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N 20060221 la leyenda de la aduana de santo domingo-méxico)
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N-20060221
LA LEYENDA DE LA ADUANA DE SANTO DOMINGO
(MÉXICO)
¿Leyenda , Historia… o ambas cosas a la vez?. Sea lo que fuere debemos
relatar lo que se cuenta acerca de la construcción de este edificio, en la que
entró como razón principal el amor de un noble y rico caballero, a distinguida
dama, hermosa y de alto linaje.
¡Edificio de la Real Aduana en la Plaza de Santo Domingo (México)
construida por amor Don Juan Gutiérrez Rubín de Celis en el año 1731
A principios del siglo XVIII, vivía en esta Corte de la Nueva España, Don Juan
Gutiérrez Rubín de Celis, rico y noble caballero, coronel del Regimiento “Tres
Villas”, así como Prior del Consulado, nombramiento que había recibido de Virrey,
don Juan de Acuña, Marqués de Casafuerte (1). Esto le hacía ser respetado y
gozar de distinciones en las altas esfera sociales y nobles del Virreinato. Don Juan
vivía en medio de un gran lujo y la suntuosidad más refinada; jamás se le veía en
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pie, siempre en su carroza o en su litera forrada de seda. Mediana de estatura,
medio robusto, bonachón, Don Juan Gutiérrez Rubín de Celis era, eso sí, un
hombre elegante y presumido hasta la exageración. No había ventana en la
Nueva España que no se le abriera disimuladamente al paso de su carruaje de
finas maderas labradas e incrustaciones de oro: sus cortinas,
impecablemente bordadas con hilo de plata en sus filos, eran de seda
china, y los caballos siempre blancos, tenían monturas de terciopelo
bordadas de pedrería.
A su vez Don Juan – quien, pese a todo, lo que menos tenía era fama de
Don Juan - vestía de gala de la cabeza a los pies: en el sombrero, plumas de la
India; en su casacón de terciopelo dorado, lucía un bordado de perlas valuado en
35 mil pesos oro de 1730, y adornado, además, de lentejuelas, cordones y
botonaduras del áureo metal. En su pecho brillaba un pesado collar de
esmeraldas.
El atuendo que llevó el Caballero de la Orden de Santiago, titulo obtenido más
por su dinero que por su piedad religiosa, y afirma más de un historiador, que en
1716, durante los festejos de la toma de posesión del virrey Marqués de Valero (2),
llevaba tal cantidad de joyas sobre su traje que solamente los bordados de perlas
del casacón representaban la suma de treinta mil pesos. Por cuyo dato, se podía
calcular el valor de sus cadenas, sortijas, de los alfileres sobre el encaje de la
corbata, los broches en el sombrero, y demás brillantes preseas. A él le dedicó
dos párrafos cuajados de adjetivos en su memorable crónica del fastuoso evento,
el director de la Gaceta de México, el segundo periódico de la Nueva España,
Don Juan Francisco Sahagún de Arévalo, nombrado, por cierto, Primer y general
cronista de la ciudad de México.
Uno de quienes seguirían la huella de éste en la tarea de dar forma al recuerdo,
Don Artemio de Valle-Arizpe, describía así el derroche de vestimenta del
presumido español Gutiérrez Rubín de Celis: “sus telas eran urdidas en los
más preciados telares de Flandes y España, eran brocados de oro muy
lucido. Espolines con flores esparcidas; terciopelos atrencillados o lisos de
tres altos. Sus capas eran de dos felpas o de fino liniste segoviano. En
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bretañas ruanes, bramantes, gorgoneas, estopillas y mitanes eran labradas
sus ropas interiores de frescura halagadora.
No había barco que llegara de Europa sin un traje bordado para Don Juan
Gutiérrez Rubín de Celis, y la Nao de China (3) - que en realidad venía de
Filipinas - no partía de Acapulco sin dejarle una carga de seda al
menos... Y así su casa: los metates preciosos se metían en todas las paredes y
en todos los rincones. Usaba una bellísima vajilla de oro macizo y unas copas
talladas en grueso cristal de roca. Sus sillones eran de terciopelo bordados con
piedras de Damasco. En sus jardines cantaban pájaros exóticos traídos de Africa y
Filipinas... y encerrados en jaulas, naturalmente entre barrotes de plata.
Era, pues, un hombre amante del derroche y la ostentación. No obstante, de
todas sus ropas – encerradas apretadamente en cuatro habitaciones gigantes de
su palacio de la calle Del Factor - hoy Allende - había una que lucía con más
orgullo: Su hábito blanco de caballero de Santiago (4), que mandó
cubrir de finísimas perlas de la cabeza a los pies. La ceremonia en que se
impusieron, en la iglesia de la Profesa, fue la más suntuosa que se
recuerda en muchos años. Y luego, naturalmente, hubo en la casa del
nuevo caballero santiaguino un festejo de tres días: 14 corderos, 70 gallinas, 100
arrobas de pan y 70 pichel de vino.
No obstante, un nombramiento mayor esperaba al ostentoso caballero: el
prior del Consulado, cuya misión era tasar la mercancía que llegaba a la
Nueva España, para fijar las alcabalas - es decir- impuesto de importación, a los
que hoy se llama aranceles -. La noticia se volvió fiesta de ocho días. Y vino de las
más afamadas casas de Francia, Flandes, España e Italia. La más rancia sociedad
aquella que haría suspirar al más apasionado cronista de sociales, estaba en su
casa. condes, marqueses, duques, príncipes...
La obligación más trascendente del ya famoso y flamante prior del Consulado,
era terminar el edificio del Tribunal del Consulado, conocido, también, como Real
Aduana,, que llevaba 20 años en el olvido, y que, paradójicamente, sustituía,
desde entonces, con carácter de sede provisional, una añeja construcción
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situada en la calle de la Aduana Vieja, hoy 5 de Febrero, entre la calle de San
Felipe de Jesús (Regina), y el cuadrante de San Miguel - San Jerónimo, que ya
estaba inservible
La austeridad de entonces, dado lo menguado de las arcas públicas, urgía al
gobierno a desalojar la propiedad cuanto antes. Pero el nuevo edificio no tenía
para cuando terminar de construirse. Primero detuvo la obra la solicitud de un
vecino del predio; el convento de la Encarnación, cuyo superior decía que por la
incipiente obra podrían brincarse ladrones y asaltar el encierro monacal. Luego
fue que un riquísimo personaje quería construir ahí su residencia...
El problema, ahora, era que el nuevo prior del Consulado no le ponía
muchas ganas al asunto de terminar el edificio del Tribunal del
Consulado (Real Aduana). Ha de saber usted que entre los muchos defectos de
don Juan Gutiérrez de Celis estaba el de la pereza. Más allá de su paseo diario,
al atardecer, a la Catedral a rezar a la Virgen de Guadalupe, su ocupación única
era la de leer completita la Gaceta de Sahagún, de Arévalo, revisar los libros del
tribunal.., y reposar. Ni siquiera los negocios le importaban. Su lema era su orgullo:
“no traer al día de hoy las congojas de mañana.”
Pero volviendo a los días de los festejos de la toma de posesión del virrey
Marqués de Casafuerte (1722), entre los almidonados y selectos invitados del
nuevo prior del Consulado, había una dama que lucía entre todas, doña Sara de
García Somera y Acuña (parienta del nuevo Virrey). Sus manos intensamente
blancas, su pelo infinitamente negro, sus ojos verdes o quizá sus labios de
palpitante rojo cautivaron a don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, y le rogó al
mismísimo virrey que se la presentara.
En el nobilísimo y nada joven caballero, se despertó loca y profunda pasión
amorosa por la linda doncella Doña Sara García, la cual dudaba en corresponder
a aquel desenfrenado amor, por el carácter especial del enamorado que no
presagiaba mucha felicidad en el matrimonio para el día de mañana…(59 años)
Pero eran tantas las promesas y tantos los juramentos del apasionado
pretendiente que allá por el año 1731, correspondió Doña Sara a las pretensiones
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de Don Juan, pero con una sola condición, algo rara en efecto (que algunos
historiadores dicen que aconsejada por su pariente, el Virrey), pero indispensable
para conseguir la mano de la dama, y fue ésta:
“que el apasionado caballero concluyera en el plazo improrrogable de seis
meses, las obras del edificio de la Aduana, cuya construcción se había
empezando años antes y estaba completamente abandonada.”
Algo le extrañó la condición impuesta al caballero, Prior del Consulado,
pero como el amor es poderoso cuando se adueña de las voluntades, sacudió
don Juan su manera de ser abandonada y fría, aceptando el requisito que se le
imponía, y con actividad en él desusada, puso mano a la obra sin escatimar gasto
alguno ni esfuerzo de ninguna clase, para salir airoso de la empresa.
No encontró ningún arquitecto que se comprometiera en ese plazo, a terminar
el edificio y él en persona se convirtió en director de la obra. Hizo traer
negros para que trabajasen día y noche, con teas encendidas se realizaban estos
trabajos cuando la luz del sol faltaba; distribuyó entre los canteros, todos cuantos
existían en la ciudad, las piedras que habían de labrar; mandó construir
apresuradamente balcones y barandales de hierro; al mismo tiempo hizo que
cientos de carpinteros construyeran bastidores, puertas, frontis y ventanas,
vigilándolo todo él, antes holgazán caballero, que al presente desplegaba una
actividad extraordinaria descansando apenas unas cuantas horas para dormir.
De esta manera, empeñoso y con tesonera constancia, tres días antes de
expirar el plazo fijado por la dama de sus pensamientos, se puso de gala y, en su
mejor coche, se dirigió a la casa de la amada a la que, en un cojín de terciopelo,
hizo entrega de las llaves del edificio ya terminado y le pidió que cumpliera su
palabra de ser su esposa, ya que él había cumplido la suya de terminar e edificio.
Don Juan, para dejar un testimonio de su amada a las generaciones futuras,
mando escupir sobre un arco una inscripción acróstica, en la cual se puede leer lo
siguiente:
“Siendo Prior del Consulado don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, caballero
de la Orden de Santiago, y Cónsules don Gaspar de Alvarado, de la misma
Orden, y don Lucas Serafín Chacón, se acabó la fábrica de esta Aduana, a
28 de Junio de 1731 “ (sic).
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Y llegó el final. Un día antes del plazo fijado, exactamente el 28 de junio de
1731, la bellísima prometida de don Juan descubría la placa que sellaba a
hazaña. Y otra vez fiesta, y otra vez lujo, y otra vez derroche... A las diez de la
noche de ese día memorable para la ciudad, doña Sara, la novia que logró el
milagro, abandonaba, indispuesta, la fiesta del caballero, y de ahí en adelante no
paró la fiebre, que por momentos alcanzaba niveles alarmantes... Así pasaron 15
días en los cuales el dolor del prior del Consulado se convenía en gruesas y
abundantes lágrimas que manchaban sus elegantes ropajes. Y la dama, pese a
las tizonas, pese a los médicos, no podía aliviarse, y un día (23 después de la
inauguración del nuevo edificio), doña Sara murió en silencio.
Ni siquiera tuvo don Juan Gutiérrez Rubín de Celis el consuelo de su mano
blanca. Ni siquiera la dicha de recoger su último suspiro...
Y para qué la elegancia. Y para qué el lujo. Y para qué los carruajes, las perlas,
los baúles, las hebillas, las plumas de quetzal, las-botellas de Burdeos, el fragor de
los saraos.
Así se iba la vida del quién fue el más elegante caballero de la Nueva España. y
hubiera muerto de tristeza, de no ser porque un día, muchos años después,
alguien lo convenció de que se metiera de monje al Convento del Carmen. (5)
Mientras tanto, el edificio construido por don. Juan Gutiérrez Rubín de Celis
(Aduana Mayor) es uno de los más importantes de la majestuosa plaza de Santo
Domingo de México, que está en la hoy calle de Brasil, frente a la plaza de Santo
domingo, entre las calles de Luis González Obregón y Venezuela. En aquella
época se llenaba de actividad. Apenas cabían, a veces, las recuas de mulas que
llevaban las mercaderías de importación a tasar, para fijar las 105 respectivas
alcabalas que demandaba el rey. “70 pesos-oro”, gritaban los jefes de la
Aduana, Gaspar de Alvarado y Lucas Serafín Chacón, “por este tibor chino; 90
reales; por estos aretes de perlas, 70; por la pieza de seda; 1500; por la carga de
marfil…….
El tribunal de Consulado o Real Aduana se mantuvo como tal, una vez
anexados a él los edificios del convento de la Encarnación, justamente hasta el
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día en que murieron las alcabalas. Dicha institución consular se estableció en
Nueva España en 1574, durante el reinado de Felipe II, con el fin de aplicar un
impuesto a las operaciones de compra-venta, debido a los crecientes Gastos
militares de la Corona, librándose de tal cumplimiento los indios y los
hombres de la iglesia, de acuerdo con un bando del virrey Martín Enriquez, leído
el 17 de octubre de 1574. Al sobrevenir la independencia de México, se siguió
cobrando el impuesto, no para el Rey de España, sino para el Gobierno de la
República durante 30 años más.
Y el edificio en 1930, pasó a ser parte de las instalaciones de la Secretaría de
Educación Pública. En el cubo de su vieja escalera empezó a pintar en 1945 el
maestro, David Alfaro Siqueiros, el mural Patricios y Patricidas que, por
circunstancias desconocidas, nunca concluyó.
En 1976 la obra que un día lograra el milagro de romper la indolencia de don
Juan Gutiérrez Rubín de Celis, fue restaurada en su esplendor original. Y ahí
está, para quien quiera saber hasta donde puede llegar el amor.
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Observaciones:
1).- Marqués de Casafuerte, don Juan de Acuña, fue virrey de Nueva
España desde el 15 de Octubre de 1722 hasta el 16 de marzo de 1734.
2).- Marqués de Velero, don Baltasar de Zúñiga Gurmán de Sotanayor y
Mendoza, fue virrey de Nueva España desde 16 de agosto de 1716 hasta el
15 de octubre de 1722
3).- Nao de China, también llamado “Galeón de Manila”, era el nombre con
el que se conocían las naves españolas que cruzaban el Océano Pacífico,
una o dos veces por año, entre Manila y los puertos de Nueva España-
Acapulco. (Ver N-20100916 GALEÓN DE MANILA)
4).- Caballero de Santiago. Don Juan ingresó en dicha Orden el 4 de
diciembre de 1708, expediente 6.564, Canchillería de Valladolid.
5).- Convento del Carmen. Don Juan, estando recluido en este convento,
tras largas reflexiones sobre esta vida terrenal y la próxima venidera,
convencido por Nuestra Señora Virgen de Guadalupe la forma de purificar
su alma (obras meritorias a trueque de salvar su alma), fue cuando el 23 de
febrero de 1946 firmo el protocolo para la construcción de cuatro obras
importantes para el Concejo de Celis: Puente de La Herrería, sobre el río
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Nansa; La Escuela de Primeras Letras en La Herrería; Iglesia Parroquial
San Roque de Celis, y la traída de aguas desde La Toja al pueblo de Celis,
incluida la fuente junto a la Iglesia San Roque.
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EL PUENTE DE LA HERRERIA (CELIS)
Esta fotografía, sacada desde el Parapeto de los franceses el día 30 de junio
de 2007, representa al Puente de la Herrería, construido entre los años 1749 y 1760,
con un arco principal de 60 pies de altura y 99 de diámetro, siendo rematado con
una hornacina en la cima bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, y allí
estuvo la imagen respetada durante 177 años, hasta que unos intolerantes la
hicieron desaparecer en el año 1937 durante la Guerra Civil. La parte derecha del
arco está cimentada sobre troncos de haya verdes, técnica que se empleaba en
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aquella época cuando no se hallaba suelo firme. Los troncos de haya enterrados
bajo el nivel del agua del río permanecen inalterables durante siglos. La gran
riada del río Nansa de 27 de septiembre de 1907, en parte dichos troncos fueron
vistos en el fondo del cauce del río.
Una precisión: Don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, el promotor de la
construcción de este puente, personalmente, nunca lo vio personalmente.
Nunca regresó de México. Eso sí, por medio de un poder notarial delegó a
don Diego Rubín de Celis, sobrino paterno y vecino del propio barrio de La
Herrería, el encargo, entre otras obras, la construcción del citado puente.
Este puente ha sido declarado “Bien de Interés Local el día 24 de febrero
de 2004, por la Consejería de Cultura, Turismo y Deporte (CANTABRIA)
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Medidas Castellanas :
Un a vara castellana = 3 pies = 0,83590 metros lineales
Un pie castellano = 27, 8635 cm. = 0,278635 metros lineales
Un codo = 2 pies = 55,7270 cm. lineales
Una vara cuadrada (vara^2) = 0,69873 metros cuadrados (m^2)
Un pie cuadrado (pie^2) = 0,0776375 m^2
Un carro (superficie) es igual a un cuadrado de 18 varas de lado, que
encierra una superficie de (18 varas )^2 = 324 varas cuadradas
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Trazas para la Historia de Celis / / Víctor Manuel Cortijo Rubín
Celis, 12 de agosto de 2007