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LOS RIEGOS DE LA FE
“Ellos le dicen: podemos”
(Mt 20, 22)
Estas palabras de los apóstoles Santiago y Juan son la respuesta a una
solemne pregunta que les dirige su divino Maestro. Con una noble ambición, no
contrastada con la Altísima sabiduría e ignorante aún de la más santa Verdad,
deseaban sentarse junto a Él en su trono de gloria. Sólo quedarían satisfechos con
el logro de aquel don singular que Él había venido a conceder a sus elegidos, por
cuya adquisición iba a morir poco después y que también nos ofrece a nosotros.
Le piden el don de la vida eterna y en respuesta no les dice que van a
poseerlo – aunque estaba reservado para ellos – sino que les recuerda lo que
deben arriesgar para lograrlo. “Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser
bautizados con el bautismo con el que seré bautizado? Sí, podemos (Mc 10, 38-
39). Se nos enseña aquí la gran lección de que nuestro deber de cristianos consiste
en asumir riesgos por la vida eterna, como si no tuviéramos una certeza absoluta
acerca del éxito.
Sólo obtendrán el éxito y el premio eternos quienes perseveren hasta el fin.
El Señor ha empeñado Su palabra y no podemos dudar de que los siervos de
Cristo verán recompensados con creces en el último día los riesgos que asuman
por Dios, ya que Él devuelve sin falta mucho más de lo que le damos.
Pero quiero referirme ahora a las personas en particular, es decir, a cada
uno de nosotros. Nadie sabe con certeza si perseverará y, sin embargo, todos
tenemos que arriesgarnos si queremos tener alguna oportunidad de éxito.
Es muy cierto, por lo tanto, que todos hemos de aceptar riesgos por el cielo,
a pesar de no tener certeza sobre el resultado. Esto es lo que significa la palabra
riesgo, porque si un riesgo no implica nada de temor o peligro, expectación o
incertidumbre es un riesgo ficticio. En esto consiste la excelencia y la nobleza de
la fe. La razón primera por la que la fe destaca entre los demás dones y es tenida
por medio especial de justificación es precisamente que su presencia supone en
nosotros el valor de asumir un riesgo.
San Pablo lo dice en el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos, que
comienza con una definición de la fe, y describe después algunos ejemplos, como
si quisiera evitar todo posible malentendido. Después de citar la frase “el justo
vivirá por la fe” (Ha 2, 4), para indicar que está hablando de lo mismo que
entiende en su epístola a los Romanos por la fe justificante, continúa: “Fe es la
sustancia – es decir, la percepción – de las cosas que se esperan, la evidencia – es
decir, el fundamento de la prueba – de lo que no se ve” (Hb 11,1).
Pertenece a su esencia misma hacer presente lo invisible, actuar sobre su
mera posibilidad como si realmente ya se poseyera, arriesgarse por ello y poner
en juego por ese futuro la comodidad presente, el bienestar y otros bienes
semejantes. Por eso dice con gran sentido el Apóstol en otra epístola: “Si
solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los
más desgraciados de los hombres” (1 Co 15, 19). Si los muertos no resucitan,
hemos cometido un solemne error de cálculo en la elección del modo de vivir y
estamos completamente equivocados.
Esta doctrina nos interesa y afecta vivamente a todos. Lo hace ver san Pablo
en su epístola a los Hebreos con el ejemplo de los antiguos santos, que
renunciaron a su seguridad presente en aras de la futura. Abraham “se puso en
camino sin saber adónde iba”. Tanto él como los restantes patriarcas murieron
“sin haber conseguido el objeto de las promesas, aunque viéndolas y saludándolas
desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra” (Hb 11, 13).
Así fue la fe de los patriarcas, y en nuestro texto, los jóvenes Apóstoles, con
una sencillez ingenua pero generosa, proclaman lo mismo. Aunque no se daban
cuenta plenamente del significado de su afirmación, sus palabras expresaban lo
que se escondía en su corazón, y fueron proféticas de su conducta futura. Se
comprometen como inconscientemente y Alguien más fuerte que ellos les toma la
palabra y, por así decirlo, los hace cautivos con astucia. Pero lo que importa es
que su inocente compromiso fue ofrecido de todo corazón, aunque no sabían bien
lo que prometían, y fue aceptado. “Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser
bautizados con el bautismo con el que seré bautizado? Dícenle: Sí, podemos”. Es
respuesta, aunque sin prometerles el cielo, les contestó el Señor benévolamente:
“Beberéis el cáliz que yo voy a beber y seréis bautizados con el bautismo con que
yo voy a ser bautizado”. (Mc 10, 38-39).
El Señor parece actuar de igual manera con San Pablo. Acepta su protesta de
servicio, pero le advierte que todavía entiende poco. El celoso apóstol deseaba
seguir a su Señor inmediatamente, pero Él le contesta: “Adonde yo voy no puedes
seguirme ahora; me seguirás más tarde” (Jn 13, 16). Y en otro momento le pide
cumplir lo prometido: “Tú sígueme”, a la vez que le explica: “En verdad, en verdad
te digo que cuando eras joven tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero
cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no
quieras” (Jn 21, 18-22).
Así fueron los riesgos que asumieron los Apóstoles, en la fe y en la
incertidumbre. En un pasaje del Evangelio de san Lucas, nuestro Salvador nos
recuerda a todos la necesidad de hacer lo mismo. “Quién de vosotros – dice - ,
queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si
tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo
terminar, todos los que lo vean se burlen de él y digan: este comenzó a edificar y
no pudo terminar”. Y luego añade: “De igual manera, cualquiera de vosotros que
no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 28-33),
advirtiéndonos así del sacrificio completo que debemos hacer. Le damos todo lo
que somos y Él nos pide esto o aquello, o nos permite usar algo por el tiempo que
Él disponga. El caso del joven rico, que se marchó triste cuando nuestro Señor le
invitó a dejarlo todo y seguirle, es el ejemplo contrario de un hombre que no tuvo
fe suficiente en Su palabra para arriesgar este mundo por el otro.
Si, por lo tanto, la fe es esencial para la vida cristiana, es nuestro deber poner
en juego lo que tenemos por lo que no tenemos, fiados en la palabra de Cristo; y
hemos de hacerlo noble y generosamente, sin precipitación ni ligereza, pero sin
saber todo el alcance de lo que hacemos ni todo lo que vamos a ganar; sin saber
tampoco cuál será nuestro premio ni hasta dónde llegarán los sacrificios que se
nos pidan; apoyados completamente en el Señor, esperando en Él, confiando en
que cumplirá su promesa y nos hará capaces de cumplir nuestra palabra, y
procediendo sin preocupación ni ansiedad respecto al futuro.
Cuanto acabo de decir hasta ahora resulta – creo – patente e indiscutible a la
mayoría. Ahora bien, si paso a sacar las consecuencias prácticas que se siguen
inmediatamente de todo esto habrá quienes se retraerán en su corazón, aunque
no lo manifiesten externamente.
A los ministros de Cristo se nos permite predicar con todas libertad mientras
nos limitamos a afirmar verdades generales. Pero en el momento en que los
oyentes se sienten implicados en lo que decimos, en cuanto ven que hay que
ponerlo en práctica, entonces se paran en seco, se cierran, inician una especie de
retirada, y dicen que no ven esto o no admiten aquello; no son capaces de decir
por qué estas conclusiones no se derivan de lo que sí aceptan – lo que se les ha
mostrado - , pero insisten en que lo uno no se sigue de lo otro, se afanan en
buscar excusas y dicen que llevamos las cosas demasiado lejos, que somos
extravagantes, que tenemos que condicionar o modificar lo que afirmamos, que
no tenemos en cuenta los tiempos en que vivimos y otras observaciones por el
estilo.
Ellos lo ven así; se ha dicho con razón que “donde hay voluntad hay
camino”, porque no hay verdad, por arrolladoramente clara que sea, de la que los
hombres no puedan escapar cerrando sus ojos. No hay deber, por urgente que
sea, contra el que no puedan hallarse diez mil buenas excusas. Dicen que llevamos
las cosas “demasiado lejos” justamente cuando se las ponemos cerca.
Esta triste enfermedad de quienes se llaman cristianos se ejemplifica en el
tema que estamos considerando. ¿Quién no admite que la fe consiste en aceptar
riegos sin ver el futuro, fiados sólo en la palabra de Cristo? Sin embargo, pongo
muy en duda que los bautizados – incluidos los mejores – arriesguen algo por la
Verdad cristiana.
Pensadlo un momento. Que cada uno de los que me escucháis se pregunte a
sí mismo qué ha comprometido en la verdad de las promesas de Cristo. ¿Sería
una brizna peor su situación si – por suponer un imposible – esas promesas
fallaran? Sabemos bien lo que supone tener algo en juego en empresas de este
mundo. Arriesgamos nuestra propiedad en proyectos que prometen una ganancia,
proyectos que nos inspiran confianza y seguridad. Bien: ¿qué hemos arriesgado
por Cristo? ¿Qué le hemos dado por el hecho de creer en sus promesas?
El Apóstol declara que él y sus hermanos serían infinitamente desgraciados
si los muertos no resucitasen. ¿Podemos nosotros aplicárnoslo en alguna medida?
Pensamos tal vez ahora poseer alguna esperanza de lograr el cielo. Es una
esperanza que sin duda perderíamos; ¿pero en qué iríamos a peor respecto a
nuestra condición presente?
Un comerciante que ha invertido bienes en un negocio que fracasa no sólo
pierde la perspectiva de una ganancia, sino también algo de lo suyo que arriesgó
con la esperanza de un lucro. ¿Qué hemos arriesgado nosotros? Este es el punto
central.
Da miedo pensar lo que pasaría si nos examináramos con toda sinceridad:
descubriríamos que no tomamos ninguna decisión, no hacemos nada, ni dejamos
de hacer nada, ni evitamos nada, ni elegimos nada, ni abandonamos nada, ni
perseguimos nada, que no decidiríamos, haríamos, dejaríamos de hacer,
evitaríamos, elegiríamos o abandonaríamos si Cristo no hubiese muerto y no se
nos hubiera prometido el cielo.
Realmente asusta pensar que la mayoría de los que se llaman cristianos –
no importa lo que digan o crean sentir, el entendimiento y el amor que profesen
tener -, harían exactamente lo mismo que hacen, ni mucho mejor ni mucho peor,
si pensaran que el Cristianismo es pura fábula.
Cuando son jóvenes satisfacen sus gustoso, al menos, van tras las cosas de
la tierra. Con el paso el tiempo se dedican a un buen negocio o a cualquier otro
modo de hacer dinero. Luego se casan y establecen, y dado que sus intereses
coinciden con sus deseos, parecen – y ellos mismos se creen – ser hombres
respetables e inclinados a la religión. Maduran apegados a las cosas que de hecho
les rodean, comienzan a sentir celo contra el vicio y el error y buscan estar en paz
con los demás.
Conducta en sí misma muy correcta y digna de alabanza, sin duda. He de
decir, sin embargo, que no tiene necesariamente mucho que ver con la religión. No
hay nada en ella que indique la presencia de un principio religioso. No hay nada
que esas personas dejaran de hacer, aunque no obtuvieran ningún provecho,
excepto el que ya obtienen: ahora ganan algo, satisfacen sus aspiraciones, se
comportan ordenada y pacíficamente porque hacerlo así redunda en su propio
interés y gusto. Pero no arriesgan nada, no ponen en juego ni sacrifican ni
abandonan cosa alguna por su fe en la Palabra de Cristo.
San Bernabé, por ejemplo, poseía una propiedad en Chipre y la entregó para
los pobres de Cristo. Fue un sacrificio coherente. Hizo algo que no hubiera hecho
a menos que el Evangelio fuera verdadero. Es evidente que si el Evangelio hubiera
resultado ser una fábula, su conducta habría sido un disparate, él habría cometido
un gran error y sufrido una pérdida. Sería como un comerciante cuyos barcos han
naufragado o cuyas sucursales están en bancarrota.
El hombre confía en el hombre y considera bueno el crédito de sus vecinos,
pero los cristianos no arriesgan demasiado sobre las palabras de su Salvador,
cuando en realidad es lo único importante que deben hacer. El mismo Cristo nos
dice: “haceos amigos con las riquezas injustas, para que cuando lleguen a faltar os
reciban en las eternas moradas” (Lc 16, 9); es decir, adquirid un interés en el
mundo futuro con la riqueza que el mundo de ahora usa inadecuadamente,
alimentad al hambriento, vestid al desnudo, aliviad al enfermo y esa riqueza se
convertirá en “bolsas que no se deterioran, un tesoro que no os fallará en los
cielos” (Lc 12, 33). Por eso son las limosnas un riesgo coherente y una
demostración de fe.
También hace un sacrificio el hombre que, cuando sus perspectivas terrenas
son alentadoras, renuncia a las promesas de la riqueza o del prestigio, con el fin
de estar más cerca de Cristo, obtener un lugar en su templo y aumentar las
oportunidades de oración y alabanza. El que, llevado de un noble impulso hacia la
perfección, aparta el deseo de comodidad terrena y vive, como Daniel y san Pablo,
con apreturas y trabajos, pero con un corazón sereno, arriesga también algo
apoyado en la certeza del mundo futuro.
El que, después de caer en pecado, se arrepiente de palabra y de obra, toma
alguna carga sobre sus hombros, se somete a penitencia, se muestra severo con su
carne, se niega algunos gustos inocentes y se expone a una humillación pública,
demuestra asimismo que su fe es la sustancia de las cosas que se esperan y la
garantía de lo que no ve. También ama el sacrificio quien pide a Dios no tener
esos bienes que persigue la mayoría de los hombres, quien se abraza a cosas que
de suyo rehúye el corazón. Ama el sacrificio quien, cuando la Voluntad de Dios
parece tender hacia lo que la gente llama malo, consigue decir en su corazón –
aunque le cueste-: “hágase Tu voluntad”.
Si ante un panorama de riquezas alguien ruega honestamente a Dios no ser
nunca rico; si teniendo posibilidades de alcanzar una alta posición social alguien
pide en serio no alcanzarla; si teniendo amigos o parientes, alguien acepta de todo
corazón la eventualidad de perderlos y dice: “tómalos, Señor, si es Tu voluntad; a
Ti te los entrego, en Tus manos los dejo”, alegrándose de que el Señor le tome la
palabra; ese también arriesga, y se hace agradable a Dios.
Un cristiano así verá que el Señor le toma sus palabras al pie de la letra,
aunque tal vez no entienda del todo lo que dice; pero es aceptado por Dios porque
habla en serio y arriesga mucho. Corazones generosos como Santiago y Juan, o
Pedro, hablan frecuentemente con gran seguridad de lo que harían por Cristo. Lo
dicen con toda sinceridad aunque con cierta inconsistencia; pero por su
sinceridad y como premio, se les toma la palabra, aunque no sepan todavía lo
sería que es.
“Dícenle: podemos”, y el compromiso queda anotado en el cielo. Este es l
caso de todos nosotros en muchos momentos. Primero, en la Confirmación,
cuando prometemos lo que fue prometido en lugar nuestro en el Bautismo,
aunque sin ser capaces de entender todo lo que prometemos y confiados en que
Dios lo manifestará gradualmente y nos dará la fuerza oportuna cuando llegue el
momento. Asimismo los que reciben las Sagradas Órdenes prometen lo que
todavía no disciernen completamente, se comprometen en una medida que en
parte ignoran, se apartan de las cosas de la tierra de un modo cuya hondura no
perciben, y quizás se dan cuenta luego que deben cortar su mano derecha,
sacrificar el deseo de los ojos y la agitación de sus corazones al pie de la cruz,
aunque entonces creían en su sencillez que se limitaban a escoger la vida cómoda
“de hombres tranquilos que habitan en tiendas”.
Las circunstancias influyen de muchas maneras en que una persona tome
un camino u otro para el servicio de la religión. No sabe adónde se la lleva; no ve
el final del camino; sólo sabe que es bueno hacer lo que en ese momento hace, y
oye un susurro en su interior que le asegura – como les ocurrió a los dos santos
hermanos – que sea cual sea la entrega que le exijan sus palabras de ahora, en el
futuro, con la gracia de Dios, estará a la altura de las circunstancias.
Aquellos santos Apóstoles dijeron: “podemos” y recibieron la fuerza para
hacer y sufrir tal como habían afirmado. Santiago fue capaz de mantenerse firme
hasta la muerte, que fue muerte de un mártir en Jerusalén mediante la espada. Su
hermano Juan tuvo que padecer más aún, hasta morir el último de los Apóstoles –
Santiago murió el primero - . San Juan tuvo que soportar el dolor de perder a su
hermano y luego a los demás Apóstoles, así como largos años de soledad,
destierro y debilidad. Experimentó el padecimiento de quedar solo cuando los que
amaba habían dejado este mundo. Tuvo que vivir a solas con sus pensamientos,
sin personas íntimas, acompañado únicamente por quienes pertenecían a una
generación más joven. Su amante Señor le exigió como prenda de su fe todo lo
que sus ojos amaban y todo lo que su corazón tenía por familiar y próximo.
Fue como un hombre que va a trasladar sus bienes a un lejano país y los va
enviando poco a poco, en lotes, antes de emprender viaje, hasta que su casa
queda vacía.
San Juan envió por delante a sus amigos mientras él permanecía detrás,
para que hubiera en el cielo quienes le recordaran, se ocuparan de él y le
recibieran cuando el Señor le llamara. Envió también por delante otras muestras
aún más voluntarias y arriesgadas de su fe: una existencia abnegada, una ardiente
defensa de la verdad, ayunos y oraciones, trabajos de amor, una vida virginal,
ultrajes de los paganos, persecución y destierro.
Bien podía decir un santo tan grande al final de sus días: “Ven, Señor Jesús”
(1 Co 16, 22), como los que, cansados de la noche, esperan la mañana. Todos sus
pensamientos, deseos y esperanzas se centraban en el mundo invisible, y la
muerte le devolvió la visión de lo que había adorado y amado, lo que había sido
objeto de su trato desde muchos años antes. ¡Cómo revivirán los recuerdos y
cómo reaparecerían pensamientos familiares largamente enterrados, al verse en
presencia de lo que había perdido! ¡Imposible imaginar la inmensa felicidad del
que ve devuelto todo lo que dio en prenda y, además, se encuentra con un pago
generosísimo por todos los riesgos que asumió!
¡Lástima, hermanos míos, que no poseamos este elevado y desprendido
espíritu en cantidades mucho mayores! ¿Cómo es posible que nos contentemos
con el actual estado de cosas; que nos empeñemos en vivir para nosotros y
disfrutar de esta vida? ¿Cómo es posible que nos pongamos tantas excusas
cuando alguien nos descubre la necesidad de algo mejor y nos urge el deber de
llevar la Cruz del Señor, si resulta que podemos ganar su Corona?
Repito la pregunta: ¿qué riesgos, qué inseguridades hemos aceptado por la
palabra de Cristo? Porque Él dice expresamente: “Todo aquel que haya dejado
casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre,
recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Y muchos primeros serán
últimos y muchos últimos, primeros” ( Mt 19, 29-30)
21 de Febrero de 1836
Parochial and Plain Sermons IV, n° 20.

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Los riesgos de la fe cardenal john henry newman

  • 1. LOS RIEGOS DE LA FE “Ellos le dicen: podemos” (Mt 20, 22) Estas palabras de los apóstoles Santiago y Juan son la respuesta a una solemne pregunta que les dirige su divino Maestro. Con una noble ambición, no contrastada con la Altísima sabiduría e ignorante aún de la más santa Verdad, deseaban sentarse junto a Él en su trono de gloria. Sólo quedarían satisfechos con el logro de aquel don singular que Él había venido a conceder a sus elegidos, por cuya adquisición iba a morir poco después y que también nos ofrece a nosotros. Le piden el don de la vida eterna y en respuesta no les dice que van a poseerlo – aunque estaba reservado para ellos – sino que les recuerda lo que deben arriesgar para lograrlo. “Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con el que seré bautizado? Sí, podemos (Mc 10, 38- 39). Se nos enseña aquí la gran lección de que nuestro deber de cristianos consiste en asumir riesgos por la vida eterna, como si no tuviéramos una certeza absoluta acerca del éxito. Sólo obtendrán el éxito y el premio eternos quienes perseveren hasta el fin. El Señor ha empeñado Su palabra y no podemos dudar de que los siervos de Cristo verán recompensados con creces en el último día los riesgos que asuman por Dios, ya que Él devuelve sin falta mucho más de lo que le damos. Pero quiero referirme ahora a las personas en particular, es decir, a cada uno de nosotros. Nadie sabe con certeza si perseverará y, sin embargo, todos tenemos que arriesgarnos si queremos tener alguna oportunidad de éxito. Es muy cierto, por lo tanto, que todos hemos de aceptar riesgos por el cielo, a pesar de no tener certeza sobre el resultado. Esto es lo que significa la palabra riesgo, porque si un riesgo no implica nada de temor o peligro, expectación o incertidumbre es un riesgo ficticio. En esto consiste la excelencia y la nobleza de la fe. La razón primera por la que la fe destaca entre los demás dones y es tenida por medio especial de justificación es precisamente que su presencia supone en nosotros el valor de asumir un riesgo.
  • 2. San Pablo lo dice en el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos, que comienza con una definición de la fe, y describe después algunos ejemplos, como si quisiera evitar todo posible malentendido. Después de citar la frase “el justo vivirá por la fe” (Ha 2, 4), para indicar que está hablando de lo mismo que entiende en su epístola a los Romanos por la fe justificante, continúa: “Fe es la sustancia – es decir, la percepción – de las cosas que se esperan, la evidencia – es decir, el fundamento de la prueba – de lo que no se ve” (Hb 11,1). Pertenece a su esencia misma hacer presente lo invisible, actuar sobre su mera posibilidad como si realmente ya se poseyera, arriesgarse por ello y poner en juego por ese futuro la comodidad presente, el bienestar y otros bienes semejantes. Por eso dice con gran sentido el Apóstol en otra epístola: “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de los hombres” (1 Co 15, 19). Si los muertos no resucitan, hemos cometido un solemne error de cálculo en la elección del modo de vivir y estamos completamente equivocados. Esta doctrina nos interesa y afecta vivamente a todos. Lo hace ver san Pablo en su epístola a los Hebreos con el ejemplo de los antiguos santos, que renunciaron a su seguridad presente en aras de la futura. Abraham “se puso en camino sin saber adónde iba”. Tanto él como los restantes patriarcas murieron “sin haber conseguido el objeto de las promesas, aunque viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra” (Hb 11, 13). Así fue la fe de los patriarcas, y en nuestro texto, los jóvenes Apóstoles, con una sencillez ingenua pero generosa, proclaman lo mismo. Aunque no se daban cuenta plenamente del significado de su afirmación, sus palabras expresaban lo que se escondía en su corazón, y fueron proféticas de su conducta futura. Se comprometen como inconscientemente y Alguien más fuerte que ellos les toma la palabra y, por así decirlo, los hace cautivos con astucia. Pero lo que importa es que su inocente compromiso fue ofrecido de todo corazón, aunque no sabían bien lo que prometían, y fue aceptado. “Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con el que seré bautizado? Dícenle: Sí, podemos”. Es respuesta, aunque sin prometerles el cielo, les contestó el Señor benévolamente:
  • 3. “Beberéis el cáliz que yo voy a beber y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado”. (Mc 10, 38-39). El Señor parece actuar de igual manera con San Pablo. Acepta su protesta de servicio, pero le advierte que todavía entiende poco. El celoso apóstol deseaba seguir a su Señor inmediatamente, pero Él le contesta: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde” (Jn 13, 16). Y en otro momento le pide cumplir lo prometido: “Tú sígueme”, a la vez que le explica: “En verdad, en verdad te digo que cuando eras joven tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18-22). Así fueron los riesgos que asumieron los Apóstoles, en la fe y en la incertidumbre. En un pasaje del Evangelio de san Lucas, nuestro Salvador nos recuerda a todos la necesidad de hacer lo mismo. “Quién de vosotros – dice - , queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se burlen de él y digan: este comenzó a edificar y no pudo terminar”. Y luego añade: “De igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 28-33), advirtiéndonos así del sacrificio completo que debemos hacer. Le damos todo lo que somos y Él nos pide esto o aquello, o nos permite usar algo por el tiempo que Él disponga. El caso del joven rico, que se marchó triste cuando nuestro Señor le invitó a dejarlo todo y seguirle, es el ejemplo contrario de un hombre que no tuvo fe suficiente en Su palabra para arriesgar este mundo por el otro. Si, por lo tanto, la fe es esencial para la vida cristiana, es nuestro deber poner en juego lo que tenemos por lo que no tenemos, fiados en la palabra de Cristo; y hemos de hacerlo noble y generosamente, sin precipitación ni ligereza, pero sin saber todo el alcance de lo que hacemos ni todo lo que vamos a ganar; sin saber tampoco cuál será nuestro premio ni hasta dónde llegarán los sacrificios que se nos pidan; apoyados completamente en el Señor, esperando en Él, confiando en que cumplirá su promesa y nos hará capaces de cumplir nuestra palabra, y procediendo sin preocupación ni ansiedad respecto al futuro.
  • 4. Cuanto acabo de decir hasta ahora resulta – creo – patente e indiscutible a la mayoría. Ahora bien, si paso a sacar las consecuencias prácticas que se siguen inmediatamente de todo esto habrá quienes se retraerán en su corazón, aunque no lo manifiesten externamente. A los ministros de Cristo se nos permite predicar con todas libertad mientras nos limitamos a afirmar verdades generales. Pero en el momento en que los oyentes se sienten implicados en lo que decimos, en cuanto ven que hay que ponerlo en práctica, entonces se paran en seco, se cierran, inician una especie de retirada, y dicen que no ven esto o no admiten aquello; no son capaces de decir por qué estas conclusiones no se derivan de lo que sí aceptan – lo que se les ha mostrado - , pero insisten en que lo uno no se sigue de lo otro, se afanan en buscar excusas y dicen que llevamos las cosas demasiado lejos, que somos extravagantes, que tenemos que condicionar o modificar lo que afirmamos, que no tenemos en cuenta los tiempos en que vivimos y otras observaciones por el estilo. Ellos lo ven así; se ha dicho con razón que “donde hay voluntad hay camino”, porque no hay verdad, por arrolladoramente clara que sea, de la que los hombres no puedan escapar cerrando sus ojos. No hay deber, por urgente que sea, contra el que no puedan hallarse diez mil buenas excusas. Dicen que llevamos las cosas “demasiado lejos” justamente cuando se las ponemos cerca. Esta triste enfermedad de quienes se llaman cristianos se ejemplifica en el tema que estamos considerando. ¿Quién no admite que la fe consiste en aceptar riegos sin ver el futuro, fiados sólo en la palabra de Cristo? Sin embargo, pongo muy en duda que los bautizados – incluidos los mejores – arriesguen algo por la Verdad cristiana. Pensadlo un momento. Que cada uno de los que me escucháis se pregunte a sí mismo qué ha comprometido en la verdad de las promesas de Cristo. ¿Sería una brizna peor su situación si – por suponer un imposible – esas promesas fallaran? Sabemos bien lo que supone tener algo en juego en empresas de este mundo. Arriesgamos nuestra propiedad en proyectos que prometen una ganancia,
  • 5. proyectos que nos inspiran confianza y seguridad. Bien: ¿qué hemos arriesgado por Cristo? ¿Qué le hemos dado por el hecho de creer en sus promesas? El Apóstol declara que él y sus hermanos serían infinitamente desgraciados si los muertos no resucitasen. ¿Podemos nosotros aplicárnoslo en alguna medida? Pensamos tal vez ahora poseer alguna esperanza de lograr el cielo. Es una esperanza que sin duda perderíamos; ¿pero en qué iríamos a peor respecto a nuestra condición presente? Un comerciante que ha invertido bienes en un negocio que fracasa no sólo pierde la perspectiva de una ganancia, sino también algo de lo suyo que arriesgó con la esperanza de un lucro. ¿Qué hemos arriesgado nosotros? Este es el punto central. Da miedo pensar lo que pasaría si nos examináramos con toda sinceridad: descubriríamos que no tomamos ninguna decisión, no hacemos nada, ni dejamos de hacer nada, ni evitamos nada, ni elegimos nada, ni abandonamos nada, ni perseguimos nada, que no decidiríamos, haríamos, dejaríamos de hacer, evitaríamos, elegiríamos o abandonaríamos si Cristo no hubiese muerto y no se nos hubiera prometido el cielo. Realmente asusta pensar que la mayoría de los que se llaman cristianos – no importa lo que digan o crean sentir, el entendimiento y el amor que profesen tener -, harían exactamente lo mismo que hacen, ni mucho mejor ni mucho peor, si pensaran que el Cristianismo es pura fábula. Cuando son jóvenes satisfacen sus gustoso, al menos, van tras las cosas de la tierra. Con el paso el tiempo se dedican a un buen negocio o a cualquier otro modo de hacer dinero. Luego se casan y establecen, y dado que sus intereses coinciden con sus deseos, parecen – y ellos mismos se creen – ser hombres respetables e inclinados a la religión. Maduran apegados a las cosas que de hecho les rodean, comienzan a sentir celo contra el vicio y el error y buscan estar en paz con los demás. Conducta en sí misma muy correcta y digna de alabanza, sin duda. He de decir, sin embargo, que no tiene necesariamente mucho que ver con la religión. No
  • 6. hay nada en ella que indique la presencia de un principio religioso. No hay nada que esas personas dejaran de hacer, aunque no obtuvieran ningún provecho, excepto el que ya obtienen: ahora ganan algo, satisfacen sus aspiraciones, se comportan ordenada y pacíficamente porque hacerlo así redunda en su propio interés y gusto. Pero no arriesgan nada, no ponen en juego ni sacrifican ni abandonan cosa alguna por su fe en la Palabra de Cristo. San Bernabé, por ejemplo, poseía una propiedad en Chipre y la entregó para los pobres de Cristo. Fue un sacrificio coherente. Hizo algo que no hubiera hecho a menos que el Evangelio fuera verdadero. Es evidente que si el Evangelio hubiera resultado ser una fábula, su conducta habría sido un disparate, él habría cometido un gran error y sufrido una pérdida. Sería como un comerciante cuyos barcos han naufragado o cuyas sucursales están en bancarrota. El hombre confía en el hombre y considera bueno el crédito de sus vecinos, pero los cristianos no arriesgan demasiado sobre las palabras de su Salvador, cuando en realidad es lo único importante que deben hacer. El mismo Cristo nos dice: “haceos amigos con las riquezas injustas, para que cuando lleguen a faltar os reciban en las eternas moradas” (Lc 16, 9); es decir, adquirid un interés en el mundo futuro con la riqueza que el mundo de ahora usa inadecuadamente, alimentad al hambriento, vestid al desnudo, aliviad al enfermo y esa riqueza se convertirá en “bolsas que no se deterioran, un tesoro que no os fallará en los cielos” (Lc 12, 33). Por eso son las limosnas un riesgo coherente y una demostración de fe. También hace un sacrificio el hombre que, cuando sus perspectivas terrenas son alentadoras, renuncia a las promesas de la riqueza o del prestigio, con el fin de estar más cerca de Cristo, obtener un lugar en su templo y aumentar las oportunidades de oración y alabanza. El que, llevado de un noble impulso hacia la perfección, aparta el deseo de comodidad terrena y vive, como Daniel y san Pablo, con apreturas y trabajos, pero con un corazón sereno, arriesga también algo apoyado en la certeza del mundo futuro. El que, después de caer en pecado, se arrepiente de palabra y de obra, toma alguna carga sobre sus hombros, se somete a penitencia, se muestra severo con su
  • 7. carne, se niega algunos gustos inocentes y se expone a una humillación pública, demuestra asimismo que su fe es la sustancia de las cosas que se esperan y la garantía de lo que no ve. También ama el sacrificio quien pide a Dios no tener esos bienes que persigue la mayoría de los hombres, quien se abraza a cosas que de suyo rehúye el corazón. Ama el sacrificio quien, cuando la Voluntad de Dios parece tender hacia lo que la gente llama malo, consigue decir en su corazón – aunque le cueste-: “hágase Tu voluntad”. Si ante un panorama de riquezas alguien ruega honestamente a Dios no ser nunca rico; si teniendo posibilidades de alcanzar una alta posición social alguien pide en serio no alcanzarla; si teniendo amigos o parientes, alguien acepta de todo corazón la eventualidad de perderlos y dice: “tómalos, Señor, si es Tu voluntad; a Ti te los entrego, en Tus manos los dejo”, alegrándose de que el Señor le tome la palabra; ese también arriesga, y se hace agradable a Dios. Un cristiano así verá que el Señor le toma sus palabras al pie de la letra, aunque tal vez no entienda del todo lo que dice; pero es aceptado por Dios porque habla en serio y arriesga mucho. Corazones generosos como Santiago y Juan, o Pedro, hablan frecuentemente con gran seguridad de lo que harían por Cristo. Lo dicen con toda sinceridad aunque con cierta inconsistencia; pero por su sinceridad y como premio, se les toma la palabra, aunque no sepan todavía lo sería que es. “Dícenle: podemos”, y el compromiso queda anotado en el cielo. Este es l caso de todos nosotros en muchos momentos. Primero, en la Confirmación, cuando prometemos lo que fue prometido en lugar nuestro en el Bautismo, aunque sin ser capaces de entender todo lo que prometemos y confiados en que Dios lo manifestará gradualmente y nos dará la fuerza oportuna cuando llegue el momento. Asimismo los que reciben las Sagradas Órdenes prometen lo que todavía no disciernen completamente, se comprometen en una medida que en parte ignoran, se apartan de las cosas de la tierra de un modo cuya hondura no perciben, y quizás se dan cuenta luego que deben cortar su mano derecha, sacrificar el deseo de los ojos y la agitación de sus corazones al pie de la cruz, aunque entonces creían en su sencillez que se limitaban a escoger la vida cómoda “de hombres tranquilos que habitan en tiendas”.
  • 8. Las circunstancias influyen de muchas maneras en que una persona tome un camino u otro para el servicio de la religión. No sabe adónde se la lleva; no ve el final del camino; sólo sabe que es bueno hacer lo que en ese momento hace, y oye un susurro en su interior que le asegura – como les ocurrió a los dos santos hermanos – que sea cual sea la entrega que le exijan sus palabras de ahora, en el futuro, con la gracia de Dios, estará a la altura de las circunstancias. Aquellos santos Apóstoles dijeron: “podemos” y recibieron la fuerza para hacer y sufrir tal como habían afirmado. Santiago fue capaz de mantenerse firme hasta la muerte, que fue muerte de un mártir en Jerusalén mediante la espada. Su hermano Juan tuvo que padecer más aún, hasta morir el último de los Apóstoles – Santiago murió el primero - . San Juan tuvo que soportar el dolor de perder a su hermano y luego a los demás Apóstoles, así como largos años de soledad, destierro y debilidad. Experimentó el padecimiento de quedar solo cuando los que amaba habían dejado este mundo. Tuvo que vivir a solas con sus pensamientos, sin personas íntimas, acompañado únicamente por quienes pertenecían a una generación más joven. Su amante Señor le exigió como prenda de su fe todo lo que sus ojos amaban y todo lo que su corazón tenía por familiar y próximo. Fue como un hombre que va a trasladar sus bienes a un lejano país y los va enviando poco a poco, en lotes, antes de emprender viaje, hasta que su casa queda vacía. San Juan envió por delante a sus amigos mientras él permanecía detrás, para que hubiera en el cielo quienes le recordaran, se ocuparan de él y le recibieran cuando el Señor le llamara. Envió también por delante otras muestras aún más voluntarias y arriesgadas de su fe: una existencia abnegada, una ardiente defensa de la verdad, ayunos y oraciones, trabajos de amor, una vida virginal, ultrajes de los paganos, persecución y destierro. Bien podía decir un santo tan grande al final de sus días: “Ven, Señor Jesús” (1 Co 16, 22), como los que, cansados de la noche, esperan la mañana. Todos sus pensamientos, deseos y esperanzas se centraban en el mundo invisible, y la muerte le devolvió la visión de lo que había adorado y amado, lo que había sido objeto de su trato desde muchos años antes. ¡Cómo revivirán los recuerdos y
  • 9. cómo reaparecerían pensamientos familiares largamente enterrados, al verse en presencia de lo que había perdido! ¡Imposible imaginar la inmensa felicidad del que ve devuelto todo lo que dio en prenda y, además, se encuentra con un pago generosísimo por todos los riesgos que asumió! ¡Lástima, hermanos míos, que no poseamos este elevado y desprendido espíritu en cantidades mucho mayores! ¿Cómo es posible que nos contentemos con el actual estado de cosas; que nos empeñemos en vivir para nosotros y disfrutar de esta vida? ¿Cómo es posible que nos pongamos tantas excusas cuando alguien nos descubre la necesidad de algo mejor y nos urge el deber de llevar la Cruz del Señor, si resulta que podemos ganar su Corona? Repito la pregunta: ¿qué riesgos, qué inseguridades hemos aceptado por la palabra de Cristo? Porque Él dice expresamente: “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Y muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros” ( Mt 19, 29-30) 21 de Febrero de 1836 Parochial and Plain Sermons IV, n° 20.