños del cole, pero Pékuat exclamó: —¡Entrad o yo me empezaré a borrar! No puedo salir del Buryuá si no entra alguien en mi lugar. Son las normas. ¡Venga! ¡Adentro! En ese instante Sandra accedió al interior, por lo que nosotros también entramos. A nuestro paso, se cerró la raja por la que acabábamos de pasar y supe que ya era imposible volver atrás. Vi a Pékuat darse la vuelta en cuanto esto ocurrió, y echar a correr bosque adentro hasta que desapareció. —Bueno. Aquí estamos —acertó a decir Tom. Allí dentro, no había mucha cosa que ver. Tan sólo la guía que nos iba a acompañar en nuestro viaje, y un bote de cristal con la flor del tiempo. Cogí ambas cosas del suelo, y las guardé en mi mochila. —¡Crucemos la puerta! —ordené a mis compañeros. Cruzamos todos la puerta roja, y aparecimos ante una nueva burbuja de plástico, pero ésta era mayor que la que acabábamos de dejar atrás; se trataba de un espacio redondo, bastante grande y transparente, desde el que se veía con claridad el bosque en el que estábamos. Lo único que me llamó la atención, fue observar desde dentro lo que antes nos había dicho Pékuat, y es que la burbuja estaba llena de
  • 57. 49 puertas. Las conté, y no pude evitar gritar: —¡Siete puertas! ¿Por qué hay siete puertas aquí? —¡Topo está en la azul! —exclamó Sandra. —Si —asentí yo resignado, porque sabía que nadie iba a contestar mi pregunta— ¿Vamos? —¡Vamos! —contestó Tom. Y tras decir esto, Tom le cogió a Sandra una mano al tiempo que yo le agarraba la otra, y los tres enganchados, abrimos la puerta azul y empezamos a caminar hacia un mundo desconocido por nosotros. —¿Somos los Guerreros de Cómit? —preguntó Tom de repente. —Bueno… —contesté— Pensé que con ese nombre me impondría un poco más a Pékuat y nos dejaría pasar a todos. —Pues ha funcionado. ¡Qué pasada! ¡Como me gusta ser un guerrero!
  • 58. 50 III. EN LUTECIA CON EL GNOMO LUKUÁ Tras cruzar la puerta azul, recorrimos un estrecho y corto pasillo de madera y llegamos a una nueva puerta. Nos detuvimos ante ella, y Sandra decidida a entrar, tiró con fuerza del cerrojo que la mantenía cerrada y la empujó. La puerta se abrió lentamente emitiendo un fuerte y sonoro chirrido, y accedimos al interior de la casa de Pékuat. —¡Caray! —exclamó Tom— Es la habitación más extraña que he visto en mi vida. ¡Se parece la cabaña del Gnomo David de los cuentos del cole! Tom decía esto, porque nos encontrábamos en una habitación ovalada donde la madera era el material dominante; incluso las paredes y el suelo eran de madera. Se trataba de un espacio grande y abierto, donde parecía estar colocado todo lo necesario para vivir: En el centro de la sala, había una pequeña mesa redonda, rodeada por unos taburetes de muy poca altura aunque con los asientos bastante anchos, y por supuesto, todo de madera. En una de las paredes de la habitación, pudimos ver una chimenea de piedra aún con restos de humo, señal de que allí había ardido fuego hasta hace poco. Sobre la chimenea, había colocada la figura de un extraño animal de madera, que yo no conocía. Se parecía a una cabra, pero su cara era más parecida a nuestras caras que a las cabras del pueblo; a su lado, había unos botes alargados con flores dentro, alguna que otra extraña figurilla también de madera, y unos cuantos viejos libros apilados unos encima de otros. En una esquina, había una pequeña alacena sin puertas, en
  • 59. 51 cuyo interior distinguimos vasos y platos, y algún objeto cuya utilidad yo desconocía, pero de forma similar a las ollas que usa mamá para hacer comida. En los estantes de abajo, había colocadas unas bolsas de papel bastante abultadas, cuyo contenido no se veía, y algunos recipientes con frutas, como manzanas, uvas… Al lado de este mueble, una cortina blanca hacía las veces de puerta y como estaba recogida en una esquina de la pared, observamos que tras ella había otra habitación. —Será el baño o la habitación de Pékuat —les dije a mis compañeros, y seguí observando el extraño y acogedor lugar al que acabábamos de llegar: Frente a la chimenea, había un sillón de color rojo con respaldo ovalado adaptado a la pared circular, con unos pequeños cojines blancos y una manta depositada en él; debajo del sillón, había extendida una gran alfombra de lana de color marrón, decorada con flores amarillas. Parecía muy suave, y pensé en voz alta: —El sitio perfecto para sentarse a leer la guía. Los demás asintieron y saltamos los tres a la alfombra, dejando caer en la misma nuestras mochilas. —¡Qué calentita!— exclamó Tom —¿Cuándo buscamos a Topo?— preguntó Sandra. —¡Vayamos por partes! —le contesté—. Recuerda que primero debemos leer la guía y saber que nos vamos a encontrar ahí fuera. Después buscaremos la ropa para cambiarnos, y de paso, conoceremos un poco más la casa donde vamos a estar alojados tres días. ¡Ahhh! —exclamé al recordar que nuestra estancia en Lutecia era limitada—
  • 60. 52 ¿Dónde está la flor del tiempo? Tras decir esto me levanté, alcancé mi mochila, y extraje de ella el bote que guardaba dicha flor. —La colocaremos aquí, ¿vale? Así la veremos continuamente y no nos despistaremos —y la dejé encima de la chimenea— . Y ahora, echemos un vistazo a la guía —dije mientras me acomodaba de nuevo en el suelo con la guía entre mis manos, y empezaba a ojearla. La primera hoja, daba la bienvenida a los nuevos lectores y decía que esperaba nuestra excursión en esa época fuera de lo más agradable. Nos animaba a llevarla siempre con nosotros, ya que nos ayudaría a no perdernos por esos lugares. A continuación, aparecía una lista de países y de lugares que han ido cambiando sus nombres a lo largo de los años. —¡Mira Tom! —grité— ¡España no existe y es un reino visigodo! ¡Y se llama Hispania! Y los visigodos se acercaron hasta España para…. ¡Librarnos de los bárbaros que pretendían invadirnos! —¿Seguro que los echaron a todos? —fue todo lo que se le ocurrió decir a Tom— Porque estoy seguro que Nicolás, Eduardo y Jaime son descendientes directos de algún bárbaro. Al decir esto los dos nos echamos a reír con una sonora carcajada, tras la cual, Sandra aprovechó para levantarse del suelo y muy decidida, nos dijo: —Tengo hambre. Voy a buscar algo para comer —y desapareció tras la cortina blanca que conducía a otra habitación.
  • 61. 53 Al verla desaparecer, y temiendo lo que pudiera encontrar Sandra en esa parte de la casa, Tom y yo nos levantamos a toda prisa y fuimos tras ella. Llegamos a lo que supuse era la habitación de Pékuat, ya que se trataba de una pequeña estancia también circular, que tenía pegada a una pared una especie de cama que parecía muy blandita, con una colcha de color blanco colocada sobre ella. A un lado de la cama había una pequeña mesita, con un vaso encima y un instrumento parecido a la cafetera de mamá, pero supuse que serviría para otra cosa porque no tenía mucho sentido una cafetera en la mesita de noche. Junto a la mesita había una mecedora, que tenía un pequeño cojín de color rojo y una manta con cuadros azules y rojos enroscada sobre de ella. Pegado a la mecedora, un pequeño armario de una sóla puerta y a otro lado del armario, un gran baúl. Y frente a la cama otra cortina medio abierta, a través de la cual, se entreveía un pequeño campo con flores azules. —¿Y dónde está la cocina de esta casa? —preguntó con cara de asombro Sandra. —Supongo que es la habitación en la que acabamos de estar. No creo que Pékuat tenga cocina como la de nuestra casa. Seguro que cocina usando la chimenea, y guarda la comida en el armario que hay allí. Pero si tienes tanta hambre, ¿Por qué no coges de tu mochila lo que te metió mamá para llevar al cole? —¡Qué bien! —gritó Sandra emocionada— ¡Me había olvidado del bollo de mamá! Tras decir esto, corrió a coger su mochila que había quedado en la otra habitación, y regresó con un bollo de azúcar en su
  • 62. 54 mano, al que ya le había propinado un buen mordisco. —Oye Tom, ¿buscamos ropa para cambiarnos y salir de casa? —le pregunté, ya que estaba deseando salir a conocer el pueblo de Pékuat. —¡Vale! —contestó Tom, y esperó a que yo tomara la iniciativa de investigar donde encontraríamos la ropa adecuada para no llamar la atención en el año 510. Asentí con mi cabeza y me dirigí hacia el armario, a investigar que podía haber allí dentro. El armario de una sóla puerta, era de madera, pero estaba pintado de color rojo a juego con el cojín que había en la mecedora. —¡Vaya! —exclamé mientras caminaba dirección al armario—: Parece que a Pékuat le gusta mucho el color rojo. Al colocarme frente a él, observé que era más bajito que los de nuestra casa. Incluso me tuve que agachar un poco, para girar la llave que había colocada en su puerta y poder abrir el armario. Al abrirlo, me vi reflejado en un espejo que estaba pegado detrás de la puerta, y observé que tenía bastantes ojeras, supuse que por haberme despertado tan temprano esa mañana. En la parte de arriba del espejo había clavada una punta, de la que colgaba una hoja de papel amarillento parecida a un calendario, donde aparecía escrito con letras negras que estábamos en Octubre del año 510. “Por lo menos no hemos cambiado de mes”, pensé mientras giraba la cabeza hacia el interior del armario, en busca de algo adecuado para no llamar demasiado la atención en Lutecia. El armario estaba divido por cinco tablas a modo de estantes, sobre las que había ropa doblada; cogí una prenda del estante del medio, y la abrí para ver que era. Observé que acababa de
  • 63. 55 coger una chaqueta de color rojo como la que llevaba puesta Pékuat y decidí probármela. Me quité mi cazadora y me puse la chaqueta. —¿Estoy guapo? —les pregunté a mis compañeros, comentario que hizo que nos echáramos todos unas risas. Decidí mirarme al espejo para ver que tal me sentaba la chaqueta, y comprobé que, si bien me quedaba un poco corta de mangas, valía perfectamente para salir de casa sin llamar la atención. Al verme Sandra empezó a pedir una para ella, así que seguí investigando el armario. En el mismo estante del que yo había sacado la mía, había varias chaquetas también de color rojo pero de distintos tamaños. Elegí una que me parecía apropiada para Sandra y otra un poco más grande para Tom. A ellos también les sentaba bastante bien así que continué investigando los estantes del armario. De los estantes de arriba saqué gorros y cinturones de color azul. Al recordar que los que llevaba puestos Pékuat eran verdes, se lo comenté a Tom: —Fíjate Tom; no son verdes como los que llevaba Pékuat. ¿Por qué será? —No tengo ni idea —me contestó—. A lo mejor hay también verdes por ahí guardados. —O a lo mejor el verde es el color que usan cuando cambian de época… —comenté pensativo y continué mirando el interior del armario. En los estantes de abajo, había pantalones de un blanco tan reluciente que casi molestaba mirar para ellos. Una vez localizamos las tallas decidimos cambiarnos de ropa, y al vernos todos vestidos como gnomos, nos estuvimos riendo
  • 64. 56 durante un buen rato. —¿Y los zapatos? —preguntó Tom, una vez nos hubimos serenado todos. —¡Es verdad! —exclamó Sandra— Pékuat llevaba zapatos de punta. Asentí con la cabeza, y miré dentro del armario a ver si los encontraba, pero allí no estaban. —¿Dónde guardará los zapatos? —pensé en voz alta —Tal vez están dentro del baúl —comentó Tom, mientras se acercaba al mismo para abrirlo. Comprobamos que, efectivamente, Pékuat usaba el baúl a modo de zapatero, y había encerrados gran cantidad de zapatos de distintos tamaños, pero todos marrones y puntiagudos. Al coger uno, comprobé que estaban hechos de corcho o algún material similar, y que se doblaban con facilidad. Busqué zapatos para los tres y decidí cogerlos algo más grandes que nuestros pies, para poder calzarlos dejándonos los tenis puestos, porque no tenía muy claro, si podríamos caminar con algo tan blandito y no hacernos daño. Una vez estuvimos todos vestidos y calzados, propuse volver a echar un vistazo a la guía para conocer mejor el sitio al que íbamos a salir, así que regresamos todos a la primera habitación de la casa, nos tumbamos en la alfombra, y yo cogí el manual para ver que nos decía. Pero aún estaba abriendo la guía cuando alguien hizo sonar el picaporte de la puerta. Nos quedamos todos quietos, mirándonos unos a los otros un poco atemorizados, porque no sabíamos quién podría estar llamando.
  • 65. 57 —¿Quién es? —preguntó Sandra. —¡No sé! —respondí yo, que realmente no tenía ni idea de quién podía estar al otro lado de la puerta. Tras decir esto, volvió a sonar el picaporte. —Sea quien sea, parece que está impaciente por entrar. ¿Abro? —pregunté mirando a Tom. Tom asintió con la cabeza, así que me puse de pie y me acerqué a la puerta, pensando y a la vez temiendo, a quien me iba a encontrar detrás de ella. Cuál fue mi sorpresa, cuando al abrirla vi allí colocado a un hombrecillo casi igual que Pékuat. —¿Pékuat? —fue todo lo que se me ocurrió decir. —No soy Pékuat —contestó el hombrecillo—. Soy Lukuá. ¡Encantado de conocerte! —dijo extendiendo su mano para que se la apretase con la mía. Yo correspondí al gesto y me desplacé a un lado para dejarle entrar en casa, ya que el visitante casi me estaba empujando para cruzar la puerta. Lukuá se parecía mucho a Pékuat, tanto físicamente como en la forma de vestir, ya que llevaba los mismos pantalones, cinturón, gorro y chaqueta que él. La única diferencia que pude observar, es que su pelo y barba eran grises, no tan blancos como los de Pékuat, por lo que supuse que sería un poco más joven que él. “Tendrá sólo 200 años”, pensé con una sonrisa. —¿Dónde está Pékuat? —preguntó tras haber caminado unos pasos por el interior de la sala. —Se ha ido a nuestro pueblo a buscar a Trips —contesté amablemente, aún no muy seguro de que la inesperada visita estuviese de nuestro lado.
  • 66. 58 —¿Y cuál es vuestro pueblo? —Cómit; un pueblo que hay en la Hispania en el año 1.979 —respondí tratando de hablar su mismo lenguaje. —¿Se ha ido a la Hispania del año 1.979? ¿A hacer qué? — preguntó Lukuá. —A buscar a Cerdolín —respondió Sandra. —A buscar a Trips —aclaré yo casi al tiempo—. Ya te lo he dicho…. —¿Se le ha escapado Trips? Ya sabía yo que ese gaspi era un gamberrín —dijo Lukuá echándose a reír y continuó hablando—. Bueno, y supongo que vosotros sois el cambio que ha hecho para poder salir del Buryuá. ¿Me equivoco? —No —respondí yo—. Bueno, quiero decir que no te equivocas, que él ha podido salir de allí porque hemos entrado nosotros. —Oye, ¿Y a vosotros que se os ha perdido por aquí? —Nosotros somos los Guerreros de Cómit, y a nosotros se nos ha perdido Topo, nuestro perro. Se ha intercambiado con Trips y ha venido a vuestro pueblo —intenté poner cara de mayor al decir esto para impresionar al visitante, ya que aún no sabía sus intenciones. —Los Guerreros de Cómit... ¿Y que es un perro? —me preguntó, recordándome que en Lutecia no existían los perros. —Nuestra mascota. Un animal parecido vuestro gaspi y que hace “Guau guau” —contesté rápidamente, esperando no tener que darle tanta explicación como le había dado a Pékuat. —¡Ah! ¡Sí! Los he conocido en un viaje que hice hace mucho,
  • 67. 59 mucho tiempo… —Oye —intervino de repente Tom— ¿Llamaremos mucho la atención así vestidos por el pueblo? La ropa que llevamos puesta es de un color diferente a la tuya. —¡No no no! Así es como visten los humanos de Lutecia. Estáis perfectos. Ya veo que Pékuat os ha dado bien las instrucciones para salir a buscar a la mascota —respondió Lukuá—. Hasta veo que habéis colocado en la chimenea “la flor del tiempo”. Muy bien. Y oye, ¿Qué has dicho antes? ¿Sois guerreros? —Sí, somos guerreros, pero hemos venido en son de paz — le aclaré, por si acaso él también lo era y llevaba una espada por ahí guardada. Así que enseguida, cambié de tema—. Oye, ¿tú eres un camarada de Pékuat? —Camarada, colega, gnomo amigo, como quieras llamarme. —¿Y nos vas a acompañar a buscar a Topo? Tenemos tres días para encontrarlo, y si no nos vamos con Topo no podrá regresar Trips, y Pékuat se pondrá muy triste… —le dije, intentando darle un motivo para que se viniese con nosotros y nos diera un poco de seguridad por el pueblo adelante. —¡Claro que os voy a acompañar! Cuando uno de los nuestros se va a otro mundo, nosotros debemos acompañar al que llegue aquí tras el intercambio. —¡Menos mal! —pensé yo en voz alta. —¿Salimos entonces? —preguntó Lukuá. —Salimos —respondí yo. —Quiero ir al baño —dijo Sandra en el momento que estábamos llegando a la puerta—. ¿Dónde está? Eché una visual rápida a la sala, pero no había indicios de que
  • 68. 60 existiera un baño por allí cerca. —¿Dónde está el baño? —pregunté a Lukuá. —¿Baño dentro de casa? —me respondió con cara de asombro y asco, mientras negaba con la cabeza—. Ahí fuera hay un patio y ahí es a donde vamos nosotros cuando lo necesitamos. Hay hechos unos agujeritos en el campo para que hagas lo que te apetezca. Después, bastará que cojas agua del pozo y se la eches por encima; tapas todo con un poco de tierra y ya está listo para otro regalito. Ja ja ja….. —¿Fuera de casa? —pregunté un poco alborotado. —¡Claro! ¡Pues no pretenderás hacer esas cosas aquí dentro! Bueno, si no quieres estar al aire libre hay unos baños públicos en la ciudad, pero más bien son empleados para otras cosas, como hablar con gente mientras te das un baño calentito o un masaje. Pero amigo, nosotros allí no somos bien vistos porque no tenemos el estatus social que exigen los soldados para entrar. —¿Estatus? ¿Soldados? —repetí yo— ¿De qué hablas? —Los soldados que ha puesto Colungo para vigilar que haya orden dentro de la ciudad. Bueno, el orden que él quiere, claro. —¿Quién es Colungo? Ya nos habló de él Pékuat. —Colungo es el que manda en Lutecia. Él deja vivir aquí a los gnomos, a cambio de que no llamemos mucho la atención y no hagamos trabajar mucho a sus soldados. Bueno, y a cambio de que le llevemos cestas de comida todos los sábados, claro. —¿Y vosotros que ganáis a cambio? —Vivir en una casa de Lutecia. Tener un techo donde
  • 69. 61 cobijarnos cuando oscurece, o cuando nieva y hace mucho frío, o donde reunirnos con los amiguetes y tomar unas jarras de Mulsum. —¿Mulsum? ¿Qué es Mulsum? —preguntó Tom, dejando en evidencia que lo que más le interesaba de esa conversación era algo que sonara a comida o bebida. —Es una bebida deliciosa hecha de de vino y miel. —¿Vino? Nosotros no tomamos vino —repliqué yo. —¿No tomáis vino? —preguntó con cara de asombro Pékuat. —No. En mi pueblo sólo toman vino los mayores. Nosotros aún vamos al cole y no podemos beber vino. —Qué extraño… ¿Y entonces que bebéis? —Agua y leche. ¿Conoces la leche? —¡Ahhh! ¡Claro que sí! Deliciosa la leche de cabra con miel… —¿De cabra? ¿Tomáis leche de cabra? ¿Por aquí no hay vacas? —preguntó Tom muy extrañado. —Claro que hay vacas, muchachito, pero no son fáciles de conseguir. En cambio, una cabra cuesta pocos sólidos. Pékuat y yo tenemos una. —¿Sólidos? ¿Qué es eso? —le pregunté yo, pensando me respondería piedras o algo parecido. —Son nuestras monedas. ¿Vosotros no las usáis? —No; nosotros no las usamos, pero… ¿Pékuat tiene una cabra? ¿Y dónde está? —En el patio. Ahora debe estar durmiendo porque no la oigo cantar. —¿Tiene una cabra que canta? —preguntó Sandra
  • 70. 62 emocionada. —¡Claro muchachita! Cuando despierte, la conocerás. Ahora no podemos despertarla o se enfadará y empezará a desafinar mucho, y vendrán los soldados de Colungo a ver qué pasa. —¡Espera Sandra! ¡Voy contigo! —le grité cuando la vi empezar a caminar hacia la habitación de Pékuat, donde antes había visto una cortina tras la cual estaba el patio. —¿A dónde vas? —le pregunté cuando estuve a su lado. —¡Al baño! ¿A dónde voy a ir? —me respondió toda llena de razón. Una vez abrimos la cortina, vimos un pequeño campo salpicado de pequeñas florecillas azules, en el que había colocadas dos pequeñas casetas. En un lado del campo, había unos vegetales plantados; creo que eran zanahorias, por el trozo de hoja verde que asoma en la tierra. Pegado a esta plantación, en otro trozo de tierra asomaban otros vegetales, pero no los reconocí, así que supuse que sería alguna verdura como las que mamá cultiva en casa. En una esquina del terreno había un alto árbol, y alrededor de él, setas rojas con puntitos blancos de un tamaño considerable; al lado de este árbol, un pozo como el que mamá y papá tienen en la huerta de casa. —¡Mirad! —exclamé con un tono de voz bastante bajo para no despertar a la cabra— Son iguales que la seta sobre la que estaba sentado Pékuat. —¿Se ha llevado de viaje una seta? —preguntó Lukuá que ya estaba a nuestro lado— Ay… Pékuat sigue siendo un melancólico. ¡Ja ja ja! —¿Dónde está la cabra que canta? —preguntó ahora Sandra.
  • 71. 63 —Está durmiendo dentro de su casita —respondió Lukuá mientras señalaba una especie de caseta hecha con madera y situada en una esquina del campo—. Chusssss… No hagas ruido no vaya a ser que despierte. —¿No puedo ir a verla? —preguntó Sandra. —Ya te ha dicho que ahora no; la verás después cuando despierte… —contesté susurrando por temor a que se despertara la cabra y atrajera a los soldados. También vi muchos agujeros salpicando el campo, así que le dije a Sandra que fuera a uno de ellos a hacer lo que tuviera que hacer. Sandra empezó a caminar hacia los agujeros mientras nos pedía que no mirásemos para ella. Cuando estuvo de vuelta con nosotros, Lukuá me ordenó que sacara agua del pozo para limpiar el “orinal” que había usado Sandra, tras lo cual, volvimos al interior de la casa. —Bueno ¿vamos a por Topo? —pregunté yo, que ya estaba deseando localizarlo y en cierto modo, deseando salir a conocer el pueblo al que acabábamos de llegar. —Vamos pues, pero no nos olvidemos de coger la llave de casa —dijo Lukuá, mientras cogía una llave colgada de un clavo al lado de la puerta de la entrada. Una vez estuvimos en la calle, comprobé que a diferencia de Cómit, en ese pueblo hoy hacía bastante sol; me detuve a observar desde fuera la casa de Pékuat. Tenía forma circular. Parecía estar construida con barro, y el tejado, con tejas rojas. —La casa es de barro. ¿No se deshace cuando llueve? — pregunté señalándola. —¿Casa de barro? Estas casas son de adobe, que es barro mezclado con paja, secado al sol y colocado sobre una base
  • 72. 64 de piedra; por tanto, no se deshacen cuando llueve. No te preocupes por eso. —¡No! ¡Si a mí no me preocupa! Cómo no le preocupe a Pékuat, que es el que vive en ella… —Además, el tejado es lo suficientemente ancho como para que el agua de la lluvia no caiga sobre las paredes —continuó explicando Lukuá—, así que no te preocupes. —Si a mí no me preocupa… —Además, el adobe aísla muy bien el ruido y el frío, por eso es un material muy bueno para construir casas. —¡Sí! ¡Es perfecto! Oye, ¿llueve mucho por aquí? —le pregunté intentando cambiar de tema, y que Lukuá parase ya de explicarme que es el adobe y que ventajas tienen las casas de adobe. —Si… Bueno, ¿A qué le llamas mucho? —A lo que come Tom —respondí lo primero que se me vino a la cabeza. Lukuá me miró con cara de extraño, pienso que sin entender la comparación que le acababa de hacer. —No respondas ahora, Lukuá. Contéstame cuando le veas comer. —¡Eh! —protestó Tom—. ¡Qué no es para tanto! Además mamá, dice que tengo que comer que estoy creciendo. —Ya ya… —dije, y seguí observando la casa de Pékuat. Comprobé que la puerta era de color rojo igual, que la chimenea que sobresalía por el tejado. “Típica casa de un enanito”, pensé mientras comenzamos a descender la calle. Las casas que nos acompañaban durante el descenso eran exactamente iguales a la de Pékuat, salvo el color de sus
  • 73. 65 puertas, ya que las había verdes, azules, violetas… —¡Ahí vivo yo! —comentó Lukuá señalando una casa con la puerta de color verde. El paisaje era realmente bonito y ante él, no pude evitar decir: —Qué lugar tan bonito para vivir, Lukuá. —Sí. Es bonito, pero sería más bonito si no mandara en él Colungo. Dijo esta frase tan bajito, que le pregunté: —¿Qué has dicho? —Chsssssss… —respondió mientras se llevaba un dedo a la boca, y me indicaba con la cabeza que mirase hacia un lado de la calle. Al dirigir la mirada hacia donde me indicaba, pude ver una cabaña redonda también hecha en adobe y con una puerta de madera, encima de la que colgaba un cartel en el que se podía leer la palabra Bar. Delante de la puerta, estaban colocados dos hombres bastante corpulentos, vestidos con pantalón negro, camisa blanca y chaleco gris. Cada hombre empuñaba un escudo, y llevaba colgando de un cinturón gris, una reluciente espada. —¡Buenos días! —les dijo Lukuá mirando hacia ellos. —¡Continúen andando! —fue todo lo que respondió uno de ellos. Hicimos caso y continuamos andando. Cuando ya los habíamos perdido de vista, Lukuá nos explicó quiénes eran. —Son los soldados de Colungo. Vienen todos los días en grupo, a beber al bar de nuestro colega Pírit. Unos cuantos entran a beber y dos vigilan que fuera haya orden. Se van turnando hasta que han bebido todos.